"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)

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Oyó la campana mientras pasaba. Parecía débil y metálica, como la música ambiental que sonaba en la High en Navidad. Se suponía que la sala de control estaba insonorizada, pero cada vez que alguien abría la puerta de la antesala percibía el débil y espectral sonido de los villancicos.

La doctora Ahrens había llegado primero, y luego el señor Dunworthy, y las dos veces Kivrin estuvo convencida de que habían ido a decirle que no iba a hacer el viaje, después de todo. La doctora Ahrens casi había cancelado el lanzamiento en el hospital, cuando la vacuna antiviral de Kivrin se le inflamó en una gigantesca ampolla roja en la parte interior del brazo.

– No vas a ir a ninguna parte hasta que la hinchazón desaparezca -había dicho la doctora, y se negó a darle de alta. A Kivrin todavía le picaba el brazo, pero no estaba dispuesta a decírselo a la doctora Ahrens, porque ella bien podría decírselo al señor Dunworthy, quien estaba horrorizado desde que descubrió que iba a hacer el viaje.

Hace dos años le dije que quería ir, pensó Kivrin. Habían transcurrido dos años, y cuando el día anterior fue a mostrarle su disfraz, él todavía intentaba convencerla de lo contrario.

– No me gusta la forma en que Medieval está dirigiendo este lanzamiento -dijo-. Y aunque estuvieran tomando las precauciones adecuadas, una joven no tiene nada que hacer sola en la Edad Media.

– Todo está previsto -le dijo ella-. Soy Isabel de Beauvrier, hija de Gilbert de Beauvrier, un noble que vivió en el East Riding de 1276 a 1332.

– ¿Y qué está haciendo la hija de un noble en el camino de Oxford a Bath, sola?

– No lo estaba. Iba con mis sirvientes, camino de Evesham, para recoger a mi hermano, que está enfermo en el monasterio de allí, cuando fuimos asaltados por ladrones.

– Por ladrones -asintió ella, impaciente-, y transmisores de enfermedades, y caballeros bandidos, y otra gentuza peligrosa. ¿Es que no había personas agradables en la Edad Media?

– Todos estaban muy ocupados quemando a las brujas en la hoguera.

Ella decidió que sería mejor cambiar de tema.

– He venido a mostrarle mi disfraz -dijo, volviéndose despacio para que él observara su saya azul y la capa forrada de piel blanca-. Durante el lanzamiento llevaré el cabello suelto.

– No tienes nada que hacer vestida de blanco en la Edad Media -dijo él-. Sólo te ensuciarás.

Él no se mostró más optimista esta mañana. Paseaba por la estrecha zona de observación como un padre expectante. Ella estuvo preocupada toda la mañana, temiendo que de repente interrumpiera todo el proceso.

Había habido retrasos y más retrasos. El señor Gilchrist tuvo que repetirle una y otra vez cómo funcionaba el grabador, como si fuera una estudiante de primer curso. Nadie tenía fe en ella, excepto tal vez Badri, e incluso él fue enloquecedoramente cuidadoso, midiendo y volviendo a medir la zona de la red y borrando en una ocasión toda una serie de coordenadas que tuvo que volver a introducir.

Kivrin pensaba que nunca llegaría el momento de colocarse en posición, y después de haberlo hecho, fue aún peor, tendida allí con los ojos cerrados, preguntándose qué sucedía. Latimer le dijo a Gilchrist que le preocupaba la forma ortográfica del nombre que habían escogido, como si la gente de aquella época supiera leer, ¡cómo iba a importarles la ortografía! Montoya se acercó y le dijo la forma de identificar Skendgate por sus frescos del Juicio Final en la iglesia, algo que había dicho a Kivrin al menos una docena de veces antes.

Alguien, le parecía que Badri porque era el único que no le daba instrucciones, se inclinó y le movió un poco el brazo hacia el cuerpo, y le tiró de la falda. El suelo estaba duro, y algo se le clavaba en el costado, justo por debajo de las costillas. El señor Gilchrist dijo algo, y la campana empezó a sonar de nuevo.

Por favor, por favor, pensó Kivrin, al tiempo que se preguntaba si la doctora Ahrens había decidido de pronto que necesitaba otra vacuna o si Dunworthy se había marchado corriendo a la Facultad de Historia y conseguido cambiar el baremo de nuevo a diez.

Fuera quien fuese debía de tener la puerta abierta, pues aún oía la campana, aunque no lograba identificar la canción. No se trataba de una canción. Era un lento y firme tañido que se detenía y continuaba, y Kivrin pensó, lo he conseguido.

Yacía sobre el costado izquierdo, con las piernas torpemente extendidas como si hubiera sido derribada por los hombres que la habían asaltado, el brazo cubriéndole a medias la cara para protegerse del golpe que le había manchado el rostro de sangre. La posición del brazo debería permitirle abrir los ojos sin ser vista, pero no los abrió todavía. Permaneció inmóvil, intentando escuchar.

A excepción de la campana, no había ningún otro sonido. Si se encontraba tendida en una carretera del siglo XIV, tendría que haber pájaros y ardillas, al menos. Probablemente su súbita aparición o el halo de la red, que dejaba en el aire durante varios minutos partículas parecidas a escarcha, los había hecho enmudecer.

Tras un largo minuto, un pájaro trinó, y luego otro. Algo se movió cerca, se detuvo y volvió a moverse. Una ardilla del siglo XIV o un ratón de campo. Hubo un movimiento más leve, probablemente el viento en las ramas de los árboles, aunque no notaba ninguna brisa en el rostro, y en lo alto, desde muy lejos, el distante sonido de la campana.

Se preguntó por qué doblaba. Podía estar llamando a vísperas. O a maitines. Badri le había advertido que no sabía cuánto deslizamiento habría. Había querido retrasar el lanzamiento mientras hacía una serie de comprobaciones, pero el señor Gilchrist aseguró que Probabilidad había predicho un deslizamiento medio de seis coma cuatro horas.

Kivrin no sabía a qué hora había llegado. Eran las once menos cuarto cuando salió de la sala de preparación (había visto a la señora Montoya mirar su digital y le preguntó qué hora era), pero no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado después. Le habían parecido horas.

El lanzamiento estaba previsto para mediodía. Si había saltado según lo previsto y Probabilidad tenía razón en lo del deslizamiento, debían de ser las seis de la tarde, lo cual era demasiado tarde para vísperas. Y por cierto, ¿por qué seguía doblando la campana?

Podía estar llamando a misa, o a un funeral o una boda. Las campanas repicaban casi constantemente en la Edad Media, para avisar de invasiones o incendios, para ayudar a un niño perdido a encontrar el camino de vuelta a la aldea, incluso para detener tormentas. Podía estar sonando por cualquier motivo.

Si el señor Dunworthy se encontrara aquí, estaría convencido de que se trataba de un funeral. «La esperanza de vida en el siglo XIV era de treinta y ocho años -le había dicho-, y sólo llegabas a esta edad si sobrevivías al cólera, la viruela y la gangrena; y si no comías carne podrida o bebías agua contaminada o te atropellaba un caballo. O te quemaban en la hoguera por bruja.»

O si te mueres congelada, pensó Kivrin. Empezaba a sentirse aterida, aunque sólo llevaba allí tendida un ratito. Fuera lo que fuese lo que la pinchaba en el costado, le había atravesado las costillas y le hería el pulmón. El señor Gilchrist le había indicado que permaneciera tendida durante varios minutos y luego se levantara tambaleándose, como si recuperara el sentido. A Kivrin le pareció que varios minutos no era suficiente, teniendo en cuenta la valoración que Probabilidad había hecho del número de personas en la carretera. Seguro que pasarían bastantes minutos antes de que un viajero pasara por allí, y ella no estaba dispuesta a renunciar a la ventaja que le proporcionaría el hecho de parecer inconsciente.

Y era una ventaja, a pesar de la idea del señor Dunworthy de que media Inglaterra se abalanzaría sobre una mujer inconsciente para violarla mientras la otra media esperaba cerca con la pira donde pretendían quemarla. Si estaba consciente, sus rescatadores le formularían preguntas. Si no lo estaba, discutirían acerca de ella y de otras cosas. Hablarían sobre dónde llevarla y especularían acerca de quién podría ser y de dónde podría venir, especulaciones que le proporcionarían mucha más información que un simple «¿Quién eres?».

Pero ahora sentía una abrumadora urgencia por hacer lo que el señor Gilchrist había sugerido: levantarse y echar un vistazo alrededor. El suelo estaba frío, le dolía el costado, y la cabeza empezaba a latirle al compás de la campana. La doctora Ahrens le había advertido que eso sucedería. Viajar hasta tan lejos en el pasado le daría síntomas de desplazamiento temporal: dolor de cabeza, insomnio y una alteración general de los ritmos circadianos. Estaba helada. ¿Era también un síntoma del desplazamiento temporal, o estaba el suelo tan frío que penetraba rápidamente su capa forrada de piel? ¿O era el deslizamiento peor de lo que el técnico pensaba y se encontraba realmente en mitad de la noche?

Se preguntó si estaría tendida en la carretera. En ese caso, no debería quedarse allí. Un caballo rápido o la carreta que había hecho los surcos podrían atropellada en la oscuridad.

Las campanas no suenan en mitad de la noche, se dijo, y a través de los párpados cerrados se filtraba demasiada luz para que estuviera oscuro. Pero si la campana que oía estaba tocando a vísperas, eso significaba que anochecía, y sería mejor que se levantara y echara un vistazo antes de que oscureciera.

Volvió a prestar atención, a los pájaros, al viento en las ramas, a un firme ruido de roce. La campana se detuvo, y el eco quedó resonando en el aire. Hubo un pequeño sonido, como un suspiro o el roce de un pie sobre el suelo, muy cerca.

Kivrin se tensó, esperando que el movimiento involuntario no se notara a través de la capa, y aguardó, pero no hubo pasos, ni voces. Ni pájaros. Había alguien, o algo, sobre ella. Estaba segura. Percibía su respiración, sentía su aliento encima. Permaneció allí durante largo rato, inmóvil. Después de lo que le pareció una eternidad, Kivrin advirtió que estaba conteniendo la respiración y soltó el aire lentamente. Escuchó, pero no oyó nada por encima del golpeteo de su propio pulso. Inspiró hondo, suspirando, y gimió.

Nada. Fuera lo que fuese no se movió, no hizo ningún ruido, y el señor Dunworthy tenía razón: fingir estar inconsciente no era forma de llegar a un siglo donde los lobos todavía merodeaban por los bosques. Y los osos. Los pájaros volvieron a cantar repentinamente, lo cual significaba que no se trataba de un lobo, o que el lobo se había marchado. Kivrin volvió a prestar atención, y abrió los ojos.

Sólo vio su propia manga pegada contra la nariz, pero el mero hecho de abrir los ojos hizo que la cabeza le doliera aún más. Los cerró, gimió, se agitó, moviendo el brazo lo suficiente para que cuando volviera a abrirlos pudiera ver algo. Gimió de nuevo y parpadeó.

No había nadie de pie junto a ella, y no era de noche. El cielo que aparecía más allá de las enmarañadas ramas de los árboles era de un pálido azul grisáceo. Kivrin se sentó y miró alrededor.

Casi lo primero que el señor Dunworthy le había dicho la primera vez que ella le confesó su deseo de ir a la Edad Media fue: «Eran sucios y estaban llenos de enfermedades, el estercolero de la historia, y cuanto antes te desprendas de cualquier noción de cuento de hadas al respecto, mejor.»

Tenía razón. Por supuesto que tenía razón. Pero aquí estaba ella, en un bosque digno de hadas. Ella y la carreta y el resto de lo que había hecho el viaje en un pequeño espacio abierto demasiado diminuto y oscuro para ser llamado claro. Gruesos y altos árboles se alzaban alrededor.

Kivrin se encontraba bajo un roble. Vio unas cuantas hojas dispersas en las ramas peladas. El roble estaba lleno de nidos, aunque los pájaros habían vuelto a callar, acobardados por su movimiento. Los matorrales eran espesos, una alfombra de hojas muertas y hierbas secas que debería haber sido blanda pero no lo era. Lo que había estado molestando a Kivrin era la punta de una bellota. Setas blancas salpicadas de rojo se arracimaban cerca de las retorcidas raíces del roble. Como todo lo demás en el pequeño claro (los troncos de los árboles, la carreta, la hiedra) brillaban con el helado rocío.

Era obvio que allí no había nadie, que no lo había habido nunca; que aquello no era la carretera de Oxford a Bath y que ningún viajero iba a aparecer en una coma seis horas. Ni nunca. Los mapas medievales que habían utilizado para determinar el lugar del lanzamiento por lo visto eran tan inexactos como había predicho el señor Dunworthy. La carretera se encontraba más al norte de lo que indicaban los mapas, y ella estaba al sur, en el bosque de Wychwood.

– Asegure inmediatamente su emplazamiento temporal y espacial exacto -le había dicho el señor Gilchrist.

Cómo iba a hacerlo, ¿preguntándoselo a los pájaros? Estaban demasiado arriba para poder determinar a qué especie pertenecían, y las extinciones en masa no habían comenzado hasta la década de 1970. A menos que fueran palomas peregrinas o dodos, su presencia no indicaría ningún tiempo o lugar concreto de todas formas.

Empezó a sentarse en el suelo, y los pájaros estallaron en un salvaje aleteo. Permaneció inmóvil hasta que el ruido remitió y entonces se puso de rodillas. El aleteo comenzó de nuevo. Unió las manos, presionando la carne de sus palmas y cerrando los ojos para que el posible viajero que la viera al pasar pensara que estaba rezando.

– Estoy aquí -dijo, y entonces se detuvo. Si informaba que había aterrizado en mitad de un bosque, en vez de en la carretera de Oxford a Bath, sólo confirmaría los temores del señor Dunworthy: que Gilchrist no sabía lo que hacía y que ella no podía cuidar de sí misma, y entonces recordó que no importaría nada, pues él nunca oiría su informe hasta que hubiera regresado sana y salva.

Si regresaba, cosa que no haría si todavía se encontraba en este bosque cuando cayera la noche. Se levantó y miró alrededor. Eran las últimas horas de la tarde o las primeras de la mañana, no podía asegurarlo dentro del bosque, y tal vez no pudiera determinarlo por la posición del sol cuando viera el cielo. Dunworthy le había dicho que algunos historiadores pasaban toda su estancia en el pasado sin saber dónde se hallaban. Le había hecho aprender a ver usando sombras, pero tenía que saber qué hora era para hacerlo, y no había tiempo que perder preguntándose qué dirección era cada cual. Tenía que salir de aquel sitio. El bosque estaba casi enteramente cubierto por las sombras.

No había ni rastro de una carretera, ni de una senda siquiera. Kivrin rodeó la carreta y las cajas, buscando una abertura entre los árboles. Los matorrales parecían más escasos en lo que parecía ser el oeste, pero cuando se encaminó en esa dirección, mirando hacia atrás cada pocos pasos para asegurarse de que todavía podía ver el ajado azul del toldo de la carreta, se trataba sólo de un puñado de abedules cuyos blancos troncos daban impresión de espacio. Volvió a la carreta y se puso en marcha de nuevo en dirección contraria, aunque el bosque parecía más oscuro por ese lado.

La carretera se encontraba tan sólo a un centenar de metros de distancia. Kivrin pasó por encima de un tronco caído, atravesó un bosquecillo de sauces llorones, y llegó a la carretera. Así la había llamado Probabilidad, aunque no parecía una carretera. Ni siquiera parecía un camino, sino una trocha. Un sendero de vacas. Así que éstas eran las maravillosas carreteras de la Inglaterra del siglo XIV, las carreteras que estaban abriendo comercios y ensanchando horizontes.

Apenas era lo bastante ancha para un carromato, aunque estaba claro que los carros la usaban, o al menos un carro. Estaba llena de baches y cubierta de hojas. Había algunos charcos de lodo negro, y a lo largo del borde de la carretera se había formado hielo en los charcos.

Kivrin se encontraba en el fondo de una depresión. La carretera se extendía empinada en ambas direcciones y, en lo que parecía ser el norte, los árboles se detenían a mitad de la colina. Kivrin se volvió y miró atrás. Desde allí distinguió la carreta, una leve mancha azul, pero nadie la descubriría. La carretera se hundía en los bosques a cada lado, y se estrechaba, convirtiéndola en un punto perfecto para el acecho de ladrones y asesinos.

Era el lugar adecuado para dar credibilidad a su historia, pero nunca la verían al pasar por la estrecha carretera, y si llegaban a ver la pequeña mancha azul, pensarían que era alguien que esperaba para asaltarlos y espolearían a sus caballos para huir.

A Kivrin se le ocurrió de repente que, acechando entre los matorrales, parecía más un asesino que una doncella inocente que acababa de ser golpeada en la cabeza.

Salió a la carretera y se llevó la mano a la sien.

– ¡Socorredme, pues me hallo en gran necesidad! -exclamó.

Se suponía que el intérprete traduciría automáticamente lo que dijera en inglés medio, pero el señor Dunworthy había insistido en que memorizara sus primeras palabras. Latimer y ella habían trabajado en la pronunciación toda la tarde del día anterior.

– ¡Socorredme, pues he sido robada por unos alevosos villanos!

Pensó en tenderse en el camino, pero ahora que estaba al descubierto comprendió que era aún más tarde de lo que pensaba, casi la puesta de sol, y si quería ver qué había más allá de la colina, era mejor que no se retrasara. Pero primero tenía que marcar su punto de encuentro con algún tipo de señal.

No había nada distintivo en los sauces que flanqueaban la carretera. Buscó una piedra para colocarla en un lugar desde donde pudiera ver la carreta, pero no encontró ninguna entre los matorrales situados al borde del camino. Finalmente, volvió a abrirse paso entre la maleza, enganchándose el cabello y la capa en las ramas de los sauces, cogió el pequeño cofre que era copia del que había en el Ashmolean, y volvió con él al borde de la carretera.

No era perfecto (era lo bastante pequeño para que alguien que pasara se lo llevara), pero sólo iba a llegar a la cima de la colina. Si decidía dirigirse a la aldea más cercana, volvería y haría una señal más permanente. Y pronto no pasaría nadie. Los empinados lados de los surcos estaban congelados, las hojas no habían sido tocadas, y la capa de hielo de los charcos estaba intacta. No había pasado nadie por la carretera en todo el día, tal vez en toda la semana.

Disimuló el cofre con hierbas y empezó a subir la colina. La carretera, a excepción del congelado barrizal del fondo, era más lisa de lo que Kivrin esperaba, y plana, lo cual significaba que los caballos la usaban bastante a pesar de su aspecto desierto.

Fue una escalada fácil, pero Kivrin se sintió agotada antes de haber dado unos pocos pasos, y la sien empezó a latirle de nuevo. Esperaba que sus síntomas de desplazamiento temporal no empeoraran: comprobó que estaba muy lejos de ninguna parte. O tal vez se trataba sólo de una ilusión. Todavía no había «asegurado su emplazamiento temporal exacto», y el camino, el bosque, no contenían nada que indicara con seguridad que se trataba de 1320.

Los únicos signos de civilización eran aquellos surcos, que significaban que podía estar en cualquier época después de la invención de la rueda y antes de las carreteras asfaltadas, y tal vez ni siquiera eso. Había caminos exactamente igual que éste apenas a diez kilómetros de Oxford, amorosamente conservados por el Fondo Nacional para los turistas americanos y japoneses.

Tal vez no hubiera viajado a ningún sitio, y al otro lado de la colina encontraría la Ml o la excavación de la señora Montoya, o una instalación de Iniciativa de Defensa Estratégica. Odiaría certificar mi emplazamiento temporal siendo atropellada por una bicicleta o un automóvil, pensó, y se colocó torpemente junto a la carretera. Pero si no he ido a ninguna parte, ¿por qué tengo este horrible dolor de cabeza y siento que no puedo dar ni un paso más?

Llegó a la cima de la colina y se detuvo, sin aliento. No había necesidad de apartarse del camino. Ningún coche lo había recorrido todavía. Ni ningún caballo o carreta tampoco. Y se encontraba, como había pensado, muy lejos de cualquier lugar. Allí no había árboles, y veía a kilómetros de distancia. El bosque donde se encontraba la carreta estaba a mitad de la colina y se extendía al sur y al oeste. Si Kivrin hubiera aparecido más al interior del bosque, se habría perdido.

También había árboles al este, siguiendo un río del que vislumbraba ocasionales destellos azules y plateados (¿el Támesis?, ¿el Cherwell?), y un bosquecillo de árboles salpicando todo el paisaje intermedio, más árboles de los que había creído que pudieran existir en Inglaterra. El Libro del Día del Juicio Final de 1086 informaba que sólo el quince por ciento de la tierra era bosque, y Probabilidad había calculado que las tierras despejadas para crear prados y asentamientos lo habrían reducido al doce por ciento en el siglo XIV. Ellos, o los hombres que habían escrito el Libro del Día del Juicio Final, habían subestimado las cifras. Había árboles por todas partes.

Kivrin no vio ninguna aldea. Los bosques estaban pelados, las ramas grises y negras a la luz del ocaso, y debería poder ver las iglesias y mansiones a través de ellos, pero no avistó nada que pareciera una población.

Pero tenía que haber asentamientos, porque había prados, y estrechas franjas valladas que eran claramente medievales. Unas ovejas pastaban en uno de los prados, y eso también era medieval, pero no pudo ver a nadie cuidándolas. Al este, a lo lejos, había una mancha cuadrada gris que tenía que ser Oxford. Entornando los ojos, Kivrin casi distinguió las paredes y la forma achaparrada de la torre de Carfax, aunque no veía ningún indicio de las torres de St. Frideswide's o de Osney con la escasa luz.

Decididamente, estaba oscureciendo. El cielo era de un pálido azul violeta con una pincelada de rosa cerca del horizonte occidental, y no se sorprendió porque mientras contemplaba seguía oscureciendo.

Kivrin se persignó y cruzó las manos en una oración, acercando los dedos a su rostro.

– Bien, señor Dunworthy, aquí estoy. Al parecer me encuentro en el lugar adecuado, más o menos. No estoy justo en la carretera de Oxford a Bath, sino a unos quinientos metros al sur, en un camino lateral. Diviso Oxford. Queda a unos quince kilómetros de distancia.

Dio su estimación de la estación y la hora del día que era, y describió lo que le parecía ver, y luego se detuvo y se cubrió el rostro con las manos. Debería decir al Libro del Día del Juicio Final lo que pretendía hacer, pero estaba desorientada. Tendría que haber una docena de aldeas en la llanura al oeste de Oxford, pero no veía ninguna, aunque los terrenos cultivados que les pertenecían estaban allí, y también la carretera.

No había nadie en el camino, que se curvaba al otro lado de la colina y desaparecía inmediatamente en un denso bosquecillo, pero un kilómetro más allá estaba la carretera donde debería haberla dejado el lanzamiento, ancha y lisa y verde claro, a la que este camino conducía claramente. Por lo que alcanzaba a ver, no había nadie en la carretera tampoco.

A la izquierda, a mitad de camino de Oxford, atisbo un movimiento distante, pero sólo se trataba de una fila de vacas que volvía a casa ante un puñado de árboles que debían de ocultar una aldea. No era la aldea que la señora Montoya quería que buscara: Skendgate se encontraba al sur de la carretera.

A menos que estuviera en un lugar completamente equivocado, lo cual no era el caso. Oxford se encontraba definitivamente al este, y el Támesis se curvaba al sur, dirigiéndose a lo que tenía que ser Londres, pero nada de eso le indicaba dónde quedaba la aldea. Podía estar entre este lugar y la carretera, alejada de la vista, o al otro lado, o en otro camino o sendero lateral. No había tiempo de comprobarlo.

Oscurecía rápidamente. Al cabo de media hora habría luces con que guiarse, pero no podía esperar tanto. El color sonrosado ya se había convertido en un violeta oscuro al oeste, y el azul era casi púrpura. Empezaba a hacer frío. Se había levantado viento. Los pliegues de la capa se agitaban a su espalda, y se arrebujó en ella. No quería pasar una noche de diciembre en un bosque con un horrible dolor de cabeza y una carnada de lobos, pero tampoco quería pasarla en una carretera de frío aspecto, esperando a que apareciera alguien.

Podría encaminarse hacia Oxford, pero no había forma de llegar allí antes de que anocheciera. Si encontrara una aldea, cualquier aldea, podría pasar allí la noche y buscaría más tarde el poblado de la señora Montoya. Miró de nuevo hacia la carretera por la que había subido, intentando captar un destello de luz o de humo de una chimenea, pero no había nada. Empezaron a castañetearle los dientes.

Entonces las campanas empezaron a repicar. La campana de Carfax primero, sonando igual que siempre aunque debía de haber sido refundida al menos tres veces desde 1300, y luego, antes de que el primer golpe se apagara, las demás, como si hubieran estado esperando una señal de Oxford. Estaban llamando a vísperas, por supuesto, llamando a la gente de los campos, advirtiéndoles que dejaran de trabajar y fueran a rezar. Y diciéndoles dónde estaban las aldeas. Las campanas sonaban casi al unísono, aunque percibía cada una por separado, algunas tan lejanas que sólo un eco final y más profundo la alcanzaba. Allí, tras la fila de árboles, y allí, y allí. La aldea a la que se dirigían las vacas estaba allí, tras un promontorio bajo. Las vacas empezaron a caminar más rápido con el sonido de la campana.

Había dos aldeas prácticamente ante sus narices, una al otro lado de la carretera, la otra varios prados más allá, junto al arroyo flanqueado por los árboles. Skendgate, la aldea de la señora Montoya, se encontraba donde creía, por donde había venido, tras los surcos helados, tras la colina baja, a unos tres kilómetros.

Kivrin unió las manos.

– Acabo de descubrir dónde está la aldea -dijo, preguntándose si los tañidos de la campana llegarían al Libro del Día del Juicio Final-. Está en este camino lateral. Voy a recoger la carreta y la arrastraré hasta el camino, y luego iré tambaleándome a la aldea antes de que oscurezca y me desplomaré ante la puerta de alguien.

Una de las campanas sonaba muy lejos al suroeste, tan débil que apenas la oía. Se preguntó si era la que había escuchado antes, y por qué sonaba. Tal vez Dunworthy tuviera razón y se trataba de un funeral.

– Estoy bien, señor Dunworthy -dijo a sus manos-. No se preocupe por mí. Llevo aquí más de una hora y no me ha pasado nada malo.

Las campanas se apagaron lentamente, guiadas una vez más por la de Oxford, aunque curiosamente su sonido gravitó en el aire más tiempo que las demás. El cielo se volvió azul-violeta, y una estrella apareció en el suroeste. Las manos de Kivrin estaban todavía unidas en una plegaria.

– Es hermoso.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final
(000249-000614)

Bien, señor Dunworthy, aquí estoy. Al parecer me encuentro en el lugar adecuado, más o menos. No estoy justo en la carretera de Oxford a Bath, sino a unos quinientos metros al sur, en un camino lateral. Diviso Oxford. Queda a unos quince kilómetros de distancia.

No sé exactamente cuándo he aparecido, pero si era mediodía según lo previsto, ha habido unas cuatro horas de deslizamiento. Es la época del año adecuada. Los árboles están pelados, pero las hojas que cubren el suelo están más o menos intactas, y sólo un tercio de los prados han sido arados. No podré decir mi localización temporal exacta hasta que llegue a la aldea y le pregunte a alguien qué día es. Probablemente usted sabe más que yo acerca de dónde y cuándo estoy, o al menos lo sabrá después de hacer el ajuste.

Pero sé que estoy en el siglo adecuado. Desde la pequeña colina donde me encuentro veo prados. Hay las clásicas franjas medievales, con los finales redondeados donde giran los bueyes. Los pastos están limitados por setos, y una tercera parte son típicos setos sajones, mientras el resto son espinos normandos.

Probabilidad puso la ratio de 1300 entre el veinticinco y el setenta y cinco por ciento, pero basándose en Suffolk, que está más al este.

Al sur y al oeste se extiende un bosque (¿Wychwood?), todo helado, por lo que puedo ver. Al este veo el Támesis. Casi diviso Londres, aunque sé que es imposible. En 1320 tendría que estar a más de cincuenta millas, en vez de sólo a veinte. Sigo pensando que desde aquí lo veo. Distingo claramente las murallas de la ciudad de Oxford, y la torre de Carfax.

Es hermoso. No me parece que esté a setecientos años de usted. Oxford queda ahí mismo, a mi alcance, y no puedo quitarme de la cabeza la idea de que si bajara de esta colina y me dirigiera a la ciudad, los encontraría a todos ustedes, todavía en el laboratorio de Brasenose esperando el ajuste; Badri con el ceño fruncido ante las pantallas y la señora Montoya ansiosa por volver a su excavación, y a usted, señor Dunworthy, cloqueando como una vieja gallina clueca. No me siento separada de ustedes, ni tampoco muy lejana.