"No Llores Más, My Lady" - читать интересную книгу автора (Clark Mary Higgins)

7

– Siento hacerte esto, Ted, pero es que no tenemos el lujo del tiempo. -Henry Bartlett se reclinó en el sillón en el extremo de la mesa de la biblioteca.

Ted se dio cuenta de que le latía la sien izquierda y sentía punzadas de dolor detrás y encima del ojo izquierdo. Movió la cabeza para evitar los rayos de sol que se filtraban por la ventana frente a él.

Se hallaban en el estudio del bungalow de Ted, en la zona de Meadowcluster una de las dos instalaciones más caras de «Cypress Point. Craig estaba sentado en diagonal a él, con el rostro grave y mirada de preocupación.

Henry había querido tener una reunión antes de la cena.

– Se nos está acabando el tiempo -dijo- y hasta que no decidamos nuestra estrategia final, no podemos avanzar.

«Veinte años en prisión», pensó Ted con incredulidad. Ésa era la sentencia pendiente. Tendría cincuenta y cuatro años cuando saliera. Incongruentemente, todas las películas de gángsters que solía mirar tarde por la noche se agolparon en su mente. Barras de acero, guardias severos, Jimmy Cagney en el papel de un loco asesino. Solía deleitarse con ellos.

– Tenemos dos caminos posibles -continuó Henry Bartlett-. Podemos aferramos a tu historia original…

– ¡Mi historia original! -exclamó Ted.

– ¡Escúchame! Dejaste el apartamento de Leila alrededor de las nueve y diez. Fuiste al tuyo, trataste de llamar a Craig. -Se volvió hacia Craig-. Es una maldita lástima que no hayas contestado el teléfono.

– Estaba mirando un programa que quería ver. Estaba conectado el contestador. Pensé que luego llamaría a cualquiera que me dejara un mensaje. Y puedo jurar que el teléfono sonó justo a las nueve y media, tal como dice Ted.

– ¿Por qué no dejaste un mensaje, Ted?

– Porque odio hablar con un aparato, y con ése en particular. -La boca adoptó un gesto de tensión. La costumbre que tenía Craig de imitar a un sirviente japonés en el contestador irritaba mucho a Ted, a pesar de ser una excelente imitación. Craig podía imitar a cualquiera. Hasta podía llegar a ganarse la vida con eso.

– ¿Y para qué llamabas a Craig?

– Es confuso. Estaba borracho. Mi impresión es que quería decirle que me alejaría por un tiempo.

– Eso no nos ayuda. Tal vez, si te hubiera respondido tampoco nos ayudaría. No a menos que pudieras probar que estabas hablando con él a las nueve y treinta y uno.

Craig pegó un puñetazo sobre la mesa.

– Entonces, lo diré. No estoy a favor de mentir bajo juramento, y tampoco estoy a favor de que Ted sea acusado de algo que no cometió.

– Es demasiado tarde para eso. Ya hiciste tu declaración. Si la cambias ahora, empeora la situación. -Bartlett revisó los papeles que había extraído de su maletín. Ted se puso de pie y se acercó a la ventana. Tenía planeado ir al gimnasio y hacer un poco de ejercicio. Pero Bartlett había insistido en tener esa reunión. Ya veía limitada su libertad.

¿Cuántas veces había ido a «Cypress Point» con Leila durante los tres años que duró la relación? Ocho, tal vez diez. A Leila le encantaba ese lugar. Le encantaba ver cómo mandoneaba Min y la presunción del barón. También había disfrutado de largas caminatas junto a los acantilados. «Muy bien. Halcón, si no quieres venir conmigo, juega a tu maldito golf y nos veremos luego en mi cama.» Aquel guiño malicioso, esa deliberada mirada de soslayo, los dedos delgados sobre sus hombros. «Mi Dios, Halcón, tú sí que me excitas.» Estar recostado con ella en sus brazos sobre el sofá mirando alguna película. «Min sabe damos algo mejor que esas malditas antigüedades. Sabe que me gusta estar acurrucada con mi compañero.» Allí había descubierto a la Leila que amaba; la Leila que ella misma quería ser.

¿Qué estaba diciendo Bartlett?

– O bien contradecimos lo que dicen Elizabeth Lange y la testigo ocular o tratamos de volcar el testimonio a nuestro favor.

– ¿Y eso cómo se hace?

«Dios, cómo odio a este hombre -pensó Ted-. Está allí sentado, fresco y cómodo como si estuviera discutiendo una partida de ajedrez y no el resto de mi vida.» Una furia irracional casi lo ahogó. Tenía que salir de allí. Estar en una habitación con alguien que odiaba también le producía claustrofobia. ¿Cómo podría compartir una celda con otro hombre durante dos o tres décadas? No podría. A cualquier precio, no podría.

– Recuerdas haber llamado un taxi y el viaje a Connecticut.

– No, no recuerdo nada en absoluto.

– Vuelve a contarme el último recuerdo consciente de aquella noche.

– Había estado con Leila durante varias horas. Estaba histérica. Todo el tiempo me acusaba de estar engañándola.

– ¿Y la engañabas?

– No.

– ¿Entonces, por qué te acusaba?

– Leila era… muy insegura. Había tenido malas experiencias con los hombres. Estaba convencida de que jamás podría confiar en nadie. Yo pensé que no era así, en lo que a nuestra relación se refería, pero cada tanto tenía un ataque de celos. -Esa escena en el apartamento. Leila lanzándose sobre él, arañándole la cara; sus terribles acusaciones. Él la tomó de las muñecas para detenerla. ¿Qué había sentido? Rabia. Furia. Y disgusto.

– ¿Trataste de devolverle el anillo de compromiso?

– Sí, y ella lo rechazó.

– ¿Y luego qué sucedió?

– Llamó Elizabeth. Leila comenzó a sollozar por teléfono y a gritarme que me fuera. Yo le dije que colgara. Quería llegar al fondo de lo que había provocado todo eso. Vi que era inútil y me fui. Llegué a mi apartamento. Creo que me cambié la camisa e intenté llamar a Craig. Luego salí. Pero no recuerdo nada más hasta el día siguiente que desperté en Connecticut.

– ¿Teddy, te das cuenta de lo que el fiscal hará con tu historia? ¿Sabes cuántos casos hay de personas que mataron en un ataque de rabia y que luego sufren un brote psicótico donde no recuerdan nada porque bloquean el hecho? Como abogado, tengo que decirte algo: esa historia apesta. No es una defensa. Claro que si no fuera por Elizabeth Lange, no habría problema… Diablos, ni siquiera habría un caso. Podría destrozar a esa tal testigo ocular. Está loca, loca de verdad. Pero con Elizabeth que jura que estabas en el apartamento peleando con Leila a las nueve y media, la loca se vuelve creíble cuando dice que arrojaste a Leila por el balcón a las nueve y treinta y uno.

– ¿Y entonces qué podemos hacer? -preguntó Craig.

– Negociemos -respondió Bartlett-. Ted está de acuerdo con la historia de Elizabeth. Ahora recuerda haber vuelto a subir. Leila seguía histérica, colgó el teléfono de un golpe y salió corriendo a la terraza. Cualquiera que haya estado en «Elaine’s» la noche anterior puede dar testimonio del estado emocional en que se encontraba. Su hermana admite que había estado bebiendo. Se sentía desanimada con su carrera. Había decidido romper la relación que tenía contigo. Se sentía acabada. No sería la primera en saltar ante una situación así.

Ted parpadeó. Saltar. Dios, ¿todos los abogados eran tan insensibles? Y luego, la imagen del cuerpo deshecho de Leila; las fotos de la Policía. Sintió su cuerpo bañado en sudor.

Craig pareció esperanzado.

– Podría funcionar. Lo que vio esa testigo fue a Ted luchando por salvar a Leila y cuando Leila cayó, él perdió la memoria. Fue entonces que sufrió el brote psicótico. Eso explica por qué fue tan incoherente en el taxi.

Ted miró a través de la ventana, hacia el océano. Estaba tranquilo, pero sabía que pronto subiría la marea. «La calma que antecede a la tormenta -pensó-. Ahora estamos en una discusión clínica. En diez días, estaré en el juicio. El Estado de Nueva York contra Andrew Edward Winters III.»

– Hay un enorme bache en tu teoría -dijo-. Si admito haber regresado al apartamento y estado en la terraza con Leila, estoy poniendo la cabeza en el lazo. Si el jurado decide que estuve en el proceso de su asesinato, podrían hallarme culpable de asesinato en segundo grado.

– Es un riesgo que tendrás que correr.

Ted regresó a la mesa y comenzó a guardar los legajos abiertos en el maletín de Bartlett. Su sonrisa no era de complacencia.

– No estoy seguro de poder correr ese riesgo. Tiene que haber una solución mejor, y voy a encontrarla cueste lo que cueste. No iré a prisión.