"La estrategia del agua" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)

8 Crepuscular y canalla

Aunque lo disimulara, el joven guardia Arnau tenía la misma curiosidad que su viejo brigada por saber cómo había reaccionado la ex mujer de Óscar Santacruz al recibir la noticia. Chamorro nos miró a ambos con esa prepotencia que suele mostrar la gente cuando conoce algo que su interlocutor ignora. Una actitud tan descortés como difícil de evitar. La adoptan los jefes de gobierno frente a los de la oposición en los debates parlamentarios (quizá donde más pesa la desventaja, porque el jefe del gobierno tiene acceso a toda la información secreta del Estado, mientras su oponente lee los periódicos), los médicos ante los pacientes angustiados, los que viajaron a Australia con los que sólo llegaron hasta Murcia, los socios del club exclusivo hacia los que miran desde el otro lado de la valla, etcétera. También el oficio de policía le concede a uno con alguna frecuencia ese privilegio, pero como el funcionario policial es un mandado, el goce suele resultar transitorio. A Chamorro le había durado el tiempo en que no habíamos podido hablar a solas. Remisa a perderlo, aún lo alargó un poco más:

– ¿Quién conduce?

– ¿Puedes conducir y largar al mismo tiempo?

– La duda ofende.

– Pues toma -y le tiré las llaves.

Las atrapó al vuelo y abrió el coche con el mando a distancia.

– Mejor os lo cuento dentro.

Nos instalamos en nuestros respectivos asientos y la sargento puso en marcha el motor. Luego se tomó su tiempo para recolocar los retrovisores y ajustarse el sillón y el respaldo. Finalmente dijo:

– ¿Adonde?

– A la guarida. Vamos a hacer recuento de cromos.

– A tus órdenes.

– Y empieza a cantar. Ya.

– Vale, vale -se rindió, mientras enfilaba la salida del aparcamiento-. La verdad es que ha sido una experiencia poco común. Si me preguntas qué impresión me ha dado, no sabría muy bien qué responderte. Para empezar, estaba muy tranquila. Ni ha reaccionado con especial inquietud cuando le he dicho lo que era, ni ha parecido alterarse demasiado cuando le he contado el motivo de mi llamada.

A esas alturas, la sargento ya se había unido al tráfico de la calle y su mirada estaba concentrada en los avatares de la conducción.

– Eso bien podría respaldar la teoría de la hermana y la novia, ¿no? Quiero decir, que sea una fría asesina -apuntó Arnau.

– No necesariamente -discrepé.

– ¿Qué es lo que te sugiere a ti? -preguntó Chamorro.

Me tomé unos segundos para pensar, y para que ellos pensaran.

– Que es fría, desde luego, que no le impresiona hablar con la autoridad, y que su afecto hacia el difunto era inexistente. Lógico. Más sospechoso me habría resultado que hubiera hecho grandes exhibiciones de dolor. Porque entonces habría mentido sin lugar a dudas. Por lo que sabemos, que su ex haya dejado de respirar, sea cual sea la causa y el responsable, es para ella una excelente noticia. Salvo por el hecho de que en adelante dejará de devengar la pensión de alimentos del niño. Pero ya podrá compensarlo administrando la herencia.

– Estamos de acuerdo -dijo Chamorro.

– Bueno, al detalle. Reprodúceme la conversación exacta.

– Sí, merece la pena, porque retrata al personaje -opinó mi compañera-. Por ejemplo, lo que me ha soltado justo después de presentarme: «Ah, ¿en qué puedo ayudarla?» Creo que es la primera vez que recibo esa respuesta al identificarme como sargento de la Benemérita.

– Puedo creerlo. Si yo fuera un ciudadano y oyera al otro lado de la línea esa voz que te sale cuando haces de sargento, me pondría contra la pared, con las piernas abiertas y la mano libre en la nuca.

– Muy gracioso. Pero lo mejor viene después. Le cuento lo que acaba de pasar y que hemos recogido el cadáver de su ex marido con dos balazos del ascensor de su edificio. Todo del modo más crudo posible, para ponerla a prueba. Y qué dirías tú que me responde.

– A ver.

– Literalmente: «A lo mejor le sorprende lo que voy a decirle, sargento, pero no me extraña en absoluto. Tarde o temprano me temía que terminara así. Lo siento por su hijo. Es la última que le hace».

– Toma ya -dijo Arnau.

– No mercy -dije yo.

– ¿Cómo? -preguntó Chamorro.

– Sin piedad -traduje-. Sigues sin tomarte en serio el inglés, Vir. Así, mal vas a poder luchar contra el crimen en la sociedad global.

– Si no tuvieras ese acento tan redicho, lo mismo te entendía.

– No es redicho, sino British. Por mucho que a ti te resulte más fácil de entender, no pienso hablar nunca como un yanqui.

– ¿Tengo yo la culpa de que mi profe sea americana?

– ¿A que tú sí me habías entendido, Johnsy?

– Sí -admitió Arnau, como quien reconociera una vergüenza.

– No tiene mérito -protestó Chamorro-. En su colegio había profesores nativos. El del mío era nativo de Chiclana de la Frontera.

– Tendrás que superarlo, antes o después. ¿Y qué más te dijo?

– Como puedes imaginar, después de obtener semejante contestación, cumplí con mis deberes de sabuesa, es decir, le pregunté en qué se basaba para temer que a Óscar pudieran quitarle la vida.

– ¿Usaste esa expresión?

– Sí, me pareció apropiada, por melodramática.

– Toma nota, Arny, perfidia femenina. Esta ciencia no tiene precio.

– Ya veo, ya.

Chamorro meneó la cabeza y prosiguió con su relato:

– Pues no creas que eso la conmovió lo más mínimo. Y si lo hizo, bien que me lo ocultó. Tal vez se tomó un segundo de más para pensarse la respuesta, pero eso es todo lo que podría decirte que acerté a descolocarla con mi golpe directo. Lo que me dijo, en resumidas cuentas, fue que si todavía no lo habíamos hecho nos tomáramos la molestia de recabar el historial delictivo de su ex marido. En el que, y aquí cito de nuevo, se incluían «varias agresiones graves» hacia su persona y «varios delitos por tráfico de drogas». Añadió que era un hombre de vida desordenada y que no andaba en las mejores compañías, y que sobre todo temía que le ocurriera algo desde que después del divorcio supo que se había enredado en el mundo de las drogas. Por experiencia profesional, puntualizó como si me advirtiera de algo, le constaba que los aficionados que juegan con fuego corren mucho peligro frente a los tiburones del negocio. Como yo misma bien debía saber, dijo, y ahí casi llegué a tener la sensación de que era yo la examinada.

– Varias agresiones, varios delitos por tráfico de drogas -repetí-. Se ve que el fuerte de esta buena mujer no es la aritmética. O eso, o le dieron el título de licenciada en Derecho en alguna tómbola.

– Es una exageración corriente, defensivo-agresiva. Yo no le daría mayor importancia -juzgó la sargento.

– Es posible que no la tenga. Pero es un exceso. Que, en alguien que parece controlarlo todo tanto, no deja de llamarme la atención.

– Eso es verdad. Ya que mencionó lo de su profesión, aproveché para hacerme la tonta y le pregunté a qué se dedicaba. Con lo que, si os vais haciendo una idea del percal, podéis imaginar que le di pie a que me hiciera una nueva demostración de suficiencia. Carraspeó un poco y me dijo que era abogada y procuradora de los tribunales.

– Será o lo uno o lo otro -dije-. Son profesiones incompatibles.

– Se colegiaría primero como abogada y ahora estará como no ejerciente -dedujo Arnau, que tenía una hermana en el gremio leguleyo.

– Entonces no es legalmente abogada. Pregúntale a tu hermana. Me lo estudié una vez y me ha servido para parar a algún marisabidillo que quería hacer de letrado. Si no está como ejerciente, es tan abogada como la frutera de la esquina. Pero se ve que le gusta vacilar.

– De eso no te quepa duda. Importancia se la da toda y más. Al llegar a ese punto, pensé que no debía alargar mucho más la conversación. Así que me limité a decirle dónde estaba el cuerpo de su ex marido y que su hermana había venido para hacerse cargo de todo. Por si le interesaba, por el niño. A esto se hizo un silencio en la línea y después dijo que me lo agradecía, y que ya valoraría qué hacer, porque a fin de cuentas era su padre y el chaval tenía derecho a despedirse de él. Aunque por otra parte, se tomó la molestia de explicarme, no sabía si iba a ser muy conveniente exponerle a lo que pudiera pasar con la familia de su ex, con la que reconoció estar en muy malas relaciones.

– Sobre eso no finge ninguno, desde luego -apreció Arnau.

– Y hasta ahí puedo contar -concluyó Chamorro-. Luego empecé a oír los gritos de Ainara y creí que era más urgente ayudaros a no dar la impresión de que erais dos pervertidos que queríais raptarla.

– Lo que nunca te agradeceremos lo bastante, tal y como está el patio -dije-. Perdona, Virginia, ¿cómo se llamaba la ex de Óscar?

– Montserrat Castellanos García -recitó Chamorro, de memoria.

– Bueno, pues desde luego, si está implicada en lo que le ha pasado esta madrugada a su ex marido, lo que resulta evidente es que Montse no tiene un pelo de tonta. La otra posibilidad es que sea ajena al asunto, y en ese caso su comportamiento sería coherente y también acreditaría su inteligencia. Lo que me lleva a tomar una decisión respecto de esta mujer. No vamos a entrevistarnos con ella hasta que no hayamos reunido toda la información que podamos por otros medios.

– ¿Por qué? -preguntó Arnau.

– Si es inocente, no la molestamos indebidamente. Que sea antipática no nos otorga el derecho a fastidiarla más de lo imprescindible. Y si es culpable, no la abordamos hasta que sepamos bien el terreno que pisamos. Con una persona así, hay que llevar hechos los deberes.

– Me parece buena idea -me apoyó Chamorro.

– Gracias, mi sargento -bromeé.

– Ah, cómo eres.

De pronto, me entró la modorra. El cocido, el poco sueño, la fatiga.

– Creo que me voy a echar una cabezada -dije-, y así aprovecho para poner en orden las ideas. Me despertáis cuando lleguemos.

No llegué a dormirme. Apenas logré atenuar un poco mi estado de conciencia, en el que se intercalaron a ráfagas las estampas del laberinto de autovías de Madrid en hora punta, con sus miles de automovilistas atrapados entre el acero y el asfalto. En el cielo se anunciaba el arrebol de un espléndido atardecer de primavera. Aquellos firmamentos incendiados de pronto, a pesar de la cochambre atmosférica, eran una de las razones que me vinculaban a una ciudad cada día más demente y desorbitada, áspera y tumultuosa, pero a la que ya pertenecía sin remedio. El caso era que llegaba a extrañarla cuando, como era frecuente, pasaba temporadas fuera de ella, por razón del muerto de turno tirado en la cuneta de cualquier camino de cualquier provincia de aquel país no menos caótico que su capital. Un país, por cierto, que ya sólo para mí y unos pocos más conservaba su entidad como conjunto. Quizá eso mismo, poder librarme a menudo de Madrid, y recorrer el disgregado reino de alrededor, era lo que impedía que llegara a consumarse nuestra ruptura. En cambio, mi Montevideo natal iba convirtiéndose con el tiempo y la ausencia en un lugar imaginario, en el que los recuerdos de los pocos años que allí había vivido empezaban a parecer fotogramas sueltos de alguna viejísima película, extraviada en algún archivo por la negligencia o la muerte súbita de sus custodios. Nunca había regresado, desde que mi madre me sacara de allí y cortara el único y débil hilo que me unía a la tierra de mi padre y a mi padre mismo. Aunque los hilos entre las personas nunca los cortan otras, razoné en medio de mi sopor, y al hacerlo envidié al hijo de Óscar, por el que su progenitor había peleado tanto. Muchas veces había pensado en comprar un billete y malgastar junto al Río de la Plata algún permiso de verano, que sería invierno allí. Una y otra vez me había dicho que nada me obligaba, cuando el que debería haber cruzado el charco a la inversa jamás se había tomado la molestia. Pero me iba haciendo viejo, y hay cuentas que no conviene acarrear hasta la tumba. Algún día tendría que dar mi brazo a torcer, me dije, sin demasiado empeño. Y cerré los ojos para que dejara de dolerme aquella belleza crepuscular y canalla, ladrillo contra cielo, de mi ya irreparable Madrid.

Al fin llegamos. En la unidad reinaba el ambiente propio de la mitad tonta de la tarde, donde ya sólo perseveran aferrados al remo los infortunados y los torpes, ofreciendo un espectáculo desfallecido y una pizca deprimente que se intenta compensar con bromas o afectando gravedad, según el talante de cada uno. Mi teniente coronel ya no estaba: era hombre de vida ordenada y la última parte de la jornada la dedicaba a la vida social, en sus diversas modalidades susceptibles de favorecerle para lograr los anhelados ascensos. El generalato ya estaba más cerca, y desde que bajo el tricornio se podía llegar a teniente general, en sus ojos había una nueva luz, el sueño de alcanzar esa cúspide reservada a los elegidos entre los elegidos. Para eso había que mantenerse en cabeza, y Pereira iba a dar su pellejo por ello. Y el mío, y los de los que hicieran falta. Un hombre con una misión en la vida, ya sea la que desde edad temprana se había impuesto mi preclaro superior, o la de ese camarero al que en El largo adiós le pide una bebida la diosa rubia Eileen Wade, es una fuerza que ante nada se detiene.

Dejé que mi tropa se encargara de cruzar y completar la información que habíamos ido recopilando durante la jornada y yo hice como que pensaba delante de los antecedentes de Óscar, que Chamorro me pasó impresos en unos folios. Los papeles me decían dónde había sido detenido, en qué fechas y el resultado. En efecto, sólo tenía una condena firme, por un delito de amenazas contra su ex. Eran de las del artículo 171.4 del Código Penal, es decir, amenazas leves, tradicionalmente consideradas como simple falta hasta que las elevó a delito la reforma legal que con tanta amargura deploraba Magdalena Santacruz, para el caso de que la amenazada fuera mujer que hubiera estado ligada por vínculo de afectividad al autor. La sentencia la había dictado un juzgado de Madrid, imponiéndole a Óscar la orden de alejamiento y una pena de privación de libertad de ocho meses que no había tenido que cumplir. La otra denuncia, que le había supuesto la segunda detención, por supuesta agresión a la misma víctima, estaba juzgada y absuelta por otro juzgado madrileño, y recurrida ante la Audiencia Provincial. Y en cuanto al delito contra la salud pública, eufemismo legal para el tráfico de drogas, al que debía su tercera detención y su tercer banquillo, había sido juzgado y absuelto por un juez de lo penal de Alcalá de Henares. Detalle llamativo, cuando menos. Constaba además la cantidad de sustancia que le había sido intervenida, ínfima. Lo que ratificaba el testimonio de la hermana del difunto y también me dio algo que reflexionar. Por lo que se veía, Óscar había tenido la mala pata de cruzarse con un madero (ya que la actuación era de la Policía) que ponía un exceso de celo en perseguir un delito como aquel.

Mareé los papeles un rato, rehuyendo enfrentarme a algo que debía hacer, y que más me valía no seguir retrasando. Ella me había dicho a cualquier hora, pero como ya he recorrido un trecho en esta vida, no soy de los que se creen todo lo que les dicen, y menos lo que tiene que ver con importunar a alguien cuando seguramente prefiere estar a lo suyo. Así que inspiré hondo, recuperé la tarjeta de visita de su señoría y sin concederme ni un instante de duda marqué las nueve cifras.

– Dígame -respondió al quinto o sexto tono la juez Gómez Fernández-Vadillo, sobre un fondo ruidoso que la forzaba a elevar la voz.

– Señoría, ¿puede hablar? Soy el brig…

– ¿Qué, cómo? Espere, que aquí no le oigo bien.

Esperé. En la línea se oían gritos de niños, música de fondo, una voz femenina llamando a alguien por un sistema de megafonía. Aproveché la pausa para tratar de organizar mentalmente mi informe para la juez, pero con el barullo creo que más bien lo desordené un poco más. Finalmente, aquel ruido atroz fue reemplazado por un leve rumor callejero.

– Sí, dígame, ¿quién es? -preguntó.

– Soy el brigada Bevilacqua, de la Guardia Civil. Nos conocimos esta mañana junto a un ascensor.

– Ah, sí. ¿Cómo está usted? Disculpe, pero me ha pillado en el hipen Tratando de rellenar la nevera, que ya ni sabe una cuándo.

Para un hombre de nevera cuasivacía, que es al final la mejor técnica para sobrevivir sin dilapidar demasiado en situación de soledad predominante y paternidad discontinua, el problema logístico de su señoría era algo ajeno, pero obró el efecto de hacérmela más próxima. Era humana, se le amontonaban las cosas como a los demás.

– Lo siento, quizá prefiere que la llame en otro momento.

– No, no. Cuénteme. Todavía no hace tanto calor como para que se me estropeen los congelados.

– La llamaba para hacerle un resumen, tal y como me pidió. No puedo decirle nada demasiado concreto por ahora, pero algo más de lo que teníamos encima de la mesa esta mañana sí que hay.

– A ver.

Le hice una relación sucinta pero más o menos completa de las investigaciones, y mientras iba enumerando para ella indicios, testimonios y conjeturas, me di cuenta de que el día nos había cundido como no era común que lo hicieran las horas inmediatas al hecho delictivo. Si no era mezquina, María Antonia Gómez tendría que reconocerlo, aunque su especialidad no fuera, saltaba a la vista, ir repartiendo por ahí palmadas en la espalda. Por lo menos, confié en que mi informe me sirviera para contrarrestar la tirantez que había creado con ella por mi comportamiento indebido en la escena del crimen. No sé si lo logré, pero la juez me demostró que no era rencorosa. Al valorar nuestros resultados, en su voz había un tono aprobatorio, casi cordial:

– Es mucha información, brigada, no cabe duda de que han aprovechado el tiempo. Parece que éste no será uno de esos casos en los que cuesta encontrar un móvil. Pero al final será el que sea y habrá que descartar el resto. ¿Cómo lo ve usted? ¿Por dónde se inclina?

– Por nada, aún. Lo que dicen la novia y la hermana es muy raro. Y tampoco le veo mucho sentido, en términos de economía criminal. La ex mujer tenía la custodia del niño, una buena pensión, le había ganado al muerto la batalla del divorcio, por decirlo de forma simple. Y poca amenaza, en condiciones normales, debía de ser para ella la demanda de revisión de medidas. Si acaso podía exponerse a perder algo de dinero, pero para que le quitaran al niño, mucho y muy grave habría tenido que demostrar Óscar en el juicio. Con sus antecedentes penales y su cromosoma XY, el pobre lo tenía francamente crudo.

– Todos somos iguales ante la ley, brigada -me reconvino, con suavidad-. Lo del cromosoma es irrelevante, al lado de lo otro.

– Ya. Pero tampoco le iba a ayudar, y usted lo sabe. En suma, que no veo razones por las que una mujer que por otro lado no parece corta de luces hubiera de montar un asesinato. Y en cuanto a la parte oscura de la vida de Óscar, es pronto para pronunciarse. Pero tampoco tenemos aquí indicios de que estuviera tan metido en el ajo como para desencadenar una acción de esta envergadura. Los chicos de los polvos blancos no son reacios a practicar ejecuciones, como bien sabemos, pero no van por ahí ordenándolas para escarmentar a cualquiera. Un sicario, un arma, son recursos demasiado valiosos para quemarlos alegremente, y más con alguien a quien, por lo que sabemos, habrían podido meter en vereda, si querían, con mucho menos gasto.

– Entiendo. Pero tenemos un muerto. Alguien ha sido.

– Sí, y quizá hayamos dado ya, entre estas dos, con la pista buena, no le digo que no. Pero no tenemos información para sostener que pueda serlo ninguna de ellas. Ésa es mi conclusión, por ahora.

La juez guardó silencio durante unos segundos. Luego dijo:

– Así que necesita investigar más sobre ambas hipótesis. ¿En qué puedo ayudarle yo? Dígame, con confianza. Utilíceme, sin melindres. Respetaremos la ley en todo caso, pero me gusta resolver y no marear la perdiz, así que no dude en pedirme que haga mi parte.

Muchas confianzas me daba, aquella juez. Quizá incluso demasiadas, teniendo en cuenta cómo habían sido nuestros inicios. Mi deber y mi conveniencia me invitaban a aprovecharlas, pero fui cauto:

– En la hipótesis ajuste de cuentas por tratar con el lado oscuro de la Fuerza, no puedo pedirle nada aún. Quiero hablar con la gente de la Policía que lo detuvo. No es muy normal que le suelten la caballería a un despistado con unas papelinas. Veremos qué nos cuentan.

– ¿Y en la otra? ¿Cómo la denomina, por cierto? Me gusta su forma de nombrar las hipótesis, es usted un hombre muy ingenioso.

Cuando te dicen algo así, nunca sabes si no te están tomando el pelo. Lo que está claro es que con ello te hacen una faena: la de forzarte a demostrar el mérito adjudicado. Ejercicio este que, si bien con veinte años puede resultar estimulante, cuando uno anda ya en la cara B de la vida, tiende a representar un fastidio. El cuerpo me pedía decirle a la juez que se comprara un caniche y un aro incendiable para ayudarse a realizar esa faceta de su personalidad, pero por si su elogio era sincero, y acordándome de mis excesos anteriores, rehusé cortésmente:

– No sé. No es fácil. Por lo anómalo del caso, entre otras cosas.

– Está bien, no le pondré a prueba, perdone -dijo, conciliadora-. Pero yendo a lo que nos importa, ¿qué cree que debemos hacer? ¿Hablamos con la fiscal y ordeno una escucha telefónica a la ex mujer? Se lo digo porque pienso que podría ayudarnos a descartar o a seguir esa vía, según lo que hable y con quién. ¿No le parece, brigada? Desde luego que me parecía, pero me dejaba atónito que algo que habitualmente tenía yo que suplicarle a la autoridad judicial, y que según el caso me costaba sudores conseguir, fuera esa misma autoridad quien me invitara a ponerlo en marcha antes del momento en que yo mismo consideraba que tenía una justificación suficiente para solicitárselo. Procuré que no se notara mucho mi estupefacción:

– Es una diligencia que es bastante probable que antes o después tengamos que pedirle, pero en este momento no la veía aún…

– Vamos, brigada, no se ande con aspavientos -me interrumpió, resolutiva-. No sé a lo que está habituado, pero yo tengo mi estilo y no es cogérmela con papel de fumar. Me basta con el testimonio coincidente de dos testigos y los elementos objetivos que ya han aparecido en la investigación. Una escucha limitada. Dos semanas. Y luego decidimos si prorrogamos. Quiero que tengan acceso a sus conversaciones desde ya. Las que mantenga ahora, en caliente, serán más interesantes. Tanto para excluirla como para sospechar de ella, si procede.

Aquella mujer con puñetas los tenía bien puestos, no cabía duda.

– Hay otra cosa, hablando de teléfonos -recordé de pronto.

– Qué.

– Necesitamos también el PIN del teléfono del difunto. Estaba apagado y no hemos podido abrirlo. El listado de las llamadas nos lo dará la compañía, pero si queremos acceder al texto de los SMS…

– De acuerdo. Llámenme mañana a primera hora, y si estoy liada pidan hablar con el secretario. Díganle todo lo que necesitan para que se lo autoricemos. Y ahora tengo que dejarle, brigada… ¿Vila?

– Sí, así suelen llamarme.

– Pues yo también, si me permite. En fin, que ya empiezo a arriesgarme a que se me descongele la menestra, y no es lo que tenía pensado hacer esta noche. Gracias por todo. Hablamos mañana.

Me quedé pensando si lo último era un ofrecimiento o una sutil orden, coherente con la implicación que aquella mujer parecía determinada a mantener en la investigación. Seguramente era ambas cosas, pero de pronto la segunda no me molestaba como habría debido en condiciones normales. La verdad es que era un precio que estaba dispuesto a pagar, si seguía reportándome tan inusuales ventajas.

Me reuní con Arnau y Chamorro. Ya eran casi las nueve y más allá de esa hora no tenía sentido que siguieran fustigándose, sobre todo si considerábamos que esa noche no íbamos a reunir pruebas para detener a nadie y que al día siguiente los necesitaba frescos para seguir batallando. Antes de despacharlos a sus respectivas vidas, les pedí novedades. La sargento había estado haciendo gestiones con la comandancia y ya tenía los nombres de los policías a los que teníamos que entrevistar para conseguir más información sobre las distintas detenciones de que nuestro hombre había sido objeto. Además de eso, había conseguido una copia de la grabación de la cámara de la autovía y había empezado a trastear en los ordenadores de la víctima. Ninguno estaba protegido por contraseña, y me pidió permiso para llevarse el portátil a casa. Se lo denegué, naturalmente. Trató de protestar:

– Pero…

– Pero nada, Virginia. Mañana. Os quiero aquí a las ocho en punto y pienso exprimiros bien durante todo el día, así que date tregua.

– Si es una orden.

– Exactamente. ¿Y tú, Hansi, qué le traes a tu brigada?

Arnau tampoco había perdido el rato. Me había expurgado toda la documentación importante que había en las carpetas: seguro de vida, testamento, escrituras de propiedad, sentencia de divorcio, títulos académicos, declaraciones de la renta. Lo más suculento estaba en el seguro, de 100.000 euros, de los que Óscar había designado como beneficiarios a su hijo, por dos terceras partes, y a Ainara, por el tercio restante, y en el testamento, que contenía la misma distribución para su herencia y una serie de reglas y cautelas para que la madre y representante legal de su hijo no pudiera administrar sin supervisión la parte de éste ni pudiera estorbar la adjudicación de bienes a la chica. Un hombre precavido, y también con la suficiente inteligencia como para darse cuenta de que era mejor ahorrarles conflictos a todos.

También la sentencia del divorcio tenía su enjundia. A pesar de haber arrancado de una denuncia y un procedimiento por violencia de género, el proceso había acabado con un convenio firmado de mutuo acuerdo que la sentencia se limitaba a aprobar. Al final, Óscar había comprendido que no tenía sentido dar una batalla frontal perdida de antemano, y había pactado para salvar los muebles. Lo que más o menos había conseguido, y de nuevo acreditaba su buen criterio. O el de ambos cónyuges, dentro de las circunstancias de partida.

Los títulos académicos, la escritura de propiedad del piso y las declaraciones de la renta confirmaban lo que nos había contado su hermana, que en este punto también resultaba ser un testigo fiable. Había estudiado lo que ella nos había dicho, levantaba unos buenos ingresos (algunos años, muy buenos) y no debía ni un euro de hipoteca.

– Pues ya tenemos a alguien más con un móvil -observó Chamorro.

– ¿Quién? -preguntó Arnau, sorprendido.

– Ainara. Treinta y tres mil euros del seguro, para empezar. Más el tercio del pastel hereditario. Por mucho menos se cargan a gente.

– ¿En serio, mi sargento?

– Ah, nunca se sabe.

– Anda, no seas mala, no me confundas al chaval -la reprendí-. Esa chica tiene un móvil teórico, desde luego, pero ya la hemos visto. Es una mujer enamorada hasta el tuétano, que llora de corazón a su hombre. Y que lo va a seguir llorando siempre, así viva cien años.

– ¿Cómo lo sabes?

– Igual que tú. Porque sé cómo son las otras. Y hasta cómo fingen.

– Muy seguro estás tú de eso.

– ¿Y la moto? -me dirigí a Arnau-. ¿Algo de Albacete?

– Acabo de hablar con ellos. Se han informado discretamente sobre la titular, Leire Pastrana Marín. Veintiséis años, soltera, atractiva, atlética. Diplomada en Educación Física, da clases de aerobic, Pilates y no sé cuántas cosas más en un gimnasio para los pijos de la ciudad.

– ¿Hay pijos en Albacete? -preguntó Chamorro.

– Claro, mujer, en todas partes -dije-. Son un servicio público.

– Por lo que se refiere a la moto -prosiguió Arnau-, sabemos dónde está ahora mismo: en el garaje de casa de Leire en Albacete.

– Con dos horas sobra para devolverla allí. ¿Pareja viril conocida?

– La moto la conducía un maromo que ha ido esta tarde a recogerla a la salida del gimnasio. Estatura media, complexión robusta.

– Pues apúntalo todo -concluí-. Quizá haya que ir a mirar.

– Ahora que sabes que está buena, ¿no? -se burló la sargento.

– Claro. Y que el novio no es tan alto. Hala, a casa los dos.

A regañadientes, recogieron sus cosas y salieron. Yo me quedé un poco más, removiendo lo que habíamos traído en las cajas. Volví a dar con Epicteto y Sunzi, y sobre la marcha decidí con qué enfrentaría el insomnio si volvía a visitarme. Estaba guardando los dos libros en mi mochila cuando vi a Chamorro, apoyada en el marco de la puerta.

– Yo no puedo llevarme trabajo pero tú sí, ¿eh?

– Es para ayudarme a dormir. Mi religión me prohíbe la química.

– Ya. Una pregunta. ¿Tienes plan para cenar?

– Sí. Un yogur de muesli viendo alguna tertulia basura en la tele.

– Déjame invitarte, anda. No será peor.