"Dime quién soy" - читать интересную книгу автора (Navarro Julia)

SANTIAGO

1

Cuando llegamos a Madrid, doña Teresa me explicó que a partir de ese momento debía ocuparme de sus dos hijas, de la señorita Amelia y la señorita Antonietta.

Mi trabajo consistía en cuidar de la ropa de las señoritas, ordenarles la habitación, ayudarlas a vestirse, acompañarlas a hacer visitas… Mi madre me fue enseñando cómo encargarme de sus cosas. Al principio lo pasé mal, a pesar de tener la inmensa suerte de compartir techo con ella.

Doña Teresa me instaló en el cuarto de mi madre, donde metió otra cama. Aunque la casa era grande, éramos las únicas que vivíamos con la familia, el resto del servicio se alojaba en las buhardillas. Supongo que teníamos ese privilegio porque al haber sido mi madre el ama de las niñas, siempre debía estar cerca para darles de mamar. Luego, cuando las destetaron, ella siguió conservando el cuarto y se quedó de sirvienta para todo. Lo mismo limpiaba que ayudaba en la cocina; hacía cuantas tareas le encomendaban.

Mi madre quería que yo aprendiera el oficio de doncella, dejarme bien situada en la casa, y poder ella regresar al caserío a pasar junto a sus padres sus últimos años.

Yo nunca había visto una casa como aquélla, con tantos salones y dormitorios, y tantos objetos de valor. Temía romper algo, y solía sujetarme la falda y el delantal para, al pasar, no rozar los muebles.

Conocer a la señorita Amelia hizo que el trabajo no me resultase tan difícil. Aunque la situación había cambiado, cuando ella estuvo en el caserío era una más, pero en aquella casa yo no me atrevía a llamarla por su nombre, por más que me insistía en que me olvidara del «señorita».

Lo que sí le gustaba es que habláramos en vasco. Su intención era fastidiar a su hermana, aunque a mí me aseguraba que era para no olvidarlo. Don Juan no quería que habláramos en vasco, y la reprendía; le decía que ésa era lengua de campesinos, pero ella no obedecía.

Por las mañanas solía acompañar a la señorita Antonietta al colegio. La señorita Amelia recibía clases en casa porque aún estaba convaleciente. Por las tardes, cuando regresaba la señorita Antonietta, me permitían estar sentada en un rincón de la sala de estudios mientras una profesora que les ayudaba en sus tareas les hacía hablar en francés y tocar el piano. Me gustaba escuchar las lecciones porque me permitían aprender. En cuanto se recuperó la señorita Amelia empezó a estudiar para maestra, lo mismo que la señorita Laura.

El año 1934 no fue un buen año. Al señor le empezaron a ir mal los negocios. Herr Itzhak Wassermann, su socio en Alemania, estaba sufriendo el acoso de Hitler contra los judíos, un trabajo del que se encargaban los hombres de las SA. El negocio iba de mal en peor, y en varias ocasiones habían amanecido con los cristales de la tienda rotos por aquellos energúmenos. Viajar a Alemania era cada vez más complicado, sobre todo para quienes como el señor aborrecían a Hitler y no le importaba decirlo en alto. Don Juan empezó a adelgazar, y doña Teresa estaba cada día más preocupada por él.


– Creo que papá se está arruinando -me dijo un día la señorita Amelia.

– ¿Por qué dice eso? -le pregunté asustada, pensando que si el señor se arruinaba yo tendría que regresar al caserío.

– Tiene deudas en Alemania, y aquí las cosas no van muy bien. Mi madre dice que es por culpa de las izquierdas…


Doña Teresa era una mujer muy católica, de orden, monárquica, y sentía pavor ante los disturbios que provocaban algunos partidos y sindicatos de izquierda. Ella era buena persona y trataba con afecto y respeto a todos los que servíamos en la casa, pero era incapaz de entender que la gente pasaba muchas necesidades y que las derechas que gobernaban no sabían hacer frente a los problemas de aquella España. Practicaba la caridad, pero ignoraba lo que era la justicia social, que era lo que reclamaban los obreros y campesinos.

– ¿Y qué haremos mi madre y yo? -quise saber.

– Nada, os quedaréis con nosotros. No quiero que os vayáis.


Amelia se carteaba con Aitor. Mi hermano siempre que nos escribía a madre y a mí metía un sobre cerrado con una carta para Amelia. Ella le respondía del mismo modo, entregándonos un sobre cerrado que nosotras metíamos a su vez en nuestro sobre.

Yo sabía que mi hermano estaba enamorado de Amelia, aunque nunca se atrevería a decírselo, y también sabía que Aitor a ella no le era indiferente.

Un lunes por la tarde, don Juan regresó a casa antes de lo habitual y se encerró en el despacho con doña Teresa. Estuvieron hablando hasta bien entrada la noche, sin permitir que las señoritas los interrumpieran. Aquella noche Amelia y Antonietta cenaron solas en la sala de estudios, preguntándose qué estaría pasando.

A la mañana siguiente, doña Teresa convocó a todo el servicio y nos ordenó que limpiáramos la casa a fondo. La familia iba a celebrar una cena durante el fin de semana, con invitados importantes, y quería que la casa reluciera.

Las señoritas estaban entusiasmadas. Salieron con su madre de compras y regresaron cargadas de paquetes. Iban a estrenar vestidos.

El sábado, doña Teresa parecía nerviosa. Quería que todo estuviera perfecto, y ella, siempre tan afable, se impacientaba si algo no estaba a su gusto.

Una peluquera vino a casa a peinar a la madre y a las hijas, y por la tarde yo las ayudé a vestirse.

Amelia llevaba un vestido rojo y Antonietta uno azul. Estaban preciosas.

– ¡Hacía tanto tiempo que no recibíamos! -exclamó mientras la peluquera le ordenaba los cabellos en tirabuzones recogidos en la nuca con un pasador.

– No exageres, todas las semanas tenemos visitas -respondió Antonietta.

– Ya, pero a merendar, no para una cena.

– Bueno, es que antes no nos dejaban asistir porque éramos pequeñas. Mamá dice que vendrán algunos amigos de papá con sus hijos.

– ¡Y no los conocemos! Son amigos nuevos de papá… ¡Qué emoción!

– No entiendo cómo te puede gustar conocer a gente nueva. Será un aburrimiento, y mamá estará vigilándonos para que nos comportemos correctamente. La cena es muy importante para papá, necesita nuevos socios para la empresa…

– ¡A mí me encanta conocer gente nueva! A lo mejor habrá entre ellos algún joven guapo… Lo mismo te sale novio, Antonietta.

– O a ti, eres mayor que yo, de manera que tienes que casarte antes. Como no te des prisa te vas a quedar para vestir santos.

– ¡Me casaré cuando quiera y con quien quiera!

– Sí, pero hazlo pronto.

Ninguna de las dos sospechaba lo que iba a pasar aquella noche.

A las ocho llegaron los invitados. Tres matrimonios con sus hijos. En total, catorce personas que se sentarían a la mesa ovalada primorosamente decorada con flores y candelabros de plata.

Los señores de García, con su hijo Hermenegildo. Los señores de López-Agudo, don Francisco y doña Carmen, con sus hijas Elena y Pilar. Y los señores de Carranza, don Manuel y doña Blanca, con su hijo Santiago.

Antonietta fue la primera en fijarse en Santiago. Era el más guapo de los invitados. Alto, delgado, con el cabello castaño claro, casi rubio, y los ojos verdes, muy elegantemente vestido; era imposible no fijarse en él. Yo también lo miraba escondida entre las cortinas.

En aquel entonces debía de contar casi los treinta años y se le veía seguro de sí mismo.

A su alrededor revoloteaban las otras señoritas invitadas. Yo conocía bien a Amelia y sabía de sus tácticas para hacerse notar.

Saludó con amabilidad a los invitados de sus padres y se situó junto a su madre escuchando a las señoras invitadas como si le interesara cuanto decían. Era la única de las jóvenes presentes que parecía inmune al magnetismo de Santiago, al que ni siquiera miraba.

La señorita Antonietta, junto a las señoritas Elena y Pilar López-Agudo, intentaba acaparar la atención de Santiago, que se había convertido en el centro de la conversación de los jóvenes invitados. No sólo porque era el mayor, sino también por su simpatía. Yo no podía escuchar desde donde estaba lo que decían, pero tenía a las señoritas embobadas.

Las doncellas sirvieron los aperitivos y a mí me enviaron a la cocina a ayudar a mi madre y a las cocineras, pero en cuanto podía regresaba a mi escondite, desde donde contemplar aquella fiesta que llenaba mis sentidos del olor a perfume y cigarrillos que desprendían a partes iguales las señoras y los caballeros.

Me preguntaba cuál sería el siguiente paso de Amelia para llamar la atención de Santiago. Él se había dado cuenta de que la única que no participaba de la conversación de los jóvenes en la mesa era la hija mayor de los anfitriones, y empezó a mirarla de reojo.

Doña Teresa había colocado en la mesa una tarjeta con el nombre de cada invitado, y Amelia estaba sentada junto a Santiago.

Se la veía tan guapa… Al principio ella no prestaba atención a Santiago, hablaba con el joven Hermenegildo, al que habían situado a su izquierda.

No fue hasta mediada la cena cuando Santiago no pudo aguantar más la indiferencia manifiesta de Amelia y se empeñó en iniciar una conversación en la que ella parecía participar con cierta desgana.

Cuando terminaron de cenar, para mí era evidente que Amelia había logrado su objetivo: echar un lazo al cuello de Santiago.

Una vez se fueron los invitados, los señores se quedaron en el salón con sus hijas para comentar cómo había transcurrido la velada.

Doña Teresa estaba exhausta, tanta era la tensión que había acumulado durante la semana en su empeño de que todo resultara perfecto. Mi madre decía que nunca la había visto tan nerviosa, y le extrañaba porque doña Teresa estaba acostumbrada a recibir invitados.

Don Juan parecía más relajado; la velada había servido a sus propósitos según supimos después: estaba intentando asociarse con el señor Carranza para salvar su negocio. Aunque en realidad quien salvó la situación de la familia fue Amelia.

Les escuché hablar, por más que doña Teresa les pedía que bajaran la voz.

– Si Manuel Carranza se interesa, como parece, por el negocio, estaríamos salvados…

– Pero, papá, ¿tan mal nos van las cosas? -preguntó Amelia.

– Sí, hija, ya sois mayores y debéis saber la verdad. El negocio en Alemania no va bien y temo por mi buen amigo y socio herr Itzhak. El almacén donde guardábamos la mercancía, la maquinaria comprada para traer a España, lo han sellado los nazis, no me han permitido acceder a él. Y allí estaba nuestro dinero, invertido en las máquinas. También han confiscado las cuentas del banco. El empleado que teníamos, el bueno de herr Helmut Keller, está preocupado. Haber trabajado con un judío lo convierte en sospechoso, pero es un hombre valiente, y me aconseja que espere; me asegura que intentará salvar lo que pueda del negocio. Le he dado todo el dinero que he conseguido, que no es mucho dadas las circunstancias, pero no podía dejarle abandonado a su suerte…

– ¿Y herr Itzhak, e Yla? -preguntó Amelia alarmada.

– Estoy intentando traerles aquí, aunque se resisten; no quieren abandonar su casa. Me he puesto en contacto con la Casa Universal de los Sefardíes, una organización encargada de establecer vínculos con los judíos sefardíes.

– Pero herr Itzhak no es sefardí -exclamó doña Teresa.

– Ya lo sé, pero les he pedido consejo, hay muchos españoles influyentes que los apoyan -respondió Don Juan…

– ¿Muchos? Ojalá tuvieras razón -protestó doña Teresa con tono crispado.

– También me he puesto en contacto con una organización que se llama Ezra, que en castellano significa «Ayuda»; se dedica a ayudar a los judíos, sobre todo a los que huyen de Alemania.

– ¿Podrás hacer algo, papá? -preguntó Amelia compungida.

– No depende de tu padre, Amelia -la corrigió doña Teresa.

– Don Manuel Azaña ve con simpatía a los judíos -respondió Don Juan. En fin, parece que el mundo se está volviendo loco… Hitler ha declarado que su partido, el Partido Nazi, es el único que puede actuar en Alemania. Y por si fuera poco, Alemania ha abandonado la II Conferencia Mundial sobre el Desarme. Ese loco está preparando la guerra, estoy seguro…

– ¿La guerra? ¿Contra quién? -preguntó Amelia.

Pero Don Juan no pudo responderle, porque doña Teresa preguntó a su vez:

– ¿Y aquí qué va a pasar? Tengo miedo, Juan… La izquierda quiere una revolución…

– Y la derecha está en contra del régimen republicano, y hace lo imposible porque la República sea inviable -respondió con cierto enfado don Juan.

El matrimonio tenía diferencias políticas, puesto que doña Teresa provenía de una familia de tradición monárquica y don Juan era un republicano convencido. Claro que en aquella época las mujeres no llevaban sus diferencias políticas muy lejos, e imperaba la opinión del señor de la casa.

– ¿Y qué vas a hacer con el señor Carranza?

La pregunta de Antonietta sorprendió a sus padres. Antonietta era la pequeña, era bastante silenciosa y reflexiva, mucho más que Amelia.

– Voy a intentar comprar maquinaria en Norteamérica. Los costes serán más altos, puesto que hay un océano de por medio, pero dada la situación en Alemania, creo que no tengo otra opción. Le he presentado un estudio detallado a Carranza, y está interesado. Ahora mi problema es conseguir un crédito para poder formalizar la sociedad… Creo que él me puede ayudar. Está muy bien relacionado.

– ¿Con quién? -inquirió Amelia.

– Con banqueros y políticos.

– ¿Políticos de las derechas? -insistió.

– Sí, hija, pero también tiene buenos contactos con el Partido Radical de Lerroux.

– Por eso era tan importante esta cena ¿verdad, papá? -siguió hablando Amelia-. Querías causarle buena impresión, y que viera que tenías una casa estupenda, una familia… Mamá es tan guapa y elegante…

– ¡Vamos, Amelia, no digas esas cosas! -respondió doña Teresa.

– Pero es la verdad. Cualquiera que te conozca se da cuenta de que eres una gran señora. La señora Carranza no es tan elegante como tú -insistió Amelia.

– La señora Carranza pertenece a una excelente familia. Esta noche, hablando, hemos descubierto que tenemos conocidos en común -sentenció doña Teresa.

– Su hijo Santiago es el más difícil de convencer -murmuró don Juan.

– ¿Santiago? ¿De qué quieres convencerlo?

– Trabaja con su padre, y éste le tiene mucha ley. Al parecer, Santiago es un buen economista, muy sensato, y viene aconsejando bien a su padre. Tiene dudas sobre la viabilidad del negocio; alega que la inversión es demasiado grande, él prefiere seguir comprando maquinaria en Bélgica, Francia, Inglaterra, incluso en Alemania; dice que es más seguro -explicó don Juan.


No podía verle el rostro, pero no me costó imaginar que en aquel momento Amelia estaba tomando una decisión: ser ella quien venciera las resistencias de Santiago para salvar a su familia de las dificultades económicas que afrontaban. Amelia era muy novelera, se veía a sí misma como las heroínas de las novelas que leía, y sus padres, sin saberlo, le estaban dando la ocasión de demostrarlo.


Dos semanas después, los señores de Carranza invitaron a don Juan y su familia a compartir el almuerzo del domingo en una finca que tenían en las afueras de la ciudad.

Por aquel entonces don Juan no ocultaba su nerviosismo, dado que don Manuel Carranza empezaba a darle largas en cuanto a asociarse para traer maquinaria de América. Además, la situación política se estaba complicando, España parecía ingobernable.

Amelia estuvo varios días pensando cómo iba a vestirse para la ocasión. Aquel almuerzo dominical era su gran ocasión para apretar el lazo que había colocado en el cuello de Santiago, ya que era consciente de que la invitación de los Carranza se debía al interés que ella había logrado suscitar en éste. Don Juan había comentado que, pese a las reticencias de Santiago, había sido idea de él invitarlos a compartir la jornada del domingo, insistiendo en que fuera acompañado de su encantadora familia.

Sé, porque Amelia me lo contó, que aquel día fue clave en lo que ella llamaba «mi programa de salvación».

El almuerzo se celebró sin más invitados que la familia Garayoa, es decir, don Juan y doña Teresa, Amelia y Antonietta, y desde el primer momento Santiago evidenció su interés por Amelia.

Ella desplegó todos sus ardides: indiferencia, amabilidad, sonrisas… ¡Qué sé yo! Era una gran seductora.

Aquel domingo, Santiago se enamoró de ella, y creo que ella también de Santiago. Eran jóvenes, guapos, distinguidos…

Él, que parecía que iba para solterón, sin novia formal, se había dejado prendar por una jovencita que expresaba opiniones políticas con gran desparpajo: defendía que las mujeres debían conseguir los derechos que les estaban negados; confesaba, ante el horror de su madre, que no tenía la más mínima intención de convertirse en señora de su casa, sino que, si se casaba, ayudaría en todo a su marido, además de ejercer como maestra, que decía era su vocación.

Todas estas cosas y más las fue desgranando con la gracia y simpatía que le eran naturales, y según me contó Antonietta, cuanto más hablaba Amelia, más se rendía Santiago.

Comenzaron a verse a la manera de aquella época. Él pidió permiso a don Juan para «hablar» con Amelia, y el señor se lo dio encantado.

Santiago solía venir casi todas las tardes a visitar a Amelia; los domingos salían juntos, siempre acompañados por Antonietta y por mí. Amelia le permitía que cogiera su mano y le sonreía apoyando la cabeza sobre su hombro. Santiago se derretía al mirarla. Ella tenía un pelo precioso, de un color castaño tan claro que era casi rubio, y unos ojos grandes, almendrados. Era delgada, no muy alta, pero es que por aquel entonces las mujeres no éramos altas, no es como ahora. Él sí que era alto, le sacaba por lo menos la cabeza. A su lado parecía una muñeca.

Santiago terminó sucumbiendo ante Amelia, lo que supuso la salvación de don Juan. La familia Carranza le facilitó un aval para obtener un crédito, y se asociaron con él -bien es verdad que como socios minoritarios- en la nueva empresa desde la que don Juan se proponía comprar e importar maquinaria de América. Don Juan y Santiago terminaron simpatizando, ya que el joven estaba afiliado al partido de Azaña y era un republicano convencido como mi señor.


– ¡Me caso! ¡Santiago me ha pedido que me case con él!

Recuerdo como si fuera hoy a Amelia entrando en la sala de estar donde se encontraban sus padres.

Aquel domingo yo no la había acompañado porque estaba resfriada y le había tocado a Antonietta hacer sola el papel de carabina.

Don Juan miró con sorpresa a su hija, no se esperaba que Santiago se decidiera tan pronto a pedirla en matrimonio. Apenas habían pasado seis meses desde que habían comenzado a salir; además, él tenía previsto viajar la semana siguiente a Nueva York para empezar a visitar fábricas de maquinaria.

Amelia abrazó a su madre, quien, por su expresión, no parecía satisfecha con la noticia.

– Pero niña, ¿qué locura es ésa? -expresó con desagrado doña Teresa.

– Santiago me ha dicho que él no quiere esperar más, que ya tiene edad para casarse, y está seguro de que soy la mujer que estaba esperando. Me ha preguntado que si le quiero y si estaba segura de mis sentimientos hacia él. Le he dicho que sí, y hemos decidido casarnos cuanto antes. Él se lo dirá esta noche a sus padres, y el señor Carranza te llamará para pedir mi mano. Podemos casarnos a finales de año, pues antes no nos daría tiempo a organizarlo todo. ¡Tengo tantas ganas de casarme!

Amelia parloteaba sin parar, mientras sus padres intentaban que se calmara para poder hablar con ella con cierta serenidad.

– Vamos a ver, Amelia, todavía eres una niña -protestó don Juan.

– ¡No soy una niña! Sabes que la mayoría de mis amigas o se han casado o están a punto de hacerlo. ¿Qué pasa, papá? Creía que estabas contento de mi noviazgo con Santiago…

– Y lo estoy, no tengo quejas de la familia Carranza, y Santiago me parece un joven cabal, pero sólo hace unos meses que os conocéis y hablar de boda me parece algo precipitado, aún no sabéis el uno del otro lo suficiente.

– Tu padre y yo fuimos novios cuatro años antes de casarnos -alegó doña Teresa.

– No seas anticuada, mamá… Estamos en el siglo XX, entiendo que en tus tiempos las cosas fueran de otra manera, pero hoy en día han cambiado. Las mujeres trabajan, salen solas a la calle y no todas se casan, algunas deciden vivir su propia vida con quien les da la gana… Por cierto, que se ha acabado eso de tener que llevar una carabina cuando salgo con Santiago.

– ¡Amelia!

– Mamá, ¡es ridículo! ¿No confías en mí? ¿Acaso pensáis mal de Santiago?

Los padres de Amelia se sentían desbordados por el ímpetu arrollador de su hija. No había vuelta atrás: ella se había comprometido a casarse y lo haría, con o sin su permiso.

Se acordó que la boda se celebraría cuando don Juan regresara de América; mientras, doña Teresa, junto a los padres de Santiago, irían organizando los pormenores de la boda.

Quizá fuera por la influencia de Santiago, aunque a decir verdad Amelia siempre había mostrado interés por la política, pero en aquellos meses parecía más preocupada por lo que sucedía en España.

– Edurne, el presidente Alcalá Zamora ha pedido a Alejandro Lerroux que vuelva a formar gobierno, y va a incluir a tres ministros de la CEDA. No creo que sea la mejor solución, pero ¿acaso tiene otra salida?

Naturalmente no esperaba mi respuesta. En aquella época Amelia hablaba sobre todo consigo misma; yo era el frontón hacia el que lanzaba sus ideas, pero nada más, aunque me daba cuenta de lo influenciable que era. Muchas de las cosas que decía eran un calco de lo que le escuchaba a Santiago.

A principios de octubre de 1934, Santiago llegó muy alterado a casa de los Garayoa. Don Juan estaba en América y doña Teresa se encontraba con sus hijas discutiendo por la pretensión de Antonietta de salir sola.

– ¡ La UGT ha convocado una huelga general! El día cinco pararán España -gritó Santiago.

– ¡Dios mío! Pero ¿por qué? -Doña Teresa estaba angustiada por la noticia.

– Señora, la izquierda no se fía, y con razón, de la CEDA. Gil Robles no cree en la República.

– ¡Eso lo dicen los izquierdistas para justificar todo lo que hacen! -protestó enérgica doña Teresa-. Son ellos los que no creen en la República; en esta República quieren una revolución como la de Rusia. ¡Que Dios nos libre de ella!

Otra doncella y yo servimos un refrigerio al tiempo que escuchábamos la conversación.

No es que Santiago fuera un revolucionario, todo lo contrario, pero creía firmemente en la República, y desconfiaba de quienes la denostaban al tiempo que la utilizaban.

– No querrás que pase como en Alemania -terció Amelia.

– ¡Calla, niña! Qué tendrá que ver ese Hitler con nuestra derecha. No te dejes engatusar por la propaganda de las izquierdas, que no traerán nada bueno para España -se quejaba doña Teresa.


Amelia y Santiago se quedaron en la sala de estar, mientras doña Teresa y Antonietta se excusaban aduciendo un quehacer imaginario. La señora no tenía ganas de discutir con Santiago, y a esas alturas ya había aceptado que los jóvenes se vieran sin acompañantes.

– ¿Qué va a pasar, Santiago? -preguntó con inquietud Amelia nada más quedar a solas con su novio.

– No lo sé, pero algo gordo se prepara.

– ¿Nos podremos casar?

– ¡Claro! No seas boba, nada impedirá que nos casemos.

– Pero sólo faltan tres semanas para la boda.

– No te preocupes…

– Y papá aún no ha llegado…

– Su barco atracará dentro de unos días.

– Le echo tanto de menos… sobre todo ahora que está todo tan revuelto. Sin él me siento insegura.

– ¡Amelia, no digas eso! ¡Me tienes a mí! ¡Jamás permitiría que te pasara nada!

– Tienes razón, perdona…


Los días siguientes los vivimos con angustia. No imaginábamos qué podía llegar a pasar.

El gobierno respondió a la convocatoria de huelga general decretando el estado de guerra, pero la huelga no fue un éxito, al menos no en todas partes. Aquella noche mi madre me dijo que los nacionalistas no la iban a secundar y los anarquistas tampoco.

Lo peor fue que en Cataluña el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, proclamó el Estado catalán en la República Federal Española.

Amelia temía cada vez más por su boda, ya que los Carranza tenían negocios en Cataluña, y uno de los socios de don Manuel era catalán. Doña Teresa también estaba afectada; era medio catalana y tenía familiares en Barcelona.

– He hablado con la tía Montse y está muy asustada. Han detenido a mucha gente de entre sus conocidos, y ella misma ha visto desde el balcón cómo se combatía en las Ramblas. No sabe cuántos muertos ha habido, pero cree que muchos. Doy gracias a Dios de que mis padres no tengan que ver esto.

Los padres de doña Teresa habían muerto, y sólo le quedaba su hermana Montse y un buen número de tías, primos y demás familiares repartidos por toda Cataluña, además de en Madrid.

Amelia me pidió que llamara a mi hermano Aitor al País Vasco para intentar saber qué pasaba. Lo hice y ella, impaciente, me arrancó el teléfono de las manos.

Aitor nos explicó que su partido se había mantenido al margen de la huelga, y que donde realmente había prendido la llama de la revolución era en Asturias. Los mineros habían atacado los puestos de la Guardia Civil, y se habían hecho con el control del Principado.

Mientras, en Madrid, el gobierno encargó a los generales Goded y Franco que acabaran con la rebelión, y éstos aconsejaron que fueran las tropas de los Regulares de Marruecos la punta de lanza de la represión.

Fueron días de incertidumbre hasta que el gobierno sofocó la rebelión. Pero aquello era sólo un ensayo de lo que estaba por venir…

En aquellos días fue cuando Amelia conoció a Lola. Aquella muchacha sin duda la marcó para siempre.


Una tarde, a pesar de las protestas de doña Teresa, Amelia decidió salir a la calle. Quería ver con sus propios ojos los estragos de lo sucedido. La excusa fue la de visitar a su prima Laura, que llevaba varios días enferma.

Doña Teresa le ordenó que no saliera y mi madre le suplicó que se quedara en casa, e incluso Antonietta intentó convencerla de ello. Pero Amelia hizo un alegato sobre su deber de visitar a su prima favorita en un momento de enfermedad, y, desobedeciendo a su madre, salió a la calle seguida por mí. No es que yo fuera por voluntad propia, sino porque mi madre me ordenó que no la dejara sola.

Madrid parecía una ciudad en guerra. Se veían soldados por todas partes. Yo la seguí de mala gana hasta la casa de su prima, que era ésta, la misma donde ahora estamos, y que se encontraba a pocas manzanas de la de Amelia. Estábamos llegando cuando vimos a una muchacha correr como una desesperada. Pasó delante de nosotras como una exhalación y se metió en el portal de la casa a la que nos dirigíamos. Miramos hacia atrás pensando que alguien la perseguía, pero no vimos a nadie, aunque dos minutos después dos hombres aparecieron por la esquina gritando «¡Alto, alto!». Nos paramos asustadas, hasta que los hombres nos alcanzaron.

– ¿Han visto pasar a una joven corriendo por aquí?

Yo iba a contestar que sí, que se acababa de meter en el portal, pero Amelia se adelantó.

– No, no hemos visto a nadie, nosotras vamos a visitar a una prima que está enferma -explicó.

– ¿Seguro que no han visto a nadie por aquí metiéndose en algún portal?

– No, señor. Si hubiéramos visto a alguien, se lo diríamos -respondió Amelia con un tono de voz de señorita remilgada que yo no le había oído hasta ese momento.

Los dos hombres, policías seguramente, parecieron dudar, pero el aspecto de Amelia los disuadió. Era la viva imagen de la chica burguesa, de buena familia.

Continuaron corriendo, discutiendo entre ellos por haber perdido a la muchacha, mientras nosotras entrábamos en el portal de la casa donde vivía la señorita Laura.

No estaba el portero, y Amelia sonrió satisfecha. El hombre estaría en algún piso a requerimiento de algún vecino o haciendo cualquier mandado.

Con paso decidido, Amelia se dirigió hacia el fondo del portal y abrió una puerta que daba al patio. Yo la seguí asustada, pues imaginaba a quién estaba buscando. Y efectivamente, entre cubos de basura y herramientas se escondía la muchacha que huía de la policía.

– Ya se han ido, no te preocupes.

– Gracias, no sé por qué no me has denunciado, pero gracias.

– ¿Debería haberlo hecho? ¿Eres una delincuente peligrosa? -dijo Amelia sonriendo, como si encontrara la situación divertida.

– No soy una delincuente; en cuanto a peligrosa… supongo que para ellos sí, puesto que lucho contra la injusticia.

A Amelia le interesó de inmediato aquella respuesta, y aunque yo tiraba de su brazo instándole a que subiéramos al piso de la señorita Laura, ella no me hizo caso.

– ¿Eres una revolucionaria?

– Soy… sí, se podría decir que sí.

– ¿Y qué haces?

– Coso en un taller.

– No, me refería a qué clase de revolucionaria eres.

La muchacha la miró con desconfianza. Se le notaba que dudaba de si debía responder o no, pero el caso es que lo hizo sincerándose con Amelia, al fin y al cabo una desconocida.

– Colaboro con algunos compañeros del comité de huelga, llevo mensajes de un lugar a otro.

– ¡Qué valiente! Yo me llamo Amelia Garayoa, ¿y tú?

– Lola, Lola García.

– Edurne, ve a mirar con cuidado a la calle, y si ves algo sospechoso, ven a decírnoslo.

No me atreví a protestar y me dirigí hacia el portal temblando de miedo. Pensaba que si los policías me veían, podían sospechar y nos llevarían detenidas a las tres.

Me tranquilizó ver que aún no estaba el portero, y apenas asomé la cabeza para mirar a ambos lados del portal. No se veía ¡v aquellos dos hombres.

– No hay nadie -les informé.

– No importa, creo que es mejor que Lola no salga todavía. Vendrá con nosotras a casa de mi prima. Te presentaré como una amiga de Edurne a la que hemos encontrado de camino. Os darán de merendar en la cocina mientras yo esté con mi prima, y para cuando nos vayamos, habrá pasado tiempo suficiente para que esos hombres hayan dejado de buscarte por aquí. Además, mi tío Armando es abogado y si la policía viniera a buscarte, supongo que sabría qué hacer.


Lola aceptó con alivio la propuesta de Amelia. No entendía la razón de por qué aquella chica burguesa la ayudaba, pero era la única opción que tenía y la aprovechó.


Laura estaba en la cama, aburrida, mientras su hermana Melita daba clases de piano, y su madre tenía una visita. En cuanto a su padre, don Armando, hermano del padre de Amelia, aún no había regresado del despacho.

Una doncella nos acompañó a Lola y a mí a la cocina, donde nos ofreció un vaso de leche con galletas, y Amelia se quedó junto a su prima comentándole su última aventura.

Dos horas estuvimos en casa de don Armando y doña Elena, visitando a Laura; dos horas que a mí se me antojaron eternas porque imaginaba que de un momento a otro la policía llamaría a la puerta buscando a Lola.

Cuando por fin Amelia decidió regresar a casa llegó don Armando, quien, preocupado porque pudiéramos andar solas por la calle con la situación caótica que había en Madrid, se ofreció a acompañarnos. No había más de cuatro manzanas entre una casa y otra, pero aun así don Armando insistió en escoltar a su sobrina. El buen hombre no se extrañó cuando Amelia le informó de que venía con nosotras Lola, a la que presentó como una buena amiga de Edurne. Yo bajé los ojos para que don Armando no viera mi nerviosismo.

– Tu padre se enfadaría conmigo si te dejara ir sola con este caos. Lo que no entiendo es cómo te han permitido salir. No están las cosas para ir por la calle alegremente, Amelia; no sé si sabes que en Asturias se ha desatado una auténtica revolución, y aquí, aunque ha fracasado la huelga, la izquierda no se resigna a dejar las cosas como estaban, hay mucho exaltado…

Amelia observaba de reojo a Lola, pero ésta permanecía con el gesto impasible, mirando hacia abajo como yo.

Cuando llegamos a casa, doña Teresa agradeció sinceramente a su cuñado que nos hubiera acompañado.

– No puedo con esta niña, y desde que se va a casar parece que se ha vuelto más insensata. Estoy deseando que regrese su padre. Juan es el único que puede con ella.

Cuando don Armando se fue, doña Teresa se interesó por Lola.

– Edurne, no sabía que tenías amigas en Madrid -dijo doña Teresa mirándome con curiosidad.

– Se conocen de encontrarse cuando Edurne sale a hacer algún recado -respondió con rapidez Amelia, y menos mal que lo hizo porque yo habría sido incapaz de mentir con tanto desparpajo.

– Bueno, pues si a esta joven no se le ofrece nada, creo que deberíamos ir a cenar, tu hermana Antonietta nos está esperando -concluyó doña Teresa.

– No, si yo tengo que irme, ya voy con mucho retraso. Muchas gracias, señorita Amelia, doña Teresa… Edurne, nos vemos pronto, ¿vale?

Asentí con la cabeza deseando que se marchara y que nunca más volviéramos a verla, pero mis deseos no iban a cumplirse, porque Lola García se cruzaría de nuevo en el camino de Amelia y en el mío.