"La Ley De La Calle" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)

Capítulo 8

Sábado, 28 de julio de 2001.

Urbanización Bassindale

Los dos agentes de policía que circulaban en el coche patrulla 31 observaban la construcción de bloqueo desde una distancia prudencial. Habían salido de la urbanización por Forest Road South con la intención de recorrer la carretera principal y volver a entrar por Bassindale Row North para verificar la situación de Zelowski en Humbert Street. Pero era demasiado tarde. Bassindale era ya infranqueable y al volver sobre sus pasos comprobaron que habían bloqueado los cuatro puntos de entrada a la urbanización.

– Les está bien empleado -comentó el agente más mayor mientras ponía la radio en posición de emergencia-. Ya dije yo que podría convertirse en una fortaleza si los muy hijos de puta se cabreaban lo suficiente -El agente bajó la ventanilla y escupió en la hierba del arcén-. Para mí, la culpa la tienen los urbanistas. Deberían haber pedido la opinión de la policía antes de construir una jungla de hormigón para llenarla después de granujas.

– Ya, ya -dijo su compañero, que había oído aquello un millón de veces. Estaba escudriñando el escenario con unos prismáticos-. Está bien organizado… lo habrán coordinado todo para las dos de la tarde. -Silbó entre dientes-. Me parece que hemos salido por los pelos… cinco minutos más con la señora MacDonald y nos hubiéramos quedado atrapados. -Bajó los prismáticos-. ¿Qué diablos ocurre? -inquirió-. Vamos a ver, si Amy está ahí dentro, ¿por qué tratan de impedirnos la entrada esos imbéciles?

Su compañero soltó un suspiro de exasperación.

– Amy no está ahí dentro. Si la mujer hubiera sido capaz de decirnos algo sobre el estilo de camiseta que llevaba la cría, puede que me hubiera convencido. -Se encogió de hombros-. Pero ¿qué clase de respuesta es esa de que «era azul»? Nos estaba contando lo que había oído en la tele.

Ya habían hablado de eso antes.

– La cuestión no es lo que pensamos nosotros, George, sino lo que piensan esos -dijo señalando con la cabeza a los jóvenes que cubrían las barricadas-, si es que piensan, claro. -Levantó de nuevo los prismáticos-. ¡Mierda! Llama al jefe y dile que mueva el culo si no quiere que la urbanización entera quede reducida a cenizas. Los muy imbéciles están llenando botellas de gasolina con un sifón, y la mitad de ellos lleva un pitillo en la boca. ¡Joder! -Vio a un niño, de no más de doce años, lanzar una botella a un amigo-. ¿Qué coño creen que están haciendo?


Lo mismo pensó Sophie Morrison cuando se vio obligada a frenar en seco para no atropellar a una pandilla de jóvenes ebrios en Glebe Road. Uno de ellos le hizo un gesto obsceno levantando dos dedos como si ella tuviera la culpa de que él fuera demasiado borracho para cruzar la carretera como era debido, y ella formó la palabra «gilipollas» con los labios para que los leyera a través del parabrisas. Sophie casi esperaba que el chico reaccionara dándole un puñetazo al capó -una respuesta normal en Acid Row-, pero uno de sus amigos lo acercó a la acera de un tirón y ella siguió adelante tras devolverle el gesto con los dos dedos. Vio la sonrisa afable del amigo en el retrovisor y convirtió el gesto grosero en un saludo al reconocer a uno de sus pacientes.

Los habitantes de aquel lugar le inspiraban un respeto sano, al igual que a los demás profesionales que trabajaban allí, pero la intimidaban. Desde luego que tomaba sus precauciones. Conducía con las ventanillas subidas y las puertas cerradas con seguro, guardaba el móvil en un maletín de primeros auxilios, dejaba claro a sus pacientes que nunca llevaba fármacos, tarjetas de crédito o grandes cantidades de dinero en metálico, aparcaba siempre en zonas bien iluminadas y nunca caminaba sola por los callejones de noche. Además, llevaba un pequeño aerosol tóxico en el bolsillo del pantalón que, hasta la fecha, no había tenido que utilizar.

En los dos años transcurridos desde su ingreso en la consulta, había tomado un cariño sorprendente a Acid Row. Al menos la gente de allí era abierta y no tenía ningún reparo en reconocer sus enfermedades -por lo general, depresión o soledad relacionadas con el alcohol, la droga y la prostitución-, mientras que los más adinerados de la zona se empeñaban en asegurar que el alcoholismo, la dependencia al Valium y las enfermedades venéreas que sufrían eran síntomas del «estrés». Sophie consideraba tediosa e irritante la pérdida de tiempo de estos últimos en su afán por parecer respetables, y prefería el enfoque más franco de los habitantes de la urbanización.

«Denos Prozac, doctora, tengo a mi hombre en chirona y los críos me ponen la cabeza como un bombo…»

Sin embargo, no por ello resultaba más fácil tratarlos. Como con todos los pacientes, Sophie dirigía buena parte de sus esfuerzos a procurar convencerlos de que un cambio de estilo de vida les reportaría mayores beneficios que los medicamentos, pero obtener una respuesta positiva en Acid Row resultaba más gratificante sabiendo cuánto les costaba a los pacientes llegar a ello.

De acuerdo con las leyes de la naturaleza, la mayoría de sus pacientes de mayor edad eran mujeres, y a su llegada oyó la misma historia por parte de todas ellas. Sus maridos habían muerto. Sus amigas estaban en asilos. Nunca salían de casa porque estaban discapacitadas o tenían miedo. O ambas cosas. Solo podían conversar con los cuidadores sociales, que eran demasiado jóvenes para entender de lo que hablaban o demasiado impacientes para escucharlas.

Enseguida se dio cuenta de que lo único que querían aquellas mujeres era cotillear un poco de vez en cuando con sus iguales, y convenció a tres de las más activas de que recopilaran un banco de números de teléfono, guardados a buen recaudo, lo que dio origen a una red de contactos cada vez mayor que les brindaba la oportunidad de conversar entre ellas. El proyecto, que se dio en llamar el Teléfono de la Amistad, había llegado a suscitar interés incluso al Otro lado del Atlántico, procediendo la solicitud de información más reciente de una urbanización de Florida.

El teléfono sonó dos veces, y Sophie soltó un gruñido de irritación antes de desviarse hacia el arcén de la carretera. Si sonaba dos veces, era la consulta; si sonaba tres, su prometido. Hizo girar el candado de combinación del maletín, abrió el móvil y pulsó la tecla «1».

– Será mejor que sea por un buen motivo -dijo a la recepcionista que tenía al otro lado de la línea-, porque le prometí a Bob que estaría en Londres a las seis.

– Eso depende de si estás todavía en Bassindale -repuso Jenny Monroe-. Si no es así, intentaré pasárselo a John. El tipo parecía bastante desesperado.

– ¿Qué le ocurre?

– Es su padre, dice que no puede respirar. Tiene asma y se está amoratando. El señor Hollis, del veintitrés de Humbert Street. Son unos pacientes nuevos, los registramos hace solo un par de semanas, así que aún no tenemos su historial. Según su hijo, el hombre tiene setenta y un años y no anda muy bien de salud. Le dije que llamara a una ambulancia, pero me dijo que ya lo había hecho y que no había aparecido nadie. Está nerviosísimo, de eso no hay duda. ¿Puedes ir tú?

Sophie miró el reloj. Hacía dos horas que había acabado su turno, pero Humbert Street estaba a la vuelta de la esquina. Era una de las calles transversales que unían las dos vías de acceso a la urbanización, Bassindale Row y Forest Road. Trazó mentalmente el recorrido que debía realizar. Girar a la izquierda al final de Glebe para enfilar Bassindale North, luego a la derecha para entrar en Humbert Street y otra vez a la derecha hasta el final de Forest South. Estaría a mitad de camino de casa. No se retrasaría mucho, suponiendo que la visita no se prolongara demasiado.

– ¿Dónde está John?

– En Western Avenue. A veinte minutos.

– Vale. -Sophie se apoyó el móvil en la barbilla y cogió un bolígrafo-. Dame otra vez el nombre y la dirección. -Anotó los datos en su bloc de notas-. ¿Por qué crees que la ambulancia no habrá aparecido?

– Porque no dan abasto, supongo. Cada vez tardan más en llegar.

Con aire distraído, Sophie se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó el aerosol tóxico, que se le estaba clavando en el muslo.

– A ver si ha habido un accidente o algo así -se preguntó guardando el aerosol en el maletín-. Antes he visto a un montón de gente pululando por el colegio.

– Pues no he oído nada.

– Vale. Te echaré la culpa si llego tarde y Bob se enfada.

– Siempre lo haces -repuso Jenny alegremente antes de colgar.

›Mensaje de la policía a todas las comisarías


›28/07/01

›14.15

›Urbanización Bassindale

›Ocupantes del 105 de Carpenter Road informan de una concentración de gente en el patio de Glebe School

›Rumor de que una niña que concuerda con la descripción de Amy fue vista en Humbert Street anoche

›Posible objetivo: Milosz Zelowski, nº 23 de Humbert Street

›Zelowski no responde al teléfono

›Situación inestable


›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD


›28/07/01

›14.17

›Urbanización Bassindale

›MÁXIMA URGENCIA

›Se cree que la agente Hanson se encuentra en Bassindale

›NO RESPONDE


›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD


›28/07/01

›14.23

›Helicóptero de la policía listo para despegar