"La Ley De La Calle" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)Capítulo 2 20-26 de julio de 2001 La sospecha en Humbert Street se centraba en el número 23, no porque el ocupante tuviera un nombre polaco, sino porque un hombre adulto se había mudado allí hacía poco. Aquella había sido la casa de Mary Fallon hasta que uno de sus cinco hijos murió de neumonía mientras esperaba a que lo operaran por problemas cardíacos. El ayuntamiento se negó a indemnizarlos, pero se apresuró a trasladar a la familia al clima más saludable de la urbanización Portisfield, una zona residencial situada a treinta kilómetros en el otro extremo de la ciudad, más nueva y mucho más atractiva, que se había beneficiado de las lecciones aprendidas con Acid Row. Después de aquello, el número 23 permaneció vacío durante meses, con las ventanas cerradas con tablas, hasta que los trabajadores del ayuntamiento aparecieron de forma inesperada para airear el lugar al calor del sol de julio, tapar las grietas con pintura y renovar el enlucido. Poco después llegó el nuevo inquilino. ¿O inquilinos? Existía cierta confusión acerca de cuántas personas había en la casa. Los vecinos del 25 afirmaban que había dos hombres -oían el murmullo de voces enfrascadas en plena conversación a través de las paredes-, pero solo uno salía a comprar. Un individuo de mediana edad de cabello rubio rojizo, tez blanca y sonrisa tímida. También existía confusión sobre cómo y cuándo habían llegado, pues nadie recordaba haber visto un camión de mudanzas en la calle. Se extendió el rumor de que la policía los había escoltado hasta allí a altas horas de la madrugada junto con los muebles, pero la anciana señora Carthew, del número 9, que se pasaba todo el día sentada junto a la ventana, aseguraba que habían llegado en una furgoneta un lunes por la mañana y que ayudaron al conductor a descargar el contenido de la misma. Nadie la creía, porque la mujer tenía más días malos que buenos y parecía poco probable que tuviera la suficiente lucidez para saber que era lunes o recordar siquiera lo sucedido pasado el tiempo. La idea de la participación de la policía resultaba más atractiva, pues tenía sentido. En especial para los jóvenes, que vivían de la teoría de la conspiración. ¿Por qué habrían traído a aquellos hombres al abrigo de la oscuridad? ¿Por qué el segundo hombre nunca se dejaba ver de día? ¿Por qué tendría la tez tan blanca el que salía a comprar? Era un caso de contaminación. Como algo sacado de Expediente X. Vampiros pervertidos que cazaban en grupo. La señora Carthew decía que eran padre e hijo, y aseguraba que había abierto la ventana de su casa desde donde siempre miraba para preguntarles si estaba en lo cierto. Nadie le daba crédito porque en Acid Row no había ninguna ventana que una vieja senil pudiera abrir. Se requería escoplo y martillo para hacer palanca y lograr así que una ventana se soltara del marco. Y aunque así hubiera sido, la vivienda de la anciana se encontraba demasiado apartada del 23 para entablar una charla distendida. La opinión más compartida era que se trataba de una pareja de gays, lo que provocaba por ende el doble de morbo, y las madres con hijas suspiraban aliviadas mientras advertían a los chicos que tuvieran cuidado. Los muchachos rondaron fuera de la casa un par de días, profiriendo insultos y enseñando el culo, pero al ver que no ocurría nada y que nadie se asomaba a las ventanas acabaron por aburrirse y regresaron a los salones recreativos. La atención de las mujeres no resultaba tan fácil de distraer. Siguieron cotilleando entre sí y dirigiendo su atenta mirada a las idas y venidas en Humbert Street. Algunos de los trabajadores sociales respondían a sus preguntas, pero muy pocas mujeres se tragaban las respuestas, carentes de precisión y abiertas a interpretaciones varias. «Pues claro que no os van a tirar encima a unos pervertidos solo porque esta sea una urbanización vertedero. Creedme, si hubiera un pederasta peligroso en la zona, yo sería la primera persona en saberlo…» «Tal vez sea una artimaña ruín para que no perdáis de vista a vuestros hijos…» «Mirad, hoy día los pederastas condenados se ven sometidos a una vigilancia constante. Son los psicópatas en potencia que vienen de fuera los que deberían preocuparos de verdad…» Dichas respuestas se repetían hasta la saciedad en la comunidad, de modo que nadie sabía hasta qué punto era fiable la fuente intermediaria. Sin embargo, el hecho de que no pareciera darse ninguna negativa categórica se tomaba como prueba de lo que siempre habían creído. Había una serie de normas para Acid Row y otras para los demás. Jueves, 26 de julio de 2001. Nº 21 de Humbert Street. Urbanización Bassindale Melanie ofreció a Sophie Morrison una taza de té después de que la doctora dejara a Rosie y Ben oír el latido del bebé a través del estetoscopio. La joven embarazada estaba tumbada en el sofá del salón y reía mientras sus hijos le apretaban la barriga con los deditos para ver si sentían moverse a su hermano o hermana. – ¿A que son un encanto? -dijo Melanie, que besó los rizos rubios de los críos antes de balancear las piernas para apoyarlas en el suelo y levantarse. – Sí, me vendría bien una taza de té -afirmó Sophie con una sonrisa mientras veía que dos muchachos se paraban delante de la ventana para mirar boquiabiertos el vientre hinchado al descubierto de Mel-. Tienes público -murmuró. – Para variar -señaló la joven bajándose el top-. No hay quien mueva un dedo en este lugar sin tener al resto de la humanidad de espectadores. La de Melanie era una de las casas intermedias de Humbert Street que habían sido divididas hacía treinta años con el fin de crear dos dúplex, uno delante y otro detrás. Una solución mucho más sensata habría sido convertir las propiedades en pisos, pero eso habría supuesto levantar las fachadas para crear nuevas puertas de entrada e instalar costosos sistemas de insonorización bajo el suelo de los pisos superiores. Pero a alguien se le encendió la bombilla en el departamento de urbanismo y se le ocurrió una idea mejor. Resultaría más rápido, más barato y menos problemático para los inquilinos existentes, según su razonamiento, dividir las viviendas por la mitad con paredes de bloques de cemento, rellenar los huecos que quedaran entre casa y casa a ambos lados con nuevas puertas de entrada y escaleras para cada dúplex, y utilizar el pasillo, el hueco de la escalera y el rellano existentes para cocinas y baños. Fue una solución desafortunada para todo el mundo, que generó tres clases de inquilinos en la calle. Los que, como los ocupantes del número 23, tenían la suerte de disponer de una casa entera con jardín. Los que, como la señora Howard, vivían en el dúplex situado detrás del de Melanie, que también disfrutaban de un jardín grande. Y aquellos cuya casa daba al frente, con tan solo una parcelita de césped y una pequeña tapia entre la propiedad y la carretera. Aquella redistribución había convertido Humbert Street en un túnel de hormigón y provocado un resentimiento enorme, en especial entre los que no tenían acceso a los jardines de la parte trasera. – ¿Sigue dándote problemas la señora Howard? -preguntó Sophie cogiendo al pequeño Ben y dándole un abrazo mientras su madre entraba en la cocina. – Ya lo creo, no deja de aporrear la pared con el martillo por el ruido que hacen los niños, pero ya pasamos de lo del jardín. Nunca los dejará jugar en él. Mi Jimmy intentó convencerla antes de que lo metieran preso por robar, pero ella lo llamó negro y lo mandó a la mierda. No es que me importe demasiado, pero es que no hay más que hierbajos ahí fuera. Ni lo pisa siquiera. Sophie pasó el dorso de la mano por la mejilla de Ben. Le parecía un disparate que el departamento de vivienda hubiera dejado a una anciana, que nunca salía de casa, en la parte trasera, cuando dos criaturas que se morían por correr y jugar sin riesgos se veían confinadas a la parte de delante, pero no había discusión. Estaba escrito en piedra que la señora Howard constaba como inquilina del número 21a desde 1973 y tenía derecho a permanecer en aquella casa hasta que falleciera. – ¿Cómo llevas lo de beber y fumar? ¿Se te va haciendo más fácil? – Creo que sí -contestó la joven con alegría-. He conseguido bajar a cinco cigarrillos al día, y la bebida a un par de medias pintas… una a la hora de comer, y otra con el té… a veces dos. Pero se acabaron las borracheras. Lo he dejado del todo. Sigo fumando algún que otro porro, pero no paso de ahí porque no me llega para más. Sophie estaba impresionada. Al principio del embarazo Melanie fumaba una media de cuarenta cigarrillos al día, y el punto culminante de la semana consistía en emborracharse y colocarse hasta las cejas en los clubes cada sábado por la noche. Aun teniendo en cuenta la costumbre del autoengaño propia de las personas víctimas de una adicción, se trataba de una disminución del consumo espectacular que al parecer había logrado mantener durante los dos últimos meses. – Bien hecho -se limitó a decir Sophie, que tomó asiento en el sofá y dejó un hueco para que Rosie se sentara a su lado. Al igual que Fay, Sophie pensaba que tanto a Rosie como a Ben les hacía falta urgentemente un buen baño, pero eran unos niños robustos y seguros de sí mismos, y no tenía muchos motivos para preocuparse por su salud física o mental. Ya hubiera querido que algunos de los padres de clase media a los que trataba pudieran aprender algo de la forma de criar a los hijos de los Patterson. Le sacaba de quicio que muchos de ellos mantuvieran a sus hijos en entornos desinfectados y libres de gérmenes y se empeñaran después en someterlos a mil y una pruebas de alergia porque los crios se pasaban el día tosiendo y estornudando. Como si la lejía actuara como una especie de sustituto de la inmunidad natural. – Sí, bueno, ojalá pensara igual esa arpía de la señorita Baldwin -dijo Melanie enfadada cuando volvió a aparecer con un par de tazas de té-. Me miró con cara de asesina porque me encontró con un cigarrillo y una cerveza en la mano viendo – ¿Cuándo estuvo aquí? -preguntó Sophie. Dejó a Ben en el suelo y aceptó después una taza. Melanie se desplomó en el sofá a su lado. – No me acuerdo… un día de la semana pasada… el jueves… o el viernes. Estaba de un humor de perros. Me ladró como un puto terrier. Entonces sería después de que Fay se enterara de que iban a sustituirla, pensó Sophie con irritación. – ¿Mencionó acaso que yo le había pedido a una de las asesoras sanitarias más jóvenes que la relevara de su puesto? – No. Se limitó a largarme un sermón, como siempre. ¿Y cómo es la nueva? – Está chiflada -respondió Sophie antes de beber un poco de té-. Pelo rosa… ropa de cuero negro… botas Doc Marten… va en moto… le encantan los críos. Haréis buenas migas. – Nada que ver con la vieja pesada. -Melanie se quedó callada con la taza entre las manos, escrutando sus lechosas profundidades y tratando de decidir la forma de plantear la pregunta que deseaba hacer. ¿Con sutileza o sin rodeos? Se decantó por la sutileza-. ¿Qué opinas de los pederastas? -inquirió. – ¿Qué quieres decir? – ¿Tratarías a un pederasta? – Sí. – ¿Aunque supieras que ha hecho cosas a niños? – Me temo que sí. -Sophie sonrió ante la expresión de desaprobación de Melanie-. No tendría mucha elección, Mel. Es mi trabajo. No se me permite elegir a mis pacientes. ¿Por qué lo preguntas? – Me preguntaba si tendrías a alguno inscrito como paciente. – Que yo sepa, no. No se les pone una cruz ni nada por el estilo al lado del nombre. Melanie no la creía. – Entonces ¿cómo es que la señorita Baldwin sabe que hay uno en esta calle y tú no? Sophie se asustó de verdad. – ¿De qué estás hablando? – Pensaba que a lo mejor tú podrías darme su nombre… o el que utilice ahora. Mira, todo el mundo supone que es un recién llegado, pero yo me pregunto si no habrá vivido aquí todo este tiempo. -Hizo señas con la mano hacia la ventana-. Hay un viejo en el número ocho que desapareció durante unos seis meses el año pasado y luego dijo que había estado visitando a su familia en Australia. Creo que podría ser él. Siempre está haciéndole carantoñas a nuestra Rosie y diciéndole lo guapa que es. Sophie estaba desconcertada. – ¿Qué te dijo exactamente Fay Baldwin? – Que hay un pederasta en la calle y que podría llevarse a nuestra Rosie cuando le viniera en gana. – ¿Cómo empezó la cosa? – Igual que siempre. Sermón… sermón… sermón. Intentó interrogar a Rosie sobre su padre, luego me echó en cara lo mala madre que soy cuando le dije lo que pensaba. La mandé a la mierda, como aquel que dice… y luego… ¡zas!, me suelta lo de ese pervertido que va a seducir a Rosie con caramelos. Joder, me metió el miedo en el cuerpo, vaya si lo hizo. – Lo siento -dijo Sophie con tono de disculpa, mientras ante sus ojos flotaban las visiones de juicios-. Eso fue después de que la apartara de tu caso, así que es posible que se sintiera mal. Aun así, no debería haberte hecho rabiar, y menos de esa forma. -Sophie suspiró-. Mira, Mel, no voy a excusar su comportamiento, pero lo cierto es que está atravesando un momento difícil. Le horroriza pensar en la jubilación… siente que su vida está un poco vacía. Cosas así. Le habría encantado casarse y tener hijos… pero la cosa no le salió bien. ¿Lo entiendes? Melanie se encogió de hombros. – Me estaba picando de mala manera, así que me burlé de ella por lo de no tener hijos. Se puso como una fiera. Empezó a escupirme. Sophie recordó cómo había escupido Fay durante la conversación que habían mantenido. – Es un tema delicado para ella. Sophie se levantó y dejó la taza en la mesa. Procuró no mostrar lo enfadada que estaba. Imaginaba lo furioso que se pondría el médico jefe si la consulta recibiera el palo de tener que pagar una indemnización por «daños y perjuicios». Hace años que tendrían que haber encerrado a esa dichosa mujer. – Hazme un favor, Mel. Olvida lo que dijo. Estaba totalmente fuera de lugar… no debería haberlo hecho. Eres lo bastante sensata para no dar vueltas a lo que pueda decirte Fay Baldwin. – Pareció cagarse de miedo cuando le dije que no debería irse de la lengua con cosas así. – No me extraña. -Sophie consultó su reloj-. Mira, tengo que irme. Hablaré con la sustituta de Fay, le contaré lo que ocurre y le pediré que se pase por aquí lo antes posible. Puedes hablar con ella de lo que quieras, es una persona que sabe escuchar, y te prometo que no te echará ningún sermón. ¿Qué te parece? Melanie levantó un pulgar en señal de aprobación. – Genial. Esperó a que la puerta se cerrara para coger a su hija y sentársela en la rodilla. – ¿Ves, cielo? Es una conspiración. Una bruja tonta descubre el pastel porque es una vieja frígida y los demás hacen como si no supieran nada. -Melanie recordó el terror de Fay cuando salió a toda prisa de la casa-. Pero la vieja frígida dijo la verdad y los demás no dicen más que puñeteras mentiras. El mensaje que Sophie dejó en el teléfono de Fay cuando regresó al coche era devastador: «Me traen sin cuidado los problemas que tengas, Fay… por lo que a mí respecta, tu salud mental mejoraría infinitamente si tu lechero te follara mañana hasta decir basta… pero como vuelvas a acercarte a Melanie Patterson te llevaré personalmente al manicomio más próximo y haré que te encierren. ¿Qué diablos crees que hacías, so cretina?». Media hora más tarde y a un kilómetro de distancia del Centro Médico de Nightingale, la mano de Fay Baldwin temblaba al borrar el mensaje de su buzón de voz. Melanie la había delatado. |
||
|