"La estrategia del agua" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)6 Instinto de cazadorA menudo, en la investigación criminal, los progresos se producen de modo caprichoso. Horas de sesudo análisis pueden conducir a nada en absoluto y una feliz ocurrencia puede abrirle a uno atajos insospechados. Pero todo el terreno que se gana, ya sea por el camino laborioso o por el itinerario recorrido gracias al favor de la fortuna, bien puede retrocederse en un instante. Conviene no olvidarlo, aunque ello te convierta en un recalcitrante escéptico. Por eso me tomé la revelación de Chamorro con el entusiasmo justo, y le pedí más detalles. – La cámara de ese punto de control de la autovía es de las nuevas, y el tramo está además bastante iluminado-explicó-. La matrícula se lee perfectamente, la imagen no deja lugar a dudas. Una moto negra y un tipo también de negro, de la cabeza a los pies. Fornido y bastante resuelto, por la forma de llevar la moto, aunque pasó a 120 clavados, lo que quiere decir que no es un idiota ni tampoco un impulsivo. – Bueno, yo no diría tanto. Dejémoslo en que sabía que esa noche no le convenía que le parara la poli, y tampoco hay que tener mucho caletre para eso. Me imagino que has comprobado la matrícula. Chamorro asintió con suficiencia. – Por supuesto. Y es de una moto. Yamaha FZ6, color negro, 600 centímetros cúbicos. Es decir, la potencia suficiente para andar por carretera y la agilidad necesaria Para circular por ciudad. – ¿Eres motera, ahora? – No. Trato de deducir por toda la información de que dispongo la personalidad y las necesidades de nuestro hombre. – No vayas tan deprisa. Por partes. ¿Quién es el dueño? – ¿Por qué no dices – Virgi, no me toques las narices. – No te las toco. La moto tiene dueña. O al menos la titular del vehículo ante los archivos de Tráfico es una mujer. Leire Pastrana Marín. Veintiséis años y residente, aquí viene lo chungo, en Albacete. – Mal rollo, sargento. No sé por qué estabas tan contenta. Esto huele a esquinazo en toda regla. Qué cabronazo. – ¿Por qué lo das por hecho? – Vamos, compañera, que pareces nueva. Apesta a la legua a matrícula doblada. Y lo que es peor, ¿en la imagen de la cámara se aprecia bien el modelo de la moto, quiero decir, todos los carenados y todas las leches que hay que tener en cuenta para distinguir una Yamaha FZ6 de una FZ5J o de los dieciocho modelos que haya parecidos? – No he visto la imagen. Es posible que no. – O sea, que ni siquiera sabemos si se ha tomado la molestia de ponerle la matrícula de una moto idéntica o de una parecida. Así que piensa en la perspectiva de pedir el listado de todas las Yamaha de 600 negras que circulen por este puñetero país. Y piensa en lo divertido que va a ser zamparte esa papilla. Tienes para dos años, colega. – Con tu ayuda, quizá sólo uno. – Yo paso, ya estoy viejo para eso. – Bueno, habrá que indagar de todos modos si esta Leire Pastrana tiene algún amigo cachas, ¿no te parece? – Pues sí, total, en algo hay que matar el tiempo. Lo mismo esa Leire es una persona fascinante, ya de por sí el hecho de que cabalgue una Yamaha 600 le pondría a más de uno. Y es de esperar que sus amigos cachas también sean personas con un gran mundo interior. – Vamos, que veo que no he conseguido darte una alegría. – Perdona, Vir, es la costumbre de sufrir sinsabores. Ponte en lo peor y acertarás. De joven quise creer que la vida no era así, y me habría gustado lograr creerlo a los cuarenta y cinco, pero ya ves, cometí la estupidez de meterme en esta empresa. Aquí, no hay manera. – ¿Me dejarás que llame a la unidad de Albacete de todos modos? – Claro, llama. Que le den un repaso a Leire. Y si hay algo, que te digan si está buena. Si no, por mucho que haya que investigar, vas tú. – Vale, seductor. – Es que me da pereza viajar, si no hay paisajes. En fin, creo que es el momento de llamar a mi amo y señor. ¿Crees que tengo material suficiente para aplacar su ira hacia mi despreciable persona? Chamorro sonrió, con un aire malévolo. – Diría que lograrás retrasar tu ejecución al menos unas horas. – Gracias, eso ya es algo. Marqué el número del teniente coronel. Justo a tiempo, porque por el ruido que se metía en el auricular ya estaba en el comedor. Los jefes solían comer con el coronel, en un saloncito aparte, y aquel era el momento de fardar de los progresos que había logrado esa mañana la tropa de cada uno, si es que de alguno se podía dar noticia. Me las arreglé para hacerle el resumen en unos cinco minutos, incluida la pista de Leire y la Yamaha, que supuse que le vendría especialmente bien para hacer algún chiste verde que amenizara el almuerzo. – Muy bien, Vila, me alegra ver que es más fuerte que tú. – ¿El qué, mi teniente coronel? – El instinto de cazador, qué va a ser. – Me juzga mal, jefe. Lo de ser cazador es un accidente de la vida. – Eso dicen todas. Pero no te puedes aguantar las ganas de tener a ese de la moto sentado en la sala de interrogatorios y pensando en qué milonga colocarte para tratar de reducirse la condena. – Honestamente, preferiría estar con Charlize Theron. – Bueno, hay tiempo para todo. Gracias, brigada. Colgó antes de darme tiempo a separarme el aparato de la oreja. Lo que más me molestaba era que el muy puñetero tenía razón. Pese a todos los reveses y todos los desengaños, que a aquellas alturas eran ya unos pocos, el desafío seguía agitándome la sangre. En fin, que seguía vergonzosamente vivo. En ese momento vi entrar de nuevo a Arnau por la puerta del bar. – ¿Qué, aprobado? -me preguntó Chamorro. – Con nota. Es lo que tiene llevar a una empollona en el equipo. Los observé, a los dos elementos que componían mi equipo. Tenía suerte, eran buenos. Decidí hacer caso de la vieja canción: – Habrá que comer, gente. Y este lugar es tan malo como cualquier otro. ¿Qué os parece si pedimos un menú y nos lo hincamos? – Yo creo que antes deberíamos hacer otra cosa -dijo Arnau. Lo miré con curiosidad. ¿Había osado contradecirme? – ¿Qué, en particular, Johannes Poirot? Admito que ahí sí se me fue la mano. El pobre chaval encontró con ostensible dificultad las palabras para formar su argumento. – A mi… A mi juicio, habría que contactar con esta chica, Ainara. Piense, mi brigada, que el móvil del muerto lleva no sabemos cuántas horas desconectado. A lo mejor lo está llamando desesperada. Chamorro asintió en silencio, y con una pizca de bochorno. Que se me hubiera pasado a mí, que era un merluzo, resultaba lógico. Pero que ella, con la euforia de la matrícula, no hubiera caído en el detalle, era algo que no se podía perdonar. Incliné la cabeza ante Arnau. – No te falta razón, mi buen Jack. Bien visto, apúntate un tanto y ponle un negativo a tu brigada. Pero estando de acuerdo contigo, vamos a comer primero, y lo hacemos rápido. Sólo supondrá veinte minutos más de espera para ella y a cambio nosotros nos alimentamos antes de entablar una conversación que bien puede hacerle perder el apetito a quien le toque tenerla. Y no estoy mirando a nadie. – ¿Ya me la has adjudicado? -consultó Chamorro. – De mujer a mujer. Éste y yo somos varones patosos. – Muchas gracias. Nunca imaginé que este trabajo iba a proporcionarme tantas oportunidades de realizar mi feminidad. – Sorpresas te da la vida -dije-. Yo me voy al cocido completo. – Tenemos una larga tarde por delante -advirtió mi compañera. – Por eso mismo. Otra cosa que tiene el cocido es que es una de las pocas comidas que pueden estar buenas en cualquier lugar, por muy barato que sea, circunstancia esta más que relevante para alguien que dispone de una cantidad asignada en concepto de dietas que no da precisamente para derrochar, y de la que incluso debe intentar sacar algún ahorrillo extra. El de aquel bar no era el mejor que hubiera probado, la verdad, pero resultaba bastante digno y la ración era generosa. Mis propósitos ascéticos pasaron a mejor ocasión. Y el combate con el agujero del cinturón en el que por ahora mantenía con alguna dificultad mis posiciones se iba a ver sin duda recrudecido. Pero tenía apetito y necesitaba nutrientes para mi viejo y ya menguante cerebro. Rebañé el plato. Aprovechamos la comida para poner en común toda la información que habíamos recogido. Es muy útil que cada miembro del equipo esté continuamente actualizado con todo lo que los otros van encontrando, porque así cualquiera, en cada momento de las pesquisas que le correspondan, avanza con todo el bagaje acumulado por los demás. Y aunque al principio no había acogido con júbilo la adscripción permanente del joven discípulo y el encargo de formarlo, empezaba a advertir que disponer de otros dos brazos, otros dos ojos, otras dos orejas y otro cacumen, por tiernos que estuvieran, no dejaba de representar un incremento de potencia investigadora superior al menoscabo que suponía la necesidad de explicarle alguna que otra obviedad. Ya con los cafés sobre la mesa, le pedí a Arnau que le pasara a Chamorro el que presumíamos era el número de la novia del muerto. – Mejor voy fuera a llamar -dijo ella-. Aquí hay mucho ruido. – Como prefieras. Pero antes déjame todo lo de la moto, anda. La sargento salió a la calle. La miré a través del cristal. Primero paseó un poco arriba y abajo, con el teléfono en la oreja y la mirada en las alturas. Al cabo de unos segundos empezó a hablar. Se quedó entonces quieta, durante un minuto o así. Luego caminó otra vez, frotándose la frente con la mano, y se detuvo de nuevo. En esa posición siguió hablando durante varios minutos más. Ya no me cupo duda. – La tiene -dije-. Oye, Arnau, ¿tú te consideras impresionable? – ¿A qué se refiere, mi brigada? – Principalmente, a si te impresiona mucho el dolor ajeno. – Pues, no sabría decirle. Alguno me ha tocado ver, desde luego. Lo llevo como puedo. Como me imagino que todos. – No, todos no. Hay quien no lo puede soportar. Y hay a quien se la trae floja. Si te vale mi consejo, procura situarte en medio. No porque sea lo más justo, lo más humano o lo más inteligente, sino porque es lo que más te conviene para tener una perspectiva completa y práctica de las cosas. Los que se dejan conmover mucho se ofuscan, y los que se han vuelto como maderos dejan de ver lo que hay que ver. – Entiendo. ¿Y por qué me dice esto ahora? – En previsión. Vamos a entrevistarnos dentro de un rato con Ainara. Parece una mujer pasional, tiene veinticinco años y acaba de quedarse viuda cuando apenas estaba empezando su romance. Me apuesto la medalla gorda a que no va a ser un momento nada anodino. – ¿ La Cruz de Plata, se apuesta? – No lo digas así, con mayúsculas y todo, hombre. Si yo te contara por qué me la dieron… Bien mirado, debería apostarme otra cosa. – ¿Y eso? – Tiene gracia. Acabo de acordarme. Me la colgaron por trincar al del juicio de la semana pasada. El que nos extraditaron. El que ahora está de vuelta en su país invitando a copas a los amigotes y jactándose de lo poco que cuesta tomarle el pelo a la justicia española. – Desde luego, es indignante. No sé cómo… – Ya lo sabrás. No le demos más vueltas al asunto, que me cabreo y no me conviene, y menos después del chute de colesterol que me acabo de meter. Sólo quería advertirte. No creo que te hayas visto en una como la que vamos a tener esta tarde. Aprovéchala y aprende. – En eso estoy, mi brigada, no lo dude. – No lo dudo. Bueno, en lo que la sargento tarda en terminar con la administración de la luctuosa noticia, vamos a lanzar otro hilito de nuestra red. Aquí tienes todo lo que sabemos de esa moto y de su propietaria. Llama a la comandancia de Albacete y les das todos los datos. Que nos miren esta misma tarde, si no tienen tajo más urgente y si tienen la bondad, cómo es esta Leire y a qué dedica el tiempo libre. Y a ser posible, si suele conducir esta moto que figura a su nombre o si se desplaza en algún medio alternativo. Puedes decir que es importante y una gestión por la que nuestro coronel puede llamar al suyo. – De acuerdo. – Lo último sólo les impresionará si te coge el teléfono un pipiolo como tú, pero oye, nunca hay que dejar de comprar el décimo. Arnau frunció el ceño. – ¿Sabe? Si no fuera tan cáustico sería usted un suboficial cojonudo. – Lo sé. Ponte a ello. Voy a salir a llamar yo también. No era el primer momento que se me presentaba para hacer aquella llamada, pero si el último al que razonablemente podía diferirla. Ya estaba claro que iba a pringar hasta bien tarde, y todavía le dejaba a quien debía avisar el suficiente margen de reacción. Años después, seguía sin tener el número en la agenda del móvil. Nunca lo había tenido, de hecho. Era uno de los pocos que me sabía de memoria. – ¿Sí? -la voz sonó como siempre. Seca, apremiada. – Hola -dije, con el tono más neutro que fui capaz de imprimir a la mía-. Te llamaba para decirte que esta mañana hemos levantado un cadáver. Y por lo que veo, aún voy a estar liado un buen rato. – Joder, podías haber llamado antes. – Llevo toda la mañana metido en faena. Y pensé que quizá me daría tiempo a rematar lo imprescindible. Pero no va a poder ser. – Vale. Ya me dirás cuándo recuperas. Si quieres. – Está bien. Lo llamo luego, de todos modos. – Tú verás. Perdona, pero yo también tengo mucho lío por aquí, y ahora encima me toca organizarme. Adiós. Le habría dicho que lo sentía, pero ni me dio tiempo a hacerlo ni tampoco tenía ningún sentido, a aquellas alturas. Hay cosas en la vida a las que no hay que dedicar más esfuerzo. Ni para arreglarlas, ni para destruirlas. Quedan en la cuneta y en el fondo está bien así. Chamorro ya había colgado. Su cara era un poema. – Estoy preocupada, jefe. – ¿Por? – No sé si no tendría que haberle dicho que se quedara donde está y mandarle un coche para traerla, o para escoltarla. – ¿Dónde está? – Venía de camino. Lleva toda la mañana llamándolo, al móvil y a la oficina. Todo lo que le han dicho en el trabajo es que hoy no se ha presentado. Y al no darle señal el móvil, se ha ido poniendo histérica. Dice que no ha salido antes porque su jefe no le ha dado permiso y está pendiente de que le renueven el contrato este mes. – Qué agradable lugar, Eurolandia -observé-. Primero y ante todo, cumple con los deberes que te impone tu contrato basura. Y luego ya puedes ir a ocuparte de la desaparición de ese ser querido. – Ya ves. – ¿Se lo has dicho? Quiero decir, el hecho concreto. Chamorro inspiró hondo. – No ha hecho falta. Lo ha adivinado ella. «Lo han matado, ¿verdad?» Eso es lo que me ha dicho en cuanto me he identificado. – ¿Y algo más? – Sí. «Yo sé quién ha sido.» Bueno, en otro tono de voz, como puedes imaginar. Y por si necesitas alguna pista suplementaria, cuando ha podido volver a articular palabra, ha añadido: «Lo ha hecho, al final esa zorra lo ha hecho». Y alguna otra lindeza que te ahorro. – ¿Está muy lejos de aquí? – No lo sé exactamente, deduzco que no mucho. – Entonces no hay otra, esperemos. ¿Quieres un coñac? – Rubén… – Es broma, mi sargento. – Ya no sé qué pensar, contigo. – Pues yo me lo tomaba de buena gana, y ya sabes que apenas pruebo el alcohol destilado. Menudo día. Y esto tan sólo es el principio. ¿Quieres ir llamando a la ex mujer mientras esperamos? – ¿No será mejor ir paso por paso? – Avísala, sólo. A fin de cuentas, es la madre de su hijo. Tendrá que decírselo, pensar si lo lleva al entierro… Lo que sea, tendrá que organizarlo. Haz como si no supiéramos nada. A ver cómo respira. – ¿Otra tarea que me toca en mi condición de mujer? – No te lo tomes así. Sé objetiva. Imagina que eres un sargento del Séptimo de Caballería y que tienes que atacar por la espalda a un guerrero sioux. Puedes elegir para hacerlo entre un chavalote de Kansas y uno de tus exploradores navajos. ¿A quién mandarías? – La comparación es un poco ofensiva, ¿no? – No importa, no hay ningún sioux ni ningún navajo por aquí. – Me está bien empleado. Quién me manda entrar al trapo. Sacó su teléfono móvil y echó a andar sin prisa hacia nuestro coche camuflado. Abrió la puerta y se instaló en el asiento del conductor. Allí desplegó su bloc y cumplió la orden que acababa de recibir. Como siempre. Puntillosa y nada servil. Me admiraba, y a menudo pensaba que un día, cuando por fin diera con un novio en condiciones con el que le compensara tener hijos (o, alternativamente, cuando desistiera de encontrarlo y se inseminara con los genes de algún donante anónimo), es decir, cuando se viera empujada a dejar la perra vida que llevaba a mi lado para atender cosas más importantes, acabarían destinándola a alguna academia del Cuerpo. Nadie como ella para inculcar a los alumnos y alumnas la quintaesencia de la disciplina militar y del pundonor policial que distinguen a un guardia modélico. Otras veces me daba por pensar que eso nunca sucedería, lo que era una buena noticia para la empresa y una pena para las criaturas que hubieran podido tenerla como madre o instructora. Lo que no contemplaba era que procreara y siguiera conmigo. Y no por machismo, sino por estadística. Ninguna mujer con hijos se quedaba en una unidad como la nuestra. Ninguna mujer es tan necia como para hacer tan mal negocio con su vida, y menos esperaba que ella lo fuese. Me acordé con cierta inquietud de Ainara, que a la sazón conducía enloquecida hacia allí. Sólo podía encomendarme a su ángel de la guarda. Hay quienes lo consideran un cuento para niños, pero cualquiera con un poco de carretera a sus espaldas sabe que existe. – Mi brigada -me sacó de mi abstracción Arnau. – Dime, Juan. En su semblante había un extraño regocijo. – Debo de haber dado con un mindundi como yo -bromeó-. El que me ha atendido en Albacete me ha dicho que se ponen con ello en seguida y que esta misma tarde nos dicen algo. Por lo visto, no tienen nada que les apriete en estos momentos. Será eso, también. – Estupendo. Ainara viene para acá. Estará aquí en unos minutos, si no se estampa por el camino contra alguna rotonda. Y nuestra sargento está hablando con la ex mujer. Dándole la noticia, nada más. – Joer, qué trago. – Virgi es recia. Podría comerse un bocata de clavos sin inmutarse. No imaginas las papeletas que la he visto… Eh. Ahí está. Un Fiat Punto amarillo hizo su aparición en la avenida. Venía haciendo bufar el motor, más que pasado de revoluciones, lo que me hizo pensar en la falta de compenetración de algunas mujeres con el embrague, aunque no era el momento indicado para compartir con nadie aquella reflexión. Esquivó de un volantazo – Vamos. Arnau corrió conmigo hacia el vehículo. De hecho, corrió por delante de mí, que veinte años de diferencia se notan en los cien metros lisos modalidad – Disculpe, es usted Ainara, ¿verdad? – Sí, sí, sí… ¿Dónde está? -gritó-. ¿Dónde lo tienen? Quiero verlo, tengo que verlo, ¿me entiende, me entiende usted? – Cálmese, por favor -le pedí, mientras trataba de contenerla. El volumen de los alaridos de Ainara hizo que los pocos transeúntes que a esa hora transitaban por aquel barrio (después de que se disolviera la aglomeración de curiosos que había provocado el crimen a lo largo de toda la mañana) se detuvieran a contemplar el espectáculo. La verdad es que la estampa resultaba cuando menos equívoca: dos hombres sujetando a una joven atractiva junto a un coche amarillo mal aparcado. Uno de los viandantes, un tipo alto de unos treinta y cinco años y aspecto de culturista, juzgó necesario intervenir: – Eh, maricones, dejad a la chica. A ver si tenéis huevos de… – Juan, sácale la placa aquí a Míster Increíble, y ve por la sargento en cuanto puedas -dije, tratando de recobrar el aliento-. Y usted, señorita, tranquilícese, soy el brigada Bevilacqua, de la Guardia Civil… – ¿Cómo, el qué de la piragua? ¿Quién es usted? ¿Qué pasa aquí? Quiero ver a Óscar, ¿dónde está, dónde está, dónde está…? Con la última A, que alargó en algo bastante parecido al chillido de una parturienta sin epidural, alcanzó una pila de decibelios, no sabría decir cuántos porque no soy un especialista. En todo caso, fueron suficientes para dejarme con un pitido en el oído izquierdo, junto al que dio en vociferar. De pronto, la situación se había vuelto intensamente caótica. Por suerte, Arnau logró placar sobre la marcha al justiciero anabolizado, y Chamorro llegó en mi socorro poco después. – Ainara, soy Virginia, la que acaba de hablar contigo -la abordó, agarrándola por los hombros-. Tranquila, déjame explicarte. Di un par de pasos atrás. Arnau seguía parlamentando con el forzudo, que parecía resistirse a aceptar la pasmosa revelación. El guardia lo paraba con la mano pero el otro aún porfiaba. Me acerqué. – Mire, caballero, todos tenemos una -le dije, mostrando mi placa-. Vamos, circule, que hoy no hay reparto de medallas. – Eh, ¿qué ha querido decir con eso? Me encaré con él. No estaba yo en mi día más comprensivo. – Quiero decir que entorpecer la actuación de la autoridad no tiene premio, sino todo lo contrario. No sé si me capta la idea, así expuesta. Vamos, se le agradece el gesto, pero se ha confundido usted. Aunque todavía rezongó un poco más, acabó yéndose. Mientras tanto, Chamorro había conseguido, al menos, que la chica dejara de gritar. La había apoyado sobre el vehículo y le hablaba pacientemente: – Se lo han llevado. Aquí no hay ya nada que ver. – ¿A dónde? ¿A dónde se lo han llevado? Aunque había bajado el tono, Ainara seguía sonando agónica. – No se preocupe, nosotros la acompañaremos. Y también tenemos que hacerle algunas preguntas. Le prometo que serán sólo las indispensables, ya habrá tiempo de hablar más despacio luego. Estuve de acuerdo con el criterio de mi compañera. Nada podía impedir que aquella mujer acudiera sin perder un minuto a donde estaba el cuerpo de su hombre, y no se hallaba en condiciones de conducir. Tampoco era cuestión de abusar de su angélico custodio. Lo mejor era que la lleváramos nosotros y aprovechar el trayecto para apaciguarla, en la medida de lo posible. Me dirigí entonces a Arnau: – Sube y le dices al sargento Villalba que nos vamos al Anatómico Forense. Que cuando acaben se encarguen ellos de precintarlo todo, y si surge alguna otra cosa de interés que me llame al móvil. Luego te ocupas tú de llevar allí el coche de la señorita. ¿Estamos? – A sus órdenes. Me volví hacia Ainara. Me miraba, pero no supe si me veía. – Nosotros la llevaremos, como le acaba de decir mi compañera. No se preocupe por el coche, nuestro compañero se encargará de él. Antes de ponernos en camino, ¿no quiere usted tomar algo? ¿Le ha dado tiempo a comer? ¿Le apetece beber agua o alguna otra cosa? – No. No podría tragar nada, ahora -gimió. La sargento la tomó del brazo. – Venga conmigo, por favor. Por aquí. Se dejó conducir dócilmente por mi compañera. Chamorro bien podía sacarle quince centímetros de estatura; a su lado, la novia de Óscar parecía una niña desvalida. La sargento se había ocupado de recoger su bolso, del que la chica, aturdida como estaba, se había olvidado totalmente. La acompañó así hasta el coche y la instaló en el asiento de atrás. Calculé que era mejor que me sentara delante. Pasé al lugar del copiloto y Chamorro ocupó el del conductor. Antes de arrancar, se volvió para comprobar que nuestra pasajera estaba bien. Ahora Ainara lloraba en silencio, interrumpido por algún brusco suspiro. Durante unos minutos que se hicieron eternos, nadie dijo nada. La mujer que llevábamos atrás bastante tenía con lo que tenía, Chamorro me había devuelto tras la emergencia la responsabilidad del asunto y yo no sabía muy bien por dónde ni cómo empezar a abordar a nuestra pasajera. Ni ella se encontraba en su momento más despejado, ni yo quería que mis preguntas la removieran y le hicieran perder otra vez los nervios. Tales son los inconvenientes de trabajar con el material humano, el más arduo y quebradizo de todos los que existen. – ¿Le importa que hablemos un poco? -dije al fin. No respondió. Tenía la cabeza echada hacia atrás. – ¿Se encuentra bien? – No -murmuró, desganada-. Que hablemos, ¿de qué? – De lo que le dijo por teléfono a la sargento. – No recuerdo, ahora… – Le dijo usted que sabía quién había sido. Al oír estas palabras dio un respingo. Se enderezó de golpe y se vino hacia delante, hasta que la retuvo el tope del cinturón. – Tienen que detenerla -dijo, fuera de sí-. Ha sido ella. La ex mujer. Es una hija de perra, desde el principio trató de machacarle. Y como no lo consiguió por lo legal, le ha mandado a un asesino… – No se altere, por favor -le pedí-. Comprendo perfectamente su dolor, y sé lo difícil que es de asimilar todo esto. Pero dese cuenta de lo que está diciendo. Sobre todo -y aquí hice una pausa más que deliberada-, piense usted que, si seguimos una pista que al final no es la buena, le daremos una ventaja preciosa al que lo haya hecho. – Ese mal bicho es su pista buena, se lo digo yo. No hay otra. Me volví hacia ella. – Míreme, por favor, y piénselo fríamente. ¿Está segura? Al provocar que mis ojos se encontraran con los suyos, no tuve más remedio que reconocer que Óscar Santacruz era un hombre con buen gusto y, al menos hasta cierto punto o en cierto aspecto, también un hombre afortunado. Muchos, en cualquier caso, le envidiarían aquella novia. Ainara poseía ese atractivo irresistible, casi sobrehumano, de las hembras a las que la naturaleza favorece (o carga, según se mire) con el don de soliviantar a cualquier portador de hormonas masculinas. Y por lo que se refería a los ojos, también eran de una belleza insólita, grandes y de un color ámbar claro bastante poco común. – Estoy segura, agente Paniagua. Me pareció que Chamorro reprimía a duras penas una carcajada, improcedente, dada la gravedad del momento. Pero no dejaba de ser comprensible, y no me quedaba otra que tomármelo con resignación. A fin de cuentas, aquella maldición onomástica no era, ni mucho menos, el peor legado que me había dejado el autor de mis días. – Es Bevilac… Olvídelo, da igual. ¿Por qué? – ¿Por qué estoy segura? – Aja. Por primera vez, desde que había aparecido dando volantazos en su utilitario amarillo, Ainara se tomó un momento para recapacitar. En lo que duró aquel paréntesis, no dejó de sostenerme la mirada. Sus ojos, todavía inundados de llanto, desprendían una luz perturbadora. – Porque ya lo había intentado antes. – ¿Cómo dice usted? – Digo que no era el primer intento. – A ver si la entiendo bien. ¿Me está diciendo que alguien, antes de hoy, había tratado ya de matar a Osear? – Alguien no. Ella. Sus amigos. – ¿Y cómo es que no lo denunció? – Dios, Dios -exclamó, alzando la voz de nuevo. – Por favor, Ainara… – Eso voy a estar yo preguntándome toda la vida -dijo, más serena-. Eso mismo, ¿me comprende? Por qué no le obligué a denunciarlo. |
||
|