"Dime quién soy" - читать интересную книгу автора (Navarro Julia)3Las visitas de Lola a casa de Amelia se hicieron frecuentes. Hasta que un día Amelia pidió a Lola que la llevara a alguna reunión política del PSOE o de la UGT. – Pero ¿qué vas a hacer tú en una reunión nuestra? Lo que queremos es acabar con el orden burgués y tú… bueno, tú eres una burguesa, tu marido es empresario, y tu padre también… Te he cogido afecto porque eres buena persona; pero, Amelia, tú no eres de los nuestros. Amelia se sintió herida por las palabras de Lola. No entendía que la rechazara de esa manera, que no la considerara una de los suyos. Yo no supe qué decir, hacía ya dos meses que asistía a las clases de la Casa del Pueblo y me sentía satisfecha de mis progresos. Me estaban enseñando a escribir a máquina, y temía que si Amelia se enfadaba con Lola, tuviera que dejar de ir. Pero Amelia no se enfadó, simplemente le preguntó qué tenía que hacer para convertirse en socialista, para que la aceptaran quienes menos tenían y más sufrían. Lola le prometió que hablaría con sus jefes y que le daría una respuesta. Santiago sabía de la amistad de Amelia con Lola y nunca puso reparos, pero discutieron cuando Amelia le anunció que si la aceptaban se haría socialista. – Nunca te van a considerar una de ellos, no te engañes -le argumentaba Santiago-. Yo no comparto las injusticias, y ya sabes lo que me parecen los gobiernos radicalcedistas. Estas derechas que tenemos no están a la altura de las circunstancias, pero no me parece que la solución sea la revolución. Si quieres, te llevo un día a una reunión de Izquierda Republicana; son quienes mejor nos representan, Amelia, no Largo Caballero ni Prieto. Piénsalo, no quiero que te utilicen y menos que te hagan daño. En aquel año de 1935, las derechas habían lanzado una campaña de desprestigio contra don Manuel Azaña. Santiago decía que era porque le temían, porque sabían que era el único político español capaz de encontrar una salida a aquella situación de bloqueo en que se encontraba la República. Amelia no llegó a solicitar que la aceptaran en el PSOE, pero ayudaba a Lola cuanto podía, y sobre todo compartía con ella la opinión de que aquellas continuas crisis ministeriales y de jefes de gobierno eran la demostración palpable de que ni los radicales de Lerroux ni la CEDA de Gil Robles tenían la solución para los problemas de España. Lola pertenecía a la facción más revolucionaria del PSOE, a la de Largo Caballero, y era una apasionada admiradora de la Revolución soviética. Por fin un día accedió a los ruegos de Amelia y la llevó a un mitin en que participaban algunos destacados dirigentes socialistas. Amelia regresó a casa emocionada a la vez que asustada. Aquellos hombres tenían una fuerza magnética, hablaban al corazón de quienes nada tenían, pero al mismo tiempo ofrecían alternativas que podían desembocar en una revolución. De manera que Amelia experimentaba hacia los socialistas un sentimiento contradictorio. Santiago, preocupado por la influencia que Lola ejercía en Amelia, empezó a llevarla a algún mitin de Manuel Azaña. Y Amelia se debatía entre la admiración profunda y el desconcierto que sentía por políticos tan distintos, tan distantes, pero igualmente convencidos de la bondad de sus ideas. Amelia se codeaba por igual con socialistas obreros amigos de Lola que con jóvenes comunistas, o azañistas convencidos como lo eran la mayoría de los amigos de Santiago. Empezó a vivir en Yo solía acompañarla a las reuniones políticas a las que le llevaba Lola, pero no siempre, porque Amelia no quería que dejara de seguir instruyéndome en la Casa del Pueblo. A principios de marzo, Amelia empezó a sentirse indispuesta. Vómitos y mareos fueron el anuncio de su embarazo. Santiago estaba feliz, iba a tener un hijo, y además pensó que el embarazo serviría para que su mujer aplacara sus ansias políticas, pero en esto se equivocó. El embarazo no le impidió a Amelia seguir acompañando a Lola a algunas reuniones, pese a las protestas de su marido, y de sus padres, porque don Juan y doña Teresa rogaron a su hija que al menos durante el embarazo dejara la política. Pero fue inútil, ni siquiera Laura consiguió hacerla entrar en razón, y eso que su prima siempre fue la persona con mayor ascendente sobre Amelia. Y, de nuevo, un día volvió a pasar. Santiago desapareció. Creo que era el mes de abril de 1935. Amelia había salido a sus clases de la mañana y por la tarde había ido a casa de sus primas, a las que seguía viendo con frecuencia. Laura seguía siendo su mejor amiga. Le apasionaba la política como a Amelia, pero sus ideas, al igual que las de su padre, estaban del lado azañista. Cuando Amelia regresó aquella noche, esperó a Santiago para cenar, pero a las once no había regresado, y en la oficina no respondía nadie. Amelia estaba preocupada. En aquellos días no eran infrecuentes los disturbios en Madrid, y sobre todo los ajustes de cuentas entre partidos, de manera que había elementos de la extrema derecha que buscaban la confrontación con las gentes de la izquierda, que a su vez respondían a los ataques. Aguardamos toda la noche, y a la mañana siguiente Amelia telefoneó al padre de Santiago. Don Manuel le dijo que no sabía dónde se encontraba su hijo, pero que podría ser que estuviera de viaje, ya que hacía días que tenía previsto ir a Londres a visitar a un proveedor. Amelia tuvo un ataque de ira. Echada sobre la cama, gritaba y lloraba jurando que no le iba a perdonar a su marido semejante afrenta. Luego pareció calmarse, preguntándose si no habría sufrido un accidente y ella le estaba juzgando erróneamente. Tuvimos que llamar a doña Teresa, que acudió de inmediato con Antonietta para hacerse cargo de la situación. Laura, sabedora de la reacción de su prima, también acudió al conocer la noticia. Dos semanas tardó Santiago en regresar, y en aquellas dos semanas Amelia cambió para siempre. Aún recuerdo una conversación que tuvo con su madre, su hermana Antonietta y sus primas Laura y Melita. – Si ha sido capaz de abandonarme embarazada ¿de qué no será capaz? No puedo confiar en él. – Vamos, hija, no digas eso, ya sabes cómo es Santiago; doña Blanca te lo ha explicado, ella como madre sufría cuando su hijo desaparecía, pero son cosas de él, no lo hace por fastidiar. – No, no lo hace por fastidiar, pero debería darse cuenta del daño que hace. Amelia está embarazada y darle este disgusto… -comentaba su prima Laura. – Pero Santiago la quiere -insistió Antonietta, que sentía veneración por su cuñado. – ¡Pues vaya manera de demostrarlo! ¡Casi me mata del disgusto! -respondió Amelia. – Vamos, prima, no exageres -apuntó Melita-. Los hombres no tienen nuestra sensibilidad. – Pero eso no es excusa para que hagan lo que les venga en gana -dijo Laura. – A los hombres hay que aguantarles muchas cosas -explicó conciliadora doña Teresa. – Dudo que papá te haya hecho nunca lo que Santiago a mí. No, mamá, no, no se lo voy a perdonar. ¿Quién ha dicho que ellos tienen derecho a hacer lo que les venga en gana con nosotras? ¡No se lo voy a consentir! A partir de entonces Amelia redobló su interés por la política, o mejor dicho, por el socialismo. Nunca más volvió a ninguna reunión ni mitin del partido de Azaña, y pese a las súplicas de Santiago, que temía por su embarazo, Amelia se convirtió en una colaboradora desinteresada de Lola en todas las actividades políticas de ésta, aunque descubrió que su amiga no le respondía con la misma confianza. Una tarde de mayo acompañé a Amelia y a su madre al médico. Cuando salimos de la consulta, doña Teresa nos invitó a merendar en Viena Capellanes, la mejor pastelería de Madrid. Íbamos a celebrar que el médico había asegurado que el embarazo de Amelia transcurría con normalidad. Estábamos a punto de entrar en la pastelería cuando, en la acera de enfrente, vimos a Lola. Caminaba deprisa y llevaba de la mano a un niño de unos diez o doce años. Parecía que le iba regañando porque el niño la escuchaba cariacontecido. Amelia se soltó del brazo de su madre dispuesta a pedir a Lola que se uniera a nosotras. Lola no ocultó su incomodidad al vernos. Pero la sorpresa nos la llevamos nosotras cuando oímos al niño decir: «Mamá, ¿quiénes son estas señoras?». Lola nos presentó a su hijo con desgana. – Se llama Pablo, por Pablo Iglesias, ya sabes, el fundador del PSOE. – No sabía que tenías un hijo -respondió Amelia, dolida porque su amiga tuviera secretos con ella. – ¿Y para qué te lo iba a decir? -respondió malhumorada Lola. – Bueno, me hubiera gustado conocerle antes. ¿Queréis merendar con nosotras en Viena? -propuso Amelia. Pablo respondió de inmediato que sí, que nunca había entrado en una pastelería tan elegante, pero Lola parecía dudar. Doña Teresa estaba incómoda con la situación y yo preocupada por las consecuencias que pudiera tener el descubrimiento del hijo de Lola, quien finalmente aceptó viendo que era una oportunidad de que su hijo merendara en un lugar de tanto renombre. – No sabía que estabas casada… -dijo doña Teresa por iniciar una conversación. – No lo estoy -respondió Lola ante la mirada atónita de doña Teresa. – ¿No tienes marido? ¿Y entonces…? -quiso saber Amelia. – No hace falta un marido para tener hijos, y yo no me he querido casar. Pablo llegó sin buscarlo, pero aquí está. – Pero tendrá un padre… -insistió Amelia. – ¡Claro que tengo padre -dijo Pablo fastidiado- y se llama Josep! Soy medio catalán porque mi padre es catalán. Ahora no está aquí, pero viene a vernos cuando puede. Lola miró a su hijo con furia, y en su mirada pudimos ver que en cuanto estuvieran a solas no se libraría de una buena reprimenda por haberse ido de la lengua. Pero Pablo decidió ignorar a su madre y seguir hablando. – Mi padre es comunista. ¿Vosotras qué sois? Sin que pudiéramos evitarlo, Lola le dio un cachete a su hijo y le mandó callar. Doña Teresa tuvo que intervenir para apaciguar las lágrimas del crío y la ira de la madre. – ¡Vamos, vamos! Tómate el chocolate que has pedido… y tú, Lola, no pegues al niño, es pequeño y lo único que ha hecho es contar que tiene un padre del que se siente orgulloso, eso no es motivo para que le reprendas. -La buena de doña Teresa intentaba calmar los ánimos de Lola. – Le tengo dicho que tiene que tener la boca cerrada, que no vaya contando nada ni de mí ni de su padre; hay gente que teme a los comunistas y a los socialistas, y nos puede perjudicar. – ¡Pero nosotras no! Yo soy tu amiga -afirmó Amelia, dolida. – Ya… ya… pero aun así… Pablo, termínate el chocolate y el suizo, que nos tenemos que ir. A la tarde siguiente, cuando Amelia y yo estábamos en casa cosiendo, Lola se presentó para hablar con Amelia. Yo hice ademán de salir de la sala, pero como Amelia no me pidió que me fuera, preferí quedarme para enterarme de lo que Lola fuera a contar. – No te había dicho que tengo un hijo porque no me gusta ir contando mi vida al primero que pasa -se justificó Lola. – Pero yo no soy el primero que pasa, creía que a estas alturas ya confiabas en mí, en fin, te tenía por mi amiga. Lola se mordió el labio. Se notaba que traía muy pensado lo que iba a decir y no quería dejarse llevar por su temperamento. – Eres una buena persona, pero no somos amigas… Tienes que entenderlo, tú y yo no somos iguales. – Pues sí, sí somos iguales, somos dos mujeres que nos tenemos simpatía; tú me has convencido de unas cuantas cosas, me has hecho ver lo que hay más allá de estas paredes, me has hecho sentirme una privilegiada y por tanto culpable de serlo. Intento ayudar a tu causa porque creo que es justa, porque no me parece bien tenerlo todo y que otros no dispongan de nada. Pero al parecer para ti no es suficiente, y, ¿sabes, Lola?, no voy a pedir perdón. No, no voy a pedir perdón por tener unos padres estupendos, un marido cariñoso y una familia que me arropa. En cuanto al dinero… mi padre lleva toda la vida trabajando, lo mismo que mis abuelos y mis bisabuelos… Y Santiago, tú le has visto cómo trabaja, cómo pasa los días en la fábrica, cómo se preocupa del bienestar de quienes trabajan para él. Aun así, admito que tenemos más de lo que necesitamos, que no es justo que mientras otros no tienen nada nosotros tengamos tanto. Pero tú sabes, Lola, que no explotamos a nadie, que ayudamos a los demás cuanto podemos. Aunque ya veo que para ti no es suficiente y que nunca te fiarás de mí. Discutieron, pero al final se reconciliaron, aunque Amelia se daba cuenta de que entre Lola y ella existía una frontera, la de los prejuicios de la propia Lola, y esa frontera le resultaría muy difícil de superar. Aun así, Amelia se volcó si cabe más en actividades políticas; se ofreció voluntaria para enseñar en una Casa del Pueblo, hacía trabajos de oficina para la agrupación en la que militaba Lola, y cumplía disciplinadamente con cuanto le pedían. La actividad política de Amelia corría paralela a la de Santiago, ya que en aquel año de 1935, entre mayo y octubre, don Manuel Azaña intervino en una serie de mítines y obtuvo el apoyo de amplios sectores de la sociedad, y a muchos de esos mítines y reuniones de Izquierda Republicana acudía Santiago. Estaba convencido de que la solución a los problemas de España pasaba porque don Manuel Azaña gobernara el país, cada vez sumido en una crisis institucional y económica más profunda. En el resto del mundo las cosas no iban mejor. Hitler preocupaba al resto de Europa. Una noche de abril en que los padres de Amelia habían acudido a cenar para visitar a su hija y a su yerno, don Juan comentó satisfecho que la Sociedad de Naciones en Ginebra había condenado el rearme de Alemania. – Parece que por fin se empieza a hacer algo contra ese loco… -declaró don Juan a su yerno. – Yo no sería tan optimista. En Europa preocupa y mucho lo que ha pasado en Rusia, temen el contagio de la Revolución de los soviets -respondió Santiago. – Sí, puede que tengas razón, parece que el mundo se ha vuelto loco, hay noticias de que Stalin se muestra implacable con los disidentes -dijo Don Juan. Amelia intervino furiosa, sorprendiendo a su padre y a su marido. – ¡No nos creamos la propaganda de los fascistas! Lo que pasa es que algunos tienen miedo, sí, miedo de perder sus privilegios, pero en Rusia por primera vez están conociendo lo que es la dignidad, se está construyendo una República de trabajadores, de hombres y mujeres iguales, libres… – Pero, hija, ¡qué cosas dices! – ¡Amalia, no te alteres, recuerda que estás embarazada! -Doña Teresa sufría por su hija. – Sabes, Amelia, me preocupa que digas esas cosas, eres tú la que te estás dejando influir por la propaganda de los comunistas. -Santiago parecía enfadado. – Vamos, vamos, no discutáis, que no le conviene a la niña. -Doña Teresa aborrecía esas discusiones políticas en las que ahora intervenía Amelia. – Si no discutimos, mamá. Lo que pasa es que no me gusta que papá diga que las cosas no van bien en Rusia. Y tú, Santiago, deberías desear que al resto de Europa le llegase algo de la Revolución soviética, la gente no puede esperar eternamente a que se la trate con justicia. Aquella noche Amelia y Santiago discutieron. En cuanto se fueron don Juan y doña Teresa, el matrimonio inició una pelea que terminamos escuchando el resto de la casa. – ¡Amelia, tienes que dejar de ver a Lola! Te está metiendo unas ideas en la cabeza… – ¡Cómo que me está metiendo ideas! ¿Es que te crees que soy tonta, que no soy capaz de pensar por mí misma, que no me doy cuenta de lo que pasa alrededor? Las derechas nos están llevando al desastre… Tú mismo te quejas de la situación, y mi padre… bien sabes de las dificultades que está arrostrando mi familia… – La solución no es la revolución. En nombre de la revolución se cometen muchas injusticias. ¿Crees que tu amiga Lola tendría piedad de ti si aquí hubiera una revolución? – ¿Piedad? ¿Y por qué habría de tener piedad? ¡Yo apoyaría la revolución! – ¡Estás loca! – ¡Cómo te atreves a llamarme loca! – Lo siento, no quería ofenderte, pero me preocupa lo que dices, no tienes idea de lo que está pasando en Rusia… – ¡El que no tiene ni idea eres tú! Yo te diré lo que está pasando en Rusia: la gente come; sí, por primera vez hay comida para todos. Ya no hay pobres, han acabado con los capitalistas que actuaban como sanguijuelas, y… – Pero, niña, ¡no seas ingenua! – ¿Ingenua yo? Amelia salió del salón dando un portazo y sollozando. Santiago la siguió hasta el dormitorio, preocupado de que la pelea pudiera afectar al hijo que esperaban. Amelia estaba cada vez más imbuida de las ideas de Lola, o mejor dicho, de Josep, su compañero y padre de Pablo. Porque Amelia al final lo había conocido. Una tarde en que Amelia y yo habíamos ido a casa de Lola allí estaba él, recién llegado de Barcelona. Josep era un hombre guapo. Alto, robusto, de ojos negros, V aspecto fiero, aunque en el trato se mostraba amable, tanto como cauto, y no parecía tan desconfiado como Lola. – Lola me ha hablado de ti, sé que la ayudaste. Si la llegan a coger, seguramente aún estaría en la cárcel. Esos fascistas asquerosos no sabes cómo se las gastan con las mujeres. Fue una pena que no pudiéramos sacar adelante la revolución. La próxima vez estaremos mejor preparados. – Sí, fue una pena que las cosas no salieran mejor -respondió Amelia. Durante dos horas Josep monopolizó la conversación, y así sería en todas las ocasiones en que lo vimos. Nos contaba cómo estaban cambiando las cosas en Rusia, cómo la gente había pasado de ser siervos a ciudadanos, cómo Stalin estaba cimentando la revolución llevando a la práctica lo prometido por los bolcheviques: habían acabado con las clases sociales y el pueblo comía. Se estaban poniendo en marcha planes de desarrollo y los campesinos estaban entusiasmados. Josep nos describió el paraíso, y Amelia lo escuchaba fascinada, bebiendo cada una de sus palabras. Yo, entusiasmada con lo que contaba, me decía que tenía que escribir a mi hermano Aitor para persuadirle de que reflexionara y abriera su mente hacia las nuevas ideas que llegaban de Rusia. Nosotros éramos campesinos, no señoritos; nuestra gente era como Josep. Claro que sabía que Aitor no me haría ningún caso; él continuaba trabajando y militando en el PNV y soñaba con una patria vasca, aunque se abstenía de decirlo claramente. En aquel momento no entendí por qué, pero Josep pareció interesarse por Amelia, y durante su estancia en Madrid enviaba a Lola a buscarnos. Amelia estaba entusiasmada porque un hombre como Josep la tomara en serio. Y es que Josep era un líder comunista en Barcelona. Era el chófer de una familia de la burguesía catalana. Todos los días llevaba a su patrón a la fábrica de textiles que tenía en Mataró, además de acompañar a la señora de la casa a sus visitas, o de acompañar a los niños al colegio. Antes había sido conductor de autobuses. Conoció a Lola durante una estancia de sus señores en Madrid, y habían tenido a Pablo, sin que ninguno de los dos quisiera casarse, al menos eso decían, aunque yo siempre sospeché que Josep había estado casado antes de conocer a Lola. Mantenían una curiosa relación, ya que sólo se veían cuando Josep venía a Madrid acompañando a su jefe, lo que solía suceder una vez cada mes y medio, pues el patrón vendía sus telas por toda España y tenía un socio en la capital. A pesar de esta relación intermitente, Lola y Josep parecían estar bien avenidos, y desde luego Pablo adoraba a su padre. Por lo que decía, Josep estaba bien relacionado no sólo con los dirigentes comunistas catalanes. Amelia se sentía halagada de que un militante comunista de su importancia mostrara interés por conocer sus opiniones, y la escuchara. Pero sobre todo Josep dedicaba buena parte del tiempo que pasaba con nosotras en adoctrinarnos, en llevar el agua a su molino, en convencernos de que el futuro sería de los comunistas y que la Revolución soviética era sólo el comienzo de una gran revolución mundial a la que no habría fuerza humana que se pudiera oponer. – ¿Sabéis por qué triunfará la revolución? Porque somos más; sí, somos más los que nunca hemos tenido nada. Somos más los que tenemos un gran tesoro: la fuerza de nuestro trabajo. El mundo no podría moverse sin nosotros. Nosotros somos el progreso. ¿Quién va a mover las máquinas? ¿Acaso los señoritos ricos? Si supierais cómo se vive en la Unión Soviética, los avances conseguidos en menos de veinte años… Moscú cuenta desde abril con trenes subterráneos, un metro con ochenta y dos kilómetros de recorrido; pero siendo eso importante, aún lo es más que las estaciones están decoradas con obras de arte, con arañas de cristal, con cuadros y frescos en las paredes… y todo eso para los obreros, para los que nunca han tenido la oportunidad de ver un cuadro ni de iluminarse con esas lámparas de cristal fino… Ese es el espíritu de la revolución… Amelia no se atrevió a dar el paso, pero yo sí y pedí a Josep que me avalara para hacerme comunista. ¿Qué otra cosa podía ser una chica como yo, nacida en las montañas, y que había trabajado desde que tenía uso de razón? Una tarde Lola nos dejó recado en casa para que aquella noche nos reuniéramos con ella y con Josep y unos compañeros comunistas. Amelia no sabía cómo decirle a Santiago que iba a salir de noche, sobre todo porque en aquellos días los enfrentamientos en la calle entre las izquierdas y las derechas eran continuos, y siempre se saldaban con algún herido, cuando no con algún muerto. – No tendría que haberme casado -se lamentaba Amelia-, porque ahora no puedo dar un paso sin consultárselo a Santiago. En realidad no era verdad que hacía partícipe a su marido de sus escarceos políticos, pero salir por la noche sola era más de lo que podía permitirse. Pero siempre fue muy tozuda, de manera que en cuanto Santiago llegó a casa le planteó abiertamente su decisión de salir para acudir a casa de Lola a conocer a algunos amigos comunistas de la pareja. Tuvieron una discusión que se saldó a favor de Santiago. – Pero ¿qué pretendes? ¿Crees que con lo que está pasando voy a permitir que te vayas más allá de las Ventas a casa de Lola con gente que no sabemos quiénes son? Si no te importo yo, si ni siquiera te importas tú, al menos piensa en nuestro hijo. No tienes ningún derecho a ponerle en peligro. ¡Menudos amigos esa Lola y ese Josep invitando a una embarazada a que salga de noche por Madrid! Santiago no cedió, y aunque Amelia trató de convencerle, primero con mimos y carantoñas, luego con lloros, y más tarde con gritos, lo cierto es que no se atrevió a salir de casa sin la aprobación de su marido. La situación política seguía deteriorándose por momentos, y por más que lo intentaba, el presidente de la República Niceto Alcalá Zamora se veía impotente para lograr el más mínimo consenso entre las izquierdas y la CEDA. Joaquín Chapaprieta, que había sido ministro de Hacienda, terminó recibiendo el encargo de Alcalá Zamora para que formara un gobierno, que igualmente terminó en fracaso. Recuerdo que un domingo fuimos a almorzar a casa de los Carranza. Creo que era octubre, porque Amelia estaba en el último tramo del embarazo, y verse gorda y torpe la hacía desesperarse. Don Manuel y doña Blanca habían invitado a todos los Garayoa, no sólo a los padres de Amelia, sino también a don Armando y a doña Elena, de manera que allí estaban las primas, Melita, Laura y el pequeño Jesús. Si recuerdo aquel almuerzo fue porque a Amelia casi se le adelanta el parto. Don Juan estaba más preocupado que de costumbre porque había recibido una carta del que hasta entonces había sido su empleado, herr Helmut Keller, en la que le explicaba detalladamente en qué consistían las Leyes de Nuremberg promulgadas en septiembre de ese mismo año de 1935. Helmut mostraba su preocupación porque, según la nueva legislación, sólo quien tenía sangre «pura» podía ser alemán; el resto pasaba a ser súbdito. También se prohibían los matrimonios entre judíos y arios. El señor Keller creía que había llegado el momento de que herr Itzhak Wassermann y su familia salieran de Alemania, aunque se lamentaba porque aún no había logrado convencerles para que lo hicieran, aunque había muchas familias judías que ya habían emigrado temerosas de lo que estaba pasando. El señor Keller pedía a don Juan que intentara convencer a herr Itzhak. – He pensado en ir a Alemania. Tengo que sacar de allí al bueno de Itzhak y a su familia, temo por su vida -se lamentó clon Juan. – ¡Pero puede ser peligroso! -exclamaba doña Teresa. – ¿Peligroso? ¿Por qué? Yo no soy judío. – Pero herr Itzhak sí, y mira lo que ha pasado con el negocio, os han arruinado, lleváis muchos meses sin que ninguna empresa alemana os compre y os venda material, incluso os han acusado defraude en las cuentas. -Doña Teresa estaba realmente asustada. – Lo sé, querida, lo sé, pero no han podido probar nada. – Aun así, os han cerrado el almacén. – Debes comprender que tengo que ir. – Si me lo permite, creo que su esposa tiene razón. -La voz potente de don Manuel se abrió paso en la discusión entre don Juan y doña Teresa-. Amigo mío, debería resignarse a la pérdida de su negocio en Alemania, usted ha pagado las consecuencias de tener un socio que no le gusta al nuevo régimen. No creo que arregle nada yendo hasta allí, mejor sería que fueran ellos los que intentaran salir de Alemania. Se enfrascaron en una discusión en la que Amelia apoyó a su padre con tanto ímpetu que aseguró que ella misma le acompañaría para salvar a herr Itzhak y a su familia y que dejarles a su suerte sería de cobardes. Tanto se alteró, que terminó sintiéndose indispuesta y acabamos temiendo por su estado. A principios de noviembre nació Javier. Amelia se puso de parto la madrugada del día 2 pero no trajo su hijo al mundo hasta un día después. ¡Cómo lloraba! La pobrecita sufrió lo indecible y eso que contó con la asistencia constante de dos médicos y una comadrona. Santiago sufrió con ella. Golpeaba con rabia la pared para descargar la impotencia que sentía por no poder hacer nada para ayudar a su mujer. Al final le sacaron el niño con fórceps, pero casi la matan. Javier era precioso, un niño sano, largo y delgado, que llegó al mundo con mucha hambre y se mordía los puños desesperado. Amelia perdió mucha sangre en el parto y tardó más de un mes en recuperarse, por más que todos la mimábamos, sobre todo Santiago. Todo le parecía poco para su mujer, pero a Amelia se la veía triste e indiferente a cuanto sucedía a su alrededor; sólo se alegraba cuando la visitaba su prima Laura o Lola. Entonces parecía que el brillo le volvía a la mirada y ponía interés en la conversación. Por aquellos días Laura había iniciado un noviazgo con un joven abogado hijo de unos amigos de sus padres y todo hacía prever que terminaría en boda. En cuanto a Lola, cuando la visitaba, Amelia nos pedía a todos que las dejásemos solas, lo cual Santiago aceptaba para no contrariarla. Lola le daba noticias de Josep y de otros camaradas que Amelia había conocido. Y Amelia le preguntaba cómo iban los preparativos de la revolución, de esa gran revolución mundial de la que hablaba Josep y de la que ella quería formar parte. Con el paso del tiempo, Lola parecía ir confiando más en Amelia, y la hacía partícipe de pequeñas confidencias sobre Josep, y su importancia entre los comunistas catalanes. – ¿Y tú por qué eres socialista en vez de comunista? -le preguntó Amelia, que no entendía por qué su amiga no compartía la militancia política de Josep. – No hace falta ser comunista para reconocer los logros de la Revolución soviética; además, soy socialista por tradición, mi padre lo era, conoció a Pablo Iglesias… asimismo yo soy partidaria de Largo Caballero, él también admira a los bolcheviques. Lo que pasa es que Prieto y otros líderes socialistas se resisten a Largo Caballero; como no son obreros como él, no entienden lo que queremos… Eran fragmentos de conversación que alcanzaba a escuchar cuando les servía la merienda. Era la única que podía interrumpirlas, ni siquiera Águeda tenía permiso para entrar en el salón de Amelia. ¡Ay, Águeda! Era el ama de cría de Javier. La trajeron de Asturias porque Amaya, mi madre, no encontró a ninguna ama vasca como hubiera sido el gusto de doña Teresa y de la propia Amelia. Águeda era una mujer de complexión fuerte, alta, de cabello castaño y ojos del mismo color. No estaba casada, pero un mozo de la minería la había dejado preñada, aunque había tenido la desdicha de perder a su hijo apenas recién nacido. Unos amigos de Don Juan la recomendaron para que la trajeran como niñera de Javier y llegó apenas una semana después de haber enterrado a su propio hijo. Era una buena mujer, cariñosa y amable, que trataba a Javier como si de su hijo se tratara. Silenciosa y obediente, Águeda parecía una sombra benéfica en la casa, y todos le cogimos afecto. Para Santiago supuso un descanso ver a su propio hijo tan bien atendido habida cuenta de la apatía que manifestaba Amelia; ni siquiera su hijo parecía alegrarla. Dado su estado de debilidad, aquellas Navidades se celebraron en casa de Don Juan y doña Teresa. La familia de Santiago comprendía que era lo mejor para Amelia, quien aún no estaba en condiciones de hacer de anfitriona en una festividad tan importante. En realidad la casa de Amelia y de Santiago estaba a tres manzanas de la de los Garayoa, de manera que para Amelia no significaba un gran esfuerzo desplazarse a casa de sus padres. Daban envidia. Sí, daba envidia ver a todos los Garayoa, también al hermano de don Juan, don Armando, y su esposa doña Elena con sus hijos Melita, Laura y Jesús, junto a la familia Carranza, los padres de Santiago. Ayudada por mi madre, doña Teresa se esmeró con la cena. Para mí aquellas Navidades también fueron especiales, las últimas que pasé con mi madre. Estaba decidido: después de Reyes regresaba al caserío, y su marcha significaba quedarme sola en Madrid. A mi hermano Aitor le iba bien en su trabajo e insistía en que nuestra madre dejara de servir a otros y se ocupara de nuestros abuelos y nuestro pequeño pedazo de tierra. Para mi madre la tierra era tan importante como para Aitor; por aquel entonces, yo me sentía lo suficientemente comunista para ver el mundo con más amplitud donde todo era de todos y para todos, y la tierra no tenía más propietarios que el Pueblo, y no importaba dónde se hubiese nacido, porque no había más patria que el mundo entero ni más hermanos que todos los que éramos obreros. Pero volviendo a aquella cena… Cantaron villancicos, comieron y bebieron todas aquellas cosas que no llegaban a la mesa de los pobres, aunque quienes servíamos en aquella casa no podíamos quejarnos: siempre comíamos y bebíamos lo mismo que los señores. Aún recuerdo que cenamos pavo con castañas… Y como solía suceder cada vez que se reunían las dos familias, hablaron y discutieron de política. – Parece que el presidente Alcalá Zamora está dispuesto a que se forme un nuevo gobierno a cargo de don Manuel Portela Valladares -comentó don Juan. – Lo que tiene que hacer es convocar elecciones de una vez -replicó Santiago. – ¡Qué impacientes sois los jóvenes! -respondía don Armando Garayoa-. Don Niceto Alcalá Zamora lo que no quiere es dar poder a la CEDA, no se fía de Gil Robles. – ¡Y con razón! -terciaba Don Juan. – Pues yo no veo salida a esta situación… No creo que las elecciones solucionen nada, porque si gana la izquierda, ¡que Dios nos coja confesados! -se lamentó don Manuel Carranza, el padre de Santiago. – ¿Y qué quiere usted? ¿Que gobierne esta derecha incapaz de solucionar los problemas de España? -Amelia miraba a su suegro con ira. – ¡Amelia, hija, no te alteres! -intentó mediar su madre. – Es que me da rabia que aún haya quien cree que la CEDA puede hacer algo bueno. La gente no va a soportar esta situación mucho más -continuó Amelia. – Pues yo temo un gobierno de las izquierdas -insistió don Manuel. – Y yo uno de las derechas -replicó Amelia. – Hace falta autoridad. ¿Crees que un país sale adelante con huelgas? -preguntó don Manuel a su nuera. – Lo que creo es que la gente tiene derecho a comer y no a malvivir, que es lo que pasa aquí -respondió Amelia. Santiago siempre apoyaba a Amelia aunque matizando las posiciones políticas de ésta. Él, ya se lo he dicho antes, era azañista, no creía en la revolución aunque tampoco defendía a las derechas. Excepto Amelia, que dijo sentirse cansada y se quedó con su hijo Javier que dormía plácidamente en brazos de Águeda, a las doce la familia se acercó a la iglesia a oír la misa del gallo. |
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