"La estrategia del agua" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)

9 Evitar lo alto

En la década larga que llevábamos trabajando juntos, aquella era la primera vez que Chamorro tomaba la iniciativa de invitarme a cenar. Quiero decir, estando en Madrid y no por ahí de cacería, circunstancia esta que hacía de la cena común un rito obligado y rutinario, y en la que alguna que otra vez había pedido ella la cuenta. Algo raro debía de traerse entre manos, y no me hacía demasiada gracia verme arrastrado sin saber exactamente a qué, pero no me atreví a declinar su invitación porque era verdad que no tenía ningún plan mejor para esa noche y tampoco quería arriesgarme a ofenderla. Para aumentar mi asombro y mis reparos, se empeñó en llevarme a un restaurante de verdad, y no a uno de esos viles recicladores de alimentos a punto de caducar donde normalmente obteníamos el aporte calórico que necesitábamos para combatir el crimen. Cuando me vi ante el local en cuestión y reparé en su categoría gastronómica, traté de oponerme a que asestara ese golpe a sus finanzas. Pero ella insistió. Y tenía sus razones, que fiel a su temperamento cartesiano no dejó de exponerme:

– Puedo permitírmelo. Con la crisis han sacado menús económicos. Alguien se ha puesto a pensar, al fin. Carta más corta, menos margen, pero más clientes y menos género arruinado. Y lo mejor: el negocio sobrevive. No se puede tener noche tras noche a los camareros mirando la sala vacía, y la despensa llena de comida que no pide nadie.

– No se me había ocurrido -admití-. Nunca deja de sorprenderme tu intuición para las cuestiones prácticas. ¿Cómo no estudiaste empresariales, en vez de dejarte llevar por esa manía de las estrellas?

La sargento meneó la cabeza, con gesto de desagrado.

– Me aburren los números empresariales -dijo-. Demasiado prosaicos y demasiado intrascendentes, para mi gusto. Los números puros, en cambio, son poesía. No soy tan pragmática como a veces te crees, mi brigada. A estas alturas ya deberías haberte dado cuenta.

– Sé que eres una mujer compleja, Virgi. Sólo lo digo porque ese otro título te habría proporcionado más posibilidades de encontrar un trabajo bien pagado y no tener que conformarte con la picolicie.

Hacía una noche agradable. También el ambiente del restaurante parecía acogedor, visto desde fuera. Por una vez en la vida, me encontraba entre dos entornos apetecibles. Por eso no tenía prisa por entrar. Chamorro abrió entonces la puerta y me cedió el paso.

– Yo estoy conforme, con la picolicie. Esto es mi trabajo y no echo de menos otro mejor. El título me lo saqué por placer. Pasa, anda.

– Un momento -de pronto había caído en la cuenta de algo.

– Que no te voy a comer -se mofó-. Esta noche prefiero pasta.

– Ve entrando tú. Tengo que hacer una llamada.

– Ah. De acuerdo. Te espero dentro.

Oí unos cuantos tonos de llamada antes de que descolgaran. Entró directamente la voz de aquel con quien debía y quería hablar:

– Buenas, papá. Qué tal tu muerto.

– Estacionario. Es lo que le toca. Lo malo es que los vivos a los que tengo que encontrar no estén tan disponibles ni tan quietos.

– Vaya. Día duro, ¿no?

– Bastante. Es un rollo complicado, con un sicario de por medio, y mis jefes apretando de mala manera. Bueno, te ahorro la historia, que además es confidencial y para mayores de 18 años. El caso es que no he podido llegar a recogerte, estaba en la otra punta de Madrid.

– ¿Un sicario? Anda, como en CSI.

– Sí, pero en plan producción de bajo presupuesto. Los de enfrente son más cutres, y nosotros también. Aquí no hay una industria decente, y los actores invitados vienen de países aún más chapuceros.

– Pues en la tele dicen que sois como el FBI. Por lo menos.

– Sí, eso les venden mis jefes a los periodistas: les dejan mirar algunas de las pantallitas que tenemos y los chavales se sienten agradecidos y se entusiasman al hacer el reportaje. Bueno, ahí estamos. Progresando. Y tú, ¿cómo ha ido el entrenamiento de hoy? ¿Asegurada la titularidad o tengo que ir a meterle una bala en la rodilla a ese Borja?

– No tienes que meterle una bala en la rodilla a nadie. Está con gripe. Este domingo el centro de la delantera es mío, no hay discusión. Pero oye, papá, si puede saberse, ¿desde cuándo te importa el fútbol?

– Desde que me diste el disgusto de federarte, y hasta que recuperes el sentido común y lo dejes. Los padres tenemos que estar al lado del cachorro incluso cuando se le va la olla. Sobre todo entonces.

– He cumplido el trato. No he bajado en ninguna asignatura.

– Sabes que si bajas vaciaré el cargador en el cuerpo del zopenco ese que tienes por entrenador. Que él sólo sirva para darle patadas a un cuero o decirles a otros cómo darlas no le da derecho a restar oportunidades en la vida a la gente con actividad cerebral normal.

– Vale, Harry el Sucio.

– No, en serio. Andrés. Si tú quieres hacerlo yo estoy contigo, aunque el fútbol sea la cosa que más me aburre en el mundo. Es tu camino, tío. Sólo quiero que no te cierres otros, como tantos borregos.

– Mensaje recibido, mi brigada.

– Y hasta me parece menos muermo lo de la bolita cuando la llevas tú entre los pies, que la sangre tira mucho. Aunque tengo que serte sincero. No creo que vayas a ganarte nunca la vida con la pelota. Diviértete, haz ejercicio, eso no le hace daño a nadie. Pero no te dejes meter ideas raras en la cabeza. Y menos por ese soplagaitas.

– Jobar, papá, lo tienes enfilado.

– No es culpa suya. Él no sabe lo que hace. Pero yo no puedo permitir que la mafia a la que sirve te utilice como utiliza a tantos miles de chavales. Te lo he dicho muchas veces: no pienses en los dos de cada diez mil que llegan a algo en el circo ese en el que te has metido.

– Ya lo sé. Pienso en los otros nueve mil novecientos noventa y ocho. No te comas el coco tanto. Tengo la cabeza sobre los hombros.

– Y hablando de eso, ¿has pensado algo?

– ¿Algo de qué?

– Cono, Andrés, de qué va a ser. Tú piensas sacar el Bachiller el año que viene, ¿no? ¿O es que me engañas cuando me dices que vas bien?

– Claro que sí, papá. No lo pillaba. Estaba pensando hacer Derecho.

– ¿Derecho?

– ¿Te parece mal? ¿Tienes alguna idea mejor?

– Pues no sé, depende. ¿Qué piensas hacer con esa carrera?

– Puedo hacer oposiciones. A juez, por ejemplo.

– Pues sí, creo que podrías hacer cosas mejores.

– ¿Cómo cuáles?

– Narcotraficante, sepulturero, peluquero de perros.

– Papá…

– Madero, incluso.

– O sea, que no te parece nada bien.

– No me hagas caso. Por razones particulares no estoy últimamente en buenos términos con la judicatura. Pero si eso es lo que te gusta, no te preocupes, sabré convivir con ello. Total, después de ir al campo a cantar a por ellos, oé, ya estoy preparado para cualquier cosa.

– Es sólo una opción. Derecho tiene muchas salidas.

– Harás lo que tú quieras, así que piensa en algo que te guste. Infórmate bien, antes de decidir. El próximo día te cuento un poco cómo funciona el mundo de los de las togas. Y si te mola, tú mismo. Por cierto, dile a tu madre que ya hablaré con ella. ¿Te encaja venirte alguna noche este fin de semana? ¿O teníais algún plan con el bizco?

– Osti, papá, como mamá se entere de que le llamas así…

– No le llamo de ninguna manera. Lo describo. En mi oficio hay que hacerlo continuamente, y un rasgo como ése ayuda mucho. Para cazar y torturar al malo, y no arriesgarse a currarle a un inocente.

Se echó a reír. Los poetas han cantado el gozo que produce la risa cristalina de la amada, y los cómicos saben del valor estimulante de las carcajadas del público. Pero nada le reconforta tanto a uno como oír que su hijo se ríe, y que lo hace de buena gana. Cuando Andrés pudo al fin recuperar la compostura y la seriedad, me informó:

– Que yo sepa, no hay plan. Ya se lo digo yo. ¿Qué hacemos?

– ¿Sesión intensiva de The Wire con alguna comida malsana?

– Okey, compro. ¿El domingo?

– Hecho. Un beso, tío. Cuídate.

– Y tú. Oye, qué ruido hay ahí. ¿Todavía andas por la calle?

– Voy a cenar con Virgi. Invita ella.

– Bueno, bueno… Me parece una madrastra potable. Ya lo sabes.

– Ya lo sabes tú: cualquiera menos ella.

– ¿Por qué? Es maja, y yo creo que si te la trabajaras un poco…

– Tengo mis razones. Anda, tú ocúpate de tus ligues. Y cuidado con no dejarte nada dentro de ellos. Que luego crece y se te hace delantero centro y te dice que quiere estudiar para juez. Y tú a pagar todas las facturas, y como la madre salga vaga o lista, también las de ella.

– Que sí, hombre, que tengo cuidado. Un beso, tronco.

Y colgó. Había veces que tenía mis dudas sobre si entre su madre y yo, con nuestra guerra de por medio, habíamos acertado a educarlo como Dios manda. No siempre el conflicto entre sus padres había sido tan incruento como habría debido ser. Pero en el fondo me constaba que era un buen tipo y que no estaba desprovisto de juicio, incluso cuando decidía ir por donde yo no habría querido que fuera. Con todas las dificultades, pese al tiempo escaso e intermitente que le había podido dedicar, no lo había perdido, y cada día que pasaba estaba más convencido de que nunca iba a perderlo. En medio de una vida en la que tantas cosas habían quedado a medias, o directamente se habían ido por el desagüe, mi hijo era un logro del que me sentía orgulloso. Saberlo ahí, y saber que estaba bien, era uno de los argumentos que me permitían mirarme al espejo cada mañana. Si hubiera fallado con él, la suma de todo lo demás no habría bastado para salvarme.

Chamorro ya estaba sentada, hojeando la carta. Se había instalado en una mesa en un rincón, al fondo del local. Me recibió con alivio:

– Al fin. Ya me he aprendido de memoria el papel este.

– Perdona. Tenía que reparar algo.

– ¿Todo bien?

– Sí. Bueno, casi todo. Ahora me sale con que quiere hacerse juez. ¿Qué te parece? Juez, precisamente. No había otra profesión.

– Pues me parece que la vida es irónica, desde luego.

– Juez. Antes preferiría que se hiciera de Al Qaeda. O del Klu Klux Klan. Hasta del Real Madrid. En fin, tengo un año para disuadirlo.

– Qué burro eres. No está tan mal, hombre. Y al final conseguirán que les suban el sueldo. Piensa en el futuro del chico. No te dejes llevar por la mala sangre que te has hecho tú con ellos por tus cosas.

– ¿Por mis cosas? Me dirás que es un antojo mío.

– No. Tienes tus motivos para estar furioso. Por eso he pensado que tenía que invitarte a cenar. Por eso y porque no lo había hecho antes, desde que nos conocemos. Anda, descárgate por un rato de toda esa energía negativa y concéntrate en lo que vas a pedir. De segundo yo me voy a la lasaña vegetal y de entrante propongo que compartamos carpaccio de vieiras y esta ensalada tan rica que tienen aquí.

– Lo que tú digas. Yo de segundo el secreto ibérico.

– ¿Te apetece que pidamos vino? A mí sí.

– Claro, pide. A ver si para rematar la jugada me para un municipal con el soplillo y termina de arreglarme el día. Sugerirle que se meta el alcoholímetro por el esfínter anal serían dos delitos, ¿no?

– Si mis cuentas no fallan, sí. Vamos, confía en la suerte. ¿Tinto?

– Tinto. Tampoco sería tan malo. Jubilación anticipada.

– Anda, relájate un poco y deja de decir tonterías.

Hizo ella el pedido. En momentos como aquél, y me pasaba más de una vez con ella, echaba de menos la vida en pareja. Un arreglo que le permite a uno bajar la guardia y encomendarse a otro de vez en cuando, al precio de cubrir los momentos de desfallecimiento y las carencias del consorte. Un precio realmente asequible, porque nada cuesta menos que prestarle tu auxilio a aquel 4ppf a quien quieres. Pero ahuyenté en seguida estos pensamientos, que podían inducirme a mezclar las cosas. Esta- ba con mi compañera, con mi sargento; con alguien que no me debía otro apoyo que el que fuera pertinente al servicio.

Trajeron el vino. Nos sirvieron y Chamorro alzó la copa:

– Por el orden y la ley.

– ¿Lo dices en serio?

– Claro que no, idiota. Por tu chico. Y porque nos seguimos soportando, después de diez años. Que ya tiene mérito.

– Y que lo digas. No creí que duraríamos más de diez días, cuando te vi llegar al aeropuerto para coger aquel avión a Mallorca.

– Ya ves, las apariencias engañan.

– Lo que sí vi en seguida es que eras una tía dura. Por el cabreo que te agarraste cuando me metí con tu forma remilgada de vestir.

– Era una cría. Y tú fuiste un cabrón. Lo admites, ¿no?

– Entonces me venías impuesta. Ahora mataría por ti.

– ¿Tanto?

– Que no me pongan a prueba. Después de años de entrenamiento, al fin he conseguido una compenetración absoluta con la Walther.

– Sabes que ese trasto sigue pareciéndome una exageración, ¿no?

– Bueno, me cojo muchos días la vieja Astra. Para compensar.

De pronto, a la sargento le entró una risa floja.

– ¿Ves? Es que no tienes término medio. O te traes ese cañón para matar rinocerontes o te cuelgas una antigualla que si algún día tienes que usarla se te encasquillará al segundo disparo. Eres un extremista. Y lo más grande es que cualquiera que te trate en tu estado normal, no como estabas hoy, diría que eres el colmo del equilibrio.

– Lo soy. El ying y el yang se contrapesan dentro de mí. Lo de hoy ha sido un momento de descontrol. No volverá a suceder. Y mi Astra no es una antigualla. Es verdad que la fabricaron hace setenta años, pero ya quisieran otras más jóvenes tener su consistencia. Me lo dijo el subteniente que me la vendió, y ése sabía de lo que hablaba.

Se me quedó mirando con expresión misteriosa. Había apurado su primera dosis de vino bastante deprisa, y en sus ojos ya había un brillo incipiente. Me mostró la copa vacía. Se la rellené al instante.

– ¿De verdad ibas a cenar un yogur viendo eso en látele?

– El yogur es sano. Facilita el tránsito intestinal, una función que a las personas de edad nos conviene mantener a pleno rendimiento. Y las tertulias de la tele me parecen estupendas. No sé lo que cobran los tertulianos, pero todo lo que les paguen me parece poco. Porque ellos solos cubren, en una labor casi heroica, la cuota de sandeces de toda la población. Les someten cualquier cuestión, y todas las abordan con esa mezcla fascinante de ignorancia, demagogia e irresponsabilidad que los convierte en una encarnación perfecta de la estupidez colectiva. Verlos durante media hora es una especie de anestesia. A mí me deja con un encefalograma casi plano, en el colmo de la placidez. Ninguna benzodiacepina es la mitad de potente que sus majaderías.

– Eres un arrogante, ¿lo sabes?

– No. Sé que soy un tonto útil. Por eso me desahogo así.

– Anda, ponte ensalada. Y bebe.

– ¿Me estás intentando emborrachar, sargento?

– Puede ser.

– ¿Para?

– No temas. Tu honra no corre peligro.

– ¿Entonces?

Chamorro bajó la vista y la dejó flotar en la superficie del vino.

– Quería hablar contigo, sin terceros y sin el trabajo de por medio. La verdad es que esta mañana me has preocupado un poco.

– ¿Por qué? Ya me conoces. A veces ladro, pero no muerdo.

– Nunca te había visto ladrar así. Sabía que estabas afectado por el juicio de la semana pasada, pero no imaginaba que tanto. Creía que cuando hablabas de dejarlo era uno de tus faroles. Ahora no sé si eso es lo que está pasando por tu cabeza, pero en serio.

Vacié mi copa. Quizá le debía una explicación. No se la negué:

– Ha pasado, no te lo niego. Especialmente durante el fin de semana. No sé si te haces cargo de lo que ha sido para mí esto. Empecé con ese caso justo cuando llegué a la unidad, años antes de conocernos. No estuve en la escena del crimen, nunca llegué a ver siquiera el cuerpo de ese hombre, pero el asunto estaba tan jodido y había tan pocas pistas, que me metí en su vida como nunca me he vuelto a meter en la de nadie. La revolví de arriba abajo, hasta que saqué la hebra mínima que lo unía al asesino. Para que te hagas una idea, sólo habían coincidido una vez, antes del crimen. Y cuando descubrí que era un extranjero que había regresado a su país y que por precaución ya no se movía de allí, me dejé las pestañas amarrándolo todo bien para que los magistrados compatriotas del criminal llegaran a apreciar que debían concedernos la extradición. En la práctica eso viene a ser un juicio en toda regla, donde además tienes al juez enfrente. Y lo ganamos. Lo engrilletaron y nos lo mandaron, para que nos ocupáramos de esa alimaña. Hicieron su cálculo: hasta para ellos era mejor tenerlo a buen recaudo en una cárcel española que suelto en su propio país. ¿Comprendes que me reviente que nuestros jueces lo absuelvan como si nada?

– Comprendo.

– Hay otra cosa. No sé si te lo he comentado. Lo mató con una maza de albañil. Una de esas que se utilizan para tirar paredes. Por la espalda, de un solo mazazo en la cabeza. Con el mayor desprecio por la vida de otro ser humano que nunca yo me haya echado a la cara. Y con el mayor desprecio por la policía, también. Sólo se preocupó de ponerse guantes. La maza ensangrentada la devolvió sin más a la obra de donde la había cogido, lo que hizo que la gente que al principio se encargó del caso perdiera unos días preciosos con los albañiles.

– Ya me imagino.

– Y todo, para robarle a aquel pobre hombre lo único que tenía de cierto valor, y que había cometido la ingenuidad de revelarle a este desalmado que poseía. Podría habérselo comprado, con el dinero que le sobra por su familia. Podría haber subido la oferta hasta que el otro no pudiera rechazarla, si es que le hizo alguna y no quiso vender. Pero le daba igual, vio el atajo, nada podía relacionarlos, y se lo cargó.

– Es una historia deprimente, nadie te lo discute.

– Lo es bastante más con el culpable absuelto. Y entiéndeme, lo de menos es que se permitiera amenazarme. Ojalá viniera por mí, y me diera la oportunidad de freírle la barriga. No me atrevo ni a llamar a la viuda. Y si me la encuentro, cómo la miro a los ojos. Cómo, antes de haber hecho que a esos cuervos los empapelen por prevaricación.

– No puedes hacer eso.

Inspiré hondo.

– No, no puedo, aunque ellos sí puedan decir en la sentencia que yo me empeciné en procesar a un hombre contra el que no había pruebas suficientes, y que eso explica que la investigación durara tanto, y que se consiguiera la extradición, y todo lo demás. Un hombre al que no había visto en mi puta vida, por la muerte de otro hombre al que ni siquiera conocí. Como si yo fuera un tarado. Y me la tengo que tragar. Pero ellos no se van a tragar nada. Tendrían que ser compañeros suyos los que les fundieran los plomos. Y perro no come perro.

Chamorro tomó mi mano. Estaba tan crispado que ni siquiera llegué a darme cuenta de que los que nos rodeaban, y no estuvieran oyendo nuestra conversación, podían interpretar lo que no era.

– Tampoco ellos los conocían de nada, Rubén -comentó-. No tienes ninguna base para afirmar que hayan prevaricado. Sencillamente, han hecho una interpretación demasiado garantista de la ley. Que tú no compartes, que yo tampoco comparto, porque si todos los jueces nos lo ponen así de difícil, con lo que espabilan los que tenemos enfrente, no vamos a poder juntar pruebas para que se condene a nadie. Pero seguramente es lo que ellos en conciencia creen que deben hacer.

– Claro. El escrúpulo de conciencia con el trabajo y el dolor ajenos es muy barato. Me gustaría ver si son tan estrechos con sus cosas.

Chamorro apretó mi mano y sonrió.

– Pues claro que no, jefe. Ésa es la condición humana. Tú mismo me lo enseñaste. La ley del embudo, para mí lo ancho y para ti lo chico.

– No Virgi. Eso no es tan inexorable. Algunos nos exigimos a nosotros mismos tanto o más de lo que les exigimos a los otros. Si no, esto sería una selva de mierda en la que no merecería la pena vivir.

– Muy bien -asintió-. Ahora es cuando me toca ponerme práctica.

Ya nos habían traído los segundos. Mientras la escuchaba, troceaba con el cuchillo mi pieza de carne. Estaba jugoso, aquel ibérico. Un contraste gratificante, frente al sabor agrio de mis pensamientos.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté.

– Que es lo que hay. Que no vamos a cambiarlo.

– Lo sé.

– ¿Y ahora qué? ¿Lo vas a dejar, entonces?

– Claro que no. Yo he cumplido. Que se vayan ellos.

– Y además, te gusta.

– Y además me gusta.

– Pues ya está, mi brigada. Capítulo archivado. El fiscal va a recurrir. No descartes que dentro de unos años el Supremo te dé la razón.

– Ni contaré con ello. Y son los mismos años que tiene ese cabrón para desaparecer y esconderse donde ya no podamos encontrarlo.

– Ahora el mundo es pequeño.

– Sí, que se lo digan a Bin Laden.

– Bueno, ya se verá. Prométeme que no vas a montarme otra como la de hoy. Que vas a ser respetuoso y obediente y formal con la juez para la que ahora estamos trabajando. Aunque sea una mujer.

– Eso es injusto, Virgi. Me has visto trabajar para muchas, y creo que nunca les he faltado al respeto. Y tampoco creo yo que tu condición femenina te haya traído nunca ninguna dificultad conmigo.

– No.

– No soy misógino. Odio a los inútiles sin distinción de sexo.

– Es verdad, no eres misógino.

– Aunque tampoco soy feminista, desde luego.

– Desde luego.

Dicho esto, se me quedó mirando, con expresión socarrona. Contuvo a duras penas la carcajada, hasta que no pudo más y estalló.

– Eres una arpía. Como todas.

– Claro. Pero sólo de vez en cuando. No me lo tengas muy en cuenta. Entonces qué, ¿seguimos siendo pareja frente a los villanos?

– Seguimos.

– Menos mal. Me quitas un peso de encima.

– ¿Ah, sí?

– No lo dudes. Tampoco es que seas como para tirar cohetes, pero las alternativas que hay dentro de la empresa son para echarse a temblar. Tú por lo menos no vas retransmitiendo tus impresiones sobre todos los culos y las tetas que te pasan por delante, como otros.

– Bueno, que también me fijo, ¿eh?

– Ya lo sé, qué te crees. No podéis no fijaros. Pero al menos te lo guardas para ti, lo que es mucho más llevadero. Y ahora en serio, nunca he sentido que dejaras de dar la cara por mí. Y eso cuenta.

– Nunca me has dado motivos para dejar de hacerlo.

– Me alegro.

Volví a llenar las copas de vino.

– ¿Quieres postre?

– Uf, yo no, estoy llena.

– ¿Compartirías un poco de queso con el vino que nos queda?

– Está bien. Por un día.

– Sólo si te apetece a ti. Que pagas tú.

– Pago a gusto.

Llamé al camarero y le hice el encargo.

Nos quedamos durante unos segundos mirándonos, cada uno haciendo girar entre los dedos su copa de vino. Andrés tenía razón, posiblemente era una de las mejores madrastras que podía conseguirle. La cuestión era que yo no buscaba nada de eso, y que aun si lo hubiera buscado, ella habría sido la última candidata que contemplara. Y no porque no me gustara su carácter, ni porque a sus treinta y cuatro años Chamorro hubiera dejado de ser una mujer atractiva. De hecho, el tiempo le había sentado bien, y salía ganando frente a la veinteañera insegura que era cuando la conocí. Aunque fuera siempre con la cara lavada y no hiciera nada para combatir las arrugas de expresión. Aunque llevara esa media melena de corte funcional. Viéndola, uno se preguntaba cuándo aprenderían tantas tontainas que las pinturas de guerra, la peluquería y las inyecciones de bótox son un arma mucho menos eficaz, en la escaramuza amorosa, que la serena conformidad consigo misma de una mujer contenta de serlo con todos sus avatares, incluido el paso del tiempo. Pero yo no iba a pretenderla porque mi corazón, para bien y para mal, se había quedado en otra parte, y porque a la propia Virginia le había tomado demasiado afecto para ofrecerle la estropeada mercancía que sobre esas premisas podía compartir con ella. No niego que alguna vez lo había hecho en sueños. Pero tenía claro que tratar de llevarlos a la realidad era consumar un pésimo negocio. Una triste muesca en mi revólver de pistolero sin esperanza, a cambio de una compañera que me cubría las espaldas cuando tenía que entrar en el saloon repleto de forajidos. Había otras opciones mucho menos insensatas para gastar mis sobrantes de pólvora.

– Sólo una cosa, en adelante -rompí el silencio.

– Qué.

– Ya me he cansado de hacer de poli bueno. Salvo que te diga lo contrario, a partir de ahora esa parte te toca a ti. A mí cada vez me cuesta más disimular la mala hostia, y más con según qué gente.

– En fin, si tiene que ser así… Pero es una pena, porque eres un poli bueno cojonudo. No sé si yo estaré a la altura.

– Seguro que sí. Y no te preocupes, que si alguna vez te ves apurada, recupero el papel. O si me entra la nostalgia, por lo que sea.

– Te dejaré a las mujeres, si quieres. Das bien el pego, con ellas.

– ¿Tú crees?

– Sí. Excepto conmigo. Yo te conozco. Veo a través de ti.

Fingí ponerme en guardia. O quizá no lo fingí del todo.

– Creo que ha llegado el momento de pedirte que pidas la cuenta.

Volvió a reírse, con esa risa suelta y blanda que le daba el vino.

– Era una broma. No, no lo veo todo. Por eso te respeto. Pero tienes razón, mañana hay que madrugar. Voy a pagar esto.

La acompañé hasta su coche, porque he recibido una educación anticuada de la que no me da la gana desprenderme, y menos porque la censure alguna que otra paranoica con el pelo pintado de fucsia. Antes de abrir su vehículo, Virginia me estampó un beso en cada mejilla. Era la forma en que nos despedíamos y saludábamos antes y después de las vacaciones, el año nuevo y esas cosas. Nunca, hasta entonces, un día cualquiera. Preferí no darle muchas vueltas, por si acaso.

– Gracias por este rato -dijo-. Debería invitarte a cenar más.

– Piénsatelo. Tengo buen saque, cuando me pongo.

– Tampoco es para tanto. Hasta mañana.

– Conduce con cuidado.

– Por supuesto. Y tú, negocia con los municipales, si te pillan.

– Lo intentaré.

Seguí con la mirada su Seat Altea plateado, impoluto como siempre. Un coche bonito sin pretensiones, que resolvía todas sus necesidades de la forma más eficiente, sin derroches vanos. La retrataba.

Logré llegar hasta mi casa sano y salvo y sin ninguna interferencia municipal. También conseguí que mis reflejos algo disminuidos no me llevaran a rascar el cemento de las columnas del parking de mi bloque. Cuando por fin entré en mi apartamento, sería el vino, la jornada de trece horas o la intensa velada, estaba tan hecho polvo que no me cupo duda de que esa noche iba a infligirle al insomnio una severa derrota. Como pude, me lavé los dientes, me desvestí y, al ir a colgar la chaqueta, me acordé de que llevaba en ella una figura de plomo. La puse junto a las otras que tenía sin empezar sobre mi mesa de trabajo. Luego me metí entre las sábanas con uno de los dos libros de cabecera del malogrado Óscar Santacruz. Lo había sacado de la mochila a ciegas, y resultó ser el chino. No intenté leerlo desde el comienzo. Ni siquiera intenté leerlo a trozos. Busqué, al azar, uno de los pasajes que él había subrayado. Y con estas palabras de Sunzi me quedé dormido:


La naturaleza del agua es evitar lo alto e ir hacia abajo; la naturaleza de los ejércitos es evitar lo lleno y atacar lo vacío; el flujo del agua está determinado por la tierra; la victoria viene determinada por el adversario. Así pues, un ejército no tiene formación constante, lo mismo que el agua no tiene forma constante: se llama genio a la capacidad de obtener la victoria cambiando y adaptándose según el enemigo.