"Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte" - читать интересную книгу автора (Doherty Paul)PRÓLOGO IAntaño había sido una solitaria llanura, envuelta en silencio, limitada por las montañas y cubierta de campos de hierba y álamos brumosos. Un lugar donde en verano se agitaban los remolinos de polvo, la guarida de los gatos monteses y los lobos salvajes. Ciro el Grande había cambiado todo esto. Lo había convertido en el santuario del Fuego Sagrado, el Tesoro del Cielo, el Santuario y la Gloria de Ahura-Mazda, el dios de la luz, el Señor de la Llama Oculta, del Disco Solar, el Ojo Omnipotente que cabalgaba en las alas de las águilas. Persépolis, la casa del representante de dios en la tierra, Darío III; Rey de Reyes, Señor de Señores, propietario de la vida de los hombres. Persépolis, una ciudad dispuesta como el centro de una inmensa rueda, el centro del imperio, se levantaba sobre terrazas artificiales generosamente bañadas entre la montaña de la Misericordia y el río Araxes [Aras]. Los muros de adobe de los palacios tenían una altura de más de seis metros y estaban recubiertos con oro. Las galerías y los pórticos se vanagloriaban de sus columnas de mármol y las vigas de maderas preciosas para soportar los techos de cedro del Líbano. En el corazón del palacio real, rodeada por tres enormes muros y defendida por puertas revestidas con planchas de bronces y flanqueadas por mástiles, estaba la Apanda, la Casa de la Adoración en la Sala de las Columnas. El más sagrado entre los sagrados era vigilado por los inmortales, la guardia personal del Rey de Reyes, vestidos con corazas tachonadas en bronce sobre faldas de tela roja y polainas a rayas: se cubrían la cabeza con gorros que tenían unos largos protectores faciales; éstos se podían anudar sobre la boca y la nariz para proteger al usuario cuando marchaba y se tragaba el polvo del Señor de Señores. Los inmortales permanecían en silencioso despliegue en los pórticos, a lo largo de las columnatas, en los patios y los jardines. Inmóviles como estatuas, sostenían en sus manos las rodelas y las largas lanzas, valiéndoles como contrapeso las manzanas doradas que habían dado origen a su apodo: los «imperiales portadores de manzanas». Había anochecido. La corte persa, los oficiales y los chambelanes, el portador del abanico y el matamoscas imperial, los medos y los magos, todos sabían que, esta noche, su Señor de Señores mostraría su rostro: había accedido a conceder una audiencia a su favorito, el renegado griego, el general Memnón de Rodas. Habían estado murmurando al respecto durante todo el día. Se habían congregado en las salas para saborear la noticia. Algunos más precavidos de la legión de espías de su amo se reunieron en los perfumados huertos de los fértiles paraísos, los elegantes jardines donde cada flor y cada planta del imperio crecían en la ubérrima tierra negra importada especialmente desde Canaán. Todos y cada uno de los que susurraban coincidían en una cosa: el Rey de Reyes estaba preocupado. Una sombra oscura había aparecido en los confines de su imperio. La noticia estaba en boca de todos: ¡venía Alejandro de Macedonia! Alejandro, hijo de Filipo el Tirano y Olimpia la Reina Bruja. Alejandro, a quien Demóstenes de Atenas había despreciado por ser un «mozalbete», «un niñato». Alejandro parecía contar con todo el apoyo del mundo subterráneo. Se había abierto paso hasta la cumbre, había aplastado a los conspiradores, había crucificado a los rebeldes y había extendido su dominio sobre aquellas tribus salvajes que Darío había sobornado generosamente para que asaltaran las fronteras de Macedonia. Ahora estos mismos bárbaros habían agachado la cabeza, habían aceptado el pan y la sal, y habían hecho grandes y solemnes juramentos de lealtad a Alejandro de Macedonia. Todo el mundo le había dado por muerto en los sombríos y helados bosques de Tesalia, pero había vuelto como un lobo hambriento para destrozar a sus enemigos. Atenas había sido aplastada. Sus principales ciudadanos, a quienes el Rey de Reyes había sostenido con daraicas de oro, se escondían en lugares desiertos o se refugiaban como perros apaleados en cualquier aldea que aceptara acogerlos. Incluso Tebas, la ciudad de Edipo, no era más que una ruina devastada, un lugar sangriento donde cazaban los carroñeros y las nubes de moscas negras zumbaban alrededor de los cadáveres insepultos. Ahora Alejandro de Macedonia había dirigido su mirada al este. Capitán general de Grecia, había hecho sagrados juramentos de librar una guerra eterna, con el fuego y la espada, por mar y tierra, contra el Rey de Reyes. Los espías ya habían llegado a todo galope. Alejandro había dejado Pella y marchaba hacia el este. Alejandro estaba en el Helesponto y miraba hambriento a través de las rápidas y azules aguas a las glorías de Persépolis. Algunos decían que marchaba a la cabeza de un gran ejército. Personas más sensatas sostenían que no podían ser más de treinta o cuarenta mil hombres y, sin duda, el gran Rey de Reyes podía derrotar a semejante chusma. Desde luego la armonía de Darío estaba perturbada. Había intentado mantener a raya a Macedonia con oro, pero ahora el lobo olisqueaba delante de su puerta. Darío había mandado a llamar a Memnón de Roda, convencido de que hacía falta un lobo para combatir a otro lobo. Memnón había sido rehén en la corte macedónica; había estudiado las almas de Filipo y su hijo; había visto como las falanges macedónicas, con sus escudos cortos y lanzas largas, destrozaban un ejército griego tras otro. Memnón había logrado escapar de Macedonia y ahora contaba con el favor del Rey de Reyes. Memnón lo sabía todo de aquellos lobos. Había luchado valerosamente contra Parmenio, el veterano general macedónico que había cruzado el Helesponto para establecer una Sin embargo, en aquella noche particular, mientras aguardaba en la antecámara al pie de las escaleras que conducían al Apanda, Memnón no se sentía especialmente favorecido. Esperaba con su sirviente mudo Diocles y su general de la caballería, Lisias, y golpeaba el suelo nerviosamente con su sandalia como muestra de su impaciencia por la demora. El calor en la antecámara era agobiante, abarrotada como estaba por los «portadores de manzanas”, cortesanos y chambelanes, medos -no persas-, con sus brillantemente decoradas túnicas y pantalones bombachos, los rostros con una gruesa capa de cosméticos y pendientes en los lóbulos de las orejas. Ellos también percibían la inquietud de este bárbaro y se movían nerviosos, y el ruido de los tacones de sus botas era como un martilleo. Se detenían una y otra vez para mirar de soslayo y con profunda desconfianza a Memnón. No les gustaban los griegos, cualesquiera que fuesen, pero en especial Memnón, con su cabeza calva brillante de aceite, el rostro esculpido a cincel, curtido por los elementos, requemado por el sol, la nariz chata, quebrada, y un tanto torcida, los labios exangües y la mirada cruel. «Nunca confíes en un griego», decía el proverbio persa. ¡No había excepciones! – ¿Cuánto tiempo más? -preguntó Memnón en griego, con un tono de voz duro y discordante, que perturbó a las aves canoras en sus jaulas de oro colgadas con cadenas de plata de las vigas de cedro. – Tened paciencia, mi señor. El compañero de Memnón, el príncipe persa Arsites, sátrapa de Frigia occidental, sonrió discretamente Arsites volvió su rostro cetrino y se secó elegantemente la gota de sudor caída sobre el duro borde del cuello de su casaca. Darío había sido demasiado generoso. El sátrapa jugó con la cadena de oro que llevaba alrededor del cuello. Se acercó a la pared como si le interesara el grabado de un cortesano meda que olía una flor de loto. Arsites recordó las palabras de Darío: «Muestra a Memnón mi favor. Muestra a Memnón mi poder y, por encima de todo, muéstrale mi terror». Arsites bajó la cabeza. Había hecho las tres cosas. Había llevado a Memnón a los paraísos, con sus fuentes y sus umbrías grutas, para disfrutar de la fresca sombra de los tamarindos, los sicómoros y los terebintos, y saborear la fragancia de los huertos de pomelos, manzanos y cerezos. De pronto, sin previo aviso, había entrado en un jardín que se encontraba directamente debajo del Apanda, una larga extensión de césped, pero no bordeada por flores o hierbas aromáticas, sino por una hilera de cruces en las que Darío crucificaba a aquellos que habían provocado su ira. En esta ocasión, una unidad de caballería, culpables de cobardía y traición; cada uno de los soldados había sido desnudado, castrado y después crucificado en los maderos. Unos pocos habían muerto inmediatamente; otros agonizarían durante días. ¡Oh sí, Memnón había visto el terror! Arsites se acercó a la ventana. Habían encendido linternas y faroles en los jardines. Disfrutó con el perfume de las flores en la brisa vespertina, pero en el fondo era un soldado. Permanecía con sus cinco sentidos atentos, hasta que finalmente captó el olor acre de la sangre y los débiles gemidos de aquellos que aún estaban vivos. – ¿El Gran Rey escuchará mi plan? Arsites suspiró; miró rápidamente a uno de los chambelanes y apenas sacudió la cabeza para advertirle secretamente que no reprochara a Memnón. Después de todo, el rodio era un bárbaro. No conocía el protocolo y la etiqueta de la corte del Divino: que se debía respetar el silencio para que uno pudiera preparar el corazón y el espíritu para el gran favor del que pronto sería objeto. – No sé lo que hay en la mente de mi señor -replicó Arsites, que se apartó de la ventana-. Sin embargo, cuando abra su corazón a nosotros, verás su sabiduría -al decir esto, la mirada de Arsites se fijó en Lisias-. ¡Y su justicia! Memnón sintió el pinchazo de la inquietud. Había estado de campaña, ocupado en reunir tropas, en contratar mercenarios. Lo había hecho bien: tenía a miles de hoplitas dispuestos a empuñar las armas; veteranos de mil y una guerras, una horda guerrera bien entrenada… Sin embargo, algo fallaba. Si sólo pudiera actuar por su cuenta… Pero, allí donde iba, los espías del Rey de Reyes le seguían. Memnón había escuchado los rumores y las habladurías. Sus oficiales persas sostenían que los traidores acechaban en el campamento griego. Memnón se negaba a creerlo. Ahora, sin embargo, mientras esperaba en esta cámara sombría, rodeado por guardias silenciosos y cortesanos de mirada aviesa, se preguntaba si había algo que no iba bien. Memnón sabía que no era querido. Contaba con el favor de Darío por dos razones. Primero, había demostrado su lealtad. Segundo, había derrotado a los macedonios. Así y todo, ¡el propio Darío era un demonio! Volátil y a veces cruel hasta lo indecible, se había abierto paso hasta el trono imperial. Había matado a todos sus rivales y luego había hecho lo mismo con quienes le habían ayudado: había cortado nances, arrancado ojos, amputado pies y manos. Darío no había matado a todos. Había permitido que algunas de sus víctimas deambularan como horribles fantasmas por el palacio: una advertencia para todos aquellos que quizá quisieran aspirar al trono dorado. Darío podía ser gentil y bondadoso, incluso generoso como el que más, pero, para mantener controlado a este gran imperio, se embarcaba en súbitas orgías de terror, como el rayo en el cielo de verano. ¡Que los dioses se apiadaran de aquellos que Darío había señalado para la destrucción! – ¡Él espera! La voz de un chambelán resonó en la habitación. Memnón inspiró profundamente y se secó las manos sudorosas en la túnica blanca, el vestido obligatorio para la ocasión. Arsites caminó a su lado y los chambelanes detrás. Los inmortales se volvieron formando una silenciosa fila a cada lado mientras subían las empinadas escaleras que conducían a la sala de audiencias. Memnón tenía la sensación de estar subiendo al Olimpo, la montaña sagrada, para ir a la corte de los dioses. Centenares de antorchas, sujetas a los muros, chisporroteaban y bailaban con la corriente de aire y daban vida a los impresionantes frisos que adornaban las paredes. Las pinturas mostraban a Darío y sus antepasados en victoriosas batallas contra los enemigos extranjeros; aparecían incluso los demonios del mundo subterráneo, sobre todo el grifo de cabeza de león y la salvaje esfinge. Memnón resbaló y maldijo en voz baja. Olió las flores de loto que cubrían los escalones sagrados. Miró a su izquierda. El rostro de Diocles estaba sudoroso y el mudo miró rápidamente a su amo con la mirada furtiva de una gacela acorralada. Memnón mostró una sonrisa forzada. Tenía dos grandes amores: su esposa Barsine y este sirviente que daría la vida por él. Memnón estiró la mano y tocó suavemente la muñeca de Diocles, un gesto para que éste mantuviera la calma. Lisias, a su derecha, mantenía la cabeza – Nos aguarda una gran gloria -susurró Memnón-. ¡No mostréis vuestro temor! Llegaron a lo alto de las escaleras. Se abrieron las puertas forradas con placas de bronce y Memnón entró en la sala de audiencia, que resplandecía por la luz. Recordó el protocolo. En el suelo de mármol, casi tocando el umbral, comenzaba una ancha alfombra color rojo sangre que conducía hasta el hogar donde se alzaba la llama sagrada de su base de troncos. Éste era el fuego sagrado de Ahura-Mazda, el dios de los persas. Lo atendían los sacerdotes y había de arder continuamente durante la vida del rey: no se extinguiría hasta su muerte. La alfombra era sagrada y sólo podía pisarla Darío. Memnón y su grupo se arrodillaron a un lado. Más allá, pasado el fuego sagrado, debajo de un estandarte plata y rojo con el emblema del ala de águila y el disco solar, se encontraba Darío sentado en su trono de oro. Bebía agua hervida, comía tortas de cebada y tomaba vino de una copa de oro con forma de huevo, vigilado por los ministros y miembros de su familia. El recinto real estaba ahora cerrado por un grueso velo blanco; delante había tres filas de inmortales en uniforme de combate. Memnón esperó. Centenares de cestos de flores colocados junto a las paredes perfumaban el aire. Desde uno de los pasillos que desembocaban en la sala, llegaban los suaves acordes de las melodías interpretadas por los músicos de la corte. – ¡Agachad las cabezas! -tronó la voz de un chambelán-. ¡Mirad ahora! ¡Darío, Rey de Reyes, Señor de Señores, amado de Ahura-Mazda el poseedor de los cuellos de los hombres! Memnón levantó la mirada. Los inmortales habían desaparecido. El velo de gasa blanca había sido descorrido. Darío estaba sentado en su trono de oro, con la vara blanca del cargo en una mano y en la otra el matamoscas con el mango cubierto de joyas. Vestía túnicas de plata y púrpura debajo de una pesada capa bordada con hilos de oro; sus tobillos y la garganta resplandecían con las gemas que reflejaban la luz de la llama sagrada. Un sombrero alto rojo y sin alas cubría la cabeza del rey, y sus pies, que descansaban en un reposapiés de plata, estaban calzados con sandalias acolchadas de satén rojo. – ¡Adoradle! -ordenó el chambelán detrás de Memnón. Memnón agachó la cabeza. El tiempo pasó lentamente. Cesó la música y Memnón escuchó el suave rumor de las zapatillas. Desde el paraíso que había debajo, llegó un grito de agonía como el de un animal atrapado entre las zarzas. – ¡Podéis acercaros! Memnón exhaló un suspiro y se puso de pie. Darío había ahora prescindido de la ceremonia. Ya no sostenía la vara blanca y el matamoscas. Le habían quitado la capa bordada. Ahora estaba sentado en un diván de cojines casi junto a la llama sagrada. Precedidos por Arsites, Memnón y sus dos compañeros se acercaron, presentaron sus respetos y se sentaron en los cojines que les indicaron. Una pequeña mesa los separaba del rey. En la mesa, había tres copas de vino y platos con frutas y trozos de ganso asado. Memnón tenía la garganta seca, pero, de acuerdo con la etiqueta de la carne, no probaría nada hasta que Darío diera la señal. La sala parecía vacía; los inmortales permanecían en las sombras, en los huecos de las ventanas y en los largos pasillos, preparados para actuar a la menor señal de peligro para su amo. – Amigo mío -dijo Darío con su voz profunda y sonora-, puedes mirar mi rostro. Memnón así lo hizo. Darío parecía sereno: su cabello ensortijado negro, el bigote y la barba estaban empapados del más exquisito perfume; su piel morena relucía con el aceite facial. El rodio suspiró aliviado. Había ocasiones en las que los ojos de Darío eran dos rajas de obsidiana, pero ahora brillaban en una cordial bienvenida. – ¡Mi halcón, mi gavilán, mi león de Rodas! -exclamó sonriente Darío-. Puede que no gustes a mis cortesanos, Memnón, pero yo te quiero como a un hermano -añadió Darío alargando su sonrisa y pensando que éste era el griego que defendería su imperio, que rechazaría al bárbaro macedonio. – Mi señor, ¿por qué estoy aquí? -preguntó Memnón en la lengua de su amo. – Para mirar mi rostro. Para ver la vida. Para recibir honores -proclamó Darío antes de hacer una pausa-. Y mi justicia. Memnón contuvo entonces el aliento. Darío levantó una mano. – Así que viene -apuntó mirando fijamente a Memnón-. Alejandro de Macedonia cruzará el Helesponto. ¿Cuántos hombres traerá? – Algunos dicen que no son más que treinta mil; otros, cuarenta mil. Darío miró a Arsites. – Podrías aplastarlo como a una mosca. – Mi señor -interrumpió Memnón-. He visto a la falange macedonia. Piensa en un muro en movimiento, en un bloque o una cuña. Los escudos enlazados, las largas sarisas bajadas. – Tenemos la caballería -señaló Arsites. – Acabarán ensartados en las lanzas macedonias -replicó Memnón. – ¿Por qué? -preguntó Darío cogiendo una uva y sosteniéndola entre el pulgar y el índice-. ¿Por qué no podemos coger y comernos un ejército tan pequeño? Memnón cerró los ojos. Pensó en los macedonios: una resistente y recia pared asesina en movimiento, que apuntaba al centro mientras su caballería se lanzaba sobre los flancos enemigos como el fuego celestial. Abrió los ojos. – Mi señor, tenéis que verlo para creerlo. Tiene poder, astucia y una ferocidad salvaje. Poco les importa el número. Les interesa la astucia, la velocidad, el poder y la fuerza. Alejandro se ha comprometido con la guerra total. ¿Habéis escuchado los rumores, mi señor? Darío sacudió la cabeza. – Alejandro no tiene dinero. Ha dado todas sus tierras. Uno de sus generales le preguntó qué le quedaba. Alejandro le respondió: «Mis sueños» -apuntó Memnón, sin poder reprimir la sonrisa al pensar en el coraje de su joven y próximo oponente. – ¿Y? -preguntó Darío en voz baja. – «¿Qué hay del futuro?», quiso saber el mismo general. Alejandro contestó: «Mis esperanzas». – ¿Cuántos años tiene? Memnón extendió las manos con todos los dedos separados. – Veinte, veintiún veranos. – ¿ Qué aspecto tiene este mosquito macedonio que quiere picar mi reino? Memnón acudió a sus propios recuerdos y los informes de sus espías. – Es un hombre pequeño que parece alto -respondió con voz pausada-. Alejandro es fornido, con el cuerpo de un atleta. Camina con una leve cojera. – ¿Sus cabellos? Memnón se tocó la calva y sonrió. – Algunos dicen que son rubios, del color del trigo, rizados en la nuca y sobre la frente. Los aduladores dicen que tiene la piel dorada. Su rostro es agradable y bien proporcionado. No tiene la nariz respingona de su padre, aunque sí ha heredado su boca risueña. – ¿Los ojos? Memnón observó al monarca. – Siempre se mencionan sus ojos, mi señor; son de diferente color, uno azul, el otro castaño. Alejandro posee todas las habilidades de un actor: una mirada dulce, casi femenina dicen, sonriente y burlona, pero, cuando es necesario, dura como el hierro, tan firme como el más frío de los mármoles. Tiende a mantener -Memnón imitó el gesto- la cabeza, – Impresionante -murmuró Darío-. ¿Qué otras cualidades tiene este supuesto mozalbete? – Es generoso, valiente, Un soberbio jinete. Le interesan todas las cosas, ya sean plantas… – ¿O los escritos de Aristóteles? – Aristóteles era su tutor -admitió Memnón-. Alejandro y sus compañeros fueron educados por el afectado ateniense en los huertos de Mieza. – ¡ Ah! -exclamó Darío balanceándose en los cojines con una mirada distante en sus ojos-. ¿Cómo está la señora Barsine? – Tan hermosa como la noche, mi señor. Memnón sintió la punzada del miedo. Darío aún no le había invitado a comer y beber. Arsites parecía tenso, con la cabeza gacha, y no dejaba de acariciarse la muy aceitada barba como si estuviese escuchando atentamente o distraído por alguna otra cosa. – ¿Y cómo general? -preguntó Darío endureciendo su tono de voz-. ¿Qué tal este Alejandro…? – Tiene mercenarios, escuadrones de caballería ligera tesalios, aunque no son más que paja en el viento comparados con sus propias tropas. También Memnón estaba distraído. En su mente veía las apretadas filas de la falange macedonia: las largas sarisas que bajaban, el estruendo de miles de pies calzados con recias sandalias, los peanes de batalla, el trueno de la caballería… – Si ellos son la paja -replicó Darío, burlón-, ¿cuál es la planta? – Es más, toda una cosecha -susurró Memnón-. Un campo de trigo en movimiento, mi señor; pero sus tallos son madera y hierro. ¿Os lo podéis imaginar? -preguntó Memnón levantando una mano-. Golpean a sus oponentes en el flanco o incluso de frente. La sarisa tiene unos doce codos. Puede clavar y atravesar antes de que el enemigo llegue al cuerpo a cuerpo. – Puedes utilizar a los arqueros -le interrumpió entonces Arsites. – La falange se mueve demasiado rápido; puede formar un muro de escudos. – Podemos tumbarlos -afirmó Arsites. Desde el paraíso de abajo, llegó el canto de un ruiseñor, con sus notas claras, lúcidas, un sonido incongruente en este salón helado, con su silenciosa y lúgubre atmósfera amenazante. – Los lanceros de Macedonia nacen y crecen como guerreros -declaró Memnón-. No sólo hay que temer el poder de sus brazos, sino también su velocidad, su fuerza y su confianza. – Enséñame sus tácticas -ordenó Darío señalando las pequeñas barritas de incienso que había sobre la mesa. Memnón las dispuso en paralelo sobre la mesa. – Este es el enemigo, mi señor -dijo sonriendo, como si quisiera disculparse-. ¿Quizá deba decir nuestros oponentes macedonios? La infantería marcha en el centro y la caballería en las alas… ¿Lo veis? El peligro planteado por los macedonios tiene tres vertientes. La primera, la caballería al mando de Alejandro. Él estará en el ala derecha. La segunda, en el centro, donde se disponen las brigadas de infantería divididas en dos: los escuderos y la infantería ligera, tan rápida como letal… – ¿La tercera la representan los lanceros? -interrumpió Darío. – Las tácticas de Alejandro se basan en la rapidez y la movilidad -continuó Memnón-. Concentrará el ataque sobre el ala enemiga que se despliegue para salirle al encuentro. Las brigadas se acercan, cortan la línea enemiga y, después, sólo les queda cerrar el cerco y matar. – ¡Ah! -exclamó Darío-. ¿Así que rompe y divide; rodea y mata? – Es algo que requiere una gran fuerza de voluntad -admitió Memnón-. Mucha decisión y un férreo control. Hasta ahora siempre ha demostrado ser efectivo. – Así pues, ¿cuál es tu consejo? -preguntó Darío. Memnón hizo una inspiración muy profunda. – Nunca enfrentarse a él en combate. – ¿Qué? La exclamación de Arsites vino seguida de la de Darío. Memnón vio por el rabillo del ojo unas sombras que se movían, pero el emperador levantó una mano en un gesto casi imperceptible. – Dejadle entrar -manifestó Memnón-. Quemad las tierras, las cosechas, las ciudades. Atraedlo cada vez más al laberinto. Esperad a que tenga hambre y sed, a que sus hombres estén desmoralizados. – ¿Propones que quememos nuestras cosechas? -preguntó Arsites. – No, no, escucha -apuntó Darío haciéndole callar con un ademán-. Ese mozalbete macedonio, como le llama Demóstenes… – Demóstenes puede que sea un gran orador, mi señor, pero cada vez que se ha enfrentado al macedonio en combate, ha tenido que huir. – Lo sé -contestó Darío cogiendo una uva, metiéndosela en la boca y masticándola lentamente-. Has hablado de los puntos fuertes de Alejandro. ¿Cuáles son las debilidades? – Tendrá que dejar Macedonia y Grecia -contestó Memnón- gobernadas por la corregencia de Olimpia… – ¡Ah, esa perra enloquecida! -exclamó Darío. – … y el viejo general Antípatro. – ¡Pero si se odian el uno al otro! -señaló Arsites. – ¡Precisamente! -replicó Memnón. Darío se llevó una mano a la cara y se echó a reír. -Cuanto más escucho hablar de Alejandro, más me gusta. ¿Así que Antípatro y Olimpia se vigilarán mutuamente? -apuntó mientras su rostro adoptaba una expresión grave-. ¿Qué otras debilidades tiene? – Tendrá que dejar parte de sus tropas en casa -respondió Memnón apresuradamente-. Cuando cruce el Helesponto, Alejandro se encontrará aislado de su tierra. Su tesorería está vacía y los griegos arden en resentimiento. Alejandro es capitán general, pero Atenas lo detesta. Nadie ha olvidado la destrucción de Tebas. Grecia tiene dos ojos: uno, Atenas, está velado; el otro, Tebas, ha sido extinguido para siempre. Darío se mordió el labio inferior mientras escuchaba con mucha atención. – Por lo tanto, ¿Alejandro tendrá que vivir de la tierra? -preguntó Arsites. Memnón se sintió más confiado al ver la mirada calculadora en los ojos de Darío; estaba explicando una estrategia que el Rey de Reyes comprendía. – ¿Qué otras debilidades tiene este hombre? -insistió Darío. – La reputación de un tirano sangriento: treinta mil tebanos fueron vendidos como esclavos… – ¡No! -le cortó Darío-. Debilidades como hombre. Memnón desvió la mirada. Podía mencionar la traición. Sin embargo, eso era algo tan común en Macedonia como lo era en Atenas y Persépolis. – Tiene dos debilidades -contestó Memnón con voz pausada-. Primero, sus padres. Se odiaban el uno al otro. El propio Alejandro ha comentado que su madre le cobra un alquiler cada vez más alto por los nueve meses que pasó en su vientre. Olimpia se considera a ella misma como una mística. No dejaba de provocar a Filipo con la historia de que Alejandro había sido concebido por un dios. Dicen que el propio Filipo llegó a espiarla durante la celebración de ciertos ritos misteriosos. – Fue así como perdió un ojo, ¿no? -preguntó Darío con un tono socarrón-. Me contaron la historia. – Filipo y Olimpia se detestaban -continuó Memnón-. Llegó el momento en que se divorció de ella y se casó con la hija de uno de sus generales. Durante el banquete de boda, este general, Attalo, hizo un brindis. «Por fin Macedonia tendrá a un legítimo heredero, un verdadero macedonio.» Alejandro, que salió en defensa de Olimpia, lo maldijo. Filipo, borracho como de costumbre, intentó atacar a su hijo. Desenvainó la daga, saltó del diván, pero cayó de bruces al suelo. «Mirad», se burló Alejandro, «aquí tenéis al hombre que quiere cruzar de Europa a Asia cuando ni siquiera tiene la fuerza y la habilidad para pasar de un diván a otro». – ¿Qué pasó después? -quiso saber Darío. – Alejandro marchó al exilio. Cuando regresó, la nueva esposa de Filipo había dado a luz a un niño. – ¿Fue entonces cuando asesinaron a Filipo? – Sí, estaba celebrando una gran fiesta, un encuentro con todos los Estados griegos, cuando un antiguo amante, Pausanias, que había sido sodomizado por algunos de los amigos de Filipo, se abalanzó sobre él y le clavó una daga alada céltica en el corazón. – ¿Mataron al tal Pausanias? – Intentó escapar, pero tropezó en unos matorrales. Los guardaespaldas de Filipo lo mataron. El cadáver fue crucificado. – ¿Qué pasó con el verdadero asesino? -preguntó Arsites. – Corrieron infinidad de rumores referentes a que Olimpia estaba detrás de Pausanias. También se insinuó que el propio Alejandro conocía el plan para el regicidio. – ¿Él proclamó su inocencia? -preguntó Darío. – Por supuesto, mi señor. Olimpia, sin embargo, colocó una corona de laureles en la – ¿Nadie avisó a Filipo de lo que se tramaba? – Recibió un enigmático aviso del oráculo de Delfos -añadió Memnón moviéndose inquieto. – ¡El toro está preparado para el sacrificio! -exclamó Darío-. Todo está listo. ¡El verdugo espera! – Sí, mi señor. Filipo creyó que el toro eras tú. Darío se echó a reír con grandes carcajadas. – Continúa, Memnón. – Alejandro está confuso. Quiere a Olimpia. Afirma que una sola de sus lágrimas vale más que un millar de cartas, pero se siente repelido por ella. Olimpia arrojó al hijo recién nacido de Filipo a las brasas e hizo que la madre mirara como se quemaba el bebé hasta que la joven, enloquecida, se ahorcó. Olimpia ha llenado la mente de Alejandro con las dudas sobre su propia paternidad y también con los vagos sueños de que él es hijo de un dios. Le recuerda constantemente a Alejandro que Aquiles es uno de sus antepasados. – Ah sí, lo he escuchado decir -intervino Arsites-. Alejandro guarda una copia de la – Su frase favorita es -añadió Memnón citando la – Has mencionado una segunda debilidad -insistió Darío. – Dada su estirpe -respondió Memnón, incapaz de resistirse al reto-, Alejandro está dividido entre una profunda superstición y el deseo casi irreprimible de enfrentarse a los dioses, de demostrar que es uno de ellos. – ¿Le gusta el oro? – Lo reparte como si fuera la arena de la playa. – ¿Las mujeres? – Las respeta. – Mis espías -afirmó Darío- dicen que tiene un amante, Hefestión. Memnón estaba a punto de asentir cuando recordó un viejo proverbio: «Conoce a tu enemigo de verdad». El rodio se enorgullecía de una cosa: la verdad. – Es lo que susurran sus enemigos -confesó-. Otros dicen que Hefestión es una figura paterna, el consejero íntimo de Alejandro. – ¿Entonces? -preguntó Darío reclinándose en los cojines-. ¿Por qué viene? ¿En busca de gloria? Memnón se encogió de hombros. – Viene con sed de conquista. Para cumplir el sueño de su madre de que él es Aquiles redivivo. Para librar una guerra santa contra el imperio persa de Jerjes y Ciro, para demostrar que es un dios… – O para demostrar -le interrumpió el emperador con un tono desabrido- que es más hombre que su padre. Por lo tanto, sabemos que vendrá -añadió, casi como si hablara consigo mismo-. ¿Cómo? – Su flota es escasa -replicó Memnón-. Cuando cruce el Helesponto, podrás… – No, no -saltó Darío sacudiendo la cabeza-. Quiero que venga con su ridícula tropa para abrazarlo contra mi pecho y estrangularle hasta la última gota de vida. Quiero mostrar a toda Grecia lo que pasará. Cuando haya derrotado a Alejandro, visitaré el Partenón en Atenas para enseñarles quién es su verdadero amo. – Hay venenos, asesinos -dijo Lisias inesperadamente. Darío no hizo caso de la interrupción; se pasó un dedo por los labios manchados de vino, mientras que con la otra mano jugaba con las borlas de un cojín. – Tengo traidores en la corte macedonia -apuntó Darío chasqueando los dedos-. Podría acabar con la vida de Alejandro con la misma facilidad que puedo apagar la mecha de una lámpara de aceite. Sin embargo, si lo hago, quizá no evitaría la llegada de los macedonios. No, no, atraparé a Alejandro: Le haré desfilar cargado con cadenas por las calles de Persépolis y después -se señaló los pies- mis «encapuchados» se lo llevarán para que se pudra en una torre de silencio. Rajaré su cuerpo desde el cuello a la entrepierna y lo llenaré con polvo de oro de mi tesorería y lo utilizaré de escabel. El Rey de Reyes agachó la cabeza. Memnón, a pesar del perfumado calor, sintió un escalofrío. Darío había urdido y planeado algo. – ¡Mencionaste a un espía! -exclamó Memnón-. ¿Cómo se llama? – Naihpat. -Darío acercó un dedo a los labios como una advertencia de silencio-. Alejandro -murmuró el Rey de Reyes- cruzará el Helesponto. Hará sus ofrendas en la antigua ciudad de Troya. Tendrá guías y avanzará por la costa occidental del imperio. Tropezará como un hombre en la niebla. Entonces le mataremos. – ¿Cómo? -preguntó Memnón. Darío permaneció en silencio. Memnón miró con nostalgia el vino y la copa. De pronto se dio cuenta de cuál era el motivo de su inquietud. Comer y beber en presencia del gran rey era un gran honor. Ellos eran cuatro, pero sólo había tres copas -de plata, aflautadas, y con gemas incrustadas-; faltaba la cuarta. Alzó la mirada. Darío le observaba con una expresión curiosa. Luego el rey persa miró a un punto detrás de Memnón. El griego mantuvo el rostro impasible. Escuchó una pisada muy suave y supo que los «encapuchados» de Darío, los asesinos vestidos de negro de la corte persa, no estaban muy lejos. – ¿Todo está preparado? -preguntó el emperador. Memnón no escuchó ninguna respuesta. Darío se levantó bruscamente. Cogió el matamoscas con el mango enjoyado y lo golpeó contra el muslo. – Mi señor -exclamó Arsites, que se levantó en el acto-. ¿Qué sucede? Darío ya se alejaba. Hizo un gesto con el matamoscas para que lo siguieran. Cuando pasó junto a una ventana que daba a los jardines, hizo una pausa y se volvió. – Memnón, amigo mío, ¿sabes qué es una torre de silencio? Memnón miró al monarca. – Adelante -le urgió el rey persa-. ¡Díselo a tus compañeros! – Es una tradición de tu pueblo, señor. Llevan a sus muertos a una de esas torres y los cuelgan de las vigas. – ¿Qué más? -insistió Darío-. ¿Qué pasa entonces, Memnón? – Dejan que el cadáver se pudra, que se desprenda la carne; se pudre y no puede contaminar a ninguna cosa viva. – ¿Para que los vivos permanezcan limpios? -murmuró Darío. Memnón miró rápidamente hacia la ventana, atraído por unos débiles sonidos y el resplandor de las antorchas. – Todos debemos mantenernos limpios -añadió Darío regresando a paso lento-. Mencioné espías. ¿Sabías, general Memnón, que tengo a un espía muy cerca de Alejandro? – ¿La persona que llamas Naihpat? – La persona que llamo Naihpat -asintió Darío-. Naihpat es siervo de Mitra, el amo de mis secretos. Memnón no reaccionó. Sabía algo de esto por los rumores y los cotilleos. Nunca había conocido al tal Mitra. Sin embargo, Darío confiaba plenamente en él y la gente llamaba a este misterioso guardián de los secretos con el apodo de – ¿Sabías, Memnón, mi amigo, que Alejandro tiene a un espía cerca de ti? ¿Quizás a dos, o incluso a tres? Memnón notó la boca seca. Se le tensaron los músculos de las piernas. – Mi señor, eso… El general se mordió la lengua; llamar mentiroso a cualquier persa era el mayor de los insultos. – Tengo ojos y oídos -replicó Darío-. Soy el gran rey. ¡Ven! Se acercaron a la ventana. Memnón miró al exterior. Abajo en el jardín había erigido una gran cruz de madera. Un hombre, totalmente desnudo excepto por la mordaza, había sido crucificado y su cuerpo era una masa de morados de la cabeza a los pies. Memnón notó como si un puño le apretara el estómago cuando se dio cuenta de que el reo también había sido castrado; había una masa sanguinolenta donde habían estado los genitales. Oyó un suave gemido y se volvió en el acto. Lisias estaba pálido como un fantasma y gruesas gotas de sudor empapaban su frente. – ¿Reconoces a aquel hombre, general Memnón? Quizá no sepas quién es. En cambio, tu buen amigo Lisias sí lo sabe. Memnón miró al hombre crucificado; le habían cortado los cabellos como a cualquier otro convicto. – ¡Es Cleandro! -exclamó Memnón mirando horrorizado a Lisias-. ¡Es uno de tus comandantes! Un tebano, ¿no es así? – También es el mensajero de Lisias -declaró Darío. Lisias, con la espalda contra la pared, temblaba como si tuviera fiebre. – ¡Lo puedo explicar todo! -tartamudeó. Memnón se enfrentó con él, con su rostro apenas separado de la cara de su subordinado. – Lisias, ¿qué significa esto? – Envié a Cleandro con un mensaje para Alejandro. Me reuniría con él en Troya. Me ofrecía a traicionarte. – ¡Tú! -exclamó Memnón apartándose y alzando una mano. Lisias sacudió la cabeza. – No era una traición. Tú lo sabes. – Entonces, ¿por qué? – Soy tebano -contestó Lisias con dificultad-. Mi esposa, mi familia, todos murieron en Tebas. Tengo una deuda de sangre con el macedonio. No te traicionaría a ti, mi señor. Quería encontrarme con Alejandro y matarlo. – No es eso lo que nos dijo Cleandro -apuntó Arsites. Lisias se volvió con su rostro desfigurado por la rabia. – ¡Por supuesto, diría cualquier cosa sometido a la tortura! Mi señor rey. ¿Es esto obra de Arsites? -preguntó Lisias mirando a Memnón con una expresión de súplica y habiendo hincado una rodilla en el suelo-. ¡Tú sabes cuánto nos odian! ¡Te odian! Cuando vayamos al combate, se saldrán con la suya y te pondrán todas las trabas. La única manera de detener a Alejandro es matándolo. Lo iba a hacer por ti. Por mí. ¡Por todos nosotros! -concluyó mirando al resto. – Si es así -dijo Arsites con un tono casi amable-, ¿por qué Alejandro aceptó? Pido disculpas, mi señor -añadió con una sonrisa presuntuosa-, pero nuestros exploradores capturaron a Cleandro a su regreso a través del Helesponto. – ¿Sabías que se había marchado? -preguntó Darío. Memnón sacudió la cabeza. – ¿Por qué Lisias no te habló de este plan? – Lo hubiese hecho -farfulló Lisias-, pero necesitaba estar seguro. Creí que Cleandro se había demorado. Memnón miró a su comandante de caballería. Por un lado, Memnón le creía, pero por el otro… ¿Enviar a un emisario al campamento enemigo sin siquiera pedir su permiso? – ¿Sabías que Alejandro se encontraba de visita en Troya? -preguntó Darío con una voz que era poco más que un susurro. El general volvió a sacudir la cabeza. – Yo tampoco -continuó el Rey de Reyes-. No hasta que Cleandro cayó en las garras de Arsites -precisó tocando suavemente la muñeca de Memnón-. Incluso si fuese cierto -añadió-, ¿quién es Lisias para decidir la estrategia? No quiero ver asesinado a Alejandro y que se convierta en un héroe, en un mártir, para toda Grecia. Eso sería sencillamente demorar lo inevitable durante unos meses, o quizás años. Dejemos que Alejandro cruce. Dejemos que se encuentre con el destino que le tengo preparado. Lisias intentó coger la túnica blanca de Memnón, pero el general se apartó. Miró por encima del hombro a Diocles; su sirviente le devolvió la mirada, aterrorizado. – No hay nada que puedas hacer, mi señor -declaró Darío levantando una mano. Unas figuras vestidas de negro salieron de las sombras. Rodearon a Lisias, lo sujetaron por los brazos y lo obligaron a levantarse. – Tú estabas a mi servicio -le acusó Darío-. Eres mío en cuerpo y alma. Soy el Rey de Reyes, el dueño de tu cuello. No eres más que una piedra debajo de mi sandalia. ¡Llevadlo a la torre de silencio! -ordenó-. Atadlo a una jaula. ¡Dejadlo colgado entre el cielo y la tierra! Lisias gritó y pataleó. Los guardias encapuchados se lo llevaron. – ¡Mientras estés allí -gritó Darío-, y esperas la muerte, que tardará en llegar, reflexiona sobre el justo destino de un traidor! |
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