"No Llores Más, My Lady" - читать интересную книгу автора (Clark Mary Higgins)

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El sol se ponía sobre las torres gemelas del «World Trade Center» cuando el vuelo 111 de «Pan American» proveniente de Roma comenzó a rodear la isla de Manhattan. Elizabeth apoyó la frente contra el vidrio, absorbiendo la vista de los rascacielos, la Estatua de la Libertad recién restaurada y un crucero que se deslizaba por el estrecho. Ése era el momento que tanto había amado al final de un viaje, la sensación de regresar al hogar. Pero hoy, deseaba con todas sus fuerzas poder quedarse en el avión, y seguir hacia su próximo destino, fuera cual fuere.

– Hermosa vista, ¿verdad? -Al subir al avión, la anciana de aspecto bondadoso sentada a su lado le había dedicado una amable sonrisa y luego había abierto su libro. Elizabeth se sintió aliviada; lo último que quería era una conversación de siete horas con un extraño. Pero ahora no le molestaba. Aterrizarían en pocos minutos. Le contestó que, en efecto, era una hermosa vista.

– Éste fue mi tercer viaje a Italia -continuó su compañera de asiento-. Pero es la última vez que viajo en agosto. Está lleno de turistas. Y hace tanto calor. ¿Qué países visitó?

El avión se inclinó y comenzó su descenso final hacia el aeropuerto Kennedy. Elizabeth decidió que le daba lo mismo darle una respuesta directa que mostrarse indiferente.

– Soy actriz. Estuve filmando una película en Venecia.

– ¡Qué emocionante! La primera impresión que tuve es que me recordaba un poco a Candy Bergen. Es tan alta como ella y tiene el mismo hermoso cabello rubio y ojos azul grisáceo. ¿Debo conocer su nombre?

– En absoluto.

Sintieron un leve golpe cuando el avión aterrizó en la pista y comenzó a deslizarse. Para evitar más preguntas, Elizabeth sacó el bolso que tenía debajo del asiento y se puso a revisar su contenido. «Si Leila estuviera aquí -pensó-, no habría problemas de identificación.» Todos conocían a Leila LaSalle. Además, ella habría viajado en primera clase y no en turista.

Habría. Después de todos esos meses, ya era hora de que aceptara la realidad de su muerte.

Un puesto de diarios detrás de la aduana tenía la última edición del Globe. No pudo evitar leer el titular: el juicio comienza el 8 de septiembre. El subtítulo decía: «El juez Michael, visiblemente enojado, denegó más aplazamientos en el juicio por asesinato al multimillonario Ted Winters.» En el resto de la página figuraba un primer plano del rostro de Ted. En sus ojos había una mirada de amarga sorpresa y su boca dibujaba una expresión de rigidez. Era una foto tomada después de enterarse de que el Gran Jurado lo había acusado de la muerte de su prometida, Leila LaSalle.


Mientras el taxi se dirigía hacia la ciudad, Elizabeth leyó la historia: una repetición de los detalles de la muerte de Leila y la evidencia en contra de Ted. Durante las tres páginas siguientes había fotografías de Leila: Leila durante un estreno con su primer marido; Leila en un safari, con su segundo marido; Leila con Ted; Leila cuando recibió el Oscar; fotos de archivo. Una de ellas le llamó la atención. Había un dejo de dulzura en su sonrisa, un toque de vulnerabilidad que contrastaba con el gesto arrogante del mentón y la expresión burlona de los ojos. La mitad de las jovencitas de Norteamérica habían tratado de imitar esa expresión, habían copiado la forma que tenía Leila de echarse hacia atrás el cabello, de reír por encima del hombro…

– Llegamos, señora…

Sorprendida, Elizabeth levantó la mirada. El taxi se había detenido frente al Hamilton Arms, en la intersección de la Calle 57 y Park Avenue. El diario se le deslizó del regazo. Trató de aparentar calma:

– Lo siento, me equivoqué de dirección. Quiero ir a la Undécima y la Quinta.

– Pero ya paré el taxímetro.

– Entonces, póngalo de nuevo. -Le temblaban las manos mientras buscaba su cartera. Sintió que se acercaba el portero y no quiso levantar la mirada. No quería que la reconocieran. Sin pensarlo, le había dado la dirección de Leila. Ése era el edificio donde Ted había matado a Leila. Aquí, ebrio y en un arranque de rabia, la había arrojado desde el balcón-terraza de su apartamento.

Elizabeth no pudo controlar el temblor al repasar la imagen que no podía borrar de su mente: el maravilloso cuerpo de Leila envuelto en un pijama de satén blanco, su largo cabello pelirrojo echado hacia atrás como en una cascada, cayendo por los cuarenta pisos hasta el suelo de cemento.

Y siempre las mismas preguntas… ¿Estaba consciente? ¿Se dio cuenta de lo que sucedía?

¡Qué terribles debieron ser para ella esos últimos segundos!

«Si me hubiera quedado con ella -pensó Elizabeth-, esto jamás habría sucedido.»