"El Observatorio" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

7

Bosch y los agentes federales se quedaron en silencio. Se percibía una sensación de miedo casi palpable flotando en el laboratorio de oncología. Acababan de confirmar que Stanley Kent se había llevado treinta y dos cápsulas de cesio de la cámara de seguridad de Saint Agatha's y muy probablemente las había entregado a personas desconocidas. Éstas lo habían ejecutado seguidamente en el mirador de Mulholland.

– Treinta y dos cápsulas de cesio -dijo Bosch-. ¿Cuánto daño pueden hacer?

Brenner lo miró con gravedad.

– Tendremos que preguntárselo a los científicos, pero mi apuesta es que podría hacer daño -dijo-. Si alguien quiere enviar un mensaje, se oirá alto y claro.

Bosch de repente pensó en algo que no encajaba con los hechos conocidos.

– Espera un momento -dijo-. Los anillos de radiación de Stanley Kent no mostraban exposición. ¿Cómo pudo haberse llevado todo el cesio de ahí y no encender esos dispositivos de aviso como un árbol de Navidad?

Brenner negó desdeñosamente con la cabeza.

– Obviamente usó un cerdo.

– ¿Qué?

– Es como llaman al artefacto de traslado. Básicamente parece un cubo de acero con ruedas y una tapa de seguridad, por supuesto. Es pesado y de patas cortas, como un cerdo, por eso lo llaman así.

– ¿Y entró y salió de aquí tan campante con algo así?

Brenner señaló la tablilla con sujetapapeles que había en el escritorio.

– Las transferencias entre hospitales de fuentes radiactivas para el tratamiento contra el cáncer no son nada inusual -dijo-. Firmó una fuente, pero se las llevó todas; eso es lo inusual. Pero ¿quién iba a abrir el cerdo y mirar?

Bosch pensó en las muescas que vio en el suelo del maletero del Porsche: habían cargado algo pesado en el coche. Ahora Bosch sabía de qué se trataba y era una confirmación del peor escenario.

Bosch negó con la cabeza y Brenner pensó que era porque estaba juzgando la seguridad en el laboratorio.

– Déjame que te cuente una cosa -dijo el agente federal-. Antes de que viniéramos el año pasado y modernizáramos su seguridad, cualquiera que llevara una bata blanca de médico podía entrar aquí y llevarse lo que quisiera de la cámara. La seguridad no existía.

– No estaba haciendo un comentario sobre la seguridad. Estaba…

– Tengo que hacer una llamada -dijo Brenner.

Se alejó de los demás y sacó su teléfono móvil. Bosch decidió llamar él también. Sacó el teléfono, encontró un rincón de intimidad y telefoneó a su compañero.

– Ignacio, soy yo.

– Llámame Iggy, Harry. ¿Qué hay por ahí?

– Nada bueno. Kent vació la cámara. Todo el cesio ha desaparecido.

– ¿Estás de broma? ¿Ése es el material que dijiste que podía convertirse en una bomba sucia?

– Ese es el material y parece que se llevó suficiente para armarla. ¿Todavía estás en la escena del crimen?

– Sí, y escucha, tengo a un chico aquí que podría ser un testigo.

– ¿Qué quieres decir con que podría ser un testigo? ¿Quién es, un vecino?

– No, es una historia un poco descabellada. ¿ Sabes esa casa que dijiste que era de Madonna?

– Sí.

– Bueno, pues resulta que era suya pero ya no lo es. Subí a llamar a la puerta y el tipo que vive allí dijo que no vio ni oyó nada; la misma respuesta que me estoy encontrando en todas las casas. En fin, da igual, estaba yéndome cuando vi a un chico escondiéndose detrás de unos árboles que tienen en el jardín. Le apunté con la pistola y pedí refuerzos, pensando que quizás era el asesino del mirador. Pero no era eso. Resulta que es un chico de veinte años que acaba de llegar de Canadá y cree que Madonna aún vive en la casa. En el mapa de las casas de las estrellas de Hollywood que llevaba todavía dice que Madonna vive aquí y él trataba de verla o algo, como un acechador. Escaló un muro para meterse en el jardín.

– ¿Vio el crimen?

– Dice que no vio ni oyó nada, pero no lo sé, Harry. Creo que podría haber estado vigilando la casa de Madonna cuando ocurrió lo del mirador. Luego se escondió y esperó para irse. Lo que pasa es que yo lo encontré antes.

Bosch se estaba perdiendo algo en la historia.

– ¿Por qué iba a esconderse? ¿Por qué no salió corriendo? No encontramos el cadáver hasta tres horas después de la ejecución.

– Sí, lo sé. Esa parte no tiene sentido. Tal vez estaba asustado o pensó que si lo veían cerca del cadáver podían considerarlo sospechoso, no tengo ni idea.

Bosch asintió con la cabeza. Tenía cierto sentido.

– ¿Vas a retenerle por allanar una propiedad privada? -preguntó.

– Sí. Hablé con el tipo que compró la casa a Madonna y nos apoyará; presentará cargos si necesitamos que lo haga. Así que no te preocupes, podemos retenerlo y trabajar con eso.

– Bien. Llévalo al centro, mételo en una sala y que sude.

– Entendido, Harry.

– Ah, Ignacio, no hables del cesio con nadie.

– Sí. Entendido.

Bosch cerró el teléfono antes de que Perras pudiera pedirle que le llamara Iggy. Escuchó el final de la conversación de Brenner. Era obvio que no estaba hablando con Walling. Sus maneras y su tono de voz eran deferentes: estaba hablando con un jefe.

– Según el registro que tengo aquí, a las siete en punto -dijo-. Eso sitúa la transferencia en el mirador hacia las ocho, así que llevamos un retraso de seis horas y media ahora mismo.

Brenner escuchó un poco y luego empezó a hablar varias veces, pero la persona al otro lado de la línea le cortó repetidamente.

– Sí, señor -dijo finalmente-. Sí, señor. Volvemos ahora mismo.

Cerró el teléfono y miró a Bosch.

– Voy a volver en helicóptero. He de organizar una video-conferencia de información con Washington. Te llevaría, pero creo que es mejor que estés en tierra siguiendo el caso. Le he dejado mis llaves a la agente Walling; ella devolverá mi coche.

– No hay problema.

– ¿Su compañero ha encontrado un testigo? ¿Es eso lo que he oído?

Bosch no pudo por menos que preguntarse cómo podía haberlo escuchado Brenner mientras mantenía su propia conversación telefónica.

– Quizá, pero suena como una posibilidad remota. Voy al centro para ponerme con eso ahora mismo.

Brenner asintió con solemnidad y le pasó a Bosch una tarjeta de visita.

– Si hay algo, llámame. Toda mi información está en la tarjeta. Cualquier cosa, me avisas.

Bosch cogió la tarjeta y se la guardó en el bolsillo. Él y los agentes salieron del laboratorio y unos minutos después observó cómo el helicóptero federal se elevaba en el cielo negro. Se metió en el coche y salió del aparcamiento de la clínica para dirigirse al sur. Antes de entrar en la autovía llenó el depósito en una gasolinera de San Fernando Road.

El tráfico que se dirigía al centro de la ciudad era fluido, y Bosch circuló a una velocidad constante de ciento veinte kilómetros por hora. Encendió el equipo de música y cogió un CD de la consola central sin mirarlo. A las cinco notas del primer tema supo que era una edición japonesa de un disco de importación del bajista Ron Cárter. Era buena música para conducir y subió el volumen.

La música le ayudaba a aclarar las ideas. Se dio cuenta de que el caso estaba cambiando. Los federales, al menos, estaban buscando el cesio desaparecido en lugar de a los asesinos. Había una diferencia sutil, pero Bosch consideraba que era importante. Sabía que necesitaba centrarse en el mirador y no perder de vista en ningún momento que se trataba de una investigación de asesinato.

– Encuentra a los asesinos y encontrarás el cesio -se dijo en voz alta.

En el centro cogió la salida de Los Ángeles Street y metió el coche en el aparcamiento delantero del cuartel general de la policía. Era tarde y a nadie le importaría que no fuera un VIP o un miembro de la dirección.

El Parker Center estaba en las últimas. Hacía casi una década que se había aprobado la construcción de un nuevo cuartel general de policía, pero debido a los repetidos retrasos presupuestarios y políticos, el proyecto avanzaba lentamente hacia su realización. Entre tanto, poco se había hecho para evitar que el edificio antiguo cayera en la decrepitud. Por fin, las obras habían comenzado, pero se calculaba que se prolongarían otros cuatro años. Muchos de los que trabajaban en el Parker Center se preguntaban si el viejo edificio duraría tanto.

La sala de la brigada de Robos y Homicidios de la tercera planta estaba desierta cuando Bosch llegó allí. Abrió el teléfono móvil y llamó a su compañero.

– ¿Dónde estás?

– Eh, Harry. Estoy en el laboratorio. Me estoy llevando lo que puedo para poder empezar con el expediente. ¿Estás en la oficina?

– Acabo de llegar. ¿Dónde has puesto al testigo?

– Lo tengo cocinándose en la sala dos. ¿Quieres empezar con él?

– Podría estar bien enfrentarle con alguien que no haya visto antes. Alguien un poco mayor.

Era una propuesta delicada, dado que el potencial testigo era un hallazgo de Perras. Bosch no actuaría sin la aprobación tácita de su compañero; sin embargo, la situación dictaba que fuera alguien con la experiencia de Bosch quien llevara a cabo un interrogatorio tan importante.

– Todo tuyo, Harry. Cuando vuelva observaré desde la sala de medios. Si necesitas que entre, hazme la señal.

– Bien.

– He preparado café en la oficina del capitán, si te apetece.

– Perfecto. Lo necesito. Pero háblame primero del testigo.

– Se llama Jesse Mitford y es de Halifax. Es una especie de vagabundo. Me dijo que llegó en autoestop y ha dormido en albergues, o a veces en las colinas si hacía mejor tiempo. Eso es todo.

Era muy poco, pero era un punto de partida.

– Quizás iba a dormir en el jardín de Madonna, por eso no se largó.

– No se me ocurrió, Harry. Puede que tengas razón.

– Me acordaré de preguntárselo.

Bosch colgó el teléfono, cogió la taza de café del cajón de su mesa y se dirigió al despacho del capitán de Robos y Homicidios. Había una antesala donde se hallaba el escritorio de la secretaria y una mesa con una cafetera. Bosch percibió el olor de café recién hecho al entrar y sólo eso casi bastó para darle la carga de cafeína que necesitaba. Se sirvió una taza, dejó un dólar en el cestillo y se dirigió de nuevo a su escritorio.

La sala de brigada estaba diseñada con largas filas de escritorios enfrentados, de manera que los compañeros se sentaban uno delante del otro. La configuración no permitía intimidad personal ni profesional. La mayor parte del resto de las oficinas de detectives de la ciudad se habían transformado en cubículos con paredes que aislaban el sonido y proporcionaban intimidad, pero en el Parker Center, debido a la inminente demolición, no se gastaba dinero en mejoras.

Como Bosch y Ferras eran las últimas incorporaciones de la brigada, sus escritorios se hallaban en el extremo de una fila, en un rincón sin ventanas donde la circulación de aire era mala y la salida estaba más lejos en caso de terremoto u otra emergencia.

El espacio de trabajo de Bosch estaba limpio y ordenado, como lo había dejado. Reparó en una mochila y una bolsa de plástico de pruebas en la mesa de su compañero. Se estiró y cogió primero la mochila. Al abrirla, descubrió que contenía sobre todo ropa y otras pertenencias del potencial testigo. Había un libro titulado Casa desolada, de Charles Dickens, y un neceser con pasta de dientes y cepillo. Todo ello eran las escasas pertenencias de una existencia precaria.

Bosch dejó la mochila y estiró el brazo para coger la bolsa de pruebas. Contenía una pequeña cantidad de dinero estadounidense, un juego de llaves, una fina cartera y un pasaporte de Canadá. También contenía un mapa doblado de «Casas de las estrellas» del estilo de los que se vendían en las esquinas en todo Hollywood. Lo desplegó y localizó el mirador de Mulholland Drive por encima del lago Hollywood. Justo a la derecha de la escena del crimen había una estrella negra con el número 23 rodeada por un círculo en rotulador. Comprobó el índice y el número de la estrella 23, que decía: «Casa de Madonna en Hollywood».

El plano obviamente no se había actualizado con los cambios de residencia de Madonna, y Bosch sospechaba que pocas de las direcciones de las estrellas y las listas correspondientes eran precisas. Esto explicaba por qué Jesse Mitford había estado acechando una casa en la que ya no vivía Madonna.

Bosch volvió a plegar el plano, puso todas las propiedades de Mitford otra vez en la mochila y dejó ésta en el escritorio de su compañero. Cogió una libreta y una hoja de derechos de un cajón y se dirigió a la sala de interrogatorios número dos, que se encontraba en un pasillo de la parte de atrás de la sala de brigada.

Jesse Mitford aparentaba menos edad. Tenía el cabello oscuro y rizado, la piel blanca como el marfil y un rastrojo de perilla que daba la sensación de que había tardado toda la vida en crecer. Lucía un aro de plata en la nariz y otro en una ceja. Parecía alerta y asustado. Estaba sentado a una mesita en la pequeña sala de interrogatorios, donde se percibía un fuerte olor corporal. Mitford estaba sudando, lo cual era por supuesto el objetivo. Bosch comprobó el termostato del pasillo antes de entrar y vio que Ferras había puesto la temperatura de la sala de interrogatorios en veintiocho grados.

– Jesse, ¿cómo estás? -preguntó Bosch al sentarse enfrente de él.

– Uf, no muy bien. Hace calor aquí.

– ¿De verdad?

– ¿Eres mi abogado?

– No, Jesse, soy tu detective. Me llamo Harry Bosch. Soy detective de homicidios y trabajo en el caso del mirador.

Bosch puso la libreta y su taza de café en la mesa. Se fijó en que Mitford todavía llevaba puestas las esposas. Era un buen detalle de Ferias mantener al chico confundido, asustado y preocupado.

– Le dije al detective mexicano que no quería hablar más. Quiero un abogado.

Bosch asintió con la cabeza.

– Es cubano-americano, Jesse -explicó-. Y no tienes abogado. Los abogados son sólo para los ciudadanos estadounidenses.

Era mentira, pero Bosch confiaba en que el joven de veinte años no lo supiera.

– Tienes problemas, chico -continuó-. Una cosa es acechar a una novia o un novio, y otra es hacerlo a una famosa. Ésta es una ciudad de celebridades en un país de celebridades, Jesse, y aquí cuidamos de las nuestras. No sé cómo son las cosas en Canadá, pero las penas para lo que estabas haciendo esta noche son muy duras.

Mitford negó con la cabeza, como si pudiera sacudirse los problemas de ese modo.

– Pero me han dicho que ella ni siquiera vive allí ya. Me refiero a Madonna. Realmente no la estaba acechando, sólo estaba entrando sin autorización.

Bosch negó con la cabeza.

– Se trata de la intención, Jesse. Pensabas que podría estar allí. Tenías un plano que decía que estaba allí; incluso lo marcaste con un círculo. Así que, por lo que respecta a la ley, eso constituye acoso a una celebridad.

– Entonces, ¿por qué venden planos con las casas de las estrellas?

– ¿Y por qué los bares tienen aparcamiento si es ilegal conducir borracho? No vamos a entrar en ese juego, Jesse. La cuestión es que no hay nada en el plano que diga que esté bien saltar por encima de un muro y entrar en una propiedad privada, ¿entiendes lo que digo?

Mitford bajó la mirada a sus muñecas esposadas y asintió con tristeza.

– Aunque te diré una cosa -dijo Bosch-. Puedes estar contento, porque las cosas no son tan malas como parecen. Pueden acusarte de asediar y entrar en una propiedad privada, pero creo que podremos ocuparnos de eso si accedes a cooperar conmigo.

Mitford se inclinó hacia delante.

– Pero ya se lo he dicho a ese detective mexi… cubano: no vi nada.

Bosch esperó un largo momento antes de responder.

– No me importa lo que le dijeras. Ahora estás tratando conmigo, hijo. Y creo que me estás ocultando algo.

– No. Lo juro por Dios.

Alzó ambas manos en un gesto de súplica tan separadas como le permitían las esposas, pero Bosch no le creyó. El chico era demasiado joven para ser un mentiroso capaz de convencerlo. Decidió irle de frente.

– Deja que te diga algo, Jesse. Mi compañero es bueno y llegará lejos en el departamento, de eso no hay duda. Pero ahora mismo es un bebé. Es detective desde que tú te dejaste esa barba de pelusilla de melocotón, más o menos. Yo, en cambio, llevo muchos años, y eso significa que he estado con muchos mentirosos. A veces creo que todo el mundo miente. Y, Jesse, te lo aseguro, me estás mintiendo, y a mí nadie me miente.

– ¡No! Yo…

– Mira, tienes treinta segundos para empezar a hablar o voy a llevarte abajo y a meterte en el calabozo del condado. Estoy seguro de que habrá alguien allí esperando la compañía de un chico como tú. ¿Ves?, a eso me refiero con las penas duras respecto al acecho.

Mitford se miró las manos en la mesa. Bosch esperó y pasaron lentamente veinte segundos. Finalmente, Bosch se levantó.

– Vale, Jesse, levántate. Nos vamos.

– Espere, espere, espere.

– ¿Para qué? ¡He dicho que te levantes! Vamos. Es una investigación de asesinato, no voy a perder el tiempo con…

– Vale, vale, se lo contaré. Lo vi todo, ¿vale? Lo vi todo. Bosch lo estudió un momento.

– ¿Estás hablando del mirador? -preguntó-. ¿Viste los disparos en el mirador?

– Lo vi todo, tío.

Bosch apartó la silla y volvió a sentarse.