"La Ley De La Calle" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)SÁBADO, 28 DE JULIO DE 2001 Capítulo 6 Sábado, 28 de julio de 2001. Glebe Road. Urbanización Bassindale Melanie Patterson compartía un cigarrillo con su madre en un banco junto a la entrada del economato de Glebe Road. Era el ritual de todos los sábados por la mañana, durante el cual aprovechaban para ponerse al día antes de hacer la compra juntas. Era como en los viejos tiempos, cuando aún vivían juntas. Gaynor se tumbaba en el sofá, con Melanie acurrucada a su lado, y se dedicaban a arreglar el mundo mientras bebían una cerveza y fumaban un cigarrillo a medias. Siempre habían estado muy unidas y no entendían por qué los de servicios sociales las agobiaban tanto con lo de su familia, cada vez más numerosa. Gaynor era una version mayor de su hija, no tan alta, pero con la misma melena rubia y exuberante y los mismos ojos azules y brillantes. Su quinto hijo había nacido seis meses después que la sobrina del crío, Rosie, pero a ningún miembro de los Patterson le resultaba particularmente extraño. No había lógica en ninguna de las generaciones de la familia. La bisabuela de Melanie, madre de diez hijos, no nació hasta cinco años después de la muerte de su hermano mayor en la Primera Guerra Mundial; sin embargo, tenía su fotografía junto a la cama y hablaba como si se estuviera más unida a él que a cualquiera de los hermanos que le quedaban vivos. Y quizá así fuera, porque los hombres de la familia tenían fama por su espíritu guerrero («Llevan sangre irlandesa en las venas -decía siempre la bisabuela, estableciendo un vínculo indirecto con algún antepasado lejano que había atravesado el mar hasta Liverpool en el siglo xix-. Antes los verías luchando que en casa metidos en la cama…») y las mujeres de la familia por sacar a sus amantes del aburrimiento («… nuestro Señor no nos habría dotado de útero si no hubiera querido que lo llenáramos»). Era una opinión que compartían Melanie y su madre. Las mandonas de las asesoras sanitarias podían decir misa sobre la anticoncepción, pero la maternidad respondía a una necesidad básica para ambas. Como había ocurrido en el largo linaje femenino que las precedía. Entre las mujeres Patterson nunca se había tenido la impresión de que el sentimiento de realización personal se basara en conseguir un empleo fijo y ganar dinero. El papel de la mujer consistía en tener hijos, sobre todo cuando otra persona estaba dispuesta a pagar por ellos. De hecho, el logro más perfecto de Gaynor era ese, su hija mayor, a la que profesaba un amor que se veía correspondido en igual medida. Los hombres entraban y salían de sus vidas, pero la fidelidad entre ellas se mantenía inquebrantable. Estaban de acuerdo en todo. Amores, odios, creencias, prejuicios, amigos y enemigos. Al enterarse por Melanie el sábado anterior de que habían alojado a unos pederastas al lado de la casa de sus nietos, Gaynor reaccionó con un enfado previsible. – Qué rabia da -exclamó Gaynor-. Los de servicios sociales no tienen ningún derecho a plantarte a unos psicópatas en la calle y esperar que vigiles a tus hijos las veinticuatro horas del día. Eso significa que los pervertidos son más importantes que tú, Rosie y Ben juntos… y eso no está bien, cariño. A los hombres así deberían encerrarlos de por vida… así de sencillo. -Dio una calada al cigarrillo y se lo pasó a su hija-. No quiero que ni tú ni los niños corráis peligro -añadió Gaynor con repentina decisión-. Tendréis que veniros a casa. Tú y los crios podéis ocupar la habitación de Colin, y él puede irse a la de Bry y el pequeño Johnnie. Melanie negó con la cabeza. – A Jimmy lo soltarán en un par de días. Él cuidará de nosotros. De todos modos, son los pervertidos esos los que deberían irse, no nosotros… eso fue lo que le dije a la imbécil de vivienda; le solté que los de servicios sociales tenían una jeta que se la pisaban, que primero nos sermoneaban sobre -Melanie pintó unas comillas en el aire- «la crianza de los hijos» y luego nos plantaban a unos putos pederastas en la calle sin decírselo a nadie. Y la tía va y me dice que si no dejo de decir palabrotas me cuelga el teléfono. – ¡No se atrevería! – Pues la muy capulla al final me colgó. Le dije que si pensaba que decir palabrotas era peor que asesinar a criaturas es que no estaba bien de la chota. Y que seguro que a ella no le haría gracia que el ayuntamiento mandara a vivir a unos pervertidos al lado de su casa. Entonces salió con las típicas chorradas de siempre… que ella no sabía de qué hablaba yo… que eso no era responsabilidad suya… que la persona con la que debía hablar era mi asistenta social. Yo tenía un cabreo de la hostia y le solté que si ella no movía un puto dedo para sacarlos de aquí seríamos nosotros, los habitantes de la calle, los que lo haríamos por ella. Vaya, que no tienen a nuestros hijos en muy alta estima si les parece bien que unos viejos verdes les puedan joder cuando les salga de los huevos… y ahí es cuando me colgó… Siete días más tarde, exacerbado por las noticias de la radio y la televisión que informaban sobre la desaparición de una niña en Portisfield, el sentimiento generalizado contra los pederastas había llegado al paroxismo. Por gentileza de un cartero que había mostrado a una vecina una carta reexpedida, se sabía que la dirección anterior de los hombres había sido Callum Road, Portisfield, así que el mismo viernes por la noche la vecina en cuestión telefoneó a la anterior ocupante del número 23, Mary Fallon, para averiguar qué sabía ella. Mary no hablaba de otra cosa. Portisfield estaba plagada de policías que iban de puerta en puerta enseñando la fotografía de la cría y preguntando a todo el mundo si la habían visto o sabían adónde solía ir las dos últimas semanas. Hablaban de un «amigo» del que la familia no sabía nada, pero hasta un tarado comprendía que lo del «amigo» era un eufemismo para referirse a un pederasta al acecho. Hacía cerca de un mes habían desalojado a dos hombres de Portisfield después de que reconocieran a uno a partir de una fotografía, y Mary no era la única persona que había dicho a la policía que les siguiera la pista. La niña llevaba viviendo pared con pared con ellos Dios sabe cuánto tiempo y seguro que, tal como son los pederastas -siempre a la caza de niños solitarios y vulnerables-, se habían fijado en ella. No tenía sentido suponer que la cría se hubiera escondido en su propio vecindario, cuando había más posibilidades de que la hubieran recogido y llevado a otro sitio cada día. Mary se quedó sin habla durante cinco segundos cuando su amiga le contó que los pederastas de Portisfield estaban viviendo en su antigua casa. No podía creerlo. ¡Su casa! ¡Ocupada por unos malditos pederastas! ¿Qué clase de idiota había decidido trasladarlos a aquella calle? Allí había más niños que adultos. Era como poner a un yonqui a cargo de una farmacia. ¿Y cómo se habían dado cuenta? ¿Acaso los hombres habían tratado de embaucar a algún crío? ¿Tenían coche? ¿Salían de la casa todos los días? ¿Había visto alguien a una niña delgada de pelo oscuro por allí? Las respuestas eran en su mayoría negativas, pero siempre cabía la duda. La llegada de los hombres se había producido tan en secreto que resultaba lógico pensar que pudieran entrar y salir cuando quisieran. El más joven iba a comprar de vez en cuando; caminaba deprisa y no cruzaba nunca la mirada con nadie, pero quién sabía adónde iba cuando torcía la esquina de Bassindale Row o si tenía un coche aparcado a escondidas fuera de la urbanización. Al de mayor edad, de tez pálida y pelo negro, lo habían visto alguna que otra vez a través de la ventana, plantado en plena penumbra y mirando a los transeúntes con el ceño fruncido, pero a saber adónde iba de noche cuando la gente decente dormía. Y en cuanto a la niña… bueno, no la habrían llevado a la casa de día, ¿verdad que no? A comienzos de la semana los vecinos habían planeado reunirse en Humbert Street aquel sábado por la tarde para obligar a la policía a sacar de allí a los pervertidos, aunque existía un sentimiento de irritación considerable por el hecho de que en Portisfield no habían tenido que hacer algo tan drástico… o enérgico, por así decirlo. Aquel hecho ponía de relieve la diferencia en el modo en que se percibían las dos urbanizaciones: una moderna y de movilidad social ascendente; la otra, un gueto degradado para la clase marginada. La clase ascendente se quejaba. La clase marginada se manifestaba. Naturalmente, nadie en Bassindale se molestó en informar del plan a la policía. La idea era pillar a la pasma desprevenida para que no tuvieran más remedio que sacar de allí a los pederastas, sin darles la oportunidad de prohibir la manifestación y arrestar a nadie que intentara seguir adelante. En cualquier caso, había tantos chicos de Acid Row realizando trabajos comunitarios de fin de semana que, si la bofia se olía el menor problema, se perdería a la mitad de los soldados de a pie porque los arrestarían para tenerlos controlados hasta que se calmaran las cosas. Se trataba de una protesta de cifras. Cuantos más fueran, más fuerza tendría el mensaje… y menos probable era que no les hicieran caso. Con cierta justificación, Gaynor y Melanie se enorgullecían de ser las cabecillas de la manifestación. Ellas eran quienes habían advertido a la comunidad de la presencia de los pervertidos. Suya era la determinación que había originado un compromiso mutuo por parte de sus vecinos. Suyo era el esfuerzo que había traducido las ideas en acción. Además, tenían una motivación totalmente desinteresada. A su modo de ver, el ayuntamiento estaba poniendo en peligro a sus hijos con la introducción de pederastas en la urbanización. Era un caso clarísimo. Si se obligaba a las autoridades a expulsar a los pervertidos, los niños estarían seguros. Lo que les faltaba era imaginación, pues en ningún momento se les ocurrió que otros se apropiarían de su liderazgo en secreto o que la manifestación de protesta podría desembocar en una guerra. Desde luego no a plena luz del día en uno de los días más calurosos del año. Pero, como la policía podría haberles dicho, los disturbios solo se producen cuando el calor exalta los ánimos. Aquel sábado, en el banco situado a la puerta del economato, Melanie ponía al corriente a su madre sobre dónde y cuándo iban a concentrarse los manifestantes aquella tarde. – Serán más que nada mujeres y niños -explicó Melanie-, pero creo que seremos unas cien personas, y eso ya es suficiente para dar que pensar a la pasma. Jimmy también irá y, siempre que tú y yo lleguemos las primeras para mantener un poco el orden, todo debería ir bien. -Melanie veía que Gaynor la escuchaba solo a medias-. Esto es importante, mamá -agregó con severidad-. Si tú y yo no estamos fuera del colegio a tiempo para organizar la historia, se irá al carajo. Ya sabes cómo son por aquí. Se pirarán al pub si no hay nadie que les diga lo que deben hacer. – Ya, ya. Allí estaré, cariño -susurró Gaynor-. Lo que pasa es que estoy preocupada por nuestro Colin. Ese Wesley Barber ha vuelto a aparecer y Col sabe que no lo soporto. – Jimmy también lo odia… lo llama retrasado… dice que les da mala fama a los negros porque anda todo el día colocado de meta. Tienes que imponerte, mamá. Jimmy cree que también toma tripis, y como Col se meta en ese rollo va a acabar bien jodido. – ¡Ay, Dios! -Gaynor se pasó una mano preocupada por el pelo-. ¿Y qué debo hacer, cariño? Ayer estuvo por ahí hasta las tres de la noche con ese granujilla de Kevin Charteris. Algo se traen entre manos y no sé qué es. – Lo que hacen todos los viernes por la noche -señaló Melanie-. Ir de discotecas y ponerse pedo. Kev no es tan malo como Wesley. Gaynor meneó la cabeza. – Col vino totalmente sobrio. Estaba tan enfadada que lo esperé levantada; sabe que si lo pillan otra vez robando lo arrestarán, pero no me dijo dónde había estado… solo abrió la boca para decirme que era una zorra tocahuevos. Melanie pensó en su hermano de catorce años. – A lo mejor estaba echando un polvo -aventuró con una risita-. Eso no es algo que un tío le contaría a su madre. Pero Gaynor no se rió ante aquel comentario. – Me parece que roba coches o algo así -dijo con tristeza-. Olía a gasolina, así que seguro que había estado en un coche. Le eché una buena bronca… me dijo que un día de estos se mataría… o lo matarían… y luego se encerró en su cuarto de un portazo y me dijo que me metiera en mis putos asuntos. – Quizá debería hablar con él. – ¿Lo harás, cariño? Sabes que a ti te escucha. Dile solo que no quiero que lo maten… Preferiría verlo en chirona que estampado contra una farola. Así al menos tendrá la posibilidad de hacerse mayor y convertirse en alguien de provecho. – Mañana hablaré con él -prometió Melanie-, en cuanto echemos a los pervertidos. Pinder Street. Urbanización Bassindale La agente de policía Hanson no pudo dejar de ver la pintada al torcer hacia Pinder Street. La habían hecho en un muro liso al final de la hilera de casas adosadas de color amarillo y rosa fluorescente -«Muerte a la pasma»-, y debajo había un dibujo que representaba unos pies de cerdo descuartizados y atravesados por una esvástica nazi. No estaba allí el día anterior y la agente Hanson se obligó a mirarla con indiferencia. No podía ir dirigida a ella en particular. Se detuvo en la puerta del número 121 y salió del coche para intentar de nuevo interrogar al joven de quince años Wesley Barber acerca de un robo con tirón ocurrido en el centro. El modus operandi encajaba a la perfección -el objetivo era una mujer mayor que salía por la puerta lateral de la oficina de correos con el monedero, lleno con el dinero de la pensión, en la mano-, pero la descripción de la testigo, «un chico negro grandote de mirada penetrante», no lograría convencer al magistrado de que Wesley, con su cara angelical, era el culpable. Wesley era un muchacho con problemas de aprendizaje -un psicópata juvenil que tomaba meta y tripis, según el director de su colegio, quien hacía la vista gorda ante su falta de asistencia a clase para que no apareciera por el centro-, pero tenía cara de santo; Todo el mundo había perdido las esperanzas de que se enmendara, incluida su madre, que se pasaba la mayor parte del tiempo de rodillas en la iglesia, rezando para que ocurriera un milagro. Además, el chico nunca estaba en casa cuando la policía llamaba a su puerta, así que existían pocas probabilidades de que el interrogatorio llegara a realizarse. Hanson oyó unos gritos procedentes del final de la calle y al levantar la mirada vio a una pandilla de muchachos doblar la esquina luchando entre sí y profiriendo insultos. Se apresuró a bajar la vista, ante el temor de suscitar un enfrentamiento, pero los chicos se batieron en retirada a toda prisa al ver el coche patrulla. Aun así, uno de ellos gritó lo bastante alto para que Hanson lo oyera: – Es una zorra sola, me cago en la hostia. Podemos con ella. Hanson apoyó una mano en la portezuela del coche para tranquilizarse y se quedó mirando con determinación a la pandilla como si estuviera sopesando las posibilidades. Tenía pánico a Acid Row y siempre se lo había tenido. Lo comparaba con el miedo a los perros. Por mucho que uno siguiera todas las pautas de conducta aconsejables, si el miedo era el único sentimiento que uno experimentaba, ese era el que percibían los animales. Había tratado de explicárselo una vez a su jefe, y él la puso de vuelta y media. «Vas a pasarte más tiempo en ese lugar que en ningún otro sitio -le dijo-. Es la naturaleza de este trabajo. Así que, si no eres capaz de aguantarlo, será mejor que lo dejes ahora, porque te arrancaré el pellejo como vuelvas a referirte a esas personas como “animales”.» Ella no había pretendido decir eso. Utilizó el miedo a los perros como una analogía, pero él no la entendió o no quiso entenderla. Necesitaba ayuda, y la única ayuda que le brindó su jefe fue obligarla a enfrentarse a su fobia cada día. En tres meses había pasado tanto tiempo sola en Acid Row que su miedo se había intensificado hasta tornarse en paranoia. Creía que la seguían y la vigilaban todo el tiempo mientras patrullaba la zona. Creía que los jóvenes se juntaban en grupos con la intención concreta de cogerla desprevenida y sin protección. Y también creía, como el típico paranoico, que su jefe andaba detrás de la conspiración para destruirla. Siempre la mandaba patrullar sola… – Ahí está otra vez esa poli -anunció la madre de Wesley mirando a través de los visillos-. ¿Vas a hablar con ella esta vez? Sabía que el chico había hecho algo malo. Nunca fallaba. A pesar de todas sus plegarias, en el fondo sabía que su hijo no tenía salvación. El pastor le había contado que tomaba drogas, pero ella no lo creyó. Era el mismísimo diablo quien se había apoderado de Wesley, igual que había hecho con su padre. – Ni de coña. Esa intenta endosarme un atraco. La señora Barber miró fijamente a su hijo. – ¿Lo hiciste tú? – Pues claro que no -contestó él con tono quejumbroso. – Serás embustero -repuso ella dándole un buen coscorrón con una mano rolliza-. ¿Cuántas veces te he advertido? La próxima vez que le robes el dinero a una anciana te perseguiré yo misma por las calles. – ¡Vale ya! -gritó Wesley-. No fui yo, mamá. ¿Por qué nunca me crees? – Porque eres hijo de tu padre -contestó ella furiosa. Se volvió hacia la ventana y vio lo blancos que se le ponían los nudillos a la agente Hanson de tanto aferrarse a la puerta del coche-. Parece asustada -murmuró-. ¿Andáis tramando algo tú y tus amigos? ¿Qué eran todos esos gritos? – No tiene nada que ver conmigo -mintió Wesley mientras caminaba de puntillas hacia el pasillo preguntándose qué diría su madre si supiera que había estado llenando botellas con gasolina-. Dile a esa poli que no sabes dónde estoy. -Wesley salió corriendo por la puerta trasera-. Hasta luego, mamá. Pero la señora Barber estaba más pendiente del rostro lívido de la joven agente de policía. Presa de la congoja, se preguntaba qué habría hecho esta vez Wesley para que aquella mujer tuviera tanto miedo de hablar con él. ›Mensaje de la policía a todas las comisarías ›28/07/01 ›12. 32 ›Urbanización Bassindale ›Milosz Zelowski, nº 23 de Humbert Street, comunica que unos jóvenes le molestan en la calle desde que ha sido interrogado esta mañana con relación al asunto de la niña desaparecida ›Coche patrulla 031 responde a la llamada ›28/07/01 ›12. 35 ›Urbanización Bassindale ›La señora J. MacDonald, nº 84 de Forest Row South, comunica haber visto a Amy Biddulph en Bassindale Row a las 22. 00 de ayer ›lnforma de 25 intentos de contactar con la policía ›Las líneas telefónicas de la policía siempre estaban ocupadas ›28/07/01 ›12. 46 ›Urbanización Bassindale ›Coche patrulla 031 desviado para interrogar a la señora J. MacDonald en relación con Amy Biddulph |
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