"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)4La mano de Badri se retiró de su frente mientras se derrumbaba, y su codo golpeó la consola e interrumpió su caída durante un segundo, y Dunworthy miró ansiosamente a la pantalla, temiendo que hubiera golpeado alguna tecla e interferido los datos. Badri se desplomó en el suelo. Latimer y Gilchrist no intentaron sujetarlo tampoco. Latimer ni siquiera pareció advertir que hubiera sucedido nada. Mary se abalanzó hacia Badri de inmediato, pero estaba detrás de los demás y sólo consiguió cogerlo por la manga. Se arrodilló al instante junto a él, lo puso de espaldas y se colocó un auricular en el oído. Rebuscó en su bolsa, sacó un blíper, y pulsó el botón de llamada durante cinco segundos. – ¿Badri? -dijo en voz alta, y sólo entonces Dunworthy advirtió lo silenciosa que se había quedado la sala. Gilchrist se encontraba de pie en su sitio. Parecía furioso. Mary dejó de pulsar el botón del blíper y sacudió suavemente los hombros de Badri. No hubo respuesta. Le echó la cabeza atrás y se inclinó sobre su rostro, la oreja prácticamente en su boca abierta y la cabeza vuelta para poder ver su pecho. Badri no había dejado de respirar. Dunworthy comprobó que su pecho subía y bajaba, y Mary también. Ella alzó la cabeza inmediatamente, pulsando el blíper, y colocó dos dedos contra el cuello del hombre, los mantuvo allí durante lo que pareció una eternidad, y entonces se llevó el blíper a la boca. – Estamos en Brasenose. En el laboratorio de Historia -dijo al aparato-. Cinco-dos. Colapso. Síncope. No hay evidencia de ataque -retiró la mano del botón de llamada y levantó el párpado de Badri. – ¿Síncope? -preguntó Gilchrist-. ¿Qué es eso? ¿Qué ha sucedido? Ella lo miró, irritada. – Se ha desmayado -dijo-. Dame mi maletín -pidió a Dunworthy-. En la bolsa de las compras. Ella había derribado la bolsa mientras sacaba el blíper. Yacía de lado. Dunworthy rebuscó entre las cajas y paquetes, encontró una dura caja de plástico que parecía del tamaño adecuado, y la abrió. Estaba llena de petardos sorpresa de Navidad rojos y verdes. Volvió a guardarlos en la bolsa. – Vamos -urgió Mary, desabrochando la camisa de Badri-. No tengo todo el día. – Es que no lo encuentro… -empezó a decir Dunworthy. Ella le arrebató la bolsa y la volcó. Los petardos sorpresa rodaron por todas partes. La caja de la bufanda se abrió, y la prenda cayó al suelo. Mary cogió su bolso, lo abrió, y sacó un gran maletín plano. Lo abrió y sacó un taquiobrazalete. Lo abrochó alrededor de la muñeca de Badri y se volvió a mirar las lecturas de tensión sanguínea en el monitor del maletín. La forma de la señal no dijo nada a Dunworthy, y por la reacción de Mary no supo lo que pensaba que significaba. Badri no había dejado de respirar, su corazón no había dejado de latir, y no estaba sangrando, por lo que Dunworthy podía ver. Tal vez sólo se había desmayado. Pero la gente no se caía sin más, excepto en los libros y los vids. Debía de estar herido o enfermo. Cuando llegó al pub parecía casi en estado de conmoción. ¿Le habría atropellado una bicicleta como la que había estado a punto de arrollar a Dunworthy, y no haberse dado cuenta al principio de que estaba herido? Eso explicaría su desconcierto, su peculiar agitación. Pero no el hecho de que hubiera salido sin abrigo, que hubiera dicho: «Necesito que venga», que hubiera dicho: «Algo falla.» Dunworthy se volvió y miró la pantalla de la consola. Todavía mostraba las matrices que tenía cuando el técnico se desplomó. No sabía interpretarlas, pero parecía un ajuste normal, y Badri había dicho que Kivrin había pasado bien. Algo falla. Con la palma de las manos, Mary palpaba los brazos de Badri, los lados de su pecho, las piernas. Los párpados de Badri se agitaron, y entonces volvió a cerrar los ojos. – ¿Saben si Badri tenía algún problema de salud? – Es técnico del señor Dunworthy -acusó Gilchrist-. De Balliol. Nos lo prestó -añadió, haciendo que pareciera como si Dunworthy fuese de algún modo responsable de lo sucedido, como si hubiera preparado el colapso del técnico para sabotear el proyecto. – No sé nada de problemas de salud -dijo Dunworthy-. Debió de pasar pruebas completas al principio del trimestre. Mary no pareció satisfecha. Se puso el estetoscopio y escuchó el corazón del técnico durante un largo minuto, volvió a comprobar las lecturas de la tensión sanguínea, le tomó el pulso de nuevo. – ¿Y no sabes nada de un historial de epilepsia? ¿Diabetes? – No -dijo Dunworthy. – ¿Ha tomado alguna vez drogas o endorfinas ilegales? -no esperó a que él le respondiera. Pulsó de nuevo el botón del blíper-. Aquí Ahrens. Pulso ciento diez. Tensión sanguínea sesenta, cien. Estoy haciendo un análisis -rasgó una gasa, clavó una aguja en el brazo donde no estaba el brazalete, abrió otro paquete. Drogas o endorfinas ilegales. Eso explicaría su agitación, su habla inconexa. Pero si las tomaba, habrían aparecido en la prueba de principios de trimestre y no habría podido elaborar los complicados cálculos de la red. Algo falla. Mary volvió a pinchar el brazo y deslizó una cánula bajo la piel. Badri abrió los ojos. – Badri, ¿me oyes? -preguntó Mary. Buscó en el bolsillo de su abrigo y sacó una brillante cápsula roja-. Tengo que darle un temp -dijo, y se la acercó a los labios, pero él no mostró ninguna señal de haber oído. Ella volvió a guardarse la cápsula y empezó a rebuscar en el maletín. – Avísame cuando las lecturas aparezcan en esa cánula -le dijo a Dunworthy, lo sacó todo del maletín y luego volvió a guardarlo. Soltó el botiquín y buscó en su bolso-. Creía que tenía un termómetro de piel. – Las lecturas ya están -informó Dunworthy. Mary alzó el blíper y empezó a leer los números. Badri abrió los ojos. – Tienen que… -dijo, y volvió a cerrarlos-. Tanto frío -murmuró. Dunworthy se quitó el abrigo, pero estaba demasiado húmedo para ponérselo encima. Miró alrededor, buscando algo con lo que poder cubrirlo. Si esto hubiera sucedido antes de la marcha de Kivrin, podría haber usado aquella especie de capa que ella llevaba. La chaqueta de Badri estaba bajo la consola. Dunworthy se la tendió encima. – Frío -murmuró Badri, y empezó a tiritar. Mary, todavía recitando lecturas en el blíper, lo miró bruscamente. – ¿Qué ha dicho? Badri murmuró algo más y entonces dijo claramente: – Me duele la cabeza. – Dolor de cabeza -dijo Mary-. ¿Siente náuseas? Él movió un poco la cabeza para indicar que no. – ¿Cuándo fue…? -empezó, y la cogió por el brazo. Ella le cogió el brazo a su vez, frunció el ceño, y le colocó la otra mano en la frente. – Tiene fiebre -observó. – Algo falla -murmuró Badri, y cerró los ojos. Le soltó el brazo y su mano cayó al suelo. Mary la recogió, miró las lecturas y le palpó la frente una vez más. – ¿Dónde está ese maldito termómetro? -exclamó, y empezó a buscar de nuevo en el maletín. El blíper trinó. – Ya están aquí -suspiró ella-. Que alguien vaya y les muestre el camino -dio una palmadita en el pecho de Badri-. Quédese quieto. Dos auxiliares del hospital, hombre y mujer, estaban ya en la puerta cuando Dunworthy la abrió. Entraron cargando maletines del tamaño de baúles. – Transporte inmediato -dijo Mary antes de que pudieran abrir los baúles. Se incorporó-. Trae la camilla -indicó a la doctora-. Y dame un termómetro y una sonda. – Creía que el personal de Siglo Veinte habría sido investigado en busca de dorfinas y drogas -dijo Gilchrist. Uno de los enfermeros pasó junto a él con una bomba de aire. – Medieval nunca permitiría… -se apartó para dejar paso a la mujer, que traía la camilla. – ¿Es una sobredosis? -preguntó el enfermero, mirando fijamente a Gilchrist. – No -contestó Mary-. ¿Has traído el termómetro de piel? – No tenemos -dijo él, insertando el tubo en la ranura-. Sólo un termistor y temps. Tendremos que esperar hasta que lo ingresemos -sostuvo la bolsa de plástico por encima de su cabeza durante un momento, hasta que el alimentador de grav puso el motor en marcha, y luego pegó la bolsa en el pecho de Badri. La doctora le quitó la chaqueta a Badri y lo cubrió con una gran manta gris. – Frío -musitó Badri-. Tiene que… – ¿Qué tengo que hacer? -preguntó Dunworthy. – El ajuste… – Una, dos y tres -contaron los enfermeros al unísono, y lo colocaron sobre la camilla. – James, señor Gilchrist, tendrán que venir al hospital conmigo para rellenar los impresos de admisión -dijo Mary-. Y necesitaré su historial médico. Uno de ustedes puede venir en la ambulancia; que el otro nos siga. Dunworthy no esperó a discutir con Gilchrist cuál de los dos viajaría en la ambulancia. Subió detrás de Badri, que respiraba con dificultad, como si el hecho de haber sido transportado a la camilla hubiera sido un esfuerzo demasiado grande. – Badri -urgió-, dijiste que algo fallaba. ¿Te referías al ajuste? – Conseguí el ajuste -dijo Badri, con el ceño fruncido. El enfermero, que conectaba a Badri a un extraño conjunto de pantallas, parecía irritado. – ¿Se equivocó el estudiante con las coordenadas? Es importante, Badri. ¿Cometió un error con las coordenadas remotas? Mary subió a la ambulancia. – Como jefe en funciones, yo debería ser quien acompañara al paciente en la ambulancia -oyó Dunworthy decir a Gilchrist. – Reúnase con nosotros en Admisiones en el hospital -dijo Mary, y cerró las puertas-. ¿Tenéis ya su temperatura? -preguntó al enfermero. – Sí. Treinta y nueve coma cinco grados. Tensión noventa, cincuenta y cinco; pulso ciento quince. – ¿Hubo un error en las coordenadas? -preguntó Dunworthy a Badri. – ¿Están seguros ahí atrás? -preguntó el conductor a través del interfono. – Sí -respondió Mary-. Código uno. – ¿Cometió Puhalski un error en las coordenadas de emplazamiento del remoto? – No -dijo Badri. Agarró la solapa de la chaqueta de Dunworthy. – ¿Es el deslizamiento entonces? – Debo estar… -murmuró Badri-. Tan preocupado. Las sirenas ulularon, apagando el resto de sus palabras. – ¿Debes estar qué? -gritó Dunworthy por encima del gemido que subía y bajaba. – Algo falla -repitió Badri, y volvió a desmayarse. Algo fallaba. Tenía que ser el deslizamiento. Excepto las coordenadas, era lo único que podía haber ido mal en un lanzamiento ya efectuado, y Badri había dicho que las coordenadas de situación eran correctas. ¿Pero cuánto deslizamiento se había producido, entonces? Badri le había dicho que podía llegar a las dos semanas, y no habría ido corriendo hasta el pub sin el abrigo en medio de la lluvia a menos que fuera mucho más. ¿Cuánto? ¿Un mes? ¿Tres meses? Sin embargo, le había dicho a Gilchrist que los preliminares mostraban un deslizamiento mínimo. Mary se abrió paso y colocó la mano sobre la frente de Badri otra vez. – Añade tiosalicilato de sodio al gotero -ordenó-. Y empieza un test WBC. James, quítate de en medio. Dunworthy se sentó en un banco, al fondo de la ambulancia. Mary volvió a coger el blíper. – Preparados para un CBC completo y serotipeo. – ¿Pileonefritis? -dijo el enfermero, viendo cómo las lecturas cambiaban. Tensión noventa y seis, sesenta; pulso ciento veinte, temperatura treinta y nueve coma cinco. – No lo creo -respondió Mary-. En principio no hay dolores abdominales, pero es evidente que con esta temperatura se trata de una infección de algún tipo. Las sirenas redujeron bruscamente su frecuencia y se apagaron. El auxiliar empezó a arrancar los cables de los enchufes de la pared. – Ya estamos aquí, Badri -dijo Mary, dándole de nuevo un golpecito en el pecho-. Pronto le tendremos como una rosa. Él no dio señal alguna de haberla oído. Mary le subió la manta hasta el cuello y colocó encima el manojo de llaves. El conductor abrió la puerta y sacaron la camilla. – Quiero un hemograma completo -dijo Mary, agarrándose a la puerta mientras bajaba-. CF, HI e ID antigénica. Dunworthy bajó tras ella y la siguió al Departamento de Bajas. – Necesito un historial médico -le estaba diciendo ella a la encargada de registro-. De Badri… ¿cuál es su apellido, James? – Chaudhuri. – ¿Número de Seguridad Social? -preguntó la encargada. – No lo sé -dijo Dunworthy-. Trabaja en Balliol. – ¿Sería tan amable de deletrearme el nombre, por favor? – C-H-A… -dijo él. Mary desaparecía ya hacia el interior de Admisiones. La siguió. – Lo siento, señor -dijo la encargada, quien salió de detrás del mostrador para bloquearle el paso-. Debe esperar aquí… – Tengo que hablar con el paciente que acaban de admitir. – ¿Es usted pariente suyo? – No. Soy su jefe. Es muy importante. – Ahora mismo está en un cubículo de análisis -explicó ella-. Pediré permiso para que pueda usted verlo en cuanto hayan terminado el examen -volvió a sentarse torpemente tras el mostrador, como dispuesta a saltar de nuevo ante el menor movimiento por su parte. Dunworthy pensó en colarse en la sala, pero no quería arriesgarse a que lo expulsaran del hospital, y en cualquier caso Badri no estaba en condiciones de hablar. Estaba claramente inconsciente cuando lo sacaron de la ambulancia. Inconsciente y con una fiebre de treinta y nueve coma cinco. Algo fallaba. La encargada lo miraba con recelo. – ¿Le importaría volver a deletrearme el nombre del paciente? Él le deletreó Chaudhuri y luego le preguntó dónde podría encontrar un teléfono. – Pasillo abajo. ¿Edad? – No lo sé. ¿Veinticinco? Lleva cuatro años en Balliol. Respondió como mejor pudo al resto de las preguntas y luego miró hacia la puerta para ver si Gilchrist había llegado ya, recorrió el pasillo hasta los teléfonos y llamó a Brasenose. Se puso el portero, que decoraba un árbol de Navidad artificial en el mostrador de la portería. – Póngame con Puhalski -dijo Dunworthy, esperando que ése fuera el nombre del técnico de primer curso. – No está aquí -contestó el portero, envolviendo una guirnalda plateada sobre las ramas con la mano libre. – Bien, en cuanto vuelva, dígale por favor que necesito hablar con él. Es muy importante. Necesito que me lea un ajuste. Estoy en… -Dunworthy esperó a que el portero terminara de colocar la guirnalda y escribiera el número de la cabina, cosa que hizo por fin, en la tapa de una caja de adornos-. Si no me localiza en este número, dígale que llame al Departamento de Admisiones del hospital. ¿Cuándo cree que volverá? – Es difícil de decir -dijo el portero, desenvolviendo un ángel-. Algunos vuelven unos días antes, pero la mayoría no aparece hasta el primer día del trimestre. – ¿Qué quiere decir? ¿No está en el colegio? – Lo estaba. Iba a dirigir la red para Medieval, pero cuando descubrió que no lo necesitaban, se fue a casa. – Necesito su dirección y su número de teléfono. – Está en algún lugar de Gales, creo, pero para conseguir estos datos tendría que hablar con la secretaria del colegio, y ahora mismo tampoco está aquí. – ¿Cuándo volverá ella? – No podría decírselo, señor. Se fue a Londres a hacer unas compras navideñas. Dunworthy dio otro mensaje mientras el portero enderezaba las alas del ángel, y luego colgó y trató de pensar si había algún otro técnico en Oxford durante Navidad. Naturalmente que no, o Gilchrist no habría usado un estudiante de primer curso. Llamó a Magdalen de todas formas, pero no obtuvo respuesta. Colgó, pensó un instante, y luego llamó a Balliol. Tampoco hubo respuesta allí. Finch debía de estar mostrando a las campaneras americanas las campanas del Gran Tom. Miró su digital. Sólo eran las dos y media. Parecía mucho más tarde. Tal vez sólo estarían almorzando. Llamó al comedor de Balliol, pero siguió sin obtener respuesta. Volvió a la zona de espera, deseando que Gilchrist estuviera allí. No la encontró, pero sí a los dos auxiliares médicos, hablando con una enfermera. Gilchrist probablemente había vuelto a Brasenose para planear su siguiente lanzamiento. Tal vez enviaría a Kivrin directamente a la Peste Negra para que hiciera observaciones directas. – Está usted aquí -dijo la enfermera-. Temía que se hubiera marchado. ¿Tendría la bondad de acompañarme? Dunworthy había supuesto que le hablaba a él, pero los auxiliares lo siguieron. – Aquí estamos, pues -dijo ella, abriéndoles una puerta. Los auxiliares entraron en fila-. Hay té en el carrito, y un aseo justo allí. – ¿Cuándo podré ver a Badri Chaudhuri? -preguntó Dunworthy, sosteniendo la puerta para que ella no la cerrara. – La doctora Ahrens le atenderá directamente -respondió la enfermera, y cerró la puerta de todas formas. La auxiliar estaba ya sentada en una silla, las manos en los bolsillos. El hombre se hallaba junto al carrito de té, enchufando la tetera eléctrica. Ninguno de ellos había hecho ninguna pregunta a la encargada mientras recorrían el pasillo, de forma que todo aquello tal vez fuera asunto de rutina, aunque Dunworthy no podía imaginar por qué querían ver a Badri. O por qué los habían llevado a todos aquí. La sala de espera estaba en un ala completamente distinta de Admisiones. Tenía las mismas sillas destrozaespaldas, las mismas mesas con inspirados panfletos encima, las mismas guirnaldas de papel de estaño colocadas sobre el carrito de té y aseguradas con puñados de acebo de plasteno. Sin embargo, no había ventanas, ni siquiera en la puerta. Era apartada y privada, el tipo de sala donde la gente esperaba malas noticias. Dunworthy se sentó, súbitamente agotado. Malas noticias. Una infección de algún tipo. Tensión de noventa y seis, pulso ciento veinte, temperatura treinta y nueve coma cinco. El otro único técnico de Oxford estaba en Gales y la secretaria de Basingame hacía sus compras de Navidad. Y Kivrin se encontraba en algún lugar de 1320, a días o incluso semanas de donde se suponía que debía estar. O meses. El auxiliar médico sirvió leche y azúcar en una taza y la removió, esperando a que la tetera eléctrica se calentara. La mujer parecía haberse quedado dormida. Dunworthy la miró, pensando en el deslizamiento. Badri había dicho que los cálculos preliminares indicaban un deslizamiento mínimo, pero sólo eran preliminares. Según pensaba Badri, dos semanas de deslizamiento era lo más probable, y eso sonaba bastante lógico. Cuanto más atrás era enviado un historiador, mayor era el deslizamiento medio. Los lanzamientos de Siglo Veinte normalmente tenían sólo unos minutos, los de Siglo Dieciocho unas cuantas horas. Magdalen, que todavía estaba dirigiendo lanzamientos no tripulados al Renacimiento, tenía deslizamientos de entre tres y seis días. Pero eran sólo promedios. El deslizamiento variaba de una persona a otra, y era imposible predecirlo para un lanzamiento determinado. Siglo Diecinueve había tenido uno de cuarenta y ocho días, y en zonas deshabitadas normalmente no había deslizamiento ninguno. Y con frecuencia la cantidad parecía arbitraria, caprichosa. Cuando hicieron las primeras comprobaciones de deslizamiento para Siglo Veinte allá en los años veinte, Dunworthy se colocó en el patio vacío de Balliol y fue enviado a las dos de la madrugada del catorce de septiembre de 1956, con un deslizamiento de sólo tres minutos. Pero cuando le enviaron de nuevo a las 2.08, el deslizamiento fue de casi dos horas, y apareció casi encima de un estudiante que volvía a hurtadillas después de una noche de juerga. Kivrin podría estar a seis meses de donde se suponía que debía estar, completamente ajena a cuándo sería el encuentro. Y Badri había ido corriendo al pub para decirle que la rescataran. Mary entró, aún con el abrigo puesto. Dunworthy se levantó. – ¿Es Badri? -preguntó, temiendo la respuesta. – Todavía está en Admisiones -dijo ella-. Necesitamos su número de la Seguridad Social, y no encontramos sus archivos en el registro de Balliol. Su pelo gris estaba revuelto de nuevo, pero por lo demás parecía tan profesional como cuando discutía con Dunworthy sobre sus estudiantes. – No es miembro del colegio -explicó Dunworthy, sintiéndose aliviado-. Los técnicos son asignados a colegios individuales, pero son empleados oficialmente por la Universidad. – Entonces, sus archivos deberían estar en la oficina del administrador. Bien. ¿Sabes si ha salido de Inglaterra en el último mes? – Hizo un trabajo para Siglo Diecinueve en Hungría hace dos semanas. Ha estado en Inglaterra desde entonces. – ¿Ha recibido alguna visita de parientes de Paquistán? – No tiene ninguno. Es tercera generación. ¿Has averiguado lo que tiene? Ella no le estaba escuchando. – ¿Dónde están Gilchrist y Montoya? -preguntó. – Le dijiste a Gilchrist que se reuniera con nosotros, pero no había llegado todavía cuando me trajeron aquí. – ¿Y Montoya? – Se marchó en cuanto terminó el lanzamiento. – ¿Tienes idea de dónde puede haber ido? No más que tú, pensó Dunworthy. También la viste marcharse. – Supongo que volvió a Witney, a su excavación. Casi siempre está allí. – ¿Su excavación? -dijo Mary, como si nunca hubiera oído hablar de ello. ¿Qué pasa?, pensó él. ¿Qué va mal? – En Witney -explicó-. La granja del Fondo Nacional. Está excavando una aldea medieval. – ¿Witney? -dijo ella, con aspecto triste-. Tendrá que volver inmediatamente. – ¿Intento llamarla? -preguntó Dunworthy, pero Mary ya se había acercado al auxiliar que esperaba junto al carrito de té. – Tienes que recoger a una persona en Witney -le dijo. Él soltó la taza y el plato, y se encogió de hombros-. En la excavación del Fondo Nacional. Lupe Montoya. Salió por la puerta con él. Dunworthy esperaba que volviera en cuanto terminara de darle las instrucciones. Cuando no lo hizo, la siguió. Ella no estaba en el pasillo, ni tampoco el auxiliar, pero a quien sí encontró fue a la enfermera de Admisiones. – Lo siento, señor -se disculpó, obstaculizándole el paso como había hecho la recepcionista-. La doctora Ahrens pidió que la esperara aquí. – No voy a salir del hospital. Tengo que llamar a mi secretario. – Le traeré un teléfono, señor -dijo ella con firmeza. Se volvió y miró pasillo abajo. Gilchrist y Latimer se acercaban. – … espero que la señorita Engle tenga la oportunidad de observar una muerte -decía Gilchrist-. Las actitudes hacia la muerte en el siglo XIV eran muy distintas a las nuestras. La muerte era una parte común y aceptada de la vida, y los contemporáneos eran incapaces de sentir pesar. – Señor Dunworthy -lo llamó la enfermera, tirándole del brazo-, si quiere esperar dentro, le traeré un teléfono. Se dirigió al encuentro de Gilchrist y Latimer. – Si me acompañan, por favor -dijo, y los condujo a la sala de espera. – Soy rector en funciones de la Facultad de Historia -dijo Gilchrist, mirando a Dunworthy-. Badri Chaudhuri es responsabilidad mía. – De acuerdo, señor -dijo la enfermera, cerrando la puerta-. La doctora Ahrens tratará con usted directamente. Latimer colocó su paraguas sobre una de las sillas y la bolsa de compras de Mary en la de al lado. Por lo visto, había recogido todos los paquetes que Mary había esparcido por el suelo. Dunworthy vio la caja de la bufanda y uno de los petardos sorpresa en lo alto. – No encontramos ningún taxi -jadeó Latimer. Se sentó junto a los paquetes-. Tuvimos que coger el metro. – ¿De dónde es el estudiante de primer curso que iban a usar en el lanzamiento… Puhalski? -dijo Dunworthy-. Necesito hablar con él. – ¿Acerca de qué, si no es mucho preguntar? ¿O se ha apropiado completamente de Medieval en mi ausencia? – Es esencial leer el ajuste y asegurarse de que ella está bien. – Le encantaría que algo saliera mal, ¿verdad? Ha estado intentando obstaculizar este lanzamiento desde el principio. – ¿Que algo saliera mal? -estalló Dunworthy, incrédulo-. Ya ha salido mal. Badri está hospitalizado, inconsciente, y no sabemos si Kivrin está cuando o donde se supone que debe estar. Ya oyó a Badri. Dijo que algo fallaba con el ajuste. Tenemos que encontrar un técnico para que averigüe qué es. – Yo no daría mucho crédito a lo que dice una persona bajo la influencia de drogas, dorfinas o lo que quiera que esté tomando -dijo Gilchrist-. Y debo recordarle, señor Dunworthy, que lo único que ha salido mal en este lanzamiento es la intervención de Siglo Veinte. El señor Puhalski estaba llevando a cabo su trabajo a la perfección. Sin embargo, dada su insistencia, permití que su técnico lo sustituyera. Es evidente que no debería haberlo hecho. La puerta se abrió y todos se volvieron a mirarla. La enfermera trajo un teléfono portátil, se lo tendió a Dunworthy, y se marchó. – Tengo que llamar a Brasenose y decirles dónde estoy -dijo Gilchrist. Dunworthy le ignoró, conectó la pantalla visual del teléfono, y llamó al Jesús. – Necesito los nombres y teléfonos de sus técnicos -le dijo a la secretaria del director en funciones cuando apareció en la pantalla-. Ninguno está de vacaciones, ¿verdad? Ninguno lo estaba. Dunworthy anotó los nombres y números en uno de los panfletos, le dio las gracias al tutor sénior, y comenzó a llamar a los teléfonos de la lista. El primer teléfono que marcó estaba comunicando. Los otros le dieron tono de comunicando antes de terminar siquiera de teclear los prefijos, y en el último una voz computarizada le interrumpió y dijo: – Todas las líneas están ocupadas. Por favor, llame más tarde. Llamó a Balliol, tanto al salón como a su propio despacho. No recibió respuesta en ninguno de los dos números. Finch debía haber llevado a las americanas a Londres a escuchar el Big Ben. Gilchrist estaba a su lado, esperando para usar el teléfono. Latimer se había acercado al carrito del té e intentaba conectar la tetera eléctrica. La auxiliar despertó de su modorra para ayudarle. – ¿Ha terminado con el teléfono? -preguntó Gilchrist, de mal talante. – No -replicó Dunworthy, y trató de localizar a Finch de nuevo. Seguía sin haber respuesta. Colgó. – Exijo que haga volver a su técnico a Oxford y que saque de allí a Kivrin. Ahora. Antes de que se marche del lugar del lanzamiento. – ¿Usted lo exige? -exclamó Gilchrist-. Debo recordarle que este lanzamiento es de Medieval, no suyo. – No importa de quién sea -dijo Dunworthy, intentando controlar su temperamento-. La política de la Universidad es abortar los lanzamientos si se presenta algún tipo de problema. – Debo recordarle también que el único problema que hemos encontrado en este lanzamiento es que usted no hizo examinar a su técnico en busca de dorfinas -extendió la mano hacia el teléfono-. Yo decidiré si y cuándo hay que interrumpir este lanzamiento. Sonó el teléfono. – Aquí Gilchrist. Un momento, por favor -le tendió el teléfono a Dunworthy. – Señor Dunworthy -dijo Finch, con voz apurada-. Gracias a Dios. Le he estado llamando a todas partes. No creerá las dificultades que he tenido. – He estado ocupado -replicó Dunworthy, antes de que Finch pudiera hacer recuento de sus dificultades-. Ahora escuche con atención. Tiene que ir a recoger el archivo de Badri Chaudhuri a la oficina del administrador. La doctora Ahrens lo necesita. Llámela. Está aquí en el hospital. Insista en que desea hablar directamente con ella. Le dirá qué información quiere del archivo. – Sí, señor -dijo Finch, quien cogió papel y lápiz y empezó a tomar rápidas notas. – En cuanto lo haya hecho, vaya directamente al New College y vea al tutor sénior. Dígale que tengo que hablar con él de inmediato y déle este número de teléfono. Dígale que es una emergencia, que es esencial que localicemos a Basingame. Debe volver a Oxford de inmediato. – ¿Cree que podrá, señor? – ¿Qué quiere decir? ¿Ha habido algún mensaje de Basingame? ¿Le ha pasado algo? – No que yo sepa, señor. – Bien, por supuesto que tendrá que volver. Sólo está en viaje de pesca, no es un viaje de trabajo. Después de hablar con el tutor sénior, pregunte a todos los estudiantes y miembros del personal que pueda. Tal vez alguien tenga idea de dónde está Basingame. Y de paso, averigüe si alguno de sus técnicos está aquí en Oxford. – Sí, señor. ¿Pero qué hago con las americanas? – Tendrá que decirles que siento no haberlas podido atender, pero que me he visto en un compromiso ineludible. Se supone que se marcharán a Ely a las cuatro, ¿no? – Sí, pero… – ¿Pero qué? – Bueno, señor, las llevé a ver el Gran Tom y la vieja iglesia de Marston y todo eso, pero cuando intenté llevarlas a Iffley, nos detuvieron. – ¿Los detuvieron? ¿Quién? – La policía, señor. Habían emplazado barricadas. Lo cierto es que las americanas están muy molestas con su concierto de campanas. – ¿Barricadas? -se extrañó Dunworthy. – Sí, señor. En la A4158. ¿He de alojar a las americanas en Salvin, señor? William Gaddson y Tom Gailey están en la escalera norte, pero están pintando Basevin. – No entiendo nada -refunfuñó Dunworthy-. ¿Por qué los detuvieron? – La cuarentena -explicó Finch, sorprendido-. Podría alojarlas en Fisher's. Han desconectado la calefacción durante las vacaciones, pero podrían encender las chimeneas. He vuelto al punto de llegada. Está un poco apartado de la carretera. Voy a arrastrar la carreta hasta el camino para que las posibilidades de que me vean sean mayores, pero si no aparece nadie en la próxima media hora, pienso ir caminando a Skendgate, que he localizado gracias a las campanadas de vísperas. Estoy experimentando un considerable desajuste temporal. Me duele mucho la cabeza y sigo teniendo escalofríos. Los síntomas son peores de lo que me habían advertido Badri y la doctora Ahrens. Sobre todo el dolor de cabeza. Me alegro de que la aldea no quede lejos. |
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