"La Ley De La Calle" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)Capítulo 7 Sábado, 28 de julio de 2001. Nº 21 de Humbert Street. Urbanización Bassindale Jimmy James agarró por el talle a Melanie cuando esta le sirvió el plato de comida en la mesa, pero ella fue más rápida y se escurrió del brazo que le ceñía la cintura con una grácil pirueta. Rosie soltó una risita desde la otra punta de la mesa. – ¿Ves, cariño? -dijo su madre-. Te dije que cuando le soltaran solo pensaría en una cosa. – No deberías decirle esas cosas a la niña -le recriminó Jimmy-. Es demasiado pequeña. – Tiene que saber cómo son los tíos -sentenció Melanie con severidad dando un golpecito en el borde del plato con una cuchara-. Anda, come, que así podrás sacar el culo a la calle. Que no estás tan borracho como para no entender lo que ocurre. Jimmy era un negro corpulento y guapo con la cabeza rapada que acababa de pasar cuatro meses en la cárcel por una serie de delitos menores, y no tenía intención de volver. Había dicho a Melanie que era por el niño que llevaba en su vientre, pero la verdad (que solo reconocía en su fuero interno) era que cada vez le resultaba más duro estar en la sombra. – Ya, bueno… mira, Mel, yo no voy a ir -dijo irritado, y apartó la cuchara con un dedo-. Esta mañana se mascaba el mal rollo en la calle, y no pienso acercarme a ningún sitio donde ronde la poli. – No van a arrestarte por manifestarte -repuso Melanie-. Es un país libre. Las protestas no están prohibidas. – Depende del tipo de protesta. Tú y Gaynor os equivocáis si pensáis que los drogatas harán lo que les digáis. Podríais acabar en mitad de una revuelta y eso sí es para cagarse de miedo, Mel. – ¿Y qué pasa con la niña desaparecida? Anoche la vieron en esta calle y todo el mundo cree que la tienen los pederastas. – No seas imbécil -replicó Jimmy con sarcasmo-. ¿Qué haría una pareja de gays pervertidos con una cría? Venga, dímelo. – Los pervertidos son pervertidos -aseveró Melanie dogmáticamente. – Qué van a ser. Por esa regla de tres, yo me habría acostado con tíos en el trullo a falta de churris. A ti te gusta lo que te gusta, y no hay nada que hacer. Lo mismo ocurre con los pederastas. – ¿Y tú cómo lo sabes? – Porque tengo sesera y la utilizo. -Se dio un golpecito en la sien-. A ti y a Gaynor os trincarán por instigación como empiecen los chismorreos de mierda y alguien salga herido. – Quizá no sepas tanto como crees. Jimmy se encogió de hombros e inclinó la silla hacia atrás para mirar a Melanie. – Muy bien. ¿Quién ha visto a la cría y qué había tomado? Dime que no ha sido ese retrasado de Wesley Barber, que se pasó cinco horas en una nave espacial extraterrestre, hasta el culo de ácido, y le sacaron hasta la última gota de esperma para crear una raza superior. -Jimmy se rió al ver la expresión de Melanie-. Piensa un poco, nena, y déjame comer en paz. No quiero que me revienten el culo por una burguesita blanca que a estas alturas casi seguro que estará muerta. Melanie le dio un puñetazo en el brazo. – Vas a ir, Jimmy. La concentración es en Glebe School y como no vengas conmigo la gente hablará. – Dirás que las mujeres hablarán -señaló Jimmy cínicamente-. ¡Qué novedad! Joder, si se pasan el día sin mover el culo de la silla y desollando vivos a sus hombres. – Menudo pelele estás hecho -le espetó Melanie con ánimo de irritarlo-. Te las das de Mike Tyson, pero en cuanto hay un problema sales corriendo. – Ya, bueno, ahora mismo no puedo meterme en líos -dijo Jimmy. Dejó caer de nuevo las patas de la silla al suelo y, malhumorado, clavó el tenedor en la comida-. Tengo unos asuntos pendientes, y que me trinquen por acosar a un par de pervertidos para echarlos de su casa no entra dentro de mis planes. – Cualquiera pensaría que sientes debilidad por ellos. -A Melanie le preocupaba su reputación. ¿Qué diría todo el mundo si su hombre no salía a la calle después de haberles contado lo duro que era?-. Creerán que acabaste más unido a ellos de la cuenta en el trullo y que empiezas a compadecerte de ellos. Jimmy masticó en silencio durante un rato preguntándose lo cerca que estaría Melanie de la verdad. Ya se había comido bastante la olla por su primer compañero de celda y no tenía ganas de que se lo recordaran. El tipo, un profesor de música al que le quedaba poco tiempo de condena, le había enseñado notación durante las tres semanas que habían permanecido juntos. Era casi un genio, sabía todo lo que había que saber sobre jazz e imitaba el sonido de los instrumentos con la voz. Hacia finales de la tercera semana hacía ya el acompañamiento del rap de Jimmy, y este empezaba a plantearse una carrera legal en el mundo de la música. Llegaron incluso a grabar una maqueta en cinta. Todo iba bien hasta que se filtró el rumor de que a su compañero de celda lo habían encerrado por masturbar a algunos chicos de su escuela. Al cabo de dos días le rompieron todos los dedos en las duchas. A Jimmy le costó tiempo superar aquello. El muy imbécil había intentado sobrevivir mezclado con los presos comunes después de que lo trasladaran desde una cárcel de máxima seguridad de la isla de Wight. Aseguraba que se encontraba allí por un fraude bancario, que era la clase de delito que un hombre culto podría haber cometido, pero alguien se chivó -seguramente un funcionario- y el tipo acabó en la unidad de protección para presos vulnerables. Jirnmy no volvió a verlo nunca más, aunque pensaba en él de vez en cuando. Fue el único tío que había conocido en la cárcel que le había caído bien de verdad, y le pareció bastante triste que le diera placer hacer pajas cuando la mayoría de los tíos preferían que se las hicieran. – Que piensen lo que quieran -dijo a Melanie apartando el plato casi intacto de un manotazo-. Tengo cosas mejores que hacer que insultar a gritos a unos bichos raros. Glebe School. Glebe Road. Urbanización Bassindale Ya rondaban pandillas de jóvenes borrachos alrededor del patio delantero del colegio, bebiendo cerveza sin parar y mentalizándose para un posible enfrentamiento con los pervertidos. Entre ellos se pavoneaba como un idiota Wesley Barber, que fardaba de que iba a desollar vivos a los pederastas… a poner una bomba en la escuela… a atracar el economato… a destrozar a los maderos. Se movía inquieto como un perro olisqueando una perra en celo, y los otros chicos lo abuchearon cuando empezó a dar golpes de kárate en el aire imitando a Wesley Snipes en – ¡Hostia, Wesley, eres un retrasado mental! – ¿De qué vas, tonto del culo? Colin Patterson y Kevin Charteris lo sacaron de allí a rastras. – Tranquilízate, joder -le ordenó Colin, enfadado-. Mi madre se pondrá hecha una fiera como te oiga hablar así. Llamará a la poli si cree que vas a hacer alguna tontería. Se supone que es una marcha de protesta, capullo. Colin se sentía valiente porque estaba borracho y le daba igual que el burro de Wesley fuera hasta las cejas de toda la mierda que vendían los camellos. Aun en el mejor de los días, Wesley estaba loco como un perro rabioso, y la mayoría de las veces Colin pasaba de meterse con él. Pero aquel día era distinto. Aquel día, como dijo Kev, necesitaban a un psicópata que hiciera el trabajo por Melanie. Wesley trató de darles en los pies para que lo soltaran. – Dijiste que íbamos a hacer la guerra contra esos pervertidos chupasangres -rugió Wesley como un niño en pleno berrinche-, que les íbamos a dar una lección a esos hijos de puta. ¿Estabas mintiendo o qué? – Ya ves, colega, esta vez se le ha hecho polvo la cabeza -dijo Colin-. Mira qué ojos pone. Son como los de un puto zombi. Kevin, el único de sus amigos que tenía cierto control sobre Wesley, le rodeó el cuello con el brazo y le torció la muñeca por la espalda. – ¿Vas a mantener la boca cerrada, imbécil? -le susurró al oído-. Porque si no, no vas a acercarte a esos pervertidos. Ni tú ni ninguno de nosotros. Col tiene razón. Si su madre se huele el más mínimo problema no habrá manifestación, ni guerra, ni nada. ¿Lo pillas? Se acabará la diversión… y a ti te molerán a palos por haberle jodido el día a todo el mundo. La locura se desvaneció en la mirada de Wesley con la misma rapidez con la que había brotado, y dio paso a una plácida sonrisa que poco a poco surcó su rostro. – Estoy bien -dijo-. No tienes por qué llamarme imbécil, Kev. Ya lo he entendido. Solo es una manifestación. -Su rostro recobró de nuevo las facciones dulces que habían engañado ya a un buen número de jueces-. Solo vamos a hacerles saber a esos chupasangres que los hemos calado, ¿verdad? – Eso es -respondió Kevin, y dejó que Wesley le agarrara la mano y la alzara a modo de un saludo-. Venga, Col, choca esos cinco con Wesley-ordenó al muchacho más joven-. Somos colegas, ¿no? – Supongo -contestó Colin dándole una dolorosa palmada. Pero no estaba tan borracho como para no fijarse en la navaja automática que Wesley hacía girar en su otra mano. Piso 506. Glebe Tower. Urbanización Bassindale – Tengo que irme -anunció la agente Hanson al anciano senil que vivía en el lúgubre piso de la quinta planta de uno de los bloques de Bassindale-. Siento no poder haber servido de ayuda. La depresión pesaba sobre ella como si de la piedra de Sísifo se tratara. Había sido una visita en balde, como todas las que había realizado aquel día. Nada de lo que hacía valía la pena. No era más que una cifra… una agente sin autoridad. En el piso se respiraba un aire viciado que daba claustrofobia, como si no se abrieran nunca puertas ni ventanas. El señor Derry estaba sentado en una penumbra permanente, con las cortinas corridas para que no entrara la luz del sol y los ojos fijos en las imágenes parpadeantes de la televisión sin volumen situada en el rincón, como si los personajes de la telenovela fueran su único punto de realidad en un mundo confuso. Hablar con él había hecho que empeorara la depresión que la embargaba, ya que, fuera cual fuera el atisbo de lucidez que había alentado al anciano a llamar a la policía aquella mañana, se había esfumado en cuanto colgó el teléfono. El señor Derry toqueteó el audífono que llevaba puesto. – ¿Qué pasa? – Que tengo que irme -repitió Hanson alzando la voz. – ¿Ha encontrado a los chicos? Llevaba treinta minutos contestando pacientemente la misma pregunta, pero esta vez la pasó por alto. No tenía sentido hablar con él. El anciano había denunciado el robo de doscientas libras en efectivo que tenía guardadas en el bote de té de su cocina, pero no tenía idea de cuándo se las habían quitado o quién era el responsable. Lo único que llegó a contarle fue que tres chicos habían llamado un día al timbre, pero que no los dejó pasar porque no le gustó la pinta que tenían. Hanson señaló la incongruencia -si no les dejó pasar no pudieron haber robado el dinero-, pero el anciano seguía en sus trece. Olía a los calaveras a un kilómetro de distancia. Hanson se dispuso a husmear entre la mugre de la cocina con el pretexto de investigar. No vio ningún bote de té -solo una caja de cartón con bolsitas de Tetley cuya fecha límite de venta había vencido hacía meses- ni prueba alguna de que allí hubiera habido dinero o de que alguien aparte de ella hubiera removido el polvo en meses. Quizá el anciano se refiriera a algo que había sucedido el día anterior… o hacía cincuenta años… porque tenía el cerebro fundido y la memoria atrapada en una demencia tediosa que le hacía repetir las obsesiones en bucles. ¿Cómo podía cuidar de sí mismo? ¿Quién se preocupaba por él? Hanson se sintió abrumada por la desgracia mientras contemplaba los años acumulados de grasa en los fogones y el cerco de suciedad en el fregadero. Quería lavarse las manos pero el olor que salía del desagüe le daba náuseas. Había gérmenes por todas partes. Notaba cómo le horadaban la piel, le atacaban el cerebro y le minaban la razón. ¿Qué sentido tenía vivir así? ¿Qué sentido tenía vivir? Aquel pensamiento le había estado rondando la cabeza durante su conversación con él, y ahora se preguntó si estaría expresándolo en alto, porque el anciano se volvió hacia ella con impaciencia. – ¿Qué pasa? -preguntó de nuevo; le caían gotitas de saliva de la boca-. Hable más alto, joven, que no la oigo. – Tengo que irme -repitió ella pronunciando las palabras tan despacio como un borracho. El anciano frunció el ceño. – ¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí? ¿Cuántas veces se lo había preguntado? ¿Cuántas veces le había respondido? – Soy una agente de policía, señor Derry. – ¿Ha encontrado a los chicos? Era como oír un disco rayado. Hanson meneó la cabeza con gesto resignado. – Voy a presentar una solicitud para que una asesora sanitaria venga a hablar con usted -le comunicó-. Ella se encargará de evaluar las circunstancias y probablemente recomendará su traslado a un centro de acogida, donde recibirá más cuidados y protección que aquí. El señor Derry se volvió hacia el televisor. – Deberían haber enviado a un hombre -comentó con tono mordaz. – ¿Cómo dice? – Yo quería a un poli de verdad… no a una ñoña que se asusta de su propia sombra. No me extraña que haya tanta delincuencia en este lugar. Aquello fue el colmo. Hanson tenía la cabeza a punto de estallar desde el momento en que había pisado la urbanización, e intentar hacerse oír a voz en cuello ante la sordera del señor Derry no había hecho más que empeorar el dolor. Quería gritar al anciano, decirle lo que pensaba, pero era demasiado reprimida para hacer algo tan drástico. – Un hombre no se habría molestado en escucharle -dijo, tensa, disponiéndose a levantarse. – ¿Eso piensa? Pues quizá a mí sí me molestan las mocosas gandulas que se pasan el día holgazaneando en vez de hacer su trabajo. ¿Qué dice a eso, eh? Hanson lo odiaba a muerte. Era un viejo chocho, maleducado y asqueroso. Todo lo que había tocado en aquel lugar infecto le había dejado marca. – ¿Y qué espera que haga? -preguntó-. ¿Que salga y arreste a los tres primeros chicos que encuentre solo porque usted dice que le han robado? Si ni siquiera hay pruebas de que tuviera ese dinero. -Hanson se puso de pie con brusquedad y señaló con un brazo tembloroso toda la estancia-. No viviría así si hubiera tenido doscientas libras en un bote de té. Su movimiento repentino atemorizó al anciano, que agarró el pesado y anticuado teléfono de encima de la mesa que tenía junto a la silla y amenazó a la agente blandiendo el auricular en el aire. – Aléjese de mí -gritó-. Voy a llamar a la policía. ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? Hanson se dio cuenta de que iba a desmayarse, pero hubo un momento de claridad en el que vio el lado gracioso de la situación. – Yo soy la policía -se oyó decir a sí misma al tiempo que soltaba una risa, antes de que le fallaran las rodillas y cayera hacia el anciano. Piso 406. Glebe Tower. Urbanización Bassindale La señora mayor que vivía en el piso de abajo del señor Derry hizo una pausa en plena conversación telefónica para prestar atención al gran estrépito proveniente de arriba. – Ya está haciendo de las suyas ese viejo chocho -contó enfadada a su amiga-. Va a tirarme el techo abajo como no tenga más cuidado. ¿Qué crees que hace? ¿Tirar los muebles cada vez que le da un berrinche? La amiga no mostraba el menor interés al respecto. – ¡Por Dios, Eileen! -aulló la mujer con inquietud desde cinco plantas más arriba-. ¿Por qué no escucharás? Se cuece algo espantoso. He estado mirando con los prismáticos de Wally y hay chicos por todas partes. ¿Crees que han estando bebiendo? – ¿Cómo voy a saberlo? – Ojalá miraras por la ventana. Hay cientos de ellos. Están volcando coches a la entrada de Bassindale Row. A Eileen Hinkley le picaba la curiosidad lo suficiente para mirar entre las cortinas, pero estaba más abajo y los tejados impedían ver. – ¿Has llamado a la policía? – No consigo comunicar con ellos. Las líneas están saturadas. – Pues marca el nueve nueve nueve de emergencias. – Eso es lo que he estado haciendo -protestó la amiga- pero, cada vez que me pasan con la policía sale un mensaje diciendo que ya tienen constancia de los disturbios de Bassindale y que no es preciso molestarse en informar sobre ello. – ¡Santo cielo! – Exacto. Pero no veo a ningún policía con los prismáticos. -Alzó la voz atemorizada-. Nos van a matar a todos. ¿Qué crees que deberíamos hacer? Eileen miró hacia el techo cuando un portazo hizo que vibrara la porcelana de su casa. – Encerrarnos con llave y esperar a que pase el jaleo -respondió con firmeza, y cruzó los dedos para tener suerte-. Nunca se sabe… a lo mejor nos toca el gordo. Quizá los gamberros esos se maten entre sí… y tengamos un poco de paz. › Mensaje de la policía a todas las comisarías ›28/07/01 ›13.55 ›Urbanización Bassindale ›Milosz Zelowski (alias Nicholas Mollis), nº 23 de Humbert Street solicita protección o traslado a una casa segura ›Se informa de que los recursos policiales no dan más de sí ›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD ›28/07/01 ›14.01 ›Urbanización Bassindale ›Llamada anónima: barricadas levantadas en Bassindale Row ›Presunta intención: impedir el paso de los coches patrulla ›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD ›28/07/01 ›14. 08 ›Urbanización Bassindale ›URGENTE ›Coche patrulla 031 comunica que todas las vías de acceso a Bassindale están bloqueadas ›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD |
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