"La estrategia del agua" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)

1 Y al fondo, un cliente

Cuando un hombre aparece con dos tiros en la nuca en el ascensor de su propio edificio, sin que ninguno de los vecinos haya oído ni visto nada, hay algo que casi puede darse por seguro: la última persona con la que ese hombre se cruzó en su vida era un profesional. Para un investigador de homicidios, el dato es relevante, pero no exactamente en el sentido que tiende a imaginar el profano. Dependiendo de la coyuntura y de las demás circunstancias del crimen, tanto puede ser una invitación a tomarse la pesquisa con especial ahínco como un motivo para encararla con la mayor de las desganas. Por otra parte, y como bien sabemos los que sumamos ya unos cuantos trienios, en esto del entusiasmo pesan mucho el humor del día, la novedad del desafío y, en definitiva, el momento vital en que a la sazón se encuentra el interpelado por la tarea. Por efecto de todo ello, confieso sin orgullo que cuando me informaron de la manera en que había muerto Óscar Santacruz, mi automática y más bien desabrida respuesta fue:

– ¿Y no podría comerse otro idiota ese marrón?

Palabras estas que si en términos generales eran impropias de mi condición y talante, además de contrarias al espíritu del benemérito Cuerpo al que pertenezco, en aquel instante y frente a aquel interlocutor resultaban además imprudentes y rayanas en la falta disciplinaria. Pero mi superior, el teniente coronel Pereira, me conocía desde hacía los suficientes años, y me debía los suficientes méritos en su propia hoja de servicios, como para no apretar a las primeras de cambio el gatillo de la amonestación. Y sobre todo, no dejaba de compartir conmigo, aunque fuera de forma atenuada, el desaliento y la irritación que por aquellos días me tenían secuestrado el ánimo. Por eso, en lugar de reprenderme como a mi salida de tono correspondía, dijo:

– Vila, todos nos hacemos viejos y estamos jodidos. Y tú tienes más razones para estarlo ahora, no te lo discuto. Pero no ajustes con este hombre las cuentas que tengas pendientes con otros.

Pereira era listo, y me conocía. Sabía que, aunque sus dos estrellas le otorgaran ese derecho, no ganaba mucho abroncándome y menos aún recordándome mis obligaciones oficiales. Por eso apelaba a mis sentimientos, buscándome el punto débil que le había ofrecido una y otra vez, en las mil quijotadas que había protagonizado a sus órdenes. Pero aquel día yo no estaba para caer tan fácilmente en la trampa.

– Con el debido respeto, mi teniente coronel -repliqué-. Creo que me he ganado alguna consideración por su parte, en todos estos años. ¿Así es como me la demuestra? Tiene otra gente para encargarle esta faena. Gente a la que lo mismo le apetece, y hasta le sirve para aprender. A mí ni me apetece ni me va a enseñar nada, a estas alturas. Si me da la orden, me voy allá y me la como, una más. Pero le agradecería mucho que me dejara al menos un par de días para digerir lo otro.

– ¿Y qué vas a ganar, con ese par de días?

– Pues no sé, a lo mejor me ha llegado el momento de pensar si quiero seguir haciendo el panoli o si acepto alguna de las ofertas que he tenido en los últimos tiempos para ganar pasta cuidándole el tinglado a algún pudiente. Perseverar en hacer cumplir por dos duros una ley que sólo los protege a ellos, cuando se los puede proteger directamente en condiciones más ventajosas, es algo que un hombre en mi situación debería cuando menos sopesar. El chico empezará pronto la universidad y mi ex mujer no es de las que perdonan un euro.

Una sonrisa escéptica se dibujó en los labios de Pereira.

– Vamos. No te veo de pistolo privado. Aunque te joda reconocerlo, te tira esto más que al Duque de Ahumada. No serás feliz en otro sitio.

– No temo a la infelicidad, mi teniente coronel. Llegados a este punto, le temo más a morirme pensando que soy un gilipollas.

Al oír esto, el teniente coronel se puso serio. Meneó la cabeza.

– No eres tú el que habla. Estás escocido, eso es todo. Y te repito lo que te dije ayer: te entiendo, cono, cómo no voy a entenderte. Pero te toca ser frío, que para eso eres un profesional. Tú hiciste tu parte, cumpliste con tu trabajo y con las normas, como era tu deber. Allá se arreglen con su conciencia los que no puedan decir otro tanto.

Miré a mi jefe a los ojos. No era mi costumbre, porque tampoco hay que abusar de las ocasiones de intimidad con el tipo que decide lo que tienes que hacer para seguir cobrando el sueldo. Pero en ese momento yo estaba de verdad en el quicio de la puerta, y creí que por lealtad a él, y también a mí mismo, tenía que hacérselo sentir.

– Tengo cuarenta y cinco tacos, mi teniente coronel. Es una edad a la que uno debe plantearse si le basta con cubrir el expediente. Yo no me fundí los sesos y me dejé los huevos en esa investigación para cumplir con las normas. Lo hice para que ese hijo de perra tuviera un escarmiento, porque ya sé que la cárcel no reeduca a nadie y menos a un alacrán como él, y para que la mujer a la que dejó viuda y los chicos a los que dejó huérfanos encontraran un poco de consuelo y sintieran que su dolor le importaba a alguien. Así que ni puedo ni quiero conformarme, y si eso quiere decir que no soy profesional, pues a lo mejor me toca ser coherente y devolver el tricornio, ya que los grajos que han puesto a ese asesino en la calle no van a devolver la toga.

– Vila, cálmate, que parece que fuera tu primer revolcón.

Noté a mi jefe algo apabullado por aquellos exabruptos, inusuales en mí. Su zozobra me dio alas para seguir despachándome:

– Pues no. Pero es el que más me ha dado por culo. Porque invertí en ello diez años de mi vida. Diez. Porque conseguí que extraditaran a esa mala bestia. Desde su propio país. Y porque todo se ha ido al garete en manos de una gente a la que le fastidiaba tener que estudiarse un sumario tan largo y tan antiguo. Por eso se han tirado al atajo de la absolución por falta de pruebas. Soy lo bastante autocrítico como para saber cuándo he hecho algo mal.

Y aquí lo bordamos. No faltaba nada. Sólo echarle horas, ganas y pelotas para condenar a un indeseable que resulta que tiene dinero para apelar hasta Estrasburgo, por cepillarse a un pobre hombre que no tiene quien le recuerde siquiera.

– Tampoco simplifiquemos…

– ¿De veras cree que simplifico? ¿Diría que no influyó en el resultado el hecho de que no hubiera ningún periodista siguiendo el juicio?

Mi teniente coronel exhaló un suspiro y me observó con semblante circunspecto durante unos segundos. Parecía estar buscando las palabras adecuadas. O simplemente trataba de hacerme recapacitar.

– Vila, yo tengo cuarenta y ocho tacos -dijo-. Sólo tres más que tú, pero coincide que soy tu jefe y que eso me otorga ciertas responsabilidades sobre ti. Eres el mejor de mis investigadores, ya lo sabes. Y sabes que por eso te aguanto todo lo que te he aguantado, hoy y antes de hoy. Pero creo que esta vez estás demasiado alterado.

Y creo que hay otras razones, aparte de las que dices. Razones que tienen que ver con cómo te implicaste en este asunto. Y con lo que pasó en la vista.

– Mi teniente coronel…

Pereira alzó la mano.

– Déjame terminar. Los jueces se equivocan. Y no sólo porque sean vagos, o porque teman a los poderosos y no les preocupen los débiles. Tu forma de verlo obedece a esas ingenuas ideas revolucionarias que no te has sacudido nunca del todo, perdona que te lo diga. Puede que analizaran honradamente el caso y creyeran que no había pruebas suficientes para condenar. O que como tú dices tomaran el camino fácil porque era un crimen viejo que ya no interesaba a la opinión pública. Pero eso ni a ti ni a mí nos toca juzgarlo. Hay tribunales superiores que resolverán los recursos que se presenten. Ellos decidirán, y que tú y yo estemos convencidos de que éstos han metido la pata es lo de menos. Somos policías y estamos contaminados por nuestro trabajo. Ellos, los grajos como tú los llamas, nos gusten o no, son los que mandan, y los que tienen que responder de si encierran a alguien con todas las de la ley o lo hacen saltándose su presunción de inocencia.

– ¿Responder, mi teniente coronel? ¿Me está tomando el pelo? ¿A cuántos jueces ha visto responder de sus meteduras de pata?

Por primera vez Pereira pareció algo impaciente.

– A pocos, pero a alguno. Y concédeme por lo menos que alguno tendrá una conciencia ante la que responder, si no ha de hacerlo en otra parte. La cuestión es, mi incorregible aprendiz de Bakunin, que después de oírte me reafirmo en mi decisión. Este muerto es tuyo. Te hace falta meterte cuanto antes otras cosas en la cabeza. Y en los ratos que te queden libres, si quieres, te piensas todo eso de irte y convertirte en perro guardián de algún oligarca, o de alguna sociedad anónima, igual me da. Podrás llevar trajes caros, y corbatas de color pastel. En fin, sólo conozco a una persona a la que todo eso le parece más deprimente de lo que me parece a mí. Y tú también la conoces.

Me conocía, sí, el muy zorro. No podía mostrarme con más nitidez, ni con más elegancia, que en su particular análisis se imponía la certeza de que no me quedaba otra que seguir por la senda que para bien o para mal había escogido hacía ya tantos años. Y mientras le oía, no supe qué me fastidiaba más, si la condescendencia con que achacaba mi reacción airada a mis prejuicios ideológicos, o la habilidad con que apoyaba su discurso en argumentos que formaban parte, como él bien sabía, de la filosofía en la que yo mismo había basado mi vínculo con aquel oficio. Un oficio que exigía acatar siempre las decisiones de una autoridad que a menudo nos complicaba la vida. Discrepábamos en muchas cosas, pero por caminos distintos habíamos llegado al convencimiento común de poner el alma en nuestro trabajo. A los dos nos había proporcionado nuestro lugar en el mundo, y ninguno de los dos iba ya a sentirse a gusto en otra parte. Me humillaba tener que dar mi brazo a torcer, y no por obediencia debida, sino porque mi superior tenía la cabeza más clara y el juicio menos ofuscado que yo. Quizá por eso intenté, ya sin mucho afán, una última resistencia.

– Está bien -concedí-. Supongamos por un momento que tiene algún sentido seguir jugando a policías. Y examinemos, con esa frialdad profesional que me pedía antes, la mercancía que nos ponen entre las manos. Varón, treinta y nueve años, con antecedentes por lesiones, amenazas y drogas, dos balazos en la nuca despachados por una Glock con silenciador. Un encargo evidente. Una de dos: o el sicario ha cometido algún error, y él solito se descubre, o no lo ha cometido y ya podemos echarle un galgo. ¿Por qué nos metemos nosotros? ¿Por qué no se lo guisan y se lo comen los chicos de la comandancia competente, que para eso les ha tocado y además se conocen mejor el terreno?

El teniente coronel no pestañeó. Se sabía la pregunta.

– Han pedido apoyo a la unidad central y la jefatura ha considerado oportuno dárselo. Están desbordados, ya llevan diez casos de similares características en tres meses, y aunque los periodistas todavía no se han dado por aludidos, tarde o temprano el delegado del gobierno se desayunará con un reportaje en el que se le cuente a la ciudadanía que los ajustes de cuentas están convirtiendo a Madrid en una especie de parque temático del crimen organizado. Y para cuando eso ocurra, quiere poder exhibir una estadística aceptable de casos resueltos. No necesita más, ya cuenta con que los muertos individuales no le interesan a nadie. Para empezar porque la mayoría son sudacas, y porque quien se mete en según qué cosas le da menos pena a la gente.

– Ya veo. ¿Y esa estadística se la vamos a proporcionar nosotros? Lo digo para irme mentalizando de la que se me viene encima.

– No, lo harán los compañeros de la comandancia. Nosotros sólo vamos a echarles una mano con éste, de momento.

– Claro, a fin de cuentas éste es español. Interesa más aclararlo.

– Es cierto que hay más posibilidades de que nos busquen problemas si no lo esclarecemos. Pero yo en eso ni entro ni salgo. La superioridad ha decidido que nos involucremos en éste y acato la orden.

Decidí llevarlo al límite. Como una especie de experimento.

– En serio, mi teniente coronel, ¿no puede usted mandar a otro? Me vendría bien un par de días para ordenar los asuntos pendientes y sobre todo para tratar de recobrar la fe en mi obligación de continuarlos. Ese trabajo lo puede hacer cualquiera. Que vaya Rosas. Seguro que a él todavía le pone atrapar a un asesino a sueldo. Se lucirá.

De pronto, pero sin alterar por ello su flema natural, Pereira se levantó de la silla. Como manda el protocolo militar, hice otro tanto.

– No, vas tú -zanjó la discusión-. ¿Y quieres saber por qué?

– No estoy seguro.

– Te lo diré, de todos modos. Porque sé que te da pereza, y que te aburre, y que en este momento incluso te revienta tener que enfrentarte a un homicidio tan poco atrayente, después de haber fracasado en un caso en el que volcaste tu espíritu creativo. Eres un buen policía en crisis. Si ahora te dejo a tu aire, te puedes estropear para siempre. Y si obrando así corro el riesgo de que explotes y te largues, lo prefiero. Mejor eso antes que tener a alguien tan listo como tú amargado y dando mal ejemplo a los chavales. Así que mueve el culo. Y antes de la hora de comer quiero una evaluación preliminar del caso.

No había más que decir. Me rendí a la evidencia.

– A sus órdenes, mi teniente coronel.

Salí de su despacho y tomé a regañadientes el camino de mi cubil. Aunque denominarlo así no deja de ser algo injusto. Desde hacía un año ocupábamos un edificio nuevo, en las afueras. El entorno no resultaba muy bucólico, un polígono industrial tan deslavazado, desaliñado y caótico como casi todos los polígonos industriales españoles. Pero el edificio en sí era de lo más aparente: espacioso, luminoso y perfectamente acondicionado. De hecho mi área de trabajo no se diferenciaba de la que le correspondería a un administrativo en la sede central de un banco. Lo que, comparado con la anterior, una de esas viejas y oscuras oficinas de estilo militar donde los ocupantes nos apiñábamos como piojos en costura, suponía una mejora espectacular.

Allí encontré a Chamorro, como siempre activa y aprovechando el tiempo para dar a los expedientes que compartíamos la organización que mi naturaleza indisciplinada e improvisadora me incapacitaba para aportar. La interrumpí sin muchas contemplaciones:

– Deja eso, mi sargento. Carne fresca.

Chamorro me observó con aire mosqueado.

– Ya sabes que no me gusta que me llames así -dijo.

– Que te llame cómo -me hice el distraído.

– Mi sargento.

– Pues entonces no entiendo para qué hiciste el curso de ascenso. Encima que uno se apresura a reconocer el avance de la mujer en el escalafón, gracias a su competencia y a sus esfuerzos, resulta que molesta. Desde luego, con vosotras ya no se sabe cómo acertar.

– ¿Con nosotras? Oye, yo no veo a ninguna más por aquí. ¿Qué pasa, que seguimos de mala leche y hay que pagarlo con alguien?

Su voz sonaba más irónica que ofendida. La miré, impertérrito.

– No, mi sargento. No sigo de mala leche. Estoy de peor leche aún. A lo mejor te parezco caprichoso, pero te aseguro que acaban de darme razones, y para tu información también a ti van a salpicarte. Te lo voy contando por el camino. ¿Dónde cono está el chaval?

– Habrá ido al servicio.

– Pues llámalo al móvil. Ya cagará luego. O mañana. Nos vamos.

– Desde luego, la edad no te está sentando bien. Mi brigada.

– ¿Y a quién sí? Engánchamelo por la oreja. Ya.

Cinco minutos más tarde estábamos los tres en el coche. Chamorro al volante, que para eso era la mujer. O lo que es lo mismo: la más proclive a respetar los límites de velocidad salvo perentoria necesidad del servicio, tal y como exigían las instrucciones internas, a fin de reducir la burocracia que generaba la anulación de las denuncias acumuladas por nuestros vehículos camuflados. De copiloto iba el guardia Arnau, reciente fichaje de la unidad, procedente del preceptivo rosario de destinos rurales, y a quien por orden superior nos correspondía foguear en las lides de la investigación criminal. Y atrás, que para eso había más sitio y era el lugar de privilegio (salvo cuando llevábamos a un malo esposado, que entonces le tocaba al guardia), el suboficial resabiado y antiguo: o sea, yo. A veces, la verdad, me costaba aceptarlo. Tampoco había echado tanta barriga, aún, y como bien decía mi teniente coronel seguía siendo un ingenuo en muchos sentidos. Y si bien peinaba ya canas, en la barba y fuera de ella, no me parecía que fueran suficientes para considerarme viejo. Sin embargo, me iba acercando al tiempo de descuento, así lo certificaban los galones de brigada, ganados por antigüedad, y en el horizonte empezaba a dibujarse, como un hito que ya no resultaba tan remoto, algo llamado jubilación.

– ¿A dónde? -preguntó Chamorro.

– Dirección A-4 -respondí, con el laconismo que distingue al jefe.

– Bien -acató la sargento, que también sabía ser escueta.

Por el camino debía ir poniendo a mis subordinados en antecedentes sobre el caso, pero disponía de tiempo sobrado para ello y no me apresuré. Durante varios minutos estuve contemplando el paisaje, sumido en mis pensamientos. No es que fuera demasiado sugerente, el paisaje en cuestión. Quien conozca los márgenes de la M-40 de Madrid sabrá lo que digo. Bloques y bloques levantados al calor de la burbuja inmobiliaria de fines del siglo XX y principios del XXI, algunos todavía con carteles de ÚLTIMOS PISOS EN VENTA, ajados por el sol y la lluvia de meses o incluso de años. Sobre el asfalto, una masa compacta de coches, aunque pasaba ya media hora de las nueve de la mañana. Tampoco era óbice para el atasco que arreciara la crisis, derivada, entre otros factores, del fin del boom del ladrillo: para que el madrileño medio deje de coger el vehículo en el que cifra buena parte de su autoestima, habría que apuntarle a la cabeza con un RPG cargado con proyectil anticarro. Y aun así se concedería un instante de duda.

– Vamos a tardar en pillar la A-4 -observó Chamorro, quizá por romper el silencio, o quizá para invitarme a salir de mi mutismo.

– No importa -dije-. Su señoría también lleva retraso. El juzgado está en otro pueblo y al parecer esta misma mañana un paisano de allí ha tenido la ocurrencia de ensayar el vuelo libre desde el balcón.

– Con resultado fallido -dedujo Arnau, que era ingenioso pero también demasiado joven para callarse las ocurrencias.

– Depende de su intención. Sospecho que no pretendía planear hasta el aeropuerto más próximo. El caso es que el juez tiene que levantar antes el cuerpo del malogrado vecino. Luego irá por el nuestro.

– Del que, si no lo consideras impertinente, ¿podríamos ir sabiendo algo, mi brigada? -pidió Chamorro, con fingida humildad.

– Claro, Vir. Llevaba los papeles encima, y ha habido tiempo de preguntar a los ordenadores, que guardaban algunas cosillas sobre él.

– Eso ya es un principio. ¿Qué cosillas, en particular?

Seguía sin ganas, pero era mi deber. Le dije a Arnau:

– Joan, saca la lucecita. Vamos a saltarnos la cola.

– Juan, mi brigada -se quejó, mientras obedecía-. Que el catalán era mi abuelo. Yo soy de Murcia.

– Perdona, siempre se me olvida. Es por el apellido vernáculo, ya te conté que viví unos años en Cataluña y todo se pega.

– Y porque le gusta tocar las narices, cuando está cabreado -explicó Chamorro, al tiempo que reducía y se salía al arcén.

– Ya me voy dando cuenta -asintió Arnau.

– Está bien, jóvenes águilas verdes, más respeto al viejo de la tribu. Prestad atención. Os cuento lo que sabemos, por ahora.

Media hora después estábamos en el lugar del crimen. Era un edificio bastante nuevo y de una calidad constructiva tirando a decente, siempre que uno admitiera, claro está, que el impersonal y clónico estilo de la arquitectura residencial que se practica en el solar hispánico no constituye una indecencia en sí mismo. La entrada estaba acordonada y ante el portal había un par de guardias. Me dirigí a la cabo, una joven alta y rubia de unos veinticinco años y aire autoritario.

– Buenos días, cabo. Brigada Bevilacqua. Unidad central.

La cabo me miró de arriba abajo. Nunca mejor dicho.

– ¿Me permite su documentación, mi brigada?

Me volví hacia Chamorro, que alzó en ese mismo acto la vista al firmamento. Tal y como iba yo de cargado aquella mañana, me costó no responderle a la cabo lo que pasaba por mi mente, a saber, si el trío que formábamos no olía lo bastante a picolete como para prescindir de aquella formalidad. Pero en fin, la chica mostraba con ella su pulcritud en el servicio, y quién era yo para tratar de contagiarle mi negligencia. De modo que saqué la cartera y le puse la placa bajo las narices.

– A sus órdenes, mi brigada -dijo, saludándome militarmente y echándose a un lado-. Está al fondo. En el ascensor.

– ¿Ha venido ya su señoría? -pregunté.

– No, todavía no. Está con un suicidio, en el pueblo de al lado.

– Gracias, cabo. Siga cuidando de que no pase nadie que no deba.

Entramos. Al fondo se divisaba una pequeña aglomeración de gente. Destacaban los monos blancos de nuestro personal de criminalística. Mientras avanzábamos hacia ellos, Chamorro me susurró al oído:

– Relájate, jefe. No hace falta que sobreactúes para impresionarlas.

– En eso estoy pensando yo ahora, precisamente.

– Como siempre. Como todos.

– Vete a la mierda, sargento.

Por un hueco abierto de pronto entre quienes se arremolinaban allí, lo vimos. El cuerpo de Óscar Santacruz había caído en una postura francamente desagradable. Por ella podía deducirse que el primer tiro, el que lo había derribado, se lo habían pegado justo cuando entraba en el ascensor. Como consecuencia, se había desplomado hacia delante y había quedado con la cara apoyada en el rincón del habitáculo, el cuello algo vencido hacia atrás. En esa misma posición debía de haber recibido el otro tiro, el de gracia, con el que su asesino había asegurado la ejecución. Y luego, para que la puerta pudiera cerrarse, le había doblado la pierna izquierda, probablemente de un puntapié. En fin, lo que quedaba descartado era cualquier atisbo de compasión.

– Buenas, Vila, y la compañía -nos saludó uno de los presentes, al vernos llegar. Era el teniente Aparicio, del grupo de delitos contra las personas de la comandancia de Madrid. Es decir: el titular del muerto y aquel a quien íbamos a aliviarle un poco la carga de trabajo.

– Cómo andas, mi teniente.

– Pues ya ves. Sigo recogiendo plomo. De un tiempo a esta parte, no doy abasto. ¿Todavía haces soldaditos? Si te falta materia prima…

– Hago, pero de tarde en tarde. Y prefiero comprarlos ya fundidos, soy un poco torpe con los moldes. Qué, ¿los chicos del Caribe?

– Pronto para decirlo. Éste es autóctono. Y las Glock están muy de moda, últimamente. Desde que navegan por Internet, todos saben cuáles son las pistolas más fardonas y se matan por conseguirlas.

Tienen otra cosa, las Glock. Un orificio de entrada muy característico, que permitía a Aparicio hacer su apuesta incluso antes de mandar a analizar el material balístico. Acerca de éste, me informó:

– Tenemos un casquillo. Recogió el otro, pero con éste tuvo mala suerte: rebotó y se coló en aquel macetero. Se ve que como estaba oscuro no le fue fácil localizarlo y decidió no entretenerse más.

– Algo es algo -dijo Chamorro.

– Bueno, depende. Si coincide con la herramienta usada en alguna otra fechoría, podemos conectarlas, pero tampoco te ilusiones mucho con eso. Tenemos como media docena en las que seguimos in albis.

– ¿Y aparte del casquillo?

Uno de los hombres de mono blanco dejó lo que estaba haciendo junto al cadáver y se incorporó. También lo conocía. Era el sargento Villalba, uno de nuestros más competentes husmeadores.

– Bienvenido, mi brigada. ¿Tú qué crees, que hay algo más o no?

– No sé, sorpréndeme, Villalba. Hoy estoy poco perspicaz.

– Huellas dactilares y pelos, por un tubo. Para aburrir, vamos.

– Eso ya lo imaginaba.

Villalba me miró con aire astuto.

– No esperaba menos de ti. El edificio está ocupado al 50 por ciento, pero con eso ya basta para que por los interruptores y por el ascensor haya pasado una pila de manazas, dejando su impresión. Eso sí, me permito dudar que después de pegarnos la paliza de recogerlas y clasificarlas todas, estén entre ellas las del asesino. Y los pelos, ídem.

– Hay crisis, Villalba. Deberías alegrarte de tener curro.

– Y me alegro, mi brigada. Aunque mucha más alegría me da eso de ahí -y señaló un círculo dibujado en el suelo con rotulador rojo, a una distancia de un par de metros de la puerta del ascensor.

Me acerqué y me incliné para observarlo bien. Chamorro me imitó.

– Promete -apreció.

– Bueno, habrá que ver.

– Haz caso a la sargento, que ha hablado con sabiduría -opinó Villalba-. Pie de hombre grande, calzado de goma robusto, y en un sitio que no es el del paso para quien va a tomar el ascensor, pero sí el de quien se hubiera apostado para sorprender al que llega. No me digas que no es una bendición que la limpiadora sea una cochina inmigrante que reutiliza el agua de la fregona y no aclara bien el suelo.

– ¿A que no hay agallas para repetir eso con su señoría delante?

Villalba sonrió, malévolo.

– Tienes razón. Quizá la que friega sea una cochina española. Pero sea de donde sea, ya le podemos besar el culo todos. Porque gracias a ella vamos a tener de dónde rascar, aparte del casquillo.

– Bueno, los besos en el culo te los dejamos a ti, ya que andas tan pasional esta mañana -dije-. ¿Por dónde podemos pisar ya?

– Por esa zona. Pero en paramentos verticales, no tocar, please.

– Caramba, Villalba, paramentos verticales. Qué nivel.

– Dos años de estudios de arquitecto técnico. Un desperdicio.

– No del todo, hombre. Gracias.

Mientras examinábamos el portal, el teniente Aparicio nos fue informando de otras circunstancias significativas del caso:

– Por lo que nos han dicho los vecinos, y a la espera de lo que nos certifique el forense, el hecho debió suceder entre las dos y las seis y cuarto de la mañana. Porque a las dos, más o menos, recuerda haber llegado y usado el ascensor el vecino más trasnochador. Y a las seis y cuarto salió de su casa el más tempranero, que fue justo el que se lo encontró cuando el ascensor llegó a su piso y se abrió la puerta.

– Vaya forma de empezar el día -dijo Arnau.

– Lo macabro es que el cadáver se pasara esas cuatro horas, o las que fueran, metido en el ascensor -intervino Chamorro.

– ¿Y cómo es que el ascensor está en la planta baja?

– Ah, sí, eso. Rectifico. Para ser exactos, hubo un vecino más trasnochador que el que llegó a las dos. Uno que vino a las seis y veinte. Llamó el ascensor y también se dio de narices con el pastel.

– Vaya forma de acabar la juerga -se apiadó Chamorro.

– Nada de juerga. Ferroviario saliente de turno de noche.

– Pobre. Pues peor aún.

Del reconocimiento del portal poco más parecía que pudiera sacarse. Tan sólo que el crimen había sido limpio y rápido. Todos los indicios apuntaban en la misma dirección: detrás de aquella muerte estaba la mano de un profesional. Y al fondo del cuadro, que era lo que a la postre importaba, un cliente dispuesto a pagar por tan oscuro servicio.

– Os han puesto al corriente de los antecedentes judiciales y policiales del difunto, me imagino -dijo Aparicio.

– Sí. Por encima, no me han pasado aún los ficheros.

– Los tiene Gloria, que está de guardia en la comandancia. Una condena firme, por amenazas a su ex mujer. Una causa por lesiones, con sentencia absolutoria, recurrida, y otra por tráfico de coca, en la misma situación. Sin antecedentes penitenciarios, parece. Aunque si hubiera acabado en condena cualquiera de las causas pendientes, habría pisado talego. En todo caso, no parece que fuera un ciudadano ejemplar.

– Se me hacen cortos, los antecedentes, para un tipo de treinta y nueve años aficionado a vivir peligrosamente -razonó Chamorro.

– Tal vez era más listo que la poli -dije-. Míranos. No es tan difícil.

– En la cartera -prosiguió Aparicio-, 185 euros, la tarjeta del banco y la de El Corte Inglés, DNI, carné de conducir y poco más.

– La tarjeta de El Corte Inglés -anoté-. Qué detalle más impropio de un malote que muere por ajuste de cuentas.

– Ya ves. Ah, y tenía el móvil encima. Supongo que lo quieres.

– No, no lo quiero. Joanet, hazte cargo del cacharro. Ya sabes lo que hay que hacer. Y si puedes perderlo mientras lo haces, te lo agradezco. Así tenemos menos donde mirar y podemos archivar antes.

– Mi brigada -me regañó Chamorro, ceñuda.

– ¿Acaso a ti te apetece este asunto?

– Quien no te conozca puede pensar que lo dices en serio.

– ¿Y? ¿Me pondrán cara a la pared o algo así?

En ese momento se nos acercó la cabo rubia de la entrada.

– Mi teniente -se dirigió a Aparicio-. Su señoría acaba de llegar.

– Vaya. El que faltaba -suspiré.