"La estrategia del agua" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)10 Agua, agua, aguaA las seis y media de la mañana, recios y puntuales como siempre, aquellos hombres irrumpieron en la bruma espesa de mi sueño: – Estaba tan agotado y tan aturdido que tardé unos segundos en reaccionar. Cuando lo hice, ya cantaban esa parte de la estrofa: – Por fin di con el dichoso botoncito del móvil y silencié al viril coro. Paradójicamente (o no), el hecho de que sonara en la función de despertador de mi teléfono se lo debía a una mujer: la guardia Tena, de Zaragoza, con la que Chamorro y yo habíamos compartido un caso de homicidio tiempo atrás. En sus años mozos, Tena había tenido la ocurrencia de calzarse un gorro legionario, bajo el que el contribuyente le había financiado algunas experiencias inolvidables, como una excursión a Kosovo y otra a Afganistán. Después de una celebración con intensa libación alcohólica en un restaurante de Barcelona (una vez resuelto el caso, por supuesto) la guardia me confesó que llevaba esa melodía en el móvil, y me aseguró que era el mejor despertador. Le pedí que me la pasara por el Bluetooth y desde entonces las voces del Tercio se ocupaban de despegarme de las sábanas. Podía dar fe de que la guardia estaba en lo cierto. Te empujaban al combate, tanto los días propicios como los que sólo prometían horas de ingrata labor. Una hora y media y un par de cafés más tarde, estaba en la unidad, sentado delante de mi ordenador y tratando de organizar sobre un documento en blanco de Word el plan de la jornada. Una voz inusualmente pastosa y ronca interrumpió mis cavilaciones: – Buenos días. ¿A ti también te va a estallar el cráneo? Creo que era la primera vez que yo llegaba a la oficina antes que ella. Chamorro no ofrecía desde luego su mejor aspecto. Los ojos hinchados, la tez amarillenta y el cabello todavía algo húmedo. – No, a mí ya me estalló hace tiempo. Bienvenida a la tercera edad. – Jolín, sólo nos bebimos una botella de vino. – Pero enterita. Y tú le pegaste más. – Voy a pillarme un café. – Pilla dos. Que llevo llamando a mis neuronas a formar desde hace un rato y me temo que andan todas sobando en la compañía. – Muy gráfico. Marchando. Arnau llegó un minuto después, o lo que es lo mismo, con un muy ligero retraso sobre la hora reglamentaria. Pero como era joven y nuevo, todavía se creía en la necesidad de tener una buena excusa: – Lo siento, mi brigada. Tengo una combinación tan mala para llegar aquí que en cuanto se retrasa un poco el metro o el autobús… – Eso se resuelve madrugando más, guardia. – Lo haré… – Que es coña, hombre. En ese momento sonó mi teléfono. Lo descolgué con el recelo que en buena lógica corresponde, cuando atacan a hora tan temprana. – Vila, ven acá -exigió la templada y bien modulada voz de Pereira. – A sus órdenes, mi teniente coronel. Colgué, miré a lo alto, suspiré. Luego me dirigí al guardia: – Chamorro ha ido por dos cafés. Tómate el mío, que me parece que no volveré antes de que se enfríe. Y ve llamando al juzgado para quedar con ellos. Te darán las autorizaciones de intervención del teléfono de la ex y de acceso al histórico de llamadas y el PIN del difunto. – A la orden. Me percaté que desde que le había pedido que me tuteara, Arnau no me llamaba de usted, pero tampoco de tú. Se buscaba siempre una expresión abstracta o impersonal con la que poder eludir el tratamiento. El detalle me gustó. Probaba que era prudente, y también que poseía una inteligencia verbal superior a la media. No todo el mundo es capaz de dar el rodeo sintáctico apropiado para evitar apelar a su interlocutor en todas las circunstancias que implica el trato diario. – Y otra cosa… Pero antes dime que Dios es misericordioso y que los dos números de teléfono son de la misma compañía. – Dios es misericordioso. Y además estuvieron casados. Es lo normal. – Sagaz deducción. Pues nada, en cuanto los del juzgado te den el papelito, te vas a ver a los de la telefónica. Quiero acceso franco a toda esa información antes de la hora de comer. No te lo pondrán fácil. – ¿Y cómo hago? – Si el que te atiende es hombre heterosexual o mujer lesbiana, intimídalo o intimídala. Si es gay o mujer heterosexual, o bisexual de cualquier sexo, tienes la opción de desplegar tus encantos. – ¿En serio? – Mi buen Jens, tienes una misión. Cúmplela. – ¿Jens? ¿En qué idioma es eso? – Sueco. O noruego. O danés -dije, mientras me Mi teniente coronel me aguardaba detrás de su mesa reluciente, en la que tenía desplegados tres periódicos. Me señaló uno al azar. – Eres famoso -dijo-. Bueno, tu muerto, que tanto da. – Gracias, mi teniente coronel. Eso me hace muy feliz. – Ha salido en los tres. Acabo de hablar con el coronel. – Nada que no hayamos vivido antes. El plomazo en la nuca, y el pasaporte rojo sangre de toro del finado, para qué vamos a engañarnos, han hecho una combinación atractiva para los medios. Ya ves el despliegue. Primera del cuadernillo de Madrid, en todos. Los políticos ya lo han leído y a partir de ahora tengo un cartucho con la mecha prendida y metido ya sabes en el conducto de evacuación de quién. Asentí, con mansedumbre. – Sí, ya he comenzado a sentirlo. – Bueno, tampoco pasa nada. Somos mayorcitos y nos las hemos visto en otras peores, ¿no? – Y que lo diga. Puedo dar fe de que ha tenido usted cartuchos más gordos y con la mecha más corta metidos en ese conducto. – Pues eso, que no te pongas nervioso. Pero que cuentes con ello. – Contaré con ello. – ¿Qué averiguaste ayer por la tarde? Le hice el informe. Pereira me escuchó con atención, como delataba su mirada perdida en algún punto de la pared. Después de procesar todos los datos, respiró hondo y volvió a mirarme a los ojos. – Tenemos suerte con la juez. Explótala. Mira, parece que el tercer poder te desagravia por la faena que te hizo la semana pasada. – Permita que no cante victoria. – Bah, no seas cenizo. Es una baza a nuestro favor. En cuanto tengas pinchado el teléfono de la Montserrat esa ponemos a Salgado con los cascos delante del ordenador para tomar nota de todo lo que largue. Así la distraigo, lo que nunca viene mal. Mira que he rezado para que se case y se vaya, pero nada. Y con los años va a peor: ahora le gusta provocarme a los jovencitos. Tenerla enchufada al ordenador en la sala de escuchas me ahorrará tener que arrestarla, al menos por ahora. – La chica es vistosa, qué le va a hacer. – Ponerse un burka, por ejemplo. En resumen: dejamos a Salgado trillándote el teléfono de la ex, y tú machacas hoy la otra vía. Así avanzamos en paralelo por las dos, y a quien Dios se la dé, que San Pedro se la bendiga. Nosotros, fieles a nuestro código. Sin prejuicios. – Ninguno, jefe. – Pues hala, a la faena. ¿Cómo andas de la pájara? – Enjaulada, mientras resuelvo esta historia. Pereira sonrió, satisfecho. – Mejor así. Por si te sirve de algo, no quiero ni imaginarme lo que sería tener una como ésta y no tenerte a ti. Ya sé que con la estima de los superiores ni se pagan facturas ni se cierran ciertas heridas, pero que lo sepas. Y no sólo en mi nombre, sino también en el del coronel. Me manda decirte por decimoquinta vez, o la que sea, que ya he perdido la cuenta, que cuando quieras hacer el curso de oficial te pone puente de plata de doble sentido. Para que te quede claro: que te garantiza que vuelves aquí, en vez de ir destinado a cualquier rincón del arco mediterráneo a lidiar con veinte guardias contra todas las mafias propias y foráneas que se hayan instalado en tu demarcación. Me mantuve frío. En momentos así, hay que hacerlo. – Eso es muy tranquilizador, mi teniente coronel. Pero no se trata sólo de que el ascenso pueda llevarme a un destino peor. No me apetece estudiar, a estas alturas, ni el rollo de la academia. De suboficial estoy bien, mis gustos son modestos y, con el debido respeto, tampoco se me ofrece un sobresueldo que vaya a cambiarme la vida. – Se trata de otra cosa. Un estatus y una carrera. Podrías llegar a comandante, a nada que los hados se confabularan un poco en tu favor. Y si no, seguro que como mínimo te jubilas de capitán. Estoy convencido de que lo harías mucho mejor que otros que llevan estrellas. – Tal vez no. Pero gracias. Y transmítaselas al coronel de mi parte. – Qué cabezota eres, Rubén. – Por eso valgo para esto. Más que por listo. – No te digo que no. – Pues eso. A sus órdenes. Cuando regresé a nuestra zona de trabajo, Chamorro y Arnau estaban escuchando música en el ordenador portátil del difunto. Era una melodía viva y agradable. La voz cantante la llevaba un violín. – ¿Y Chamorro miraba la pantalla con gesto absorto. – Tenía el acceso a este archivo de sonido en el escritorio del portátil -dijo-. En la esquina superior izquierda, separado de todos los demás iconos de acceso directo. Ya sabes que soy una chica ordenada. Así que estaba condenado a ser el primero de mi barrido. ¿Té suena? – Pues no. ¿Quiénes son? – Aquí dice… Cloud Cult. – Ni idea. Se ve que ya estoy fuera de onda. – No creas. Nuestro júnior tampoco los conoce. Arnau volvió la vista a su ordenador y levantó el dedo índice. – Localizados -dijo, tras echar una ojeada a la pantalla-. Aquí dice que son un grupo independiente norteamericano. De Minnesota. – No suenan mal -opiné. Arnau tecleó algo y el fondo de la ventana que tenía abierta cambió al instante. La nueva conexión de banda ancha funcionaba de vicio. – Y aquí tengo la letra de la canción. – A ver, sargento. Ejercicio de traducción directa. – No me fastidies -protestó Chamorro. – ¿Has visto, Johnny? No se atreve. Tendrás que ayudarla. Virginia me miró de reojo. – Si crees que con eso me picas, vas listo. – No parece muy difícil -apreció el guardia. – Adelante -le pedí, mientras me dejaba llevar por la música. – Pues, vamos a ver… Arnau se interrumpió y arrugó la frente. – ¿Encontrarán…? -pregunté. – Esto no me lo sé. – Ni idea. Mira el diccionario en línea. La sargento no dejó pasar la oportunidad de vengarse: – Vaya, el inglés de míster Perfect también tiene sus lagunas. – Y el español, o qué te habías creído. – – – Chamorro miraba ahora la pantalla de Arnau con gesto serio. – Una canción bastante particular -juzgó el guardia, acabado el ejercicio de traducción-. Desde luego, no es pop al uso. – – Hay otra cosa -dije-. Mirad esto. El párrafo marcado. Les tendí el ejemplar de Óscar Santacruz de – El agua. En los dos sitios. – Y con un sentido muy afín -anoté-. Somos sólo agua que toma una forma efímera. El agua no tiene forma constante y así vence. – Y esto, ¿a dónde nos lleva? -preguntó Arnau. Los observé alternativamente, con expresión circunspecta. – A ti, al juzgado y a la compañía telefónica. Y a la sargento y a mí, a hacerles una visita a unos maderos que no se lo piensan mucho antes de ponerle las esposas a un pringado con unos gramos de coca. – Vaya, a eso le llamo yo cortar el rollo -se quejó Arnau. – Es lo que hay. Ya hemos salido en todos los periódicos. – ¿Para eso te llamaba el jefe? -adivinó Chamorro. – Sí. También me ha recomendado que peguemos un buen empujón a las dos vías que hemos abierto, para ir resolviendo la disyuntiva que ahora tenemos planteada. Y ya sabes que yo suelo seguir las recomendaciones que provienen de él. Así que tú y yo vamos a enterarnos de todo lo que podamos de las relaciones de Óscar con el mundo de la droga y, una vez que Arnau haya persuadido a los de la compañía telefónica, la cabo Salgado pasa a tener como único cometido hasta nueva orden escuchar todo lo que hable Montserrat Castellanos. – ¿Salgado? -observó Virginia, con poco entusiasmo. – ¿Tienes alguna objeción? – Si no hay nadie más que esté libre… Justo en ese momento, apareció en la puerta la cabo Salgado. – ;Se puede, mi brigada? Mirándolo bien, tanto el hartazgo de Pereira como la reticencia de Chamorro hacia ella tenían algún fundamento. Aunque ya había cumplido los treinta y cinco, la cabo Salgado seguía embutiéndose cada mañana en unos téjanos imposibles, que la revelaban de cintura para abajo como si fueran – Adelante. Se acercó, sacudiendo a izquierda y derecha su cabellera castaña. Era la única de la unidad que no llevaba el pelo recogido. – Me han dicho que tengo que estar pendiente de una escucha. – Sí. Arnau te lo explicará todo. Vi cómo mi subordinado palidecía y enrojecía de forma consecutiva. – Pon en antecedentes a la cabo -le ordené-. Luego os vais al juzgado a recoger la orden y os acercáis a hacer la gestión a la compañía. En cuanto tengamos la escucha operativa, tú concéntrate en las llamadas del teléfono del muerto. Y llama a Albacete, a ver qué más han averiguado acerca de Leire, la dueña de la Yamaha, y del sujeto ese que fue a recogerla. Ah, y hazme un favor: pídeles que nos estimen el número de pie que puede tener el tipo en cuestión. Aproximadamente. – Muy bien, mi brigada -asintió el guardia, cariacontecido. – La sargento y yo nos vamos a hablar con el cuerpo hermano. Si hay cualquier cosa que deba saber en seguida, me llamáis. – Descuida, mi brigada -dijo la cabo, con voz untuosa. – Tienes el nombre del poli, ¿no? -consulté a Chamorro. – Sí. – Pues vamos, en marcha. Mientras salíamos, Salgado se acomodó en una silla frente a Arnau, que a la sazón nos miraba irnos con cara de cordero degollado. – Soy toda oídos -le anunció, recolocándose la blusa sobre el pecho. Ya en el ascensor, la sargento meneó la cabeza. – Pobrecillo. ¿Crees que quedará algo cuando la leona acabe con él? – Quedará -aposté-. Es más correoso de lo que parece. Sólo tenemos que irle quitando la vergüenza y curtirlo un poco más. – Ya veo que estás en ello. Sólo espero que Shakira no nos lo despiste de lo que tiene que hacer. Que a esta tía lo mismo le da por hacer valer los galones, y si el chico no acierta a mantener la guardia alta… – La mantendrá. Oye, ¿por qué le pusisteis Shakira? – Tú que crees. Por – Mira que sois brujas. – En la unidad somos minoría. Tenemos que hacer una pina contra el macho dominante. Y ésta nos rompe el grupo con su táctica. – No creo que debáis darle mayor importancia. El jefe también la tiene enfilada. Ya sabes que Pereira es un poco puritano. – A mí que se vista de gogó me da igual. Lo que no soporto es el toque geisha. – Mmm. ¿Y qué tendría eso de malo? – Anda, no me provoques. Que me duele la cabeza. – Tengo ibuprofeno. ¿Quieres? – Si sigo así, no te digo que no. Aguanto por ahora. Le ofrecí conducir yo, pero eso sólo sirvió para que insistiera en hacerlo ella. Después de sortear como buenamente pudimos el atasco que convertía la A-2 en un gusano de acero multicolor, y que mantenía bloqueadas las rotondas del acceso a Alcalá de Henares, llegamos a nuestro destino. Chamorro echó un vistazo a la calle y concluyó: – Me temo que aquí no aparcamos como no les tomemos prestada una plaza a los chicos de la competencia. – Tómasela. Que cuando vienen a nuestra casa siempre les dejamos meter el coche en el aparcamiento de visitas. – Ya, pero ellos casi no tienen sitio. – Que se gasten más en instalaciones. Mira, ahí cabe. Aparcó a apenas diez metros de la entrada de la comisaría. Como cabía prever, el policía de la puerta se acercó a regañarnos. Pero fui más rápido que él. Me bajé, cerré la portezuela y le exhibí la placa. – Venimos a ver al inspector Peralta. Primer piso, ¿no? – Sí, pero… – Muchas gracias, compañero. Y eché a andar hacia la entrada. Chamorro cerró con el mando a distancia y me siguió con paso rápido. El agente no reaccionó a tiempo. Y le dio apuro llamarnos a voces cuando ya estábamos dentro de la comisaría. La vida es de los que no piden permiso. Lo había leído en un anuncio de whisky, si no recordaba mal. Funcionaba. A veces. Nunca me han gustado las comisarías. Tampoco es que me gusten mucho nuestros puestos, pero por lo menos en ellos la sordidez queda más o menos enmascarada por la parafernalia militar. Los únicos que tienen dependencias bonitas son los enchufados de las policías autonómicas. Los Mossos d'Esquadra, por ejemplo. Más de una vez me he quedado con ganas de fotografiar sus comisarías. Parecen museos de arte contemporáneo o chalés vanguardistas. Pero aquella comisaría era como tantas otras. Gris, oscura y escasamente acogedora. El inspector Peralta nos estaba esperando, para eso le había llamado desde el coche. Era un hombre corpulento, pelirrojo, de no menos de uno noventa de estatura y rostro juvenil, aunque debía de andar por los cuarenta. Nos recibió con cordialidad y nos presentó a otro policía, un poco mayor que él, bastante más bajo y mucho más hosco. – El subinspector Fuentes. – Mucho gusto -mintió Fuentes, con escaso empeño. Peralta nos explicó su presencia. – Le he pedido a Fuentes que se uniera a la reunión porque estuvo conmigo en la detención de Santacruz. De hecho, él se acordaba bastante mejor que yo del asunto. Ya sabes cómo es esto, pasan los meses y todos los choros se acaban confundiendo en la memoria. Peralta era un tipo simpático, y parecía colaborador. Por eso creí que era mejor abstenerme, al menos en este punto, de compartir con él mis pensamientos. Porque yo recordaba muy bien a todas las personas a las que había detenido, y los motivos que había tenido para hacerlo. Quizá no fueran tantas como las que por su destino le tocaba detener a él, pero con todo el comentario me resultaba poco pertinente. – Claro-dije. – Pero hurgando en el expediente, y hablando con Fuentes, me ha venido todo a la memoria. Vamos a ver cómo os lo explico. Hay dos maneras de interpretarlo, y las probabilidades están al 50 por ciento. Puede que fuera un caso de mala suerte. O puede que fuera directamente una cagada sin paliativos. Cosas que pasan, tampoco hay que culpar a nadie. Nos movemos siempre en terreno pantanoso. – ¿Qué quieres decir, exactamente? -intervino Chamorro. – Cuéntaselo tú, Fuentes. Que te lo sabes mejor. El gesto del subinspector evidenció que no deseaba aquel protagonismo. Se avino a asumirlo como si nos hiciera a todos un favor. – Nos dieron un soplo -dijo-. Nos llegó a través de la brigada, procedente de uno de sus confidentes habituales. Nos señalaron a Santacruz como un intermediario con poca experiencia que había empezado a distribuir género y que nos podía servir para ubicar algún garito nuevo donde se estuviera moviendo droga en nuestra zona. Nosotros no tratamos con los grandes traficantes, de eso se ocupan los de la brigada. Nuestro trabajo es tener controlado el menudeo, y sobre todo a los gilipollas de los bares que deciden mejorar la rentabilidad de la empresa pasando mercancía o dejando que el camello la pase dentro de su local. Es uno de los segmentos más activos del mercado. – Aunque os parezca mentira, por razones fiscales -apuntó Peralta, con una sonrisita malévola-. Explícaselo, Joaquín. – Los bares pagan el IRPF por módulos -dijo Fuentes-. Todo lo que ingresan por encima de lo que fija el módulo, ya sea por los cafés, las birras, las tragaperras o, en este caso, por vender coca, se queda en el lado invisible de la economía. Así que son ideales para colocarles parte de la facturación. Los narcos tantean el canal, y los de los bares, si no son muy listos o les puede la codicia o les ha bajado la caja por la crisis, se dejan enredar. Cada año nos zumbamos a dos o tres. – Como dice el subinspector -subrayó Peralta-, son los más tontos de la cadena, porque el camello de esquina se mueve si hace falta, pero el bar siempre está ahí, y en cuanto lo marcamos, está vendido. Vamos, que éste no es un trabajo policial de primera, como el vuestro. Pero es lo que nos toca, y como somos bien mandados, pues lo hacemos. – El caso es que nos advirtieron acerca de este Santacruz -prosiguió Fuentes-. Nos dijeron que lo vigiláramos y que nos avisarían cuando pudiéramos trincarlo con mercancía encima. El plan era más o menos así: lo deteníamos cargado, lo acojonábamos en comisaría y le ofrecíamos un trato benigno a cambio de revelarnos quién era su suministrador y dónde repartía juego. Como el tipo era nuevo y no tenía espolones, podíamos contar con que se derrumbara y nos pusiera en bandeja a algún que otro hostelero. Nada del otro mundo, pero siempre era un tanto que podía anotarse el comisario y un aviso para navegantes. Cuando cae alguno, los demás se cortan por una temporada. – Total, que como a nadie le amarga un dulce, y más cuando te lo mandan ya envuelto desde Madrid, pues esperamos a que el fulano se acercara a nuestro territorio. Y aquí es donde viene el marrón. Fuentes comprendió que le tocaba a él contar esa parte: – La cosa era fácil, aparentemente. El día de marras, nos llamaron de la brigada para avisarnos. Nos dieron una dirección y nos plantamos allí, en la puerta. Cuando el tío salió, recibimos la confirmación. Iba cargado. Le echamos el guante y en efecto, le pillamos unas papelinas. Pero muy poco, en el límite de la posesión para consumo propio. – Esa fue la primera mala señal -dijo el inspector-. Sospechamos que podían habernos pasado información trucha, pero ya que lo teníamos sentado en el confesionario, teníamos que ir adelante con los faroles. Al hombre se le veía bastante abatido. Juraba y perjuraba que lo había comprado para él, y que nunca le había vendido a nadie. Si a eso le sumabas su aspecto, y que parecía tener una vida normal, costaba tratarle como a un malo cualquiera. Así y todo lo hicimos. – Antes de arrinconarlo, llamamos a la brigada y pedimos confirmación de la identidad y del soplo -aclaró Fuentes-. Nos dijeron que sí, que era él, y que el confite insistía en que si le apretábamos le sacaríamos la información. Que no nos dejáramos engañar por la pinta. Peralta nos ofreció una justificación suplementaria: – No será la primera vez que damos con un ciudadano corriente y más o menos integrado que descubre que revendiendo papelinas a los amigos que son más tímidos que él se saca un dinerillo, y que de ahí pasa a revenderlas a los que no son ni tan amigos ni tan tímidos. – ¿Y al final, qué? -preguntó Chamorro. Fuentes miró a su superior. Peralta se encogió de hombros. – Al final, nada. No se movió de su declaración inicial. Que acababa de comprar las papelinas a un camello en ese bar. Que le había cogido varias porque le había hecho precio. Para invitar a los amigos. – Y así y todo lo llevasteis al juez. Con una cantidad insignificante. Sabiendo que lo pondrían en libertad inmediatamente. – Por eso mismo, compañera -replicó Peralta, con dulzura-. Porque al final no le iba a pasar nada, y porque, si realmente sabía algo, era la última baza que teníamos para presionarle y lograr que reconsiderara su decisión de no cantar. El tío parecía afectado, sí, pero tampoco terminaba de venirse abajo. Entonces le ofrecimos un trato: olvidarnos del asunto y no entregarlo al juez si soltaba prenda. Como no lo hizo, teníamos que cumplir la amenaza. Cuestión de credibilidad. – Decías antes que fue una cagada o fue mala suerte, al 50 por ciento -intervine-. Perdona, pero me parece más probable la cagada. – Puede ser -concedió Peralta-. Es posible que nos marcaran un objetivo equivocado; una cagada del confidente y en cadena de la brigada y de esta comisaría. Pero no podemos excluir que ocurriera otra cosa. Que el tío no fuera tan panoli como nos habían dicho, y que al verse pillado con tan poca chicha, se sintiera seguro y nos hiciera el numerito del pobre ciudadano metido en un aprieto por error. Y ahí es donde jugaría la mala suerte. Quizá se nos escapó porque esa noche había hecho buena venta y se había aligerado a tiempo el – ¿Lo investigasteis después? – No. El tipo no era de aquí. Y no volvimos a verle el pelo. Dimos cuenta a la brigada del golpe fallido y nos desentendimos del asunto. Retomamos las líneas que ya teníamos abiertas para hostigar al enemigo. Para qué gastar las fuerzas en lo que no ha dado resultado. – Ya veo… Peralta era lo bastante antiguo y astuto como para descifrar al vuelo la mirada que entonces crucé con la sargento. Y no se calló: – Compañero, prueba a analizarlo a posteriori. – ¿Qué quieres decir? – Que al mismo ciudadano que esa noche se nos hizo el inocente durante un largo interrogatorio, y que no se apartó de ahí hasta que lo llevamos al juez, andando el tiempo le han metido dos balas a traición. Como tú debes saber mejor que nadie, éste no es un país en el que la gente que se dedica a ganarse la vida honradamente suela verse expuesta a morir de esa forma. Me ratifico en la duda, y ahora con mayor motivo que entonces. No sé si esa noche le dimos el susto de su vida a un pobre hombre que pasaba por allí o si tuvimos entre las manos a un delincuente que se las arregló para darnos esquinazo. – Tu razonamiento tiene un punto, no lo niego. – No somos tan patosos, brigada, aunque no sepamos desfilar como vosotros. Toreamos con lo que tenemos, como todos. – Últimamente parece que os gusta más desfilar -bromeé-. Y poneros el uniforme. Sobre todo a los jefes, y cuando hay fotógrafos. La expresión de Peralta se volvió aún más zorruna. – Tú lo has dicho, a los jefes. Si podemos ayudaros en algo más… – Voy a necesitar que me des el nombre y el teléfono de alguien de la brigada. El que controlara a ese confidente, si es posible. – Claro. Inspector jefe Morales. Y si quieres le anuncio que vas. – Por favor -dije, resignado. |
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