"¡Increíble Kamo!" - читать интересную книгу автора (Pennac Daniel)8 King GeorgeMo sé como tuve aquella idea. Fue de pronto. Por intuición. Una tarde esperé a Baynac, nuestro profesor de historia, a la salida de una clase y le pregunté: – ¿Sabe usted si el explorador James Cook es un tipo de nuestra época? Era un profe que nunca se reía cuando nos equivocábamos. Corregía. – No. De finales del XVIII. Murió hacia 1780. Lo mataron los indígenas de las islas Sandwich. Debió cambiarme la cara porque, medio inquieto, medio en broma, me preguntó: – ¿Qué pasa? ¿Tanto te apena la muerte del capitán Cook? ¿Era pariente tuyo? Pero yo ya no le oía: veía pasar ante mis ojos la frase de Catherine Earnshaw: Sería ¡Una loca! ¡Que se imaginaba que vivía a finales del siglo XVIII! ¡Kamo estaba carteándose con una pobre loca que llevaba dos siglos de retraso! Nada de metro, nada de teléfono… ¡Ahora me lo explicaba! Y el «aquí», la «casa» que nunca describía, era un manicomio, seguro. ¡Un espantoso caserón en el que otros chalados tiraban niños vivitos y coleando por los huecos de las escaleras! (A no ser que también se hubiera inventado aquello la pobre desgraciada. Lo mismo que ese amigo «tí», que sólo vivía en su imaginación…) – ¡Kamo, quisiera releer la primerisima carta de Catherine Earnshaw! – Sabes que puedes llamarla Cathy… – Vale. La primera carta de Cathy. ¿Puedes prestármela? Hubo que suplicarle. Me la prestó sólo por un día. – ¿Por que te empeñas en que tiene letra de loca? -me preguntó el doctor Grappe devolviéndome la carta. Era el médico del colegio. Le quería mucho porque nunca me decía que yo era el más bajo de la clase. Decía solamente que no era el más alto. – Además, ¿crees que los locos tienen una letra especial? – Pero esas tachaduras, ese papel arrancado… – La emoción, supongo. Sus ojos me observaban pensativos por encima de sus bigotes rojizos. – ¿Te encuentras bien? ¿Duermes como Dios manda? Si estás cansado, no dudes en venir a verme. – Es una letra muy bonita -me dijo Moune-. La de mi bisabuela se le parecía un poco. – ¡Haaala! ¡Pasión! ¡Pasión! -dijo Pope-. ¡Esto es lo que yo llamo una letra apasionada! Acabé por ir a ver al señor Pouy. nuestro profesor de dibujo. Era nuestro preferido. Tenía el pelo desmelenado como un plumero después de la limpieza, montones de chismes en los bolsillos, y en las clases de dibujo nos hablaba sobre todo de cine. Cada uno de nosotros le confiaba sus problemas con el mayor secreto, pensando que era el único que lo hacía. Sus respuestas siempre daban en la diana. Clavaba lo que había que decir. Primero miró largamente el sobre. – ¡Qué interesante, oye! ¡Muy interesante! ¿De dónde has sacado esto? – Es de Kamo. Luego, leyó la carta moviendo lentamente la cabeza de arriba abajo y murmurando cada tres segundos: – Es Justo lo que me imaginaba… Por último, me la devolvió y declaró: – Está en inglés. Me quedé de piedra pómez. ¿En inglés? ¡No me diga! Pero añadió: – inglés del siglo XVIII. Una carta antigua escrita con pluma de ganso. Una pluma mal afilada que ha desgarrado el papel. Cuando recuperé la respiración, balbucí: – ¿Quiere usted decir que esta carta data del siglo XVIII? – Parece ser. Además, mira. Dio la vuelta al sobre y me enseñó el trozo de lacre que se había quedado pegado a la pestaña. Tenía dos iniciales entrelazadas: C y E. – La grafía de estas letras es de un diseño habitual en el siglo XVIII. Y hay una cosa más. Caía la tarde. Fuera empezaba a llover. Estábamos los dos solos en la sala de dibujo. Encendió las grandes lámparas que colgaban del techo, se encaramó a una mesa y, estirando el brazo, acercó la carta a la bombilla. – Ven, mira. Subí junto a él y me puse de puntillas. Su dedo me indicaba una marca circular que aparecía por transparencia en el papel del sobre. Se leía claramente «KÍNG GEORGE DI», unos restos ilegibles de letras o de números romanos y el principio de una fecha: 177… (o 179…). – Puede que sea un tampón de correos, no lo sé. En todo caso, creo recordar que George 111 vivió a caballo entre el XVIII y el XIX; ya lo comprobarás. La lluvia ahora redoblaba en los cristales. Hubo un relámpago. – Hala, a la ducha -rezongó el señor Pouy apagando la luz. Sacó de sus bolsillos dos sombreros informes (sí, dos; así eran los bolsillos de Pouy…) y me plantó uno en la cabeza. Todavía me oigo preguntándole, mientras él cerraba con llave la puerta de la clase: – Pero… la persona que ha escrito esta carta… ¿está muerta? Su ataque de risa resonó en los pasillos del colegio, ahora desiertos. – ¡Si está viva todavía, pídele que me dé la receta! |
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