"Dime quién soy" - читать интересную книгу автора (Navarro Julia)

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Por si fueran pocas las emociones de la jornada anterior, la mañana siguiente también nos deparó sorpresas.

Santiago había quedado en pasar a ver a Amelia, pero no vino en todo el día.

Amelia estaba primero preocupada y luego furiosa, y pidió a su madre que llamara a casa de los padres de Santiago con la excusa de hablar con la madre de su novio sobre algún pormenor de la boda.

Doña Teresa se resistía, pero al final cedió en vista de que Amelia amenazaba con presentarse ella misma en casa de Santiago.

Aquella tarde Amelia conoció un aspecto de la personalidad de su futuro marido que no podía ni imaginar.

La madre de Santiago informó a la madre de Amelia que su hijo no estaba, que no había acudido a almorzar ni había telefoneado, y no sabía si aparecería a la hora de la cena. A doña Teresa le sorprendió que la madre de Santiago no se mostrara alarmada, pero ésta le explicó que su hijo tenía por costumbre desaparecer sin decir adónde iba.

– No es que vaya a ningún lugar que no deba, todo lo contrario, siempre es por trabajo; ya sabe que mi marido le ha encargado que se haga cargo de las compras para la empresa, y es Santiago quien viaja a Francia, Alemania, Barcelona… en fin, donde tenga que ir. Santiago siempre se va sin decirnos nada; al principio me asustaba, pero ahora sé que no le pasa nada -explicaba doña Blanca.

– Pero usted se dará cuenta de que se va porque saldrá de casa con maleta -respondió un tanto escandalizada doña Teresa.

– Es que mi hijo nunca lleva maleta.

– Pero ¿cómo? Esos viajes tan largos… de tantos días… -exclamó doña Teresa.

– Santiago dice que él lleva el equipaje en la cartera.

– ¿Cómo dice?

– Sí, que él se sube al tren y cuando llega a su destino compra lo que necesita; siempre lo ha hecho así. Ya le digo que al principio me preocupaba, e incluso su padre le reconvenía, pero nos hemos acostumbrado. Tranquilice a Amelia, Santiago llegará a tiempo para la boda. ¡Está tan enamorado!


Doña Teresa, sin disimular su extrañeza por el comportamiento de Santiago, dio cuenta a su hija de la conversación con doña Blanca. Pero lejos de tranquilizarse, Amelia se puso más nerviosa.

– ¡Menuda excusa tan tonta! ¿Cómo nos vamos a creer que se va de viaje sin maleta y sin decírselo a sus padres? ¿Y a mí? ¿Por qué no me lo ha dicho a mí? ¡Soy su novia! Mamá, yo creo que Santiago se ha arrepentido… que ya no se quiere casar conmigo. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué vamos a hacer!


Amelia comenzó a llorar, y ni doña Teresa ni Antonietta parecían capaces de consolarla. Yo las observaba escondida tras la puerta de la sala, hasta que mi madre me encontró y me envió a la cocina.

Aquella noche Amelia no durmió, al menos tuvo la luz encendida hasta bien entrada la madrugada. Al día siguiente me despertó a las siete; quería que me vistiera deprisa para que me llegara a casa de los Carranza a entregar una carta. Había estado escribiéndola durante la noche.

– Cuando Santiago regrese de su viaje, si es que de verdad se encuentra de viaje y no me están engañando, sabrá que a mí no se me hacen estas cosas. Y si es su intención dejarme, prefiero ser yo la que dé el primer paso, me daría mucha vergüenza que nuestras amistades supieran que me ha dejado plantada. Vete enseguida antes de que se despierte mi madre. Se va a llevar un disgusto cuando le diga que he mandado una carta a Santiago anunciándole la ruptura de nuestro compromiso, pero no puedo permitir que me humillen.

Me levanté con premura, y apenas me dio tiempo para asearme y salir ante la insistencia de Amelia. Cuando llegué a casa de los Carranza el portal estaba cerrado, y tuve que esperar a que el portero lo abriera a las ocho de la mañana. Se extrañó que quisiera subir a esas horas a casa de los Carranza, pero como iba con mi uniforme de doncella, me dejó subir.

Otra doncella tan somnolienta como lo estaba yo me abrió la puerta. Le di el sobre y le dije que se lo entregara a Santiago, pero me respondió que el señorito Santiago se había marchado de viaje, que don Manuel estaba desayunando y doña Blanca aún se encontraba descansando.


Cuando regresé a casa, Amelia me esperaba con un nuevo encargo: debía regresar a casa de los Carranza a entregar un sobre con las cartas de Santiago, esas cartas que se intercambian los enamorados, además del anillo de compromiso. El anillo me ordenó que se lo entregara a doña Blanca en persona.

Yo empecé a temblar pensando en qué diría doña Teresa cuando se enterara, y antes de salir de casa fui en busca de mi madre para explicarle lo que estaba pasando. Mi madre, con buen criterio, me dijo que esperara hasta que ella hablara con doña Teresa y la propia Amelia. Como doña Teresa aún no había salido de su habitación mi madre fue en busca de Amelia.

– Sé que no soy nadie para decirte nada, pero ¿no crees que deberías pensar un poco más lo que estás a punto de hacer? Imagínate que Santiago tiene una explicación a lo sucedido y tú rompiendo el compromiso sin escucharlo… Creo que no debes precipitarte…

– Pero, Amaya, ¡tú deberías estar de mi parte!

– Y lo estoy, ¿cómo podría ser de otra manera? Pero no creo que Santiago quiera romper su compromiso contigo, tiene que haber una explicación aparte de la que os ha dado su madre. Espera a que regrese, espera a escucharlo…

– ¡Es imperdonable lo que me ha hecho! ¿Cómo puedo confiar en él? No, no y no. Quiero que tu hija Edurne vaya a devolverle sus cartas y su anillo y que quede claro que se ha terminado todo entre nosotros. Y esta tarde iré a merendar a casa de mi amiga Victoria, allí me encontraré con otras amigas y seré yo quien anuncie que he decidido romper mi compromiso con Santiago porque no estoy segura de mis sentimientos hacia él. No voy a consentir que sea él quien rompa y me humille…

– Amelia, por favor, ¡piénsatelo! Habla con tu madre, ella sabrá aconsejarte mejor que yo…

– ¿Qué sucede? -Doña Teresa entró en el cuarto de Amelia alertada por el timbre de voz histérico de su hija.

– ¡Mamá, voy a romper con Santiago!

– ¡Hija, qué cosas dices!

– Doña Teresa, yo… perdone que haya venido a hablar con Amelia de este asunto familiar, pero como ha mandado a mi Edurne a entregar a los señores de Carranza el anillo de compromiso…

– ¡El anillo! Pero, Amelia, ¿qué vas a hacer? Hija, cálmate, no hagas nada de lo que te puedas arrepentir.

– Eso le decía yo -intervino mi madre.

– ¡Que no! Yo rompo con Santiago, él lo ha querido así. No voy a permitir que me deje en ridículo.

– ¡Por Dios, Amelia, al menos espera a que regrese tu padre!

– No, porque cuando llegue papá, yo ya me habré convertido en el hazmerreír de todo Madrid. Esta tarde iré a merendar a casa de mi amiga Victoria, y allí anunciaré a todas mis amigas que he roto con Santiago. Y tú, Amaya, dile a Edurne que vaya de inmediato a casa de los Carranza, y si no la dejáis ir, iré yo.

También Antonietta entró en la habitación de su hermana alertada por las voces y se unió a las súplicas de su madre y la mía para que reconsiderara su decisión. Fue a Antonietta a quien se le ocurrió una solución: doña Teresa volvería a telefonear a doña Blanca para contarle el disgusto de Amelia y su decisión de romper con Santiago si éste no aparecía de inmediato para darle una explicación.

Con más nervios que ganas, doña Teresa telefoneó a doña Blanca. Esta prometió que llamaría enseguida a su marido para que intentara encontrar a su hijo dondequiera que estuviese, que ella, juró, no lo sabía; pero hasta entonces solicitaba de Amelia un poco de paciencia y sobre todo de confianza en Santiago.

Amelia aceptó a regañadientes, pero aun así esa tarde fue a merendar a casa de su amiga Victoria junto a otras jóvenes de su edad. Allí, entre risas y confidencias, dejó caer que no estaba segura de no haberse precipitado comprometiéndose tan rápidamente con Santiago, y expresó sus dudas respecto a si debía o no casarse. Ella y sus amigas dedicaron la tarde a analizar los pros y los contras del matrimonio. Cuando salió de casa de Victoria, Amelia se sentía satisfecha: si Santiago la dejaba, siempre podría decir que había sido ella la que realmente quería romper con él.


Poco podíamos imaginar que aquella tormenta en un vaso de agua terminaría algún día convirtiéndose en una auténtica tempestad que arrasaría a cuantos encontró a su paso. Porque cuando dos días más tarde Santiago, que se encontraba en Amberes, llamó a su padre para comentarle algunos pormenores del viaje de negocios, éste le urgió para que regresara rápidamente a Madrid, ya que Amelia se había tomado a mal su desaparición y amenazaba con romper el compromiso. Santiago regresó de inmediato. Aún recuerdo lo furioso que estaba cuando acudió a casa de Amelia.

Ella lo recibió en el salón flanqueada por su madre y su hermana.

– Amelia… siento el disgusto que te he causado, pero no podía imaginar que mi ausencia por cuestiones de trabajo te llevara a querer romper nuestro compromiso.

– Sí, estoy disgustada. Me parece una falta de consideración que te fueras sin decirme nada. Tu madre nos ha explicado que es habitual que lo hagas, pero comprenderás que ese comportamiento es extraño y más en vísperas de una boda. No quiero que te sientas obligado por la palabra dada, de manera que te libero de tu compromiso para conmigo.


Santiago la miró de arriba abajo, incómodo. Amelia había recitado aquella parrafada que llevaba ensayando desde que Santiago telefoneara para anunciar su visita. La presencia de doña Teresa y Antonietta, nerviosas ambas, tampoco ayudaba a que Amelia y Santiago se sinceraran.

– Si es tu deseo romper nuestro compromiso, no tengo más remedio que aceptarlo, pero pongo a Dios por testigo que mis sentimientos hacia ti permanecen inalterables, y que nada desearía más que… que me perdonaras, si es que en algo te he ofendido.

Doña Teresa suspiró aliviada y Antonietta dejó escapar una risa nerviosa. Amelia no sabía qué hacer; por una parte, quería continuar interpretando el papel de dama ofendida, al que había cogido gusto, y por otra, estaba deseando zanjar el incidente y casarse con Santiago. Fue Antonietta la que permitió que los dos novios se arreglaran.


– Creo que deberían hablar solos, ¿no te parece, mamá? -Sí… sí… En fin, hijo, si continúas dispuesto a casarte con Amelia, por nuestra parte sólo decirte que te damos nuestra bendición…

Cuando se quedaron solos estuvieron unos minutos en silencio, mirándose de reojo, sin saber qué decirse; luego Amelia rompió a reír, lo cual desconcertó a Santiago. Dos minutos más tarde charlaban como si nada hubiese pasado.

Las familias de ambos respiraron tranquilas. Temían lo peor: un escándalo a pocas semanas de la boda, cuando ya se habían leído las amonestaciones y empezado a recibir los primeros regalos en casa de los Garayoa, y el convite, que se celebraría en el Ritz, había sido reservado y pagado a partes iguales por las dos familias.

Con la excusa del regreso de don Juan procedente de América, las dos familias se reunieron a cenar en casa de los Garayoa; así pudieron comprobar que Amelia y Santiago parecían tan enamorados como antes del incidente. Más, si cabe.


Don Juan estaba vivamente impresionado por lo que había visto en América. Admiraba los esfuerzos de sus gentes para salir de la Depresión y comparaba la sociedad norteamericana con la española. En aquella cena hablaron mucho de política, a pesar de que doña Teresa tenía prohibido hacerlo en la mesa.

– Los norteamericanos tienen muy claro lo que quieren y en qué dirección deben marchar todos juntos para superar la crisis, y están saliendo de ella, el Crack del veintinueve pronto parecerá un mal sueño.

– Mi querido amigo, aquí dedicamos mucho tiempo a fastidiarnos los unos a los otros, el bienio social-azañista es un ejemplo -respondió don Manuel.

– No entiendo su desconfianza hacia don Manuel Azaña -replicó don Juan-. Es un político que sabe hacia dónde debemos ir, que defiende que el Estado ha de ser fuerte para poder hacer las reformas democráticas que necesitamos.

– Pues ya ve usted adonde nos ha conducido su política. A mí no me convencerá de que fue un acierto que en el treinta y dos se le diera la autonomía a Cataluña, y claro, los vascos, esa gente del PNV, andan en lo mismo. Menos mal que ahora, tras los intentos de revolución de octubre, la autonomía catalana ha quedado suspendida.

– Papá, hay que tener respeto por los sentimientos de la gente, y en Cataluña poseen un sentimiento de identidad nacional muy fuerte. Lo mejor es, como siempre ha intentado Azaña, encauzar ese sentimiento. Don Manuel Azaña ha defendido siempre una España unida, pero hay que buscar la manera de que todos nos sintamos cómodos en ella.

Santiago intentaba mostrarse conciliador para impedir que su padre terminara enfadándose a cuenta de la política.

– ¿Todos? ¿Quiénes somos todos? -preguntó irritado don Manuel-. España es una unidad cultural y sobre todo histórica, pero con esto de las autonomías dejará de serlo, y si no al tiempo.

Doña Teresa y doña Blanca intentaban introducir otros temas para que sus maridos no siguieran hablando de política.

– Creo que van a hacer una nueva representación de Bodas de sangre en Madrid -intervino con voz melosa doña Blanca-. García Lorca es muy atrevido pero un gran dramaturgo.

Sin embargo, ambas mujeres fracasaron en el intento de desviar la conversación. Ni Don Juan ni don Manuel estaban dispuestos a dejar de discutir de lo que les preocupaba.

– Pero usted estará conmigo que el triunfo de la derecha en el treinta y tres no ha traído ningún sosiego a España. Están deshaciendo todo lo que hicieron los gobiernos anteriores -terciaba don Juan.

– No me dirá que a usted le parecía bien que se pudiera expropiar las tierras a cualquiera por el hecho de ser noble…

– A cualquiera, no. Usted sabe que lo que trató el gobierno de 1931 fue de acabar con la España feudal -replicaba Don Juan.

– ¿Y qué me dice de la reforma militar de su admirado Azaña? Si se descuida nos deja sin Ejército. Retiró a más de seis mil quinientos oficiales, y mucho hablar de modernizar el Ejército al tiempo que reducía el gasto en Defensa -contestaba don Manuel.

– También hicieron cosas positivas, por ejemplo, la reforma religiosa y educativa… -intervino Santiago.

– ¡Pero qué dices, Santiago! ¡Dios mío, hijo, si no te conociera creería que eres uno de esos socialistas revolucionarios!

– Papá, no se trata de ser revolucionario, sino de mirar a nuestro alrededor. Cuando viajo por Europa me da pena ver lo atrasados que estamos…

– Y por eso se meten con los pobres curas y monjas que prestan un apoyo desinteresado a la sociedad. Tú, hijo, que presumes de demócrata, ¿me vas a decir que es democrático prohibir la enseñanza a las órdenes religiosas? ¿Y expulsar a un cardenal de España porque no gusta lo que dice…? ¿Eso es democracia?

– Papá, el cardenal Segura es un hombre de cuidado, creo que todos nos sentimos más tranquilos desde que no está en España.

– Sí, sí, todos esos excesos izquierdistas son los que han hecho que ganen las derechas tan denostadas por vosotros -respondió enfadado don Manuel.

– Y creo que hay motivos para preocuparse por lo que está pasando con las derechas no sólo en España. Fíjate en Alemania, ese Hitler es un demente. No me extraña que las gentes de izquierdas estén preocupadas -replicó Don Juan-. Yo mismo soy una víctima indirecta del fanatismo de Hitler. Su política antijudía le ha llevado a suprimir los derechos legales y civiles a los judíos, y a hacer imposible sus actividades económicas. Yo soy una víctima de esa política puesto que mi socio herr Itzhak Wassermann es judío. Nos hemos quedado sin negocio. ¿Saben que nos han roto los cristales del almacén en más de cuatro ocasiones?

– Lo que pretende Hitler es expulsar a los judíos de Alemania -sentenció Santiago.

– Sí, pero los judíos alemanes son tan alemanes como el que más, no podrán privarles de lo que son -intervino doña Teresa.

– No seas ingenua, mujer. Hitler es capaz de todo -indicaba Don Juan-. Y el pobre Helmut, nuestro empleado, tiene que andarse con cuidado por el solo hecho de haber trabajado con un judío.

– Sí, es terrible lo que está pasando allí, pero nada tiene que ver lo que sucede aquí con lo de Alemania, mi querido amigo. Yo siento lo que le ha sucedido, pero no compare, no compare… Por lo que nos debemos preocupar es por las amenazas de algunos socialistas que hablan de acabar con la democracia burguesa. Incluso hombres moderados como Prieto han llegado a hablar de revolución.

– Bueno, eso es una manera de intentar frenar a la derecha en sus planes más controvertidos. No pueden deshacer todo lo hecho anteriormente. Prieto les está dando un aviso para que se lo piensen más antes de actuar -argumentó Santiago.

– ¡Hijo, no te das cuenta de que lo que ha pasado en Asturias ha sido un conato de revolución que como se extienda por el resto de España va a suponer una catástrofe!

– El problema que tenemos -replicó Santiago- es que tanto las derechas como las izquierdas están maltratando a la República. Ni los unos ni los otros terminan de creer en ella, ni de encontrar su acomodo.

Santiago tenía una visión diferente de la política. Quizá porque viajaba mucho fuera de España. No estaba con las derechas, y aunque simpatizaba con las izquierdas, tampoco les escatimaba críticas. Era azañista, sentía una gran admiración por don Manuel Azaña.


La boda se celebró el 18 de diciembre. Hacía mucho frío y llovía, pero Amelia estaba radiante con su traje blanco de tafetán y seda.

A las cinco en punto de la tarde, en la iglesia de San Ginés, Amelia y Santiago se casaron. La suya fue una de esas bodas de las que se hicieron eco las páginas de sociedad de los periódicos madrileños, y a la que acudió gente de muchos lugares, ya que tanto don Manuel Carranza como Don Juan Garayoa tenían, por sus negocios respectivos, socios y compromisos en muchas otras capitales de España.

Doña Teresa estaba más nerviosa que Amelia, y tanto como ella estaban Melita y Laura, que hacían, junto a Antonietta, de damas de honor.

La ceremonia la concelebraron tres sacerdotes amigos de la familia. Y más tarde, durante el convite en el Ritz, Amelia y Santiago abrieron el baile.

Fue una boda preciosa, sí… Amelia siempre dijo que había sido la boda soñada, que no habría podido imaginársela de manera diferente.

Cuando al filo de la medianoche se despidieron de los invitados, Amelia se abrazó a Laura llorando, las dos como siempre tan unidas. Aquella noche sabían que su vida cambiaría, que al menos Amelia dejaba atrás ser la muchacha a la que se le permitían todas las travesuras, para pasar a convertirse en una mujer.»


Edurne se quedó en silencio. Llevaba mucho tiempo hablando, y yo ni me había movido fascinado como estaba por el relato.

Comenzaba a ver el reflejo de lo que había sido mi bisabuela y debo reconocer que había en ella algo que me intrigaba. Quizá fuera la manera en que Edurne la había descrito, o simplemente que había sabido despertar mi curiosidad.

La antigua doncella de mi bisabuela parecía exhausta. Sugerí que pidiéramos un vaso de agua, pero ella rechazó con la cabeza. Estaba allí, hablando conmigo, porque las señoras Garayoa se lo habían ordenado, ella conservaba un vínculo con ellas en el que cada cual tenía su papel establecido: ellas mandaban y Edurne obedecía. Así había sido en el pasado, y así continuaba siendo en este presente en el que ninguna de ellas podía aspirar a tener futuro.

– ¿Y luego qué pasó? -pregunté dispuesto a no dejarla que interrumpiera el relato.

– Se marcharon a París de viaje de novios. Fueron en tren. Amelia llevaba tres maletas. También cruzaron el Canal, para ir a Londres. Creo que la travesía fue terrible y ella se mareó. No regresaron hasta finales del mes de enero. Santiago aprovechó el viaje para ver a alguno de sus socios.

– ¿Y después? -insistí porque no quería imaginar que la historia se acabara así.

– Cuando volvieron del viaje de novios se instalaron en una casa propia, regalo de boda de don Manuel a su hijo. La casa estaba cerca de aquí, al principio de la calle Serrano. Don Juan y doña Teresa se habían encargado de amueblar la casa, y tener a punto todos los detalles para cuando los novios regresaran de París. Yo me fui a servir a casa de Amelia. No crea que no me costó separarme de mi madre, pero Amelia había insistido en que me fuera con ella. No me trataba como a una sirvienta, sino como a una amiga; supongo que los meses pasados en el caserío habían consolidado entre nosotras una relación especial. A Santiago le sorprendía la familiaridad que había entre nosotras, y de la que él mismo terminó participando. ¿Sabe? El era una gran persona… Amelia le pidió que le permitiera terminar Magisterio, y él aceptó gustoso; la conocía y sabía que difícilmente podía reducirla al papel de ama de casa. En cuanto a mí, ella se empeñó en que estudiara, en que tuviera ambiciones. Ya ve usted cómo era. Pero, además, a Amelia le influía mucho Lola García, y ésta la convenció para que me enviara a recibir instrucción en un local que tenían los de las Juventudes Socialistas de España. Allí enseñaban de todo: a leer y a escribir a máquina, a bailar, a coser…

– ¿Lola García? ¿La que huía de la policía?

– Sí, la misma. Fue una persona clave en la vida de Amelia… V en la mía.

Edurne estaba muy fatigada, pero yo no quería que dejara de hablar. Intuía que lo más interesante era lo que iba a contarme a continuación. De manera que le insistí para que bebiera agua.

– Perdone la pregunta, pero ¿cuántos años tiene usted, Edurne?

– Dos menos que Amelia, noventa y tres.

– O sea que mi bisabuela tendría ahora noventa y cinco años…

– Sí, así es. ¿Quiere que continúe?

Asentí agradecido mientras pensaba qué sucedería si encendía un cigarrillo. Pero temí que de un momento a otro apareciera el ama de llaves o la sobrina de las ancianas, y decidí no tentar a la suerte.


«Apenas había regresado de la luna de miel en París, cuando Amelia se encontró a Lola García. Fue por casualidad. Lola iba tres tardes a la semana a hacer la colada, coser y planchar a casa de unos marqueses que vivían en el barrio de Salamanca, muy cerca del domicilio de su tío don Armando. Una tarde en que Amelia salía de merendar con Melita y Laura, tropezó con Lola. Amelia se llevó una gran alegría, y por más que Lola se resistió, al final aceptó acompañar a Amelia hasta su nueva vivienda de recién casada.

Amelia trató a Lola como si fueran amigas de toda la vida, interesándose por sus cosas, sobre todo por sus avatares políticos. Lola respondía a sus preguntas con desconfianza; no terminaba de comprender a aquella chica burguesa que vivía en una lujosa casa del barrio de Salamanca y que sin embargo le preguntaba con avidez sobre las demandas de los obreros y las causas del descontento social.

Les serví café en el salón, y Amelia me invitó a sentarme con ellas. Yo estaba igual de incómoda que Lola, pero Amelia no parecía darse cuenta.

Lola le explicó que iba a recibir instrucción en una Casa del Pueblo, que allí le habían enseñado a leer y a escribir, que le hablaban de historia, de teatro, e incluso aprendía a bailar. Amelia parecía entusiasmada, y preguntó si me admitirían a mí o debía de afiliarme a las Juventudes Socialistas. Lola dudó, y se comprometió a preguntar.

– Supongo que la admitirán. Al fin y al cabo, Edurne es una trabajadora… aunque ¿no te gustaría afiliarte?

– Yo… bueno, nunca me ha interesado mucho la política, no soy como mi hermano -respondí.

– ¿Tienes un hermano? ¿En qué partido milita? -quiso saber Lola.

– En el PNV, y además trabaja en una sede del partido…

– O sea que colabora con los burgueses nacionalistas.

– Bueno, tiene un trabajo y además cree que los vascos somos diferentes -expliqué azorada.

– ¿Ah, sí? ¿Diferentes? ¿Por qué? Todos deberíamos ser iguales, tener los mismos derechos, no importa de dónde seamos. No, no sois diferentes, tú eres una obrera como yo. ¿En qué te diferencias de mí? ¿En qué has nacido en un caserío y yo en Madrid? Nadie nos va a regalar nada, seremos lo que seamos capaces de hacer por nosotras mismas.


Lola era una socialista ferviente y hablaba de derechos e igualdades con una pasión que logró contagiar a Amelia. Iba a recibir instrucción en aquella Casa del Pueblo a la que me llevaría Lola. Aquella misma tarde se decidió tanto mi destino como, sobre todo, el de Amelia.