"No Llores Más, My Lady" - читать интересную книгу автора (Clark Mary Higgins)

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El Westwind se inclinó, giró y comenzó el descenso hacia el aeropuerto Monterrey. Con un cuidado metódico, Ted revisó el panel de instrumentos. Había sido un agradable vuelo desde Hawai: aire suave en cada metro del camino y los bancos de nubes, perezosos y etéreos como el algodón de azúcar en el circo. Era gracioso: le gustaban las nubes, volar sobre y a través de ellas, pero nunca le había gustado el algodón de azúcar, ni siquiera de niño. Una contradicción más en su vida…

John Moore, sentado en el asiento del copiloto, se movió como para recordarle a Ted que aún estaba allí y que, si quería podía pasarle los controles. Moore había sido el jefe de pilotos para la «Winters Enterprises» durante diez años. Pero Ted quería realizar el aterrizaje y ver con qué suavidad tocaba la pista. Bajar las ruedas. Aterrizar. Todo era la misma cosa, ¿verdad?

Una hora antes, Craig había ido a verlo y le pidió que dejara a John los controles.

– Las bebidas están listas en la mesa de la esquina, su favorita, Monsieur Wintairs.

Una excelente imitación del capitán del Four Seasons.

– Por favor, basta de imitaciones por hoy. No las necesito en este momento.

Craig sabía que no debía discutir con Ted cuando éste decidía permanecer en los controles.

Se acercaban rápidamente a la pista. Ted levantó apenas el morro del avión. ¿Cuánto tiempo más estaría en libertad para pilotar aviones, viajar, tomar o no una bebida, funcionar como un ser humano? El juicio comenzaría la semana siguiente. No le gustaba su nuevo abogado. Henry Bartlett era demasiado pomposo, demasiado consciente de su propia imagen. Ted imaginaba a Bartlett en un aviso del New Yorker, con una botella de whisky en la mano y una leyenda que decía: «Ésta es la única marca que les sirvo a mis invitados.»

Las ruedas principales tocaron tierra. El impacto fue casi imperceptible dentro del avión. Ted puso los motores en retroceso.

– Buen aterrizaje, señor -comentó John con tranquilidad.

Cansado, Ted se pasó la mano por la frente. Deseó poder terminar con la costumbre de que John lo llamara «señor». Y también deseó que Henry Bartlett dejara de llamarlo «Teddy». ¿Acaso todos los abogados criminalistas pensaban que tenían el derecho de ser condescendientes porque uno necesitaba sus servicios? Una pregunta interesante. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, jamás habría tratado con alguien como Bartlett. Pero despedir al hombre considerado como el mejor abogado defensor del país cuando tenía que enfrentarse a una sentencia de cadena perpetua no era un acto inteligente. Siempre se había considerado inteligente, pero ahora ya no estaba tan seguro.

Unos minutos después, estaban en una limusina camino a «Cypress Point».

– He oído hablar mucho de la península de Monterrey -comentó Bartlett mientras tomaban la autopista 68-. Todavía no entiendo por qué no trabajamos en el caso en tu oficina de Connecticut o en tu apartamento de Nueva York; bueno, de todas formas eres tú quien paga la cuenta.

– Estamos aquí porque Ted necesita el tipo de descanso que puede obtener en «Cypress Point» -dijo Craig sin tratar de ocultar su tono evasivo.

Ted estaba sentado en el lado derecho del amplio asiento trasero, junto a Henry. Craig se había situado en el asiento frente a ellos, al lado del bar. Craig levantó la cortina y se preparó un martini. Con una sonrisa a medias se lo entregó a Ted.

– Conoces las reglas de Min con respecto a la bebida. Será mejor que lo bebas aprisa.

Ted meneó la cabeza.

– Me parece recordar otro momento en que también bebí de prisa. ¿No hay una cerveza fría?

– Teddy, tengo que insistir en que dejes de referirte a esa noche de una forma que sugiere que no la recuerdas muy bien.

Ted se volvió para mirar de frente a Henry Bartlett, fijándose en su cabello plateado, sus modales urbanos y el leve acento inglés de su voz.

– Aclaremos algo de una buena vez -le dijo-. No vuelvas, y te lo repito, no vuelvas a llamarme Teddy nunca más. Mi nombre, si acaso no puedes recordarlo es Andrew Edward Winters. Siempre me han llamado Ted. Si te resulta demasiado difícil de recordar, puedes llamarme Andrew. Mi abuela solía llamarme así. Asiente con la cabeza si entiendes lo que te digo.

– Cálmate, Ted -le pidió Craig.

– Me calmaré si Henry y yo nos ponemos de acuerdo sobre algunas normas básicas.

Sintió con qué fuerza apretaba el vaso que tenía en la mano. Estaba comenzando a descifrar las cosas; podía sentirlo. En esos meses desde la acusación, había logrado mantener la cordura al quedarse en su casa de Maui, elaborando su propio análisis de expansión urbana y tendencias de la población, diseñando hoteles, estadios, centros comerciales que construiría una vez que todo terminara. De alguna manera, había logrado convencerse de que algo sucedería, de que Elizabeth se daría cuenta de que se equivocaba con respecto a la hora de la llamada y que la testigo ocular sería declarada mentalmente incompetente…

Elizabeth seguía firme con su historia, la testigo ocular era inflexible acerca de su testimonio y el juicio parecía amenazador. Ted quedó sorprendido cuando se dio cuenta de que su primer abogado concedía virtualmente el veredicto de culpabilidad. Fue entonces cuando contrató a Henry Bartlett.

– Muy bien, dejaremos esto para después -dijo con dureza Henry Bartlett. Luego, se volvió hacia Craig-: Si Ted no quiere un trago, yo sí.

Ted aceptó la cerveza que le ofrecía Craig y se puso a mirar por la ventanilla. ¿Bartlett tenía razón? ¿Era una locura haber ido allí en lugar de trabajar en Connecticut o en Nueva York? Sin embargo, cuando estaba en «Cypress Point», tenía una sensación de calma y bienestar. Era debido a todos los veranos que había pasado en la península de Monterrey durante su infancia.

El automóvil se detuvo en el puesto de peaje de Pebble Beach y el chófer pagó lo que correspondía. Luego aparecieron las residencias con vista al océano. Una vez había querido comprar una casa allí. Él y Kathy habían acordado que sería un buen lugar de vacaciones para Teddy. Pero Teddy y Kathy habían desaparecido.

Del lado izquierdo, el Pacífico brillaba, claro y hermoso, bajo el radiante sol de la tarde. No era seguro nadar allí, pues las corrientes internas eran muy fuertes, pero qué hermoso hubiera sido zambullirse y sentir que lo empapaba el agua salada. Se preguntó si alguna vez volvería a sentirse limpio y a dejar de ver la imagen de Leila destrozada. Esas imágenes siempre estaban en su mente, agrandadas como los anuncios en una autopista. Y en esos últimos meses, habían comenzado las dudas.

– Deja de pensar lo que estés pensando, Ted -le dijo Craig con suavidad.

– Y deja de tratar de leer mis pensamientos -le respondió Ted. Luego, logró insinuar una débil sonrisa-. Lo siento.

– No hay problema. -El tono de Craig era sincero.

«Craig siempre sabe cómo manejar situaciones», pensó Ted. Se habían conocido en Dartmouth durante el primer año de facultad. Entonces, Craig era regordete. A los diecisiete, se convirtió en un alto sueco rubio. A los treinta y cuatro, todo vestigio de gordura había desaparecido y la carne se había convertido en sólidos músculos. Los rasgos pesados le iban mejor a un hombre maduro que a un niño. Craig había obtenido una media beca para cursar la universidad y además ocuparse de cuanto trabajo se le presentaba: como lavacopas en un restaurante, camarero en una hostería de Hannover, o asistente en el hospital de la universidad.

«Y sin embargo, siempre estuvo cuando lo necesité», recordó Ted. Después de la universidad, se sorprendió al encontrarse con Craig en los lavabos de la oficina ejecutiva de «Winters Enterprises».

– ¿Por qué no hablaste conmigo si querías trabajar aquí? -No estaba seguro de sentirse complacido con ello.

– Porque si soy bueno, lo lograré solo.

No se podía discutir sobre eso. Lo había logrado, había llegado a convertirse en el vicepresidente ejecutivo. «Si voy a prisión -pensó Ted-, él dirigirá el show. Me pregunto cuántas veces pensará en eso.» Sintió una sensación de disgusto por esas ideas. «¡Estoy pensando igual que una rata atrapada! ¡Soy una rata atrapada!»

Pasaron junto al «Pebble Beach Lodge», el campo de golf, el «Crocker Woodland» y por fin divisaron los campos de «Cypress Point».

– Pronto entenderás por qué quisimos venir aquí -le dijo Craig a Henry. Miró directamente a Ted-. Juntos elaboraremos una buena defensa. Sabes que este lugar siempre te ha traído suerte. -Después, al mirar por la ventanilla se puso tenso-. Oh, Dios, no puedo creerlo. El descapotable; Cheryl y Syd están aquí.

Con una mueca de desaprobación se volvió hacia Henry Bartlett.

– Comienzo a pensar que tenías razón. Tendríamos que haber ido a Connecticut.