"La estrategia del agua" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)2 El cuarto del hijoSu señoría, contra lo que se me había dicho o erróneamente yo había colegido, era una mujer. Tanto ella como la forense venían con cara de pocos amigos. Las podía comprender, porque también alguna vez yo había tenido dos muertos en el mismo día, y nunca anda uno lo bastante desocupado como para que le cuadre tener que dejarlo todo y asumir, una detrás de otra, dos tareas desagradables. La forense andaría por los treinta y cinco, era morena y muy menuda y gastaba vaqueros y chaqueta juvenil. La juez era más o menos de mi edad, y tanto su indumentaria como su porte eran bastante más formales. Vestía un sobrio traje de chaqueta, con pantalones y pañuelo Hermès al cuello, y lucía un trabajo de peluquería de no menos de sesenta euros. Ya sé que es superficial fijarse en el aspecto exterior de las personas, y más en el de las mujeres, pero es lo único que uno tiene para tratar de calarlas antes de que abran la boca. Y hay situaciones en las que conviene no aguardar a ese momento para empezar a situarse. – Buenos días, señoría. A sus órdenes -la saludó Aparicio, que para eso era el oficial. Los demás nos quedamos en segundo plano. – Buenos días -repuso la juez-. Asesinato, ¿no? – Tiene toda la pinta. Dos tiros por la espalda, uno de gracia. Y en su propia casa, y de madrugada, deja poco lugar a dudas. – ¿Encargo? -a lo que se veía, su señoría no gastaba saliva de más. – También parece -dijo Aparicio-. La forma de matarlo requiere bastante frialdad, y una cierta competencia. Los dos tiros son mortales de necesidad, aunque eso ya lo confirmará la señora forense. La forense, que ya se había inclinado sobre el cuerpo, se volvió y asintió con gesto grave. Pese a él, su poca envergadura y aquella ropa que llevaba le daban un aire de insolvencia, aunque me prohibí dejarme llevar por esa impresión. A veces la fragilidad aparente de una persona en un determinado contexto no es sino la mejor prueba de su dureza interior, que es la que la ha llevado allí. Para poder agacharse sobre aquel cadáver, aquella mujer había tenido que abrir antes muchos otros y demostrar en una oposición que valía para ello. – Pues estamos buenos -dijo la juez-. Con éste ya tengo dos asesinatos de estas características. Y sólo hace año y medio que tomé posesión del juzgado. ¿Sabe alguno de ustedes qué está pasando? Aparicio se encogió de hombros. – Hay que analizar cada caso. Lo que hemos comprobado es que han aumentado los ajustes de cuentas entre mafias. Sobre todo de la droga. Y que recurren cada vez más a sicarios que traen de fuera. – ¿Cree que puede ser ése el caso aquí? – No lo sé. La víctima es de nacionalidad española. Lo que más nos encontramos es asesinatos entre mafias extranjeras. Entre colombianos, o entre colombianos y marroquíes, ya me entiende. Compiten por una zona, o tienen que escarmentar a alguien por falta de pago. – Sí, mi otro asesinado es marroquí. Y la Policía, que es la que lleva la investigación, no ha conseguido dar siquiera con un sospechoso. No me hace mucha gracia sumar otro caso sin resolver, la verdad. – Sabemos que el difunto tenía antecedentes por tráfico de cocaína, entre otros -explicó el teniente-, lo que inclinaría a pensar que se trate de lo que le estoy diciendo. Pero no se preocupe, señoría. Nosotros no se lo vamos a dejar pendiente. Daremos con el que lo hizo. – Muy seguro está usted. – Bueno, no hay color -bromeó Aparicio-. Y además, los compañeros de la Policía, con todos los respetos, no podrán ponerle nunca un equipo como el que le vamos a asignar para este caso. Hemos pedido apoyo a nuestra unidad central y nos han mandado al mejor. En ese momento odié al teniente Aparicio. Con un odio espeso, feroz. No sólo había tenido la discutible ocurrencia de entregarse, ante aquella interlocutora que no parecía precisamente la más receptiva, a ese tonto impulso humano consistente en creer que la propia cofradía vale más que cualquier otra, análoga o no. Además, con su burda lisonja, confirmaba un axioma que la mayoría de las personas olvida, porque la vanidad tiene esas trampas, pero que otros, por razón de nuestra subalterna y expuesta posición en el mundo, nos obligamos a tener siempre presente: nadie es más proclive a elogiarte por exceso que quien pretende servirse de ti, para algo que le interesa o le conviene y que a ti ni va a convenirte ni a interesarte en absoluto. Aparicio se volvió entonces hacia mí y la fatigada y reticente mirada de la magistrada se posó en mi nada extraordinaria persona. – Le presento al brigada Bevilacqua, señoría. Ahí donde lo ve, nuestro máximo especialista en homicidios. Mientras trataba de no descomponer el gesto, me juré a mí mismo que si algún día estaba en mi mano favorecer o ayudar de algún modo al teniente Aparicio, recordaría que tenía motivos suficientes para abstenerme de hacerlo. Pero todavía faltaba que la juez pusiera su granito de arena para complicarme mi ya esforzada compostura: – ¿Ble… vil… cómo? Disculpe, brigada. ¿Nunca le han dicho que tiene usted un apellido un poco incómodo de pronunciar? – No, nunca -respondí, impasible. – Ah, bueno. Pues al menos para mí lo es. – Es italiano, basta con traducirlo, Chamorro contenía perceptiblemente el aliento. Incluso me propinó lo que supuse que pretendía ser un codazo, pero tan leve y disimulado que se quedó en un roce un poco ambiguo. Como ya nos conocíamos desde hacía unos cuantos años, sabía bien lo que en ese momento pasaba por su mente, y que, en modo alguno por casualidad, era lo mismo que acababa de acudir a la mía. Como yo, mi compañera pensaba en la memorable tarde que había vivido junto a mí, una semana antes, en la sala de vistas de la Audiencia, y en particular en las cuatro horas que había durado el interrogatorio al que me había sometido el conocido y muy oneroso abogado defensor que se había procurado el imputado en aquella causa. El célebre, a la par que incisivo y verboso letrado, me había tratado poco menos que como si yo fuera ex guardián de un campo de exterminio nazi, sin que una magistrada que se le daba un aire a aquella que ahora teníamos enfrente, y que presidía la sesión, considerase en ningún momento necesario pedirle que adoptara una actitud menos agresiva hacia quien allí deponía como testigo. Es más: cuando a las tres horas, con la paciencia ya algo desgastada, no había podido contenerme y le había demostrado a mi interrogador que yo también podía ser cáustico, me había reprendido a mí. – Pues sí, mejor le llamaré Vila, si no le importa -dijo la juez, con un tono que denotaba su soltura a la hora de tomar decisiones que afectaban al estatus civil de las personas-. ¿Es usted italiano? Otra pregunta que nunca me había hecho nadie, y a la que ardía en deseos de dar respuesta. La juez tuvo por tanto la suya: – No. Mi abuelo. Conrado Bevilacqua, natural de Udine. Era un voluntario fascista de los que vinieron en la Guerra Civil para ayudar a Franco a ganarla. Le gustó el país, le gustó mi abuela y se quedó. – No me diga. ¿Un voluntario fascista? La juez parecía sinceramente sorprendida, u horrorizada, o lo que fuera. Chamorro parecía haberse tragado una escobilla de váter. – Fascista hasta la médula -ratifiqué-. Con foto de Mussolini colgada en el salón y todo. Pero no se inquiete. No es genético. Ahí su señoría debió de tener un leve barrunto de que le estaba tornando el pelo. Pero se había metido donde no la llamaban, y juez y todo no podía amonestarme fuera de su jurisdicción. – No me inquieto -se limitó a decir, secamente-. Volvamos a lo que nos ocupa. ¿Tiene algo que añadir a lo que ha dicho el teniente? ¿Alguna otra idea sobre lo que puede haber pasado aquí? Me pasé el índice por el entrecejo. Es un gesto que da a entender que estás meditando seriamente sobre la cuestión que acaban de someterte, y me dio la sensación de que a la señora juez eso le gustaría. – El teniente dispone de la mejor información sobre cómo están las cosas en el área de Madrid -dije-. Es su territorio. Respecto del contexto del caso no puedo sino suscribir lo que él ha dicho. El crimen es obra de un profesional, con un noventa y nueve por ciento de probabilidades. El quid del asunto es descubrir quién lo contrató. La juez me observó con gesto suspicaz. No parecía haberla impresionado mucho mi rotundo cálculo probabilístico. Lástima, me dije. Ese tipo de pamplinas suele resultar bastante eficaz con los jerifaltes, pero ella parecía inmune. O quizá sucedía que era de letras. – ¿Y tiene ya alguna idea de cómo va a llegar hasta él? – O ella -precisé, con una impertinencia que puso a prueba el rictus facial de Chamorro-. Naturalmente. Por el camino habitual. – ¿Es decir? A aquellas alturas, la tensión que se mascaba en el ambiente habría hecho más que aconsejable que revisara mi actitud insolente. Por mucho menos había jueces que te metían un puro. Pero aquella mañana mi ánimo era, por decirlo de algún modo, alegremente suicida. En algún recoveco de mi alma deseaba que su señoría se enfadara, y hasta que me llamase la atención. Así que continué probándola. – Pues como Hansel y Gretel, siguiendo las miguitas -le respondí-. Acabamos de juntar las primeras. Dos le perforaron a la víctima el cráneo. La tercera la hemos recogido de esa jardinera, uno de los dos casquillos que escupió el arma homicida. Con eso, ya tenemos el DNI del arma. También hay una huella de calzado, que es una prueba bastante útil y que un profesional no suele dejar, pero el nuestro no contó con que el suelo estaba mal fregado o, mejor dicho, mal aclarado. La huella permite acotar el sexo y deducir la envergadura del individuo. Creo poder afirmar, de nuevo con un noventa y nueve por ciento de probabilidades, que el ejecutor es un varón y que se trata de un tipo grande. Aparte de eso hay cabellos y huellas dactilares, que habrá que cotejar con las de los vecinos. Quizá no nos sirva de mucho, los profesionales suelen cuidar esos detalles, pero nunca se sabe. – Veo que ha sintetizado rápidamente la información de la escena del crimen -juzgó la juzgadora, sin perder la calma-. Y aunque no soy tan experta en la materia como usted, diría que no les lleva muy lejos. ¿Dónde piensan buscar el resto de las miguitas? Descuide, no le estoy poniendo a prueba. Sólo es para aprender, ya que le tengo a mano. Era una contrincante aguda. Hube de admitirlo. – Estamos a sus órdenes, señoría, puede ponernos a prueba tanto como estime conveniente. De entrada, hemos de abrir dos vías. Una, la clásica, el entorno laboral y familiar de la víctima. Por lo que sabemos estaba separado y las relaciones con su ex mujer eran más bien tormentosas. Lo había denunciado por amenazas, por las que fue condenado, y por lesiones, de las que lo absolvieron. Evidentemente, nos tocará ir a hablar con ella, y con el resto de parientes localizables. Y como nos encontramos ante un ciudadano con otros antecedentes criminales, habrá que echar un vistazo a esa parte de su vida. Dónde, cómo, con quién. Eso llevará su tiempo. Pero ya que estamos aquí, empezaremos por interrogar a los vecinos. Por lo visto, vivía solo. – ¿Han avisado a alguien de su familia? El teniente Aparicio abandonó por un momento la confortable actitud de espectador de mi escaramuza con la juez para informar: – Hemos podido hablar con una hermana que vive en Cáceres. Viene de camino. Es todo por el momento. Un vecino nos ha comentado que solía visitarlo una mujer de unos veinticinco años con la que parecía mantener una relación sentimental. Pero nadie ha sabido darnos su nombre ni la manera de ponernos en contacto con ella. Supongo que podremos encontrarla a través del teléfono móvil, cuando nos autorice a examinar su contenido y obtener el listado de llamadas. La juez asintió, enérgica. – Queda autorizado desde este mismo instante, teniente, o usted, brigada, el que vaya a encargarse. Vamos a agilizar la diligencia. ¿Han tomado ya todas las fotografías que necesitan del cadáver? – Hace rato, señoría -contestó el sargento Villalba. – Y tú, Paula, ¿ya has visto lo que tenías que ver? – De momento, sí -dijo la forense, sacándose los guantes de látex. – Bueno, pues entonces, a levantarlo. No vamos a retrasarlo más, que bastante tiempo lleva ya esperando. Secretario, el acta. En un momento, el portal se convirtió en un hervidero de gente que tenía una tarea concreta que cumplir. Y todo, gracias a la resolución de su señoría. Aquella mujer había nacido para mandar. Es una cualidad que admiro, porque no la poseo. Muchas veces me he preguntado qué habría sido de mí de no disponer de esa autoridad postiza que le proporciona a uno la jerarquía militar, con la disciplina automática que lleva aparejada. Para alguien que no tiene la menor vocación de decirles a otros lo que tienen que hacer y tampoco el deseo de imponerle a nadie ninguna obediencia, resulta providencial poder invocar unos galones que por sí mismos exigen acatamiento. Y aun con ellos a veces tenía mis dudas de que acertara a mantener la dirección del pequeño rebaño que como mucho podía tocarme apacentar. En mi condición de subordinado había aprendido la diferencia que hay entre la forma de cumplir las órdenes de alguien que tiene carisma de jefe y la manera en que se llevan a efecto las de quien carece de él. A los primeros se los sigue incluso bajo el fuego enemigo. Los segundos, a nada que se descuiden y se tuerza la batalla, muy bien pueden acabar cayendo bajo el fuego de los suyos. Por eso, pese a mi ineptitud natural, trataba de superarme, y también de compensar mis carencias como jefe mostrándome tan solidario como me era posible con quienes tenía a mis órdenes. Ya que nunca podría ser un buen conductor de la diligencia, por lo menos procuraba no fustigar innecesariamente a los caballos. Tal vez así me tendrían piedad si alguna vez me veían en apuros. Pero su señoría, saltaba a la vista, no se andaba con tantos remilgos. – Joder, Antonio, cada día que pasa te entiendo peor la letra -le dijo al secretario, mientras leía el acta que el otro acababa de garrapatear a pulso apoyado sobre una carpeta del juzgado. – Lo siento, señoría. A ver cuándo la Consejería nos paga un portátil con software de reconocimiento y transcripción de voz. O un iPhone, que es más chulo. Con eso y una impresora portátil con Bluetooth, podría despreocuparse para siempre de mi caligrafía. – Sí, cuenta con ello. Bueno, a lo mejor te lo acabo regalando yo. – Que sea el iPhone, entonces. El secretario había optado por la socarronería para convivir con aquella mujer imperiosa que le había tocado en suerte. Dichoso él, que se lo podía permitir. En la administración de justicia no te arrestan, como en la mili, ni te despiden, como en la empresa privada. Pueden expedientarte, pero sólo si se te muere alguien y los periódicos montan una campaña contra ti. Y como mucho te cae una multa. Una vez que hubo concluido el ajetreo en torno al cadáver y el papeleo correspondiente, la juez consultó su reloj. – Las doce menos cuarto -y mirando al secretario, añadió-: Entre que volvemos y aterrizamos, la mañana al garete. Vamos a darnos prisa y a ver si rematamos toda la burocracia de los dos muertos que nos ha deparado esta guardia. Que mañana el día está completito. – Señoría -osé interrumpirla. – Diga usted, brigada. – Ya que estamos aquí, nos vendría bien que acordara la entrada y registro del domicilio del difunto. Por ir ganando tiempo. – Tiene usted razón -me concedió-. Venga, Antonio, que vas a tener que darle un poco más a la letruja. ¿Qué piso es? – Tercero A -apuntó Aparicio. – Pues vamos. ¿El ascensor se puede usar ya? – Mejor que no -respondió el sargento Villalba. – Pues hala, a hacer piernas. Total, hoy tampoco llego a Pilates. – Con tu permiso, me aguardan dos autopsias, y me vendría bien ir adelantando faena -dijo la forense. – Claro, Paula, considérate liberada -aprobó la juez-. Espero que no encontremos otro muerto en el piso de este hombre. El fallecido tenía las llaves de su vivienda encima, así que no hubimos de forzar cerradura alguna. Una vez que estuvimos frente a la puerta del Tercero A, le pedí a Chamorro que hiciera los honores y extrajo el llavero de la bolsita, cuidando de no manosearlo más de la cuenta, aunque llevaba los guantes de látex. Me fijé en el llavero en cuestión, una peculiar figurita antropomórfica que es familiar para cualquiera que haya parado algún tiempo en Almería. Un par de muertos me habían procurado en los últimos años varias semanas de estancia en aquella tierra, por lo que pude identificarla al instante: era un indalo de plata, un símbolo presente en diversos yacimientos de arte prehistórico hallados en la provincia y al que se asocia un significado del que me habían hablado alguna vez. Mientras miraba cómo daba Chamorro todas las vueltas a las dos cerraduras de la puerta del piso de Óscar Santacruz, traté en vano de recordarlo. La juez también observó en silencio la operación, y cuando mi compañera dio el último giro a la llave y se volvió hacia ella pidiendo su venia para proceder, de los labios de la autoridad salió una sola palabra: – Adelante. Chamorro empujó la puerta. Lo que a continuación hicimos es algo que he hecho muchas veces, pero que nunca deja de producirme una rara y entremezclada sensación. Penetrar en el ámbito privado de alguien, y más cuando se trata de alguien que acaba de morir, equivale a tener de pronto a tu entera disposición a otro ser humano en su más íntima desnudez. Porque para un sujeto como yo lo que viene después de atravesar el umbral del domicilio es revolver y fisgar en todas las cosas de la persona que allí habitó, con especial atención para aquellas que más y mejor puedan informar acerca de la cara no visible de su existencia. O lo que es lo mismo: de esa región desaliñada del alma donde a menudo se ventila lo que uno es y también cómo y cuándo le sobreviene el dejar de ser. La vida toda de Óscar Santacruz, tal y como la había dejado antes de salir de aquel piso para no volver a entrar, era ahora pasto de la bandada de aves carroñeras que dirigía su señoría y de la que me cabía el involuntario honor de formar parte. La vivienda era sencilla. Un piso de tres habitaciones, unos setenta metros cuadrados algo justos. Estaba razonablemente limpio y se veía bastante ordenado, salvo por la pila de correspondencia y periódicos desparramada por la mesa, un forro polar que estaba tirado encima de uno de los sillones y las pantuflas abandonadas bajo la mesita de centro. Las paredes estaban más bien desnudas, a excepción de un par de cuadros bastante impersonales, colgados sin mucha intención. Todo el mobiliario se veía nuevo y obedecía al mismo estilo. Lo conocía bien. También yo veía la tele, en las contadas ocasiones en que me era dado permitirme esa abdicación de la realidad, desde un tresillo como aquél, y guardaba mis libros en estanterías como las que cubrían una de las paredes del salón. Óscar tenía algunos menos que yo, pero aquélla no parecía en absoluto la biblioteca de un iletrado. Calculé a bulto unos trescientos volúmenes, bastantes más, en cualquier caso, de los atesorados por el promedio de sus compatriotas. Me iba a acercar a mirar los títulos cuando oí la voz de Villalba a mi espalda: – Cuidado, mi brigada. Procura no tocar nada ahí. – Que no soy nuevo, Villalba. – Por si acaso. Siempre hay a quien se le olvida, cuando ve algo que le despierta la curiosidad. El impulso automático ya sabes cuál es. Y precisamente por eso para nosotros las estanterías son un filón. – Ya, ya lo sé. Aunque me apuesto lo que quieras a que aquí no vas a encontrar las huellas del asesino. No necesitó entrar al piso. – Pueden estar las de quien le envió. – También lo dudo. – Disculpen que les interrumpa -terció la juez-. ¿Les parece que hagamos inventario de lo que haya de relevante por aquí y de lo que vayan a necesitar llevarse para mirar con más calma? Lo digo porque así dejamos ya levantada el acta y el secretario y yo nos podemos ir marchando, que tenemos un juzgado abandonado por ahí. Pensé que esta vez mejor me callaba lo que estaba pensando. – Cómo no -asentí-. Virginia, saca la libreta para ir haciendo la lista mientras recorremos el piso, por favor. – Sacada está -respondió Chamorro, blandiéndola en alto. – Gracias. Y tú, Arnau, baja al coche y sube unas cajas. Para empezar, veo allí un ordenador portátil y un par de estuches de cedes. Es lo primero que vamos a necesitar llevarnos, señoría, y si nos puede dar la autorización para reventarlo, pues eso que adelantamos. – Les autorizaré a examinar su contenido -me corrigió-. Y les agradecería que después de hacerlo se les pudiera entregar a los eventuales herederos en el mismo estado en que lo encontramos. – Claro, señoría, era sólo una forma de hablar. Lo trataremos con toda delicadeza. Tenemos buenos informáticos, no tema por eso. – Bien. ¿Procedemos? – Detrás de usted. Fuimos recorriendo, pieza a pieza, el reducido espacio vital de aquel hombre. Las seis personas que formábamos la comitiva debíamos ir entrando por turno en cada habitación, y conducirnos con cuidado para no rozarnos embarazosamente una vez dentro, lo que me hizo pensar una vez más en la mezquindad delictiva de los especuladores inmobiliarios y de sus obedientes secuaces, los sedicentes arquitectos que proyectaban aquellos dinteles de ancho de hombros, aquellos pasillos exiguos y aquellos cuartos de baño de empaque carcelario. El piso de Óscar Santacruz tenía dos, que cualquier persona sensata habría sustituido por uno solo de dimensiones practicables. Para aprovechar mejor el poco espacio, estaban equipados de forma espartana, aunque suficiente. En la cocina tampoco sobraba sitio: apenas cabían los electrodomésticos indispensables, los dos bloques de muebles, inferior y superior, y una mesita plegable triangular con dos taburetes metidos debajo. Aquel artilugio me resultaba igualmente familiar. – Qué mesa más curiosa -dijo el secretario. – Artículo en oferta de IKEA. Igual que las estanterías, el tresillo, los sillones, las sillas y la mesa del comedor, la mesita de centro, el espejo y los muebles del baño -enumeré, con fría meticulosidad. – Vaya, es usted todo un conocedor -opinó la juez. – A la fuerza. Tengo un hijo, una macrohipoteca y un microsueldo, y no me puedo poner en huelga para que me lo suban. Los dos funcionarios judiciales se observaron entre sí durante un segundo, acaso sopesando si en mi comentario había una alusión. Y desde luego que la había, como sí había notado Chamorro, según me daba a entender su adusto semblante. Pero si la juez y el secretario acabaron captándola, prefirieron dejarla correr. Su atención se vio atraída por los platos que se apilaban en el fregadero, y que, a uno o dos por comida, sumaban al menos un par de almuerzos y una cena. Tampoco la placa vitrocerámica estaba en perfecto estado de revista. – Parece que el difunto era un poco dejado -dijo la juez. – O que estuvo demasiado atareado en sus últimos días -sugerí. También tenía pendiente la colada. Sobre un cesto en la pequeña terraza anexa a la cocina se veía una pila de ropa sucia que lo desbordaba al menos treinta centímetros. Pensé que esa ropa todavía olería a él, intensamente además. Traté de imaginar quién se ocuparía de lavarla algún día, si es que alguien llegaba a hacerlo. Qué sentiría, seleccionándola primero para separar la clara de la oscura, o tendiéndola y planchándola después. En fin, esas cosas que no le importan a nadie, salvo a quien lo hace, para quien suele ser difícil de olvidar. Tras la cocina, pasamos a las habitaciones. Una de ellas estaba amueblada como un pequeño estudio. De hecho, no superaría los siete metros cuadrados. Había allí otra estantería con libros, un equipo de música y un ordenador de sobremesa sobre un tablero en forma de L sostenido por unas patas metálicas en forma de T invertida. – ¿Mesa de IKEA, también? -me preguntó la juez, señalándola. – Afirmativo. Como la silla. Y si quiere una se la monto en un pispas. Sé bien cómo evitar los errores que comete el pardillo. – Bueno, se la ve práctica. – Lo es. Y barata, además. Por lo que se ve, el negocio de la droga no le dejaba mucho beneficio. O se lo gastaba en otras cosas. – Sí, eso parece. – Ese ordenador también nos lo llevamos. Si da su permiso, señoría. – Por supuesto. Toma nota, Antonio. – Y los archivadores esos de ahí. Tienen toda la pinta de ser donde guardaba los documentos importantes. – De acuerdo. Reséñenlos también. Pasamos a la siguiente habitación. Era lo que los cursis que redactan los folletos de las promotoras y las inmobiliarias denominan un dormitorio Torres Gemelas. Era uno de esos cuadros que ya venden enmarcados en los hipermercados. Revolvimos por encima cajones y armarios. Sólo había ropa. Nos quedaba la última habitación. Era la única cuya puerta estaba cerrada. Yo era el que estaba más cerca e hice girar el picaporte. Cuando empujé la hoja, descubriendo el interior, un denso silencio se instaló entre los integrantes de la comitiva. Ante nuestros ojos apareció un dormitorio infantil, profusamente decorado con motivos tomados de las películas de Disney. La funda del edredón era del ratón Mickey, en las paredes había pósters de Los Increíbles y el pez Nemo y los cojines que reposaban sobre la cama mostraban al robot WALL-E. Aparte de eso, había una docena de perros de peluche y en el espacio entre la ventana y el armario empotrado se alzaba una estantería estrecha, también de IKEA, llena de cuentos infantiles. De la esquina colgaba, suspendida de un cordón, una espada de pirata en cuya empuñadura se sujetaba un sombrero negro con una calavera y dos tibias cruzadas. Sobre las baldas, una espada retráctil de caballero Jedi, un muñeco de Indiana Jones con su látigo, el coche rojo de – El cuarto del hijo -osó finalmente decir el teniente Aparicio, en voz queda-. Unos ocho años, según el cálculo de los vecinos. No había pensado en ese detalle. Me había tomado nota del dato de las desavenencias con la ex cónyuge, pero no se me había llegado a pasar por la imaginación la posibilidad de que el conflicto entre ambos contara con el factor, normalmente agravante, de una progenie común. De pronto, al ver aquel cuarto decorado con el afán que Óscar Santacruz no había puesto en ninguna otra zona de la vivienda, un afán en el que resultaba más que ostensible el amor paternal, el bosquejo sumario y más bien desganado que me había hecho del carácter de aquel hombre, por sus antecedentes y las circunstancias de su muerte, quedaba reducido a una torpe e incompleta caricatura. Tenía el recorrido suficiente como para haber comprobado que los delincuentes, incluso los más desalmados, pueden demostrar por sus seres queridos los mismos sentimientos de ternura que quienes no acostumbran a infringir el Código Penal. Sabía bien que el hecho de que aquel hombre los tuviera hacia su hijo no excluía ninguna bajeza en su trayectoria. Pero no había llegado a desarrollar la dureza de corazón que me habría hecho falta para dejar de conmoverme ante la visión de aquel cuarto infantil que ahora era el símbolo de una ausencia irreparable, el triste anuncio de una vida de despojo y de orfandad. Incluso si el padre muerto había sido un canalla. O especialmente en ese caso. La juez recorrió la habitación con la mirada. También en sus ojos había, de pronto, un destello de humanidad. Al fin dijo: – Supongo que en esta habitación no encontraremos gran cosa. Creo que podemos dar por cerrada aquí la diligencia. – No se fíe, señoría -advirtió el teniente Aparicio-. No sabe usted lo que algunos pueden llegar a esconder dentro de un peluche. – Ya lo miraremos, mi teniente -dije-. Pero me sumo al parecer de su señoría. Y creo que ya la hemos entretenido demasiado. La juez me observó como si la descolocara mi adhesión. También Chamorro. Pero en ese instante mi mente estaba demasiado lejos como para darle al estupor de ambas la más mínima importancia. |
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