"La Ley De La Calle" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)Capítulo 9 Sábado, 28 de julio de 2001. Nº 23 de Humbert Street. Urbanización Bassindale El hombre se parapetó tras la puerta entreabierta y masculló una serie de disculpas por llamar al médico un sábado por la tarde. Su padre tenía problemas respiratorios, explicó señalando con la cabeza hacia el interior de la casa. Hablaba en voz baja, de modo que la joven doctora se vio obligada a inclinarse y logró captar algo sobre «un ataque de pánico» y «los asmáticos son las reinas del drama». Se trataba de una descripción denigrante para referirse a un hombre, y Sophie supuso que el hijo susurraba para evitar que el padre oyera sus palabras. A sus espaldas, en la calle bañada por el sol, un niño gritó: «¡Eh, vosotros, psicópatas asquerosos! ¡Anda y que os den por el culo!», pero aquellas expresiones estaban a la orden del día en Acid Row, sobre todo en boca de los niños, y Sophie las pasó por alto. Aparte de la presencia de un puñado de críos en la acera de enfrente, había encontrado la calle desierta a su llegada, y su única preocupación era despachar aquella última visita lo antes posible. Atravesó el umbral y aguardó a que la puerta de entrada se cerrara tras ella. El hombre tenía una palidez enfermiza en la penumbra del vestíbulo, donde su rostro pendía como una luna en medio de las sombras. Reacia a mirarlo a la cara, Sophie echó un vistazo al pasillo, sin percatarse así del modo en que él la analizaba. A él le pareció menuda y delgada como una preadolescente y se encogió contra la pared en un intento desesperado por evitar su contacto. ¿Por qué habrían enviado a una mujer? Sophie aguardó, dándole la espalda, a que le indicara adónde debía dirigirse, pero el hombre estaba cohibido ante la estrechez de sus caderas y la trenza brillante que colgaba entre sus omóplatos. Resultaría fácil confundirla con una niña de no ser por la seguridad de su porte o la expresión adulta de su mirada cuando se volvió hacia él con impaciencia y le pidió que le mostrara el camino. – Ustedes son pacientes nuevos -le recordó-. No sé en qué habitación se encuentra su padre. El hombre abrió una puerta a la derecha, donde las cortinas estaban corridas y una lámpara de mesa ofrecía una luz escasa. El aire era fétido, cargado del olor corporal del anciano con exceso de peso que yacía en un sofá. El hombre respiraba con dificultad, resollando del esfuerzo que hacía para que le entrara algo de aire por la garganta medio obstruida, y tenía una expresión de pánico en los ojos, que parecían salírsele de las órbitas ante el miedo de que cada aliento fuera el último. ¡Por Dios!, pensó Sophie con impaciencia. ¿Acaso el hijo era subnormal? ¿O un parricida? Bien sabe Dios que no hacía falta ser Einstein para darse cuenta de que pedir a un asmático que respirara metido en un horno no era buena idea. Sophie se acuclilló junto al sofá. – Estoy aquí para ayudarle, señor Hollis -dijo con tono alentador tras depositar el maletín en el suelo y soltar los cierres-. Soy la doctora Sophie Morrison. Se va a poner bien. -Tras hablar de aquel modo al padre para aliviar su miedo e inyectar una dosis de normalidad en una situación anormal, indicó con gesto enérgico al hijo que descorriera las cortinas-. Necesito más luz, señor Hollis, y quizá podría abrir las ventanas para que entrara un poco de aire fresco. El padre levantó una mano angustiada en señal de protesta. – No le gusta que la gente mire por las ventanas desde fuera -explicó el hijo encendiendo la luz del techo-. Así le entró el ataque… al ver una cara asomada a la ventana. -El hijo hablaba con tono vacilante, como si no estuviera seguro de hasta qué punto debía dar información-. Tiene un inhalador -comentó a la doctora, y señaló un tubo de plástico azul que el padre tenía en el puño-, pero cuando se pone así no sirve para nada. No puede aguantar la respiración lo suficiente para que los fármacos le hagan efecto. -Llegaba a oler la fragancia de la piel de ella por encima del hedor que desprendía el cuerpo sin lavar de su padre. Albaricoque, pensó. – ¿Cuánto tiempo lleva así? -preguntó Sophie tocando el rostro del anciano. Pese al calor que hacía en la estancia, notó su piel fría y húmeda; se arrodilló junto al sofá y alargó el brazo para sacar el estetoscopio del maletín. – Una hora, y a ratos. Empezaba a calmarse justo cuando los niños se pusieron a gritar. -El hijo se interrumpió en seco. – ¿Se ha quejado de dolores en el pecho o en el brazo izquierdo? – No. – ¿Cuándo utilizó por última vez el inhalador? – Cuando estaba más calmado. Hace treinta minutos, diría yo. – ¿Algún otro medicamento? ¿Sedantes? ¿Tranquilizantes? ¿Ansiolíticos? El hijo negó con la cabeza. El anciano llevaba puesta una camisa blanca holgada que alguien -era de suponer que el hijo- había tenido la sensatez de desabrochar, de modo que el pecho, peludo y rollizo, quedaba al descubierto. Pensando no sin ironía en lo inapropiado de ciertos roces con el cuerpo del paciente, Sophie le aflojó la cinturilla de los pantalones para que el diafragma tuviera más espacio y, acto seguido, colocó el estetoscopio entre los rizos del torso. Era como oír el latido de un corazón junto a un martillo neumático. Lo único que lograba captar eran los silbidos de la garganta. Sophie sonrió ante la mirada aterrorizada del anciano. – ¿Cuál es su nombre de pila? – Franek. Es polaco. – ¿Entiende el inglés? – Sí. Posó ambas manos sobre la mandíbula del hombre y le masajeó con suavidad la nuca, al tiempo que respiraba hondo por la nariz y animaba a Franek a que la imitara. Mientras lo hacía le hablaba en voz baja, llamándolo por su nombre, para disipar sus temores e infundirle confianza, y poco a poco aunque de manera perceptible la respiración hiperventilada de desesperación se volvió más pausada y prolongada. Era una pequeña farsa, una técnica aprendida para relajar al paciente, pero una gota de agua resbaló del ojo derecho del señor Hollis como si la amabilidad fuera algo poco común en su vida. – Nunca hará eso por mí -dijo el hijo con amargura-. Lo único que le sirve es un médico. Supongo que no confía en mí lo suficiente. Sophie le sonrió con un gesto de comprensión mientras calentaba la placa del estetoscopio entre las manos para colocarla después sobre el corazón del anciano. Tras escuchar con alivio el latido más estabilizado, volvió a acuclillarse. – No es que no confíe en usted -dijo mientras veía cómo su paciente se sumía en un sueño exhausto como un niño pequeño después de un berrinche-; lo que ocurre es que sabe que los médicos tenemos remedios alternativos por si falla la relajación. -Sophie dobló el estetoscopio y lo guardó en el maletín-. ¿Sufre ataques como este a menudo? – De vez en cuando. Normalmente puede controlar el asma con el inhalador, pero cuando le entra el pánico… -Se encogió de hombros en un gesto de impotencia-. Entonces es cuando tengo que llamar a un médico. – ¿Y dice que fue una cara asomada a la ventana lo que le provocó el ataque? -le recordó-. ¿Por qué? ¿Es que le preocupa que le roben? El hombre vaciló un instante antes de inclinar la cabeza en un gesto de asentimiento. Sophie se dio impulso para ponerse en pie y lanzó una mirada furtiva a su reloj. Tenía que estar en casa sobre las tres y media si quería encontrarse con Bob en Londres a las seis, calculó. – ¿Les han robado alguna vez? – No, pero tiene miedo de las sombras. Este es un lugar peligroso. Eso era indiscutible, pensó Sophie no sin ironía. Hasta su coche, que estaba en muy mal estado, era un posible objetivo cuando lo dejaba solo. De día lo aparcaba junto a las casas de sus pacientes del Teléfono de la Amistad con la esperanza de que fueran lo bastante entrometidas para asomarse a las ventanas a ver a quién había ido a visitar y de paso vigilar el automóvil. En aquella ocasión la guardiana era la señora Carthew, que sufría demencia en grado leve y artritis reumatoide, si bien Humbert Street, una calle que por lo general se veía flanqueada de adolescentes rebeldes, se encontraba aquel día sumida en una extraña calma y Sophie había estado realmente tentada de aparcar en la puerta de los Hollis. Solo la cautela de la experiencia la había frenado. – ¿Hay algún sitio donde podamos hablar sin molestarlo? -preguntó alargando la mano para coger el maletín-. Le extenderé una receta, un sedante suave para que le ayude a pasar el fin de semana, pero le recomiendo que lo lleve a la consulta el lunes para que podamos dar con la medicación apropiada. Además, puedo enseñarle algunas técnicas de relajación que le pueden ir bien. El hijo parecía resignado, como si ya hubiera oído aquello antes. – Podemos ir a la cocina. Sophie lo siguió por el pasillo y se sentó a la mesa. – ¿Cuánto tiempo llevan viviendo aquí? -preguntó, y abrió de nuevo el maletín para sacar el bloc de recetas. – Dos semanas. – ¿Dónde vivían antes? – En Portisfield -contestó él a regañadientes. La respuesta suscitó de inmediato la curiosidad de Sophie. – ¿Ha oído lo de la pobre niña que ha desaparecido, Amy Biddulph? Sale todo el día en las noticias. Creo que han dicho que vivía en Allenby Road. – No. -La nuez del hombre se movía de forma incontrolable a lo largo de su garganta-. Nosotros vivíamos en Callum Road… a más de medio kilómetro de distancia. – Hay padres muy irresponsables -comentó Sophie con tono de desaprobación mientras rellenaba la receta-. Según dicen en la radio, desapareció ayer por la mañana pero no pusieron sobre aviso a la policía hasta que la madre llegó a casa. Me pone furiosa. ¿A quién se le ocurre dejar a una niña de diez años vagando sola por las calles con los tiempos que corren? Se produjo un silencio. – Su padre salió hace un rato en la tele. Estaba llorando, suplicando a quien quiera que tenga a Amy que la suelte. La nuez del hombre dio otra brusca sacudida. – Los padres no siempre tienen la culpa -opinó de repente-. No hay manera de controlar a un niño cada minuto las veinticuatro horas del día. Parecía saber de qué hablaba y Sophie se preguntó si tendría hijos. En tal caso, ¿dónde estaban? – ¿Qué les movió a mudarse a Bassindale? Otro instante de vacilación. – En Portisfield estábamos ya que nos sacábamos de quicio el uno al otro y el ayuntamiento dijo que tendríamos más espacio si aceptábamos venir aquí. – Pues tienen suerte de que no les hayan dado un dúplex. Son horribles. El hombre desvió la mirada hacia la ventana. – Dijimos que no vendríamos si era más pequeña. Pero esta está bien. Sophie lo creyó solo a medias. Su tono de voz daba a entender que nada en aquel lugar estaba «bien». Desde luego, Bassindale no era la clase de urbanización a la que nadie se mudaba por voluntad propia. – Lo siento -murmuró Sophie con una expresión de compasión verdadera-. Los hombres adultos están los últimos en la lista de aspirantes a conseguir una vivienda protegida. Supongo que les echaron para alojar a una familia con hijos en edad escolar, ¿no? El hombre se sintió agradecido por la ingenuidad de Sophie. – Algo así. – Entonces no me extraña que su padre sufra ataques de pánico. No creo que sea fácil para ninguno de ustedes. Su amabilidad lo desconcertaba. – No todo es malo -repuso el hombre a la defensiva-. Al menos tenemos jardín. Sophie asintió con la cabeza y lo estudió con detenimiento por primera vez. Se trataba de una de esas personas anodinas que carecen de todo rasgo peculiar fácil de identificar a primera vista -excepto la nuez saltarina-, y Sophie se preguntó si lo reconocería si se lo cruzaba por la calle. Incluso su cabello carecía de color, con un tono pelirrojo apagado que nada tenía que ver con los abundantes rizos embreados que cubrían el cuerpo de su padre. – ¿Cómo se llama? -le preguntó. – Nicholas. Sophie le dedicó una sonrisa amable. – Me esperaba algo más polaco. – Me pusieron Milosz. – ¿Eso es Nicholas en polaco? El hombre asintió. – ¿Y de dónde viene Hollis? – De mi madre. Era su apellido de soltera. -Hablaba de manera cortante, como si la curiosidad de ella le pareciera indiscreta, y Sophie no pudo por menos que preguntarse por qué razón habrían renunciado él y su padre a un apellido polaco en favor de uno inglés. ¿Sería para facilitar su pronunciación a gente como ella? Sophie arrancó la receta, se la pasó al hombre y le aconsejó que dejara dormir a su padre el mayor tiempo posible. – Si puede convencerle de que tengan abiertas algunas ventanas, eso le ayudará -le recomendó-. El aire fresco le irá mucho mejor que ese horno donde está metido ahora. -Sophie se dispuso a levantarse-. Cuando despierte, tal vez deba usted pensar en trasladarlo a una habitación que dé atrás. El hombre echó una ojeada a la receta antes de dejarla encima de la mesa. – ¿No lleva medicamentos en el maletín? – Nunca llevamos cuando venimos a Acid Row. Nos saltarían encima cada vez que abriéramos la puerta del coche. -Sophie vio que el hombre no dejaba de lanzar miradas nerviosas hacia el pasillo-. ¿Qué ocurre? -preguntó. – ¿Es que no los oye? Sophie prestó atención a las voces distantes que provenían de la calle. – Hay un poco de ruido -asintió-, pero es lo normal por aquí. Los críos no tienen nada mejor que hacer que gritarse los unos a los otros, sobre todo la tarde de los sábados, cuando empiezan a beber al mediodía. El hombre no dijo nada. – Están de vacaciones -le recordó Sophie-. Se aburren. El hombre respiró como si se dispusiera a cuestionar aquel comentario, pero en lugar de ello meneó la cabeza con abatimiento y cogió la receta de la mesa para metérsela en el bolsillo del pantalón. No había necesidad de retenerla más tiempo. – La acompaño hasta la puerta. Sophie cerró el maletín y se puso en pie. – Uno de mis compañeros estará de guardia toda la noche -le informó-, pero si su padre sufre otro ataque lo mejor es que llame a una ambulancia. En circunstancias normales tardan menos en llegar que nosotros. La única razón por la que he venido tan rápido es porque estaba a la vuelta de la esquina. -De repente, se compadeció del hombre-. Pero no creo que tenga por qué preocuparse. El miedo es agotador. Seguramente dormirá toda la noche y mañana, cuando la calle esté tranquila, se preguntará a qué venía ese pánico. – Espero que tenga razón. – Si se toma un sedante antes de acostarse, sinceramente, no creo que le dé problemas -aseguró ella mientras salía de la cocina. Miró de nuevo el reloj-. La farmacia de Trinity Street permanece abierta hasta las seis, así que tiene tiempo de sobra para ir antes de que cierren. -Con un gesto impulsivo se detuvo frente a la puerta de entrada para ofrecer la mano a modo de despedida. Era como un pajarillo que se posaba en su palma y Nicholas se quedó mirando la mano de la mujer con una extraña fascinación. Deseaba aferrarse a ella, embriagarse con el aroma de un ser puro, pero la mano le tembló bajo la de ella y la retiró con un gesto brusco. – Gracias por venir, doctora Morrison -dijo, y se adelantó para abrirle la puerta. Hubo un momento, pensó siempre después Sophie, en que podría haber salido de la casa tan inocente e ilesa como cuando entró. Pero no fue sino un breve instante, un abrir y cerrar de ojos para tomar una decisión que ignoraba debía tomar. Una fracción de silencio al abrirse la puerta, cuando debió haber salido pero no lo hizo… porque el hijo de un paciente le dio las gracias y ella se detuvo para dedicarle una sonrisa. ›Mensaje de la policía a todas las comisarías ›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD ›28/07/01 ›14.35 ›Urbanización Bassindale ›MÁXIMA URGENCIA ›Llamada anónima (teléfono móvil): se comunica la entrada a Humbert Street de una multitud de más de 200 personas ›Armadas con piedras y botellas ›Posiblemente cócteles molotov ›NO HAY ACCESO ›SITUACIÓN FUERA DE CONTROL ›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD ›28/07/01 ›14.37 ›EI helicóptero de la policía ha despegado |
||
|