"La estrategia del agua" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)

11 La defensa de la recaudación

Durante la mañana, en Madrid, hay carreteras que se despejan casi por completo, y por las que da gusto circular. Algún resultado han de dar los cientos de millones de euros invertidos en asfalto en la capital del reino y sus alrededores. Pero ése no es, por cierto, el caso de la A-2. Cuando la cogimos de vuelta, seguía estando espesa como el jarabe del que sacan la Coca-Cola, repleta de camiones que permitían una velocidad media muy inferior a la que exigía mi incipiente malhumor.

– ¿Qué te parece? -me sondeó Chamorro.

– Me parece que el día que se acabe el petróleo en Madrid va a haber una ola de suicidios. Debe de ser la capital del primer mundo con un mayor índice de alergia al transporte público entre la población. Y eso que es estupendo y lo mejoran cada día, que si fuera malo…

– Me refería al caso.

– Ya, ya sé a qué te referías. Pues que ese cabroncete de Peralta nos ha puesto el punto sobre la i. Tenemos un homicidio, y una circunstancia criminógena de manual. Lo que nos coloca en un círculo vicioso que funcionará mientras no encontremos por dónde romperlo con algo realmente contundente. Da mala espina que no fuera una casualidad, que un chivato señalara el objetivo. Alguien quería mal a Santacruz, alguien que estaba lo bastante metido en el negocio de los polvos blancos como para echarle encima a la brigada, vía confidente.

– Te recuerdo lo que nos dijo la hermana sobre la clientela de la ex.

– No estoy tan mayor, sargento. Mantengo en la memoria todos los datos relevantes para el caso. Sí, podría venir por ahí la jugada, con lo que la vía A nos conduciría a la vía B. Pero te recuerdo que la coca la consumía Óscar por sí mismo, y que también voluntariamente llevaba esa noche varias dosis. Nadie le empujó ni le obligó a eso. Con su economía, no me creo que no pagara a sus suministradores, ni siquiera que comprara a crédito, pero a fin de cuentas eso depende de la cantidad, de si siempre llevaba suelto, etcétera. Y hay otro detalle que me preocupa. Estuvo detenido, y alguien pudo interpretar, por algo que pasara luego, y aunque él no contara nada, que se había ido de la lengua. Con eso y un poco de mala leche, de la que siempre están bien surtidos quienes viven al otro lado de la ley, por el estrés que les provoca tener que burlarnos y todo eso, ya la tienes montada.

Chamorro asintió, meditabunda.

– No lo había visto por ese lado.

– Por eso yo dirijo el equipo. Por mi mayor intuición para descubrir por dónde pueden venir las complicaciones indeseables.

– Nunca pondré en duda esa capacidad tuya.

– Me joroba esta deriva que estamos tomando. Empieza a olerme a lo peor. Me deprime este mundo, no puedo evitarlo. Es una de las razones por las que pedí ir a la unidad central, tras un par de años con homicidios. Porque estaba harto de mafias, drogas y toda esta mugre. De la poca imaginación que se gasta la gente para matar, en la mayoría de los casos, los que a nosotros por suerte no suelen llegarnos.

La sargento sonrió.

– Soy consciente de nuestro privilegio.

– ¿Sabes lo que más me pudre de esta gente?

– Qué.

– Su vulgaridad. En el fondo, no hay mucha diferencia entre un narcotraficante y un banquero. Son dos seres cuya vida y cuya conducta se explican en torno a una única pulsión: la codicia. Para impedir que el flujo de pasta se detenga, cuando hay algún riesgo, el banquero ejecuta hipotecas, o soborna al político financiándole la campaña o cualquier otro de sus caprichos. El narco, si puede, unta también, a políticos, a polis o a lo que se le ponga a tiro; pero como no puede ejecutar ninguna hipoteca, rompe piernas, pincha barrigas o destapa sesos. No hay, ni en la violencia legal del banquero ni en la ilegal del mafioso, nada de los nobles y naturales impulsos que mueven a un animal a meterle una dentellada o una cornada a otro. Es sólo el puto dinero, y la red de pasiones miserables que se tejen alrededor de él. Desentrañar una muerte en este contexto es algo tan fascinante y tan emocionante como hacer una auditoría de las cuentas de una sucursal.

– Oye, deberías patentar esa analogía, si es tuya.

– Sólo a medias. La teoría de la criminalidad de los banqueros viene de antiguo. Ya la tenía Thomas Jefferson. Lo leí en Internet.

– Bueno, pues la variante contemporánea. En estos tiempos que corren, se haría muy popular. Sobre todo entre los hipotecados.

– No es de los banqueros de los que hablo. Sino de los otros. De la poca mierda cutre que son. Por eso me envenenan esas películas y esas series que intentan mitificarlos. Por eso me gusta The Wire.

– Todavía no he tenido tiempo de verla, por cierto.

– Pues cuando hagas los deberes te paso la segunda temporada. Si me apuras, es todavía mejor. Deberían ponerla en los colegios.

– ¿En serio?

– En serio. Para mostrarles a los chavales lo que hay fuera, esperándoles. La basura que puede llegar a ser la vida si no te espabilas, no tienes ningún pertrecho moral, el que sea, y te ves enfrente del lobo con una mano delante y otra detrás, sin más protección que un estado que sólo sirve para darle paraguas al que no le llueve encima. Y para que cuatro listos persigan sus fines a costa del bolsillo ajeno.

– Me parece que necesitas otro café. Para subir el ánimo.

– Sí. Cheaper than Prozac.

– ¿Qué?

– Más barato que el Prozac. Es lo que pone en la cafetera que tienen en el hospital deHouse. ¿No te has fijado nunca?

Mi compañera me observó de reojo.

– Mi brigada, vas a tener que dejar de ver tele.

– Tampoco veo tanta.

– Pues prueba a ponerte el Disney Channel. Emite a todas horas.

– ¿Eso es lo que ves tú?

– No, pero confieso que alguna vez lo he utilizado para neutralizar a la sobrinilla. Es como si les inyectaras pentobarbital. Alucinante.

– En fin, menos mal que cuando esos niños sean adultos yo ya estaré jubilado. Prepárate, Virgi, vas a ver cosas que ni imaginas. Como el androide de Blade Runner, pero en 3D y en estéreo surround.

Chamorro me señaló el cartel de la circunvalación.

– Tampoco será para tanto. ¿Tiro para el centro?

– Sí. Apuremos el trago cuanto antes. Habrá que ver lo que el inspector jefe Morales tiene para nosotros. ¿Tú crees que nos pasará al confidente? ¿O que nos prometerá que hablará con él del tema?

– ¿Qué harías tú?

– Ni lo uno ni lo otro. Me tomaría tiempo para ver qué gano yo.

– En serio.

– Lo que yo hiciera no vale. Somos picoletes, pringados natos. Nosotros hasta le montaríamos una entrevista con él. Pero ellos saben más. Por eso hacen más series sobre ellos en la tele, aunque luego les salgan esos culebrones de rolletes en plan Desmadre en la comisaría.

– Sí, nuestras series son bastante más castas -se rió-. Ahora, que mira tú el resultado. Al final las quitan por falta de audiencia.

– Pero no por la castidad, precisamente.

– ¿Por qué crees tú?

– Por la mayonesa sin ligar. Por los colores chillones de todo. Por ese coronel que hizo de bandolero y sus corbatas, que ni Dalí bajo los efectos del LSD. Por esa comandante como de Bergman que de niña veía a Frankenstein. Y porque no se lo creen ni ellos. Hay veces que el ser humano se empeña en fracasar. Y normalmente, lo consigue.

– Pobres, menos mal que no haces crítica televisiva. A mí me aburría, sin más. Y es verdad que no parecían muy convincentes.

– Ponte The Wire esta noche. Y compara.

– Lo haré. Me has dejado intrigada con lo que pretendes que les pongan en los colegios a los tiernos infantes.

La jefatura de Policía era un edificio de bastante más empaque que la comisaría de Alcalá. Incluso había sitio para aparcar y todo. No sólo no nos intentaron impedir que lo hiciéramos, sino que nos invitaron a utilizar una plaza que estaba justo al lado de la entrada. También la agente que hacía las veces de recepcionista estaba al tanto de nuestra llegada. Nos atendió amablemente y nos pidió que esperáramos. Reglas elementales de seguridad, que allí observaban con más rigor que en el garito del que veníamos: no se debe dejar que un intruso, sea quien sea, se mueva a su aire por una instalación policial. Pero no faltaban los descuidos que infringían esa regla, y por eso en nuestro edificio al visitante se le colgaba un chip que servía para controlar por ordenador dónde ponía la pezuña, y también para meterle un paquete al de dentro al que fuera a visitar si se colaba donde no debía.

El inspector jefe Morales tardó unos cinco minutos en personarse en el vestíbulo. Frisaba los cincuenta y tenía la pachorra y la recámara que caracterizan a un madero curtido. Nos estudió de modo ostensible, y deduje que de su examen se desprendieron al menos dos observaciones para él reconfortantes: mi ropa era sensiblemente más barata que la suya y la sargento que me acompañaba estaba más buena que la media de las beneméritas. Morales había llegado ya a esa edad en que la creciente dificultad de las conquistas táctiles se alivia con la compensación del disfrute visual, que además ameniza, cuando se da, un trabajo en el que casi todo empieza a estar demasiado visto.

– Me han llamado de Alcalá -dijo, pero sólo después de concluir a placer su radiografía-. Venís por Santacruz, ¿no? Pobre chaval.

– ¿Lo conocíais mucho, por aquí? -disparé, a bocajarro.

Morales encajó el proyectil sin inmutarse. El kevlar de su mente era de triple o cuádruple capa. Tampoco respondió en seguida.

– No. Poco. Nada, casi. Pero subid. Os cuento arriba. Más cómodos.

Lo seguimos. Ya en el ascensor, entre mirada y mirada a la proa de Chamorro, Morales comentó, como quien no quiere la cosa:

– Estáis teniendo mala pata últimamente, ¿no?

– ¿Por qué lo dices?

Noté que cada vez que lo tuteaba se estiraba un poco. Su rango estaba en el límite en que un suboficial de la Guardia Civil empezaba a ser un difuso inferior. Con subinspectores o inspectores, podía jugar a la camaradería. Pero un inspector jefe, dentro de la Policía, es a todos los efectos un oficial con mando. Aun así, me sonrió con indulgencia y se avino a darme una explicación que casi sonaba solidaria.

– Porque en estos tiempos de cosecha roja en los que nos hemos metido, a vosotros os toca más cuota de mercado. Los fyllers, incluso los que actúan en nuestro territorio, prefieren sacar los cadáveres a vuestra zona, cuando no llevan allí al menda para hacer el trabajo. Vosotros tenéis más descampados, más bosques, más pajaritos y todo eso.

– Bueno, siempre ha sido así. La gran ciudad escupe muertos.

– Ya, pero ahora la matachina se ha desbocado. Con los poquitos que sois aquí en Madrid, no daréis abasto.

– Nosotros no somos de la comandancia. Unidad central.

– Ah, que venís de apagafuegos. Entonces me das la razón.

– No te la quito.

El inspector jefe nos condujo por los pasillos hasta su despacho. La conversación nos desvelaba por qué no había enviado a un inferior a recogernos. Le apetecía. Le picaba la curiosidad. Le distraía.

– ¿Y por qué se ha puesto esto tan violento últimamente? -pregunté, mientras me acomodaba en la silla que acababa de señalarme.

– Por qué va a ser -repuso, dejándose caer en la suya.

– No soy un especialista. No en la situación actual del mercado de la droga en Madrid. Nosotros hemos llegado a esto de rebote.

Morales paladeó la ocasión de impartirme una enseñanza:

– Aquí no hay rebotes, brigada. O tiene que ver o no tiene que ver.

– Vale -me plegué-. Pues qué está pasando, entonces.

– Es muy sencillo, ya te lo he dicho. La crisis. ¿O es que eres de los que creen que a los que está golpeando es a los bancos? Los bancos pueden blindarse, para eso son lo que son y tienen las agarraderas que tienen. Y las mejores de todas, las que están clavadas en las pelotas de esos que nos dicen que nos gobiernan. Con perdón, sargento.

Chamorro permaneció impasible.

– No se preocupe, las pelotas no me asustan. Ya vi unas pocas.

– Ah -balbució, descolocado-. Pues eso. La crisis golpea a la gente, no a los bancos. A los tontos que están en la fábrica y se comen el ERE, pero también a los listos que están en la calle pasando la farla, el chocolate y todo el resto de la artillería contra la infelicidad. En todos los eslabones de la cadena. Como hay menos guita, hay que fiar, y para mantener el volumen de negocio se fía a quien no se le fiaría. En ese aspecto, éstos van al revés que los bancos: en tiempo de estrechez no pueden pedir árnica al gobierno, así que tienen que arriesgar, so pena de que se les reduzca la tarta, lo que les jodería el momio por arriba y por abajo. Por arriba porque si mueven menos tendrán peores precios, y por abajo porque la venta que no haces tú, la hace otro.

– Una síntesis muy didáctica -dije, con sincera admiración.

– Espera, que queda la segunda parte. La que a lo mejor ya te has imaginado tú, porque es la que conduce directa a lo tuyo. Pero tiene sus matices, que conviene conocer. Cuando se empieza a dar crédito a gente de dudosa solvencia, empiezan los fallidos. En el sistema financiero de Narcolandia también se dan en cadena, como en el otro. El camello no cobra, el intermediario no cobra, el mayorista no cobra, el del cártel de Colombia no cobra, y así sucesivamente hasta que tienes organizada la Tercera Guerra Mundial. Donde cualquiera puede caer, a manos del acreedor correspondiente. O porque sí, en medio de la refriega, que también hay errores y balas perdidas. Bueno, ahora se llaman daños colaterales. Siempre los hay. La guerra es así.

Miré a mi compañera. Su semblante no era menos sombrío que mis pensamientos, ante el panorama que Morales desgranaba.

– Los colombianos, por ejemplo, y me refiero a los de allá, a los de los cárteles, han mandado a sus cobradores -explicó-. Comandos de cinco o seis tíos, con jerarquía, entrenamiento y operativa militar. De hecho, suelen ser individuos que han estado en el ejército, luchando contra la guerrilla, y que se pasan con todo el equipo de la defensa de la patria a la de la recaudación. Hace seis o siete meses, los vuestros desmantelaron una de esas oficinas de cobro. Ellos os podrán dar más información sobre ese particular, si tenéis interés. Pero Santacruz, si cayó por algo de esto, no encaja en el perfil de sus víctimas. Demasiado pequeño, demasiado abajo en la cadena. Sólo pudo morir por algo bastante más tonto y bastante más insignificante. Y no lo descartes. Los de arriba tienen sentido estratégico, suelen seleccionar los blancos que hay que abatir. Los de abajo muchas veces están tarados. Tiran de gatillo porque sí, porque no saben tirar de otra cosa. Sobre todo si son consumidores ellos mismos. La coca ofusca mucho el juicio.

– Esto no es un calentón -dije-. Lo planearon fríamente. Y lo hizo un profesional. O alguien con el suficiente cuajo, en todo caso.

– Pues entonces no sé qué decirte. Quizá fue un error.

– ¿Qué saben exactamente de Santacruz? -insistió Chamorro.

– Lo que os dije antes. Poco. Nos lo marcó un informador de confianza. No era un objetivo que a nosotros nos interesara, si perdiéramos el tiempo con esas cosas nos pasarían los tráiler cargados hasta arriba de nieve por la puerta de la jefatura. Pero me pareció que a los de Alcalá podía hacerles un apaño, y al confite hay que darle bolilla. Si te cuenta algo que contenga algo de jugo, por poco que sea, exprímelo. A ellos les gusta sentirse útiles. Eso les da la tranquilidad de que están haciendo lo que deben para que tú cumplas tu parte del trato. Decirles que te la suda lo que te están contando podría ofenderles.

– Entonces, ¿el soplo partió del propio confidente?

– Bueno, a medias. En una sesión de control, de las que tienes con él cada tanto, le pregunté qué había. Y nos habló de Santacruz. Como esta gente acaba desarrollando su criterio policial y todo, nos dijo que le parecía buen objetivo, porque se veía que no era un tío que dominara el asunto y podríamos hacerle cantar hasta el Cara al Sol.

– ¿Seguís obligando a cantar eso, por aquí?

– Qué cachondo. No, hombre, no. Y yo estoy limpio, que ingresé en esta empresa con la Constitución aprobada.

– No lo ponía en duda.

– Por si acaso. Que luego se malinterpretan las cosas.

– Era broma, hombre. ¿Y por qué crees que os puso tras su pista?

Parecía que a Morales le había entrado algo en un ojo. O eso, o que lo tenía cansado. La cuestión es que se lo restregó a conciencia, utilizando la primera falange del dedo índice a modo de encarnizado limpiaparabrisas. Cuando se hubo aliviado, dijo, profesoral:

– Ah, un clásico: las motivaciones del confidente. La primera de todas es darle gusto al que le paga, como hacen las que ya sabéis y como hacemos todos. Puede que pensara que era algo que nos venía bien y que así ganaba puntos. La segunda motivación, conseguir algo que le interesa a él. ¿Quizá él o algún amigo suyo le había puesto el ojo a la zona por la que se movía Santacruz y no quería repartirla con nadie? Y la tercera: darle por saco a alguien que le debe alguna o que le cae mal por lo que sea. ¿Dónde y cómo pudo nuestro confidente engendrar animadversión contra este Santacruz? No acierto a imaginarlo. Pero siempre podría ser. La vida es rara. Y a menudo, asombrosa.

– Hasta ahí llegábamos -dije, encajando deportivamente su desquite por mi sarcasmo de antes-. Pero ¿qué es lo que piensas tú?

Morales me lanzó una mirada sardónica. Luego hundió la barbilla en su no excesiva papada, enarcó las cejas y respondió:

– Pensar, pensar, yo ya sólo pienso lo imprescindible. Como te puedes imaginar, después del gatillazo de Alcalá, llamé al confidente y le dije que nos había hecho montar el desembarco de Normandía en un puñetero bidé. Y no se lo dije de muy buen humor, que los trienios le van gastando a uno la paciencia y la deferencia, ya sabes. El tipo me juró por su madre, su novia, sus hijos y todos los que le vinieron a la cabeza que estaba convencido de que llevaba carga. Que lo sabía por uno que sabía y que hablaba más de la cuenta, y que nunca le había fallado. Para todo hay una primera vez, le dije, pero él se defendió como gato panza arriba. Y se escudó en que el Santacruz debía de haberse deshecho de una parte de la mercancía antes de que le metieran mano. Por si acaso, puse en cuarentena al soplón. Pero ya le he levantado el castigo. Me ha dado alguna información buena desde entonces.

– ¿Crees que pudieron engañarle a él?

– Pudieron. No me puse a averiguarlo. A mí sólo me importaba no tener un informante que me pasara caca en lo sucesivo. Le puse las pilas y respondió. Y a otra cosa. Una pata la mete cualquiera.

– Y a Santacruz, ¿lo investigaron? -preguntó Chamorro.

Morales alzó al unísono las dos manos. Tenía unos dedos largos, estilizados, tanto que casi parecían pertenecer a otra persona.

– ¿Para qué? No me interesaba antes de la operación, menos me interesaba después. Aquí nos sobra la clientela, sargento. No podemos ir controlando a todos los que pululan en los márgenes del mal. Como mucho, era un mindundi que se movía dos o tres niveles por debajo de lo que a nosotros nos quita el sueño. Ésos sólo nos pueden interesar como confidentes, cuando saben algo, o como cebo, cuando tienen que ver lo suficiente con un pez más gordo. Y me da que éste no estaba en ninguno de los dos casos. Así que les pedí perdón a los compañeros y me olvidé de la historia. El mundo es nuevo cada día.

Tenía que intentarlo, aunque supiera que no iba a funcionar.

– ¿Podríamos hablar con el confidente?

Morales meneó la cabeza.

– No, brigada. Los confites son como la moto o la chica. No se dejan. Puedo apretarle yo. Si me decís sobre qué, en particular.

– Puedes deducirlo. Sobre el tío del que obtuvo la información.

El inspector jefe me sostuvo la mirada. Con cordialidad, como si de pronto aceptara que podíamos tratarnos casi como iguales.

– Hecho. Y te prometo que pondré mi mejor empeño en que entienda que se trata de un asesinato y que la cosa me interesa como si fuera mía. Pero lo que no te prometo es que me vaya a funcionar. Hay cosas que no están dispuestos a contar ni por todo el oro del mundo ni por toda la inmunidad que nuestro sistema pueda ofrecerles.

– Por lo segundo, no se lo reprocho.

– Suscribo tu ironía. Oye, tienes mucha, para ser del tricornio.

No lo había dicho con maldad. No tenía que devolvérsela.

– Por lo demás -añadió-, abriré los ojos y las orejas y les pediré a los míos que hagan otro tanto. Si nos tropezamos con cualquier cosa que te pueda ayudar a resolver tu sudoku, serás el primero en saberlo

– Gracias -dije-. Sé que tampoco te puedo pedir más.

– Hoy por ti, mañana por mí. Te digo algo pronto. De lo que me cuente el confidente, quiero decir. Y le pongo ganas, de verdad, que sé lo que te va en ello y no me gusta putear a un compañero.

– No lo dudo. Gracias otra vez.

Cuando estuvimos de nuevo dentro de nuestro coche, y antes de darle al contacto, Chamorro se volvió hacia mí y me dijo:

– Acabas de hacer un compadre. No sé si mucho más. Pero algo es algo. Y además estáis en la misma onda. Me refiero a vuestro común enfoque financiero del hampa y de sus vicisitudes actuales.

– Me habría gustado sacar algo más, sinceramente.

– Y a mí algo menos. Hasta noto menos tensa la tirilla del sujetador, desde que he dejado de tener sus ojos plantados ahí encima.

– Discúlpalo, está en una mala edad. Ésa en la que ya casi siempre es otro el que juega el partido, pero todavía queda hambre de balón.

– No, si eso puedo entenderlo. Lo que no entiendo es el descaro.

– Es más bien relajo. Ya cuenta con que no tiene ni una posibilidad entre diez millones de llevarte al huerto. Y se lleva lo que puede.

– Lo que a veces me pregunto es cómo algún ser con testosterona pudo descubrir planetas, inventar el telégrafo o formular un teorema. ¿Aprovecharían alguna disfunción hormonal o algo así?

– No lo captas. Mientras disfrutaba de la agradable novedad que esta mañana presentaba su despacho, el inspector jefe Morales ha desarrollado una brillantez dialéctica y se ha gustado a sí mismo como nunca habría logrado hacerlo estando a solas y con la libido a cero.

– ¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

– Porque se ha puesto contento. Y cuando uno se reconforta, libera todas esas drogas legales que llevamos en el cerebro y eso estimula su actividad y multiplica la capacidad de ideación. A lo mejor el del planeta, el telégrafo o el teorema estaba a la sazón con la testosterona fluyendo a tope, y de uno u otro modo tenía con quién encauzarla.

Se quedó pensativa.

– Bien mirado, vuestro mecanismo tiene algo de misterioso. Siempre andáis en otra parte, menos donde hay que estar en cada momento.

– Puede ser -repuse, abstraído.

– Por cierto, nosotros estábamos investigando un asesinato.

– Sí, me temo.

– Y el caso es que faltan cinco minutos para la una y no tenemos mucho más de lo que teníamos al principio de la jornada. Ni perspectivas de sacar más por este camino, hasta que el inspector jefe nos aporte el material que tenga a bien regurgitar su garganta profunda.

– Aja.

– ¿Y qué hacemos?

Solté un resoplido. Qué pereza, tener que andar siempre decidiendo.

– Tú, conducir hacia la unidad -dije-. Y yo, pegarle un toque a mi buen amigo y sin embargo compañero Jesús Castillo.

Chamorro puso en marcha el motor.

– Pues vamos allá. Por lo menos en la oficina tengo algo en lo que puedo revolver un poco. Los ordenadores del difunto.

– ¿Y dices que no tenían ninguna contraseña de acceso?

– Ninguna.

– Raro, siendo informático.

– O no. Ellos saben mejor que nadie lo poco que una contraseña de ese tipo protege lo que realmente haya que proteger.

– No todo el mundo tiene las nociones necesarias para violarlas.

– ¿Y quién quiere protegerse de todo el mundo, viviendo solo?

– También es verdad. Esta costumbre de buscarle vueltas a todo a veces te lleva a pensar verdaderas gilipolleces. Perdona.

Mientras Chamorro buscaba el camino en el laberinto urbano, yo saqué el teléfono de la americana y localicé en la agenda el número del guardia Castillo. Apreté el botón de llamada y estuve esperando a que entrara el tono. Debía de haber congestión en la red, la hora podía justificarlo, o quizá me encontraba en la zona de confluencia de dos antenas y se estaban peleando por ver cuál se quedaba la llamada. Durante esos instantes de silencio, contemplé la vida que se desarrollaba en la ciudad, aquella mañana de primavera tan hermosa como suelen serlo en Madrid. Vi a una anciana muy arreglada, y sonriente pese a lo inseguro de su paso, que cruzaba un semáforo del brazo de una joven de aspecto andino, y pensé que pronto no quedarían viejos como ella, sino sólo ex adolescentes amargados (y amargadas) esforzándose en balde por negar el tiempo vivido. Vi a un grupo de estudiantes universitarias que avanzaban por la acera con sus carpetas y me acordé de cuando yo compartía sus aulas, y me pregunté para qué aquellos afanes de entonces, y a dónde habían ido los años de enmedio. Por suerte, antes de caer en la melancolía, arrancó el tono y entró Castillo:

– Diga.

– Castillo, ¿te interrumpo?

– Depende de quién seas.

– Qué crudo, tú. Soy Vila.

– Ah, perdona, tío. Es que yo ya no maquillo las cosas. Salvo con los pavos reales, por aquello de que ellos necesitan la liturgia.

– Podría haber sido un pavo real.

– No pasa nada. Ladras a la orden y se les recolocan las plumas.

– En serio, ¿puedes hablar?

– Puedo. Pero estoy con un ojillo puesto en un morito chungo, así que en cualquier momento te corto. Que a éstos, si los pierdes, todos se llaman Mohamed y luego no hay Cristo que los encuentre.

– Tranquilo, voy al grano.

– Dispara. ¿Qué habéis descubierto del hombre del ascensor?

– Nada claro por ahora. Señales contradictorias. Por eso te llamo. Acabo de estar hablando con uno que a lo mejor es amigo tuyo.

– ¿Quién?

– Inspector jefe Morales. Sección guerra química de la pasma.

– Ah, sí, conozco. Bueno, amigo mío no es, no tengo categoría suficiente. Si me descuido, hasta puede mandarme que le traiga un café. Pero nos hemos cruzado cromos, él sabe que yo sé y yo sé que él sabe cosas que a los dos en un momento dado nos interesan.

– Me ha estado instruyendo, sobre Santacruz en particular, y sobre su ramo de negocio en general. Y me ha dado una información que os concierne. Me dice que hace meses desmantelasteis una oficina de cobro de los narcos colombianos, con ex militares y toda la pesca.

– Ah, sí. Vaya bichos. Un día nos llegaron a dar ración doble, uno a las ocho y otro a las nueve, los dos tirados en la cuneta de una carretera, al paso. Gente mala de cojones. Los torturaban con planchas calientes y cosas así, antes de darles el pasaporte. No tomaban muchas precauciones, se creían que esto era Colombia, que las muertes de los villanos nos la pelaban. Por eso les pudimos cerrar la tienda.

– Verás, me ha dado que pensar. Sólo como hipótesis, por el tipo de muerte. ¿Podría haber sido un sicario de ésos? Morales dice que hasta donde él sabe Santacruz era un don nadie. Pero no sé, por equivocación, o porque alquilen sus servicios a otro tipo de clientes.

– No lo creo, compañero brigada. Esos tipos están en plantilla del cártel y con dedicación exclusiva, no van por ahí haciendo trabajitos a otros. Por ese lado, descártalo. Y errores, siempre puede haber, pero se da una circunstancia… Verás, estamos seguros de que han montado otra oficina. Y de que están despenando gente. Pero aprendieron del revés. Ahora, los cuerpos ya no aparecen. Los muertos que levantamos nos los hacen los malotes de medio pelo. Si Santacruz hubiera caído a manos de los supermalos, no tendrías su cadáver en la nevera.

– Vale, me tranquilizas. Es un decir.

– Es mi suposición. Ya sabes, siempre incierta. Eh… Mi morito.

– Nada, te dejo. Mil gracias.

– A mandar.

Interrumpió la comunicación. Apenas un segundo después, antes de que pudiera contarle la conversación a Chamorro, me entró Arnau.

– Dime -lo atendí.

– Escucha operativa. Y tengo algunas otras novedades.

– Vamos para allá -y miré a mi conductora-. Diez minutos.