"La Ley De La Calle" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)Capítulo 4 Viernes, 27 de julio de 2001. 18. 10 h Nº 14 de Allenby Road. Urbanización Portisfield El sol lucía aún alto al oeste del horizonte a las seis de la tarde, y la calma se veía cada vez más mermada a medida que los comercios y las oficinas con aire acondicionado se vaciaban y la gente salía al calor sofocante de aquella tarde de julio. Trabajadores cansados, ansiosos por llegar a casa, hervían en el interior de coches y autobuses recalentados, y Laura Biddulph aminoró la marcha a su paso por Allenby Road mientras se preparaba para otro asalto con los hijos de Greg. No sabía qué le resultaba más deprimente, si una jornada de ocho horas en el Sainsbury de Portisfield o volver a casa con Miss Peggy y Jabba el Hutt. Laura se planteaba la posibilidad de decirles la verdad. «Vuestro padre es repulsivo… No penséis ni por un momento que quiero ser vuestra madrastra…» Por un breve y maravilloso instante se imaginó haciéndolo, hasta que recobró el sentido común y recordó las opciones que tenía. O la falta de opciones, más bien. Todas las relaciones se basaban en mentiras, pero los hombres desesperados eran más dados a creérselas. ¿Qué remedio les quedaba si no querían estar solos? Fuera, la luz del sol confería a las uniformes casas de protección oficial una espuria prestancia. Dentro, Miss Peggy y Jabba estaban encerrados en el salón con todas las cortinas corridas y el televisor sintonizado con el volumen alto en un canal de música. El hedor a grasa de salchicha asaltó las fosas nasales de Laura al traspasar el umbral de la puerta de entrada, y se preguntó cuántas visitas habrían hecho a la cocina en lo que iba de día. Si por ella fuera, los habría encerrado con llave en un armario a pan y agua hasta que hubieran perdido peso y aprendido modales, pero a Greg lo consumía el sentimiento de culpa por sus propios defectos, de modo que cada día estaban más gordos y maleducados. Laura se quitó la chaqueta de algodón, se cambió los zapatos planos de dependienta por un par de pantuflas que había debajo del perchero y mudó el semblante torvo por la sonrisa agradable y vacua que siempre veían en ella. Al menos si se mostraba afectuosa por pura formalidad, existía la posibilidad de que cambiaran. Abrió la puerta del salón, asomó la nariz al aire caliente y estancado, cargado de pedos de adolescente, y gritó por encima del ruido: «¿Os habéis hecho té o queréis que os lo prepare?». Era una pregunta estúpida, a la vista de los platos grasientos, embadurnados de ketchup, que había tirados en el suelo como de costumbre; pero daba lo mismo. No le responderían dijera lo que dijera. Jabba el Hutt, un muchacho de trece años con un eccema galopante allí donde la papada le rozaba el cuello, se apresuró a subir el volumen del televisor. Miss Peggy, de quince años y con unos pechos como dirigibles, se volvió de espaldas. Se trataba del ritual de todas las noches, que tenía como fin la exclusión de la futura madrastra delgaducha. Y funcionaba. Si no fuera porque su hija aceptaba la situación sin problema -«Cuando estamos solos se portan bien, mami»-, habría cortado por lo sano hacía ya mucho tiempo. Esperó a que Jabba articulara un «vete a la mierda» al aire, otra costumbre que formaba parte de la rutina diaria, antes de cerrar, con alivio, la puerta y dirigirse a la cocina. Tras ella, la televisión enmudeció de inmediato. – Ya estoy en casa, Amy -anunció al pasar por la escalera-. ¿Qué prefieres, cariño? ¿Barritas de pescado o salchichas? Era el amor lo que detestaban, pensó mientras prestaba atención para ver si oía las burlas en voz baja de «cariñito… cariñito… mamaíta… mamaíta…» procedentes del salón. Las expresiones de afecto los ponían celosos. Pero por una vez no hubo burlas y, con un atisbo de preocupación, miró escalera arriba esperando oír la ráfaga de pisotadas que retumbaban en los peldaños cuando su hija de diez años bajaba para lanzarse a los brazos de su madre. Cada vez que ocurría, Laura se convencía a sí misma de que obraba como debía. Sin embargo, las dudas acuciantes nunca dejaban de acosarla, y cuando no obtenía respuesta sabía que había estado engañándose a sí misma. Volvió a llamar a su hija, en voz más alta esta vez; acto seguido, subió la escalera de dos en dos y abrió de par en par la puerta del dormitorio de la niña. Segundos más tarde irrumpió en el salón. – ¿Dónde está Amy? -inquirió. – Ni idea -contestó Barry con despreocupación, y volvió a subir el volumen-. Fuera, supongo. – ¿Cómo que «fuera»? – Pues fuera… fuera… Que no está dentro. ¡Joder! ¿Eres tonta o qué? Laura le arrebató el mando a distancia de la mano y apagó la tele. – ¿Dónde está Amy? -preguntó a Kimberley con tono de exigencia. La chica se encogió de hombros. – ¿En casa de Patsy? -aventuró Kimberley con una entonación ascendente. – A ver, ¿está o no está allí? – ¿Cómo voy a saberlo? Ni que me llamara cada hora para mantenerme informada. -La expresión de pánico de la mujer la disuadió de seguir bromeando-. Pues claro que está. Barry se removió con incomodidad en el sofá y Laura se volvió hacia él. – ¿Qué? -inquirió. – Nada. -Barry se encogió de hombros-. No es culpa nuestra que no quiera quedarse con nosotros. – Si no fuera porque pago a Kimberley para que la cuide, no para que la mande con una amiga cada día. La muchacha la miró con malicia. – Ya, bueno, Amy no es el angelito que crees y, aparte de atarla, no puedo hacer mucho por retenerla aquí. Ya va siendo hora de que te enteres, joder. Ha ido a casa de Patsy desde que acabaron las clases, y la mayoría de las tardes vuelve solo unos minutos antes que tú. Es para descojonarse oír las chorradas que dices. -Kimberley pasó a imitar con tono afectado el habla más culta de Laura-. ¿Has sido buena chica, cariño? ¿Has practicado ballet? ¿Es de tu agrado el libro que estás leyendo? Cielo mío… tesoro… pichoncito de mamaíta. -Se señaló la boca abierta con dos dedos-. Joder, me dan ganas de vomitar. Debía de estar mal de cabeza para dejar a Amy con ellos… – Bueno, al menos ella tiene una madre -espetó Laura-. ¿Dónde está la tuya, Kimberley? – Eso no es asunto tuyo, maldita sea. La ira hizo que Laura se ensañara. – Pues claro que es asunto mío. Yo no estaría aquí si ella no os hubiera abandonado para tener críos con otro. -Los ojos le centelleaban-. No es que la culpe por marcharse. ¿Qué crees que se siente cuando te conocen como la madre de Miss Peggy y Jabba el Hutt? – ¡Zorra! Laura soltó una risita. – Lo mismo digo. Pero yo al menos soy una zorra delgada. ¿Qué me dices de ti? – Déjala en paz -exclamó Barry enfadado-. No puede evitar pesar lo que pesa. Es una falta de educación llamarla Miss Peggy. – ¡Una falta de educación! -repitió incrédula-. Dios mío, pero si ni siquiera sabes lo que significa eso. «Comida» es la única palabra que entiendes, Barry. Esa es la razón por la que tú y Kimberley pesáis tanto. -Laura recalcaba con sarcasmo las palabras-. Y claro que podríais evitarlo. Si emplearais algo de energía en poner un poco de orden de vez en cuando tendríais una excusa. -Laura señaló enfadada los platos sucios con el dedo-. Pero os pasáis el día poniéndoos morados y después os retiráis caminando como patos mareados del abrevadero, como si un criado fuera detrás de vosotros ordenándolo todo. ¿Quiénes os creéis que sois? Se había prometido a sí misma que no haría aquello. Las críticas eran corrosivas, minaban la autoestima y acababan con la confianza. En los escasos momentos de acuerdo entre ella y su esposo -recuerdos ya remotos-, Martin lo había definido como una enfermedad. La crueldad se lleva en la sangre, decía. Es como un virus herpes, que permanece latente durante un tiempo hasta que se dispara el gatillo. – Estamos mi casa. Puedo hacer lo que me dé la gana -replicó Barry con furia, mientras arañaba la moqueta con los pies tratando de hallar un asidero para levantarse del sofá. No quedaba claro qué intenciones tenía, pero resultaba gracioso observarlo. Y más gracioso aún cuando Laura posó una mano burlona en su frente y lo empujó hacia atrás. – Mírate -dijo Laura con cara de asco cuando Barry cayó contra los cojines-. Estás tan gordo que no puedes ni ponerte de pie. – Le has pegado -acusó Kimberley con tono triunfal-. Llamaré al teléfono del menor… Así aprenderás. – ¡Venga ya, no seas infantil! -replicó Laura con desdén volviéndose hacia ella-. No le he pegado, le he empujado, y si alguien te hubiera enseñado a hablar como es debido entenderías la diferencia. Y eso de que «así aprenderás» tiene tanto sentido como que Barry diga que esta es «su casa». Se produjo una ráfaga de aire perceptible cuando Kimberley se levantó de la silla y agarró a la mujer de la blusa. Laura tuvo la reacción instintiva de darle una buena bofetada e ingeniárselas para que la soltara, pero tras una fracción de segundo de odio recíproco reconocido por ambas tuvo la sensatez de salir corriendo. – ¡Zorra! ¡zorra! -bramó la joven hecha una furia mientras la perseguía por el pasillo en dirección a la cocina-. ¡Voy a matarte por esto! Laura dio un portazo y apoyó el hombro contra la puerta para que no pasara Kimberley, con el corazón a punto de salirle por la boca. ¿Acaso estaba mal de la cabeza? En cuestión de volumen la chica le daba mil vueltas, pero Laura empleó todas sus fuerzas para impedir que girara el picaporte, apostando a que Miss Peggy tendría los dedos resbaladizos de atiborrarse de patatas fritas. Aun así, fue una guerra de desgaste que no llegó a su fin hasta que los paneles inferiores de la puerta empezaron a agrietarse con la arremetida de las botas de Kimberley, y Barry gritó que su padre le sacaría las tripas si volvía a romperla. Laura fue relajando con cautela la mano apretada en torno al picaporte al notar que cedía la presión desde el otro lado. Apoyó la espalda contra la madera y respiró hondo unas cuantas veces para tranquilizarse. – Barry tiene razón -le advirtió-. Greg acaba de pintar la puerta de nuevo después de la última vez que os peleasteis y la emprendisteis a golpes con ella. – ¡Cierra el pico, zorra! -rugió la chica dando un último golpazo de abatimiento con el puño recio-. Si eres tan jodidamente perfecta, ¿por qué te llama tu hija «hija de puta»? Piénsalo la próxima vez que gimas de placer cuando mi padre saque su patética picha. Joder, hasta tu hija sabe que te lo tiras solo para tener un techo bajo el que dormir. Laura cerró los ojos recordando las carcajadas de Martin la primera vez que Amy utilizó aquella expresión. «Qué fina la boca de la niña», se había burlado Martin. – Un alquiler sale caro -murmuró Laura-. ¿Por qué sino iba a estar yo aquí? Kimberley debía de tener la oreja pegada a la puerta fina como el papel, ya que a través de ella se percibía cada matiz de su voz. – Le contaré a papá lo que has dicho. – Adelante. -Laura estiró el brazo hacia el teléfono de pared, pero al tener la espalda apoyada contra la puerta no podía llegar a tocarlo con los dedos. ¿Por qué no le habría dicho Amy que iba a casa de Patsy…? ¿La utilizaría de refugio?-. Pero no se enfadará conmigo, Kimberley; se enfadará contigo. Tu padre se quedó tan solo cuando tu madre se marchó que se habría llevado a la cama a una abuela desdentada si hubiera dado con una dispuesta a ello. ¿De parte de quién crees que se pondrá si me echas a la fuerza? – De mi parte y de la de Barry cuando le cuente que lo utilizas. – No seas imbécil -dijo Laura con tono cansino-. Es un hombre. No le importa un carajo por qué me acuesto con él mientras siga haciéndolo. – ¡Más quisieras tú! -se mofó la joven. – ¿Cuántas mujeres han pasado por aquí, Kimberley? – Un huevo -respondió Kimberley con tono triunfal-. Nos quedamos contigo solo porque te bajaste las bragas por él. – ¿Y cuántas volvieron por segunda vez? – Y a mí qué coño me importa. Lo único que sé es que tú sí volviste. – Solo porque estaba desesperada -explicó Laura despacio-. Si no lo hubiera estado, no habría tenido ni un solo motivo para venir aquí. -Oyó la respiración pesada de la chica-. ¿En serio crees que tu padre no lo sabe? Se produjo una pausa perceptible. – Ya, bueno, así no tenía que hacérselo con una puta -espetó la muchacha con resentimiento-. Ni siquiera nos ha preguntado nunca a Barry o a mí lo que nos parece. No puede… porque tú siempre estás en medio… hablando como una cotorra de tu trabajo… haciendo que Amy farde con sus bailes estúpidos. – En la cocina puede… en el salón, nunca. Ya me habéis dejado claro que no soy bien recibida ahí. – ¡Pues sí, así es! -Se oyó algo parecido a un sollozo ahogado al otro lado de la puerta-. Supongo que le habrás dicho a papá que él tampoco es bien recibido. – No ha hecho falta. Eso lo habéis conseguido vosotros dos solitos. – ¿Cómo? – Pues no bajando nunca el volumen de la tele… no saludándolo nunca cuando llega a casa… no comiendo con nosotros… no levantándoos de la cama hasta que ya se ha ido a trabajar. -Laura hizo una pausa-. La vida no es una calle de un solo sentido, ¿sabes? – ¿Qué se supone que quiere decir eso? – Averigúalo por ti misma. -Laura flexionó los dedos para desentumecer los músculos-. Te daré una pista. ¿Por qué se negó tu madre a llevarse con ella a alguno de los dos? Kimberley explotó de nuevo. – ¡Te odio! -gruñó-. Ojalá te fueras a la mierda y nos dejaras en paz. A papá no le gustaría, pero los demás nos pondríamos la hostia de contentos. Era la verdad, pensó Laura suspirando para sus adentros, y si Amy no hubiera fingido que estaba bien se habrían marchado antes. «No te preocupes, mami… te digo que todo va bien cuando tú y Greg no estáis en casa…» Laura la había creído porque eso le hacía la vida más fácil, pero ahora se maldecía por su estupidez. – ¿Por qué va Amy a casa de Patsy? -preguntó. – Porque quiere. – Eso no es una respuesta, Kimberley. Lo que Amy quiere no tiene por qué ser necesariamente bueno para ella. – Es su vida -declaró la chica con tono rebelde-. Puede hacer lo que quiera. – Tiene diez años y todavía se chupa el pulgar por las noches. Ni siquiera es capaz de elegir entre barritas de pescado o salchichas para cenar, así que ¿cómo va a saber tomar decisiones sobre su vida? – Eso no significa que tenga que hacer lo que tú digas… Ella no pidió venir a este mundo… No eres su dueña, joder. – ¿Cuándo he dicho yo que lo sea? – Pues te comportas como si lo fueras… siempre dándole órdenes… diciéndole que no puede salir. – Que no puede salir sola -corrigió Laura-. Yo no he dicho nunca que no pueda salir contigo o con Barry siempre y cuando no os separéis. -Laura apretó los puños con ira-. Bien lo sabe Dios, te he explicado varias veces que es para evitar accidentes. Amy lleva aquí menos de dos meses y aún le cuesta recordar la dirección y el teléfono. ¿Cómo va a encontrar el camino de vuelta si se pierde? – No puede perderse yendo a casa de Patsy -señaló Kimberley con tono mordaz-. ¡Solo vive a cinco puertas de aquí! – Ni siquiera debería estar allí. – Es una llorica -farfulló Kimberley malhumorada-. Saca de quicio a cualquiera al cabo de un rato. Me parece que le pasa algo. Siempre está metida en el lavabo quejándose de que le duele el estómago. Laura abrió la puerta de un empujón y obligó a la chica a retroceder. – Quiero que me devuelvas el dinero, Kimberley, porque solo faltaría que te pagara por algo que no has hecho. -Se miró el reloj-. Tienes cinco minutos para traer a Amy a casa, y otros cinco para juntar las cincuenta libras que me has sacado durante dos semanas por un servicio de canguro inexistente. Algo en la mirada de la mujer persuadió a Kimberley de dar otro paso atrás, hacia su hermano, que miraba desde la entrada del salón. – Me las he gastado. – Pues vamos al cajero más cercano y las sacas de tus ahorros. – ¿Ah, sí? ¿Y si me niego? Laura se encogió de hombros con un gesto de indiferencia. – Pues cargaremos la baca y esperaremos a que tu padre llegue a casa. Los procesos mentales de Kimberley eran lentos, en especial cuando no se daba asociación alguna de ideas. – ¿Qué vaca? -preguntó como una tonta. – Cuál va a ser, la del coche -espetó Laura con sorna-. La que se escribe con «b», no con «v», esa que carga la gente con sus bártulos cuando se muda de un sitio a otro. – Ah, vale, esa baca. -De repente le brillaron los ojos-. ¿Eso significa que os marcháis? – En cuanto tenga mi dinero. Kimberley chascó los dedos para llamar la atención de su hermano. – ¿Dónde están esas cincuenta libras que te dio papá para comprar comida? -preguntó con tono perentorio-. Sé que aún las tienes, así que sácalas. Barry miró nervioso hacia donde estaba Laura. – No. La chica intentó pegarle con furia. – ¿Quieres acabar con el brazo partido, gilipollas? Barry fue hasta el pasillo, donde se preparó para defenderse con los puños en alto. – No quiero que se vaya… al menos hasta que vuelva papá. No creo que sea culpa mía, así que no soy yo quien debería cargármela. Papá se puso hecho una fiera cuando mamá se marchó… y tú encima echaste más leña al fuego diciendo que te alegrabas de que se hubiera ido. Eres tan imbécil que seguro que harás lo mismo… y no se lo reprocharía a papá si la emprendiera a golpes contigo… si no fuera porque también la emprenderá conmigo, y eso no es justo. -Para un chico normalmente taciturno, las palabras le salían a borbotones-. Te dije que cuidaras bien de Amy, pero tú nunca escuchas porque eres una gandula y una tirana. Haz esto… haz lo otro… lámeme el puto culo, Amy… pero como se lo cuentes a tu madre te daré una paliza. La cría te tiene miedo. Sí, vale, es un poco coñazo, pero viendo el escándalo que montas no me extraña que llore tanto. Tu problema es que no le gustas a nadie. Deberías intentar ser más amable… así tendrías amigos y verías las cosas de otra manera. – ¡Cierra el pico, saco de mierda! Barry avanzó lentamente a lo largo del pasillo. – Me voy a buscar a Amy -dijo, y abrió la puerta de entrada de par en par-. Y espero ver a papá en la calle porque pienso decirle que es culpa tuya. – ¡Hijo de puta! ¡Capullo! -gritó Kimberley tras él dando una fuerte patada a la pared-. ¡Cobardica de mierda! Volvió la cara enrojecida y llena de furia hacia Laura, con los hombros encorvados como los de un boxeador. Pero tenía lágrimas en los ojos, como si supiera que acababa de perder a la única persona que le había sido leal. ›Mensaje de la policía a todas las comisarias ›27/07/07 ›18. 53 ›ACCIÓN INMEDIATA ›Persona desaparecida ›Laura Biddulp/Rogerson, del nº 14 de Allenby road, Portisfield, denuncia la desaparción de su hija de 10 años. ›Nombre de la niña: Amy Rogerson (responde a Biddulph) ›Altura: 1,45 m aprox. ›Peso: 27 kg aprox. › Descripción: delgada, cabello largo castaño, viste camiseta zul y mallas negras. ›Un vecino la vio por última vez saliendo del nº 14 de Allenby Road a las 10. 00 ›Puede haberse dirigido a casa de su padre, en Sandbanks Road, Bournemouth. ›Nombre del padre: Martin Rogerson ›Comunicar a todas las unidades/personal de patrulla. ›Se espera recibir más información… ›Mensaje de la policía a todas las comisarias ›27/07/07 ›21. 00 ›ÚLTIMA HORA: Persona desaparecida: Amy/Biddulph ›Puede haberse dirigido a The Larches, Hayes Avenue, Southampton ›Residió en dicha dirección con la madre durante seis meses hasta abril ›Propietario/ocupante: Edward Townsend, temporalmente ausente por vacaciones ›Comunicar a todas las unidades/personal de patrulla. ›Se espera recibir más información… |
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