"Dime quién soy" - читать интересную книгу автора (Navarro Julia)2El edificio estaba situado en el barrio de Salamanca, la zona rica de Madrid. Estuve un rato paseando por la calle intentando fijar en la retina cada detalle de la finca y sobre todo ver quiénes entraban y salían, pero al final lo único que conseguí fue llamar la atención del portero. – ¿Espera a alguien? -me preguntó mosqueado. – Pues no… o mejor dicho sí. Bueno, verá, es que no sé si en esta casa vive la familia Garayoa. – ¿Y usted quién es? -quiso saber, y con su pregunta me di cuenta de que efectivamente allí había algún Garayoa. – Pues un familiar lejano. ¿Podría decirme quién de los Garayoa vive aquí? El portero me miró de arriba abajo intentando convencerse de que yo era una persona a la que se podía dar esa información, pero no terminaba de despejar sus dudas, de manera que le enseñé mi carnet de identidad. El hombre lo miró y me lo devolvió de inmediato. – Pero usted no se llama Garayoa… – Garayoa era mi bisabuela, Amelia Garayoa… Mire. Si le parece, usted consulta a los Garayoa que vivan en esta casa y si me permiten subir a visitarlos, subo, y si no, me marcho. – Espere aquí -me ordenó, y por su tono de voz deduje que no quería que entrara en el portal. Impaciente, aguardé en la calle, preguntándome quién viviría en esa casa, si alguna vieja sobrina de mi bisabuela, o primos, o sencillamente unos Garayoa que no tuvieran nada que ver con mi familia. A lo mejor, me dije, el apellido Garayoa era tan común en el País Vasco como el Fernández lo era en el resto de España. Por fin el portero salió en mi busca. – La señora dice que suba usted -me anunció sin tenerlas todas consigo. – ¿Ahora? -pregunté, aturdido, porque en realidad no esperaba que nadie me recibiera sino, al contrarío, que el portero me mandara desaparecer. – Sí, ahora. Suba usted al tercero. – ¿Tercero derecha o izquierda? – La casa de las señoras ocupa toda la planta. Decidí subir por la escalera, en vez de coger el ascensor, para que me diera tiempo a pensar qué iba a decir a los que vivían en aquella casa, pero mi decisión aumentó la desconfianza del portero. – ¿Por qué no coge el ascensor? – Porque me gusta hacer ejercicio -respondí, desapareciendo del campo de visión de su mirada inquisidora. Una mujer aguardaba ante la puerta abierta; de mediana edad, con traje gris y el cabello corto. Noté que me miraba con más desconfianza que el portero. – Las señoras lo recibirán ahora. Pase, por favor. – ¿Y usted quién es? -pregunté con curiosidad. Ella me miró como si mi pregunta hubiera violado su intimidad. Me observó con disgusto antes de responder. – Soy el ama de llaves, me encargo de todas las cosas de la casa. Cuido de las señoras. Esperará en la biblioteca. Al igual que el portero, hablaba de «las señoras», lo que me hacía suponer lo evidente: que allí vivían dos o más mujeres. Me condujo hasta una sala espaciosa, con vetustos muebles tic caoba y las paredes recubiertas de libros. Un sofá de piel de color marrón oscuro junto a otros dos sillones ocupaban un extremo de la estancia. – Siéntese, avisaré a las señoras de que está usted aquí. No me senté, sino que me puse a curiosear los libros perfectamente encuadernados en piel. Me llamó la atención que, salvo libros, no hubiera ningún otro objeto en la biblioteca, ni un adorno, ni un cuadro, nada. – ¿Le interesan los libros? Me volví avergonzado, como un niño al que pillan metiendo la mano en el tarro de la mermelada. Balbuceé un «sí» mientras miraba a la mujer que me había hablado. Su aspecto no delataba una edad concreta: podría tener cincuenta o sesenta años. Alta, delgada y de cabello castaño oscuro, vestía con elegancia un traje de chaqueta y pantalón y, como únicos adornos, llevaba unos pendientes y una alianza de brillantes. – Perdone que la haya molestado, me llamo Guillermo Albi. – Sí, eso ha dicho el portero, sé que le ha mostrado el carnet de identidad. – Era para que no desconfiara, en fin, para que viera que no soy un loco. – Bueno, un poco raro sí que es que se presente usted en esta casa preguntando si vive aquí alguien de la familia Garayoa, y afirmando que su bisabuela era Amelia Garayoa… – Pues aunque parezca raro es la verdad. Soy bisnieto, o eso creo, de Amelia Garayoa. ¿Sabe usted quién es? La mujer esbozó una sonrisa amplia y me miró divertida antes de responder. – Sí, sé quién es Amelia Garayoa. En realidad soy yo, y es evidente que no soy su bisabuela. Me quedé sin saber qué decir. De manera que aquella mujer, que de repente se me antojó que se parecía a mi tía Marta, era Amelia Garayoa, y, efectivamente, dada su edad no podía ser mi bisabuela. – ¿Se llama usted Amelia Garayoa? – Sí, ¿le parece mal? -me preguntó con ironía. – No, no, en absoluto; perdone, es que… en fin, todo esto es un lío. – Para empezar, me gustaría saber a qué se refiere cuando dice «todo esto es un lío» y, en segundo lugar, ¿quién es usted? ¿Qué quiere? El ama de llaves entró en la biblioteca antes de que yo pudiera responder y anunció solemnemente: – Las señoras los esperan en la sala. Amelia Garayoa me miró dudando si debía o no conducirme a esa sala donde al parecer otras señoras esperaban. – Mis tías son muy mayores, pasan de los noventa años cada una, y no me gustaría que turbara su tranquilidad… – No, no lo haré, no es esa mi intención, yo… me gustaría explicarles por qué estoy aquí. – Sí, convendría que nos lo explicara -respondió con sequedad. Salió de la biblioteca y yo la seguí azorado. Me sentía un intruso a punto de hacer el ridículo. La sala era espaciosa, con dos amplios miradores. Pero lo que más llamaba la atención era una imponente chimenea de mármol en la que crepitaba la leña. A cada lado de la chimenea había un sillón orejero, y frente al fuego un sofá de piel negro. Dos ancianas que parecían gemelas ocupaban los sillones. Tenían el pelo blanco y lo llevaban recogido en forma de moño. Vestían idénticas faldas de color negro. Una lucía un jersey de color blanco y la otra de color gris. Ambas me observaban con curiosidad sin decir nada. – Le presento a mis tías abuelas -dijo Amelia-. Este joven se llama Guillermo Albi. – Buenas tardes; perdonen mi irrupción, son ustedes muy amables al recibirme. – Siéntese -me ordenó la más anciana, la que llevaba jersey blanco. – Le hemos recibido porque mis tías así lo han decidido, yo no era partidaria de hablar con un extraño -cortó Amelia dejando claro que, si por ella fuera, me despediría sin más. – Lo entiendo, ya sé que no es muy habitual presentarse en una casa diciendo que uno tuvo una bisabuela que se apellidaba Garayoa y preguntar si saben ustedes algo de ella. Les pido disculpas y espero no molestarlas demasiado. – ¿Qué es lo que quiere? -me preguntó la anciana del jersey gris. – Antes que nada, quizá sea mejor decirles quién soy… Mi familia tiene una pequeña fábrica, Máquinas Carranza, que dirige mi tía Marta; les voy a dar la dirección y los teléfonos, así ustedes pueden indagar sobre mí, y yo regreso cuando ustedes sepan que soy una persona de bien y que no hay nada raro en mi visita… – Sí -dijo Amelia-, usted me va a dejar todas sus direcciones, es lo mejor, y su teléfono, y… – No seas impaciente, Amelia -interrumpió la anciana del jersey gris-, y usted, joven, díganos de una vez qué quiere y a quién busca y cómo ha dado con esta casa. – Me llamo Guillermo Albi, y al parecer tuve una bisabuela que se llamaba Amelia Garayoa. Digo al parecer porque esa bisabuela es un misterio, sabemos poco o casi nada de ella. En realidad, no hemos descubierto cómo se llamaba hasta ayer, cuando encontré la partida de bautismo de mi abuelo, y allí figuraba el nombre de su madre. Extraje del bolsillo de la chaqueta una fotocopia de la partida de bautismo de mi abuelo y se la acerqué a la anciana del jersey blanco. Cogió unas gafas que tenía sobre la mesa y leyó con avidez el documento, me clavó una mirada acerada y sentí que estaba leyendo hasta mis pensamientos más ocultos. No pude sostener aquella mirada, de manera que desvié la vista hacia la chimenea. Ella le entregó el documento a la anciana del jersey gris, quien también lo leyó detenidamente. – Así que usted es nieto de Javier -afirmó la anciana del jersey gris. – Sí, ¿lo conoció usted? -pregunté. – ¿Y cómo se llama la esposa de Javier? -añadió la anciana del jersey gris sin responder a mi pregunta. – Mi abuela materna se llamaba Jimena. – Siga con su historia -terció la anciana del jersey blanco. – Verán, mi tía Marta, que es la hermana de mi madre, encontró hace poco una foto y pensó que podía ser de su misteriosa abuela desaparecida. Como yo soy periodista y ahora estoy pasando una mala racha, prácticamente estoy en el paro, se le ocurrió ponerme a investigar qué sucedió con Amelia Garayoa. En realidad, ni mi madre ni mis tíos supieron hasta ayer cómo se llamaba su abuela. Su padre se cambió el apellido Garayoa por el de Fernández, y parece que nunca hablaba de su madre; en la familia era un tema tabú. Durante un tiempo creyó que su madre era Águeda, el ama de cría, con la que mi bisabuelo tuvo otra hija. Supongo que debió de ser muy duro enterarse de que su madre lo había abandonado. Ninguno de sus hijos se atrevió nunca a preguntarle qué había sucedido, de manera que en la familia no tenemos ninguna información. – ¿Y por qué quiere su tía Marta saber qué fue de la madre de su padre? -preguntó Amelia Garayoa, la sobrina nieta de las dos ancianas. – Pues, porque, como les he dicho, encontró una foto y pensó que podía tratarse de esa Amelia Garayoa, y se le ocurrió que yo podría escribir una historia, la historia de esa mujer. Mi tía quiere regalar el relato a sus hermanos las próximas Navidades. Será un regalo sorpresa. Y no quiero engañarlas: a mí poco me importa lo que mi bisabuela hizo y las razones que la llevaron a ello, pero ya les he comentado que estoy pasando por un mal momento profesional y mi tía me va a recompensar generosamente por esta historia. Tengo una hipoteca que pagar y, la verdad, es que me da vergüenza seguir pidiendo dinero a mi madre. Las tres mujeres me observaban en silencio. Caí en la cuenta de que llevaba más de media hora en aquella casa y que no había parado de hablar, de explicarles quién era, mientras que seguía sin saber nada de ellas. Tonto de mí, me había sincerado hasta el ridículo, como si fuera un adolescente cogido en falta. – ¿Tiene esa foto que encontró su tía? -preguntó la anciana del jersey blanco con voz temblorosa. – Sí, he traído una copia -respondí, y la extraje del bolsillo de la chaqueta. La anciana esbozó una amplia sonrisa al contemplar la imagen de aquella joven vestida de novia. Las otras dos mujeres se acercaron para mirar la imagen. Ninguna decía nada, y su silencio me ponía nervioso. – ¿La conocen? ¿Conocen a la muchacha del retrato? – Joven, ahora nos gustaría quedarnos a solas. Usted quiere saber si conocemos a esa Amelia Garayoa que al parecer fue familiar suyo… Puede ser, aunque el apellido Garayoa tampoco es que sea infrecuente en el País Vasco. Si nos deja esa fotocopia de la partida de bautismo y la foto… nos sería de gran ayuda -dijo la anciana del jersey gris. – Sí, no tengo inconveniente. ¿Creen que puede ser un familiar de ustedes? – ¿Qué le parece si nos deja su teléfono? Nosotras nos pondremos en contacto con usted -continuó hablando la anciana del jersey gris, sin responder a mi pregunta. Asentí. No podía hacer otra cosa. Amelia Garayoa se levantó del sofá para despedirme. Incliné la cabeza ante las dos ancianas, murmuré un «gracias» y seguí a la mujer elegante que me había guiado hasta el salón. – Lo que sí es una casualidad es que se llame usted como mi bisabuela -me atreví a decirle a modo de despedida. – No lo crea, en mi familia hay muchas Amelias; tengo tías, primas y sobrinas con ese nombre. Mi hija también se llama Amelia María, como yo. – ¿Amelia María? – Sí, para distinguirnos unas Amelias de las otras, unas se llaman simplemente Amelia y otras, Amelia María. – ¿Y estas dos señoras ha dicho usted que son sus tías abuelas? Amelia dudó si debía responder a mi pregunta. Finalmente habló. – Sí. Esta es la casa familiar; cuando me quedé viuda, me vine a vivir con ellas, son muy mayores. Mi hija vive en Estados Unidos. Somos una familia muy unida; tías, sobrinas, nietos… en fin, nos queremos y cuidamos los unos de los otros. – Eso está muy bien -respondí por decir algo. – Son muy mayores -insistió-. Las dos pasan de los noventa, aunque tienen buena salud. Le llamaremos -dijo mientras me cerraba la puerta. Cuando llegué a la calle tenía la sensación de estar noqueado. La escena vivida me parecía surrealista, aunque en realidad también lo era el encargo de tía Marta y mi desfachatez presentándome en una casa ajena para preguntar a unas desconocidas si sabían algo de mi bisabuela. Decidí no comentarle nada a mi tía, al menos quería esperar a ver si las señoras decidían llamarme y volver a verme o si, por el contrario, me cerraban su puerta para siempre. Pasé varios días pendiente del teléfono, y cuanto más pensaba en aquellas mujeres, más seguro estaba de que había encontrado una pista; lo que no sabía es adonde podía llevarme. – ¿Guillermo Albi? Buenos días, soy Amelia María Garayoa. Aún no me había levantado, eran las ocho de la mañana, y el sonido del teléfono me produjo un sobresalto, pero mucho mayor fue el escuchar la voz de aquella Amelia Garayoa. – Buenos días -balbuceé sin saber qué decir. – ¿Le he despertado? – No… no… bueno, en realidad sí, anoche estuve leyendo hasta tarde… – Ya. Bueno, da lo mismo. Mis tías quieren verle, han decidido hablar con usted. ¿Puede venir esta tarde? – ¡Sí! ¡Claro que sí! – Bien, si le parece lo esperamos en casa a las cinco. – Allí estaré. No colgó el teléfono. Parecía dudar antes de seguir hablando. Oía su respiración al otro lado de la línea. Por fin habló. Su voz había cambiado de tono. – Si por mí fuera usted no volvería a pisar nuestra casa, creo que sólo nos va a traer problemas, pero mis tías han tomado la decisión y yo no puedo más que respetarla. Ahora bien, le aseguro que si intenta perjudicarnos, acabaré con usted. – ¿Cómo dice? -pregunté sobresaltado por la amenaza. – Sé quién es usted, un periodista sin fortuna, un individuo conflictivo que ha tenido problemas en todos los medios en los que ha trabajado. Y le aseguro que si su comportamiento excede lo que yo creo razonable, haré lo imposible porque no pueda volver a encontrar trabajo el resto de su vida. Colgó el teléfono sin darme tiempo a replicar. Por lo pronto, ya sabía que la tal Amelia María Garayoa había estado investigándome, mientras que yo había cometido el error de quedarme sentado a la espera de una llamada en lugar de haber indagado en la vida de aquellas extrañas mujeres. Me dije a mí mismo que como periodista de investigación estaba resultando un auténtico desastre, aunque como procuro ser benevolente con mis defectos, también me dije que lo mío nunca había sido la investigación, sino la crónica política. Fui a comer a casa de mi madre, con la que terminé discutiendo a propósito de mi futuro inmediato. A mi madre no le parecía mal que hubiese aceptado el encargo de tía Marta, puesto que eso significaba ganar tres mil euros al mes, pero me recordó que ese sueldo tenía fecha de caducidad, que en cuanto averiguara cuatro cosas sobre la bisabuela y escribiera el relato, debería volver a vivir de mi profesión, y según ella, no estaba buscando ningún trabajo mejor que el de crítico literario en un periódico digital. Mi madre consideraba que un periódico digital era igual a nada, puesto que a ella jamás se le ocurriría encender el ordenador para leer el diario en la red; de manera que lo que yo hacía le parecía irrelevante. Razón no le faltaba, pero yo estaba demasiado nervioso para escuchar sus quejas, y tampoco quería sincerarme contándole que iba a visitar esa misma tarde a las ancianas. Estaba seguro de que no me habría guardado el secreto y se lo habría contado a tía Marta. A las cinco menos cinco entraba en el portal de la casa de las Garayoa. Esta vez el portero no me puso inconvenientes. Abrió la puerta el ama de llaves, quien, con un breve «buenas tardes» seguido de «pase, las señoras le esperan», me acompañó hasta el salón de la chimenea, allí donde había estado la vez anterior. Las dos ancianas me recibieron con gesto serio. Me sorprendió no ver a su sobrina nieta, Amelia María, así que pregunté por ella. – Está trabajando, suele terminar tarde. Es En esta ocasión, la que parecía más mayor vestía con un traje negro, mientras que la otra, que había vuelto a optar por un jersey de color gris, más oscuro que el anterior, también lucía un collar de perlas. – Le explicaremos por qué hemos decidido hablar con usted -dijo la anciana de negro. – Yo se lo agradezco -respondí. – Amelia Garayoa es… bueno, mejor dicho, era familiar nuestro. Sufrió mucho cuando tuvo que separarse de su hijo Javier. Nunca se lo perdonó a sí misma. No se puede volver sobre el pasado para deshacerlo, pero ella siempre sintió esa deuda. Jamás pudo pagarla, no supo cómo. Sí le podemos decir que no hubo ni un momento de su vida en que no pensara en Javier. Pareció dudar antes de proseguir. – Le ayudaremos. Escuché con asombro las palabras de la anciana vestida de negro. Hablaba con voz cansina, como si le costara decir aquellas palabras, y no sé por qué, pero sentí que remover el pasado iba a provocarles un enorme dolor. La anciana de negro se había quedado en silencio, observándome, como buscando fuerzas para proseguir. – Les estoy muy agradecido por haber decidido ayudarme… -dije, sin saber muy bien qué más añadir. – No, no nos lo agradezca; usted es el nieto de Javier, y además le pondremos condiciones -replicó la anciana de gris. Me di cuenta de que su sobrina nieta, Amelia Garayoa, no me había dicho sus nombres; en realidad no me las había presentado, y por eso yo mentalmente las identificaba por el color de la ropa. No me atrevía a preguntarles cómo se llamaban dada la solemnidad que estaban imprimiendo a aquel momento. – Además, no le va a resultar nada fácil enterarse de la historia de su bisabuela -intervino de nuevo la anciana de negro. Estas últimas palabras me dejaron perplejo. Primero me decían que me iban a relatar la historia de mi antepasada y luego me anunciaban que ese conocimiento no estaría exento de dificultad, pero ¿por qué? – Nosotras no podemos contar lo que no sabemos, pero sí orientarle. Lo mejor será que rescate usted del pasado a Amelia Garayoa, que siga todos y cada uno de sus pasos, que visite a algunas personas que la conocieron, si es que aún viven, que reconstruya su vida desde los cimientos. Sólo así podrá escribir su historia. Quien hablaba ahora era la anciana de gris. Tenía la impresión de estar convirtiéndome en un títere de las dos mujeres. Ellas movían los hilos, ellas iban a dictar las condiciones para permitir asomarme a la vida de mi antepasada, y no me darían ninguna otra opción que no fuera la de atenerme a sus deseos. – De acuerdo -dije a regañadientes-, ¿qué tengo que hacer? – Paso a paso, iremos paso a paso -continuó hablando la anciana de gris-. Antes de empezar, tiene que comprometerse a algunas cosas. – ¿A qué quieren que me comprometa? – En primer lugar, a que seguirá nuestras indicaciones sin rechistar; somos muy mayores y no tenemos ganas, ni tampoco tiempo, para convencerlo de nada, de manera que usted siga nuestras instrucciones y así llegará a saber qué sucedió. En segundo lugar, a asumir que nos reservamos el derecho de decidir qué puede o no hacer con el texto que escriba. – ¡Pero eso no lo puedo aceptar! ¿Qué sentido tiene que ustedes me ayuden a investigar la historia de Amelia Garayoa si luego deciden no permitirme que lo que escriba se lo entregue a mi familia? – Ella no fue una santa, pero tampoco un monstruo -murmuró la anciana de negro. – Yo no tengo ninguna intención de juzgarla. Puede que para ustedes resulte tremendo que hace más de setenta años una mujer se marchara de casa dejando a su hijo en manos de su marido, pero hoy en día eso no resulta nada extraordinario. No considero que una mujer pueda ser tachada de monstruo por abandonar a – Son nuestras condiciones -insistió la anciana de gris. – No me dan muchas opciones… – Lo que le pedimos no es tan difícil… – Bien, acepto, pero ahora me gustaría que ustedes respondieran a algunas preguntas. ¿Qué relación tuvieron con Amelia Garayoa? ¿La conocieron? Y por otro lado, ¿quiénes son ustedes? Ni siquiera sé sus nombres… -dije en tono de protesta. – Verá, joven, nosotras pertenecemos a una época en que la palabra dada tenía valor de ley; de manera que ¿nos da su palabra de que acepta nuestras condiciones? -insistió la anciana de gris. – Ya les he dicho que sí. – En cuanto a quiénes somos… como usted ya habrá intuido, somos familia directa de Amelia Garayoa y, por lo tanto, indirectamente familia de usted. En el pasado compartimos con ella sus inquietudes, sus decisiones, sus errores, sus penas… Se podría decir que somos las albaceas de su memoria. Su vida transcurrió paralela a la nuestra. Lo importante no es quiénes somos nosotras sino quién fue ella, y le vamos a ayudar a que lo descubra -afirmó con rotundidad la anciana de negro. – En cuanto a nuestros nombres… Llámeme doña Laura y a ella -dijo la anciana de gris señalando a la otra anciana- doña Amelia. – ¿Amelia? -pregunté desconcertado. – Ya le dijo mi sobrina que en nuestra familia hay muchas Amelias… -respondió doña Laura. – ¿Puedo saber por qué esa afición al nombre de Amelia? – Antes era común poner a las hijas el nombre de la madre, o el de la abuela, o el de la madrina, así que en nuestra familia encontrará unas cuantas Amelias y Amelia Marías. Precisamente a mi hermana le pusieron Amelia María, aunque siempre la hemos llamado Melita para distinguirla de mi prima Amelia, ¿verdad? -dijo doña Laura mirando a la otra anciana. Por lo menos ya sabía cómo se llamaban las dos ancianas, que por lo que entendía eran hermanas. – Perdonen que insista, pero me gustaría saber exactamente el grado de parentesco que tenían ustedes con mi bisabuela. Deduzco que eran sus primas… – Sí, y estábamos muy unidas, eso téngalo por seguro -respondió doña Laura. – Bien, ahora que hemos llegado a un acuerdo, lo mejor es que usted se ponga a trabajar. Le vamos a entregar un diario, le servirá para empezar a conocer a su bisabuela -afirmó la anciana de negro. – ¿Un diario? ¿De Amelia? -dije extrañado. – Sí, de Amelia. Lo empezó a escribir siendo una adolescente. Su madre se lo regaló cuando cumplió catorce años, y ella estaba feliz, porque entre otras cosas, soñaba con ser escritora. La anciana de negro sonreía mientras evocaba el recuerdo del diario de Amelia. – ¿Escritora? ¿En aquella época? -pregunté yo con sorpresa. – Joven, imagino que sabe que siempre ha habido mujeres que han escrito, y cuando se refiere a «aquella época» no lo haga como si fuera la Prehistoria -intervino doña Laura con aire de enfado. – Entonces, Amelia, mi bisabuela, quería ser escritora… – Y actriz, y pintora, y cantante… Tenía unas enormes ganas de vivir y cierto talento para el arte. El diario fue el mejor regalo de cuantos recibió en aquel cumpleaños -afirmó doña Melita-, pero ya le hemos dicho que tiene usted que ir descubriéndola poco a poco. De manera que lea este diario, y cuando lo termine, venga a vernos y le indicaremos el siguiente paso. – Sí, pero antes de que lea el diario deberíamos de explicarle algo de cómo era la familia, cómo vivían… -indicó doña Laura. – Perdonen, para aclararme, ¿usted es doña Laura y a usted debo llamarla doña Amelia María como a su sobrina nieta o doña Melita? -pregunté interrumpiendo a doña Laura. – Como quiera, eso no es importante. Lo que queremos es que lea el diario -protestó doña Melita-. En cualquier caso, joven, la nuestra era una familia acomodada de empresarios e industriales. Gente educada y culta. – Es necesario que pueda contextualizar lo que pasó -insistió, irritada, doña Laura. – No se preocupen, sabré hacerlo… – Amelia nació en 1917, un período convulso de la historia, el año en que triunfó la Revolución soviética, cuando aún no había terminado la Primera Guerra Mundial. En España había un gobierno de concentración, y reinaba Alfonso XIII. – Sí, sé lo que sucedió en 1917… -Temía que doña Laura se empeñara en darme una lección de historia. – Joven, no se impaciente, la vida de las personas tiene sentido si se explica en su contexto, de lo contrario es difícil que usted entienda nada. Como le decía, Amelia, y yo misma, crecimos en los años de la dictadura de Primo de Rivera, asistimos a la victoria republicana en las elecciones municipales de 1931 con la consabida proclamación de la República y la marcha de Alfonso XIII al exilio. Luego vinieron los gobiernos de centro-izquierda, y en 1932 la aprobación del Estatuto de Cataluña, el intento de golpe de Estado de San Jurjo, en 1933 el triunfo de las derechas agrupadas en la CEDA, la huelga general revolucionaria de 1934… – Me hago cargo de que vivieron momentos difíciles -dije intentando cortar el discurso de la anciana. En ese momento entró en el salón Amelia María, la sobrina nieta de las dos ancianas. La verdad es que me hacía un lío con tanta Amelia. Apenas me miró, besó a sus tías y les preguntó qué tal habían pasado el día. Después de un intercambio de generalidades al que asistí atento y en silencio, Amelia María se dignó hablarme. – Y a usted, ¿cómo le va? – Bien, y muy agradecido por la decisión de sus tías de ayudarme. He aceptado todas sus condiciones -respondí con cierta ironía. – Estupendo, y ahora, si le parece, mis tías deberían descansar, el ama de llaves me ha dicho que lleva usted aquí más de dos horas. Me fastidió la manera expeditiva de echarme, pero no me atreví a contrariarla. Me levanté e incliné la cabeza ante las dos ancianas. Fue en ese momento cuando doña Melita me tendió dos cuadernos con tapas de tela de color cereza, desgastadas por el paso del tiempo. – Éstos son dos de los diarios de Amelia -me explicó mientras me los entregaba-. Trátelos con mucho cuidado, y en cuanto los lea, venga a vernos. – Así lo haré, y, repito, muchas gracias. Salí de la casa exhausto, y no sabía por qué. Aquellas ancianas, a pesar de su aparente imperturbabilidad, me transmitían una tensión extraña, y en cuanto a su sobrina nieta, Amelia María, no disimulaba su animadversión hacia mí, seguramente por su convencimiento de que estaba perturbando la tranquilidad de sus tías. Cuando llegué a mi apartamento, apagué el teléfono móvil para no tener que responder a ninguna llamada. Estaba ansioso por enfrascarme en la lectura de los diarios de mi bisabuela. |
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