"La estrategia del agua" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)

7 Una cosa detrás de la otra

De repente, Ainara se transformó en otra persona. En el orden de prioridades de su cerebro algo se había antepuesto al fin a la congoja y la furia que hasta entonces la poseían. Como cualquier ser humano, era naturalmente proclive a la venganza, y acababa de percatarse de que estaba hablando con quienes podían procurársela.

– Fue la semana pasada -dijo-. El lunes, si no recuerdo mal. Era de noche, y Óscar venía del trabajo, por la carretera que va de la autovía hasta el pueblo. Según me dijo, todo pasó muy rápido. La moto debía de haberle estado siguiendo con las luces apagadas, porque no se dio cuenta hasta que no se le puso al lado. El ruido le llamó la atención y entonces los vio. Eran dos. El que iba de paquete miraba hacia él mientras se metía la mano bajo la cazadora, como si fuera a sacar algo. Óscar frenó en seco. Los de la moto siguieron un trecho más, hasta que se cruzaron y se salieron a la cuneta para dar la vuelta. Al verlos girar, Óscar no se lo pensó: pisó el acelerador a tope y no bajó de 150 hasta que llegó al pueblo. Los dos tipos no fueron tras él. No se arriesgaron. Ahora está claro que esperaron a tener una ocasión mejor.

– ¿Le dijo cómo era la moto? ¿Le describió a esos tipos?

– Negra. Y los tipos, tirando a grandes. Nada más. Llevaban casco.

– ¿Por qué no lo denunció?

Ainara se enjugó las lágrimas que surcaban sus mejillas.

– Me llamó muy alterado, desde casa, esa misma noche. Me lo contó y yo le dije que nos fuéramos a poner una denuncia inmediatamente, que aquello era algo que no podía dejar pasar y que necesitaba protección, o lo que fuera que pudieran darle. Pero él no quiso. Dijo que no había visto la matrícula, que no le habían hecho nada, que no tenía más prueba que su testimonio y que con eso ningún policía actuaría. Que lo archivarían y ya está. Y que si se le ocurría acusar a su ex y no podía probarlo, lo mismo le caía una querella de la otra y la perdía y se le complicaba todavía más lo del chico. Eso era lo principal para él. Recuperar al chico. Por eso estaba dispuesto a tragarlo todo.

– Ya veo.

Llegados a este punto, Ainara rompió a llorar de nuevo.

– No sé si ustedes lo piensan alguna vez -dijo, entrecortadamente-. ¿Para qué están? Ustedes, y los jueces, y todo el tinglado. ¿Para qué? Para que cuando un inocente aún está a tiempo de salvarse nadie le haga caso, y los criminales puedan seguir moviéndose a sus anchas, hasta que se encuentran ustedes con el cadáver. Y entonces ya sí. Entonces ya se lo toman en serio, y se preocupan, o más bien hacen como que se preocupan, y al final pillan a la mitad de la mitad de los malos. ¿O a lo mejor es mucho, la mitad de la mitad? ¿A cuántos cree usted que pillan, de verdad? Por ejemplo, dígame: ¿a cuántos de los asesinos que ha perseguido usted ha llegado a meter en la cárcel?

Me era difícil oponer nada a la queja que aquella joven e irritada ciudadana acababa de formular, contra la maquinaria de la que en mi condición de insignificante peón formaba parte. No sólo tenía razón, sino que cada día que pasaba la tenía en mayor medida, y una de las técnicas mentales en las que se basaba mi precaria estrategia de aceptación de la realidad consistía precisamente en no prestar demasiada atención a aquella incontestable y desoladora evidencia. Siglos de desarrollo de las garantías jurisdiccionales, décadas de evolución en los procedimientos policiales para el esclarecimiento de los delitos, habían servido principalmente para que cualquier desalmado dispusiera de abundantes recursos para eludir sus responsabilidades y para coaccionar a placer a sus víctimas indefensas. Y mientras tanto, éstas veían deterioradas, hasta extremos delirantes, sus posibilidades de obtener la protección de quienes se suponía que nos dedicábamos a ello. Ainara tenía razón. Si Óscar se hubiera presentado esa noche en el puesto de la Guardia Civil, le habrían tomado la denuncia y poco más. Eso, si aquella misma noche no había algún otro incidente que desbordara a la poca plantilla del puesto; sobre todo, alguno de los que según las directrices políticas tenían la máxima prioridad, entre los que no se contaban, por cierto, las amenazas ambiguas de muerte recibidas por varones adultos. Y si aquella chica supiera. Si alguien le contara cómo, por ejemplo, los llamados testigos protegidos, que en teoría venían a ser el summum del amparo por parte del sistema, veían una y otra vez filtrada su identidad, para alborozo de quienes deseaban ajustarles las tuercas… Por no hablar de la desproporción entre los medios que se destinaban a la protección de ciudadanos amenazados y los empantanados en la seguridad rutinaria de figurones y ex figurones.

Pero no eran estas consideraciones las que iban a ayudarme a empujar la faena que ahora me incumbía, ni tampoco las que el sentido común aconsejaba compartir con ella en aquel justo instante. De modo que, sin rehuir su justa e indignada protesta, le respondí:

– Verá, no he podido cambiar el curso de la Historia, señorita. Ni creo que lo haga, ya. Ni siquiera me atrevería a decir que pude llevar ante el juez, porque eso es lo que a nosotros nos toca, a la mitad de la mitad de los culpables de los delitos que han pasado por mis manos. Pero sí puedo asegurarle que ahora mismo están respirando el aire del talego algunos sujetos a los que les gustaría partirme las piernas, y que a nada que la coyuntura nos favorezca, conseguiré que se les sumen los que mataron a Óscar. Y esto no se lo digo en nombre de la ley ni del Cuerpo. Se lo digo por mí y por mi gente y ya nos irá conociendo. Preferiría devolvérselo, pero hasta ahí no llegan mis poderes.

Ainara me observó con interés. De alguna forma, había logrado apartarme de la monserga más o menos oficial que se esperaba, lo que con alguien como ella, deduje, era una forma de ganar unos cuantos puntos. Cuando menos, vi que su rostro adquiría una expresión en la que por primera vez había algo de simpatía hacia mi persona.

– ¿Puedo pedirle un favor? -dijo.

– Puede. Y si está en mi mano, cuente con ello.

– Está, creo. No vuelva a llamarme señorita. Me llamo Ainara, y me gusta mi nombre. Y mejor… háblame de tú. Como tu compañera. Yo te voy a tutear. Bueno, ya te estoy tuteando, si no te importa.

– Por mí, bien.

– Me da palo el usted, ¿sabes? Es feo, no sé, como distante.

– En mi caso, sólo es respeto.

– Eso está bien.

– ¿El qué?

– Que me respetes. Aunque me saques treinta años. Y sobre todo que respetes mi inteligencia y no me hables como si fuera tonta.

Chamorro intervino entonces, para despejar el error.

– No te saca tanto, Ainara.

– Bueno, yo qué sé, calculaba a bulto.

– Te lo aclaro porque, a ciertas edades, eso les empieza a doler.

La estaba gozando, la muy traidora. Sin duda era una buena técnica para que la chica se relajara, pero aquella se la iba a guardar.

– Lo sé -dijo Ainara-. Siempre me metía con Óscar por eso. Pero no te agobies, brigada, lo de la edad os preocupa más de la cuenta. Los hombres sois unos suertudos. La edad no os hace tanto daño como a nosotras. Yo hasta diría que os mejora, ¿no te parece, sargento?

Chamorro se rió de buena gana.

– Depende -opinó.

– ¿De qué? -pregunté.

– No quieres oír la respuesta, mi brigada.

– Está bien. Supongo que podré vivir sin ella.

– Y que lo digas.

– Oye, sois dos polis muy raros -juzgó Ainara, asombrada.

– Es que no somos polis -dije-. Vamos, lo que la gente entiende por eso, los maderos. Somos picoletos, que es una cosa un poco más surrealista. Como el sombrero que nos ponemos para desfilar.

– Tampoco parecéis picoletos.

– No creas. Eso es que has visto pocos. Nosotros nos reconocemos a la legua. El problema es que los malos también.

– Claro, ya me supongo.

Ainara se quedó de nuevo callada. La observé por el retrovisor, lo poco que podía por el ángulo del espejo. Seguía con los ojos empañados, pero su gesto era ahora mucho más apacible. De pronto dijo:

– Gracias.

– ¿Por? -preguntó Chamorro.

– Por llevarme en vuestro coche, y hacer incluso el esfuerzo de distraerme. Siento haberme comportado así. Tengo un pronto muy malo. Os prometo que a partir de ahora trataré de contenerme.

– No pasa nada -la excusé-. Es normal.

– Es que no puedo creerlo. No puedo.

Y volvió a echarse a llorar. Ahora lo hizo quedamente, encogida sobre sí misma, con sollozos tan profundos que parecían brotar desde lo más recóndito de su pecho. Le hice una seña a Chamorro.

– ¿Seguro? -preguntó.

– Seguro.

Detuvo el coche y encendió las luces de emergencia. Ella rodeó por detrás y yo por delante. Se sentó junto a la chica y la acogió entre sus brazos. Yo me ajusté el asiento y los retrovisores y reanudé la marcha. Durante el resto del trayecto fueron las dos así, la una arrebujada entre los brazos de la otra y yo mirándolas de hito en hito por el retrovisor. Hay algo incomparablemente tierno en los gestos de compasión entre mujeres. Como hay algo insuperablemente feroz en la forma en que se aborrecen, cuando les da por esa otra manera de vincularse.

En la sala de espera del Anatómico Forense estaba Magdalena Santacruz. Sentada muy derecha en el asiento, con la mirada perdida ante sí. Al ver a Ainara se puso en pie y las dos mujeres se observaron durante un instante, sin saber muy bien qué hacer. Finalmente, Magdalena tomó la iniciativa y se acercó a la joven. También era más alta que Ainara, y también al tomarla entre sus brazos la otra parecía regresar a la pequenez y el desvalimiento de la infancia. Estuvieron así, fundidas en aquel abrazo, durante tal vez medio minuto. Ainara no podía dejar de llorar, y Magdalena trataba de calmarla pasándole la mano por la espalda. Al fin, la chica pudo rehacerse y le dijo, conmovida:

– Nos lo ha matado. Esa perra. Lo ha hecho. Esa rata asquerosa, que no le llegaba a Óscar a la altura de los zapatos. Esa…

– Calma -dijo Magdalena-. Ahora es cosa de estos señores. Tú estáte tranquila. Vamos a intentar estar todos tranquilos.

– No quiero estar tranquila. Quiero sacarle los ojos.

– Y yo. Pero no vamos a hacer eso, así que olvídalo. Hay que ayudar en lo que nos pidan. Para que ellos le den su merecido. ¿Vale?

Lo que poco después les pedimos, porque era una formalidad que no podíamos saltarnos, fue que reconocieran el cadáver. Para mí estaba muy claro, de las dos, quién debía y quién no debía hacerlo. Pero en esas situaciones no siempre es posible encauzar los acontecimientos de la manera que uno cree más conveniente. Sugerí a Magdalena que pasara ella y a Ainara que se quedara fuera. Incluso intenté el torpe ardid de alegar que la hermana era familia, legalmente hablando, y la otra sólo una relación de hecho, con lo que la identificación que necesitábamos era la de la primera. Pero ya había previsto que ninguna fuerza humana podría impedir que Ainara diera su último adiós a Óscar, y menos iba a valerme a esos efectos un legalismo traído por los pelos. De modo que pasaron las dos, acompañadas por Chamorro. Mientras tanto, yo me quedé en el pasillo, hablando con la forense.

– Una bala alojada en el cráneo -explicó-. Lo que quiere decir que se la dispararon a cierta distancia. Así que buscan a un asesino que tiene alguna puntería y bastante confianza en sí mismo. La otra ya sabrá que la extrajeron del piso del ascensor, ésa sí que debió de disparársela bien cerca, lo bastante como para atravesarlo. Por lo demás, y a la espera del análisis toxicológico, nada digno de mención. Murió como consecuencia de los dos tiros. En torno a las tres de la mañana. -Lo tiene usted claro.

– Completamente. Hoy me ha tocado abrir a dos hombres sanos, que muy bien podrían haber vivido cuarenta años más. Pero a uno le mandó un par de balas el odio ajeno y al otro lo estampó contra el suelo el odio que se tenía a sí mismo. Hay días en que este trabajo es un desperdicio, brigada. Metes el bisturí para no encontrar más que lo que ya sabías, y luego coses para tapar el destrozo inútil. Es una suerte que los clientes nunca se te puedan quejar de la cicatriz.

– Bueno, nunca se sabe a ciencia cierta qué puede haber.

– Sí, ésa es la teoría. O el protocolo. Qué sería de nosotros sin protocolos. En fin, yo ya he acabado por hoy. Mañana les haré llegar el informe completo. He quedado para cenar, así que voy a darme una buena ducha y a olvidarme de esto. Que tengan ustedes suerte.

– Y usted buen provecho.

– No se lo va a creer, pero después de una sesión de éstas siempre tengo un apetito de lobo. Es como para preocuparse, ¿no?

– No sé. Por si le sirve de algo, a mí me pasa igual, siempre que asisto a una. Supongo que es la necesidad de celebrar por todos los medios que uno no es el que está tumbado sobre la mesa, aún.

– Será eso. Hasta luego.

La vi irse, taconeando por el pasillo. Vista de espaldas, habría podido pasar por una estudiante adolescente. Mientras hablábamos, me había fijado en sus manos. Dos manos diminutas y huesudas, con las que acababa de desguazar el cuerpo de dos hombres. No sabía el otro, pero Óscar no era precisamente pequeño. Pensé que si cualquiera de los dos se la hubieran cruzado en vida lo último que habrían pensado era que iban a entregarle tras la muerte el secreto de sus visceras a aquella criatura de proporciones casi minúsculas. Y luego pensé que quién me mandaba pensar esas cosas, y para qué valían.

En el depósito tenía a dos testigos identificando el cadáver de un ser querido, y eso era lo que debía preocuparme. De hecho, me intrigó el silencio que reinaba al otro lado de la puerta. Había supuesto que tendría puntual noticia del momento en que retiraran la sábana por el alarido que al hacerlo brotaría de la garganta de Ainara, de la potencia de cuyas cuerdas vocales ya estaba bien avisado. Pero habían transcurrido varios minutos y no había oído nada. Justo entonces se abrió la puerta y apareció Magdalena, sonándose la nariz y con los ojos empañados de lágrimas. Tras ella venía Ainara, a la que mi compañera daba su brazo. No lloraba. Caminaba extrañamente abstraída.

– ¿Por qué tenía el cuello vendado? -preguntó de golpe.

– No pienses en eso -le pidió Chamorro-. Ya está.

El detalle aumentó mi simpatía por la forense. No todos los de su gremio tienen esa delicadeza. La de tapar los estragos del cadáver que no pueden restaurar con la sutura, como el orificio de salida del tiro de gracia que a Óscar Santacruz le habían pegado desde arriba, cuando yacía con el cuello doblado contra el rincón del ascensor.

Poco después llegó Arnau, y casi a continuación una comitiva de beneméritos de la que sólo me sonaba uno de sus elementos: la cabo rubia que estaba en la escena del crimen, y que era la de menor graduación del grupo. Precediéndola venían un sargento y un teniente. El teniente era un tipo alto, bien plantado, y bastante joven, no pasaría de los treinta. El sargento era algo mayor y un poco entrado en carnes. Vagamente deduje, pero preferí quedarme a la expectativa.

– ¿Brigada Vila? -preguntó el teniente.

– Soy yo.

– Soy el teniente Miranda y éste es el sargento Maroto. Los responsables de la demarcación. Esta mañana estábamos citados en un juicio. Por eso no hemos coincidido en el lugar de los hechos.

No era a mí a quien debía dar explicaciones de su ausencia, ni tenía ningún motivo para entender que no estuviera justificada. Por lo demás, la excusa era perfectamente verosímil. Cuando a uno le citan como testigo en un tribunal, bien pueden hacerle perder toda la mañana, y es algo de lo que no cabe escabullirse, así maten a alguien.

– Aja -asentí-. Bueno, no tienen por qué preocuparse. La cabo se ha hecho cargo de la situación con absoluta diligencia.

– ¿Tienen ya alguna hipótesis?

La pregunta me dio un poco que pensar. Hay una serie de actitudes en la vida en las que no me gusta incurrir. Entre ellas está la de dármelas de listo o de prepotente con quienes trabajan día a día sobre el terreno, y que aparte de tener que comerse la ingrata rutina (no como yo, que sólo dedicó mis neuronas a los casos de verdadera sustancia) poseen información directa sobre quién es quién en su territorio, un material del que yo carezco y que puede resultar fundamental. Tampoco me gusta dar la impresión, más allá de la broma entre camaradas, de que soy condescendiente con los más jóvenes, y menos con los que ostentan mayor graduación que yo, porque eso, además, invita a sospechar un resentimiento del que carezco. He aprendido a convivir con todas las torpezas y limitaciones de mi biografía.

Pero dicho esto, la verdad es que no me apetecía nada tener sobrevolándome a otro pájaro que se creyera con derecho a pedirme cuentas de mi trabajo. Con sentir en la nuca el aliento de su señoría, aparte del de mi teniente coronel, ya tenía más que suficiente. De modo que traté de escoger bien mis palabras, para despejar cualquier posible equívoco sin crear por mi parte ningún otro. No era una tarea fácil.

– La cosa está bastante clara -respondí-. Es un asesinato y es un encargo. Ahora queda profundizar en las circunstancias y el entorno del difunto para ver dónde puede haber un móvil y un culpable.

– ¿Y han dado ya con alguna vía de investigación?

– Puede haber más de una. Pero me parece que todas nos llevan fuera de esta comarca. Acababa de mudarse y no estaba muy arraigado en el pueblo. Su centro de intereses, tanto laborales como de otro tipo, lo tenía fuera de aquí. De todos modos, si encontramos algo que nos haga modificar esta apreciación, se lo haremos saber. Lo que sí nos interesaría es que comprobaran si algún vecino del barrio observó algo raro en torno a las tres de la mañana, que es la hora en que la forense ha fijado la muerte. Ya hemos hecho algunas pesquisas preliminares al respecto, pero todo lo que podamos saber nos vendrá bien.

Me sentí razonablemente satisfecho. No había rehuido sus preguntas, y le había dejado entrever con sutileza que su función no consistía tanto en controlar mi trabajo como en facilitarlo, en aquello que quedaba dentro de su esfera de responsabilidad. A cualquiera que estuviera en su lugar y tuviera algo más de recorrido no habría hecho falta explicárselo, pero entendía que la juventud y la legítima ambición del teniente Miranda podían representar un obstáculo para el discernimiento de tales matices. Y en seguida supe hasta qué punto.

– Suena como si nos estuviera dando órdenes, brigada.

En verdad era lo que me faltaba. En algún lugar de las alturas, a alguien que debía de llevar un exhaustivo inventario de mis faltas le apetecía que aquella jornada no dejara de depararme ninguna de las pruebas a las que más me exasperaba verme sometido. En ese punto, por razón de mi inferior grado y mi mayor experiencia, debería haber buscado una forma conciliadora de deshacer el malentendido con el bisoño oficial. Pero en lugar de eso, tomé el camino brusco:

– En absoluto, mi teniente. Les estoy pidiendo ayuda, que sé que nos darán, cumpliendo con su deber. Y ya que están aquí, les pido ayuda para otra cosa. Hemos podido saber que el difunto y las personas cercanas a él estaban en malos términos con la ex mujer, y madre de su hijo. No sé si a ella le dará por acercarse por aquí, pero tengo la impresión de que no estaría de más que estuvieran alerta y ya de paso se encargaran de prestar la asistencia necesaria a los familiares.

– Ah, ¿ya se van ustedes? -dijo, mordiendo las palabras.

– Sí. Tenemos que verificar algunos datos que hemos ido reuniendo a lo largo de la jornada. Seguiremos interrogando a la novia y a la hermana en otro momento. Ahora es mejor dejarlas reponerse.

– Brigada.

– ¿Sí, mi teniente?

– ¿No me ha entendido o no me quiere entender?

– ¿Perdone?

– Le estoy pidiendo que me informe de lo que han averiguado hasta ahora. Soy el responsable de la demarcación, además de su superior.

– No, es usted un superior, y como tal lo respeto. Pero en el mismo momento que el coronel de su comandancia, su superior, llamó al de mi unidad, que es el mío, dejó de tener derecho a estar informado de todos los detalles sobre este caso. Yo informo a mis jefes, y si quiere saber algo más que lo que necesitemos comunicarle para avanzar en la investigación, pida a su jefe que le pida al mío que me lo mande. Por si no se lo ha advertido la cabo, su señoría ha decretado el secreto de las actuaciones. Y como bien sabe, también esa autoridad es superior a la que le confieren a usted, mi teniente, su destino y graduación.

– Mal vamos a entendernos así, brigada.

– Nos entenderemos. Porque al final los dos haremos lo que tenemos que hacer. A sus órdenes, mi teniente. Con su permiso.

Y lo dejé allí, flanqueado por la quietud taciturna del sargento y la rigidez inexpresiva de la cabo, sabiendo que no era algo de lo que pudiera sentirme orgulloso y que acababa de ganarme tontamente una dificultad. Como le había dicho al teniente, no auguraba que fuera una dificultad insalvable, pero ningún alpinista sensato se permite arrearle con el piolet a un saliente que pueda servirle para la escalada.

Arnau, que había asistido con una expresión de moderado espanto a mi escaramuza con Miranda, vino detrás de mí. Guardó un silencio fúnebre, que prolongó incluso después de alejarnos del trío lo bastante como para que no oyeran cualquier comentario que diera en hacerme. Me pareció que debía decir yo algo para aliviar su tensión.

– Respira, Jack Jack, que por ahora no tendrás que negarme como Pedro a Cristo -bromeé-. Ahí atrás no ha ocurrido nada.

– No sé yo… ¿Por qué no ha querido informarle?

– Por lo que le he dicho. No está en la investigación, hay un secreto del sumario, y en este oficio, como en el póquer, no se gana nada enseñando las cartas que vas juntando a todo el que pasa.

– Si puedo hacer una observación…

– Claro, pequeño saltamontes. Observa.

– Eso que dice lo entiendo, pero ha estado un poco chulo, ¿no?

– Psé. Puede ser. Lo que no me ha dado la gana es dejarle a él que me chuleara a mí, que era a lo que venía desde que ha entrado por la puerta. Como dicen en la tele cuando hacen experimentos peligrosos, tú no intentes repetirlo en casa. Son alardes que a los viejos nos perdonan, o nos los podemos hacer perdonar, pero que a ti todavía pueden costarte un disgusto. Y que tampoco sirven para nada.

– En esto, por una vez, no pensaba tomar ejemplo.

– Juiciosa actitud. ¿Dónde has dejado el coche de la chica?

– Lo he aparcado cerca de la entrada. No tiene pérdida.

– Muy bien. Pásame las llaves.

– Aquí están. ¿Puede dejarme las del nuestro? Se las he pedido a la sargento, pero me ha dicho que se las llevó usted.

Aquella inusual iniciativa del joven guardia me dejó algo intrigado. Aun así, rebusqué las llaves en el bolsillo y se las tendí.

– ¿Para qué las quieres, si puedo preguntarlo?

– Desde luego, mi brigada. Me he acordado de lo que dijo antes de los papeles del seguro de entierro de la víctima. Creo que sé en qué archivadores de los que recogimos del piso podrían estar. Y he pensado que no estaría de más dárselos cuanto antes a la familia.

Asentí un par de veces, admirado.

– Con otra gente hay que echarse a temblar cuando te dicen que han estado pensando -observé-. Pero en tu caso barrunto que hasta pueda ser algo a lo que haya que alentarte. Veo que estás al quite, y no has tenido mala idea. Así nos ganamos unos puntillos con Magda.

– Eso me pareció, mi brigada.

– Y otra cosa, ya que estamos.

– Usted dirá.

– Con el usted tiene que ver, precisamente. Ocurrirá tarde o temprano, así que vamos a ir eliminando estorbos. Ya te he dicho que no estás obligado a recordarme a cada minuto la miserable graduación que he alcanzado al cabo de dos décadas de servicio. Y ya asumo que no se te quitará el tic de aquí a mañana, pero ve intentándolo. Lo que también me gustaría es que dejaras de tratarme de usted. Por lo menos cuando estemos solos. La necesidad de aparentar que me respetas un huevo ante extraños, ya sean de la empresa o de fuera, la dejo a tu discreción. Eso sí, cuando estemos de incógnito, por cada usted que se te escape nos pagas un menú a la sargento y a mí. Y si en ésas se te escapa un mi brigada, mando que te hagan la manicura de El crimen de Cuenca.

– Perdón, eso último no lo he entendido.

– ¿No viste la película?

– Pues no. ¿Debería?

Entonces reparé en la edad de Arnau y la antigüedad de la cinta. Por más que lo intentara, era imposible: uno no puede terminar de asumir ciertos efectos del paso del tiempo. Por ejemplo, llegar a trabajar con alguien cuya madre posiblemente ni había conocido varón cuando uno vio las películas que nutrieron su imaginario, labraron su carácter y poco a poco le van convirtiendo en un intruso grotesco en el presente. Me sacudí la nostalgia y afronté la pregunta de mi pupilo:

– Bueno, no deja de tener su interés, para quien persigue crímenes, aunque nuestros antecesores no salen muy bien parados. Entre otras cosas por la utilización de técnicas antiguas de persuasión, y en particular una que tiene que ver con las uñas del interrogado y cierto uso que puede darse a las tenazas con un poco de mala leche. De la que aquellos viejos compañeros nuestros no andaban cortos.

Aún tuvo que pensar. Decididamente, no había visto la película.

– Ahora lo pillo -dijo-. En fin, me esforzaré, por la cuenta que me trae. Pero me va a costar. En el destino del que vengo tenía un sargento primero que te arrestaba por llevar polvo en los zapatos.

– Es que la falta de cariño en la infancia puede llegar a ser muy mala. Tan sólo espero que la experiencia con semejante espécimen no te haya traumatizado hasta el punto de impedirte ver que no todos los que llevamos galones sufrimos ese trastorno de la personalidad.

– Por supuesto.

– Aunque podamos tener otros, quizá peores. En realidad, todo el mundo tiene alguno. Sin trastornos, no hay humanidad.

– Si usted lo dice.

– No, yo no. Se lo leí a alguien. Pero ahora no estoy seguro de quién era el sabihondo, así que me ahorro la pedantería. Ve, anda.

Mientras Arnau iba a buscar la documentación, me reuní con Chamorro y con las dos mujeres que lloraban a Óscar Santacruz. Ahora se las veía reconcentradas y taciturnas. Justo cuando yo llegaba a la sala de espera, a Magdalena le sonó el móvil. Al oír el politono (uno de esos supuestamente agradables que les ponen de fábrica, y que al tercer día te repatean como cualquier otro) saltó como una ballesta y se salió al vestíbulo. La conversación se alargó durante unos minutos, en los que a juzgar por sus ademanes y los jirones de frases que me llegaban,

Magdalena no dejó de dar instrucciones a su interlocutor.

Cuando terminó de hablar, regresó a la sala de espera.

– Mi madre, que se empeña en venir. Tengo que impedirlo a toda costa. Anda bastante fastidiada del azúcar. Ya se lo llevaremos en cuanto nos dejen, y ya tendrá el entierro para machacarse.

– ¿Y su padre? -pregunté.

– Murió ya. Y ahora, esta pobre… No sé cómo vamos a hacer para que no le siga, con mi hermano. En fin, una cosa detrás de la otra.

– ¿Van a enterrarlo en Cáceres?

– Sí. Somos de allí. Y allí habrá quien le lleve flores, por lo menos.

No se me escapó el gesto de Ainara. Pero no dijo nada.

– Mi compañero ha ido a buscarle los papeles del seguro.

– Gracias. Me vendrá bien dejar todo eso encajado cuanto antes.

Arnau vino a los cinco minutos. Traía una carpeta de plástico transparente. Y dentro de ella, la póliza de seguro de decesos de Óscar. Se la entregué a Magdalena junto con mi tarjeta de visita.

– Nosotros tenemos que irnos. Para cualquier cosa, me pueden localizar en ese teléfono. Las llamaremos, pero por hoy dejamos de molestarlas. Los compañeros de aquí estarán pendientes de ustedes.

Luego le tendí a Ainara las llaves de su coche.

– ¿Te encuentras ya mejor? ¿Podemos marcharnos tranquilos?

– Resistiré, creo -murmuró, todavía un poco ida.

– No se preocupe, yo la cuido -dijo Magdalena.

Y allí las dejé, con su solidaridad de circunstancias. Quizá la más auténtica, después de todo. Ya en la calle, me dirigí a la sargento:

– Y ahora, escupe. ¿Qué te ha dicho la bruja?