"El Observatorio" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)8Bosch impidió que Jesse Mitford hablara hasta que hubo firmado una declaración de derechos. No importaba que se le considerara testigo de un asesinato ocurrido en el mirador de Mulholland; lo que había presenciado, fuera lo que fuese, lo vio porque estaba en el proceso de cometer su propio delito: acechar y entrar en una propiedad privada. Bosch quería asegurarse de que no cometía errores en el caso. No quería apelaciones por lo que en la jerga judicial se conocía como «fruta del árbol envenenado». No quería retrocesos. Las apuestas eran altas, los federales eran especialistas en cuestionar las cosas a posteriori y Bosch sabía que tenía que hacerlo bien. – Vale, Jesse -dijo cuando el joven canadiense firmó el formulario de derechos-. Vas a decirme lo que viste y oíste en el mirador. Si dices la verdad y resultas útil voy a retirar todos los cargos y te dejaré marchar como un hombre libre. Técnicamente, Bosch estaba exagerando. Carecía de autoridad para retirar cargos o hacer tratos con sospechosos de delitos. Ahora bien, tampoco lo necesitaba, porque Mitford todavía no había sido acusado formalmente de nada. Eso le daba margen. Era una cuestión semántica: lo que realmente estaba ofreciendo era no proceder a acusar a Mitford a cambio de la cooperación honrada del joven canadiense. – Entiendo -dijo Mitford. – Recuerda, sólo la verdad: lo que viste y oíste. Nada más. – Entiendo. – Levanta las manos. Mitford levantó las manos y Bosch usó su propia llave para quitarle al joven las esposas de su compañero Ferras. Mitford inmediatamente empezó a frotarse las muñecas para recuperar la circulación. Le recordó a Bosch la imagen de Alicia Kent haciendo lo mismo antes. – ¿Te sientes mejor? -preguntó. – Sí, bien -replicó Mitford. – Vale, entonces empecemos por el principio. Dime de dónde vienes, adonde ibas y qué viste exactamente en el mirador. Mitford asintió con la cabeza y durante veinte minutos relató a Bosch un recorrido que empezaba en Hollywood Boulevard con la compra de un plano de las estrellas a un vendedor callejero y una larga caminata hasta las colinas. Su trayecto le llevó casi tres horas y probablemente explicaba -más que la calefacción de la sala de interrogatorios- el olor que emanaba su cuerpo. Le dijo a Bosch que a la hora que llegó a Mulholland Drive estaba oscureciendo y él estaba cansado. La casa donde según el mapa vivía Madonna estaba oscura en el interior y no parecía haber nadie en la propiedad. Decepcionado, decidió descansar de su larga excursión y esperar a ver si la cantante pop llegaba a la casa más tarde. Encontró un lugar detrás de algunos arbustos donde podía apoyarse en el muro exterior que rodeaba la casa de su presa -él no usó esa palabra- y esperar. Mitford aseguró que se quedó dormido hasta que algo le despertó. – ¿Qué te despertó? -preguntó Bosch. – Voces. Oí voces. – ¿Qué dijeron? – No lo sé. Sólo sé que me despertaron. – ¿A cuánta distancia estabas del mirador? – No lo sé. A unos cien metros, creo. Estaba bastante lejos. – ¿Qué oíste una vez estuviste despierto? – Nada. Pararon de hablar. – Muy bien, entonces, ¿qué viste cuando te despertaste? – Vi tres coches aparcados en la explanada. Uno era un Porsche y los otros dos eran más grandes. No conozco la marca, pero eran muy parecidos. – ¿Viste a los hombres en el mirador? – No, no vi a nadie. Estaba demasiado oscuro. Pero entonces volví a oír la voz y procedía de allí, de la oscuridad. Era como un grito. Justo en el momento en que miré vi dos rápidos destellos de disparos como amortiguados. Vi a alguien de rodillas en la explanada, en el fogonazo de luz. Pero fue tan rápido que es lo único que vi. Bosch asintió. – Está bien, Jesse. Lo estás haciendo bien. Vamos a repasar esta parte otra vez para tenerla clara: estabas dormido y entonces una voz te despertó y tú miraste y viste los tres coches. ¿ Es así? – Sí. – Vale, bien. Entonces oíste otra vez una voz y te volviste hacia el mirador. Justo entonces se produjeron los disparos. ¿Todo esto es correcto? – Sí. Bosch asintió con la cabeza; sin embargo, sabía que Mitford podría simplemente estar diciéndole lo que quería oír. Tenía que poner a prueba al chico para asegurarse de que no pasaba eso. – Ahora has dicho que con el destello de la pistola viste a la víctima caer de rodillas, ¿es así? – No, no exactamente. – Entonces cuéntame exactamente lo que viste. – Creo que ya estaba de rodillas. Fue tan rápido que no lo habría visto caer. Creo que ya estaba arrodillado. Bosch asintió con la cabeza. Mitford había pasado el primer test. – Vale, buen detalle. Ahora hablemos de lo que oíste. Dijiste que oíste a alguien gritar antes de los disparos, ¿sí? – Sí. – Bien, ¿qué gritó esa persona? El joven pensó por un momento y luego negó con la cabeza. -No estoy seguro. – No importa. No quiero que digas nada de lo que no estemos seguros. Intentemos un ejercicio para ver si ayuda: cierra los ojos. – ¿Qué? – Sólo cierra los ojos -dijo Bosch-. Piensa en lo que viste. Trata de recuperar la memoria visual y el sonido vendrá a continuación. Estás mirando los tres coches y entonces una voz atrae tu atención hacia el mirador. ¿Qué dice la voz? Bosch habló con voz calmada y tranquilizadora. Mitford siguió sus instrucciones y cerró los ojos. Bosch esperó. – No estoy seguro -dijo finalmente el joven-. No puedo recordarlo todo. Creo que estaba diciendo algo sobre Alá y luego sonó el disparo. Bosch se quedó un momento en perfecto silencio antes de responder. – ¿Alá? ¿Quieres decir la palabra árabe Alá? – No estoy seguro. Eso creo. – ¿Qué más dijo? – Nada más. Los disparos lo cortaron. Empezó a gritar cosas de Alá y entonces el disparo ahogó el resto. – Quieres decir « – No lo sé. Sólo oí la parte de Alá. – ¿Sabes si tenía acento? – ¿Acento? No lo sé. Sólo oí eso. – ¿Británico? ¿Árabe? – La verdad es que no lo sé. Estaba demasiado lejos y sólo oí esa palabra. Bosch pensó en ello durante unos segundos. Recordó lo que había leído de las grabaciones de la cabina de pilotos en los atentados del 11-S. Los terroristas gritaron Una vez más sabía que tenía que ser cuidadoso y concienzudo. Gran parte de la investigación podía depender de la única palabra que Mitford creía haber oído en el mirador. – Jesse, ¿el detective Ferras te habló de este caso antes de meterte en esta sala? El testigo se encogió de hombros. – La verdad es que no me dijo nada. – ¿No te dijo lo que pensábamos que estábamos buscando o qué dirección podría tomar el caso? -No, nada de eso. Bosch lo miró durante unos segundos. – Vale, Jesse -dijo al fin-. ¿Qué ocurrió a continuación? – Después de los disparos vi que alguien corría desde el descampado hacia los coches. Se metió en uno de ellos y retrocedió hasta acercarse al Porsche. Entonces abrió el maletero desde dentro y bajó. El maletero delantero del Porsche quedó abierto. – ¿Dónde estaba el otro hombre mientras él hacía esto? Mitford parecía confundido. – Supongo que estaba muerto. – No, me refiero al segundo de los asesinos. Había dos criminales y una víctima, Jesse. Tres coches, ¿recuerdas? Bosch levantó tres dedos como ayuda visual. – Sólo vi a un criminal -dijo Mitford-. El que disparó. Alguien más se quedó en el coche que estaba detrás del Porsche, pero no salió. – ¿Se limitó a quedarse en el vehículo? – Exacto. De hecho, justo después del disparo, ese coche hizo un giro de ciento ochenta grados y se alejó. – ¿Y el conductor no salió durante todo el tiempo que estuvo en el mirador? – No, nunca. Bosch pensó en esto durante un momento. Lo que Mitford había descrito indicaba una verdadera división del trabajo entre los dos sospechosos. Coincidía con la descripción de los hechos que Alicia Kent había ofrecido antes: un hombre interrogándola y luego traduciendo y dando órdenes al segundo. Bosch supuso que era el que hablaba inglés quien se quedó en el coche en el mirador. – De acuerdo -dijo finalmente-. Volvamos al caso, Jesse. Has dicho que justo después de los disparos uno se aleja mientras que el otro se acerca al Porsche y abre el maletero. ¿Qué ocurrió entonces? – Bajó y sacó algo del Porsche y lo puso en el maletero del otro coche. Era realmente pesado y le costó mucho. Parecía que tenía asas a los lados. Bosch sabía que estaba describiendo el cerdo usado para transportar materiales radiactivos. – Luego, ¿qué? – Volvió a meterse en el coche y se alejó. Dejó el maletero del Porsche abierto. – ¿Y no viste a nadie más? – A nadie más. Lo juro. – Describe al hombre que viste. – Realmente no puedo describirlo. Llevaba una sudadera con la capucha puesta, no le vi la cara ni nada. Creo que debajo de la capucha llevaba pasamontañas. – ¿Por qué crees eso? Mitford se encogió de hombros otra vez. – No lo sé, sólo me lo pareció. Podría equivocarme. – ¿Era grande? ¿Pequeño? – Creo que era normal. Quizás un poco bajo. – ¿Qué aspecto tenía? Bosch tuvo que intentarlo otra vez. Era importante. Pero Mitford negó con la cabeza. – No pude verlo -insistió-. Estoy convencido de que llevaba la cara tapada. Bosch no se rindió. – ¿Blanco, negro, de Oriente Próximo? -No lo sé. Llevaba la capucha y el pasamontañas y yo estaba muy lejos. – Piensa en las manos, Jesse. Has dicho que el objeto que cambió de coche tenía asas. ¿Le viste las manos? ¿De qué color eran las manos? Mitford pensó un momento y sus ojos brillaron. – No, llevaba guantes. Recuerdo los guantes porque eran muy grandes, como los que llevan los tipos que trabajan en el ferrocarril en Montreal. Guantes de trabajo con los puños grandes para no quemarse. Bosch asintió. Buscando una cosa había obtenido otra. Guantes protectores. Se preguntó si existían guantes especialmente diseñados para manipular material radiactivo y se dio cuenta de que había olvidado preguntarle a Alicia Kent si los hombres que habían entrado en su casa llevaban guantes. Esperaba que Rachel hubiera cubierto todos los detalles cuando se quedó con ella. Bosch hizo una pausa. En ocasiones los silencios son los momentos más incómodos para los testigos. Estos empiezan a llenar los blancos. Pero Mitford no dijo nada. Después de un buen rato, Bosch continuó. – Vale, tenemos dos coches arriba además del Porsche. Describe el coche que retrocedió hasta el Porsche. – No puedo. Sé cómo es un Porsche, pero no entiendo de coches. Los dos eran mucho más grandes, de cuatro puertas. – Hablemos del que estaba delante de un Porsche. ¿ Era un sedán? – No conozco el modelo. – No, un sedán es un tipo de vehículo, no una marca. Cuatro puertas, maletero, como un coche de policía. – Sí, así. Bosch pensó en la descripción de Alicia Kent de su coche desaparecido. – ¿Conoces el Chrysler 300? – No. – ¿De qué color era el coche que viste? – No estoy seguro, pero era oscuro. Negro o azul oscuro. – ¿Y el otro coche? ¿El que estaba detrás del Porsche? – Lo mismo. Un sedán oscuro. Era diferente del de delante, quizás un poco más pequeño, pero no sé de qué marca. Lo siento. El chico frunció el ceño, como si no conocer las marcas y modelos de los coches constituyera un fracaso personal. – Está bien, Jesse, lo estás haciendo bien -dijo Bosch-. Nos has ayudado mucho. ¿ Crees que si te enseño fotos de varios sedanes podrás reconocer los coches? – No, no los vi suficiente. Estaba demasiado lejos. Bosch asintió, pero estaba decepcionado. Consideró la situación por un momento: la historia de Mitford coincidía con la información proporcionada por Alicia Kent. Los dos intrusos de la casa de los Kent necesitaban un transporte para llegar allí. Uno habría cogido el vehículo original mientras que el otro usaría el Chrysler de Kent para transportar el cesio. Parecía la opción obvia. Sus pensamientos le suscitaron una nueva pregunta para Mitford. – ¿En qué dirección se fue el segundo coche cuando se alejó? – También hizo un giro de ciento ochenta grados y bajó por la colina. – ¿Y eso fue todo? – Eso fue todo. – ¿Qué hiciste entonces? – ¿Yo? Nada. Me quedé donde estaba. – ¿Estabas asustado? – Sí. Estaba convencido de que había visto un asesinato. – ¿ No fuiste a ver cómo estaba, a ver si estaba vivo y necesitaba ayuda? Mitford apartó la mirada de Bosch y negó con la cabeza. – No, estaba asustado, lo siento. – Está bien, Jesse. No has de preocuparte por eso. Ya estaba muerto. Estaba muerto antes de tocar el suelo. Pero lo que me suscita curiosidad es por qué te quedaste escondido tanto tiempo. ¿Por qué no bajaste la colina? ¿Por qué no llamaste a Emergencias? Mitford levantó las manos y las dejó caer en la mesa. – No lo sé. Supongo que estaba asustado. Seguí el plano colina arriba, así que era el único camino de vuelta que conocía. Tendría que haber pasado por delante y pensaba que la policía podría culparme si aparecía mientras yo estaba pasando por ahí. Y pensaba que si lo había hecho la mafia, o gente de ésa, si descubrían que yo lo había visto todo me matarían o algo. Bosch asintió. – Creo que veis demasiadas series de televisión en Canadá. No has de preocuparte, nos ocuparemos de ti. ¿Cuántos años tienes, Jesse? – Veinte. – Entonces, ¿qué estabas haciendo en la casa de Madonna? No es un poco mayor para ti? – No, no era eso. Era para mi madre. – ¿La estabas vigilando por tu madre? – No soy un acosador. Sólo quería llevarle a mi madre su autógrafo o si tenía una foto o algo así. Quería enviarle algo a mi madre y no tengo nada. No sé, sólo para mostrarle que estoy bien. Pensaba que si le contaba que había conocido a Madonna entonces no me sentiría tan… ya sabe. Crecí escuchando a Madonna porque mi madre escucha todos sus discos. Sólo pensaba que sería genial enviarle algo. Su cumpleaños se acerca y no tengo nada. – ¿Por qué viniste a Los Ángeles, Jesse? – No lo sé. Me pareció el lugar al que venir. Esperaba poder unirme a un grupo de música o algo, pero parece que la mayoría de la gente ya viene aquí con su grupo. Yo no tengo grupo. Bosch pensó que Mitford había adoptado la pose del trovador vagabundo, pero no había guitarra ni otro instrumento móvil en su mochila. – ¿Eres músico o cantante? – Toco la guitarra, pero tuve que empeñarla hace unos días. La recuperaré. – ¿ Dónde te hospedas? – En realidad ahora mismo no tengo ningún sitio; anoche pensaba dormir en las colinas. Supongo que es la verdadera respuesta de por qué no me fui después de ver lo que le ocurrió a ese tipo allí arriba. La verdad es que no tengo un sitio a donde ir. Bosch comprendió. Jesse Mitford no era distinto de miles de otras personas que se subían al autobús cada mes o que hacían dedo hasta la ciudad. Tenían más sueños que planes o dinero; más esperanza que astucia, talento o inteligencia. No todos los que fracasaban acechaban a aquellos que lograban el éxito, pero lo que todos ellos compartían era ese filo desesperado. Y algunos nunca lo perdían, ni siquiera después de que sus nombres aparecieran en los carteles luminosos y de que se compraran casas en las cimas de las colinas. – Vamos a tomarnos un descanso, Jesse -dijo Bosch-. He de hacer unas llamadas y luego probablemente necesitaremos repasarlo todo otra vez, ¿te parece bien? También procuraré conseguirte una habitación de hotel o algo. Mitford asintió. – Piensa en los coches y en el hombre que viste, Jesse. Necesitamos que recuerdes más detalles. – Lo estoy intentando, pero… El joven canadiense no terminó la frase, y Bosch lo dejó en la sala. En el pasillo, Bosch bajó la calefacción y la puso en dieciocho grados. La sala pronto se enfriaría y en lugar de sudar, Mitford empezaría a tener frío; aunque, viniendo de Canadá, quizá no. Después de enfriarlo un rato, Bosch lo intentaría otra vez para ver si surgía algo nuevo. Miró su reloj. Eran casi las cinco de la mañana y la reunión del caso que habían programado los federales se celebraría al cabo de cuatro horas. Había mucho que hacer, pero todavía tenía algo de tiempo para trabajar con Mitford. El primer asalto había resultado productivo. No había razón para pensar que no había nada más que obtener con un segundo intento. En la sala de brigada, Bosch encontró a Ignacio Ferras trabajando en su escritorio. Estaba sentado de perfil en la silla y escribiendo en su portátil en una mesa auxiliar. Bosch se fijó en que las propiedades de Mitford habían sido sustituidas en la mesa por otras bolsas de pruebas y carpetas. Era todo lo que se había llevado la policía científica de las dos escenas del crimen que el caso tenía hasta el momento. – Harry lo siento, no volví allí a mirar -dijo Ferras-. ¿Alguna novedad del chico? – Casi estamos. Sólo me he tomado un descanso. Ferras tenía treinta años y un cuerpo atlético. En su escritorio estaba el trofeo que le habían concedido por ser el primero de su promoción en las pruebas físicas de la academia. También era atractivo, con la piel color café, el pelo corto y ojos penetrantes. Bosch se acercó a su propio escritorio y usó el teléfono. Iba a despertar al teniente Gandle una vez más para ponerle al corriente de las novedades. – ¿Has rastreado ya el arma de la víctima? -le preguntó a Ferras. – Sí, lo he sacado del ordenador del ATF. Compró una calibre 22 hace seis meses, una Smith and Wesson. Bosch asintió. – Una 22 encaja -dijo-. No produce heridas de salida. – Las balas entran pero no salen. Ferras dijo la frase como en un anuncio de televisión y se rio de su propio chiste. Bosch pensó en la paradoja subyacente. Habían advertido a Stanley Kent que su profesión lo hacía vulnerable. Su respuesta fue comprarse un arma como protección. Y ahora Bosch apostaba a que la pistola que había comprado había sido usada contra él, que un terrorista que gritó el nombre de Alá al apretar el gatillo la había utilizado para matarle. Qué mundo era ése, pensó Bosch, en el que alguien reúne el coraje para apretar el gatillo y matar a otro hombre invocando a su Dios. – No es una buena forma de morir -dijo Ferras. Bosch lo miró a través de dos escritorios. – Deja que te diga algo -dijo-. ¿Sabes lo que acabas descubriendo en este trabajo? – No, ¿qué? – Que no hay ninguna buena manera de morir. |
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