"La estrategia del agua" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)13 El mejor combatienteLa pitanza que daban en el comedor de la unidad no era mala y salía barata. Nuestros sabios y magnánimos jefes le habían apretado a la contrata, que para eso la coyuntura lo permitía, y por unos pocos euros se comía de forma suficiente, sana y económica. Delante de nuestras bandejas, mientras me zampaba una menestra y un pescado a la plancha, para compensar el exceso de la víspera, hice partícipe a mi equipo de toda la información que había obtenido durante mi escucha compartida con la cabo Salgado. Chamorro estaba atónita: – ¿Una magistrada? Y presidenta de una audiencia, nada menos… Pero ¿qué demonios hace alguien así llamando a una procuradora para asesorarla sobre…? ¿Sobre qué exactamente? – Usa la lógica. Desde luego, no se trata de ningún procedimiento en el que Montserrat intervenga como profesional. Para empezar porque eso no sería cosa de ella, sino del letrado que lleve el caso. Es un asunto suyo, en el que ella es parte. Un asunto en el que todavía no ha recaído sentencia, y que ya estaba pensando en apelar. Un asunto que queda sin efecto por la muerte de Óscar Santacruz. O sea… – No me digas que… – Sí. Ese que estás pensando, justamente. Sólo me falta que Salgado me confirme con su amiga del Consejo dónde imparte justicia esta señora magistrada. Pero también tengo mi barrunto al respecto. – ¿Y a dónde te lleva? – Pues me lleva a pensar que en este país la gente ha perdido del todo la vergüenza, el sentido común o las dos cosas a la vez -repuse-. En el mundo para el que mi santa madre me preparó, algo así sería no sólo impresentable, sino tan torpe que ni la persona más carente de escrúpulos se lo permitiría. Y menos así, con ese desparpajo, como si fuera lo más normal. Pero quizá mi santa madre nunca se haya enterado de qué va el mundo. Ni entonces, ni mucho menos ahora. Arnau nos observaba alternativamente a la sargento y a mí. Por un momento dudé si estaría captando lo que dábamos a entender. Pero luego me avergoncé de esta momentánea falta de fe en su inteligencia, que ya me había demostrado en más de una oportunidad. – ¿Y ahora qué? -preguntó. – Cambio de vía y a meter el turbo -dije, tras empujar hacia el estómago un par de coles de Bruselas-. ¿Llamaste a Ainara, Vir? – Sí. En su casa, esta tarde. A las cinco y media. – ¿Dónde vive? – En Aluche. – ¿En Aluche? – Sí, ¿por? – Nada. Qué cosas tiene la vida. En ese instante empezó a gritar Robe desde mi móvil. – Un día ese tono te va a dar un disgusto -auguró Chamorro, mirando inquieta a nuestro alrededor. – Tengo prohibida la militancia política, pero la Constitución protege mis gustos musicales. Que se atrevan, como diría Clint. – No los pongas a prueba… Cogí la llamada. – Sí. – Mi brigada. La tengo. La voz de Salgado sonaba exultante. A cualquier policía le produce un irreprimible y perverso placer sorprender a un juez en un desliz; pero a una mujer como ella, además, le complacía poder certificar la metedura de pata de una estirada como María Luisa Seoane. – A ver. De dónde. Me dio el dato. – ¿Confirmado el número? -me cercioré. – Al cien por cien. – Te debo una, Salgado. ¿Has comido? Chamorro murmuró a Arnau: – Como si comiera algún día. Hay que defenderla 36. Le lancé una mirada reprobadora, para que notara que la había oído. – No, luego bajo a pillarme una ensalada -dijo Salgado. – Para un rato. Que la máquina lo graba todo. – Sí, no te preocupes, mi brigada. A tus órdenes. Interrumpí la comunicación y dejé el teléfono sobre la mesa. Mientras saboreaba el momento, le quité las espinas al pescado. – ¿Qué, ya sabemos de dónde es presidenta? -preguntó la sargento. – Lo sabemos -asentí-. Audiencia Provincial de Madrid, ni más ni menos. O lo que es lo mismo, mis intrépidos – La misma que habría tenido que ver el recurso de Montserrat, si es que hubiera llegado a presentarlo -dedujo la sargento. Alcé el pulgar, en señal afirmativa. – Joder -exclamó Arnau-. Con perdón. – Pon que podría haberle tocado a una sección distinta de la suya, con lo que María Luisa no tenía por qué estar en el tribunal que resolviera el recurso. O que incluso se hubiera abstenido, de tocarle en el reparto. Así y todo, no sé qué os parece su conducta de hoy. Arnau sacudió la cabeza. – Pero eso… ¿Eso no es directamente prevaricación? Chamorro no quiso pronunciarse. Yo bebí un sorbo de agua. – Mucho corres tú, mi pequeño saltamontes. En todo caso, una conspiración para prevaricar, o una tentativa de prevaricación, pero como ese delito casi no existe y si existe a nosotros no nos van a dejar perseguirlo, no me lo sé bien. Supongo que algún catedrático y varias sentencias del Supremo habrán dicho que es un tipo penal que no admite formas imperfectas de comisión, que o es consumado o nada de nada. Tampoco es revelación de secretos, porque el informe ya lo conoce Montse por otras vías, y en cuanto al tráfico de influencias, pues ídem de lienzo. Tampoco sé si ese tipo vale en grado de tentativa. – O sea, ¿que le sale gratis? Le miré con afecto. Por su genuina estupefacción. – Me temo. Es una desfachatez y un alarde de prepotencia, pero nada de eso es delictivo, tratándose de quien se trata. Ni siquiera esperes que haya expediente disciplinario. Así que María Luisa, si esto trasciende, ni siquiera tendrá que pagar los trescientos euros que recauda como mucho el Consejo cuando uno de los suyos la caga. – Lo que me pregunto -intervino Chamorro-, es la conexión que tiene Montse para que la presidenta se tome el trabajo de llamarla. – Y desde su propio teléfono móvil -añadió Arnau. – La indagaremos. Habrá que preguntarle a nuestro amigo plumilla si sabe quién es ese Alberto Carbajosa. Pero esto no deja de ser un fleco de la alfombra que nos toca levantar. Arnau, te voy a dar una tarea. – Escucho, mi brigada. – Vas a conseguirme toda la información que puedas sobre el proceso de revisión de medidas del divorcio de Óscar y Montse. En qué juzgado, quién es el juez, el secretario, los informes periciales que hayan podido emitirse… Quiero saberlo todo, hasta donde podamos. – De acuerdo -dijo, tomándose nota. – Y lo mismo sobre los dos procedimientos por violencia de género: el primero, el de la condena, y el segundo, el de la absolución. – Muy bien. Miré mi reloj. – Por la hora que es, tal vez hoy ya no puedas hacer nada. Me imagino que como buenos funcionarios judiciales acabarán a las tres. – Puedo tratar de contactar con el abogado de Óscar. – Sí. No es una fuente imparcial, precisamente, pero algo te podrá orientar para centrar mejor el tiro. En todo caso, si hoy no hay suerte, mañana me haces todos los contactos. A primera hora, a ver si podemos ir a entrevistar a quien más nos convenga mañana mismo. – Eso está hecho. – Bueno, y ahora permitámonos disfrutar un poco de la comida. Diez minutos sin hablar de muertos ni jueces. ¿Os parece? La sargento intercambió una mirada con el guardia. – Yo diría que sí, que nos parece. Puede que nos tomáramos quince minutos, en lugar de diez. Pero poco después estábamos de nuevo – Sí -respondió Pereira, parco como de costumbre. – Mi teniente coronel, tenemos algunas novedades. – ¿Importantes? ¿Positivas? – Lo primero seguro. Lo segundo, veremos. – A ver. Le resumí los hallazgos del día. Le interesaron todos, por el silencio que percibí al otro lado de la línea, pero sobre todo la conversación de Montserrat Castellanos con la presidenta de la Audiencia. – ¿Eso está debidamente confirmado? – Con el CGPJ y con la seguridad de la Audiencia. – Desde luego, somos el ejército de Pancho Villa -dijo, sombrío-. Qué poca seriedad. Así, cómo vamos a ganar a los malos. – Bueno, Pancho Villa ganó, al final. – ¿Sí? – La revolución triunfó, ¿no? – Ninguna revolución triunfa nunca, Vila, que a veces pareces nuevo. Pesa más la inercia de las cosas que las fantasías de esos inadaptados que tanto os ponen a los de tu cuerda, y que al final pasan siempre como nubes de verano. En fin, hablando de inercias, tengamos en cuenta que es una juez, y de las gordas. Pies de plomo y se lo cuentas a su congénere, que ella valore y decida y tú obedeces. De todos modos pásame una copia de la grabación, para que se la ponga al coronel. Ésta es una de esas cosas que le gusta saber en seguida, y que puede costarme colgar del palo mayor si le llega antes por otra parte. – Se lo envío ahora mismo. – Y por lo que se refiere a la investigación, veo que lo tienes claro, así que adelante. Y si necesitas algo del cuerpo hermano y no te responden, dímelo y hago una llamada. Aunque, entre tú y yo, siempre tengo la sensación de que os arregláis mejor vosotros a vuestro nivel que yo con el político de colmillo retorcido con el que me toca tratar. – Por ahora no me quejo, están arrimando el hombro, mi teniente coronel -reconocí, porque era de justicia, y de paso me servía para correr un oportuno velo sobre su último comentario. Como si él no fuera un político, tanto o más que cualquier jefe policial. Por algo estaba seguro de que un día no muy lejano acabaría llamándole Cuando Pereira colgó, preferí pasar a la tarea siguiente sin solución de continuidad. Hay cosas que uno no hace mejor por pensarlas mucho. La agenda de mi teléfono me ofreció en seguida el número que buscaba y apreté nuevamente la tecla del dibujito verde. La voz entró a la tercera señal. Sonaba algo lejana, pero clara y resuelta: – Dígame, Vila, cómo lo lleva usted. Ya había grabado mi número en su agenda. No puedo decir que la constatación me llenara de júbilo. Pero qué se le iba a hacer. – Pues lo llevamos, señoría, con esfuerzo pero también con algún avance. Precisamente por eso la llamaba. Ha surgido algo… – ¿Sí? Adelante, cuénteme. Por cierto, disculpe el ruido, es que le estoy hablando por el manos libres del coche. ¿Me oye bien? – Sí, sí, perfectamente. Por un momento pareció que se perdía la señal. Pero luego volvió: – Ah, vale. También yo a usted. Dígame. Reproduje, con alguna variante insignificante ajustada al interlocutor, el informe que acababa de hacerle a mi teniente coronel. El silencio de la juez no fue menos sepulcral. Durante unos segundos, en la línea no se oyó nada mas que el rumor de fondo del Bluetooth. – Creo que a estas alturas le conozco algo -habló al fin-. Por tanto, puedo estar segura de que si me dice lo que acaba de decirme es porque lo han comprobado suficientemente, ¿no, brigada? – Así es, señoría. Hubo otro silencio, éste más corto. – Está bien. Pues le diré lo que vamos a hacer. La juez Gómez Fernández-Vadillo, una vez más, me demostró que estaba dotada para aquello. Y por mi rango, mi función y la indicación expresa de mi jefe, pero también por mi natural inferioridad a la hora de generar decisiones, me dispuse a someterme a las suyas. – Quiero una transcripción y la grabación mañana mismo en mi despacho -dijo-. Cuando la haya oído terminaré de valorarlo, pero por lo que me cuenta este asunto queda sepultado en lo más recóndito del secreto del sumario. Yo restringiré al máximo entre mi gente su conocimiento. Y le pido que usted haga otro tanto. De que no se filtre fuera, ya ni le hablo. Me responde usted personalmente de ello. – Mi gente es de fiar. Puede estar tranquila -dije, esforzándome en parecer seguro, pero pensando al mismo tiempo que en cuanto colgara tenía que hablar con la cabo Salgado y dejárselo bien claro. – Desde luego, se trata de un hecho grave, y más por la persona que lo protagoniza, y es mi obligación denunciarlo para que se le aplique el correctivo que legalmente proceda. Pero ya habrá tiempo para ello. No daré cuenta de nada de esto hasta que no estemos seguros de que no va a perjudicar ni interferir nuestra investigación. Lo primero es el asesinato que tenemos entre manos. ¿Está de acuerdo? – Usted decide, señoría. Para nosotros, mejor así. – Pues no se hable más. – Mañana tiene usted ahí la grabación. – Y al hilo de lo otro… Ya que dice que esa mujer habla tanto, analicen todas las conversaciones que mantenga hoy. Y si les parece que el titular de alguno de los números a los que llama o desde los que la llaman, por lo que sea, es sospechoso de algo, díganmelo en seguida y lo pinchamos también. Por ejemplo, ese hombre con el que esta mañana ha hablado dos veces. Siempre con criterio, pero sin miedo. ¿Por qué me había dado mala espina aquella mujer, al primer vistazo? Admití que la mañana que la conocí no había estado muy fino. De pronto, me pareció que hasta podía serle sincero. Y lo fui: – Creo que le capto la idea. Y por la parte que me toca y en nombre de mis compañeros, se lo agradezco. Éste es un trabajo muy complicado, y aunque tratamos de sacarlo adelante con rigor y sin perjudicar innecesariamente al ciudadano, no siempre nos resulta fácil hacérselo ver a quienes toman las decisiones. Usted me entiende. – Le entiendo, Vila. Y por mi parte, esté usted tranquilo. No tiene que convencerme de lo que ya estoy convencida. Muchas gracias por tenerme al corriente. Seguimos en contacto. Hasta luego. Cuando colgó, me quedé absorto en mis pensamientos. En mi ánimo se mezclaban muchas sensaciones contradictorias, pero por encima de todo, tenía la certidumbre de que la faena que nos ocupaba había entrado en una fase en la que todos debíamos estar con los cinco sentidos alerta y no dejar pasar ni un solo detalle. Llamé a Salgado y le comenté lo que me acababa de decir la juez. La cabo la cogió al vuelo: – Déjalo de mi cuenta. – Esta noche -insistí-. Y con un informe que lo respalde. – O mucho me equivoco, o esta noche estoy en condiciones de justificarle de sobra a su señoría que tenemos que pinchar otro teléfono. – Gracias, Inés. A mí mismo me sonó raro llamarla por un nombre de pila que nadie usaba en la unidad. Pero ella lo encajó sin ningún embarazo. – No hay de qué. Para hoy no tenía plan. Y cualquiera que hubiera tenido habría sido bastante menos emocionante que éste. Comprobé la hora. Teníamos que salir en seguida, si queríamos llegar a la cita con Ainara. Arnau me tendió entonces un papel. – El listado de llamadas de Óscar, mi brigada. Había marcado las que le habían parecido inusuales o significativas por cualquier razón, conforme le había pedido. Localicé sin esfuerzo las del móvil de Montserrat, tampoco demasiadas, ni en horas que cupiera considerar anómalas. Él la llamaba todas las noches, para hablar con el niño, deduje. La duración corroboraba mi hipótesis. También estaban las conversaciones con Ainara, varias al día. Y marcadas en rojo, media docena de llamadas hechas desde dos números distintos. Muy cortas. Y todas de madrugada. Entre las dos y las cuatro. – ¿Y esto? ¿Tú qué crees que es? – No sé -se encogió de hombros el guardia-. La más larga, diecisiete segundos. Yo diría que, cuando alguien llama a esa hora, algo poco normal se trae entre manos. Y en todo el listado esos dos números no vuelven a aparecer. Me he tomado la molestia de comprobarlo. – ¿Y qué cosa anormal se te ocurre? – ¿Llamadas amenazantes? ¿Para romperle el sueño? – Fíjate de cuándo es la última. – Me he fijado. De la misma madrugada del crimen. – Supongo que sería mucha coincidencia, pero comprueba con Salgado si alguno de estos números sale en sus escuchas. Nosotros veremos si Ainara nos ayuda a reconstruir las últimas horas. Virgi, tenemos que irnos. Que la M-30 se estará empezando a compactar. – Mejor por la M-40 -dijo Chamorro, mientras cerraba su ordenador. – ¿Seguro? – Seguro -afirmó, ya en pie. – Tú eres la conductora. Había ya coches en la M-40, pero todavía no se había montado el atasco insufrible que en dirección sur se organizaba casi todas las tardes. Y Chamorro tenía razón, por allí íbamos más directos. Me había quedado atrás en el tiempo, desde el punto de vista viario: en la época en que yo vivía en Aluche, la M-40 aún no estaba cerrada y era la M-30 la única posibilidad de circunvalación. Calculé a bulto cuánto hacía que no iba al barrio: diez años, como poco. Desde que mi madre había decidido regresar a su Salamanca natal, donde vivían sus hermanas y tenía por tanto una familia algo más frecuentable que aquel hijo que había elegido vivir en el camino, persiguiendo malhechores. Hacía lo menos cuatro días que no la llamaba, recordé de pronto. Siempre me venía a la memoria así, como una falta. Tenía que ir con Andrés a verla. El siguiente fin de semana que pudiera utilizar para algo. Llegamos a mi viejo barrio por la parte de abajo, como determinaba la ruta que habíamos elegido. El tiempo no lo había deteriorado demasiado, aunque las edificaciones que en mi juventud lo integraban no eran precisamente ejemplos de arquitectura puntera o excelencia constructiva. Para compensar eso, las nuevas eran algo mejores, y los parques, entonces recién inaugurados y poblados sólo por estacas patéticas que soñaban con ser árboles, habían ganado en sombra y frondosidad. Me admiró la estampa que ofrecía el Parque de las Cruces, al que la primavera había llegado como una auténtica explosión. Mi morada actual estaba a apenas veinte minutos de allí. Diez, un domingo por la mañana. Cómo había sido tan descastado de no ir en todo aquel tiempo. Cómo no había llevado nunca a Andrés. Cómo, en fin, gastaba la vida en querellas ajenas, en vez de paladear la íntima y profunda emoción que me producía ver aquellas calles donde yo había sido niño: donde había partido peonzas, ganado canicas, perdido novias. Claro que estas experiencias, si se convierten en hábito, se vuelven banales. Valen lo que su despojo, lo que su ausencia; lo que el escalofrío que le produce a uno ver que eso ya no es suyo, sino de otros. En el caso de mi barrio, de todos los sudamericanos que ahora poblaban sus calles, y que llevaban camino de convertirse en la comunidad mayoritaria. Y estaba bien así. Los sitios son de quienes hacen por vivirlos. Yo, como desertor, no podía reclamar derecho alguno. No frente a ellos. – Yo viví aquí -le dije a Chamorro, de repente. – ¿Ah, sí? – Sí. Quince años. Los del aprendizaje de la vida. – Vaya. Entonces no es cualquier cosa. – No. Ainara vivía cerca del parque. En la casa de sus padres, un piso relativamente nuevo y espacioso. Fue la madre, una mujer de unos cincuenta y cinco años y aspecto de profesora o funcionaría, la que nos abrió la puerta. Nos invitó a pasar al salón y fue a llamar a su hija. Ainara apareció a los cinco minutos, vestida con ropa deportiva. Estaba sin maquillar, y los ojos se le veían algo hinchados. Pero la hallé mejor que la víspera, con todo. Más conforme, al menos. Haciéndose a la idea. La madre nos ofreció algo y cuando se lo rechazamos le pasó la mano por el hombro a su hija y se retiró discretamente. – A las ocho tengo que estar en la estación de autobuses -advirtió Ainara, tras mirar su reloj-. Quiero llegar a Cáceres esta noche -y aquí inspiró con fuerza-. El entierro es mañana a primera hora. – Muchas gracias por sacar este rato para nosotros -le dije. – Bueno, es lo mínimo. Os portasteis muy bien conmigo ayer. Sobre todo, teniendo en cuenta que no os lo puse demasiado fácil. – Es normal, no te preocupes -dijo Chamorro-. Es nuestro trabajo. Ainara se dejó caer hacia atrás en el sofá. Luego nos miró con sus ojos de color de incendio y volvió a inspirar fuerte un par de veces. – Vosotros me diréis. En qué puedo ayudaros. Mi compañera me consultó con la mirada. Le cedí el timón. – Como vemos que andas con prisa, iremos al grano, si no tienes inconveniente -dijo, tanteando con suavidad a la testigo-. Sobre todo, en el punto en el que estamos, nos interesa saber dos cosas. La primera, todo lo que puedas decirnos de la relación de Óscar con las drogas. Cuánto consumía, dónde compraba, si le viste pasar alguna vez. Ainara no pudo disimular su desconcierto. – Joder. ¿Y la segunda? – Todo lo que sepas sobre cosas raras que le sucedieran a Óscar en las últimas semanas. Aparte de lo que nos contaste. Llamadas anónimas o intempestivas, extraños que le pareciera que le seguían, cualquier detalle que recuerdes. Incluida la última vez que le viste. Y también todo lo que puedas contarnos de sus últimas horas. La chica la escuchaba con una especie de aturdimiento. Por muy amable que fuera su tono, aquella guardia civil no le estaba hablando de lo que ella esperaba que le hablara. Cuando Chamorro terminó, sacudió un par de veces la cabeza y dejó la mirada perdida ante sí. – ¿Qué…? ¿Qué cono os ha contado esa zorra de él5 – Aún no hemos hablado con ella -contestó mi compañera. – Pero entonces… ¿Qué estáis investigando? – Todo, Ainara. Todo lo que creemos que tiene trascendencia. – Pero… – Incluida tu acusación -le aclaré, por si la apaciguaba-. Pero necesitamos la información que te acaba de pedir la sargento. – Y necesitamos la verdad, Ainara. Óscar está muerto, ya no le va a pasar nada más. Y nada de lo que nos cuentes lo vamos a ir pregonando por ahí. Tienes que sernos sincera. Si no, no nos sirve. Ainara apartó el rostro, como una niña enfadada. Y respondió: – Que yo sepa, no consumía desde que pasó aquello. Lo de la policía. Y antes, muy poco. Alguna noche, para evadirse. No más. – ¿Tú consumes? Se volvió hacia Chamorro, orgullosa. – No. Me habré metido tres rayas en mi vida, como mucho. Con él. Pero yo paso de drogas, y siempre le dije que no comprara más. – ¿Qué cantidad solía llevar, cuando consumía? – Una papelina, dos. Nunca le vi más de eso. – ¿Dónde las compraba? – En un sitio que le había dicho su jefe. Ése si que es un farlopero de cuidado. Siempre va con el combustible puesto. – ¿Cómo lo sabes? ¿Lo has visto alguna vez? – Trabajé en su empresa. Tres meses. Unas prácticas de verano. – ¿Allí conociste a Óscar? Su mirada volvió a desafiarnos. – Sí. – ¿Cuándo? – Hace tres años. – ¿Empezasteis a salir entonces? -intervine. – No, después. Cuando se separó. – ¿Y qué hacía en Alcalá de Henares comprando varias papelinas? Ya sabes, la noche que lo detuvieron -dijo Chamorro. – Por Alcalá salía a veces, después del curro. Con su jefe, y otros compañeros. La empresa no está lejos, en Torrejón. Me dijo que fue a pillar a donde solía ir su jefe y que por una vez compró para invitar él. Y eso es lo que yo creo que pasó. Óscar no era un camello. Ni siquiera era un cocainómano. Eso no iba con él. Fue un accidente. Por los nervios. Por la puta guerra que le estaba haciendo la otra. Luego, cuando pasó lo de la policía, me dijo que estaba muy arrepentido. Que no iba a probar esa mierda nunca más. Que eso era una debilidad. Que nunca había que perderle la cara al enemigo, sino mirarlo de frente. – Muy bélica, esa metáfora -opiné. – A Óscar le chiflaban las historias de guerra. Y eso que era el tío más pacífico que yo he conocido. Pero tenía todos esos libros… Le encantaba leerlos y contármelos. Mira que me podía dar la brasa con ellos, a mí que la guerra… Decía que la estrategia de la guerra servía para la vida. Que la vida podía ser una guerra, cuando menos te lo esperabas, y que te gustara o no había que saber ser un combatiente. Y aprender de los errores y los aciertos de los guerreros de la Historia. – Parecía tener fijación con unos, en particular -sugerí. – ¿Cuáles? – Los de las SS. Al menos compraba muchos libros sobre ellos. Ainara sonrió, por primera vez durante aquella entrevista. – Ah, eso. Sí, al principio yo también me asusté. «No serás un nazi o algo por el estilo», le dije. Pero no, ni por asomo. Lo que le llamaba la atención es que aquellos tipos siempre buscaran el combate, hasta el final, cuando ya habían perdido y no tenían ninguna esperanza. Eso le fascinaba. Que fueran una especie de idealistas del mal. Me contaba cómo esos soldados habían conseguido poner en apuros más de una vez a ejércitos mucho más poderosos. Y me hablaba de un chino muy antiguo, uno que también escribía sobre estrategia, y que decía que el mejor combatiente era el que ya no tenía nada que perder. – Sunzi. O Sun-Tzu -apunté. – Sí, ése. Ah, y había otra historia que le tenía obsesionado: la de los SS que no eran alemanes. Los españoles, sobre todo, que también los hubo, y que por lo visto eran fachas más fachas que Franco, que cuando Alemania ya iba a perder la guerra cruzaron la frontera sin permiso, porque Franco se lo había prohibido. Tenía un par de libros de esa gente y me leyó algún trozo. Unos pasados de vueltas. Venían a decir que Franco era un marica que había dejado tirado a Hitler frente al comunismo. Y según me contó Óscar, estuvieron en un montón de batallas. Hasta en Berlín, pegando tiros a los rusos cuando Hitler ya se había suicidado. Al final casi me hice una experta en el tema. La historia es la leche. ¿Visteis la peli que hicieron, – Sí-admití. – Y yo, con él. Tres veces, lo menos. Le encantaba. La mirada de Ainara se perdió a lo lejos. – La primera vez que la vimos, dijo algo que no se me olvidará. Que Hitler no había acabado como había acabado por lo canalla que era. Que muchos canallas se habían salido con la suya, a lo largo de la Historia. Que había perdido porque además de canalla, era un histérico y un cobarde. Porque le faltaba serenidad, y sólo sabía vivir con el viento a favor. Y los vencedores de la Historia son los que nunca, ni sangrando a chorros, se ponen nerviosos ni tiran la toalla. Chamorro soltó un leve carraspeo. Tenía razón. Nos estábamos desviando. Pero fue la propia Ainara la que retomó el hilo: – Así que, volviendo a tu pregunta, lo de la cocaína fue algo que él mismo llegó a despreciar. Ni la probaba ya. Estoy segura. Pensé que a esa misma hora podíamos estar recibiendo un análisis toxicológico que desmintiera o confirmara su certeza. Por varios motivos, deseé que fuera lo segundo. Chamorro cambió de tercio: – ¿Y lo otro que te dije antes? Llamadas, cosas raras. Ainara no respondió en seguida. Su mente parecía en otra parte. – Un par de veces, estando con él, le sonó el teléfono de madrugada. Lo cogió y le colgaron. Número privado. Me dijo que le había pasado alguna otra vez. Nos imaginamos que era la ex, por joderle. – No, no era ella -dijo Chamorro-. Al menos, no desde su número. – ¿Y eso cómo lo sabéis? – Lo sabemos. – Qué bien, qué listos -dijo, amarga-. Ah, perdonad… La voz se le quebró. De pronto, sus ojos eran puro llanto. La sargento se volvió hacia mí y asentí en silencio. Se imponía una pausa. |
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