"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)2– Bueno -dijo Mary, mientras dejaba escapar un largo suspiro-. Me vendría bien una copa. – Creía que tenías que ir a recoger a tu sobrino nieto -contestó Dunworthy, todavía contemplando el lugar donde antes había estado Kivrin. El aire titilaba con partículas de hielo dentro del velo de escudos. Cerca del suelo, en el interior del finocristal, se había formado escarcha. Los tres ineptos de Medieval todavía estaban contemplando las pantallas, aunque sólo mostraban la línea plana de la llegada. – No tengo que recoger a Colin hasta las tres -dijo Mary-. Te sentaría bien algo que te animara, y el Cordero y la Cruz está calle abajo. – Quiero esperar hasta que tenga la comprobación -dijo Dunworthy, observando al técnico. Seguía sin haber ningún dato en las pantallas. Badri tenía el ceño fruncido. Montoya miró a su digital y dijo algo a Gilchrist, quien asintió, y ella recogió una bolsa que se encontraba debajo de la consola, se despidió de Latimer y se marchó por una puerta lateral. – Muy al contrario que Montoya, quien está claro que se muere de ganas por regresar a su excavación, me gustaría quedarme hasta asegurarme de que Kivrin ha conseguido pasar sin más problemas -dijo Dunworthy. – No te estoy sugiriendo que vuelvas a Balliol -contestó Mary, que tenía algún problema para ponerse el abrigo-, pero la comprobación tardará al menos una hora, si no dos, y el hecho de que te quedes aquí no acelerará las cosas. Ya sabes cómo es. El pub está justo enfrente. Es muy pequeño y agradable, el tipo de lugar que no pone adornos de Navidad ni toca música de campanas artificiales -le tendió su abrigo-. Tomaremos una copa y comeremos algo, y luego podrás volver aquí a abrir surcos en el suelo hasta que llegue la comprobación. – Quiero esperar aquí -insistió él, todavía mirando la red vacía-. ¿Por qué no hizo Basingame que le implantaran un localizador en la muñeca? Y al rector de la Facultad de Historia no se le ocurre nada más que irse de vacaciones sin dejar siquiera un número donde poder localizarlo. Gilchrist se apartó de la pantalla, que no mostraba ningún cambio todavía, y palmeó a Badri en los hombros. Latimer parpadeó como si no estuviera seguro de dónde se encontraba. Gilchrist le estrechó la mano con una amplia sonrisa. Se dirigió a la partición de finocristal con aspecto satisfecho. – Vamos -dijo Dunworthy, quien cogió el abrigo que le tendía Mary y abrió la puerta. Unos acordes de Hacía un frío cortante, pero no llovía. Sin embargo, parecía que podía hacerlo de un momento a otro, y el puñado de gente que recorría la acera al parecer había decidido que así sería. Al menos la mitad ya tenían paraguas abiertos. Una mujer con uno rojo y grande y los dos brazos cargados de paquetes chocó contra Dunworthy. – Mire por donde va, ¿quiere? -dijo, y continuó su camino. – El espíritu navideño -protestó Mary, sujetándose el abrigo con una mano y agarrando con la otra su bolsa con las compras-. El pub está junto a la farmacia -señaló con la cabeza el otro lado de la calle-. Creo que son esas malditas campanas. Marean a todo el mundo. Cruzó la calle entre el laberinto de paraguas. Dunworthy decidió si debía ponerse el abrigo y luego consideró que no merecía la pena para una distancia tan corta. Se apresuró tras ella, procurando mantenerse a salvo de los letales paraguas e intentando dilucidar qué villancico estaban masacrando ahora. Parecía un cruce entre una llamada a las armas y un canto fúnebre, pero probablemente se trataba de Mary se encontraba en la acera, ante la farmacia, rebuscando de nuevo en su bolsa. – ¿Qué se supone que es ese estruendo? -sacó un paraguas plegable-. ¿ – – ¡James! -exclamó Mary, y lo agarró bruscamente por la manga. El neumático delantero de la bicicleta no le alcanzó por centímetros, y el pedal le dio en la pierna. El conductor esquivó, gritando. – ¿No sabe cruzar la calle, idiota? Dunworthy dio un paso atrás y chocó con un niño de seis años que abrazaba un Papá Noel de peluche. La madre del niño se le quedó mirando. – Ten cuidado, James -advirtió Mary. Cruzaron la calle; Mary guiaba el camino. Hacia la mitad empezó a llover. Mary se guareció bajo la marquesina de la farmacia y trató de abrir el paraguas. El escaparate de la farmacia estaba adornado con guirnaldas verdes y doradas, y entre los perfumes tenía colocado un cartel que decía: «Salve las campanas de la parroquia Marston. Dé un donativo al Fondo de Restauración.» El carillón había terminado de masacrar Mary seguía sin poder abrir el paraguas. Volvió a guardarlo en la bolsa y cruzó la acera. Dunworthy la siguió, tratando de evitar colisiones; dejó atrás un estanco y una tienda de regalos adornados con luces intermitentes rojas y verdes, y atravesó la puerta que Mary le abrió. Las gafas se le empañaron inmediatamente. Se las quitó para limpiarlas en el cuello de su abrigo. Mary cerró la puerta y se internó en una atmósfera de silencio marrón y bendito. – ¡Señor! -suspiró Mary-. Y yo te dije que eran de los que no ponían adornos. Dunworthy volvió a colocarse las gafas. Los estantes tras la barra estaban salpicados de lucecitas parpadeantes en verde claro, rosa y azul anémico. En la esquina del bar había un gran árbol de Navidad de fibra sobre una base giratoria. No había nadie más en el estrecho pub a excepción de un hombre de aspecto regordete tras la barra. Mary pasó entre dos mesas vacías y se dirigió al rincón. – Al menos aquí dentro no se oyen esas malditas campanas -dijo, colocando su bolsa en el suelo-. No, yo traeré las bebidas. Tú siéntate. Ese ciclista casi te mata. Sacó algunos billetes que estaban arrugados de la bolsa y se dirigió a la barra. – Dos pintas de cerveza -le dijo al camarero-. ¿Quieres algo de comer? -preguntó a Dunworthy-. Hay sandwiches y también rollitos de queso. – ¿Viste a Gilchrist contemplando la consola y sonriendo como el gato de Cheshire? Ni siquiera se volvió para ver si Kivrin había desaparecido o si todavía estaba allí tendida, medio muerta. – Que sean dos pintas y un buen vaso de whisky -pidió Mary. Dunworthy se sentó. Había un belén sobre la mesa, con sus ovejas de plástico y un bebé medio desnudo en una cuna. – Gilchrist debería haberla enviado desde la excavación -añadió-. Los cálculos de un remoto son exponencialmente más complicados que para uno en el sitio. Supongo que tendría que darle las gracias por no haberla enviado en un bucle. El estudiante de primer año no podría haber hecho los cálculos. Cuando le conseguí a Badri, temí que Gilchrist quisiera un lanzamiento con bucle en vez de en tiempo real. Acercó una de las ovejas de plástico al pastor. – Si es consciente de que hay una diferencia. ¿Sabes qué respondió cuando le dije que debería hacer al menos un lanzamiento sin tripulante? Contestó: «Si ocurre alguna desgracia, podemos volver atrás en el tiempo y recoger a la señorita Engle antes de que suceda, ¿no?». Ese hombre no tiene ni idea de cómo funciona la red, ni idea de las paradojas, ni idea de que Kivrin está allí, y de que cualquier cosa que le suceda es real e irrevocable. Mary se abrió paso entre las mesas, llevando el whisky en una mano y las dos pintas torpemente en la otra. Colocó el whisky ante él. – Es mi receta estándar para las víctimas de atropello y padres sobreprotectores. ¿Te dio en la pierna? – No. – Tuve un accidente de bici la semana pasada. Uno de tus Siglo Veinte. Volvía de un lanzamiento a la Primera Guerra Mundial. Dos semanas sin recibir un arañazo en Belleau Wood y luego va y se topa con una bicicleta en la Broad -volvió a la barra para recoger su rollo de queso. – Odio las parábolas -refunfuñó Dunworthy. Cogió la virgen de plástico. Iba vestida de azul, con una capa blanca-. Si la hubiera enviado haciendo un bucle, al menos no habría corrido el peligro de morir congelada. Debería haber llevado algo más cálido que una capa de piel de conejo, ¿o es que a Gilchrist no se le ocurrió que 1320 fue el principio de la Pequeña Era del Hielo? – Ya sé a quién me recuerdas -saltó Mary, soltando su plato y una servilleta-. A la madre de William Gaddson. Era una observación verdaderamente injusta. William Gaddson era uno de los estudiantes de primer curso. Su madre los había visitado en seis ocasiones aquel trimestre, la primera vez para llevarle a William un par de orejeras. – Se resfría si no las lleva -le dijo a Dunworthy-. Willy siempre ha sido propenso a los catarros, y ahora está demasiado lejos de casa y todo eso. Su tutor no cuida bien de él, aunque le he hablado varias veces. Willy tenía el tamaño de un roble y parecía tan propenso a resfriarse como uno de ellos. – Estoy seguro de que sabrá cuidar de sí mismo -le dijo Dunworthy a la señora Gaddson, lo cual fue un error. La buena mujer añadió inmediatamente a Dunworthy en la lista de personas que se negaban a cuidar de Willy, pero eso no le impidió visitarle cada dos semanas para entregarle vitaminas e insistir en que quitaran a Willy del equipo de remo porque se estaba agotando. – Yo no situaría mi preocupación por Kivrin en la misma categoría que el grado de sobreprotección de la señora Gaddson -dijo Dunworthy-. El siglo XIV está lleno de ladrones y asesinos. Y cosas peores. – Eso es lo que la señora Gaddson dice de Oxford -contestó Mary plácidamente, sorbiendo su pinta de cerveza-. Le dije que no podía proteger a Willy de la vida. Tampoco tú puedes proteger a Kivrin. No te convertiste en historiador quedándote tan tranquilo en casa. Tienes que dejarla ir, aunque sea peligroso. Cada siglo es un diez, James. – Este siglo no tiene la Peste Negra. – Tuvo la Pandemia, que mató a sesenta y cinco millones de personas. Y la Peste Negra no existía en Inglaterra en 1320. No llegó allí hasta 1348 -dejó la jarra sobre la mesa, y la figurita de María se cayó-. Pero aunque existiera, Kivrin no podría contraerla. La inmunicé contra la peste bubónica -sonrió tristemente-. Tengo mis propios momentos de Gaddsonitis. Además, ella nunca contraerá la enfermedad porque los dos nos preocupamos al respecto. Ninguna de las cosas que nos preocupan suceden jamás. Siempre es algo en lo que nadie ha pensado. – Todo un consuelo -colocó la figura azul y blanca de María junto a la de José. Se cayó. Volvió a enderezarla con cuidado. – Debería serlo, James -dijo ella, animada-. Porque es evidente que has pensado en todas las desgracias que podrían sucederle a Kivrin, de forma que ella estará a salvo. Probablemente ya está sentada en un castillo almorzando pastel de pavo real, aunque supongo que allí no será el mismo día. Él sacudió la cabeza. – Habrá habido un deslizamiento… Sólo Dios sabe cuánto, ya que Gilchrist no hizo comprobación de parámetros. Badri pensaba que sería de varios días. O varias semanas, pensó, y si era mediados de enero, no habría ningún día festivo para que Kivrin determinara la fecha. Incluso una discrepancia de varias horas podría ponerla en la carretera Oxford-Bath en mitad de la noche. – Espero que el deslizamiento no signifique que se pierda Navidad -dijo Mary-. Tenía muchísimas ganas de asistir a una misa navideña medieval. – Allí todavía faltan dos semanas para Navidad. Todavía utilizan el calendario juliano. El calendario gregoriano no se adoptó hasta 1752. – Lo sé. Gilchrist trató el tema del calendario juliano en su discurso. Se extendió a sus anchas sobre la historia de la reforma del calendario y la discrepancia en las fechas entre el calendario antiguo y el calendario gregoriano. Por un momento pensé que iba a dibujar un diagrama. ¿A qué día están allí? – A trece de diciembre. – Quizá sea mejor que no sepamos la fecha exacta. Deirdre y Colin estuvieron en Estados Unidos durante un año, y yo estaba muerta de preocupación por ellos, pero desincronizada. Siempre me imaginaba que Colin era atropellado camino del colegio cuando en realidad era medianoche. Preocuparse no sirve de nada a menos que una pueda visualizar los desastres hasta el último detalle, incluyendo el clima y la hora del día. Me preocupaba no saber de qué preocuparme, y luego ya no me preocupé de nada. Quizás ocurra lo mismo con Kivrin. Era cierto. Él había estado imaginando a Kivrin tal como la había visto por última vez, tendida entre los restos del carromato con la sien ensangrentada, pero eso era probablemente un error. Ella había partido hacía casi una hora. Aunque no hubiera aparecido ningún viajero todavía, haría frío en la carretera, y no podía imaginar a Kivrin tendida dócilmente en plena Edad Media con los ojos cerrados. La primera vez que él viajó al pasado estuvo haciendo idas y vueltas mientras calibraban el ajuste. Lo enviaron al centro del patio en mitad de la noche, y se suponía que tenía que quedarse allí mientras hacían los cálculos del ajuste y lo recogían de nuevo. Pero estaba en Oxford en 1956, y la comprobación tardaría al menos diez minutos. Recorrió corriendo cuatro manzanas Broad abajo para ver el viejo Bodleian y a la técnico casi le dio un infarto cuando abrió la red y no lo encontró. Kivrin no se quedaría allí tendida con los ojos cerrados, no con el mundo medieval abierto ante ella. De pronto se la imaginó, de pie con aquella ridícula capa blanca, escrutando la carretera Oxford-Bath en busca de viajeros desprevenidos, dispuesta para volver a tumbarse en un instante, grabándolo todo mientras tanto, las manos implantadas unidas en una plegaria de impaciencia y entusiasmo, y se sintió súbitamente tranquilizado. Ella estaría perfectamente bien. Regresaría a la red al cabo de dos semanas, la capa blanca sucia más allá de todo lo imaginable, llena de historias sobre aventuras imposibles y escapadas en el último instante, cuentos para helar la sangre, sin duda, relatos que le producirían pesadillas durante semanas después de que se las narrara. – Estará bien y tú lo sabes, James -dijo Mary, mirándole con el ceño fruncido. – Lo sé -contestó él. Fue y trajo otra ronda de medias pintas-. ¿Cuándo dijiste que venía tu sobrino nieto? – A las tres. Colin se quedará una semana, y no tengo ni idea de qué hacer con él. Supongo que podría llevarlo al Ashmolean. A los niños siempre les gustan los museos, ¿no? ¿La túnica de Pocahontas y todo eso? Dunworthy recordaba la túnica de Pocahontas como un retazo tieso de materia gris muy parecido a la bufanda de Colin. – Yo sugeriría el Museo de Historia Natural. Hubo un tintineo y un poco de – Tal vez debería enviar a Colin a la Torre de Carfax para que destroce el carillón -bufó Mary. – Es Finch -dijo Dunworthy, y levantó la mano para que el otro los viera, pero Finch se dirigía ya hacia la mesa. – Le he estado buscando por todas partes, señor -le dijo-. Algo va mal. – ¿Con el ajuste? El secretario pareció no comprenderle. – ¿El ajuste? No, señor. Son las americanas. Han llegado temprano. – ¿Qué americanas? – Las campaneras. De Colorado. La Cofradía Femenina de Campaneras de los Estados del Oeste. – No me digas que habéis importado más campanas navideñas -dijo Mary. – Se suponía que debían llegar el veintidós -dijo Dunworthy a Finch. – Estamos a veintidós -respondió Finch-. En principio iban a llegar esta tarde, pero su concierto en Exeter fue cancelado, así que han llegado antes de lo previsto. Llamé a Medieval, y el señor Gilchrist me dijo que habían salido a celebrarlo -miró la jarra vacía de Dunworthy. – No estoy celebrando nada -replicó Dunworthy-. Estoy esperando el ajuste de uno de mis estudiantes -consultó su reloj-. Tardará al menos otra hora. – Usted prometió que les enseñaría las campanas locales, señor. – En realidad no eres necesario aquí -dijo Mary-. Puedo llamarte a Balliol en cuanto esté el ajuste. – Iré cuando tengamos el ajuste -decidió Dunworthy, mirando a Mary-. Enséñeles el colegio y luego déles de almorzar. Eso les llevará una hora. Finch no pareció muy satisfecho. – Sólo estarán aquí hasta las cuatro. Tienen un concierto de campanas esta noche en Ely, y están ansiosas por ver las campanas de Christ Church. – Entonces llévelas a Christ Church. Muéstreles el Gran Tom. Llévelas a la Torre de St. Martin o a dar un paseo por el New College. Yo iré en cuanto pueda. Finch pareció a punto de preguntar algo más y entonces cambió de opinión. – Les diré que estará usted dentro de una hora, señor -dijo, y se dirigió hacia la puerta. A mitad de camino, se detuvo y retrocedió-. Casi se me olvidaba, señor. El vicario llamó para preguntar si estaría usted dispuesto a leer el Evangelio en la misa de Nochebuena. Este año será en St. Mary the Virgin. – Dígale que sí -contestó Dunworthy, agradecido porque hubiera cambiado el tema de las campaneras-. Y dígale también que tendremos que ir a la torre esta tarde para poder mostrar las campanas a esas americanas. – Sí, señor. ¿Qué tal Iffley? ¿Cree que debería llevarlas a Iffley? Tienen un siglo XI muy bonito. – Por supuesto. Llévelas a Iffley. Yo volveré en cuanto pueda. Finch abrió la boca y volvió a cerrarla. – Sí, señor -dijo, y salió por la puerta con el acompañamiento de – ¿No crees que has sido un poco duro con él? -preguntó Mary-. Después de todo, las americanas pueden ser terribles. – Volverá dentro de cinco minutos para preguntarme si debe llevarlas primero a Christ Church. Ese chico no tiene la menor iniciativa. – Creía que admirabas esta característica en los jóvenes -dijo Mary amargamente-. En cualquier caso, no se marchará corriendo a la Edad Media. La puerta se abrió, y – Debe de ser él, para preguntar qué les da de almorzar. – Carne hervida y verduras pasadas -le dijo Mary-. A los americanos les encanta contar historias sobre nuestra pésima cocina. Dios mío. Dunworthy miró hacia la puerta; Gilchrist y Latimer estaban allí, envueltos en un halo de luz grisácea procedente del exterior. Gilchrist sonreía de oreja a oreja y decía algo por encima de la música de las campanas. Latimer se esforzaba por cerrar un gran paraguas negro. – Supongo que tendremos que ser civilizados e invitarlos a que se unan a nosotros. Dunworthy recogió su abrigo. – Sé civilizada tú si quieres. Yo no tengo ninguna intención de escuchar a esos dos felicitándose por haber enviado al peligro a una joven sin experiencia. – Vuelves a hablar como ya sabes quién -señaló Mary-. No estarían aquí si algo hubiera salido mal. Tal vez Badri tiene ya el ajuste. Al parecer, Gilchrist lo había visto cuando se levantaba. Estuvo a punto de volverse como para marcharse, pero Latimer ya estaba junto a la mesa. Gilchrist lo siguió, sin sonreír ya. – ¿Está terminado el ajuste? -preguntó Dunworthy. – ¿El ajuste? -preguntó Gilchrist, vagamente. – El ajuste. La determinación de dónde y cuándo está Kivrin, lo que hace posible volver a recogerla. – Su técnico dijo que tardaría al menos una hora en determinar las coordenadas -replicó Gilchrist, envarado-. ¿Siempre tarda tanto? Dijo que vendría a decírnoslo cuando hubiera terminado, pero que las lecturas preliminares indicaban que el lanzamiento había ido a la perfección y que el deslizamiento era mínimo. – ¡Qué buena noticia! -suspiró Mary, aliviada-. Siéntense. También estamos esperando el ajuste y tomando una pinta mientras tanto. ¿Quieren tomar algo? -preguntó a Latimer, que había terminado de plegar el paraguas y abrochaba la cinta. – Bueno, creo que sí -asintió Latimer-. Después de todo, éste es un gran día. Un poco de coñac, creo. « Un gran día, pensó Dunworthy, pero se sentía aliviado a su pesar. El deslizamiento era su mayor preocupación. Era la parte más impredecible de un lanzamiento, incluso con comprobaciones de parámetros. La teoría decía que se trataba del propio mecanismo de seguridad e interrupción de la red, la forma que tenía el Tiempo de protegerse a sí mismo de las paradojas del continuum. El salto hacia delante en el tiempo se suponía que impedía colisiones, encuentros o acciones que pudieran afectar a la historia, deslizando al historiador más allá del momento crucial en que pudiera matar a Hitler o rescatar al niño ahogado. Pero la teoría de la red nunca había podido decidir cuáles eran esos momentos críticos o cuánto deslizamiento produciría un lanzamiento determinado. Las comprobaciones de parámetros daban probabilidades, pero Gilchrist no había hecho ninguna. El lanzamiento de Kivrin podría haberse desviado en dos semanas o un mes. Por lo que Gilchrist sabía, ella bien podría haber llegado en abril, con su capa forrada de piel y su saya de invierno. Pero Badri había dicho que el deslizamiento era mínimo. Eso significaba que Kivrin sólo se había desviado unos pocos días, con tiempo de sobra para averiguar la fecha y establecer el encuentro. – ¿Señor Gilchrist? -decía Mary-. ¿Puedo invitarle a un coñac? – No, gracias. Mary rebuscó otro billete arrugado y se dirigió a la barra. – Su técnico parece haber hecho un trabajo aceptable -dijo Gilchrist, volviéndose hacia Dunworthy-. A Medieval le gustaría contar con él para nuestro próximo lanzamiento. Enviaremos a la señorita Engle a 1355 para observar los efectos de la Peste Negra. Los relatos de los contemporáneos no son dignos de crédito, sobre todo en lo referente a la tasa de mortalidad. La cifra aceptada de cincuenta millones de muertes es claramente inexacta, y las estimaciones de que mató de entre un tercio hasta la mitad de la población europea son evidentes exageraciones. Estoy ansioso por que la señorita Engle haga observaciones entrenadas. – ¿No se está precipitando un poco? -dijo Dunworthy-. Tal vez debería esperar a ver si Kivrin consigue sobrevivir a este lanzamiento a 1320. La cara de Gilchrist asumió su expresión contraída. – Me molesta que presuponga usted constantemente que Medieval es incapaz de llevar a cabo un lanzamiento con éxito. Le aseguro que hemos previsto cuidadosamente todos los aspectos. El método de la llegada de Kivrin ha sido estudiado con todo detalle. »Probabilidad coloca la frecuencia de viajeros en la carretera Oxford-Bath en uno cada seis horas, e indica que hay un noventa y dos por ciento de posibilidades de que su historia del asalto sea creída, debido a la frecuencia de esos asaltos. Un viajero en Oxfordshire tenía un 42,5 por ciento de probabilidades de ser robado en invierno, y del 58,6 en verano. Es la media, por supuesto. Las posibilidades aumentaban en partes de Otmoor y Wychwood y en los caminos más pequeños. Dunworthy se preguntó cómo demonios había obtenido Probabilidad esas cifras. – Le aseguro que hemos tomado todas las precauciones posibles para proteger a Kivrin -repitió Gilchrist. – ¿Como comprobaciones de parámetros? ¿Y tests de simetría y no tripulados? Mary regresó. – Aquí tiene, señor Latimer -dijo, colocando un vaso de coñac ante él. Colgó el paraguas mojado de Latimer en el respaldo del asiento y se sentó a su lado. – Le estaba asegurando al señor Dunworthy que todos los aspectos de este lanzamiento se han estudiado exhaustivamente -dijo Gilchrist. Alzó la figurita de plástico de un rey mago con un cofre dorado-. El cofre de su equipaje es una reproducción exacta de un joyero que está en el Ashmolean -soltó al rey-. Incluso su nombre fue estudiado a conciencia. Isabel es el nombre de mujer que aparece listado con más frecuencia en los Pergaminos Jurídicos y el Regista Regum desde 1295 hasta 1320. – En realidad es una derivación de Elizabeth -explicó Latimer, como si fuera una de sus conferencias-. Se cree que su extendido uso en Inglaterra a partir del siglo XII tiene por origen a Isabel de Angoulême, esposa del Rey Juan. – Kivrin me dijo que le habían dado una identidad real, que Isabel de Beauvrier era una de las hijas de un noble de Yorkshire. – Así es -confirmó Gilchrist-. Gilbert de Beauvrier tenía cuatro hijas de la edad adecuada, pero sus nombres no aparecían en los pergaminos. Era una práctica habitual. Las mujeres sólo aparecían por el apellido y el parentesco, incluso en los registros parroquiales y las tumbas. Mary colocó una mano sobre el brazo de Dunworthy, conteniéndolo. – ¿Por qué eligieron Yorkshire? -preguntó rápidamente-. ¿No estará un poco lejos de casa? Está a setecientos años de casa, pensó Dunworthy, en un siglo que no valora a las mujeres lo suficiente para registrar sus nombres cuando morían. – La señorita Engle fue quien lo sugirió. Le parecía que tener su casa tan lejos aseguraría que no se haría ningún intento de contactar con la familia. O de llevarla de vuelta, a kilómetros del lugar del lanzamiento. Kivrin lo había sugerido. Probablemente lo había sugerido todo, tras haber estudiado los pergaminos y los registros parroquiales en busca de una familia con la edad adecuada y sin relaciones cortesanas, una familia lo bastante lejana en el East Riding para que la nieve y las carreteras intransitables hicieran imposible que un mensajero llegara a caballo y les comunicara que habían encontrado a su hija desaparecida. – Medieval ha puesto la misma cuidadosa atención en todos los detalles de este lanzamiento -prosiguió Gilchrist-, incluso un pretexto para su viaje: la enfermedad de su hermano. Tuvimos cuidado de asegurarnos de que se produjo un brote de gripe en esa parte de Gloucestershire en 1319, aunque la enfermedad era frecuente durante la Edad Media, y bien podría haber contraído el cólera o gangrena. – James -advirtió Mary. – El traje de la señorita Engle fue cosido a mano. La tela azul de su vestido fue teñida a mano usando una fórmula medieval. Y la señora Montoya ha estudiado a fondo la aldea de Skendgate donde Kivrin pasará las dos semanas. – Si llega allí -objetó Dunworthy. – James -terció Mary. – ¿Qué precauciones han tomado para asegurarse de que el amistoso viajero que pasa cada una coma seis horas no decida llevarla al convento de Godstow o a un burdel en Londres, o la vea aparecer y decida que es una bruja? ¿Qué precauciones han tomado para asegurarse de que el amistoso viajero es en efecto amistoso y no uno de los asesinos que mataban al cuarenta y dos coma cinco por ciento de los viajeros? – Probabilidad indicó que no había más de un cero coma cero cuatro por ciento de posibilidades de que alguien estuviera en ese lugar en el momento de la llegada. – Oh, miren, aquí está Badri -señaló Mary, levantándose y colocándose entre Dunworthy y Gilchrist-. Ha sido un trabajo rápido, Badri. ¿Tienes ya el ajuste? Badri había salido sin el abrigo. Su uniforme de laboratorio estaba húmedo y tenía la cara amoratada. – Parece medio congelado -observó Mary-. Venga a sentarse -le acercó la silla vacía situada junto a Latimer-. Le traeré un coñac. – ¿Tienes el ajuste? -preguntó Dunworthy. Badri no sólo estaba húmedo, sino empapado. – Sí -dijo, y sus dientes empezaron a castañetear. – Muy bien -dijo Gilchrist, incorporándose y dándole una palmada en el hombro-. Pensaba que tardarías una hora. Esto requiere un brindis. ¿Tienen champán? -le preguntó al camarero, volvió a dar una palmada a Badri, y se acercó a la barra. Badri se le quedó mirando, frotándose los brazos y tiritando. Parecía abstraído, casi aturdido. – ¿Tienes definitivamente el ajuste? -preguntó Dunworthy. – Sí -contestó él, todavía mirando a Gilchrist. Mary volvió con el coñac. – Esto le calentará un poco -dijo, tendiéndoselo-. Tome. Bébaselo. Ordenes del médico. Él miró el vaso con el ceño fruncido, como si no supiera de qué se trataba. Los dientes aún le castañeteaban. – ¿Qué pasa? -preguntó Dunworthy-. Kivrin está bien, ¿verdad? – Kivrin -dijo él, todavía mirando el vaso, y entonces pareció recuperarse súbitamente. Soltó el vaso-. Tiene que venir -dijo y empezó a dirigirse hacia la puerta. – ¿Qué ha pasado? -dijo Dunworthy, levantándose. Las figuras del belén se volcaron, y una de las ovejas rodó por la mesa y cayó al suelo. Badri abrió la puerta al son de – Badri, espere, tenemos que hacer un brindis -dijo Gilchrist, que volvía a la mesa con una botella y un puñado de vasos. Dunworthy cogió su chaqueta. – ¿Qué pasa? -dijo Mary, recogiendo su bolsa-. ¿No consiguió el ajuste? Dunworthy no respondió. Cogió el abrigo y se marchó tras Badri. El técnico ya estaba en la calle, abriéndose paso entre los transeúntes como si ni siquiera estuviesen allí. Llovía intensamente, pero Badri también parecía ajeno a ese hecho. Dunworthy consiguió ponerse el abrigo, más o menos, y se zambulló en la multitud. Algo había salido mal. Se había producido un deslizamiento, después de todo, o el estudiante de primer curso había cometido un error en los cálculos. Tal vez algo había ido mal con la propia red. Pero tenía sus modos de seguridad y de interrupción. Si algo hubiera ido mal con la red, Kivrin no habría logrado pasar. Y Badri había dicho que tenía el ajuste. Tenía que ser el deslizamiento. Era lo único que podía haber fallado con el lanzamiento en marcha. Ante él, Badri cruzó la calle, esquivando por los pelos una bicicleta. Dunworthy se deslizó entre dos mujeres que llevaban bolsas de compras aún más grandes que las de Mary, pasó por encima de un terrier blanco y su correa, y volvió a verlo dos puertas más allá. – ¡Badri! -llamó. El técnico hizo ademán de volverse y chocó con una mujer de mediana edad con un gran paraguas floreado. La mujer sostenía el paraguas ante ella, protegiéndose de la lluvia, y obviamente tampoco había visto a Badri. El paraguas, que estaba cubierto de violetas, pareció explotar hacia dentro, y luego cayó a la acera. Badri, todavía avanzando a ciegas, estuvo a punto de aterrizar encima. – ¡Eh, mire por donde anda! -exclamó la mujer, furiosa, agarrada al filo de su paraguas-. Éste no es lugar para ir corriendo, ¿no? Badri la miró con la misma expresión aturdida que tenía en el pub. – Lo siento. Dunworthy vio que se inclinaba a recoger el paraguas. Los dos parecieron luchar por encima de las violetas por un instante antes de que Badri agarrara el mango y enderezara el paraguas. Lo tendió a la mujer, cuyo redondo rostro estaba colorado por la furia, la fría lluvia o ambas cosas. – ¿Lo siente? -espetó, alzando el mango por encima de su cabeza como si fuera a golpearlo con él-. ¿Es todo lo que tiene que decir? Él se llevó la mano a la frente, inseguro, y entonces, como había hecho en el pub, pareció recordar dónde se hallaba y volvió a ponerse en marcha, prácticamente a la carrera. Entró en la puerta de Brasenose, y Dunworthy le siguió, cruzó el patio, entró por una puerta lateral al laboratorio, recorrió un pasillo y avanzó hasta la zona de la red. Badri estaba ya ante la consola, inclinado sobre ella, mirando la pantalla con el ceño fruncido. Dunworthy tenía miedo de que estuviera llena de nieve, o aún peor, en blanco, pero mostraba las ordenadas columnas de cifras y matices de un ajuste. – ¿Tienes el ajuste? -jadeó Dunworthy. – Sí -contestó Badri. Se volvió y miró a Dunworthy. Había dejado de fruncir el ceño, pero tenía una expresión extraña y abstraída en el rostro, como si intentara concentrarse con esfuerzo-. ¿Cuándo fue…? -dijo, y empezó a tiritar. Su voz se apagó, como si hubiera olvidado qué iba a decir. La puerta de finocristal se abrió de golpe, y entraron Gilchrist y Mary, seguidos de Latimer, que se debatía con su paraguas. – ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? -les preguntó Mary. – ¿Cuándo fue qué, Badri? -demandó Dunworthy. – ¿Es esto? -intervino Gilchrist, inclinado sobre su hombro-. ¿Qué significan todos estos símbolos? Tendrá que traducirlos para los profanos. – ¿Cuándo fue qué? -repitió Dunworthy. Badri se llevó la mano a la frente. – Algo falla -declaró. – ¿Qué? -gritó Dunworthy-. ¿El deslizamiento? ¿Es el deslizamiento? – ¿Deslizamiento? -dijo Badri, temblando tanto que apenas pudo pronunciar la palabra. – Badri -dijo Mary-. ¿Se encuentra bien? Badri puso de nuevo la expresión extraña y abstraída, como si estuviera considerando la respuesta. – No -dijo, y se desplomó sobre la consola. |
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