"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)

5

Cuarentena. Por supuesto, pensó Dunworthy. El auxiliar médico enviado a recoger a Montoya, y las preguntas de Mary acerca de Paquistán, y todos ellos en aquella habitación aislada con una enfermera vigilando la puerta. Por supuesto.

– Entonces, ¿le parece bien Salvin para las americanas? -preguntaba Finch.

– ¿Dijo la policía el motivo de la cuaren…? -se interrumpió. Gilchrist le observaba, pero a Dunworthy no le parecía que pudiera ver la pantalla desde donde estaba. Latimer se encontraba junto al carrito de té, intentando abrir un paquete de azúcar. La auxiliar médico dormía-. ¿Dijo la policía por qué se habían tomado esas precauciones?

– No, señor. Sólo que se trataba de Oxford y sus inmediaciones, y que contactara con el Ministerio de Sanidad para recibir instrucciones.

– ¿Lo hizo usted?

– No, señor, lo he estado intentando. No puedo comunicar. Todas las líneas están ocupadas. Las americanas han intentado llamar a Ely para cancelar su concierto, pero las líneas están saturadas.

Oxford e inmediaciones. Eso significaba que habían detenido el metro también, y el tren bala a Londres, además de bloquear todas las carreteras. No era de extrañar que las líneas estuvieran saturadas.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso? ¿Cuándo iban ustedes hacia Iffley?

– Fue un poco después de las tres, señor. He estado telefoneando desde entonces, intentando localizarle, y luego pensé que ya lo sabría. Llamé al hospital y luego empecé a hacerlo a todos los hospitales.

No lo sabía, pensó Dunworthy. Intentó recordar las condiciones necesarias para establecer una cuarentena. Las regulaciones originales la exigían en cada caso de «enfermedad no identificada o sospecha de contagio», pero habían sido aprobadas en la primera histeria tras la Pandemia, y desde entonces habían sufrido enmiendas y recortes, de modo que Dunworthy no tenía ni idea de dónde se encontraban ahora.

Sí sabía que unos años antes habría sido «identificación absoluta de una peligrosa enfermedad infecciosa», porque en los periódicos hubo un alboroto cuando la fiebre de Lasa se reprodujo durante tres semanas en un pueblo de España. Los médicos locales no habían identificado el virus, y todo se redujo a un incremento de las regulaciones, pero no sabía si habían tenido éxito.

– ¿Les asigno entonces habitaciones en Salvin, señor? -insistió Finch.

– Sí. No. Alójelas en la sala común júnior por ahora. Podrán practicar su ritmo o lo que quiera que hagan. Consiga el archivo de Badri y telefonee. Si las líneas están ocupadas, será mejor que llame a este número. Estaré aquí aunque la doctora Ahrens se vaya. Y luego averigüe qué ha sido de Brasingame. Localizarlo es más importante que nunca. Puede asignar más tarde las habitaciones a las americanas.

– Están muy molestas, señor.

Yo también, pensó Dunworthy.

– Dígale a las americanas que averiguaré lo que pueda sobre la situación y llamaré -vio cómo la pantalla se volvía gris.

– Se muere de ganas por informar a Basingame de lo que considera un fallo de Medieval, ¿eh? -masculló Gilchrist-. A pesar de que ha sido su técnico quien ha puesto en peligro este lanzamiento consumiendo drogas, un hecho del que puede estar seguro que informaré al señor Basingame a su retorno.

Dunworthy miró a su digital. Eran las cuatro y media. Finch había dicho que los habían detenido poco después de las tres. Una hora y media. Oxford sólo había tenido dos cuarentenas en los últimos años. Una había resultado ser una reacción alérgica a una inyección, y la otra nada más que una broma estudiantil. Las dos fueron canceladas en cuanto tuvieron los resultados de los análisis de sangre, que no habían tardado ni un cuarto de hora. Mary había extraído sangre en la ambulancia. Dunworthy había visto al auxiliar tender los frascos al encargado cuando llegaron a Admisiones. Había habido tiempo de sobra para obtener los resultados.

– Estoy seguro de que al señor Basingame también le interesará oír que fue su fallo en hacer los análisis a su técnico lo que puso en peligro este lanzamiento -prosiguió Gilchrist.

Dunworthy tendría que haber reconocido los síntomas como infección. La baja presión sanguínea de Badri, su respiración entrecortada, la elevada temperatura. Mary incluso había dicho en la ambulancia que tenía que ser una infección de algún tipo para tener una temperatura tan alta, pero él había supuesto que se refería a una infección localizada, estafilococos o inflamación del apéndice. ¿Y qué enfermedad podría ser? La viruela y el tifus habían sido erradicados ya en el siglo XX, y la polio en éste. Las bacteriales no tenían ninguna oportunidad contra los anticuerpos, y las antivirales funcionaban tan bien que nadie sufría ya ni un resfriado.

– Parece muy extraño que después de preocuparse tanto por las precauciones que tomaba Medieval, ni siquiera se le ocurriera examinar a su técnico en busca de drogas -machacó Gilchrist.

Tenía que ser una enfermedad del Tercer Mundo. Mary había hecho todas aquellas preguntas sobre si Badri había salido de la Comunidad, sobre sus parientes paquistaníes. Pero Paquistán no pertenecía al Tercer Mundo, y Badri no podría haber salido de la Comunidad sin ponerse toda una serie de vacunas. Y no había salido de la CEE. A excepción de aquel trabajo en Hungría, había pasado en Inglaterra todo el trimestre.

– Quisiera utilizar el teléfono -decía Gilchrist-. Estoy de acuerdo en que necesitamos a Basingame para encauzar las cosas.

Dunworthy aún tenía el teléfono en la mano. Lo miró parpadeando, sorprendido.

– ¿Pretende impedirme que telefonee a Basingame? -dijo Gilchrist.

Latimer se levantó.

– ¿Qué pasa? -dijo, los brazos extendidos como si pensara que Dunworthy podría abalanzarse hacia ellos-. ¿Qué ocurre?

– Badri no está drogado -respondió Dunworthy a Gilchrist-. Está enfermo.

– No comprendo cómo puede asegurarlo sin haber hecho un análisis -replicó Gilchrist, mirando el teléfono.

– Estamos en cuarentena -declaró Dunworthy-. Es una especie de enfermedad infecciosa.

– Es un virus -terció Mary desde la puerta-. No lo hemos secuenciado todavía, pero los resultados preliminares lo identifican como una infección viral.

Se había desabrochado el abrigo, que ahora ondeaba tras ella como la capa de Kivrin mientras entraba en la habitación. Llevaba una bandeja de laboratorio llena de equipo y bolsas de papel.

– Las pruebas indican que probablemente es un mixovirus -añadió, colocando la bandeja sobre una de las mesas del fondo-. Los síntomas de Badri coinciden con esta teoría: fiebre alta, desorientación, dolor de cabeza. Definitivamente, no es un retrovirus o un picornavirus, lo cual es una buena noticia, pero pasará algún tiempo antes de que lo identifiquemos plenamente.

Acercó dos sillas a la mesa y se sentó en una.

– Lo hemos notificado al World Influenza Centre de Londres y les hemos enviado muestras para que las identifiquen y secuencien. Hasta que tengamos una identificación positiva, se ha declarado una cuarentena temporal según especifican las regulaciones del Ministerio de Sanidad en casos de posibles condiciones epidémicas -se colocó un par de guantes impermeables.

– ¡Una epidemia! -exclamó Gilchrist, dirigiendo una furiosa mirada a Dunworthy, como si lo acusara de haber preparado la cuarentena para desacreditar a Medieval.

– Posibles condiciones epidémicas -corrigió Mary, abriendo una de las bolsas de papel-. Todavía no hay epidemia. Badri es el único caso hasta el momento. Hemos hecho una comprobación por ordenador en la Comunidad, y no se han detectado otros casos con el perfil de Badri, lo cual también es buena noticia.

– ¿Cómo puede tener una infección viral? -dijo Gilchrist, todavía mirando a Dunworthy-. Supongo que el señor Dunworthy no se molestó en comprobar eso tampoco.

– Badri es empleado de la Universidad -dijo Mary-. Debería haber pasado las habituales pruebas físicas y antivirales de principio de trimestre.

– ¿No lo saben? -se exasperó Gilchrist.

– Administración está cerrada por Navidad. No he podido contactar con el administrador, y no puedo conseguir los archivos de Badri sin su número de la Seguridad Social.

– He enviado a mi secretario a la oficina de nuestro administrador para ver si tenemos copias en papel de los archivos de la Universidad -dijo Dunworthy-. Al menos deberíamos tener su número.

– Bien -asintió Mary-. Podremos averiguar mucho más sobre el tipo de virus con el que estamos tratando cuando sepamos qué antivirales ha recibido Badri y cuándo. Puede que tenga un historial de reacciones anómalas, y también es posible que se le haya pasado por alto una inoculación de temporada. ¿Conoces su religión? ¿Es neohindú?

Dunworthy negó con la cabeza.

– Es anglicano -respondió, sabiendo adónde quería llegar Mary. Los neohindúes creían que toda vida era sagrada, incluyendo los virus. Se negaban a ser vacunados o inoculados para no matar a los virus, si matar era la palabra adecuada. La Universidad les dejaba en paz en el terreno religioso, pero no les permitía vivir en un colegio mayor-. Badri tenía su certificación de principios de trimestre. Nunca le habrían permitido trabajar en la red sin ella.

Mary asintió, como si ya hubiera llegado por su cuenta a la misma conclusión.

– Como decía, es muy probable que se trate de una anomalía.

Gilchrist empezó a decir algo, pero se interrumpió cuando se abrió la puerta. La enfermera de guardia entró, llevando una mascarilla y una bata, y lápices y papel en las manos enguantadas.

– Como precaución, debemos examinar a todas aquellas personas que han estado en contacto con el paciente, para buscar anticuerpos. Necesitaremos muestras de sangre y temperatura, y será conveniente que cada uno de ustedes haga una lista de sus contactos y de los del señor Chaudhuri.

La enfermera tendió varias hojas de papel y un lápiz a Dunworthy. La hoja superior era un impreso de ingreso en el hospital. La de debajo estaba titulada «Primarios», y estaba dividida en columnas marcadas «Nombre, lugar, hora». La última hoja era igual, pero indicaba «Secundarios».

– Ya que Badri es nuestro único caso -explicó Mary-, le consideramos el caso índice. Todavía no tenemos un modo positivo de transmisión, así que deben apuntar ustedes a cualquier persona que haya tenido algún contacto con él, aunque fuese momentáneo. Todas aquellas personas con las que haya hablado, a las que haya tocado, o haya tenido algún contacto.

Dunworthy tuvo una súbita imagen de Badri inclinado sobre Kivrin, ajustándole la manga, moviéndole el brazo.

– Todos los que puedan haber quedado expuestos -concluyó Mary.

– Incluyéndonos a todos nosotros -dijo el auxiliar.

– Sí -afirmó Mary.

– Y Kivrin -señaló Dunworthy.

Por un momento, pareció como si ella no tuviese ni idea de quién era Kivrin.

– La señorita Engle recibió antivirales para todo el espectro, y potenciación de leucocitos-T -dijo Gilchrist-. No correrá ningún peligro, ¿verdad?

La doctora Ahrens vaciló sólo un instante.

– No. No tuvo ningún contacto con Badri antes de esta mañana, ¿verdad?

– El señor Dunworthy tan sólo me ofreció emplear a su técnico hace dos días -dijo Gilchrist, quien casi arrancó el lápiz y papel de las manos de la enfermera-. Por supuesto, yo asumí que el señor Dunworthy había tomado las mismas precauciones con sus técnicos que las que toma Medieval con los suyos. Sin embargo, es evidente que no lo hizo, y pueden estar seguros de que informaré al señor Basingame de su negligencia.

– Si el primer contacto de Kivrin con Badri fue esta mañana, ya estaba plenamente protegida -aseguró Mary-. Señor Gilchrist, si fuese tan amable… -indicó la silla; él se acercó y se sentó.

Mary cogió uno de los impresos de la enfermera y alzó la hoja marcada «Primarios».

– Toda persona con la que Badri haya tenido contacto es un contacto primario. Toda persona con la que ustedes hayan tenido contacto es un secundario. Me gustaría que hicieran una lista en esta hoja de todos los contactos que hayan tenido con Badri Chaudhuri durante los tres últimos días, y cualquier contacto de él que conozcan. En esta hoja -alzó el papel marcado «Secundarios»-, incluyan todos sus contactos con la hora en que se realizaron. Empiecen por el presente y vayan retrocediendo en el tiempo.

Metió un temp en la boca de Gilchrist, sacó un monitor portátil de su envoltorio de papel, y se lo pegó a la muñeca. La enfermera pasó los papeles a Latimer y la auxiliar. Dunworthy se sentó y empezó a llenar los suyos.

El impreso del hospital preguntaba su nombre, número de la Seguridad Social y un historial médico completo, cosa que sin duda el número de la Seguridad Social podía conseguir con más detalle que su memoria. Enfermedades. Operaciones. Vacunas. Si Mary no tenía el número de la Seguridad Social de Badri, eso significaba que seguía inconsciente.

Dunworthy no tenía ni idea de cuándo le habían puesto las últimas vacunas antivirales de principios de trimestre. Colocó un signo de interrogación al lado, pasó a la hoja de Primarios, y escribió su propio nombre en la parte superior de la columna. Latimer, Gilchrist, los dos auxiliares. No sabía sus nombres, y la mujer estaba todavía dormida. Sostenía los papeles en una mano, los brazos cruzados sobre el pecho. Dunworthy se preguntó si debería incluir en la lista los médicos y enfermeros que habían atendido a Badri a su llegada. Escribió: «Personal del Departamento de Admisiones», y luego un signo de interrogación. Montoya.

Y Kivrin, quien según Mary estaba plenamente protegida. «Algo falla», había dicho Badri. ¿Se refería a esta infección? ¿Había advertido que se ponía enfermo mientras intentaba hacer el ajuste y fue corriendo al pub para decirles que había contagiado a Kivrin?

El pub. No había nadie allí, excepto el camarero. Y Finch, pero se había marchado antes de que llegara Badri. Dunworthy levantó la hoja y escribió el nombre de Finch en «Secundarios», y luego volvió a la primera página y escribió «camarero de El Cordero y la Cruz». El pub estaba vacío, pero las calles no. Vio a Badri mentalmente, abriéndose paso entre la multitud navideña, chocando con la mujer del paraguas de flores y dejando atrás al anciano y el niñito del terrier blanco. «Toda persona con la que haya tenido contacto», había dicho Mary. Miró a Mary, quien sostenía la muñeca de Gilchrist y hacía cuidadosas entradas en un registro. ¿Intentaría tomar muestras de sangre y temperatura a todas las personas que aparecieran en las listas? Era imposible. Badri había tocado o rozado o respirado junto a docenas de personas en su larga carrera hacia Brasenose, y ni Dunworthy ni el propio Badri reconocerían a ninguna de ellas. Sin duda había entrado en contacto con muchas más camino del pub, y cada una de ellas habría entrado en contacto… ¿con cuántas más en las tiendas abarrotadas?

Después escribió: «Gran número de consumidores y peatones, High Street (?)», trazó una línea, y trató de recordar las otras ocasiones en que había visto a Badri. No le había pedido que dirigiera la red hasta hacía dos días, cuando supo por Kivrin que Gilchrist pretendía utilizar a un estudiante de primer curso.

Badri acababa de volver de Londres cuando Dunworthy le telefoneó. Kivrin estaba en el hospital ese día para su último examen, lo cual era un alivio. No pudo tener ningún contacto con él entonces, y Badri había estado en Londres antes de eso.

El martes, Badri fue a ver a Dunworthy para decirle que había revisado las coordenadas del estudiante de primero y hecho una comprobación total de sistemas. Dunworthy no estaba allí, así que le dejó una nota. Kivrin había ido a Balliol el martes también, para enseñarle su disfraz, pero eso fue por la mañana. En su nota, Badri decía que pasaría toda la mañana en la red. Y Kivrin comentó que iba a ver a Latimer en el Bodleian por la tarde. Pero podría haber vuelto a la red después, o estado allí antes de ir a enseñarle la ropa.

La puerta se abrió, y la enfermera hizo pasar a Montoya. Tenía la cazadora terrorista y los vaqueros empapados. Debía de estar lloviendo todavía.

– ¿Qué pasa? -le preguntó a Mary, quien estaba etiquetando una ampolla con la sangre de Gilchrist.

– Por lo visto -dijo Gilchrist, sujetando un algodón contra su brazo-, el señor Dunworthy no hizo que su técnico fuera debidamente inoculado antes de dirigir la red, y ahora está en el hospital con una temperatura de treinta y nueve coma cinco. Al parecer sufre algún tipo de fiebre exótica.

– ¿Fiebre? -preguntó Montoya, asombrada-. ¿No es treinta y nueve coma cinco una cifra baja?

– Son ciento tres grados Fahrenheit -explicó Mary, guardando la ampolla-. La infección de Badri probablemente sea contagiosa. Necesito hacerle algunas pruebas. Tendrá que anotar todos sus contactos y los de Badri.

– Muy bien -asintió Montoya. Se sentó en la silla que Gilchrist había dejado libre y se quitó la cazadora. Mary le pinchó el brazo y le insertó un nuevo vial y una jeringuilla desechable-. Acabemos pronto. Tengo que volver a la excavación.

– No puede volver -bufó Gilchrist-. ¿No se ha enterado? Estamos en cuarentena, gracias al descuido del señor Dunworthy.

– ¿Cuarentena? -dijo ella, y se sacudió de forma que la jeringuilla le saltó. La idea de contraer una enfermedad no la había afectado en absoluto, pero la mención de la cuarentena, sí-. Tengo que volver -suplicó a Mary-. ¿Significa eso que tengo que quedarme aquí?

– Hasta que tengamos los resultados de los análisis de sangre -dijo Mary, intentando encontrar una vena.

– ¿Cuánto tardará eso? -preguntó Montoya, intentando mirar su digital con el brazo en que trabajaba Mary-. El tipo que me trajo ni siquiera me dejó cubrir la excavación o conectar los calefactores, y allí está lloviendo a cántaros. La excavación se llenará de agua si no voy.

– Lo que se tarde en obtener las muestras de sangre de todos ustedes y hacer un recuento de anticuerpos -respondió Mary, y Montoya debió de captar el mensaje, porque enderezó el brazo y lo dejó quieto.

Mary llenó un vial con su sangre, le dio un temp, y le colocó un taquiobrazalete. Dunworthy la observó, preguntándose si se estaba ajustando a la verdad. No había dicho que Montoya pudiera marcharse después de los resultados de los análisis, sólo que tenía que quedarse allí hasta que estuvieran listos. ¿Y luego qué? ¿Los llevarían a un pabellón de aislamiento juntos o por separado? ¿O les administrarían algún tipo de medicación? ¿O harían más pruebas?

Mary le quitó a Montoya el taquiobrazalete y le tendió el último fajo de impresos.

– ¿Señor Latimer? Usted es el siguiente.

Latimer se levantó, con los papeles en la mano. Los miró confundido, luego los dejó sobre la silla en que había estado sentado y se dirigió a Mary. A mitad de camino, se dio la vuelta y regresó a por la bolsa de compras de Mary.

– Oh, gracias -dijo ella-. Déjela junto a la mesa, ¿quiere? Estos guantes están esterilizados.

Latimer soltó la bolsa, volcándola un poco. El extremo de la bufanda cayó al suelo. Metódicamente, la recogió.

– Me había olvidado por completo de que la había dejado allí -dijo Mary, observándole-. Con tanto ajetreo, yo… -se llevó a la boca la mano enguantada-. ¡Oh, Dios mío! ¡Colin! Me había olvidado de él. ¿Qué hora es?

– Las cuatro cero ocho -dijo Montoya, mirando su digital.

– Y él llegaba a las tres -exclamó Mary, levantándose y derribando los frascos de sangre.

– Al ver que no estabas allí, tal vez se haya ido a tu casa -dijo Dunworthy.

Mary sacudió la cabeza.

– Es la primera vez que visita Oxford. Por eso le dije que iría a recibirlo. No me he acordado de él hasta ahora -dijo, casi para sí.

– Bueno, entonces todavía estará en la estación de metro. ¿Voy y lo recojo?

– No. Has estado expuesto.

– Telefonearé a la estación, entonces. Puedes decirle que coja un taxi hasta aquí. ¿Adonde venía? ¿A Cornmarket?

– Sí, Cornmarket.

Dunworthy llamó a información, consiguió contactar a la tercera llamada, obtuvo el número en la pantalla, y llamó a la estación. La línea estaba ocupada. Pulsó la tecla de desconexión y volvió a marcar el número.

– ¿Colin es su nieto? -preguntó Montoya. Había apartado los papeles. Los demás no parecían prestar atención a este último incidente. Gilchrist iba llenando los impresos y ponía mala cara, como si todo aquello fuera un ejemplo más de negligencia e incompetencia. Latimer estaba pacientemente sentado junto a la bandeja, con la manga subida. La auxiliar seguía dormida.

– Colin es mi sobrino nieto -explicó Mary-. Venía en el metro para pasar la Navidad conmigo.

– ¿A qué hora se impuso la cuarentena?

– A las tres y diez -respondió Mary.

Dunworthy alzó la mano para indicar que había conseguido comunicar.

– ¿Es la estación de metro de Cornmarket? -dijo. Evidentemente, lo era. Se veían las puertas y a una muchedumbre tras un jefe de estación de aspecto irritado-. Es para informarme acerca de un chico que venía en el metro a las tres. Tiene doce años. Venía de Londres -Dunworthy colocó la mano sobre el receptor y preguntó a Mary-: ¿Qué aspecto tiene?

– Es rubio, con los ojos azules. Alto para su edad.

– Alto -dijo Dunworthy, intentando hacerse oír por encima del bullicio de la multitud-. Se llama Colin…

– Templer -añadió Mary-. Deirdre dijo que tomó el metro en Marble Arch a la una.

– Colin Templer. ¿Le ha visto?

– ¿Qué demonios quiere decir con eso? -gritó el jefe de estación-. Hay quinientas personas en esta estación y usted quiere saber si he visto a un niño pequeño. Mire este caos.

La visual mostró bruscamente una multitud congregada. Dunworthy la observó, buscando a un chico alto, con cabello rubio y ojos azules. Luego la imagen volvió al jefe de estación.

– Hay una cuarentena temporal -gritó por encima del rugido que parecía intensificarse por momentos-, y tengo la estación llena de gente que quiere saber por qué han parado los trenes y por qué no hago algo al respecto. Ya no sé cómo impedir que destrocen este lugar. No puedo ocuparme de un niño.

– Se llama Colin Templer -gritó Dunworthy-. Su tía abuela tenía que encontrarse allí con él.

– Bien, ¿entonces por qué no lo hace y me quita un problema de encima? Tengo una muchedumbre enfurecida que quiere saber cuánto tiempo va a durar la cuarentena y por qué no hago nada -la comunicación se cortó bruscamente. Dunworthy se preguntó si había colgado o si algún comprador furioso le había arrancado el teléfono de la mano.

– ¿Le ha visto el jefe de estación? -preguntó Mary.

– No. Tendrás que enviar a alguien a recogerlo.

– Sí, claro. Enviaré a un miembro del personal -suspiró ella, y se marchó.

– La cuarentena se impuso a las tres y diez, y el chico no debía llegar hasta las tres -intervino Montoya-. Tal vez llegó tarde.

Esta posibilidad no se le había ocurrido a Dunworthy. Si la cuarentena se había declarado antes de que el tren llegara a Oxford, habría sido detenido en la estación más cercana y los pasajeros desviados o devueltos a Londres.

– Vuelva a llamar a la estación -pidió, tendiéndole el teléfono. Le dio el número-. Dígales que su tren salió de Marble Arch a la una. Haré que Mary telefonee a su sobrina. Tal vez Colin ya haya vuelto.

Salió al pasillo para pedirle a la enfermera que localizara a Mary, pero no estaba allí. Mary debía de haberla enviado a la estación.

No había nadie en el pasillo. Miró en la cabina que había utilizado antes y luego marcó el número de Balliol. Después de todo, cabía la remota posibilidad de que Colin hubiera ido al apartamento de Mary. Enviaría a Finch allí y, si no lo encontraba, que se dirigiera a la estación. Era muy probable que hiciera falta más de una persona para localizar al chico en aquel lío.

– Hola -dijo una mujer.

Dunworthy miró con el ceño fruncido al número que había marcado, pero no se había equivocado.

– Estoy intentando localizar al señor Finch en Balliol College.

– No está aquí ahora mismo -respondió la mujer, obviamente americana-. Soy la señora Taylor. ¿Quiere dejarle un mensaje?

Debía de ser una de las campaneras. Era más joven de lo que esperaba, poco más de treinta años, y parecía muy delicada para dedicarse a tocar campanas.

– ¿Podría decirle que llame al señor Dunworthy al hospital en cuanto regrese, por favor?

– Señor Dunworthy -ella lo anotó, y entonces alzó bruscamente la cabeza-. Señor Dunworthy -repitió con un tono de voz absolutamente distinto-, ¿es usted la persona responsable de que estemos prisioneras aquí?

No había ninguna buena respuesta a eso. No tendría que haber llamado al salón común. Había enviado a Finch al despacho del administrador.

– El Ministerio de Sanidad instaura cuarentenas temporales en casos de enfermedad no identificada. Es una medida preventiva. Lamento que les haya causado inconveniencias. He dado instrucciones a mi secretario para que su estancia sea agradable, y si hay algo que pueda hacer por ustedes…

– ¿Hacer? ¿Hacer? Puede llevarnos a Ely, eso es lo que puede hacer. Mis campaneras tenían que dar un concierto en la catedral a las ocho, y mañana debemos estar en Norwich. Vamos a tocar un repique en Nochebuena.

Dunworthy no estaba dispuesto a ser quien le anunciara que no iban a estar en Norwich al día siguiente.

– Estoy seguro de que en Ely ya son conscientes de la situación, pero puedo telefonear a la catedral y explicar…

– ¡Explicar! Tal vez le gustaría explicármelo a mí también. No estoy acostumbrada a verme privada de mis libertades civiles de esta forma. En Estados Unidos, nadie soñaría con decir dónde puedes y no puedes ir.

Y más de treinta millones de norteamericanos murieron durante la Pandemia como resultado de esa forma de pensar.

– Le aseguro, señora, que la cuarentena es solamente para protegerlas, y que todas las fechas de sus conciertos volverán a fijarse. Mientras tanto, Balliol se enorgullece de tenerlas como invitadas. Deseo de todo corazón conocerla en persona. Su reputación la precede.

Y si eso fuera cierto, pensó, le habría dicho que Oxford estaba en cuarentena cuando escribió solicitando permiso para venir.

– No hay manera de volver a fijar un repique de Nochebuena. Íbamos a tocar un repique nuevo, el Chicago Surprise Minor. La Capilla de Norwich cuenta con que estemos allí, y le aseguro que…

Dunworthy pulsó el botón de desconexión.

Finch probablemente estaba en el despacho del administrador, buscando los archivos médicos de Badri, pero Dunworthy no pensaba arriesgarse a encontrarse con otra campanera. En cambio, buscó el número de Transportes Regionales y empezó a marcarlo.

La puerta del fondo del pasillo se abrió y apareció Mary.

– Estoy intentando con Transportes Regionales -anunció Dunworthy, mientras terminaba de marcar el número. Le pasó el teléfono.

Ella lo rechazó, sonriendo.

– No importa. Acabo de hablar con Deirdre. El tren de Colin fue detenido en Barton. Los pasajeros fueron llevados de vuelta a Londres. Ella va a ir a Marble Arch a recogerlo -suspiró-. Deirdre no parecía muy contenta. Pensaba pasar la Navidad con la familia de su nuevo compañero, y creo que prefería que el niño no estuviera presente, pero qué se le va a hacer. Me alegro de que no se vea mezclado en todo esto.

Él pudo percibir el alivio en su voz. Recogió el teléfono.

– ¿Tan malo es?

– Acabamos de recibir la identificación preliminar. Es un mixovirus tipo A, sin ninguna duda. Gripe.

Él esperaba algo peor, alguna fiebre del Tercer Mundo o un retrovirus. Había sufrido la gripe en los días anteriores a las antivirales. Se había sentido fatal, congestionado, febril y dolorido durante unos cuantos días, y luego se recuperó simplemente a base de descansar y tomar líquidos.

– ¿Retirarán la cuarentena, entonces?

– No, hasta que tengamos los archivos médicos de Badri. Sigo esperando que se haya saltado su última dosis de antivirales. De lo contrario, tendremos que esperar hasta que localicemos la fuente.

– Pero se trata sólo de la gripe.

– Si hay un pequeño cambio antigénico, de un punto o dos, es sólo la gripe -corrigió ella-. Si hay un cambio mayor, es influenza, que es un asunto completamente distinto. La pandemia de la Gripe Española de 1918 era un mixovirus. Mató a veinte millones de personas. Los virus mutan cada pocos meses. Los antígenos de su superficie cambian, de forma que los hace irreconocibles para el sistema inmunológico. Por eso las vacunas son necesarias en cada estación. A pesar de ello, no sirven de nada contra grandes cambios.

– ¿Y es éste el caso?

– Lo dudo. Las mutaciones importantes sólo suceden cada diez años o así. Creo que lo más probable es que Badri no recibiera su vacuna estacional. ¿Sabes si tuvo que trasladarse a principios de trimestre?

– No. Pero es posible.

– Si tuvo algún trabajo urgente, es probable que se le olvidara, y en ese caso lo único que tiene es la gripe de este invierno.

– ¿Y Kivrin? ¿Recibió las vacunas estacionales?

– Sí, y antivirales en todo el espectro y potenciación de leucocitos-T. Está plenamente protegida.

– ¿Aunque sea influenza?

Ella vaciló una fracción de segundo.

– Si estuvo expuesta al virus a través de Badri esta mañana, está plenamente protegida.

– ¿Y si se encontró con él antes?

– Si te respondo, sólo servirá para que te preocupes -respiró hondo-. La potenciación y las antivirales se le administraron para que tuviera inmunidad total al principio del lanzamiento.

– Y Gilchrist lo adelantó dos días -dijo Dunworthy amargamente.

– Yo no habría permitido que fuera si no creyera que se encontraba bien.

– Pero no contaste con la posibilidad de que estuviera expuesta a un virus de influenza antes de marcharse siquiera.

– No, pero eso no cambia nada. Tiene inmunidad parcial, y no estamos seguros de que estuviera expuesta. Badri apenas se le acercó.

– ¿Y si estuvo expuesta antes?

– Sé que no debería de habértelo dicho -suspiró Mary-. La mayoría de los mixovirus tienen un período de incubación de doce a cuarenta y ocho horas. Aunque Kivrin estuviera expuesta hace dos días, habría tenido suficiente inmunidad para impedir que el virus se replicara lo suficiente para causar más que síntomas menores. Pero no es influenza -le palmeó el brazo-. Y estás olvidando las paradojas. Si hubiera estado expuesta, habría sido altamente contagiosa. La red no la habría dejado pasar.

Tenía razón. Las enfermedades no podían atravesar la red si existía alguna posibilidad de que los contemporáneos las contrajeran. Las paradojas no lo permitirían. La red no se habría abierto.

– ¿Cuáles son las probabilidades de que la población de 1320 sea inmune? -preguntó.

– ¿A un virus actual? Casi ninguna. Hay mil ochocientos puntos posibles de mutación. Los contemporáneos tendrían que tener todos el virus exacto, o serían vulnerables.

Vulnerables.

– Quiero ver a Badri -dijo-. Cuando llegó al pub, dijo que algo fallaba. Lo estuvo repitiendo en la ambulancia camino del hospital.

– Algo falla -contestó Mary-. Sufre una grave infección vírica.

– O sabe que ha contagiado a Kivrin. O no hizo el ajuste.

– Dijo lo contrario -ella le miró, compasiva-. Supongo que es inútil decirte que no te preocupes por Kivrin. Ya has visto cómo acabo de actuar con respecto a Colin. Pero hablaba en serio cuando dije que los dos están a salvo. Kivrin está mucho mejor que aquí, incluso entre esos ladrones y asesinos que no paras de imaginar. Al menos no tendrá que tratar con las regulaciones de cuarentena del Ministerio de Sanidad.

Él sonrió.

– O con las campaneras americanas. América no ha sido descubierta todavía -extendió la mano hacia el pomo de la puerta.

La puerta de otro extremo del pasillo se abrió de golpe y una mujer corpulenta que llevaba una maleta la atravesó.

– Está usted ahí, señor Dunworthy -gritó desde la otra punta del pasillo-. Le he estado buscando.

– ¿Es una de tus campaneras? -preguntó Mary, volviéndose a mirarla.

– Peor -contestó Dunworthy-. Es la señora Gaddson.