"El Observatorio" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

9

Bosch fue a la oficina del capitán para rellenar su taza de café. Al buscar en el bolsillo otro dólar para el cesto le salió la tarjeta de Brenner y pensó en llamarle a él o a Walling para ponerles al día sobre el interrogatorio de Jesse Mitford. Pero Bosch acababa de poner al corriente al teniente Gandle de lo que el joven canadiense aseguraba haber visto y oído en el mirador, y juntos habían decidido mantener a Mitford en secreto por el momento, al menos hasta la reunión de las nueve de la mañana, en que sería la hora de la verdad con los federales. Si los poderes fácticos federales iban a mantener al departamento implicado en la investigación, quedaría claro en esa reunión. Entonces sería el momento del quid pro quo: Bosch compartiría la declaración del testigo a cambio de una participación en la investigación.

Entre tanto, Gandle dijo que enviaría otra actualización a través de la cadena de mando del departamento. Con la revelación de que la palabra Alá había aflorado en la investigación, le correspondía a él asegurarse de que la creciente gravedad del caso era comunicada hacia arriba.

Con la taza llena, Bosch fue a su escritorio y empezó a revisar las pruebas recopiladas en la escena del crimen y en la casa de los Kent, donde Alicia había permanecido cautiva mientras su marido cumplía con las exigencias de sus captores.

Ya sabía lo que se había encontrado en la escena del crimen, y ahora empezó a sacar de las bolsas de pruebas las pertenencias personales de Stanley Kent para examinarlas. En ese momento ya habían sido procesadas por los investigadores forenses y los detectives podían manejarlas.

El primer elemento era el móvil del físico, un BlackBerry. Bosch no era experto en tecnología y lo admitía sin ambages. Había aprendido a manejar su propio móvil, pero era un modelo básico que hacía y recibía llamadas, almacenaba números en una agenda y nada más, que él supiera. Esto significaba que estaba muy perdido al tratar de manipular un dispositivo de última generación.

– Harry, ¿necesitas ayuda con eso?

Bosch levantó la mirada y vio a Ferras sonriéndole. Bosch estaba avergonzado por su falta de capacidad tecnológica, pero no hasta el punto de no aceptar ayuda. Eso convertiría su defecto personal en algo peor.

– ¿Sabes cómo funciona esto?

– Claro.

– Tiene correo electrónico, ¿no?

– Debería.

Bosch tuvo que levantarse para alcanzarle el aparato por encima de los dos escritorios.

– A eso de las seis en punto de ayer, Kent recibió un mensaje de correo urgente de su mujer. Tenía una foto de ella atada en su cama. Quiero que veas si hay alguna manera de que puedas imprimir la foto. Quiero verla otra vez, pero más grande que en esa pantallita.

Mientras Bosch iba hablando, Ferras ya se había puesto con la BlackBerry.

– No hay problema -dijo-. Voy a reenviar el mensaje a mi propia cuenta de correo, luego lo abriré y lo imprimiré.

Ferras empezó a usar los pulgares para marcar en el minúsculo teclado del teléfono. A Bosch le parecía algún tipo de juego infantil, como los que había visto usar a los niños en los aviones. No entendía por qué siempre veía a la gente tecleando febrilmente en sus teléfonos. Estaba seguro de que se trataba de algún tipo de advertencia, un signo del declive de la cultura o de la humanidad, pero no alcanzaba a dar con la explicación correcta para lo que sentía. El mundo digital siempre se vendía como un gran avance, pero él continuaba siendo escéptico.

– Vale, ya está enviado -dijo Ferras-. Seguramente llegará en un momento y lo imprimiré. ¿Qué más?

– ¿Muestra qué llamadas hizo y qué llamadas recibió?

Ferras no respondió. Manipuló los controles del teléfono.

– ¿Hasta cuándo quieres remontarte? -preguntó.

– Por ahora, ¿qué te parece empezar desde ayer a mediodía? -repuso Bosch.

– Ok, estoy en la pantalla. ¿Quieres que te enseñe a usar este chisme o que te dé los números?

Bosch se levantó y rodeó la fila de escritorios para poder mirar por encima del hombro de su compañero a la pantallita del teléfono.

– Sólo dame una visión general por ahora y ya veremos el resto después -dijo-. Si tratas de enseñarme, no terminaremos nunca.

Ferras asintió y sonrió.

– Bueno -dijo-, si hizo una llamada a un número que estuviera en su libreta de direcciones, está registrado por el nombre asociado a dicho número. Y lo mismo si la recibió.

– Entendido.

– Muestra muchas llamadas con la oficina y varios hospitales y con nombres de la libreta de direcciones, probablemente médicos con los que trabajaba, a lo largo de toda la tarde. Tres llamadas son de un tal Barry; supongo que era su socio. He buscado en Internet los registros de empresas del estado y K and K Medical Physicists es propiedad de Kent y de alguien llamado Barry Kelber.

Bosch asintió.

– Sí -dijo-, eso me recuerda que hemos de hablar con el socio por la mañana a primera hora.

Bosch se inclinó por encima del escritorio de Ferras para alcanzar la libreta de su propio escritorio y anotó el nombre de Barry Kelber, mientras Ferras continuaba revisando el historial de llamadas del móvil.

– A ver, a partir de las seis, empieza a llamar alternativamente a su casa y al móvil de su mujer. Tengo la sensación de que no le respondieron porque hizo diez llamadas en tres minutos. Llamó sin parar después de recibir ese mensaje urgente desde la cuenta de su mujer.

Bosch vio que la imagen empezaba a cargarse en un instante. Kent tuvo una jornada rutinaria en el trabajo, atendió un montón de llamadas con gente conocida y luego recibió el mensaje de e-mail de su mujer. Vio la foto anexa y empezó a llamar a casa. Ella no respondió, lo cual sólo consiguió alarmarlo aún más. Finalmente, salió e hizo lo que le ordenaban en el mensaje. Sin embargo, pese a sus esfuerzos y a seguir las órdenes, igualmente lo mataron en el mirador.

– ¿Qué es lo que falló? -preguntó en voz alta.

– ¿Qué quieres decir, Harry?

– En el mirador. Todavía no entiendo por qué lo mataron. Hizo lo que querían, les entregó el material. ¿Qué es lo que falló?

– No lo sé. Quizá lo mataron porque vio una de las caras.

– El testigo dice que el asesino llevaba pasamontañas.

– Bueno, entonces quizá no falló nada. Quizás el plan era matarlo. Prepararon ese silenciador, ¿recuerdas? Y lo de que el tipo gritase Alá no suena a que algo fuera mal; parece parte de un plan.

Bosch asintió con la cabeza.

– Pero si ése era el plan, ¿por qué matarlo a él y no a ella? ¿Por qué dejar un testigo?

– No lo sé, Harry, pero ¿esos musulmanes radicales no tienen una regla respecto a herir a las mujeres? ¿No los deja fuera del nirvana o del cielo o de como quieran llamarlo?

Bosch no respondió la pregunta porque desconocía las costumbres culturales a las que se había referido groseramente su compañero. No obstante, la pregunta subrayaba para él lo fuera de su elemento que se encontraba en el caso. Estaba acostumbrado a perseguir a asesinos motivados por la codicia, la lujuria o cualquiera de los siete pecados capitales. El extremismo religioso no solía figurar en la lista.

Ferras dejó la BlackBerry y se volvió hacia su ordenador. Como muchos detectives, prefería usar su propio portátil porque los ordenadores proporcionados por el departamento eran viejos y lentos y la mayoría de ellos tenían más virus que una fulana de Hollywood Boulevard.

Guardó el archivo en el que había estado trabajando y abrió su buzón de correo electrónico. El mensaje reenviado desde la cuenta de Alicia Kent estaba allí. Ferras lo abrió y silbó al ver la fotografía de Alicia Kent desnuda y atada a la cama.

– Sí, esto serviría -dijo. Se refería a que comprendía por qué Kent había entregado el cesio. Ferras llevaba casado menos de un año y tenía un hijo en camino. Bosch estaba empezando a conocer a su nuevo compañero, pero ya sabía que estaba profundamente enamorado de su mujer. Debajo del cristal de su mesa, Ferras tenía un collage de fotos de su esposa; debajo del cristal de su lado del escritorio, Bosch tenía fotos de víctimas de homicidios a cuyos asesinos todavía buscaba.

– Imprime eso -dijo Bosch-. Amplíalo si puedes. Y sigue jugando con ese teléfono, a ver qué más puedes encontrar.

Bosch volvió a su lado de la mesa de trabajo y se sentó. Ferras amplió la foto del mensaje de correo en una impresora de color instalada en la parte de atrás de la sala de brigada. Fue a buscar el papel y se lo llevó a Bosch.

Bosch ya se había puesto las gafas de leer, pero sacó de un cajón una lupa rectangular que compró cuando notó que su graduación ya no era adecuada para el trabajo de cerca. Nunca usaba la lupa cuando la sala estaba llena de detectives; no quería darles a los demás algo con lo que ridiculizarlo, fuera en broma o no.

Puso la fotografía en la mesa y se inclinó sobre ella con la lupa. Primero estudió las ataduras que sostenían los miembros de la mujer detrás del torso. Los intrusos habían usado seis bridas, colocando un lazo en torno a cada muñeca y tobillo y luego otra brida más para unir los tobillos y la última para unir las ligaduras de las muñecas con la que conectaba los tobillos.

Le pareció una forma exageradamente complicada para atar las extremidades de la mujer. No era la manera en que lo habría hecho Bosch si él fuera un secuestrador tratando de atar y amordazar rápidamente a una mujer que quizá se debatía. Él habría usado menos ataduras y habría hecho el trabajo de una manera más fácil y rápida.

No estaba seguro de qué significaba eso, si es que significaba algo. Quizás Alicia Kent no se había debatido en absoluto y, a cambio de su cooperación, sus captores habían usado los enlaces extra para que el tiempo que pasara atada en la cama fuera menos arduo para ella. A Bosch le parecía que la forma en que la habían atado facilitaba que sus brazos y piernas no estuvieran estiradas por detrás del torso tanto como podrían haberlo estado. Aun así, recordó los hematomas que había visto en las muñecas de Alicia Kent y se dio cuenta de que, de todos modos, el tiempo que pasó desnuda en la cama, atada y amordazada, no había sido fácil. Concluyó que lo único que sabía a ciencia cierta después de estudiar la foto era que necesitaba hablar con Alicia Kent otra vez y repasar con más detalle todo lo que había ocurrido.

En una página en blanco de su libreta anotó sus dudas respecto a las ataduras. Planeaba usar el resto de la página para añadir más preguntas para una eventual entrevista de seguimiento con ella.

No surgió nada más de su examen de la fotografía. Cuando terminó, Bosch dejó a un lado la lupa y empezó revisar los informes forenses de la escena del crimen. Nada captó su atención tampoco allí y rápidamente pasó a los informes y pruebas del domicilio de los Kent. Puesto que él y Brenner habían salido rápidamente de la casa hacia Saint Agatha's, Bosch no estuvo presente cuando los técnicos de la brigada científica buscaron indicios dejados por los intrusos. Estaba ansioso de ver qué se había encontrado, si es que se había encontrado algo.

Sólo había una bolsa de pruebas y contenía las bridas de plástico negro que habían sido utilizadas para atar a la señora Kent y que Rachel había cortado para liberarla.

– Espera un momento -dijo Bosch, sosteniendo la bolsa de plástico transparente-. ¿ Es la única prueba que se han llevado de la casa de los Kent?

Ferras levantó la mirada.

– Es la única bolsa que me dieron. ¿Has mirado el listado? Quizá todavía estén procesando alguna cosa.

Bosch miró los documentos que Ferras había obtenido hasta que encontró el listado de indicios forenses. Los técnicos siempre hacían constar en el listado todos los elementos retirados de una escena del crimen. Ayudaba a mantener la cadena de pruebas.

Harry encontró el listado y se fijó en que incluía varios elementos recogidos por los técnicos en la casa de los Kent, la mayoría de ellos pequeños pelos y fibras. Era lo que cabía esperar, aunque no había forma de decir si alguno de esos pelos o fibras procedía de los sospechosos. Aun así, en todos sus años de investigar casos, Bosch todavía tenía que encontrarse con una escena del crimen inmaculada. Simple y llanamente, era una ley básica de la naturaleza que cuando se produce un crimen éste siempre deja su huella, por pequeña que sea, en el entorno. Siempre hay una transferencia, es sólo cuestión de encontrarla.

Cada brida constaba individualmente en la lista, seguida por anotaciones de numerosos pelos y fibras extraídos de lugares que iban desde la alfombra del dormitorio principal al sifón del lavabo del cuarto de baño de invitados. La alfombrilla de ratón del ordenador de la oficina aparecía en la lista, así como una tapa de lente de una cámara Nikon que se había encontrado bajo la cama del dormitorio principal. La última entrada de la lista era la más interesante para Bosch: este elemento de prueba se describía como «ceniza de cigarrillo».

A Bosch no se le ocurría qué valor de prueba podía tener una ceniza de cigarrillo.

– ¿Todavía queda en el laboratorio alguien que haya estado en la casa de los Kent? -preguntó a Ferras.

– Hasta hace media hora… -respondió Ferras-. Estaban Buzz Yates y aquella mujer de las huellas… Nunca recuerdo su nombre.

Bosch levantó el teléfono y llamó a la oficina de la brigada científica.

– División de Investigaciones Científicas, Yates. -Buzz, justo el tipo con el que quería hablar. -¿Quién es?

– Harry Bosch. Háblame de la ceniza de cigarrillo que has recogido esta noche en la casa de los Kent.

– Ah, sí, era un cigarrillo que se había quemado hasta quedar sólo ceniza. La agente del FBI que estuvo allí me pidió que la cogiera.

– ¿Dónde estaba?

– Ella la encontró encima de la cisterna del lavabo de la habitación de invitados. Tal vez alguien dejó un pitillo allí mientras echaba una meada y se olvidó de él. Se quemó hasta el final.

– ¿Entonces lo único que recogiste eran cenizas?

– Sí. Un gusano gris. Pero ella insistió en que lo recogiéramos. Dijo que su laboratorio podría hacer algo con…

– Espera un momento, Buzz. ¿Le has dado la prueba?

– Bueno, más o menos. Sí. Ella…

– ¿Qué quieres decir con más o menos? O se la has dado o no. ¿Le has dado a la agente Walling las cenizas de cigarrillo que recogiste de mi escena del crimen?

– Sí -reconoció Yates-. Pero no sin mucha discusión y garantías, Harry. Ella dijo que el laboratorio científico del FBI podía analizar las cenizas y determinar el tipo de tabaco, y eso les permitiría determinar el país de origen. Nosotros no podemos hacer nada remotamente parecido, Harry. Ella dijo que sería importante para la investigación, porque podrían estar tratando con terroristas extranjeros, así que le hice caso. Explicó que una vez trabajó en un caso de un incendio provocado en el que encontraron sólo una ceniza del cigarrillo que prendió el fuego. Pudieron determinar la marca y eso los encaminó a un sospechoso específico.

– ¿Y la creíste?

– Bueno…, sí, la creí.

– O sea que le diste mi prueba.

Bosch lo dijo con tono de resignación.

– Harry, no es tu prueba. Todos trabajamos en el mismo equipo, ¿no?

– Sí, Buzz, así es.

Bosch colgó el teléfono y maldijo en voz alta. Perras le preguntó qué pasaba, pero Bosch no le hizo caso.

– Las típicas chorradas federales.

– Harry, ¿has podido dormir algo antes de recibir la llamada?

Bosch miró por encima de la mesa a su compañero. Sabía exactamente adonde quería llegar Ferras con esa pregunta.

– No -respondió Bosch-. Estaba despierto. Pero la falta de sueño no tiene nada que ver con mi frustración con el FBI. Trabajo en esto desde antes de que tú nacieras. Sé como manejar la falta de sueño. -Levantó la taza de café-. Salud.

– Aun así no está bien, compañero -respondió Ferras-. Pronto vamos a tener que correr.

– No te preocupes por mí.

– Vale, Harry.

Bosch volvió a sus ideas sobre la ceniza del cigarrillo.

– ¿Y las fotos? -preguntó Ferras-. ¿Has recogido las fotos de la casa de los Kent?

– Sí, están por aquí.

Ferras buscó entre las carpetas de su mesa, encontró la que contenía las fotos y se la pasó. Bosch las hojeó y encontró tres imágenes del dormitorio de invitados. Una panorámica amplia, una foto en ángulo del lavabo que mostraba la línea de ceniza en la cisterna y un primer plano del gusano gris, como lo había llamado Buzz Yates.

Extendió las tres fotos y usó una vez más la lupa para estudiarlas. En el primer plano de la ceniza, el fotógrafo había colocado a su lado una regla de quince centímetros para dar escala a la foto. La ceniza medía casi cinco centímetros, casi un cigarrillo entero.

– ¿Has visto ya algo, Sherlock? -preguntó Ferras.

Bosch lo miró. Su compañero estaba sonriendo. No le devolvió la sonrisa y concluyó que ya no podría usar la lupa delante de su propio compañero sin que se mofara.

– Todavía no, Watson -dijo.

Pensó que eso mantendría callado a Ferras. Nadie quería ser Watson.

Estudió la imagen del lavabo y se fijó en que el asiento había quedado levantado. Eso indicaba que un varón había usado el cuarto de baño para orinar. La ceniza del cigarrillo reforzaba la idea de que había sido uno de los dos intrusos. Bosch miró la pared de encima del lavabo. Había una pequeña fotografía enmarcada de una escena invernal. Los árboles sin hojas y el cielo gris le hicieron pensar en Nueva York o algún lugar del este.

La foto le recordó una investigación que había cerrado un año antes cuando todavía estaba en la unidad de Casos Abiertos. Cogió el teléfono y volvió a llamar al laboratorio. Cuando Yates respondió, Bosch le preguntó por la persona que había buscado las huellas dactilares en la casa de los Kent.

– Espera -dijo Yates.

Aparentemente molesto aún con Bosch por la anterior llamada, Yates se tomó su tiempo en avisar a la técnica de huellas. Bosch terminó esperando unos cuatro minutos, que aprovechó para revisar las fotos con su lupa.

– Soy Wittig -dijo finalmente una voz.

Bosch la conocía de casos anteriores.

– Andrea, soy Harry Bosch. Quiero hacerte unas preguntas sobre la casa de los Kent.

– ¿Qué necesitas?

– ¿Pasasteis el láser por el cuarto de baño de invitados?

– Por supuesto, ¿dices donde encontraron la ceniza y el asiento estaba levantado? Sí, sí lo hice. -¿Había algo?

– No, nada. Lo habían limpiado.

– ¿Y la pared de encima del lavabo?

– También he mirado. No había nada.

– Era lo único que quería saber. Gracias, Andrea.

– Que vaya bien.

Bosch colgó y miró la foto de la ceniza. Había algo en ella que le inquietaba, pero todavía no estaba seguro de qué.

– Harry, ¿qué estabas preguntando de la pared del cuarto de baño?

Bosch miró a Ferras. Parte del motivo por el cual el joven detective formaba pareja con Bosch era que el policía experimentado fuera el mentor del relativo principiante. Bosch decidió olvidarse de la pulla de Sherlock Holmes y contarle la historia.

– Hace unos treinta años hubo un caso en Wilshire. Encontraron ahogados en la bañera a una mujer y su perro. Habían limpiado toda la casa, pero la tapa quedó levantada en el lavabo, y eso dio la pista de que estaban buscando a un hombre. El inodoro también estaba limpio, pero en la pared de encima había una huella de una palma. El tipo había echado una meada y se había apoyado en la pared al hacerlo. Al medir la altura de la palma calcularon la altura del hombre. También supieron que era zurdo.

– ¿ Cómo?

– Porque la huella en la pared era una palma derecha. Supusieron que el tipo se la aguantó con la mano preferida al echar una meada.

Ferras asintió con la cabeza.

– Entonces, ¿la huella de la palma coincidió con la de un sospechoso?

– Sí, pero sólo después de treinta años. Lo resolvimos el año pasado en Casos Abiertos. No había muchas palmas en la base de datos hace treinta años. Mi compañera y yo revisamos el caso y encontramos una coincidencia al verificar la huella en el sistema informático. La pista del tipo nos llevó hasta Ten Thousand Palms, en el desierto, y fuimos allí a detenerlo. Sacó una pistola y se suicidó antes de que pudiéramos arrestarlo.

– Joder.

– Sí. Siempre pensé que era extraño, ¿sabes?

– ¿Qué? ¿Que se suicidara?

– No, eso no. Pienso que es extraño que la palma nos llevara a Ten Thousand Palms. [Diez mil palmas. (N. del T.)]


– Ah, sí. Qué ironía. Entonces, ¿no tuviste oportunidad de hablar con él?

– La verdad es que no. Pero estábamos seguros de que era él. Y en cierto modo me tomé su suicidio delante de nosotros como un reconocimiento de culpa.

– Claro, por supuesto. Me refiero a si te habría gustado hablar con el tipo y preguntarle por qué mató al perro, nada más.

Bosch miró a su compañero un momento.

– Creo que si hubiéramos hablado con él nos habría interesado más saber por qué mató a la mujer.

– Sí, ya, sólo me preguntaba por qué el perro, ¿sabes?

– Creo que pensó que el perro podría ser capaz de identificarlo. Tal vez temía que lo reconociera y pudiera reaccionar en su presencia. No quería correr ese riesgo.

Ferras asintió como si aceptara la explicación. A Bosch acababa de ocurrírsele; la pregunta del perro nunca había surgido durante la investigación.

Su compañero volvió a centrarse en su trabajo y Bosch se recostó en la silla y volvió a pensar en el caso que les ocupaba. En ese momento tenía en la cabeza una maraña de ideas y preguntas y, una vez más, lo que más le inquietaba era la idea básica de por qué habían matado a Stanley Kent. Alicia Kent afirmó que los dos hombres que la mantuvieron cautiva llevaban pasa-montañas de esquí. Jesse Mitford dijo que pensaba que el hombre al que vio matar a Kent en el mirador llevaba un pasamontañas de esquí. Esto planteó dos preguntas a Bosch: ¿por qué disparar a Stanley Kent si ni siquiera podría haber identificado al asesino? ¿Por qué llevar pasamontañas si el plan había sido en todo momento matarlo? Supuso que el pasamontañas podía haber sido una treta para tranquilizar falsamente a Kent y lograr su cooperación. Pero esa conclusión tampoco le convencía.

Una vez más dejó las preguntas de lado, decidiendo que todavía no disponía de suficiente información para actuar adecuadamente. Tomó un poco de café y se preparó para un segundo intento con Jesse Mitford en la sala de interrogatorios, pero antes sacó el teléfono. Todavía conservaba el número de Rachel Walling del caso de Echo Park.

Hizo la llamada, preparado para que ella hubiera cambiado de número. No obstante, el número seguía funcionando, pero cuando oyó la voz de Rachel era una grabación que le decía que dejara un mensaje después de la señal.

– Soy Harry Bosch -dijo-. He de hablar contigo de varías cosas y quiero recuperar mis cenizas de cigarrillo. Esa escena del crimen es mía.

Colgó. Sabía que el mensaje la molestaría, quizás incluso la pondría furiosa. Sabía que estaba inextricablemente abocado a una confrontación con Rachel y el FBI que probablemente no era necesaria y que podría evitarse con facilidad.

Aun así, Bosch no supo contenerse. Ni siquiera por Rachel y el recuerdo de lo que los había unido. Ni siquiera por la esperanza de un futuro con ella, que todavía llevaba grabada como un número en el teléfono móvil de su corazón.