"La Ley De La Calle" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)

Capítulo 18

Sábado, 28 de julio de 2001.

Interior del nº 23 de Humbert Street

Sophie había perdido la noción del tiempo, dado que se le había parado el reloj. Cada vez que lo miraba, veía la misma hora que cuando había tratado de calcular cuánto tiempo llevaba recluida. En la estancia reinaba un silencio tal que tenía la sensación de llevar días encerrada allí. El batir de las palas del helicóptero iba y venía. Los gritos de la calle se elevaban para descender después como los espectadores de un estadio haciendo la ola. Sophie aguzó el oído para ver si captaba algo que le diera algún indicio de lo que ocurría.

– No es la policía -murmuró finalmente-. Si lo fuera, ya habría entrado aquí.

– Primero tendrán que despejar la calle -señaló Nicholas.

Era cierto, se dijo Sophie con determinación. Esas cosas requerían su tiempo. ¿Cuánto medía una cuerda? ¿Cuántos policías se necesitaban para sofocar un amotinamiento? Nicholas volvió la cara hacia la pared que tenía enfrente, y solo el extraño parpadeo de sus ojos cuando miraba hacia la puerta delataba su preocupación. Franek parecía dormido.

Sophie no lograba entender la calma de Nicholas. ¿Tan acostumbrado estaba a la sumisión que lo aceptaba todo sin rechistar? ¿Acaso carecía de imaginación? ¿O la suya era demasiado activa? Sophie trataba por todos los medios de poner freno a las interminables hipótesis que una tras otra asaltaban su mente, pero era como intentar detener un caballo desbocado. No había nada que hacer en él opresivo silencio dominante en aquella habitación salvo repasar sus temores.

¿Por qué tardaban tanto en responder cuando había advertido a Jenny que temía ser víctima de una violación? ¿Acaso estaría ocurriendo algo más grave en alguna otra parte? ¿Y si la policía no podía pasar? ¿Qué sucedería? ¿Cuánto tiempo tendrían que permanecer en aquella situación? ¿Y si algunos hombres de los que había en la calle golpeaban la puerta identificándose como agentes de policía? ¿Sabrían Nicholas y Franek que no lo eran? ¿Y ella? ¿Debía gritar llegado el momento? ¿Debía guardar silencio? ¿Y si irrumpían en la habitación? ¿Qué intención tendría la gente de la calle? ¿La de asustar? ¿La de matar?

Sophie necesitaba hablar para mantener la cordura.

– ¿Tiene trabajo? -preguntó a Nicholas.

El hombre, a su pesar, volvió de nuevo la mirada hacia ella.

– Ya no.

– ¿A qué se dedicaba cuando tenía trabajo?

– A dar clases -respondió él con tono cansino.

– ¿Clases de qué?

– De música.

– ¿Y por qué lo dejó?

– Me echaron.

La última frase señalaba el fin de la conversación a menos que Sophie estuviera dispuesta a preguntarle por el motivo de su expulsión. Y no lo estaba. Era un territorio que prefería no explorar. Ignoraba si Fay sabía a ciencia cierta que vivía un pederasta en aquella calle, o si se trataba de un rumor que había llegado a descontrolarse, pero no podía por menos de suponer que existía alguna relación entre lo que Melanie le había contado y lo que ocurría en la calle.

Recordó el desasosiego de Nicholas cuando ella le preguntó si había conocido a Amy Biddulph en Portisfield y el comentario de Franek en referencia a las molestias que les había causado la policía cuando se presentaron en su casa «aporreando la puerta y haciendo preguntas sobre la niña desaparecida». El temor de que el cuerpo de la criatura pudiera hallarse en algún rincón de la casa se empeñaba en importunarla, pero Sophie lo obvió para evitar que el pánico se apoderara de ella. La policía la habría buscado por toda la casa, se dijo, y seguro que no habrían dejado a aquellos hombres sin vigilancia si hubieran tenido la más mínima sospecha de la implicación de uno de ellos o de ambos en la desaparición de la pequeña.

Pero ¿a cuál de los dos habían interrogado? La pregunta no resultaba tan fácil de obviar. Sophie deseaba que hubiera sido a Franek, pero la razón le decía que se trataba de Nicholas, y no quería «oírlo confirmar sus sospechas. Solo serviría para empeorar la situación -una vez desvelados los secretos, perderían la vergüenza-, y Sophie prefería seguir teniendo a Nicholas como aliado, por imperfecto que fuera, a obligarle a confesar que era tan malo como su padre.

Una vez más, el silencio se hizo omnipresente. Una vez más, Sophie se vio pendiente de los sonidos procedentes del exterior. La dirección había cambiado. Parte del alboroto parecía provenir de los jardines.

– ¡Ahora hay gente gritando en la parte de atrás! -exclamó con temor.

Nicholas también se había percatado de ello, porque lanzó una mirada nerviosa hacia la ventana.

– Usted dijo que no podrían dar la vuelta por atrás sin romper las vallas -le recriminó Sophie.

– Supongo que eso es lo que habrán hecho.

La insistencia del hombre en negarse a ver las consecuencias la enfurecía.

– Entonces ¿dónde está la policía? -preguntó Sophie entre dientes-. No deja de decir que están ahí fuera… pero ¿dónde? Si estuvieran ahí no habrían dejado entrar a la gente en tropel en los jardines. No es así como funciona la cosa. Hay que contener a las masas y crear vías de escape controladas. Cortar las carreteras, designar una serie de salidas seguras. He hecho cursillos de todo eso… como parte de mi formación en casos de emergencia en hospitales.

– ¿Y qué más da? -susurró Nicholas-. No podemos hacer otra cosa que esperar.

Sophie lo miró incrédula.

– ¿Eso es todo? ¿Qué quiere?, ¿que hundamos la cabeza en la arena y esperemos a que pase el problema?

Nicholas esbozó una leve sonrisa.

– Las cosas nunca son tan malas como uno piensa -murmuró.

– No -espetó Sophie, vencida por la tensión-. Suelen ser peores. ¿Sabe cómo es el dolor que siente un enfermo de cáncer? ¿Sabe lo valiente que tiene que ser una persona para sufrir el martirio de que los tumores le devoren los órganos? -Apuntó un dedo hacia él-. ¿Sabe cuántos de ellos quieren suicidarse? Todos. ¿Y sabe cuántos de ellos aguantan por sus familias? -De nuevo lo apuntó con el dedo, furiosa-. Todos. Así que nunca… nunca… nunca más vuelva a decirme que las cosas no son tan malas como uno piensa.

– Lo siento.

– Deje de disculparse -bramó ella-. ¡Haga algo!

Nicholas no había querido disculparse. Había hablado con un sentimiento de verdadera compasión. El miedo de Sophie era algo físico que necesitaba expresar constantemente, y nada de lo que pudiera decir él lograría disiparlo. Sophie nunca había vivido una situación de terror real, ignoraba que la tortura mental que suponía pensar en lo que se avecinaba fuera mil veces peor que el breve dolor de la realidad. Pero no era algo que Nicholas pudiera enseñarle. Tendría que aprenderlo por sí misma.

– Podríamos cerrar las ventanas con tablas por si empiezan a lanzar piedras otra vez -propuso él.

Sophie recorrió la estancia con la mirada.

– ¿Con qué? ¿Y cómo vamos a sujetar las tablas? Necesitamos clavos… un martillo. Es una idea de lo más absurda. -Hizo una pausa para ordenar sus ideas-. Tenemos que averiguar lo que ocurre -dijo desesperada-, y para eso lo mejor sería estar en una de las salas que dan a la calle. Así al menos podríamos ver si la policía está ahí fuera. El peligro de que rompan un cristal lo correremos estemos donde estemos.

Nicholas debía de estar de acuerdo con ella, porque sentó a su padre en el suelo con cuidado e hizo el amago de levantarse con un movimiento indeciso hacia el armario.

– Es una trampa -masculló Franek asiéndolo del brazo para retenerlo-. No escuches a ella. Confunde a ti con mentiras para poder escapar.

Franek tenía el rostro manchado de sangre por los cortes que Sophie le había hecho en la frente con el florero, pero los ojos no habían sufrido daño alguno, y el anciano volvió a clavar la mirada en la joven. Nicholas le habló en polaco con acritud. Franek le contestó y le apretó más el brazo hasta que se le marcaron los nudillos.

– Hacemos lo que yo digo. Vamos a esperar aquí, donde estamos seguros.

No hubo más discusión. La autoridad del anciano imponía demasiado. Nicholas se acomodó a su lado y se frotó el brazo con energía cuando Franek lo soltó.

– No pasará nada a nosotros -aseguró a Sophie-. Esto es Inglaterra. La policía vendrá.


Glebe Road. Urbanización Bassindale

Cuando Jimmy tenía catorce años, tía Zuzi le preguntó, tras la primera amonestación que él recibió de la policía por robar en las tiendas, quién era la persona más importante de su vida, y él contestó: «Yo». A lo que ella replicó con un comentario cortante. «Muy propio de ti admirar a un tonto», apuntilló.

Jimmy siempre la había decepcionado, por su mediocridad en el colegio, por preferir las chicas blancas a las negras, por sus líos con la policía, que hacían que fuera la vergüenza de la familia, por su negativa a ir a la iglesia… pero a tía Zuzi nunca se le ocurrió pensar que ella tenía parte de culpa en su comportamiento. Ella había ocupado el lugar de su difunta madre en casa de su padre y había ejercido un régimen de menosprecio desde el día en que llegó. Nada de lo que hacían sus tres sobrinos le parecía lo bastante bien. Los dos hermanos menores de Jimmy habían acabado volviéndose retraídos y dóciles en su empeño por ceñirse a la visión que tenía tía Zuzi de cómo debían ser los hombres: seres insignificantes, trabajadores y temerosos de Dios, que renunciaban a su autoridad para aceptar la de las mujeres que se ocupaban del hogar. Una mentalidad propia de negros. Y eso (renunciar) era precisamente lo que el padre de Jimmy había hecho. Aliviado por verse librado de la responsabilidad de su joven prole, pasaba obedientemente el sobre de la paga a su hermana todos los viernes y luego desaparecía el fin de semana entero con lo que lograba sisarle sin que ella se enterara. Cuando por fin volvía a casa, oliendo a mujeres y alcohol, ella lo fustigaba con dureza, lo que solo servía para que el hombre se reafirmara en su idea de que cuanto menos tiempo pasara con ella y sus hijos, mejor.

Era un círculo vicioso del que ninguno de ellos podía liberarse. Tía Zuzi estaba amargada por su soltería, de la que culpaba a los hombres, ya fuera directamente, porque ninguno se había mostrado interesado en casarse con ella, o indirectamente, porque su hermano y sus sobrinos le cortaban las alas. Al padre de Jimmy le molestaba su presencia en la casa pero entendía que era un mal necesario si quería que alguien cuidara de sus hijos. Aquella situación había conducido a la infelicidad a todo el mundo, en especial a Jimmy, que era lo bastante mayor para acordarse de su madre y cuya rebelión contra la actitud despreciativa y despiadada de su sustituta lo había llevado inevitablemente a la cárcel. Como había predicho, por supuesto, tía Zuzi.

Qué diferencia con la familia de Melanie, donde los niños recibían un amor incondicional y toda transgresión quedaba excusada con un «lo habrá hecho sin querer». Jimmy había discutido muchas veces con Melanie y Gaynor, sosteniendo que aquel amor irreflexivo era tan perjudicial como la falta de amor.

– Fijaos en Colin -solía decir-. Es tan malo como lo era yo a su edad, pero mientras que a mí me pegaban por ello y me decían que tía Zuzi no vendría al trullo a sacarme las castañas del fuego, vosotras siempre estáis a la que salta y no dudáis en reprender a los polis por arrestarlo. ¿Qué clase de mensaje le estáis transmitiendo…?, ¿que está bien que se meta en líos?

– Pero por mucho que te pegaran no dejaste de robar, ¿verdad, cariño? -argumentaba Melanie-. Solo consiguieron que te volvieras más malo. Así que ¿por qué quieres que mi madre pegue a nuestro Col? ¿No ves que es mejor dejar que se le pase de forma natural… sabiendo que su madre estará siempre ahí por él?

– Col es un rebelde -decía Gaynor-. No hay ninguna ley sobre eso. Algunos lo somos… otros no. Yo lo soy… Mel también… No nos gusta que nos digan cómo tenemos que vivir. Y si esa manera de pensar forma parte de tu naturaleza, tanto da que te quieran o que te odien. Seguirás siendo un rebelde. Lo que importa es que, si te quieren, siempre habrá un lugar donde seas bien recibido.

Jimmy seguía convencido de que existía un camino intermedio -una opción entre la ineficacia de la mano dura y la liberalidad del amor incondicional-, pero el estilo de vida de los Patterson le resultaba tentador. Llevaba cinco años sin ver ni hablar con su padre o con tía Zuzi, aunque mantenía un contacto esporádico con sus hermanos, pero no podía concebir un futuro sin Melanie y su clan familiar.

De ahí su preocupación por ellos en aquel momento. Jimmy bordeó la zona comercial, donde los saqueadores estaban desvalijando hasta el último rincón de las tiendas, y se abrió paso en dirección al cruce de Globe Road y Bassindale Row North. El olor a quemado era intenso y se oía un griterío lejano que parecía provenir de Humbert Street, pero Jimmy decidió desviarse hacia la entrada de Bassindale para ver lo cerca que estaba la policía de abrir una brecha en la barricada.

Según le había contado Eileen Hinkley, cuya amiga observaba la escena con prismáticos desde su casa, en la novena planta de Globe Tower -«está un poco chiflada… perdió a su marido hace un año… cree que todo el mundo que llama a su puerta quiere robarle… un poco como el viejo chocho del piso de arriba, al que le da por tirar los muebles cuando se le mete en la cabeza que le han entrado a robar»-, la batalla de Armaguedón, o algo parecido, se estaba librando en las calles de Acid Row a plena luz del día.

– La pobre cree firmemente que los pecadores tendrán que rendir cuentas el día del Juicio Final-le explicó Eileen-, pero eso solo sucederá tras la batalla entre el bien y el mal. -La anciana se dio unos golpecitos en la sien con una expresión traviesa-. Está como un cencerro, de eso no hay duda, y no entiende cómo va la cosa. Siempre me dice que ella va a salvarse porque se ha ganado un lugar entre los justos, y yo siempre le digo que vive en la inopia. Es a la naturaleza de la religión a lo que estamos condenados; deberíamos rendir culto a todos los dioses para asegurarnos un lugar en el cielo, pero ella no me cree.

Jimmy se echó a reír.

– Así que más vale ser ateo y pasárselo bien, ¿no?

– Esa es mi opinión -afirmó ella con tono alegre-. Estás condenado tanto si lo haces como si no… así que más vale aprovechar al máximo mientras se pueda.

– La veré después. -Jimmy se despidió haciéndole una seña con el dedo.

Con una preocupación repentina, Eileen le puso una garra artrítica en el brazo.

– Tenga cuidado, Jimmy. Mi amiga decía que ojalá fuera de noche.

– ¿Por que?

– Porque la policía está perdiendo la batalla… y eso no lo sabría si no lo viera. Al parecer, están apostados en la carretera principal, sin poder entrar a la urbanización. Los gamberros prenden fuego a todo lo que encuentran a su paso. Mi amiga está muerta de miedo… cree que nos van a matar a todos mientras dormimos… y eso que confía en su salvación.

– ¿Y usted tiene miedo? -le preguntó Jimmy.

– Aún no -respondió ella con sequedad-. Pero de momento solo cuento con su palabra sobre lo que ocurre… y ella siempre exagera.

En aquel caso no, pensó Jimmy consternado, mientras contemplaba la escena de devastación que tenía enfrente. Armaguedón no era una mala descripción. Solo faltaban los cuatro sombríos jinetes del Apocalipsis espoleando sus corceles entre la densa humareda para que la ficción se convirtiera en una horrible realidad.

Coches volcados a la entrada de Bassindale Row ardían con virulencia despidiendo al aire una negra cortina de humo graso y asfixiante procedente de los neumáticos de caucho en llamas y la espuma de látex de los asientos. El fuego lo había originado un cóctel molotov mal lanzado que no había alcanzado su objetivo -un vehículo de la policía- y, en su lugar, había rociado los bajos de un viejo Ford Cortina vuelto patas arriba, lo que provocó la explosión del depósito de gasolina, que perdía combustible. El viento procedente de los campos ondulantes situados más allá de la Urbanización que soplaba por el cañón de hormigón de Bassindale Row había alejado la densa humareda de los jóvenes de las barricadas hasta nublar la vista de los policías, y la idea de envolver a la bofia en un humo cegador no tardó en llevarse a la práctica.

Jimmy no fue el único en darse cuenta de que se trataba de una estrategia corta de miras. Los jóvenes de las barricadas se habían tapado la nariz y la boca con pañuelos atados al cuello, en previsión de que el viento cambiara de dirección y se volviera en su contra. De nada les sirvió aquella medida -el humo era demasiado denso y viscoso para que la tela pudiera filtrarlo- y la policía argüyó con posterioridad que las mascarillas se habían empleado como disfraz, no como protección.

Sobre el terreno, Jimmy solo previó que el arresto de todo aquel que estuviera en medio cuando la policía se abriera paso a través de la barricada sería inevitable. Un remolino de viento abrió un claro en la densa cortina de humo, lo que le permitió vislumbrar por un instante el arsenal de la policía y las apretadas filas de los agentes antidisturbios uniformados de negro en la retaguardia. ¡Joder!, pensó Jimmy, y retrocedió con disimulo para camuflarse en la sombra del umbral de una puerta. Parecía una escena sacada de La guerra de las galaxias.

Mientras volvía sobre sus pasos para alejarse de allí, un niño pequeño corrió en dirección a la barricada y, en medio del vocerío cada vez mayor, lanzó una bomba casera en llamas por el agujero abierto entre el humo. Las llamas describieron un arco titilante cual fuego fatuo antes de convertirse en una cortina de fuego a lo largo del asfalto que la policía tenía enfrente. Tuvo la décima parte de la belleza de unos fuegos artificiales, pero provocó mil veces más entusiasmo.

Era la guerra.


Exterior del nº 23 de Humbert Street

El cóctel molotov de Wesley Barber también había alcanzado su objetivo. Una cortina de llamas rugió ante la puerta de la casa del pervertido y se alimentó de su esmalte inflamándolo en tiras llameantes. Para Melanie, que solo había visto incendios en las películas, aquello era una catástrofe. Semejante fuego nunca podría llegar a contenerse. Una vez que prendiera en el número 23, se propagaría en pocos minutos hasta el 21a de la señora Howard y, de allí, al 21, donde se encontraban Rosie y Ben.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó echando a correr hacia allí-. ¡Haz algo, Col! ¡Haz algo!

Su hermano trató de retenerla, pero ella tenía mucha más fuerza, y Colin observó impotente cómo Melanie pisoteaba el anillo exterior de gasolina inflamada sobre el camino de entrada, en un vano intento de acercarse a la puerta y apagar el fuego. Si por lo menos hubiera llevado aún la chaqueta habría tenido con qué protegerse, o podría haberla utilizado como manta para sofocar las llamas. Pero en aquel momento solo llevaba una camiseta y unos pantalones cortos, y vestida así no pudo soportar el calor por mucho tiempo.

Con un alarido de desesperación, volvió la cara para protegerla del fuego y cayó de rodillas delante de la muchedumbre, sollozando histéricamente, con las manos entrelazadas frente a ella en un gesto suplicante.

Se hizo el silencio. A Wesley Barber, que estaba a punto de encender una segunda botella para lanzarla después, uno de sus amigos le arrebató el artefacto de la mano.

– Esa es la hermana de Col Patterson -gruñó-. ¿Es que también quieres quemarla a ella?

Wesley, corto de luces e inflado de drogas y adrenalina como estaba, bramó con furia en mitad del silencio:

– ¿A quién coño le importa? No es más que una zorra blanca.

Todo el mundo lo oyó. Incluso Melanie, por descontado. La joven se puso en pie con un movimiento vacilante y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. Imponía más autoridad de la que creía, no solo porque ella y su familia eran conocidas en toda la urbanización, sino también porque estaba embarazada. Como de costumbre, su atuendo, o la falta de él, dejaba ver más de lo que tapaba, y nadie podía malinterpretar la forma en que bajó la mano para protegerse el vientre hinchado y desnudo.

– Mi hijo es negro -espetó a Wesley-. ¿También quieres matar a los negros? -Melanie escudriñó a los presentes con una mirada feroz-. ¿Para eso habéis venido? ¿Para ver cómo una pandilla de retrasados inútiles como Wesley Barber mata a gente? ¿Cómo va a salir quien sea de ahí si esas casas empiezan a arder? En esta calle hay niños y ancianos. ¿Os sentiréis orgullosos cuando saquen a esas criaturas muertas en camilla? ¿Os hará sentir bien?

Fue un mensaje que no dejó indiferente a las mujeres. Ni a Colin. Con más valor del que creía tener, recorrió los diez metros que le separaban de su hermana para ponerse a su lado y cogerle la mano, tomando partido públicamente y alineándose así en contra de sus amigos. Se trataba de un símbolo conmovedor de todo cuanto había puesto en marcha aquella situación -el amor familiar y el deseo de proteger a los niños-, y las dos figuras menudas, con su aspecto de jovencitos desamparados y el rostro surcado de lágrimas, restablecieron en cierta medida la cordura.

Una mujer negra de mediana edad se abrió paso a empujones entre la multitud para unirse a ellos.

– Sigue así, cariño -dijo a Melanie-. Así se hace. -Acto seguido, alzó la voz-. ¡Vamos, hermanas! -gritó con un fuerte bramido gutural, mucho más imponente que la voz aguda de Melanie-. A ver si mostramos un poco de solidaridad. Esto no tiene nada que ver con la raza. -Clavó los ojos en Wesley-. Y tú será mejor que muevas tu culo negro y te largues a casa, muchacho, porque pienso contarle a tu madre lo que le has dicho a esta joven. La señora Barber es una buena mujer y te zurrará a base de bien.

Una antigua amiga del colegio de Melanie se apartó sigilosamente de su novio.

– Yo me apunto -anunció. Se soltó de la mano de su novio, que la agarraba con fuerza, y corrió al lado de Colin-. Os meterán a todos en la cárcel por asesinato si no lo dejáis estar -reprendió a la multitud-. Todo esto es una locura. Mi abuela vive a solo tres casas de aquí y ella no os ha hecho nada. No es culpa suya que haya unos pervertidos en esta calle, pero si los quemáis a ellos, la quemaréis a ella también.

Se sumaron otros al grupo, hasta que se formó una pequeña fila de valientes frente a la puerta en llamas. Aquella acción frustró el lanzamiento de más bombas, pero Wesley no fue el único que se relamió con entusiasmo cuando la madera de pino bajo el esmalte se prendió fuego y empezó a chisporrotear tras la hilera de personas.


Jimmy retrocedió por Bassindale Row pero no intentó abrirse paso por el embotellamiento que había al final de Humbert Street. En lugar de ello, lo sorteó y giró a la derecha por Bassett, que era la siguiente paralela. Aquella calle también se veía abarrotada de gente, en su mayoría mujeres que habían salido a la puerta de sus casas y no hacían más que reclamar con urgencia la presencia de la policía. ¿Dónde se habían metido? ¿Por qué no hacían nada? ¿Es que Acid Row no les importaba? Corrían rumores de la explosión de cócteles molotov. Al igual que historias de casas abandonadas a merced de las llamas ante la imposibilidad de que los coches de bomberos pudieran pasar a través de las barricadas.

Jimmy se abrió camino por mitad de la calle haciéndose el sueco cuando se dirigían a él directamente. Si tan preocupadas estaban, podrían tomar ejemplo de él y echar un vistazo por ellas mismas. Cuantos más fueran, mejor. Solo con que la mitad de aquellas mujeres se decidieran por la acción positiva en vez de retorcerse las manos y quejarse de la inactividad policial, los chicos de las barricadas se verían atrapados, con un ejército a sus espaldas y otro enfrente, y lo más probable es que huyeran con el rabo entre las piernas.

Forest Road South era un hormiguero cuando llegó. Atemorizada, la gente, en su mayoría adolescentes, avanzaba a empujones por la calzada para escapar de Humbert Street, mientras otros se apretujaban en las aceras para tratar de llegar a aquella otra calle. Se oían gritos de los jóvenes arremolinados en medio.

– Volved a casa, por amor de Dios…

– Es un desmadre…

– Pisotean a los niños…

Jimmy agarró a una muchacha del brazo.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó.

La chica, presa del miedo, le dio un manotazo.

– ¡Suéltame, cabrón!

– No quiero hacerte daño -protestó Jimmy-. Mi novia está allí. Melanie Patterson. Es la que ha organizado la marcha. ¿La conoces? ¿La has visto?

La joven tomó aire.

– Su madre está ayudando a la gente a salir de allí -explicó tartamudeando al tiempo que señalaba hacia un hueco abierto en la valla a unos cinco metros de distancia-. Está allí.

– ¿Y Melanie?

La chica trató de zafarse de él.

– No lo sé -gimió, y le dio otro manotazo con una expresión de pánico en la mirada-. No es asunto mío. Solo quiero ir a casa.

Jimmy la soltó de inmediato y se abrió paso a empujones en dirección a la valla derribada. Cada vez veía más claro que no había donde refugiarse en aquel manicomio. Reinaba la anarquía. Pero ¿qué querían?, se preguntó. ¿Destrozar la urbanización entera? ¿Destruir lo poco que tenían por unas horas de gloria? ¿Dejar que las señoras Hinkley de este mundo recogieran los platos rotos cuando se les pasara la rabieta? ¿Tenían idea siquiera de lo que querían?

Era una auténtica locura. Mientras una multitud de jóvenes empujaba desde la calle para entrar a la fuerza por la valla, otros tantos trataban desesperadamente de salir de allí, y Jimmy supuso que las advertencias cargadas de pavor de los que escapaban, lejos de disuadir, suscitaban una curiosidad morbosa. Jimmy se metió en mitad del tumulto a empellones, valiéndose de sus grandes dimensiones para abrirse paso, y miró más allá del agitado mar de cabezas que se extendía ante sus ojos para ver lo que pasaba. Era un verdadero caos de cuerpos peleándose por hacerse un hueco en el reducido espacio del primer jardín, unos empujando hacia un lado, otros empujando hacia el otro. Jimmy vio a una amiga del hermano de Melanie, Lisa, a unos diez metros de distancia, en un hueco abierto en la siguiente valla, enzarzada en una acalorada discusión con un grupo de jóvenes. Presa del llanto, Lisa trataba desesperadamente de servirse de su insignificante peso para impedirles el paso.

Mientras Jimmy observaba la escena, uno de los chicos se abalanzó sobre ella y la agarró de la camiseta para desplazarla de la entrada. Jimmy avanzó hacia allí, apartando a los jóvenes con su imponente silueta como si fueran confeti, sin perder de vista a la muchacha, que luchaba como una jabata para mantenerse en su sitio. Bien hecho, chica, pensó al ver que se apoyaba contra los postes a ambos lados del hueco y comenzaba a propinar patadas al chico en las espinillas con sus afilados piececillos.

Jimmy rodeó el cuello de su atacante con el brazo y le dio un golpe seco en la mano para que soltara la camiseta de Lisa.

– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó, sirviéndose de sus ciento quince kilos de peso para contener las embestidas de los cuerpos que tenía a su espalda.

– Ha dejado pasar a un montón de gente -dijo uno de los chicos con resentimiento-, ¿y con nosotros qué coño pasa, eh?

– No he podido pararlos -señaló Lisa entre sollozos histéricos, tirándose de la camiseta sobre su pecho plano-. Sois todos unos putos ignorantes. Os parece divertido.

Jimmy observó el caos imperante en los jardines que la muchacha tenía a su espalda.

– ¿Cuál es el plan?

Lisa respiró hondo para contener el llanto, consciente de la urgencia de explicarle la situación.

– Abrir una salida a Forest Road. Convencer a todo el mundo de que se marche a casa. Tenemos una puerta abierta en Humbert Street. La madre de Melanie está allí. Me ha dicho que nos aseguremos de que este lado quede abierto. Pero no hay manera porque la gente no deja de empujar para entrar por la valla.

– Está bien. -Jimmy apretó con más fuerza el brazo alrededor del cuello del chico y sacó la otra mano de repente para agarrar de la garganta a su amigo resentido-. Asentid con la cabeza si sabéis quién soy -ordenó.

Los chicos asintieron.

– Pues entonces no juguéis conmigo, que ya estoy bastante cabreado con lo que está pasando. Bien, este es el trato. Mi mujer y su familia están en Humbert Street y quiero que salgan de allí. Y vosotros y vuestros amigos vais a ayudarme. ¿Entendido?

Otro gesto afirmativo con la cabeza.

– Bien. -Jimmy los soltó a los dos-. ¿Cuántos sois? ¿Seis? ¿Siete?

– Siete.

Jimmy eligió a los más corpulentos cogiéndolos de los hombros para apostarlos delante de Lisa en el hueco.

– Vigiladlo -les ordenó-. Si alguien se cuela por este lado, vendré a por vosotros y os moleré a palos. -Jimmy mostró la dentadura con una sonrisa rapaz-. Capisce?

Más asentimientos con la cabeza.

– Lisa echará a la gente que tengáis detrás. Y vosotros tres… -dijo tocando la cabeza de los chicos restantes- los ayudaréis para que la gente pueda ir a Forest Road. Lo que significa que primero tendréis que despejar esta zona. Empezaré yo y luego seguís vosotros. ¿Vale?

– No nos harán caso -observó el chico al que había agarrado del cuello.

– Seguro que sí. Pásame ese trozo de valla. -Señaló con un gesto una tabla puntiaguda que se había astillado cuando habían derribado parte de la cerca para crear la salida-. Esto es Armaguedón, y por primera vez en vuestras miserables vidas estáis en el bando de los ángeles. -Acumuló saliva en la boca, asió la tabla con una mano rolliza y dio media vuelta, con los ojos desorbitados y echando espumarajos por la boca-. ¡aahhh! -bramó blandiendo la lanza sobre su cabeza como el rey africano Cetshwayo contra las tropas inglesas en Zulú-. ¡aahhh!

Fue una imagen para la leyenda. Un tipo negro y robusto fuera de sí haciendo huir a las masas. La retirada fue instantánea. A nadie le apetecía enfrentarse a un chiflado.

Jimmy seguía con los ojos desorbitados cuando se volvió hacia los jóvenes.

– Será mejor que sigáis aquí cuando haya rescatado a mi mujer -les advirtió-; si no, os haré picadillo.

Nadie rechistó. Solo un idiota habría discutido con un loco de remate.

Apretó el hombro de Lisa con un gesto reconfortante al pasar a su lado.

– Dame una voz si intentan huir. Estaré pendiente. -Lisa le sostuvo la mirada con una expresión de miedo en los ojos, y Jimmy le hizo un guiño alentador-. No te preocupes, preciosa. Todo saldrá bien.

Lisa lo creyó y sus palabras le dieron seguridad… pero quizá no se hubiera sentido del mismo modo si hubiera sabido las veces que se equivocaba Jimmy James.

No habría estado en la cárcel tan a menudo si alguna que otra vez hubiera tenido razón…