"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)

7

– Lo sabía -dijo la señora Gaddson, recorriendo el pasillo hacia ellos-. Ha contraído alguna horrible enfermedad, ¿verdad? Ahora lo comprendo todo.

Mary avanzó un paso.

– No puede entrar aquí -dijo-. Es una zona aislada.

La señora Gaddson continuó su marcha. El impermeable transparente que llevaba por encima del abrigo salpicaba goterones de agua mientras caminaba hacia ellos, blandiendo la maleta como si fuera un arma.

– No puede echarme por las buenas. Soy su madre. Exijo verlo.

Mary levantó la mano como un policía.

– ¡Alto! -exclamó con su mejor voz autoritaria.

Sorprendentemente, la señora Gaddson se detuvo.

– Una madre tiene derecho a ver a su hijo -protestó. Su expresión se suavizó-. ¿Está muy enfermo?

– Si se refiere a su hijo William, no está enfermo en absoluto, al menos que yo sepa -contestó Mary. Volvió a levantar la mano-. Por favor, no se acerque más. ¿Por qué piensa que William está enfermo?

– Lo supe en el momento en que me enteré de la cuarentena. Un agudo dolor me atravesó cuando el jefe de estación dijo «cuarentena temporal» -soltó la maleta para poder indicar el emplazamiento del agudo dolor-. Es porque no se tomó sus vitaminas. Le pedí al colegio que se asegurara de dárselas -dirigió a Dunworthy una mirada que rivalizaba con las de Gilchrist-, y ellos me contestaron que podía cuidar de sí mismo. Bien, es evidente que se equivocaban.

– William no es el motivo de la cuarentena. Uno de los técnicos de la Universidad sufre una infección viral -explicó Mary.

Dunworthy advirtió, agradecido, que no había dicho «técnico de Balliol».

– El técnico es el único caso, y no hay ninguna indicación de que vaya a haber más. La cuarentena es una medida puramente preventiva, se lo aseguro.

La señora Gaddson no parecía convencida.

– Mi Willy siempre ha sido enfermizo, y no sabe cuidar de sí mismo. Estudia demasiado en esa habitación llena de corrientes de aire -se lamentó, con otra sombría mirada a Dunworthy-. Me sorprende que no haya sufrido antes una infección viral.

Mary bajó la mano y se la metió en el bolsillo donde llevaba el blíper. Espero que esté pidiendo ayuda, pensó Dunworthy.

– Al final de un trimestre en Balliol, la salud de Willy estaba completamente arruinada, y entonces su tutor le obligó a quedarse en Navidad y estudiar a Petrarca -gimoteó la señora Gaddson-. Por eso he venido. La idea de que pase solo la Navidad en este horrible lugar, comiendo Dios sabe qué y haciendo todo tipo de cosas para poner en peligro su salud, fue algo que el corazón de esta madre no pudo soportar.

Señaló el lugar que el dolor había atravesado cuando oyó las palabras «cuarentena temporal».

– Y desde luego, es providencial que viniera cuando lo hice. Providencial. Estuve a punto de perder el tren, porque la maleta me pesaba demasiado, y casi pensé, ah, bueno, ya vendrá otro, pero quería venir con mi Willy, así que grité para que sujetaran las puertas, y apenas me había bajado en Cornmarket cuando el jefe de estación dijo: «Cuarentena temporal. El servicio de trenes queda temporalmente suspendido.» Si hubiera perdido ese tren y cogido el siguiente, la cuarentena me habría detenido. Da miedo pensarlo.

Sí, daba miedo.

– Estoy seguro de que William se sorprenderá al verla -dijo Dunworthy, esperando que se fuera a buscarlo.

– Sí -respondió ella, sombría-. Posiblemente estará por ahí sin la bufanda puesta. Pillará esta infección viral, lo sé. Lo pilla todo. De pequeño le salían unos sarpullidos horribles. Seguro que acaba pillando esta enfermedad. Al menos su madre está aquí para cuidar de él.

La puerta se abrió y entraron corriendo dos personas que llevaban mascarillas, batas, guantes y una especie de bolsa que les cubría los zapatos. Redujeron el paso cuando vieron que no había nadie desplomado en el suelo.

– Necesito que se acordone esta zona y que coloquen un cartel de aislamiento -dijo Mary. Se volvió hacia la señora Gaddson-. Me temo que existe una posibilidad de que haya quedado usted expuesta al virus. Todavía no tenemos un modo positivo de transmisión, y no podemos descartar la posibilidad de que esté en el aire -dijo, y por un horrible momento Dunworthy pensó que pretendía poner a la señora Gaddson en la sala de espera con ellos-. ¿Quieren escoltar a la señora Gaddson a un cubículo de aislamiento? -preguntó a uno de los recién llegados-. Necesitaremos hacerle análisis de sangre y una lista de sus contactos. Señor Dunworthy, si quiere acompañarme -dijo; lo condujo al interior de la sala de espera y cerró la puerta antes de que la señora Gaddson pudiera protestar.

– Podrán retenerla un rato y dar al pobre Willy unas cuantas horas de libertad.

– Esa mujer podría crearle sarpullidos a cualquiera -observó él.

Todos, excepto la auxiliar, se habían vuelto al verlos entrar. Latimer estaba sentado pacientemente junto a la bandeja, con la manga subida. Montoya hablaba todavía por teléfono.

– El tren de Colin regresó -informó Mary-. Ya está a salvo en casa.

– Oh, bien -contestó Montoya, y soltó el teléfono. Gilchrist saltó para cogerlo.

– Señor Latimer, siento haberle hecho esperar -le dijo Mary. Abrió un par de guantes impermeables, se los calzó, y empezó a preparar una hipodérmica.

– Aquí Gilchrist. Quiero hablar con el tutor sénior. Sí, intento contactar con el señor Basingame. Sí, esperaré.

El tutor sénior no tiene ni idea de dónde está, pensó Dunworthy, ni tampoco la secretaria. Ya había hablado con ellos cuando intentaba detener el lanzamiento. La secretaria ni siquiera sabía que estaba en Escocia.

– Me alegro de que encontraran al chico -dijo Montoya, mirando su digital-. ¿Cuánto tiempo cree que nos retendrán aquí? Tengo que volver a mi excavación antes de que se convierta en un lodazal. Ahora estamos excavando el patio de la iglesia de Skendgate. La mayoría de las tumbas son del siglo XV, pero tenemos algunas de la Peste Negra y unas cuantas anteriores a Guillermo el Conquistador. La semana pasada encontramos la tumba de un caballero. Me pregunto si Kivrin estará allí.

Dunworthy asumió que Montoya se refería a la aldea y no a una de las tumbas.

– Eso espero.

– Le pedí que empezara a grabar sus observaciones de Skendgate inmediatamente, de la aldea y la iglesia. Sobre todo de la tumba. La inscripción está borrada en parte, como algunos de los grabados. La fecha es legible, 1318.

– Es una emergencia -dijo Gilchrist. Puso mala cara mientras se producía una larga pausa-. Ya sé que está pescando en Escocia. Quiero saber dónde.

Mary puso un parche en el brazo de Latimer y se volvió hacia Gilchrist. Él negó con la cabeza. Entonces ella se dirigió a la auxiliar y la despertó. La auxiliar la siguió hasta la bandeja, parpadeando soñolienta.

– Hay muchas cosas que sólo podemos saber por observación directa -prosiguió Montoya-. Le dije a Kivrin que grabara cada detalle. Espero que haya espacio en el grabador. ¡Es tan pequeño! -volvió a consultar su reloj-. Por supuesto, tenía que serlo. ¿Tuvo oportunidad de verlo antes de que se lo implantaran? Es tan pequeño que parece un espolón óseo.

– ¿Espolón óseo? -se extrañó Dunworthy, mientras veía cómo la sangre de la auxiliar llenaba el vial.

– Es para que no pueda causar un anacronismo aunque lo descubran. Encaja contra la superficie palmar del hueso escafoides -frotó el hueso de la muñeca sobre el pulgar.

Mary se volvió hacia Dunworthy y la auxiliar se levantó, bajándose la manga. Dunworthy ocupó su lugar en la silla. Mary despegó la parte trasera de un monitor, lo pegó al interior de la muñeca de Dunworthy, y le tendió un temp para que lo tragara.

– Que el administrador me llame a este número en cuanto regrese -dijo Gilchrist, y colgó.

Montoya cogió el teléfono y marcó un número.

– Hola. ¿Podría decirme el perímetro de la cuarentena? Necesito saber si Witney está dentro. Mi excavación está allí -al parecer, le contestaron que no-. ¿Entonces con quién puedo hablar para que cambie el perímetro? Se trata de una emergencia.

Están tan preocupados por sus supuestas «emergencias», pensó Dunworthy, que a nadie le ha dado por preocuparse por Kivrin. Bien, ¿de qué había que preocuparse? Habían disimulado el grabador para que pareciera un espolón óseo y no causara un anacronismo cuando los contemporáneos decidieran cortarle las manos antes de quemarla en la hoguera.

Mary le tomó la tensión y luego le pinchó con la aguja.

– Si el teléfono vuelve a quedar disponible alguna vez -dijo, dándole un golpecito al apósito y volviéndose hacia Gilchrist, que se encontraba de pie junto a Montoya, con aspecto impaciente-, podrías llamar a William Gaddson y advertirle de que ha venido su madre.

– Sí -dijo Montoya-. El número del Fondo Nacional -colgó, y apuntó un número en uno de los folletos.

El teléfono sonó. Gilchrist, que se dirigía a Mary, se abalanzó hacia el aparato, agarrándolo antes de que Montoya pudiera cogerlo.

– No -dijo, y lo tendió a Dunworthy de mala gana.

Era Finch. Estaba en el despacho del administrador.

– ¿Tiene los archivos médicos de Badri?

– Sí, señor. La policía está aquí, señor. Están buscando sitio para meter a todos los retenidos que no viven en Oxford.

– Y quieren que los alojemos en Balliol -adivinó Dunworthy.

– Sí, señor. ¿A cuántos podemos aceptar?

Mary se había levantado, con el vial con la sangre de Gilchrist en una mano, y le hacía señas.

– Espere un momento, por favor -dijo Dunworthy, y cubrió el micrófono.

– ¿Os han pedido que alojéis a los retenidos? -preguntó Mary.

– Sí.

– No te comprometas a ocupar todas vuestras habitaciones. Puede que necesitemos espacio para los enfermos.

Dunworthy retiró la mano.

– Dígales que podemos alojarlos en Fisher y en las habitaciones que quedan en Savin. Si no ha asignado todavía habitaciones a las campaneras, dóblelas. Dígale a la policía que el hospital ha solicitado Bulkeley-Johnson como pabellón de emergencia. ¿Ha encontrado los archivos médicos de Badri?

– Sí, señor. Fue una odisea encontrarlos. El administrador los había archivado como Badri coma Chaudhuri, y las americanas…

– ¿Ha encontrado el número de la Seguridad Social?

– Sí, señor.

– Va a ponerse la doctora Ahrens -dijo antes de que Finch se embarcara a contar historias sobre las campaneras. Hizo un gesto a Mary-. Puede darle la información directamente.

Mary colocó un apósito sobre el brazo de Gilchrist y un monitor temp en el dorso de su mano.

– Llamé a Ely, señor -decía Finch-. Les informé de la cancelación del concierto de campanas y fueron bastante amables, pero las americanas todavía están muy molestas.

Mary terminó de introducir las lecturas de Latimer, se quitó los guantes y se acercó para recoger el teléfono.

– ¿Finch? Soy la doctora Ahrens. Dícteme el número de la Seguridad Social de Badri.

Dunworthy le tendió su lista de Secundarios y un lápiz, y ella lo apuntó y luego preguntó los registros de vacunas de Badri e hizo una serie de anotaciones que Dunworthy no supo descifrar.

– ¿Alguna reacción o alergia? -hubo una pausa -Muy bien, no. Puedo conseguir el resto del ordenador. Volveré a llamarle si necesito más información -le tendió el teléfono a Dunworthy-. Quiere hablar contigo otra vez -dijo, y se marchó, llevándose el papel.

– Están muy molestas -insistió Finch-. La señora Taylor amenaza con demandarnos por incumplimiento involuntario de contrato.

– ¿Cuándo fue la última dosis de antivirales de Badri?

Finch tardó bastante tiempo en buscarlo en sus documentos.

– Aquí está, señor. Catorce de septiembre.

– ¿Recibió la dosis completa?

– Así es, señor. Receptores análogos, impulsor de APM, y estacionales.

– ¿Ha tenido alguna vez una reacción a las antivirales?

– No, señor. No hay alergias en su historial. Ya se lo he dicho a la doctora Ahrens.

Badri había recibido todas las antivirales. No tenía historial de reacciones.

– ¿Ha ido ya al New College? -preguntó.

– No, señor. Voy para allá. ¿Qué hago con los suministros, señor? Tenemos jabón de sobra, pero andamos cortos de papel higiénico.

La puerta se abrió, pero no era Mary, sino el auxiliar que habían enviado a recoger a Montoya. Se dirigió al carrito y enchufó la tetera eléctrica.

– ¿Cree que debo racionar el papel higiénico, señor? -preguntó Finch-. ¿O coloco notas pidiendo a todo el mundo que modere el consumo?

– Lo que considere más oportuno -le respondió Dunworthy, y colgó.

Todavía debía de estar lloviendo. El médico llevaba el uniforme mojado, y cuando la tetera hirvió, colocó las manos enrojecidas sobre el vapor, como para calentarlas.

– ¿Ha terminado de usar el teléfono? -dijo Gilchrist.

Dunworthy se lo tendió. Se preguntó cómo sería el clima allí donde estaba Kivrin, y si Gilchrist había hecho que Probabilidad computara las posibilidades de que apareciera en medio de la lluvia. Su capa no era especialmente impermeable, y el viajero amistoso que en principio debía aparecer al cabo de una coma seis horas podría haberse guarecido en una hostería o un granero hasta que los caminos se secaran lo suficiente para ser transitables.

Dunworthy le había enseñado a Kivrin a encender fuego, pero le resultaría muy difícil con la leña mojada y las manos entumecidas. En el siglo XIV los inviernos eran fríos. Tal vez incluso estuviera nevando. La Pequeña Era del Hielo acababa de empezar en 1320, y el clima se fue haciendo tan frío que incluso el Támesis llegó a congelarse. Las bajas temperaturas y el clima variable habían causado tal desastre en las cosechas que algunos historiadores achacaban la Peste Negra a la desnutrición del campesinado. El clima fue malo, en efecto. En el otoño de 1348, en una parte de Oxfordshire llovió todos los días desde San Miguel hasta Navidad. Probablemente Kivrin yacía en una carretera mojada, medio muerta de hipotermia.

Y llena de sarpullidos, pensó, pues su chocho tutor se preocupaba demasiado por ella. Mary tenía razón. Parecía la señora Gaddson. Sólo le faltaba salir corriendo hacia 1320, abrir a viva fuerza las puertas de la red, como la señora Gaddson con el metro, y Kivrin se alegraría tanto de verle como William de ver a su madre. Y estaría tan necesitada de ayuda como él.

Kivrin era la estudiante más inteligente y llena de recursos que había tenido. Seguro que sabría guarecerse de la lluvia. Por lo que sabía, había pasado las últimas vacaciones con los esquimales, aprendiendo a construir un iglú.

Desde luego, había pensado en todos los detalles, incluso las uñas. Cuando fue a mostrarle su disfraz, le enseñó las manos. Tenía las uñas rotas, y había rastros de suciedad en las cutículas.

– Se que se supone que pertenezco a la nobleza, pero a la nobleza rural, y hacían muchas tareas de granja según los tapices de Bayeaux, y las damas del East Riding no tuvieron tijeras hasta el siglo XVII, así que me pasé la tarde del domingo en la excavación de Montoya, arañando entre los restos, para conseguir este efecto.

Sus uñas tenían un aspecto espantoso, muy auténtico. Desde luego, no había ningún motivo para preocuparse por un detalle menor como la nieve.

Pero no podía evitarlo. Si lograra hablar con Badri, preguntarle qué quiso decir con aquello de que «Algo falla», asegurarse de que el lanzamiento había salido bien y no se había producido demasiado deslizamiento, seguramente dejaría de preocuparse. Pero Mary no había podido conseguir el número de la Seguridad Social de Badri hasta que Finch telefoneó. Se preguntó si Badri estaría aún inconsciente. O algo peor.

Se levantó y se acercó al carrito y se preparó una taza de té. Gilchrist estaba otra vez al teléfono, al parecer hablando con el portero, que tampoco sabía dónde se encontraba Basingame. Cuando Dunworthy habló con él, le había dicho que le parecía recordar que Basingame había mencionado Loch Balkillan, un lago que no existía.

Dunworthy se tomó el té. Gilchrist llamó al administrador y al director del colegio, pero ninguno de los dos sabía dónde estaba Basingame. La enfermera que custodiaba la puerta antes entró y terminó de hacer las extracciones de sangre. El auxiliar cogió uno de los folletos y empezó a leerlo.

Montoya rellenó con rapidez el impreso de admisión y las listas de contactos.

– ¿Qué se supone que tengo que hacer? -preguntó a Dunworthy-. ¿Apuntar toda la gente con quien he estado en contacto hoy?

– Los últimos tres días.

Siguieron esperando. Dunworthy se tomó otra taza de té. Montoya llamó al Ministerio de Sanidad y trató de convencerlos de que la libraran de la cuarentena para poder regresar a la excavación. La auxiliar clínico volvió a dormirse.

La enfermera trajo un carrito con la cena.

– Grande alborozo produjo nuestro anfitrión en todos, y nos dispusimos a cenar -declamó Latimer, la única observación que había hecho en toda la tarde.

Mientras comían, Gilchrist contó a Latimer sus planes para enviar a Kivrin al período posterior a la Peste Negra.

– El punto de vista histórico aceptado es que destruyó por completo a la sociedad medieval -dijo mientras cortaba su asado-, pero mi investigación indica que fue un purgante más que una catástrofe.

¿Desde el punto de vista de quién?, pensó Dunworthy, inquieto porque ya tardaban demasiado. Se preguntó si en verdad estaban analizando la sangre o si esperaban simplemente que uno de ellos se desplomara sobre el carrito del té para tener una idea de cuál era el período de incubación.

Gilchrist volvió a llamar al New College y preguntó por la secretaria de Basingame.

– No está -dijo Dunworthy-. Ha ido a pasar la Navidad en Devonshire con su hija.

Gilchrist le ignoró.

– Sí. Necesito hacerle llegar un mensaje. Intento localizar al señor Basingame. Es una emergencia. Acabamos de enviar a una historiadora al siglo XIV, y Balliol no había analizado bien al técnico que dirigía la red. Como resultado, contrajo un virus contagioso -colgó el teléfono-. Si el señor Chaudhuri dejó de recibir las antivirales necesarias, le haré responsable, Dunworthy.

– Recibió la dosis completa en septiembre -declaró Dunworthy.

– ¿Tiene pruebas de eso?

– ¿Pasó? -preguntó la auxiliar.

Todos ellos, incluido Latimer, se volvieron hacia ella, sorprendidos. Hasta el momento de hablar, parecía profundamente dormida, con la cabeza sobre el pecho y los brazos cruzados, sujetando la lista de contactos.

– Ha dicho que enviaron a alguien a la Edad Media -dijo, con mal ceño-. ¿Pasó?

– Me temo que no… -dijo Gilchrist.

– El virus. ¿Pudo atravesar la máquina del tiempo?

Gilchrist miró a Dunworthy, nervioso.

– Eso no es posible, ¿verdad?

– No -dijo Dunworthy. Era evidente que Gilchrist no sabía nada de las paradojas del continuum o de la teoría de cuerdas. El hombre no servía para rector en funciones. Ni siquiera sabía cómo funcionaba la red en la que tan alocadamente había enviado a Kivrin-. El virus no pudo haber atravesado la red.

– La doctora Ahrens dijo que el hindú era el único caso -dijo la auxiliar-, y usted -señaló a Dunworthy-, que había recibido la dosis completa. Si recibió las antivirales, no pudo contagiarse a menos que fuera una enfermedad de algún otro lugar. Y la Edad Media estaba llena de enfermedades, ¿no? ¿Viruela y peste?

– Estoy seguro de que Medieval ha tomado los pasos necesarios para prevenir esa posibilidad… -dijo Gilchrist.

– Es imposible que un virus atraviese la red -saltó Dunworthy, enfadado-. El continuum espacio-temporal no lo permite.

– Han enviado a personas -insistió ella-, y un virus es más pequeño que una persona.

Dunworthy no había oído este argumento desde los primeros días de las redes, cuando la teoría se conocía sólo en parte.

– Le aseguro que hemos tomado todas las precauciones -aseveró Gilchrist.

– Nada que pudiera afectar el curso de la historia puede atravesar una red -explicó Dunworthy, mirando a Gilchrist. El hombre no la estaba animando con su charla de precauciones y probabilidades-. Radiación, toxinas, microbios, nada de eso ha atravesado jamás una red. Si están presentes, la red simplemente no se abre.

La auxiliar no parecía convencida.

– Le aseguro… -repitió Gilchrist, y entonces entró Mary.

Llevaba un fajo con papeles de diferentes colores. Gilchrist se levantó inmediatamente.

– Doctora Ahrens, ¿hay alguna posibilidad de que esta infección viral que ha contraído el señor Chaudhuri pueda haber atravesado la red?

– Por supuesto que no -respondió ella, frunciendo el ceño como si la idea le pareciera ridícula-. En primer lugar, las enfermedades no pueden atravesar la red. Violaría las paradojas. En segundo lugar, si lo hiciera, que no puede, Badri se habría contagiado menos de una hora después de que pasara, lo cual significaría que el virus tendría un período de incubación de una hora, algo por completo imposible. Pero si lo hizo, y no pudo hacerlo, todos ustedes estarían ya enfermos -miró su digital-, ya que han transcurrido más de tres horas desde que quedaron expuestos.

Empezó a recoger las listas de contactos.

Gilchrist parecía irritado.

– Como rector en funciones de la Facultad de Historia tengo responsabilidades que atender -protestó-. ¿Cuánto tiempo pretende retenernos aquí?

– Sólo lo suficiente para recoger sus listas y darles instrucciones. Unos cinco minutos.

Recogió la lista de Latimer. Montoya cogió la suya y empezó a escribir rápidamente.

– ¿Cinco minutos? -preguntó la auxiliar-. ¿Quiere decir que podemos marcharnos?

– De momento -dijo. Puso las listas al fondo de su fajo de papeles y empezó a repartir las hojas, que eran de un rosa intenso. Parecían una especie de declaración que absolvía al hospital de cualquier tipo de responsabilidad-. Hemos terminado los análisis de sangre y ninguno muestra un nivel anormalmente alto de anticuerpos.

Tendió a Dunworthy una hoja azul que absolvía al Ministerio de Sanidad de cualquier responsabilidad y confirmaba su disposición a pagar todos los gastos no cubiertos por la Seguridad Social en el plazo de treinta días.

– Me he puesto en contacto con el WIC, y recomiendan que se siga una observación controlada, con comprobación continua de la fiebre y muestras de sangre cada doce horas.

La hoja que distribuía ahora era verde y tenía el título «Instrucciones para los contactos primarios». La primera de ellas decía: «Evite el contacto con otras personas.»

Dunworthy pensó en Finch y en las campaneras que estarían esperando, sin duda, en la puerta de Balliol con demandas y protestas, y en todas aquellas personas que estarían haciendo compras navideñas o se hallarían retenidas entre un sitio y otro.

– Contrólense la temperatura a intervalos de media hora -indicó Mary, mientras les tendía un impreso amarillo-. Vengan inmediatamente si su monitor -palmeó el suyo propio-, muestra un aumento notable en temperatura. Un poco de fluctuación es normal. La temperatura tiende a subir a últimas horas de la tarde y por la noche. La temperatura puede considerarse normal entre treinta y seis y treinta y siete coma cuatro. Vengan inmediatamente si su temperatura excede treinta y siete coma cuatro o sube de repente, o si empiezan a sentir algunos síntomas: dolor de cabeza, opresión en el pecho, confusión o mareo.

Todos miraron sus monitores y, sin duda, empezaron a sentir que se acercaba un dolor de cabeza. Dunworthy lo había tenido toda la tarde.

– Eviten entrar en contacto con otras personas tanto como sea posible. Cuiden todos los contactos que hagan. Todavía no estamos seguros del modo de transmisión, pero la mayoría de los mixovirus se extienden por vaporización y contacto directo. Lávense frecuentemente las manos con agua y jabón.

Tendió a Dunworthy otra hoja rosa. Se estaba quedando sin colores. Ésta era una tabla, titulada «Contactos», y debajo decía: «Nombre, Dirección, Tipo de contacto, Hora.»

Era una lástima que el virus de Badri no hubiera tenido que tratar con el Ministerio de Sanidad, el CDC y la WIC. Nunca habría pasado de la puerta.

– Tendrán que personarse aquí mañana a las siete. Mientras tanto, les recomiendo que tomen una buena cena y que se acuesten. El descanso es la mejor defensa contra cualquier virus. Están ustedes relevados del servicio mientras dure la cuarentena -dijo a los auxiliares. Tendió algunas otras hojas multicolores-. ¿Alguna pregunta?

Dunworthy miró a la auxiliar, esperando que le preguntara a Mary si la viruela había atravesado la red, pero ella miraba sin ningún interés sus papeles.

– ¿Puedo volver a mi excavación? -preguntó Montoya.

– No, a menos que esté dentro del perímetro de la cuarentena.

– Vaya, hombre -bufó, guardándose con enfado los papeles en los bolsillos de su cazadora-. Todo el pueblo se habrá inundado mientras estoy atrapada aquí -se marchó.

– ¿Alguna otra pregunta? -dijo Mary, imperturbable-. Muy bien, entonces. Les veré a todos a las siete.

Los auxiliares se marcharon, la mujer que había preguntado por el virus bostezaba y se desperezaba como si se dispusiera a echar otra cabezada. Latimer estaba todavía sentado, observando su monitor de temperatura. Gilchrist le dijo algo con mal tono, y él se levantó, se puso la chaqueta y recogió el abrigo y el fajo de papeles.

– Espero ser informado de todos los pasos -dijo Gilchrist-. Me pondré en contacto con Basingame y le pediré que regrese para hacerse cargo de este asunto -se marchó y luego tuvo que esperar, manteniendo la puerta abierta, a que Latimer recogiera dos hojas que se le habían caído.

– Recoja por la mañana a Latimer, ¿quiere? -pidió Mary, revisando las listas de contactos-. No se acordará de estar aquí a las siete.

– Quiero ver a Badri -exigió Dunworthy.

– «Laboratorio, Brasenose» -dijo Mary, leyendo los papeles-. «Despacho del decano. Laboratorio, Brasenose.» ¿Nadie vio a Badri más que en la red?

– Mientras veníamos de camino en la ambulancia dijo «Algo falla» -respondió Dunworthy-. Pudo haber un deslizamiento. Si es de más de una semana, Kivrin no tendrá ni idea de cuándo hacer el encuentro.

Mary no respondió. Volvió a repasar las hojas con el ceño fruncido.

– Necesito asegurarme de que no hubo ningún problema con el ajuste -insistió él.

Ella levantó la cabeza.

– Muy bien. Estas hojas de contacto no sirven de nada. Hay grandes agujeros en el paradero de Badri durante los últimos tres días. Él es la única persona que puede decirnos dónde estuvo y con quién estableció contacto -guió a Dunworthy pasillo abajo-. Hay una enfermera con él, haciéndole preguntas, pero está muy desorientado y le tiene miedo. Tal vez contigo no esté tan asustado.

Llegaron al ascensor.

– Planta baja, por favor -dijo ella, a su oído-. Badri está sólo consciente durante unos instantes. Es posible que tardemos toda la noche.

– No importa. No podré descansar hasta convencerme de que Kivrin está a salvo.

Subieron dos pisos en el ascensor, recorrieron otro pasillo y atravesaron una puerta que indicaba: «NO ENTRAR. PABELLÓN DE AISLAMIENTO.» Tras la puerta, una enfermera de aspecto sombrío estaba sentada ante una mesa, observando un monitor.

– Voy a llevar al señor Dunworthy a ver al señor Chaudhuri -dijo Mary-. Necesitaremos dos RPE. ¿Cómo se encuentra?

– Ha vuelto a subirle la fiebre… treinta y nueve coma ocho -respondió la enfermera, tendiéndoles las RPE, que eran batas de papel selladas en plastileno que abrochaban por detrás, gorras, mascarillas impermeables que eran imposibles de poner por encima de las gorras, patucos con aspecto de botas para colocarlos sobre los zapatos, y guantes impermeables. Dunworthy cometió el error de ponerse primero los guantes y tardó lo que parecieron horas en desplegar la bata y fijar la mascarilla.

– Tendrás que hacer preguntas muy concretas -dijo Mary-. Pregúntale qué hizo cuando se levantó esta mañana, si pasó la noche con alguien, dónde desayunó, quién había allí, todo eso. Estará desorientado por la fiebre; es posible que tengas que preguntarle varias veces -abrió la puerta de la habitación.

No era realmente una habitación: sólo había sitio para la cama y un estrecho taburete, ni siquiera una silla. La pared tras la cama estaba cubierta de pantallas y equipo médico. La otra pared tenía una ventana cubierta por una cortina y más equipo. Mary miró brevemente a Badri y luego empezó a observar las pantallas.

Dunworthy las miró. La más cercana estaba llena de números y de letras. La última línea decía «ICU 14320691-22-12-54 1803 200/RPT 1800CRS IMJPCLN 200MG/q6h NHS40- 211-7 M AHRENS.». Al parecer, las órdenes del doctor.

Las otras pantallas mostraban gráficas puntiagudas y columnas de cifras. Ninguna de ellas tenía sentido a excepción de un numero en mitad de la segunda pantallita de la derecha. Decía: «Temp.: 39,9.» Santo Dios.

Miró a Badri. Yacía con los brazos por encima de las sábanas, ambos conectados a goteros que colgaban de sendas perchas. Uno de los goteros tenía al menos cinco bolsas unidas al tubo principal. Tenía los ojos cerrados, y su rostro parecía delgado y demacrado, como si hubiera perdido peso desde la mañana. Su piel oscura tenía un extraño tinte purpúreo.

– Badri -llamó Mary, inclinándose sobre él-, ¿nos oye?

Él abrió los ojos y los miró sin reconocerlos, cosa que probablemente no se debía tanto al virus como al hecho de que iban cubiertos de papel de la cabeza a los pies.

– Es el señor Dunworthy -indicó Mary-. Ha venido a verle -su blíper empezó a sonar.

– ¿Señor Dunworthy? -dijo Badri roncamente, y trató de incorporarse.

Mary lo sujetó amablemente contra la almohada.

– El señor Dunworthy tiene que hacerle algunas preguntas -dijo, palmeándole el pecho con suavidad, como había hecho en el laboratorio de Brasenose. Se enderezó, observando los monitores en la pared-. Permanezca tendido. Ahora tengo que marcharme, pero el señor Dunworthy se quedará con usted. Descanse e intente responder a sus preguntas.

– ¿Señor Dunworthy? -repitió Badri, como si intentara encontrar sentido a las palabras.

– Sí -dijo Dunworthy. Se sentó en el taburete-. ¿Cómo te encuentras?

– ¿Cuándo esperan que vuelva? -preguntó Badri, y su voz sonó débil y forzada.

Trató de incorporarse otra vez. Dunworthy extendió la mano para impedírselo.

– Tengo que encontrarlo -dijo-. Algo falla.