"Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte" - читать интересную книгу автора (Doherty Paul)

PRÓLOGO II

«El cuerpo de Pausanias fue colgado inmediatamente en una picota, pero por la mañana, apareció coronado con una diadema de oro, un regalo de Olimpia para demostrar su odio implacable hacia Filipo.» Quinto Curcio Rufo, Historia, libro 1, capítulo 9

– Bienvenido, Telamón, hijo de Margolis!

– Mi señora, ¿por qué estoy aquí?

– Porque tienes el don de la vida -contestó Olimpia levantando la cabeza-, mientras que yo tengo el don de la muerte.

– Mi señora, ambos estamos en las manos de los dioses.

– ¡Tú no crees en los dioses, Telamón!

– ¡Mi señora, creo en lo mismo que tú!

La pelirroja Olimpia, viuda de Filipo, madre de Alejandro, se rió sonoramente, un sonido infantil que no encajaba con su humor y apariencia. Llevaba un vestido color verde mar sujeto al hombro con un broche de oro que reproducía la cabeza de Medusa. Sus cabellos y su largo rostro de tez muy morena estaban enmarcados por la capucha de su capa azul cielo; sus pies, incongruentemente, estaban calzados con sandalias de marcha de los soldados. En la pequeña mesa de acacia dispuesta a su lado, había una copa y todas las joyas que se había quitado -los anillos, los collares y los brazaletes- como si su contacto le resultara desagradable. Dio golpecitos con los pies y miró el techo, distraída por una pintura de Baco cabalgando una pantera.

«Tú no has cambiado», pensó Telamón. De todas las mujeres que había conocido, mejor dicho, de todas las personas que había conocido, Olimpia, de la tribu de Molossus, era la única que le asustaba de verdad. Observó su rostro sin arrugas y con la nariz afilada y los carnosos labios rojos, pero eran los ojos lo que le atraía, como los de un gato salvaje, brillantes, inquietos; te miraban como si quisieran arrebatarte la vida de tu alma. Telamón tragó saliva y escuchó su respiración. Conocía las reglas del juego: nunca mostrar tu miedo a Olimpia. Se engrandecía con el miedo de los demás. Ahora estaba interpretando el papel que había escogido: provocadora y coqueta, pero, por debajo, un aire de terrible amenaza. Telamón tuvo la sensación de estar actuando en una de las obras de Sófocles. Cuando le sacaron sin más de la casa de su madre, el capitán de la guardia de Olimpia se mostró cortés, pero firme: era un invitado de la corregente de Macedonia.

«¿Por qué», le había, preguntado Telamón. El oficial se había quitado el casco y, después de enjugarse el sudor de la frente, le había respondido con la mirada puesta en la fuente del pequeño patio: «Porque es así como ella lo quiere».

Telamón se había lavado la cara y las manos, se había cambiado la túnica, se había echado una capa sobre los hombros, se había despedido de su madre con un beso y, escoltado por los Compañeros de a pie, se había dirigido a la residencia real. Primero le habían llevado a la Casa de los Muertos y, tal como le ordenaron, estudió el cadáver tendido sobre una mesa de madera. Después le habían servido vino, pan y queso, y a continuación le habían traído aquí, al corazón del palacio, al centro de la telaraña de Olimpia.

Telamón se movió inquieto en la silla. Olimpia continuaba mirando el techo, un tanto reclinada en el trono con adornos de plata. A cada lado de la tarima, montaban guardia los oficiales de los Compañeros de a pie vestidos con el uniforme de gala: cascos azules con plumas rojas a los lados y viseras de oro que daban sombra a los ojos; más abajo, los grandes cuellos rojos que les cubrían los hombros como pañoletas. Permanecían inmóviles como estatuas con sus corazas labradas y las faldas y las espinilleras de plata con los bordes rojos, sujetando las lanzas en una mano y las rodelas en la otra, adornadas con una ménade de ojos salvajes y rostro feroz, el símbolo personal de Olimpia.

Telamón tosió. Olimpia siguió contemplando el techo y el médico, para distraerse, echó una ojeada por la sombría cámara, calentada sólo por un brasero que crepitaba y platos de bronce llenos de ascuas. «¿Habían rociado las brasas con alguna sustancia?», se preguntó Telamón. ¿Algún extraño perfume? ¿Hojas de laurel o mirto? Desde luego, no era incienso; ¿quizás hojas de roble o pétalos de loto machacados? El perfume agridulce irritó la nariz de Telamón y estimuló su memoria. ¿Qué era? Entonces lo recordó, incluso mientras Olimpia apartaba sus ojos del techo para mirarle directamente. Una mirada de los ojos verde oscuro de esta mujer serpiente, la Reina Bruja, y Telamón recordó sus visitas a la academia en Mieza. ¡Era su olor! Recordó a Olimpia en cuclillas delante de él, que le pasaba un dedo por la mejilla mientras le preguntaba si quería de verdad a su precioso Alejandro.

Una frase de las Bacantes de Eurípides llamó la atención de Telamón: estaba escrita en la pared directamente detrás del trono: «Dionisio merece ser honrado por todos los hombres. No quiere a nadie que no le adore». Olimpia se giró en su trono para mirar la pared.

– Mandé que los pintores la pusieran allí. ¿ Crees lo que dice, Telamón? ¿No te parece que todos deberían beber el vino sagrado? -preguntó volviéndose para mirarle a la cara-. La sagrada sangre de los dioses, el zumo de la gorda uva aplastada. ¿Eres un seguidor de Eurípides, Telamón? ¿O sólo un admirador de sus obras?

– Prefiero mucho más el tratado sobre la embriaguez de Aristóteles.

– ¡Ah, Aristóteles! -exclamó Olimpia echándose a reír-. ¡Ese elegante y zanquilargo afectado! ¿Así que no te gusta el vino?

– No he dicho tal cosa, mi señora.

La reina continuó con sus provocaciones.

– En el canto VI de la Ilíada, Hornero afirma que el vino revitaliza el cuerpo.

– En el mismo canto, también dice que consume tus fuerzas.

– No me agrada -murmuró Olimpia, en otra cita de la Ilíada, mientras repicaba con los dedos en el brazo del trono- continuar protestando implacablemente.

– En ese caso, mi señora, quizá quieras decirme por qué estoy aquí.

La sonrisa desapareció del rostro de la reina. Golpeó el suelo con la punta de la sandalia y cogió un brazalete que comenzó a deslizar arriba y abajo por la muñeca.

– ¿Echas de menos los huertos de Mieza, Telamón?

– Echo de menos a mis amigos.

– ¿Echas de menos a mi hijo?

– Mi señora, ya tienes la respuesta. Echo de menos a mis amigos.

Olimpia se echó a reír bruscamente. Telamón se sobresaltó cuando una de las antorchas, sujeta en la pared a su izquierda, hizo un último chisporroteo y se apagó. La reina le señaló con un dedo.

– Entonces, ¿por qué estás aquí?

– Porque tú me has llamado.

– No, ¿por qué estás en Pella?

– Lo estoy desde el otoño.

Olimpia, como si se aburriera con esta conversación, se levantó, bajó de la tarima y caminó hacia él. -Filipo está muerto. Mi marido, el rey.

– Lo sé, mi señora.

– Coroné a su asesino.

– Lo sé, mi señora.

– No estoy diciendo que lo maté -apuntó Olimpia yendo a situarse tras de Telamón.

– Por supuesto que no, mi señora. Tú serías incapaz de matar a una mosca.

Olimpia rió de nuevo y golpeó a Telamón en el hombro. Él se movió inquieto. El asiento de la silla estaba hecho de tiras de cuero entrelazadas que se marcaban a través del delgado cojín. Miró el mosaico del suelo; no era muy bueno, mostraba a un Dionisio pelirrojo montado en un ganso. El dios le recordó a un borracho que había intentado atacarle en un callejón. ¿Dónde había sido? ¿En Menfis o Abidos? Telamón no lo recordaba. Le preocupaba mucho más controlar su miedo. Olimpia era como un gato que había cazado a un pájaro. Ella no le deseaba ningún mal, al menos por ahora. Quería algo. Casi sospechaba la verdad. Sólo si se negaba emergería el peligro. Si Olimpia lo quería muerto, su cabeza se hubiera visto separada de los hombros tan pronto como puso un pie en Pella. Por supuesto, su querido Alejandro había dejado estrictas instrucciones; en algún lugar de los perfumados aposentos de Olimpia, había un cofre con herrajes de plata cerrado con tres cerraduras; sólo Olimpia tenía las llaves. En aquel cofre, había un rollo de pergamino con los nombres de aquellos que Alejandro había advertido a su madre que no debía tocar. Estaba seguro de que su nombre estaba allí escrito. Alejandro nunca olvidaba a sus amigos, ni siquiera a aquellos que no estaban de acuerdo con él o habían decidido seguir por caminos diferentes.

– Te recuerdo, Telamón. Tú y Alejandro cazando liebres entre las tumbas de Mieza. ¿Las recuerdas? ¿Las lápidas grises, los hierbajos…? ¿Las nubes de moscas, el silencio roto sólo por el zumbido de las abejas…? ¡Siempre calzabas unas sandalias demasiado grandes! Parecías nadar en ellas.

Olimpia se agachó para susurrarle algo al oído. Telamón olió su extraño perfume.

– Telamón, de rostro moreno y cabellos oscuros, siempre tan estudioso. Recuerdo cuando recogiste un hueso que un perro había sacado de una tumba. Tú y Alejandro discutisteis si era de una pierna o de un brazo.

– Era de una pierna, mi señora: un fémur. Yo tenía razón; tu hijo estaba equivocado.

– No te gusta que maten, ¿verdad? Recuerda cuando Ptolomeo encontró un pichón y dijo que lo sacrificaría sobre una piedra; tú te echaste a llorar con tanta desesperación que Ptolomeo soltó el pichón.

– Tu memoria te ha vuelto a fallar, mi señora -dijo Telamón, consciente de que Olimpia se había apartado-. Tu hijo Alejandro intervino. Le dio un puñetazo en la nariz a Ptolomeo y él soltó el pájaro, que escapó volando.

– Ah sí. Ahora mírate, Telamón -ordenó Olimpia dándose la vuelta y deteniéndose ante él, con los dedos en la barbilla; entonces chasqueó la lengua-. Telamón ataviado con la túnica y el manto del físico. Déjame que estudie tus síntomas. Déjame juzgar tu apariencia.

La reina retrocedió como si juzgara su valía. Telamón sostuvo su mirada.

– Eres más alto de lo que esperaba -confesó en un susurro-. El pelo negro rizado -hizo una pausa-. ¿Qué edad tienes, Telamón?

– Veintiséis años.

– Ya tienes cabellos grises. Sólo unos pocos, pero te dan un aspecto distinguido. ¿No dice Hipócrates en su Corpus que un físico debe inspirar confianza en sus pacientes? Tu rostro es moreno, melancólico, con los ojos muy hundidos. ¿De qué color son? -preguntó mientras se acercaba un poco para verlos mejor-. Verde claro, un poco como los míos. Tienes la nariz pequeña de tu madre. Tu labio superior es delgado, pero el inferior es más carnoso. La barba y el bigote están bien recortados -apuntó inclinando la cabeza a un lado, un gesto que a Telamón le recordó mucho a Alejandro-. El rostro de un erudito, reservado pero no ladino. De expresión solemne, aunque, creo, Telamón sabe reír. Gustas a las damas. Dime, Telamón, ¿cuál es tu vida?

– La medicina, mi señora.

– ¿Y tu esposa?

– La medicina, mi señora.

– ¿Y tus aficiones? La medicina, mi señora -dijo Olimpia respondiendo por él con una muy buena imitación de su voz.

Se acercó hasta dominarlo con su estatura. Telamón advirtió que uno de los Compañeros de a pie se movía ligeramente a un costado para no perderle de vista.

– Has estado en todas partes, Telamón. Déjame recordarlo: Cos, Samos, Chios, Atenas, Menfis, Abidos, Tebas en Egipto…

– Incluso en Tarento, en el sur de Italia -precisó Telamón acabando la lista por ella.

Olimpia tocó el anillo en la mano izquierda del físico, que mostraba en su sello a Esculapio y a Apolo, el sanador.

– ¿Así que de verdad crees en los dioses, Telamón?

– Si los dioses cometen actos vergonzosos, menos dioses son.

– ¿Es uno de tus aforismos?

– No, mi señora. Eurípides.

– Ah, el que habla de la consciencia inmortal. ¿Crees en la vida después de la muerte, Telamón?

– La otra vida es una fuente sellada -respondió Telamón con otra cita de Eurípides-. Esta vida ya tiene bastantes problemas.

Olimpia abrió mucho los ojos en un gesto de sorpresa.

– ¿A ti, un físico, no te gusta la vida? ¿No tienes nada más allá de la medicina? ¿Ninguna ambición? ¿A ningún protector? ¿Ningún deseo de mejorar tu posición? ¿Por qué eres tan triste, Telamón?

– Como dice el poeta, mi señora: «Nuestros versos más dulces son aquellos que relatan nuestros pensamientos más tristes».

– Te gusta Eurípides -observó Olimpia sentándose en el borde de la tarima con las manos apoyadas en las rodillas-. De todos los compañeros de mi hijo, Telamón, tú eres el que más me gusta. ¿Sabes por qué? Porque no representas ninguna amenaza. No quieres ser un general. No quieres ser un soldado. No quieres pavonearte. Diría que eres un rompecorazones. ¿Tenías una esposa en Egipto?

– Sólo una amante.

– ¿Murió?

– Era una muchacha del templo de Isis. Una sacerdotisa, mi señora. Un soldado abusó de ella, cayó enferma y murió. Yo estaba ausente cuando pasó.

– ¿Quién era el soldado?

– Un oficial persa. Lo maté.

– ¿Cómo hiciste tal cosa? -quiso saber Olimpia desviando el rostro con una sonrisa en los labios-. ¿Envenenaste su vino? ¿Le apuñalaste por la espalda? ¿Alquilaste a un asesino?

Telamón mantuvo una expresión impasible. Olimpia dio un golpe en el suelo.

– ¿Vas a decírmelo? ¿Cómo le mataste?

– Lo encontré en una taberna cerca de la Avenida de las Esfinges en Tebas. Lo maldije. Él desenvainó la espada y me atacó. Aprendí muchas cosas en los huertos de Mieza.

– Ah sí, Cleito el Negro, el maestro de esgrima de mi hijo.

– El oficial no era muy bueno. Erró el golpe. Mi daga acertó en la diana. Un corte limpio y directo al corazón.

Olimpia exhaló un suspiro y se puso de pie.

– ¿Así que regresaste a casa?

– No tuve otra elección. Los persas me hubieran crucificado en las murallas de Tebas.

– Por cierto, ¿cómo está tu madre? ¿Y la viuda de tu hermano y su hijo? Un niño muy vivaz, según me han contado.

Olimpia tenía aquella mirada sombría, helada. Telamón notó el sudor en las palmas de las manos. La reina acababa de proferir su amenaza. Sólo las palabras, la manera como había recalcado «vivaz» con una mirada despiadada.

– ¡Bien! -exclamó Olimpia aplaudiendo y acercándose al trono-. Tienes la reputación de ser un gran físico, Telamón -sentenció mientras se sentaba-. Dime, ¿cuál es la diferencia entre la cicuta acuática y la virosa?

– Ambas son venenos letales. La cicuta virosa provoca la parálisis. La acuática provoca convulsiones. Ambas producen la muerte.

– ¿Es algo que sabes a través de la observación?

– No, está en el relato que hace Platón de la muerte de Sócrates. Le dieron cicuta virosa con el vino.

Olimpia, con los labios fruncidos, asintió como si fuera un estudiante que escucha a su maestro.

– ¿Has visto el cadáver?

Telamón recordó la espantosa Casa de la Muerte: el cuerpo blanco del anciano que yacía desnudo como un trozo de carne encima de una fuente. Olimpia miró al oficial que se encontraba a su lado.

– ¿Estudió el cadáver? ¿Bien de cerca como se le dijo?

– Tal como se le dijo, mi señora.

– Bien -manifestó Olimpia dirigiéndose de nuevo a Telamón.

– Dime lo que sabes del cadáver.

– Era uno de vuestros sirvientes, mi señora. Trabajaba en el palacio.

– ¡Por supuesto!

– Diría que era zapatero.

Olimpia sonrió.

– Lo descubrí por las manos -prosiguió Telamón-. Olían a cuero y tanino. Tenía unas pequeñas durezas en los dedos donde sujetaba la aguja. Tenía la columna un tanto curvada de inclinarse sobre su banco de trabajo. Los músculos de las muñecas y los brazos estaban bien desarrollados, pero la barriga y la delgadez de las piernas indicaban que era un hombre que habitual-mente estaba sentado.

– ¡Muy bien! -exclamó Olimpia.

– El cadáver estaba ligeramente hinchado -apuntó Telamón; se animaba cada vez más-. Ya había comenzado la putrefacción.

– ¿Qué me dices de la causa de la muerte?

– ¡Veneno!

Olimpia echó la cabeza hacia atrás y soltó una estruendosa carcajada.

– ¡No pensarás acusarme!

Telamón la miró tranquilamente. «No -pensó-, no haré tal cosa.» ¡Olimpia, la Reina Bruja! ¡Señora del veneno! Se preguntó cuántas pociones, elixires y antídotos habría en sus cofres secretos. Recordó la historia de cómo el hermanastro de Alejandro había nacido sano y robusto y fue un serio rival para su hijo hasta que Olimpia decidió servirle una comida especial. El chico se había recuperado, pero condenado a vagar por el palacio, convertido en un idiota que sólo servía como una poderosa advertencia a cualquiera que pensara en desafiar los derechos de Olimpia y su amado hijo.

– Rastreé el veneno -afirmó Telamón-. La pierna derecha estaba hinchada: la sangre se había convertido en pus.

– ¿Cómo murió? -insistió Olimpia.

– Había escuchado hablar de algo similar. Una aguja clavada en la pierna. La herida era muy pequeña y se cerró inmediatamente. El pobre zapatero creyó que estaba a salvo, pero la aguja estaba infectada y le envenenó la sangre. Seguramente sufrió dolores de cabeza, rigidez en las mandíbulas, fiebre muy alta, delirios. La muerte no debió tardar mucho en llegar.

– ¿Qué hubieras hecho tú?

– Mi señora, hubiera abierto la herida, sacado la aguja y, después, hubiese hecho una incisión en la pierna.

– ¿Para qué?

– Para volcar una mezcla de miel, sal y vino. Cuanto más fuerte el vino, mejor. No el vino ligero de Olimpo o Atenas, sino el vino más fuerte que pudiera encontrar: un vino recio, rojo oscuro. Tal infusión hubiese limpiado la herida.

– ¿Cómo? -quiso saber Olimpia inclinándose hacia adelante. Su curiosidad era sincera.

– No lo sé, ni tampoco lo sabe nadie. El vino, la miel y la sal tienen unas propiedades que purifican la carne y eliminan el pus.

– Habré de recordarlo. Por lo tanto, ¿no crees que la producción de pus es buena? Hipócrates lo creía, y también mis físicos.

– Están equivocados -respondió Telamón, muy seguro de sí mismo-. Hay que limpiar el pus y no permitir que se asiente en el cuerpo. Siempre hay que drenar las heridas.

– ¿Tú puedes hacerlo? -preguntó Olimpia.

– Es posible. Lo he visto hacer en Egipto, no sólo con las heridas, mi señora, sino incluso con el pus en un pulmón.

– ¿Qué me dices del vendaje?

– De lino limpio, y nunca demasiado apretado. Esto permite que la herida respire. Aprietas el vendaje y la putrefacción queda encerrada dentro.

– ¿Qué hubieras hecho si eso no funcionara? -Entonces, mi señora, hubiese amputado la pierna, unos cinco dedos por encima de la rodilla. Hubiese dado a beber al hombre un vino fuerte mezclado con un opiáceo; eso previene las convulsiones y los temblores.

– Se hubiera desangrado hasta morir.

– En Italia, mi señora, vi cómo lo hacía un cirujano con la pierna de un soldado. Había sido alcanzado por una flecha envenenada en una emboscada. Utilizaron unas lañas muy pequeñas para cortar el flujo de sangre; luego cauterizaron y vendaron el muñón.

– A mi hijo le parecerá muy interesante -susurró Olimpia casi para sí misma.

– ¿Tu hijo, mi señora? Ha marchado rumbo a Asia; sus ejércitos están acampados en el Helesponto.

Olimpia aplaudió la respuesta.

– Eres un muchacho muy espabilado, Telamón. Tú te unirás a él.

Telamón contuvo su enfado.

– El ejército se reúne en Sestos -añadió ella-. Te reunirás allí con mi hijo.

– ¿Quiero o debo, mi señora? Nací libre. ¡Soy un macedonio!

Olimpia se levantó. Se frotó las manos. Bajó de la tarima y caminó hacia el joven. Se agachó, no como una reina, sino como una madre que suplica por su hijo.

– Confío en ti, Telamón; el oro y la gloria no te interesan. Mi hijo está rodeado de traidores, asesinos, espías.

– ¿Incluidos los tuyos?

– Incluidos los míos.

– No soy tu espía.

– No, Telamón. No se te puede comprar, sobornar o vender. He leído tu tratado sobre los venenos. Sientes afecto por Alejandro. Tú lo protegerás, no porque yo te lo pido, sino porque quieres hacerlo.

– ¿Alejandro ha preguntado por mí?

– Lo sabe todo de ti, Telamón -afirmó Olimpia-. Insistió en que te unieras a él. ¿A qué otro lugar puedes ir? -preguntó al tiempo que sus ojos y su voz se mostraban suplicantes-. ¡No te gusta Macedonia! ¿Atenas quizá? Ningún macedonio es bienvenido allí. ¿El imperio persa? ¿Asia, Egipto, el norte de África? Pero allí hay órdenes de arresto que llevan tu nombre, Telamón. Aquel oficial persa era una persona muy importante. Piensa en las oportunidades -le apremió-, para curar, para aprender…

– ¿Qué pasará si no voy?

Olimpia se irguió para caminar lentamente hacia él.

– No te puedo garantizar nada, Telamón -sentenció antes de hacer una pausa y contemplar las gruesas vigas que sostenían el techo-. Aquí fue donde se ahorcó mi rival Eurídice.

– ¿Me estás amenazando?

– No, Telamón, te lo aseguro. Si te unes a mi hijo, tu madre, la viuda de tu hermano, que sé que te gusta, y su vivaz chiquillo estarán siempre seguros. Serán mis amigos y yo seré su protectora.

– ¿Contra qué?

Olimpia extendió las manos.

– Accidentes, ocurrencias desafortunadas.

Telamón exhaló un suspiro y tiró de una hebra suelta de su capa. Tendría que pedir a su madre que se ocupara de arreglarla. El miedo había pasado; la amenaza estaba clara. Telamón se levantó y caminó hacia la puerta. El oficial de guardia desenvainó la espada. Olimpia debió haberle hecho un gesto, porque volvió a envainarla.

– ¿Dónde vas, Telamón? Ya ves cuánto te quiero. Ningún hombre me vuelve la espalda.

Telamón se volvió.

– Mi señora, voy a preparar mi equipaje. El viaje a Sestos es un viaje muy largo.

Olimpia sonrió. Se acercó a la mesa para buscar entre las joyas. Cogió una bolsa de monedas y se la arrojó a Telamón, quien la cogió con destreza.

– ¡Eso es para tu viaje, físico!

Telamón desató el cordón, puso la bolsa boca abajo y vació las monedas de oro sobre el suelo, donde tintinearon y rodaron.

– Como has dicho, mi señora… -apuntó dejando caer la bolsa de cuero-. ¡Ni el oro ni la gloria! Quizás en esta ocasión, aceptaré la gloria. El oro -hizo un gesto- te lo puedes quedar.

Caminó hacia la puerta. El guardia la abrió.

– ¡Adiós, Telamón! -le gritó Olimpia-. Di a mi hijo que su madre le quiere.

Telamón, tenso de rabia, ya caminaba por el pasillo abovedado hacia la luz que salía por el extremo más lejano.