"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)8La estaban quemando en una hoguera. Ya sentía las llamas. Debían de haberla atado al poste, aunque no lo recordaba. Sí recordaba que habían encendido el fuego. Se había caído del caballo blanco, y el asesino la recogió y volvió a montarla. – Debemos volver al lugar -le había dicho. El hombre se inclinó sobre ella, y Kivrin vio su cruel rostro bajo la fluctuante luz del fuego. – El señor Dunworthy abrirá la red en cuanto se dé cuenta de que algo está fallando -le había advertido. No tendría que haberlo hecho. Él había pensado que era una bruja y la había llevado a aquel lugar para que la quemaran. – No soy una bruja -dijo, y de inmediato una mano surgió de ninguna parte y se posó sobre su frente. – Shh -dijo una voz. – No soy una bruja -insistió ella, intentando hablar despacio para que la comprendieran. El asesino no la había entendido. Había intentado decirle que no debían marcharse de aquel lugar, pero él no le hizo caso. La colocó sobre su caballo blanco y la sacó del claro, atravesando el macizo de abedules de tronco blanco, hacia la parte más profunda del bosque. Ella había intentado prestar atención a la dirección en la que iban para así poder encontrar el camino de vuelta, pero la oscilante antorcha del hombre sólo iluminaba unos cuantos centímetros de terreno a sus pies, y la luz la deslumbraba. Cerró los ojos, y eso fue un error, porque el molesto paso del caballo la mareó y se cayó al suelo. – No soy una bruja -repitió-. Soy historiadora. – – – – Señor Dunworthy, ¡he caído entre asesinos! -exclamó Kivrin, extendiendo los brazos hacia él. Pero a través del humo no pudo verlo. – Shh -dijo la mujer. Kivrin intuyó que era más tarde, que aunque pareciera imposible había dormido. ¿Cuánto se tarda en arder?, se preguntó. El fuego era tan caliente que ella ya debería ser cenizas, pero cuando levantó la mano parecía intacta, aunque pequeñas llamas rojas fluctuaban en los bordes de sus dedos. La luz de las llamas le hería los ojos. Los cerró. Espero no volver a caerme del caballo, pensó. Se había estado agarrando al cuello del animal con los dos brazos, aunque su paso inestable hacía que la cabeza le doliera aún más, y no se soltó, pero se cayó, a pesar de que el señor Dunworthy había insistido en que aprendiera a cabalgar, se había encargado de que tomara lecciones en un picadero cerca de Woodstock. El señor Dunworthy le había advertido que todo aquello sucedería. Le había predicho que acabarían quemándola en la hoguera. La mujer le acercó una copa a los labios. Debe de ser vinagre en una esponja, pensó Kivrin; se lo daban a los mártires. Pero no lo era. Se trataba de un líquido cálido y amargo. La mujer tuvo que inclinar la cabeza de Kivrin hacia delante para que bebiera, y ella comprendió por primera vez que estaba tendida. Tendré que decirle al señor Dunworthy que quemaban a la gente acostada, pensó. Intentó llevarse las manos a los labios en la posición de rezo para activar el grabador, pero el peso de las llamas se lo impidió. Estoy enferma, pensó Kivrin, y comprendió que el líquido cálido era una poción medicinal de algún tipo, y que le había bajado un poco la fiebre. No estaba tendida en el suelo, después de todo, sino en una cama en una habitación oscura; y la mujer que le había mandado callar y le había dado el líquido estaba junto a ella. Oía su respiración. Kivrin intentó mover la cabeza para verla, pero el esfuerzo hizo que volviera a dolerle. La mujer debía de estar dormida. Su respiración era regular y ruidosa, casi como si roncara. A Kivrin le dolía la cabeza al escucharla. Debo de estar en la aldea, pensó. El hombre pelirrojo me habrá traído aquí. Se había caído del caballo y el asesino la había ayudado a montar de nuevo, pero cuando ella lo miró a la cara no le pareció un asesino. Era joven, con el cabello rojo y expresión amable, y se inclinó sobre ella cuando estaba sentada contra la rueda de la carreta, apoyándose sobre una rodilla a su lado, y preguntó: – ¿Quién sois? Ella le había comprendido perfectamente. – Había comprendido al pelirrojo perfectamente. – ¿Quién sois? -le había preguntado, y ella pensó que el otro hombre debía de ser un esclavo que había traído de las Cruzadas, un esclavo que hablaba turco o árabe, y por eso no entendía sus palabras. – Soy historiadora -respondió, pero cuando miró su amable rostro no era él. Era el asesino. Buscó desesperadamente al hombre pelirrojo, pero no lo encontró. El asesino recogió trozos de madera y los colocó sobre algunas piedras para encender una hoguera. – ¡Señor Dunworthy! -llamó Kivrin, desesperada, y el asesino se acercó y se arrodilló ante ella. La luz de su antorcha aleteó sobre su cara. – No temáis -dijo-. Regresará pronto. – ¡Señor Dunworthy! -gritó ella, y el pelirrojo volvió y se arrodilló de nuevo a su lado-. No tendría que haberme marchado del lugar -le dijo, observando su rostro para que no se convirtiera en el asesino-. Algo debe de haber fallado con el ajuste. Tengo que volver allí. Él se desabrochó la capa, se la pasó por encima de los hombros, y la colocó sobre ella, y Kivrin supo que la comprendía. – Tengo que ir a casa -le dijo mientras se inclinaba sobre ella. El hombre tenía una linterna que iluminaba su amable rostro y aleteaba como llamas sobre su cabello rojo. – – – Estoy enferma, por eso no les entiendo -le dijo Kivrin a la mujer, pero esta vez nadie surgió de la oscuridad para apaciguarla. Tal vez se habían cansado de verla arder y se habían marchado. Desde luego, estaba tardando un buen rato, aunque el fuego parecía más caliente ahora. El hombre pelirrojo la había colocado sobre el caballo blanco y se internó en el bosque, y ella supuso que la estaba llevando de regreso al lugar. El caballo tenía silla, y campanillas que sonaban mientras cabalgaba, tocando una canción. Era Cabalgaron largo rato, y ella pensó que seguramente ya estarían cerca del lugar del lanzamiento. – ¿A qué distancia está? -le preguntó al pelirrojo-. El señor Dunworthy estará muy preocupado. Pero él no le contestó. Salió del bosque y descendió una colina. La luna estaba alta en el cielo, brillando pálida sobre las ramas de un bosquecillo de estrechos árboles sin hojas, y sobre la iglesia al pie de la colina. – Éste no es el lugar -señaló ella, y trató de tirar de las riendas del caballo para que volvieran por donde habían venido, pero no se atrevió a retirar los brazos del cuello del hombre pelirrojo por miedo a caer. Y entonces se encontraron ante una puerta, y ésta se abrió, y se abrió de nuevo, y había fuego y luz y el sonido de campanas, y ella supo que, después de todo, la habían llevado de vuelta al lugar del lanzamiento. – – ¿Dónde me habéis traído? -preguntó Kivrin. La mujer se inclinó un poco hacia delante, como si no la oyera bien, y Kivrin supuso que debía de haber hablado en inglés. Su intérprete no funcionaba. Se suponía que tenía que pensar las palabras en inglés moderno y expresarlas en inglés medieval. Tal vez por eso no los comprendía, porque su intérprete no funcionaba. Intentó pensar la forma de decirlo en inglés medieval. – La construcción era equivocada. Debería preguntar «¿Qué lugar es éste?», pero no podía recordar cómo se decía «lugar» en inglés medieval. No podía pensar. La mujer seguía apilando mantas, y cuantas más pieles le caían encima, más frío sentía Kivrin, como si de algún modo la mujer estuviera apagando el fuego. No comprenderían lo que quería decir si preguntaba: «¿Qué lugar es éste?» Estaba en una aldea. El hombre pelirrojo la había llevado a una aldea. Habían cabalgado ante una iglesia, hasta una casa grande. Debía preguntar: «¿Cuál es el nombre de esta aldea?» La palabra para «lugar» era – El señor Dunworthy le había advertido que tal vez no podría confiar en el intérprete, que debía dar clases de inglés medieval, francés normando y alemán para contrarrestar discrepancias en pronunciación. Le había hecho memorizar páginas y más páginas de Chaucer. « Él la había llevado a una aldea y llamó a una puerta. Un hombre corpulento acudió, llevando un hacha. Para cortar la leña de la hoguera, por supuesto. Un hombre corpulento y luego una mujer, y los dos pronunciaron palabras que Kivrin no logró comprender, y la puerta se cerró, y se quedaron fuera en la oscuridad. – ¡Señor Dunworthy! ¡Doctora Ahrens! -había gritado ella, y el pecho le dolió-. No debe dejar que cierren el lugar de recogida -le dijo al hombre pelirrojo, pero él se había convertido de nuevo en un asesino, un ladrón. – No -dijo él-. Sólo está herida -y entonces la puerta se abrió de nuevo, y él la llevó a que la quemaran. Tenía muchísimo calor. – La vela fluctuó cerca de la mejilla. Su cabello estaba ardiendo. Llamas rojas y anaranjadas ardían en los bordes de su pelo, alcanzando rizos sueltos y convirtiéndolos en cenizas. – Shh -dijo la mujer, y trató de capturar las manos de Kivrin, pero Kivrin se debatió contra ella hasta que consiguió librarse. Se llevó las manos al cabello, intentando apagar las llamas. Sus manos prendieron. – Shh -dijo la mujer, y le sujetó las manos. No era la mujer. Las manos eran demasiado fuertes. Kivrin agitó la cabeza de un lado a otro, tratando de huir de las llamas, pero también le sujetaban la cabeza. El cabello le ardió en una nube de fuego. Cuando despertó, la habitación estaba llena de humo. El fuego debía de haberse apagado mientras dormía. Eso le había sucedido a uno de los mártires cuando lo quemaron en la hoguera. Sus amigos habían apilado leña verde para que muriera por el humo antes de que el fuego le alcanzara, pero eso casi apagó la hoguera, y estuvo ardiendo durante horas. La mujer se inclinó sobre ella. Había tanto humo que Kivrin no pudo ver si era joven o vieja. El hombre pelirrojo debía de haber apagado el fuego. La había cubierto con su capa y luego se acercó al fuego y lo apagó, pisoteándolo con las botas, y el humo se alzó y la cegó. La mujer le echó agua encima, y las gotas hirvieron sobre su piel. – – Soy Isabel de Beauvrier -dijo Kivrin-. Mi hermano está enfermo en Evesham -no recordaba ninguna de las palabras. Una cara se acercó a la suya. – – ¡Márchate! ¿Qué quieres? – Latín, pensó ella, agradecida. Debe haber un sacerdote aquí. Intentó levantar la cabeza para ver al sacerdote más allá del asesino, pero no pudo. Había demasiado humo en la habitación. Sé hablar latín, pensó. El señor Dunworthy me obligó a aprenderlo. – ¡No deberían dejar que estuviera aquí! -dijo en latín-. ¡Es un asesino! Le dolía la garganta, y parecía carecer de aliento para dar fuerza a sus palabras, pero por la manera en que el asesino se apartó sorprendido, comprendió que la habían oído. – No temáis -dijo el sacerdote, y ella le entendió perfectamente-. Volvéis a estar en casa. – ¿Al lugar de recogida? -preguntó Kivrin-. ¿Me lleváis allí? – – Ayudadme -dijo en latín-. Debo regresar al lugar del que vine. – … – ¿Mi nombre? – ¿Podéis decirme vuestro nombre? -preguntó él en latín. Se suponía que tenía que decirle que era Isabel de Beauvrier, hija de Gilbert de Beauvrier, del East Riding, pero le dolía tanto la garganta que le pareció que no sería capaz. – Tengo que volver -murmuró-. No sabrán adónde he ido. – Está recitando el Era su turno. Intentó unir las manos en una plegaria y no pudo, pero el sacerdote la ayudó, y cuando fue incapaz de recordar las palabras, las recitó con ella. – Perdonadme, padre, pues he pecado. Confieso ante Dios Todopoderoso, y ante vos, Padre, que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión, por mi culpa. – Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa; pero eso no estaba bien, no era lo que se suponía que tenía que decir. – ¿Cómo habéis pecado? -dijo el sacerdote. – ¿Pecado? – Sí -respondió él amablemente, inclinándose tanto que prácticamente le susurró al oído-. Para que podáis confesar vuestros pecados y obtener el perdón de Dios, y entrar en el reino eterno. Todo lo que quería hacer era ir a la Edad Media, pensó ella. Trabajé muchísimo, estudiando los idiomas, las costumbres y todo lo que el señor Dunworthy me aconsejó. Yo sólo quería ser historiadora. Deglutió, una sensación como de llamas. – No he pecado. El sacerdote se retiró entonces, y Kivrin pensó que se había enfadado porque ella no quería confesar sus pecados. – Tendría que haber escuchado al señor Dunworthy -dijo ella-. No tendría que haberme alejado del lugar. – Le tocó los ojos, las orejas, la nariz, de forma tan suave que ella no notó su mano, solamente el fresco contacto del aceite. Esto no forma parte del sacramento de la penitencia, pensó Kivrin. Es el ritual de la extremaunción. Está diciendo los últimos sacramentos. – No… – No temáis. Que el Señor perdone las ofensas que hayáis podido cometer -dijo él, y apagó el fuego que quemaba las plantas de sus pies. – ¿Por qué me administran los últimos sacramentos? -preguntó Kivrin, y entonces recordó que la estaban quemando en la hoguera. Voy a morir aquí, pensó, y el señor Dunworthy nunca sabrá lo que me ha sucedido-. Me llamo Kivrin. Dígale al señor Dunworthy… – Que contempléis a vuestro Redentor cara a cara -prosiguió el sacerdote, sólo que era el asesino quien hablaba-. Y que al encontraros ante Él vuestra mirada sea bendita con la verdad hecha manifiesta. – Me estoy muriendo, ¿verdad? -le preguntó al sacerdote. – No hay nada que temer -la tranquilizó él, y le cogió la mano. – No me deje -suplicó ella, y le agarró la mano con fuerza. – No lo haré -prometió él, pero con todo aquel humo Kivrin no lo veía bien-. Que Dios Todopoderoso tenga piedad de vos, perdone vuestros pecados y os lleve a la vida eterna. – Por favor, venga a rescatarme, señor Dunworthy -gimió ella, y las llamas rugieron entre ambos. (Pausa) |
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