"La estrategia del agua" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)

12 Palabras como cuchillos

Cuando entramos en nuestro cubil, Arnau estaba en el sitio que le habíamos habilitado, copiando al ordenador algo que miraba de hito en hito. Supuse que era algún documento, pero luego vi que el guardia no tenía papeles sobre la mesa. Únicamente un teléfono móvil.

– Es el de Santacruz, ¿no?

– Afirmativo, mi brigada. Y menuda literatura contiene.

– ¿En qué sentido? -preguntó Chamorro.

Arnau dejó de copiar y nos miró con aire de complacencia. Buscó con el cursor en la pantalla y, cuando encontró lo que buscaba, se echó hacia atrás en el asiento y leyó con voz monótona:

– Ocho de marzo de 2009, 21.43 horas. Mensaje entrante. Texto: A ti lo que te pasa es que no puedes soportar que me haya ido con otro que tiene la cartera, el coche y la polla más grandes que tú. Pues te jodes.

Chamorro abrió mucho los ojos. A mí me protegieron del impacto los años que llevaba mirando de frente el horror. Incluso el Horrooor, esa variante de la que le hablaba Marión Brando con el cráneo pelado a un Martin Sheen de poblado flequillo en la selva de Laos.

– ¿Remitente? -pregunté, sin dejar asomar ninguna emoción.

– La que cabe imaginar.

– Montserrat Castellanos García -dijo Chamorro-. O una amiga zafia a la que le presta el teléfono, pero eso es poco verosímil.

– Bingo, mi sargento.

– Uf. ¿Qué te parece a ti, mi brigada?

– Ocho de marzo -anoté-. Día de la mujer trabajadora. Muy propio, en esa fecha de reivindicación femenina.

Chamorro frunció el ceño.

– No podías dejarlo pasar, ceh?

– Tiene su significación, para nosotros. Confirma los indicios que ya teníamos de que Montse no encaja en el perfil de la mujer maltratada, por mucho que haya ido a llorar su desdicha ante los jueces. Más bien responde a otro paradigma femenino contemporáneo.

– ¿Ah, sí? -dijo, esquinada-. ¿Cuál? Ilústranos…

– El paradigma L'Oreal.

La sargento puso cara de estupor. Arnau también.

– Anda, explícalo, que no lo cogemos -se rindió ella.

– Es muy sencillo. Porque yo lo valgo.

– Ah… Acabáramos. Olvidaba que tú todavía tienes en mente el modelo abnegada madre y esposa. Qué tiempos aquéllos, ¿eh?

– No hago ningún juicio -me defendí-. Constato un hecho. Que puede tener su repercusión en el trabajo que nos han encargado.

Chamorro, aun a su pesar, meditó al respecto.

– No sabemos las cuentas que había pendientes entre ellos -dijo-. También puede ser la respuesta pasional de una mujer herida.

La observé con un gesto de deliberada estolidez.

– Ya, eso que ahora llaman igualdad. Tú acepta sin rechistar todo, incluso lo que te joda, que si no vas a la trena. Pero yo tengo derecho a desahogarme por cualquier cosa que me haya hecho sentir mal, y a ciscarme en tus muertos y a humillarte de todas las maneras que se me ocurran, en nombre de todas las mujeres postergadas desde el principio de los tiempos. Y lo tienes que comprender, macho malo.

La sargento protestó:

– No he querido decir eso, y lo sabes.

– Mujer y todo, esto es una vileza -sentencié-. Y Óscar, más listo de lo que parecía a primera vista. ¿Guardaba muchos mensajes así?

– Llevo copiados no menos de diez -dijo Arnau.

– ¿Alguno amenazante?

– No, de eso nada. Insultantes y vejatorios, sí. Todos.

– Bueno, no es tan estúpida. En cualquier caso, nuestro hombre tenía algún material que aportar en su favor en el proceso para la custodia de su hijo. Por mucho que en estos casos la cabra judicial tire al monte femenino, hay detalles que revelan peculiaridades de carácter poco edificantes. Lo seguía teniendo cuesta arriba, pero por lo menos podía dar guerra y saltar al césped pensando que había partido.

Chamorro dio un respingo.

– Oh. Qué raro en ti. Una metáfora futbolística.

– Los hijos, que te llevan a donde por ti nunca irías.

– De todos modos, no estamos en desacuerdo, mi brigada -dijo la sargento-. Por muy cabreada que una esté, eso no se puede hacer, y menos a quien es el padre de tu hijo. No soy tan injusta, ni creo que la mayoría de las mujeres lo seamos. Y coincido contigo en que esa forma de comportarse, y además dejando rastro, podía servirle a Óscar para desacreditarla. A lo que me refería es a lo que a nosotros nos interesa: establecer si estamos ante una persona cuyo carácter pueda conducirla a planear y encargar un asesinato. Y corrígeme si me equivoco.

– No, no te equivocas.

– Que Montserrat Castellanos no es el colmo de la simpatía y la calidez humana, ya te lo digo yo, que he hablado con ella. Pero como tú dijiste, por eso no podemos ponerla en el punto de mira, ni siquiera molestarla, sino por lo que nos lleve a pensar con fundamento que puede pasar de la aspereza en el trato a infringir el Código Penal.

– Y esto no es prueba -dije-. Cierto. Pero sí indicio.

– Es muy agresiva -subrayó Arnau-. Luego hago copias de la transcripción completa. No lo amenaza en ningún momento, es verdad, pero la tía usa las palabras como si fueran cuchillos. Si Óscar no tenía el corazón de titanio, tenía que hacerle mella lo que le escribía.

– ¿Y algo más entre los mensajes?

– En los que se cruzaban entre ellos, varias alusiones al juicio por la custodia y la revisión de la pensión. Pero sobre todo, en los de ella. Él no solía responderle, y las pocas veces que lo hace, escribe bastante poco. Como si no quisiera enseñar demasiado sus cartas. Otros mensajes parecen de trabajo, nada que me haya llamado especialmente la atención. Y luego están los que se cruzaba con Ainara. Ésos no los estoy transcribiendo, pero si lo hiciera podría colgarlos en la Red y serían un éxito de visitas. Para leer los de la chica, principalmente.

– ¿Por? -preguntó la sargento, con la mosca tras la oreja.

– Bueno -dudó el guardia-. Digamos que se le nota que es de sangre caliente. Y también imaginativa. Y que no tiene muchos reparos.

– Luego me lo pasas, el móvil -dije, con toda la intención.

– ¿Para conocer mejor a la testigo? -dijo Chamorro.

– Qué va. Para que tenga más morbillo volver a interrogarla.

Mi compañera se puso digna.

– Si supieran los ciudadanos en qué manos están sus secretos…

– Ése es el secreto mayor. No lo descubrirán nunca.

Y si por accidente lo descubrieran, harían por olvidarlo. ¿Y sabes porqué?

– No. Pero tú sí.

– Por la misma razón por la que en la mayoría de las comunidades de vecinos hay que resolver cada año por sorteo quién es el presidente. Por la misma por la que nadie quiere bajar la basura. Por eso, nunca nos quedaremos en el paro y nos perdonan ser tan torpes, mis queridos secuaces. Porque somos el loco que embiste los molinos, mientras ellos se rascan y se ríen. En tanto no les pisemos el callo, les importa un pepino lo que sabemos, miramos o dejamos de mirar.

– No entiendo cómo esa filosofía te llevó al servicio público.

– Yo sirvo a los ciudadanos, pero sólo cuando ya están muertos. La muerte purifica. Los eleva por encima de su ruin condición de masa y los convierte en elegidos trágicos de los dioses. En otra cosa.

Chamorro se llevó dos dedos al lóbulo de la oreja.

– Tú no le hagas mucho caso, ¿eh? -le dijo a Arnau-. Que a él, hasta ahora, lo salva la flor que tiene en el culo, pero ésa no viene de serie. Le toleran porque es raro, y eso, ni se aprende ni se enseña.

– Te ha faltado decir por fortuna -remaché.

– Dalo por sobreentendido.

En este punto, recobré la seriedad y me dirigí al guardia:

– Bien. Cuando termines la transcripción de mensajes, lo apagas y a custodia de pruebas. ¿El listado de llamadas nos lo dan cuándo?

Arnau sacó del bolsillo un lápiz de memoria.

– Ya. Aquí está. Luego lo imprimo.

– Qué eficacia. Has sabido convencerles de la urgencia y de la gravedad del caso, por lo que veo. No está nada mal, para un novato.

Arnau bajó la mirada.

– Para ser sinceros, el mérito no es mío.

– ¿Entonces?

– La cabo Salgado tuvo un papel, digamos determinante.

Chamorro, que se acababa de instalar en su puesto de trabajo y arrancaba ya su ordenador, se volvió con pretendida desgana.

– A ver, asómbranos. Qué hizo.

– Toda una exhibición. Cuando el primer encargado que nos atendió terminó de largarnos su discurso sobre procedimientos internos y tiempos mínimos de proceso, ella se sentó sobre su mesa y se quedó mirándolo fijamente como diez segundos, sin exagerar. Y doy fe de que diez segundos pueden llegar a hacerse muy largos.

– Y tanto -aposté, ignorando el mohín de mi sargento.

– Cuando por fin abrió la boca, el hombre ya no sabía a qué atenerse. Ni yo, dicho sea de paso. Me temía cualquier cosa. Pero la cabo le dijo, simplemente, que era evidente que no estaba hablando con la persona indicada para valorar la trascendencia de lo que necesitábamos de su compañía, y que no pensaba levantar el culo de la mesa hasta que no se personara allí alguien con criterio y capacidad de decisión.

– Ahí está, mi chica. A la porra todos los esfuerzos diplomáticos que hayamos podido hacer con ellos en el pasado -apreció Chamorro.

Arnau meneó la cabeza.

– Pues no. Porque al segundo encargado, un tipo mayor, como de unos cincuenta, sólo le ha dado jabón. Se llamaba Alfaro, y todo el rato señor Alfaro por aquí y señor Alfaro por allá, y una sonrisa como de vendedora de teletienda. En resumidas cuentas, le ha venido a decir que entendía que su joven subordinado nos colocara el disco rutinario, pero que seguro que él, un hombre con más experiencia y responsabilidad, se daba cuenta de que estaba fuera de lugar tratar de hacernos creer que no podían sacar los datos del ordenador en un instante. Y que siendo así, y tratándose de la persecución en caliente de unos sanguinarios asesinos, y de un crimen que llenaba páginas en todos los periódicos, estaba convencida de que él, el señor Alfaro, autorizaría que se atendiera en seguida el requerimiento que llevábamos.

– Ha aprendido algo, después de todo -dijo Chamorro-. Ya me temía que lo hubiera sacado a escotazo limpio, pero eso ha sido astucia.

– No es nada obtusa, aunque a ti te desagrade su estilo -constaté-. Y te recuerdo que lleva un año más que tú en la unidad.

– Eso no cuenta -me retó-. Cada año mío cunde por dos suyos.

– Claro, Virgi. Y tú eres sargento y ella cabo. No te pongas celosa.

Arnau remató su relato:

– El caso es que media hora después teníamos el PIN de Santacruz, el listado de llamadas volcado directamente del ordenador a este dispositivo de memoria, que además nos han regalado, y la orden de marcado de la línea de móvil de Montserrat Castellanos. Ah, y algo más: la cabo Salgado y este Alfaro han intercambiado las tarjetas. Y Alfaro le ha dicho que cuando tenga otra emergencia le llame directamente a él. Creo que va a convenir que en adelante sea la cabo la que se ocupe de las relaciones de la unidad con la compañía en cuestión.

– Pues sí, y de paso nos descarga al resto. ¿Dónde está?

– En la sala de escuchas. Con la oreja pegada ya a la línea telefónica de nuestra sospechosa. Se moría de ganas por fisgarla, así que yo me he quedado aquí, adelantando esto. Y he hecho otra gestión.

– ¿Cuál?

Arnau puso cara de alumno aplicado.

– La otra que tenía encargada. Albacete.

– Ah, es verdad. ¿Y bien?

No se me escapó el brillo de sus ojos. También por ese lado había hecho progresos, mientras nosotros perdíamos la mañana dejándonos tratar como pardillos por toda la pasma de Madrid.

– Pues abróchense los cinturones. De Leire, poco más que lo de ayer. No parece que haya nada raro en su vida, a nadie en el vecindario le consta que haya estado envuelta en nada irregular y parece que se relaciona con gente de vida saludable. Más aún, podría decirse que anda con gente de orden. Y ahí está justamente la noticia bomba.

– No te sigo, joven Skywalker -dije, desorientado-. Mejor sería que tú las cosas sin rodeos dijeras, que hoy poco dormido he.

– El novio. Sargento de la empresa. Destinado en el Grupo Rural de Seguridad de Valencia. Tres años en el País Vasco, felicitaciones mil, una medalla, hijo y nieto del Cuerpo, etcétera, etcétera.

Asentí en silencio, mientras calibraba el alcance de la revelación.

– Vale, entiendo. Que ahora cómo decimos que es malo.

– Y otro pequeño detallito -recordó Chamorro.

– Sí, Asuntos Internos. Los compañeros que cualquiera pediría a los Reyes Magos para llevar de forma distendida una investigación.

– La suerte es que quizá la matrícula estuviera doblada.

– Si es así, no me digas que no es una casualidad de narices. Ir a doblar la matrícula de la moto de la novia de un picolete

– No sería la primera vez. Acuérdate de El Solitario.

Aquí era Arnau el que estaba fuera de juego:

– ¿El Solitario? ¿El atracador? ¿Qué tiene que ver?

– También falsificaba y doblaba matrículas-dije-. Una por atraco, que para eso había aprendido a hacérselas en plan artesanal. Una vez alguien se la tomó y cuando la comprobamos resultó que coincidía con la de un coche camuflado de la empresa. En ese momento saltaron las alarmas, pero luego, cuando le detuvieron y se vio quién era y cómo operaba, se llegó a la conclusión de que fue pura coincidencia.

– Puede que sea el caso, como dice la sargento.

– Espero. Porque no sé qué pinta un GRS de Valencia en este circo. Ex mujeres, abogados, soplones, narcos, sicarios, maderos y ahora uno de la porra. Ya sólo nos faltan el Rey León y los payasos de la tele.

– Un dato para la esperanza, mi brigada -dijo Arnau.

– A ver.

– El novio de Leire, Serafín Alba Sangüesa, que es como se llama, calza exactamente, que para eso está el archivo de uniformidad, un 43. La huella que recogimos del escenario del crimen es de un 44-45.

– Algo es algo -suspiré.

Chamorro asintió, reflexiva.

– Como mucho, complicidad, por prestar la moto al asesino.

– Bueno, poco a poco. Arnau, quiero que les pidas a los de Albacete que muy sigilosamente, y sin formalizar ninguna investigación interna aún, se informen sobre ese Serafín. Sobre su modo de vida, hábitos, etcétera. ¿Crees que podrás camelarlos para que se enrollen?

– Creo que hay una posibilidad.

– Pues lo pones en su tejado y no le damos más vueltas por ahora. No quiero que nos dispersemos. Hay que seguir el tufo que acaba de llegarnos. Me provoca. Tú, Virgi, llama a Ainara y pídele que nos haga un hueco esta tarde. Donde ella quiera, pero que sea tranquilo.

– Cuenta con ello.

Pensé deprisa. Teníamos otro frente que cubrir.

– Y toca a algún periodista de sucesos que nos deba algo. El Marly, por ejemplo. Averigua cómo se llama el abogado con el que nuestra Montse trabaja y ahora se lo monta, míster Supercoche y Superpolla, y le pides a Marly que te diga, por lo que sepa él o lo que sepa algún colega suyo de tribunales, de qué va el tipo y a qué angelitos ha prestado su patrocinio legal. Para lo otro estamos en manos del inspector jefe Morales, pero aquí tenemos mucha tela que cortar todavía.

– Me parece muy bien.

– Como si no, sargento. Ar.

– Vale, vale.

– Y tú, Juanito, en cuanto termines de hablar con los de Albacete y de copiar eso, me imprimes el listado de llamadas de Santacruz. Y me buscas pautas, llamadas raras, repetidas, etcétera. Cuando me lo des, lo quiero ya bien triturado por una mente pensante. ¿Entendido?

– Entendido, mi brigada.

– Bueno, pues tenéis para entreteneros hasta la hora de la comida. Yo vengo dentro de un rato. Me voy a la sala de escuchas.

– Cuidadín -advirtió Chamorro.

– ¿Con?

– Con las proximidades peligrosas.

– Si he resistido hasta aquí…

A primera vista, la sala de escuchas de la unidad, una de las nuevas instalaciones de las que el gran jefe se sentía más orgulloso, era un lugar que producía una impresión bastante extraña. En una zona separada del resto había una docena de seres humanos de la más variopinta procedencia. Algunos rubios como la paja, otros negros como el betún, un par de orientales, un par de musulmanes. Incluso había una mujer con hiyab. Todos tecleaban sin descanso, mientras seguían con la mirada absorta lo que les llegaba a través de los auriculares. Eran los traductores de lenguas exóticas, encargados de oír y poner en cristiano todas aquellas conversaciones entre sospechosos de las que nosotros no podíamos descifrar ni una palabra, y que cada vez, para bien o para mal, representaban una proporción mayor del volumen total de escuchas. Al otro lado, dos largas baterías de ordenadores registraban y permitían escuchar las conversaciones que podíamos entender por nosotros mismos. Las que se producían en alguna de las lenguas oficiales del estado, incluido el euskera, del que teníamos unos cuantos especialistas en plantilla, e incluso alguna que otra en inglés, francés, italiano o alemán, dependiendo de la formación en idiomas del guardia al que le tocaba el caso de que se tratara. En medio de una de estas baterías estaba Salgado, con una bandejita de ositos de gominola y un bloc abierto delante de sí. Vi que la silla de su izquierda estaba desocupada y me senté junto a ella. Al verme llegar, se sacó los auriculares.

– Hola, mi brigada. Aquí hay tela.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Debe de tener un huevo de puntos, de esos que dan por consumo. No para de hablar. Y ya he oído un par de conversaciones con cierta sustancia. Mira, ahora le entra otra. Ya te digo, es un continuo.

– ¿Dónde puedo enchufar otros auriculares?

– Aquí. Toma.

Llegué a tiempo de oír el principio de la conversación.

– ¿Montserrat Castellanos?

La que llamaba era otra mujer. De mediana edad, por la voz.

– Sí, ¿quién es?

– Soy María Luisa Seoane. La presidenta de la Audiencia. Me dio su número Alberto Carbajosa, que también me contó sobre su problema.

– Ah, sí…

Nada tenía que ver aquella Montserrat Castellanos, apocada y balbuceante, con la que había descrito Chamorro, o con la persona que se adivinaba detrás de aquellos SMS cargados de metralla.

– He estado mirando la documentación que me pasó

– continuó su interlocutora, cuya voz decidida denotaba que estaba habituada a hacerse escuchar-. Es un informe pericial bastante endeble. Ya sabe que en temas técnicos lo que digan los peritos suele tener mucho peso, pero en este caso creo que bien puede impugnarlo en la apelación si finalmente el juez de instancia sigue su criterio. Hace razonamientos que no son técnicos, sino de juicio común. Y son discutibles. La argumentación técnica es pobre y muy genérica.

– Bueno, se lo agradezco mucho, pero, verá…

La presidenta volvió a imponer su voz. En ella había esa impaciencia regia de la persona principal que se aviene a ocuparse por un instante de las cuitas de un lacayo, pero tampoco desea que esa generosidad suya la aparte más de la cuenta de sus graves asuntos.

– Sí, ya me ha dicho Alberto que está usted muy preocupada. Y lo entiendo, pero le digo que tiene base para el recurso. Lo que debe intentar es suspender la ejecución, si al final… Y luego, cuando ya haya presentado la apelación, me llama usted para que esté al tanto. Le insisto, creo que tiene base.

– Bueno, verá, no va… -la zozobra de Montserrat era tan notoria como sorprendente, para la idea que me había hecho de ella-. Es que… No va a haber sentencia, al final, así que tampoco habrá apelación.

Se hizo un breve silencio en la línea.

– ¿Cómo? Y eso, ¿por qué?

– Mi ex marido… Bueno, falleció ayer.

El silencio se hizo ahora denso. Casi granítico.

– Vaya… No sé qué decir. Lo siento.

– Ha sido… En fin, de repente. Una desgracia. Lo han… Lo han matado… No sabemos nada, aún, la policía está investigándolo. Dicen que si no sé qué de drogas… Yo no sé, no sé qué es lo que hacía con su vida.

– Siendo así… Claro, entonces ya no hay nada que…

– Pues no.

– Bueno, en todo caso, ya sabe dónde me tiene. O a través de Alberto.

Ahora era la presidenta de la Audiencia la que se mostraba insegura. Como si acabara de meter la mano en una pila llena de pirañas.

– Gracias, muchas gracias.

– Pues nada… Adiós.

Cuando terminó la conversación, Salgado apuntó su duración y el número de teléfono llamante. Después me miró, divertida.

– No me digas que no es heavy, mi brigada. ¿Tú qué crees? ¿Que hay por ahí alguna cámara oculta o que éste es el número de teléfono móvil de la presidenta de una audiencia de verdad?

– Todavía lo estoy asimilando.

– Es fácil de comprobar. Llamadita al Consejo General del Poder Judicial. Tengo una coleguilla allí. Lo sabemos en un periquete.

– Pues sí, pregúntale. María Luisa Seoane. Presidenta, ¿de qué audiencia? A mí el nombre no me suena. Pero por lo que hablaban…

– ¿Qué has interpretado?

– No sé, tengo que pensar un poco. Tu compruébame eso.

– Como las balas.

– ¿Tu amiga puede confirmarnos también si es el número de móvil de la magistrada en cuestión? Más que nada, por cerciorarnos.

– Seguramente, con un par de llamadas a los de seguridad de la audiencia que sea. Ellos tienen acceso a esa información.

No pude evitar poner en palabras mi estupor:

– Esto más que un caso empieza a parecer el camarote de los hermanos Marx. ¿Me está afectando más de la cuenta el estrés a mí, o es que en este país todo el personal se ha vuelto loco de remate?

– Relax, mi brigada. Te voy confirmando cosas. Pero tengo otras dos conversaciones que te van a interesar. ¿Tienes un pendrive?

– Sí -me rebusqué en el bolsillo del pantalón.

– Son las dos con el mismo número. Pásamelo y te grabo los archivos, los he marcado con una clave, a ver… Aquí están.

Salgado me arrancó el lápiz de memoria de la mano, lo enchufó en el puerto USB del ordenador y volcó los dos archivos. Lo hizo sin ninguna vacilación, mientras seguía otra conversación por los auriculares. Montserrat llamaba a la que parecía ser la chica que le cuidaba al niño, a la que le dijo que llegaría tarde. Mientras se copiaban los archivos, Salgado anotó el número de la cuidadora, la duración de la llamada, y la calificó en su bloc como no relevante. Después se aseguró de preparar la extracción segura del dispositivo y me tendió mi lápiz. Chamorro, y el resto de la unidad, eran poco ecuánimes al considerarla una Barbie descerebrada. Puede que no fuera la número uno, pero se podía contar con ella. No lamentaba en absoluto tenerla en mi tripulación.

– Gracias, cabo.

– No hay de qué -dijo, con su perenne sonrisa.

Mientras regresaba hacia mi oficina, sentí el croar de mis tripas. Eran las tres menos cuarto, y desde primera hora de la mañana no les había enviado nada sólido para que se emplearan contra ello. Pero antes de parar a comer tenía que escuchar aquellos dos archivos. Cuando entré, tanto Chamorro como Arnau estaban hablando por teléfono. Me deslicé hacia mi mesa y enchufé sin prisa el lápiz de memoria a mi ordenador. Luego abrí el programa de reproducción de audio y me quedé mirando la imagen del archivo en la pantalla, sin decidirme a apretar el play. Seguía dándole vueltas a la conversación que acababa de escuchar, porque tenía la sensación de que encerraba una pista crucial para entender toda aquella historia, que por momentos parecía disparatada e inconexa a más no poder. De pronto, lo vi. Mejor dicho, lo presentí. Sólo me faltaba que Salgado me confirmara de qué audiencia era presidenta aquella María Luisa Seoane. Si era de la que acababa de imaginarme, todo empezaba a fluir. Y de qué modo.

– Marly -dijo Chamorro, tras colgar su teléfono-. Qué majo es este chaval. A él no le suena de nada nuestro letrado, Máximo Rovira, que es como se llama. Pero me ha prometido que habla con alguien que seguro que sabe, y nos cuenta lo que hay. ¿Y tú? ¿Qué tal el espionaje? ¿Algún resultado digno de mención? Policial, quiero decir.

– Espera que acabe Arnau. Quiero que lo oigamos los tres.

– ¿El qué?

– No lo sé. Pero si es la mitad de surrealista que lo que acabo de oír, no vas a dar crédito. Puedes estar segura.

– Qué intriga, tú.

Arnau colgó a su vez.

– Colocada la mercancía de Albacete -dijo.

– Muy bien. Ahora escuchad. Teléfono de Montse.

Subí el volumen de los altavoces y abrí el primer archivo.

– ¿Hola?

La voz de Montserrat. Tampoco sobrada de aplomo.

– Sí… ¿Eres tú?

Una voz de hombre. Apremiada. Pero más serena.

– Sí, soy yo, Montse. ¿Puedes hablar?

– Más o menos. ¿Alguna novedad?

– No, ninguna.

– ¿Nada de nada?

– Nada. Desde la llamada de ayer.

– Es raro. O buena señal.

– ¿Tú crees?

– Sí. Puede ser que hayan atado cabos. Y que estén buscando donde tienen que buscar. Lo mismo hay suerte y te dejan en paz.

– No sé, estoy un poco preocupada.

– ¿Por algo en particular?

– Ha venido la hermana de Cáceres. Y luego está la putilla esa. A saber lo que les habrán largado las dos de mí.

– Sabrán darle el valor que tiene a lo que les digan dos tías histéricas. Para eso se supone que son unos putos profesionales, ¿no?

– La que me llamó era una mujer.

– Bueno, no estés tan segura. Si se ha hecho picoleta será una machorra, no creo que haya mucha diferencia con un tío.

Chamorro no movió un solo músculo facial. Di a la pausa.

– Cuando sepamos quién es, te lo dejamos, Virgi.

– Tranquilo -dijo-. No ofende el que quiere.

Reanudé la reproducción. Entró la voz de Montserrat:

– Qué bestia eres.

– Bueno, ahora sí te tengo que dejar. Relájate, anda.

– Vale. Adiós.

Hasta ahí llegaba el primer archivo de sonido. Según la indicación que había insertado Salgado en el propio nombre del fichero, lo había grabado a las 13.05. El siguiente había sido registrado poco más de media hora después, a las 13.41. Mismos interlocutores. Más corto.

– Oye…

De nuevo era Montserrat Castellanos quien llamaba.

– Dime.

– Sólo que he pensado que…

– Qué.

– No sé, si estás seguro de que no podrán tirar del hilo de lo otro, lo del año pasado. Se me ocurre que si se meten a fondo, lo mismo…

– Mira, Montse, cálmate. Y cuidado con el teléfono. Nunca se sabe.

– Vale, vale, perdona. Es que estoy de los nervios.

– No pienses en ello. Ocupa la cabeza en otra cosa. ¿Estamos?

– Sí, sí. Hasta luego.

– Chao.

Hasta ahí llegaba la grabación. Chamorro rompió el silencio:

– Una buena actriz, sí señor. Ayer era otra. Totalmente.

– Y más cosas -dije-. Vamos a hablarlas comiendo.