"No Llores Más, My Lady" - читать интересную книгу автора (Clark Mary Higgins)

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Después de estar ausente durante dos meses, el apartamento olía a encierro. Pero en cuanto abrió las ventanas, pudo sentir esa peculiar combinación de aromas típica de Nueva York: el olor de la comida hindú del restaurante de la esquina, el perfume de las flores del balcón de enfrente, el olor ácido del escape de los autobuses de la Quinta Avenida, la sugerencia a mar proveniente del río Hudson. Durante unos minutos, Elizabeth respiró profundamente y sintió que comenzaba a relajarse. Ahora que se encontraba allí, se alegraba de estar en casa. El trabajo en Italia había sido otro escape, otro respiro temporal. Sin embargo, nunca dejaba de pensar que algún día tendría que subir al estrado como testigo de la parte acusadora en el juicio contra Ted.

Deshizo el equipaje con rapidez y colocó sus plantas en el lavadero. Era evidente que la mujer del portero no había cumplido su promesa de regarlas con regularidad. Después de quitar las hojas muertas, se volvió hacia la correspondencia acumulada sobre la mesa del comedor. Rápidamente separó las cartas personales de las facturas y tiró las de publicidad. Sonrió con placer ante la hermosa letra de uno de los sobres y la dirección del remitente: Señorita Dora Samuels, salón de belleza «Cypress Point» [1] Pebble Beach, California. Sammy. Pero antes de leerla, Elizabeth abrió de mala gana el sobre tamaño folio que le enviaba la oficina del fiscal del distrito.

La carta era breve. Era la confirmación de que llamaría al ayudante del fiscal William Murphy después de su llegada el 29 de agosto para concertar una cita y revisar su testimonio.

El hecho de leer la historia en el diario y darle al taxista la dirección de Leila no la habían preparado para la sorpresa de esa nota oficial. Se le secó la boca y sintió que las paredes se le venían encima. Revivió las horas en que había prestado testimonio en las audiencias del gran jurado. Y cuando se desmayó en el estrado después de que le mostraron las fotografías del cuerpo de Leila. «Oh, Dios -pensó-, todo vuelve a comenzar…»

Sonó el teléfono. Apenas pudo susurrar un «diga».

– ¿Elizabeth? -resonó una voz-, ¿cómo estás? Estaba preocupada.

¡Era Min von Schreiber! ¡Nada más ni nada menos que ella! Elizabeth se sintió más cansada casi de inmediato. Min le había dado a Leila su primer trabajo como modelo y ahora estaba casada con un barón austríaco y era dueña del fastuoso «Cypress Point» en Pebble Beach, California. Era una vieja y querida amiga; sin embargo, esa noche Elizabeth no tenía deseos de hablar con nadie. Pero a ella no podía decirle que no.

Elizabeth trató de parecer animada.

– Estoy bien, Min. Un poco cansada, tal vez. Acabo de llegar hace unos minutos.

– No deshagas las maletas. Vendrás a «Cypress Point» mañana por la mañana. Te aguarda un pasaje en las oficinas de «American Airlines». El vuelo de siempre. Jason te recogerá en el aeropuerto.

– Min, no puedo.

– Como mi invitada.

Elizabeth casi se echó a reír. Leila siempre había dicho que ésas eran las tres palabras más difíciles de pronunciar para Min.

– Pero Min…

– Ningún «pero». Cuando nos vimos en Venecia te vi muy delgada. El maldito juicio será pronto y no va a ser fácil. Ven, necesitas descansar y que te mimen un poco.

Elizabeth casi podía ver a Min, con su negro cabello recogido y esa imperiosa necesidad de que sus deseos fuesen cumplidos en forma inmediata. Después de unas cuantas protestas inútiles, Elizabeth se oyó aceptar los planes de Min.

– Entonces, mañana. Me alegro de poder verte. -Cuando colgó el auricular, estaba sonriendo.

A mil ochocientos kilómetros de distancia, Minna von Schreiber aguardó a que se cortara la comunicación y luego comenzó a marcar otro número. Cuando le contestaron, susurró:

– Tenías razón. Fue fácil. Aceptó venir. No te olvides de fingir que te sorprendes al verla.

Su marido entró en la habitación mientras ella hablaba. Aguardó a que terminara la llamada y luego estalló:

– ¿Entonces la invitaste?

Min lo miró desafiante.

– Sí, lo hice.

Helmut von Schreiber frunció el entrecejo. Sus ojos azules se ensombrecieron.

– ¿Después de todas mis advertencias? Minna, Elizabeth podría derrumbar nuestro castillo. Para el fin de semana, estarás más arrepentida que nunca de esa invitación.


Elizabeth decidió entonces comunicarse de inmediato con el fiscal de distrito. William Murphy se sintió complacido de oírla.

– Señorita Lange, ya empezaba a preocuparme.

– Le dije que regresaría hoy. No pensaba encontrarlo en su despacho en sábado.

– Tengo mucho trabajo. La fecha del juicio es el 8 de setiembre.

– Sí, lo leí.

– Necesito revisar el testimonio con usted para que lo tenga fresco en la memoria.

– Nunca dejó de estar allí -dijo Elizabeth.

– Lo entiendo. Pero tenemos que discutir el tipo de preguntas que el abogado defensor le hará. Le sugiero que venga a verme el lunes, estaremos algunas horas y después podremos volver a reunirnos el próximo viernes. ¿Estará por aquí esta semana?

– Me voy mañana por la mañana -le informó Elizabeth-. ¿No podemos dejarlo todo para el viernes?

Se sintió desalentada por la respuesta.

– Preferiría que nos reuniéramos antes. Son apenas las tres. Podría tomar un taxi y estar aquí dentro de quince minutos.

Sin mucho entusiasmo, aceptó. Miró la carta de Sammy y decidió leerla a su regreso. Por lo menos, tendría algo que esperar. Se dio una ducha rápida, se recogió el cabello y se puso un traje de algodón azul y un par de sandalias.

Media hora más tarde, estaba sentada frente al ayudante del fiscal, en su atestada oficina. Tenía un escritorio, tres sillas y una fila de ficheros de acero gris. Había pilas de expedientes sobre su escritorio, el suelo y encima de los ficheros. A William Murphy no parecía molestarle el desorden, o bien había llegado a acostumbrarse a algo que no podía cambiar.

Murphy, un hombre regordete, medio calvo y de unos cuarenta años, con un marcado acento neoyorquino, daba la sensación de poseer una inteligencia aguda y una gran energía. Después de las audiencias con el gran jurado, Murphy le había dicho que su testimonio era la razón principal por la cual Ted había sido acusado. Sabía que para Murphy eso era un halago.

El hombre abrió un grueso legajo: El estado de Nueva York contra Andrew Edward Winters III.

– Sé lo difícil que esto debe de ser para usted -dijo-, la forzarán a revivir la muerte de su hermana y todo su dolor. Y atestiguará en contra de un hombre a quien quiso y en quien confiaba.

– Ted mató a Leila; el hombre que conocía ya no existe.

– En este caso no hay suposiciones. Él le quitó la vida a su hermana; mi trabajo, junto con su ayuda, es hacer que lo priven de su libertad. El juicio será una dura prueba para usted, pero le prometo que una vez que termine le será más fácil reanudar su vida. Después del juramento, le preguntarán su nombre. Sé que Lange es su nombre artístico. Dígale al jurado su verdadero nombre: LaSalle. Volvamos a revisar su testimonio una vez más.

»Le preguntarán si vivía con su hermana.

– No, cuando terminé la secundaria me fui a vivir a mi propio apartamento.

– ¿Sus padres viven?

– No, mi madre murió tres años después de que Leila y yo nos viniéramos a Nueva York y nunca conocí a mi padre.

– Ahora revisemos su testimonio empezando por el día anterior al crimen.

– Había estado fuera de la ciudad durante tres meses con una compañía de teatro… Regresé el viernes por la noche, el 28 de marzo, para ver el último ensayo de la obra de Leila.

– ¿Cómo encontró a su hermana?

– Estaba obviamente muy nerviosa, se olvidaba de la letra. Su actuación era un desastre. En el entreacto fui a su camerino. Ella no bebía más que un poco de vino y la encontré tomando whisky puro. Se lo quité y lo tiré en el lavabo.

– ¿Y ella cómo reaccionó?

– Estaba furiosa. Era otra persona. Nunca había bebido mucho y de repente lo hacía… Ted vino al camerino y nos gritó a los dos que nos fuéramos.

– ¿La sorprendió su conducta?

– Creo que sería más apropiado decir que quedé perpleja.

– ¿Habló de eso con Winters?

– Él parecía confundido. También había estado fuera durante mucho tiempo.

– ¿Viaje de negocios?

– Sí, eso creo…

– ¿Cómo salió la obra?

– Un desastre. Leila se negó a salir a saludar. Cuando terminó nos fuimos a «Elaine’s».

– ¿A quién se refiere por «fuimos»?

– Leila…, Ted, Craig…, yo…, Syd y… Cheryl… El barón y la baronesa Von Schreiber. Todos éramos muy amigos.

– Le pedirán que identifique a estas personas para el jurado.

– Syd Melnick era el agente de Leila. Cheryl Crane es una actriz muy conocida. El barón y la baronesa Von Schreiber son los dueños del «Cypress Point» en California. Min, la baronesa, tenía una agencia de modelos en Nueva York. Ella le dio el primer trabajo a Leila. Ted Winters, todos saben quién es, era el prometido de Leila. Craig Babcock es el ayudante de Ted. Él es el vicepresidente ejecutivo de «Winters Enterprises».

– ¿Qué sucedió en «Elaine’s»?

– Hubo una escena terrible. Alguien le gritó a Leila que había oído que su obra era un desastre. Ella se puso furiosa. Y dijo delante de todos que renunciaba a la obra. Luego despidió a Syd Melnick. Le dijo que él sólo la había puesto en la obra porque quería un porcentaje, que durante los dos últimos años la había puesto en lo que fuera porque necesitaba el dinero. -Elizabeth se mordió el labio-. Tiene que comprender que no era la verdadera Leila. Se ponía nerviosa cuanto estaba en una obra nueva. Era una estrella. Una perfeccionista. Pero nunca se comportaba así.

– ¿Y qué hizo usted?

– Todos tratamos de calmarla. Pero eso la puso peor. Cuando Ted quiso hacerla entrar en razón, ella se quito el anillo de compromiso y lo arrojó al otro lado del salón.

– ¿Y cómo reaccionó él?

– Estaba furioso, pero trataba de no demostrarlo. Un camarero le entregó el anillo y Ted se lo guardó en el bolsillo. Trató de hacer una broma. Dijo algo así como: «Lo guardaré hasta que se le pase.» Después la acompañamos hasta el auto y la llevamos a su casa. Ted me ayudó a acostarla. Le dije que haría que ella lo llamara por la mañana, cuando se despertara.

– Ahora, en el estrado, le preguntaré qué tipo de relación tenían ellos dos.

– Él tenía su propio apartamento en el segundo piso del mismo edificio. Yo pasé la noche con Leila. Durmió hasta el mediodía. Cuando despertó se sentía muy mal. Le di una aspirina y volvió a la cama. Llamé a Ted por ella. Estaba en su oficina. Él me pidió que le dijera a Leila que pasaría a verla alrededor de las siete.

Elizabeth sintió que le temblaba la voz.

– Siento tener que continuar, pero piense que esto es un ensayo. Cuanto más preparada esté, más fácil le resultará todo cuando se encuentre en el estrado.

– Está bien.

– ¿Usted y su hermana hablaron sobre lo ocurrido la noche anterior?

– No. Era obvio que ella no quería hablar de eso. Estaba tranquila. Me dijo que me fuera a mi apartamento y me instalara. Había dejado las maletas en mi casa y salió corriendo para el teatro. Me pidió que la llamara alrededor de las ocho para comer juntas. Pensé que se refería a que ella, Ted y yo comeríamos juntos. Pero después dijo que no pensaba aceptar nuevamente el anillo. Que había terminado con él.

– Señorita Lange, esto es muy importante. ¿Su hermana le dijo que pensaba romper su compromiso con Ted Winters?

– Sí. -Elizabeth bajó la mirada hacia sus manos. Recordó cómo las había puesto en los hombros de Leila y luego las había pasado por su frente.

– Oh, basta Leila. No hablas en serio.

– Sí, Sparrow.

– No, no es verdad.

– Piensa lo que quieras, Sparrow, pero llámame alrededor de las ocho, ¿está bien?

El último momento que pasó con Leila fue cuando le puso la compresa fría sobre la frente y le acomodó las mantas pensando que en unas pocas horas volvería a ser la misma de antes, alegre, divertida y dispuesta a contar el cuento. «Así que despedí a Syd, arrojé el anillo de Ted y abandoné la obra. No está mal para ser los dos últimos minutos que pasamos en “Elaine’s”.» Luego, echaría hacia atrás la cabeza y, en retrospectiva, todo se tomaría gracioso: una estrella con una rabieta en público.

– Lo creí porque quería creerlo. -Elizabeth se oyó decirle a William Murphy.

Con rapidez, comenzó a relatar el resto de su testimonio.

– Llamé a las ocho… Leila y Ted estaban discutiendo. Ella tenía voz de haber estado bebiendo. Me pidió que volviera a llamarla en una hora. Lo hice. Estaba llorando. Seguían peleando. Le había dicho a Ted que se fuera. Repetía que no podía confiar en ningún hombre, que no quería a ningún hombre y me pidió que nos fuéramos juntas.

– ¿Y usted qué le respondió?

– Lo intenté todo. Traté de calmarla. Le recordé que siempre se ponía nerviosa cuando estaba ante una nueva actuación. Le dije que la obra era conveniente para ella. Le dije que Ted estaba loco por ella y que ella lo sabía. Luego traté de parecer enojada. Le dije… -Se le quebró la voz y se puso pálida-. Le dije que hablaba igual que mamá cuando estaba ebria.

– ¿Y ella qué respondió?

– Fue como si no me hubiese oído. Seguía repitiendo: «Terminé con Ted. Tú eres la única en quien puedo confiar. Sparrow, prométeme que te irás conmigo.»

Elizabeth ya no trató de contener las lágrimas.

– Estaba llorando…

– Y después…

– Ted regresó. Y comenzó a gritarle.

William Murphy se inclinó hacia delante. Su voz había perdido dulzura.

– Señorita Lange, éste será un punto importante de su testimonio. En el estrado, antes de que diga de quién era la voz que oyó, tengo que dar algún fundamento para que el juez quede convencido de que usted reconoció esa voz. Lo haremos de este modo… -Hizo una pausa dramática.

– Pregunta: ¿Oyó una voz?

– Sí -respondió Elizabeth en tono indiferente.

– ¿Y cómo se expresaba?

– Gritaba.

– ¿Y cómo era el tono de la voz?

– Enojado.

– ¿Cuántas palabras oyó que decía esa voz?

Elizabeth las contó mentalmente.

– Nueve palabras. Dos oraciones.

– Señorita Lange, ¿había oído antes esa voz?

– Cientos de veces. -La voz de Ted le llenaba los oídos. Ted riendo, llamando a Leila: «Hola, estrella, apresúrate que tengo hambre.» Ted protegiendo a Leila de un admirador demasiado entusiasta: «Sube al auto, querida, rápido.» Ted cuando asistió a su primera actuación el año anterior Off Broadway: «Tengo que memorizar cada detalle para contárselo a Leila. Puedo resumirlo todo en dos palabras: Estuviste sensacional…»

¿Qué le había preguntado el señor Murphy?

– Señorita Lange, ¿reconoció usted la voz que le gritaba a su hermana?

– Por supuesto.

– Señorita Lange, ¿de quién era la voz que gritaba?

– Era la voz de Ted…, de Ted Winters.

– ¿Qué le gritaba?

Inconscientemente, Elizabeth alzó el tono de voz.

– ¡Cuelga ese teléfono! ¡Te dije que colgaras el teléfono!

– ¿Su hermana le respondió?

– Sí. -Elizabeth se movió incómoda-. ¿Tenemos que pasar por esto?

– Le resultará más fácil si se acostumbra a hablar sobre ello antes del juicio. ¿Qué fue lo que Leila dijo?

– Ella seguía llorando… Dijo: «Vete de aquí. No eres un halcón…»Y luego colgaron de un golpe.

– ¿Lo hizo ella?

– No sé quién de los dos fue.

– Señorita Lange, ¿la palabra «halcón» significa algo para usted?

– Sí. -El rostro de Leila llenó la mente de Elizabeth: la ternura de sus ojos cuando miraba a Ted, la forma en que se le acercaba y lo besaba. «Dios, Halcón, te amo.»

– ¿Por qué?

– Era el sobrenombre de Ted… Se lo había puesto mi hermana. Ella tenía esa costumbre. Solía ponerle nombres especiales a la gente que quería.

– ¿Alguna vez llamó a otra persona por ese nombre?

– No…, nunca. -De repente, Elizabeth se puso de pie y se acercó a la ventana. El vidrio estaba sucio y cubierto de polvo. La brisa era cálida y pegajosa. Sintió deseos de salir de allí.

– Sólo unos minutos más, se lo prometo. Señorita Lange, ¿sabe a qué hora colgaron el teléfono?

– Exactamente a las nueve y media.

– ¿Está segura?

– Sí. Hubo un corte de corriente mientras yo no estaba y tuve que poner en hora el reloj esa misma mañana. Estoy segura de que estaba bien.

– ¿Y qué hizo después?

– Estaba muy preocupada. Tenía que ver a Leila. Salí corriendo. Tardé por lo menos quince minutos en conseguir un taxi. Cuando llegué al apartamento de Leila eran más de las diez.

– Y allí no había nadie.

– No. Traté de llamar a Ted. No contestaba nadie. Y me puse a esperar. Esperé toda la noche, sin saber qué pensar, un poco preocupada y también aliviada porque esperaba que Ted y Leila, ya reconciliados, hubieran salido a alguna parte. No sabía que el cuerpo deshecho de Leila yacía en el patio.

– A la mañana siguiente cuando se descubrió el cuerpo, ¿usted pensó que había caído de la terraza? Era una fría noche de marzo. ¿Por qué habría salido?

– A ella le gustaba salir y quedarse a mirar la ciudad. Con cualquier temperatura. Solía advertirle que tuviese cuidado… la baranda no era muy alta… Pensé que se habría inclinado hacia delante; había estado bebiendo; se cayó…

Elizabeth recordó: ella y Ted habían compartido el dolor. Habían llorado, tomados de la mano, durante el funeral. También la había sostenido cuando no pudo controlarse más y estalló en llanto.

– Lo sé, Sparrow lo sé -le había dicho tratando de consolarla. Y habían salido en el yate de Ted para esparcir las cenizas de Leila.

Y luego, dos semanas después, apareció un testigo que juraba haber visto a Ted empujar a Leila por la terraza a las nueve y treinta y uno.

– Sin su testimonio, esa testigo, Sally Ross, podría ser destruida por la defensa -oyó que William Murphy le decía-. Como sabe, tiene antecedentes de problemas psiquiátricos. No es bueno que haya esperado un tiempo, antes de presentarse con su historia. El hecho de que su psiquiatra estuviera fuera de la ciudad y quisiera contárselo a él primero atenúa un poco las cosas.

– Sin mi testimonio es su palabra contra la de Ted y él niega haber regresado al apartamento de Leila. -Cuando se enteró de la existencia de esa testigo sintió una gran indignación. Había confiado plenamente en Ted hasta que ese hombre, William Murphy, le dijo que Ted negaba haber regresado al apartamento de Leila.

– Usted puede jurar que él estaba allí, que estaban peleando y que le colgaron el teléfono a las nueve y treinta. Sally Ross vio que empujaban a Leila por la terraza a las nueve y treinta y uno. La historia de Ted de que salió del apartamento de Leila alrededor de las nueve y diez, fue a su propio apartamento, hizo una llamada y luego tomó un taxi hasta Connecticut no tiene sustento. Además de su testimonio y el de la testigo, tenemos pruebas circunstanciales. Los rasguños en su cara. Su piel en las uñas de Leila. La sangre de ella en su camisa. El testimonio del taxista de que estaba blanco como un papel y temblaba tanto que apenas podía darle la dirección del lugar adonde iba. ¿Y por qué diablos no llamó a su propio chófer para que lo llevara hasta Connecticut? ¡Porque estaba aterrorizado! ¡Por eso! No puede probar que haya hablado con nadie por teléfono. Tiene un motivo: Leila lo rechazó. Sin embargo, tiene que darse cuenta de algo: la defensa insistirá en el hecho de que usted y Ted Winters estuvieron muy unidos después de la muerte de su hermana.

– Éramos las dos personas que ella más amaba -dijo con calma Elizabeth-. O por lo menos, eso creía yo. Por favor, ¿puedo irme ahora?

– Lo dejaremos aquí. Usted no está muy bien. Éste será un juicio largo y nada placentero. Trate de relajarse durante la semana. ¿Ha decidido el lugar donde se quedará en estos días?

– Sí. La baronesa Von Schreiber me invitó a quedarme en «Cypress Point».

– Espero que sea una broma.

Elizabeth lo miró asombrada.

– ¿Y por qué haría una broma así?

Murphy entrecerró los ojos. Se sonrojó y de repente sus pómulos se hicieron prominentes. Parecía estar luchando por no levantar el tono de voz.

– Señorita Lange, creo que no aprecia la seriedad de su situación. Sin usted, la otra testigo sería aniquilada por la defensa. Eso significa que su testimonio está a punto de poner a uno de los hombres más ricos e influyentes de este país en la cárcel durante por lo menos quince años, y treinta si logro que acepten que es asesinato en segundo grado. Si éste hubiese sido un caso contra la Mafia, la habría escondido en un hotel bajo otro nombre y con custodia policial hasta que terminara el juicio. El barón y la baronesa Von Schreiber pueden ser sus amigos, pero también son amigos de Ted Winters y vendrán a Nueva York a atestiguar a su favor. ¿Y usted realmente piensa quedarse con ellos en estas circunstancias?

– Sé que Min y el barón son testigos de Ted -dijo Elizabeth-. No lo creen capaz de cometer un crimen. Si no lo hubiese escuchado con mis propios oídos yo tampoco lo creería. Ellos hacen lo que les dicta la conciencia. Todos hacemos lo que consideramos necesario hacer.

No estaba preparada para lo que le dijo Murphy. Sus palabras, a veces sarcásticas, quedaron reseñándole en la cabeza.

– Hay algo extraño en esa invitación. ¿Usted dice que los Von Schreiber querían a su hermana? Entonces pregúntese por qué van a atestiguar a favor de su asesino. Insisto en que se mantenga alejada de ellos, si no lo hace por mí o por su propio bien, al menos hágalo porque quiere justicia para Leila.

Por fin, avergonzada por el obvio desprecio hacia su propia ingenuidad, Elizabeth aceptó cancelar el viaje y prometió que iría a East Hampton a visitar a algunos amigos o se quedaría en un hotel.

– Si está sola o con alguien, tenga cuidado -le advirtió Murphy. Ahora que había conseguido lo que quería, esbozó una sonrisa; pero se congeló en su rostro y la expresión de sus ojos denotaba preocupación-. Nunca olvide que sin usted como testigo, Ted Winters queda libre…


A pesar de la humedad sofocante, Elizabeth decidió regresar a su casa andando. Se sentía como uno de esos sacos de arena que van de un lado a otro sin poder evitar los golpes. Sabía que el fiscal de distrito tenía razón. Tendría que haber rechazado la invitación de Min. Decidió que no se comunicaría con nadie en East Hampton. Se alojaría en un hotel y se dedicaría a descansar en la playa durante los días siguientes.

Leila siempre bromeaba diciéndole: «Sparrow, nunca necesitarás a un psiquiatra. Ponte un bikini, vete al mar y estarás en el cielo.» Era verdad. Recordó su alegría al mostrarle a Leila las cintas azules que había ganado en natación. Ocho años atrás, había corrido en el equipo olímpico. Durante cuatro veranos, había enseñado gimnasia acuática en «Cypress Point».

En el camino, se detuvo a comprar lo necesario para una ensalada para la cena y algo para el desayuno. Mientras caminaba, pensaba en lo remoto que le parecía todo. Toda su vida anterior a la muerte de Leila parecía vista a través de la lente de un telescopio.

La carta de Sammy estaba encima de toda la correspondencia que había dejado sobre la mesa. Elizabeth tomó el sobre y sonrió al ver esa letra exquisita. De inmediato, la figura frágil de Sammy se dibujó en su mente: la mirada inteligente, los ojos sabihondos detrás de las gafas sin montura; las blusas con lazo y las chaquetas de lana tejida. Sammy se había presentado por un anuncio que Leila había puesto buscando una secretaria de media jornada hacía diez años y en una semana se había tornado indispensable. Después de la muerte de Leila, Min la contrató como secretaria-recepcionista en el salón de belleza.

Elizabeth decidió leer la carta durante la cena. Sólo le llevó unos minutos cambiarse y ponerse una bata cómoda, preparar la ensalada y servirse un vaso de vino blanco bien helado. «Muy bien, Sammy, es hora de tu visita», pensó mientras abría el sobre.

La primera página de la carta era fácil de predecir:


Querida Elizabeth:

Espero que esta carta te encuentre bien y con el mejor ánimo posible. Siento que cada vez extraño más a Leila e imagino cómo puedes estar tú. Pienso que una vez que pase el juicio, te sentirás mejor.

Trabajar para Min me ha hecho bien, aunque creo que renunciaré dentro de poco. Nunca me recuperé de esa operación.


Elizabeth volvió la página, leyó unas cuantas líneas más y sintió que se le cerraba la garganta. Dejó a un lado la ensalada.


Como sabrás, he seguido contestando las cartas de los admiradores de Leila. Todavía me quedan tres bolsas enormes. La razón por la que sigo escribiendo es que he encontrado una carta anónima muy inquietante. Es una carta depravada y al parecer forma parte de una serie. Leila no había abierto ésta, pero debe de haber visto las anteriores. Tal vez eso explique por qué estaba tan angustiada estas ultimas semanas.

Lo más terrible es que la carta que encontré fue escrita por alguien que la conocía muy bien.

Pensé en enviarla adjunta a ésta, pero no sé quién se ocupa de tu correspondencia cuando estás ausente y no quería que la viera nadie más. Llámame apenas estés de regreso en Nueva York.

Todo mi amor,

Sammy


Con un creciente sentimiento de horror, Elizabeth releyó aquellas líneas una y otra vez. Leila había estado recibiendo cartas muy inquietantes, depravadas, y eran de alguien que la conocía muy bien. Sammy, quien nunca exageraba, pensaba que eso podría explicar el colapso emocional de Leila. Durante todos esos meses, Elizabeth había pasado varias noches despierta pensando qué era lo que había conducido a su hermana a la histeria. Cartas envenenadas de alguien que la conocía muy bien. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Sammy tendría algún indicio?

Tomó el teléfono y marcó el número de «Cypress Point». «Por favor, que conteste Sammy», rogó en voz baja. Pero fue Min quien respondió. Le explicó que Sammy había salido, que estaba visitando a su prima cerca de San Francisco y que regresaría el lunes por la noche.

– Podrás verla entonces. -El tono de Min se tornó curioso-. Te noto molesta, Elizabeth, ¿ocurre algo con Sammy?

Era el momento de decirle a Min que no iría. Elizabeth comenzó a decir:

– Min, el fiscal de distrito… -Luego, miró la carta de Sammy. Sintió la imperiosa necesidad de ver a Sammy. Era lo mismo que había sentido la noche fatal cuando se dirigió al apartamento de Leila. Cambió la frase-. Nada importante, Min. Te veré mañana.

Antes de acostarse, le escribió una nota a William Murphy con la dirección y el teléfono de «Cypress Point». Luego la rompió. Al diablo con su advertencia. No era una testigo de la Mafia; iba a visitar a unos viejos amigos, personas a las que quería y en quienes confiaba, personas que la querían y se preocupaban por ella. Lo dejaría pensar que estaba en East Hampton.


Durante meses él había sabido que tendría que matar a Elizabeth. Había vivido consciente del peligro que ella representaba y había planeado eliminarla en Nueva York.

Con el juicio cerca, ella estaría reviviendo cada momento de aquellos últimos días. Inevitablemente, se daría cuenta de lo que ya sabía: el hecho que sellaría su destino.

En «Cypress Point», había formas de librarse de ella y de hacerlo que pareciese un accidente. Su muerte despertaría menos sospechas en California que en Nueva York. Pensó en ella y en sus costumbres, tratando de hallar la forma.

Miró la hora. En Nueva York era medianoche. «Dulces sueños, Elizabeth», pensó.

«Se te acaba el tiempo.»