"La estrategia del agua" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)3 ¿Poeta y delincuente?La juez se despidió del teniente, de Chamorro y finalmente de mí con un apretón de manos. Sus dedos hacían una fuerza inaudita al estrechar los dedos ajenos, y durante una fracción de segundo maldije la anticuada deferencia que me movía a no infligir a las manos femeninas el torniquete que siempre aplicaba a las masculinas, porque sabido es que en esos lances de salutación, al hispánico y viril modo, quien no se adelanta a triturar al contrario resulta triturado por él. La juez me pilló pues totalmente desprevenido, y después del contacto me quedó la incómoda sensación de haber metido los dedos en un cepo. – Gracias por todo -dijo la juez, con una amabilidad que tampoco me esperaba-. Decreto el secreto de las actuaciones, así que les ruego que velen por él en lo que les corresponde. Aunque no me hago muchas ilusiones, no quiero dar más alimento de la cuenta a los buitres. Hizo un gesto para indicar dónde se encontraba la unidad móvil de una televisión local. Junto a ella aguardaban dos periodistas jóvenes, una con el micrófono en la mano y la otra con la cámara. – Y téngame informada en todo momento, por favor -me pidió-. Llámeme esta tarde o esta noche para contarme cómo van. Sacó una tarjeta y sobre ella escribió deprisa un número. Me la tendió con una expresión que me costó descifrar. Podía ser una sonrisa y podía querer decir que me invitaba a mantener una entente cordial mientras durara la investigación, pero también que si quería llevar las cosas de otro modo, no iba a amilanarse, y que yo, como bien debía constarme, llevaba todas las de perder. Luego cruzó la calle, esquivó a las periodistas con un seco ademán y se metió en el coche del juzgado con el secretario. La vi ahuecarse la melena un par de veces antes de que el vehículo se perdiera al fondo de la calle. Entonces eché un vistazo a la tarjeta. Era la oficial del juzgado, con todos los datos de éste, su nombre y los dos apellidos. María Antonia Gómez Fernández-Vadillo. Lo que había escrito en el espacio libre era un número de teléfono móvil. Por lo común no celebro entrar en tales promiscuidades con los jueces. Y menos cuando tienen un apellido compuesto. – Joder, menuda coronela -opinó el teniente Aparicio-. Si me disculpas la ironía, no te arriendo la ganancia, compañero. – Pues no sé si te la disculpo, mi teniente -respondí, mosqueado-, y más cuando ya sabes a quién le tocaba comerse esto. – Vamos, hombre, qué tenso estás hoy. ¿Te pasa algo? – Cosas mías. Bueno, no sé si quieres que comentemos algún detalle más, pero si te parece yo voy a poner a mi tropa a desbrozar el terreno. Me gustaría que me dieras un enlace para este caso en tu unidad, si no tienes inconveniente. Por lo que nos pueda hacer falta. – Pues como responsable, yo mismo. Pero como imagino que te refieres a alguien que curre, habla con la cabo Gloria. Aprovechas para pedirle los antecedentes del muerto y ya sigues el resto del asunto con ella. Por cierto: también es ella la que localizó a la hermana y la tiene controlada, te puede pasar su número de móvil y demás. Yo la llamo ahora y le digo que se esmere en satisfacer todos tus deseos. – Permita usted que le deje insatisfecho alguno -sugirió Chamorro. – Qué mal pensada eres, sargento -se quejó el teniente. – Sí, ya. – Ten cuidado, Aparicio-dije-, que cualquier día una ministra que yo me sé se encuentra con tu expediente en su mesa y tú con los cataplines rebotando por el suelo. Estamos rodeados, ¿no lo sabías? – Doscientas ministras harían falta, para rodearos. – Ya las pondrán. Tiempo al tiempo. – Bueno, me parece que empiezo a sobrar -dijo el teniente-. Os deseo suerte. Y en serio, Vila: para cualquier cosa, a cualquier hora. Y agitó en el aire su teléfono móvil. – Vale, gracias, mi teniente. Ya te iré contando. Aparicio buscó un número en la agenda de su aparato y apretó la tecla. Al cabo de unos segundos, ordenó al invisible interlocutor: – Vente para el portal. Nos vamos. Algo debieron de decirle al otro lado, a lo que el teniente contestó: – Vale, ahora se lo pasamos a los centrales. Ha venido Vila. Medio minuto después apareció el guardia Castillo, un veterano de homicidios de Madrid con el que había compartido más de un marrón en el pasado. Un tipo competente, curtido y batallador. Era él quien había venido con Aparicio, que ya me parecía raro que hubiera acudido solo, como me extrañó que no hubiéramos coincidido con Castillo hasta ese momento. Al verlo, lamenté que su jefe no me lo hubiera puesto como enlace. Pero el oficial no era tonto: con la sobrecarga de trabajo que tenía su unidad, a aquel elemento se lo reservaba para resolver los asuntos que no había conseguido endosar a otros. – Hombre, mi brigada, a tus órdenes -saludó el guardia, al verme. – Castillo, qué sorpresa. ¿Dónde te escondías? – Estaba por el edificio, tirando de la lengua a los vecinos, contando pisos ocupados y vacíos, esas chorradas. Si quieres datos exactos: cuatro portales, doce pisos por portal, en total 48. De ellos 22 habitados permanentemente, 5 de forma esporádica y 21 en manos de especuladores que deben de estar jodidos pagando mes a mes la hipoteca y sin poder venderlos. Bueno, alguno puede que sea del banco ya. – Caramba, Castillo, eres una máquina. – Bueno, tengo mis trucos. Aquí mi amigo Leandro me ha ayudado a abreviar las pesquisas. Y me señaló a un hombre con jersey azul y pantalones verdes de faena que apareció en el portal justo en ese instante. También era raro que hasta ese momento no hubiera visto al portero. Por los rasgos, parecía oriundo de algún país sudamericano. Como tantos otros. – Estábamos inspeccionando el garaje -explicó Castillo-. Vacío, en su mayor parte. Le hicieron plazas de sobra, pensando en que habría quien comprara dos, pero les cogió la crisis y como mucho estará ocupado a un tercio de su capacidad. Uno de los coches es el del difunto. Un Seat León. El modelo más potente, en color blanco pijo. – Maldita sea, el coche -dije, volviéndome a Chamorro-. Hemos estado bien torpes, Vir. Tendríamos que haberlo mirado antes de que se fuera la juez. Ahora habrá que pedirle permiso para intervenirlo. Que con ésta no me fío si no tenemos su bendición para todo. – Tranquilo. Tengo el móvil del secretario. Yo me encargo. Chamorro salió a la calle para telefonear y el teniente se dirigió hacia las escaleras para despedirse de Villalba y su gente. Castillo continuó haciéndome el resumen de sus investigaciones por el edificio. Llamé a Arnau, que venía de dejar las cajas en el coche: – Eh, Joanot. Acércate aquí, anda. Saca la libreta y ve apuntando. Y así de paso aprendes de un profesional de los buenos. Que por una vez no es tu ínclito brigada, sino el guardia Castillo, aquí presente. – A sus órdenes, mi brigada -rezongó Arnau. – Castillo, éste es Arnau -se lo presenté-. Nos lo han asignado con la intención de que le enseñemos a usar la cabeza para pensar, en vez de para sujetar el tricornio. Está todavía en ello, pero tiene madera. – Gracias, mi brigada, por decir algo. – ¿Arnau? ¿Catalán: -preguntó Castillo. – No, de Murcia. Y es Juan. Pero al brigada le gusta putearme. – ¿Y para qué creías tú que se inventaron los brigadas, alma de Dios? Está bien, Castillo, prosigue. Te escuchamos. Castillo reanudó su informe: – Nuestro malogrado ciudadano tenía el piso en propiedad. Llevaba cerca de un año en el edificio, desde poco después de que lo entregaran. Leandro y los pocos vecinos que declaran haber mantenido algún contacto con él lo recuerdan como un hombre correcto y reservado. Nadie refiere que haya planteado jamás el menor problema, ni que haya tenido nunca conflictos con los vecinos. Aunque en honor a la verdad eso tampoco hay que considerarlo como un mérito en su caso, porque no tenía a nadie encima, el piso de debajo estaba vacío y también uno de los dos contiguos. Tan sólo compartía tabique con un piso habitado, en el que vive una pareja joven a la que por desgracia no he podido interrogar. Los dos se han ido a trabajar a primera hora. – Tómate nota, Johnny. Tarea pendiente. – Tampoco recuerda nadie que trajera al edificio gente sospechosa. De hecho, sólo me han hablado de haberle visto entrar con su hijo, de unos ocho años, con una chica de unos veinticinco que parecía ser su novia y con una mujer de alrededor de cuarenta con la que apareció alguna vez y que deduzco que pudiera ser la hermana. O bueno, si quieres pensar mal, pues pon que fuera la novia de reserva. – ¿No podía ser la ex mujer? -preguntó Arnau. – No. A ésa la recuerda el portero de alguna entrega y alguna recogida del niño en la calle, al principio. Nunca llegó a entrar en el edificio y por lo visto desde hace meses no ha vuelto a aparecer. – Orden de alejamiento. Punto neutral -deduje. – ¿Cómo? -dijo Arnau. – Cómo se nota que eres joven e inocente, Ivanchuk. – Jobar, mi brigada, ¿tanto le cuesta llamarme Juan? – Perdona, es que así me distraigo un poco de este curro tan muermo y tan repetitivo que tenemos. Y la variedad me ayuda a pensar. – Bueno, y ¿por qué soy tan inocente? ¿Me lo explica? – Nuestro buen Óscar tenía una condena por violencia de género. Ergo, una orden de alejamiento. Ergo, un punto de entrega neutral para recoger y devolver al niño y no aproximarse a su ex a menos de los tropecientos metros que le pusieran de radio de seguridad. – Ah, claro. – Tienes que poner atención y aprender a tirar del hilito, Johan. En este oficio una cosa lleva a la otra y conviene acostumbrarse a hacer el camino sin que te lo señalen. ¿Has oído hablar de una cosa que se llama silogismo? Bueno, qué cosas digo, si tú hiciste la ESO. – Aunque le sorprenda, sé lo que es un silogismo, mi brigada. Lo que no domino todavía es el arte de descifrar su economía verbal. Castillo se echó a reír. – Me parece que el chaval te está tomando la medida, mi brigada. – Tú no te inmiscuyas. ¿O quieres que te meta un paquete? -bromeé. – Como si me metes dos. Como puedes imaginar, después de casi treinta años en la empresa, ya tengo holgura. – Fíjate bien, Arnau. Esto es lo que se llama un caimán. Ni siente ni padece ni se asusta ni nada. Es lo que puede pasarte si te quedas en la picolicie demasiado tiempo. Así que tú verás qué quieres hacer de tu vida. O asciendes o te largas o acabas así. Y ya no tiene remedio. – Tampoco lo tienes tú, Vila. – Pero tengo los galones y puedo vacilar de vez en cuando. – Eso sí. A mí y a éste y poco más. – Algo es algo. Bueno, sigue contándonos. – Tampoco te creas que hay mucho más que contar. Básicamente, mi fuente de información ha sido Leandro, el portero. – Con lo que honra la tradición de su gremio. – Sí. Él es el que me ha dado la mayor parte de los detalles que acabo de contaros. También me ha dicho que de vez en cuando recibía unos paquetes peculiares, con un embalaje muy reforzado y de cierto peso. Venían del extranjero y como no entendía el idioma no puede decir qué podían ser ni quién se los enviaba. Ah, y otra anécdota, por si os interesa. Como nuestro hombre no estaba nunca en casa durante la jornada, le dejó un par de veces la llave, para que les abriera a unos montadores de muebles y al servicio técnico de la caldera. Leandro recuerda el hecho con gratitud porque le supuso sendas propinas de diez eurillos, cosa que, dice, no se estila entre el resto de vecinos. – Bueno, pues aparte de amenazar y hostiar a su ex mujer y traficar con droga, parece que Óscar era buena gente -concluí. – De la agresión lo absolvieron -recordó Arnau. – ¿Ves? -me dirigí a Castillo-. ¿No es enternecedor? Luego dicen que la juventud es rebelde, gamberra, contestataria y demás. Pero son tan mansos que hasta creen que lo que sentencian los jueces es siempre lo justo. Lo que lleva aquí a mi buen John John a no contemplar la posibilidad de que nuestro Óscar fuera tan inocente de lo que le condenaron por hacer como culpable de aquello de lo que le descargaron, cuando tú y yo sabemos que eso no tiene nada de improbable. – Bueno, el chico tiene su punto de razón -dijo Castillo-. Debes admitir que si una mujer va al juez con un moratón y acusa a su pareja o ex pareja, lo normal es que lo condenen. Si lo absolvieron es que pudo demostrar que el culpable fue otro. O que en el momento de la agresión lo estaban entrevistando en directo en el telediario de la Primera. – Espera a que echemos un vistazo a los autos. Yo no me precipitaría. Cosas más raras hemos visto, tú y yo. Y no me contradigas, cono, que me estás estropeando la educación que intento darle. – Pese a todo, es buen tipo -le dijo Castillo a Arnau, con una sonrisa de complicidad-. Le gusta tocar las pelotas, como ya habrás visto, pero nunca te dejará con el culo al aire ni te joderá para hacer méritos ante los jefes. Lo que, tratándose de un suboficial, ya es bastante. – Soy como el sargento de Arnau puso cara de víctima. – A veces me entra alguna duda, pero supongo que sí. – Está bien. Y aparte de Leandro, ¿hay algún otro contacto que puedas darnos y que creas que nos resultará provechoso? – Los vecinos del Primero B. Antonio y Ludivina. Septuagenarios, un poco chochos, pero se pasan el día aquí y tienen fichado a todo Cristo. De Óscar Santacruz hablan bien y mal. Les gustaba porque daba siempre los buenos días y cedía el paso y esas cosas. Y les daba mala espina, sobre todo a ella, porque vivía solo y porque venía con esa chica, que según dice solía andar muy descotada. La primera vez que lo vio entrar con ella se pensó que se había traído una puta. – Vaya con la Ludivina. Cuánto hará que Antonio no cumple. – Menos mal que eso no lo ha oído la sargento -opinó Arnau. – Para eso estamos entre machos, ¿no? Para poder expresarnos tal y como somos, sórdidos y zafios y repugnantes, por una vez. – Ya no, ahí viene. – Vale, pues corramos un tupido velo. Otra cosa, Castillo, supongo que no se te habrá pasado. ¿Has comprobado si alguien vio anoche algún vehículo desconocido merodeando por los alrededores? Chamorro se nos unió en ese momento. – Por supuesto, mi brigada -dijo Castillo-. La duda ofende. Leandro no está a esas horas, y los demás vecinos dormían. Ludivina y Antonio son insomnes, como corresponde a su edad, pero la hora es la de su cabezadita frente al programa de madrugada de la tele. Así que no estaban operativos, sino roncando en el sillón. Mala pata. – Bueno, insistiremos. Y también en los otros bloques. Oye, compadre, que muchas gracias. Y que es una pena que no estés en esto. – Qué se le va a hacer. Tengo unos cuantos ex bailarines de – ¿A ti qué te parece? Así a pura intuición. – Ya sabes que la pura intuición no vale para nada. – Ya. Es por darle algo de emoción al asunto. Mientras el guardia se lo pensaba, llegó el teniente. – Bueno, Castillo, ¿nos vamos? – Sí, mi teniente. Estaba terminando aquí con los compañeros. Pues no sé, Vila, qué quieres que te diga. Lo que tenemos no me cuadra mucho con un tipo demasiado involucrado en el negocio. Ni el lugar donde vive, ni el carácter, ni las costumbres. Si acaso con un pipiolo que se metió en la boca del lobo por esa tonta codicia que a todo el mundo le mueve alguna vez, o por tratar de tapar un agujero, como todos tenemos también, y que se encontró con que el lobo de vez en cuando cierra las mandíbulas y te atrapa en medio. Pero no hace falta que te lo diga, me puedo equivocar en todo. Vete a saber si no era un tío realmente listo y metido en el ajo, que se había buscado este lugar donde daba esa imagen de ciudadano inofensivo para traerse al niño y que nadie pensara ni se oliera lo que no le convenía. – Siempre es un gusto hablar contigo -y dirigiéndome a Aparicio, añadí-: Ya lo puedes cuidar bien, mi teniente, que guardias como éste se cuentan con los dedos de una mano. No sé si eres consciente. – Lo soy, Vila. Por la cuenta que me trae. Me gustaría llegar a comandante, por lo menos -dijo, con una sonrisa zorruna. – Pues espero que seas consecuente. Que luego se os va la olla. – Descuida. Bueno, lo dicho. Hasta luego. Al verlos subir a su coche y marcharse por donde ya se había ido su señoría, se hizo evidente que el embolado quedaba en mis manos. Pude así recobrar aquella enojosa sensación, tan semejante a la que se le queda acabado el guateque al irreflexivo dueño de la casa (o a su asistenta, en los hogares pudientes), y que de tanto saborearla ya se había convertido para mí en una especie de forma de vida. Por fortuna tenía a mi equipo, y a Villalba y a sus sabuesos, para compartir la carga. Al pringado le alivia mucho que pringuen otros. Es así de ruin. – La juez nos autoriza a meterle mano al coche -me informó mi compañera-. Que vayamos procediendo y que reseñemos todo bien. – Entonces será mejor que te ocupes tú. Y así, si hay algo que no le guste, te echamos la culpa a ti, que siempre te puedes beneficiar de la solidaridad de género. Ya he visto que sintonizabais. – Mira que puedes llegar a ser carca -me afeó-. Para tu información, con esta juez, como con cualquier otro, ya sea mujer, hombre o hermafrodita, yo ni sintonizo ni dejo de hacerlo. Sólo procuro estar en mi sitio. Lo que es recomendable para no crear conflictos inútiles. – Está bien, empleada del mes, gracias por la advertencia. Pero como todavía no me han expedientado, te toca obedecerme. Dile a Villalba que te deje a uno de sus levantahuellas y os bajáis a ver el coche. – ¿No quieres verlo tú? – ¿Para qué? Soy el jefe. Me mola más leer los informes de mis subordinados. La realidad en directo cansa y mancha. Y además tengo otra cosilla por mirar que me despierta más la curiosidad. – Está bien. A tus órdenes. Dio media vuelta y se encaminó a paso rápido hacia donde estaban los de los monos blancos. Sólo yo sabía cuánto había llegado a acostumbrarme a contar con su eficacia. Sin ella, a aquellas alturas, podía ocurrirme lo que el sargento al que interpreta Burt Lancaster en – No pasa nada, hombre -lo tranquilicé-. Es una especie de gimnasia. Como esos gilipuertas que se machacan levantando pesas o corriendo en una cinta. No es que se odien a sí mismos, les sirve para tonificarse y soltar sus mierdas. Pues entre ella y yo, igual. – No sé, yo diría que se ha ofendido un poco -aventuró. – ¿Tú crees? Bueno, ya le doy luego un cariñito. A ver, ahora escucha bien lo que quiero que hagas. Recórrete todos los bloques de alrededor. Ve casa por casa, si hace falta. A ver si das con alguien que estuviera despierto anoche entre las doce de la noche y las seis de la madrugada. Y averigua si alguien vio cualquier clase de vehículo o a cualquier persona sospechosa llegando a la zona o largándose de ella. Haz como lo ha hecho Castillo por aquí. Aprieta sobre todo a los jubilados, que son los que menos duermen y menos salen. También son más reservones y desconfiados, pero no te cortes: sácale partido a esa cara de buen chico y sedúcemelos. Sobre todo, sedúcemelas. Las mujeres son más observadoras y más concretas, aunque tienen la desventaja de que en su selección de detalles prestan menos atención a aspectos tales como modelos de coche, que para nosotros son cruciales. – Perdone, ¿todos los bloques de alrededor? ¿En qué radio? Meneé la cabeza. – Virgen santa. Esto funcionaba mejor cuando a los guardias no les daba por estudiar. Tenían menos nociones abstractas, pero mucho más sentido común. ¿Qué es lo que habías hecho tú, Fisioterapia? – No, mi brigada. Si hubiera hecho eso tendría un buen trabajo fuera de aquí. Físicas. Dos años de Físicas. – Ya, claro, Físicas. Pues en qué radio va a ser. Si tomas un radio de diez kilómetros incrementarás las probabilidades de que alguien te diga que ha visto algo, pero también las de que ese algo no tenga nada que ver con lo que buscamos. Un radio prudencial, hombre. Y si quieres ser un día el brigada, aprende a definir eso por ti mismo. – A sus órdenes, mi brigada. – Y si quieres caerme bien, olvídate de la jerga cuartelera, o no recurras a ella más que cuando detectes que tengo necesidades perentorias de reforzar mi autoestima. Lo que ahora no es el caso. Dale. Arnau salió como una exhalación. El pobre todavía tenía demasiado cercanos los días de la academia de guardias, donde el ser humano en trance de transformación en picoleto aprende a vivir la disciplina a la carrera. Ya se le pasaría, como a todos. En cambio, el ritmo al que yo emprendí la marcha hacia las escaleras fue el más pausado que era capaz de imprimir a mis pasos, y si hubiera sido fumador habría aprovechado incluso para echarme un cigarrito. Me crucé con los empleados de la funeraria, que ya retiraban el cadáver y lo trasladaban al furgón que lo conduciría al depósito para ser sometido a la autopsia. Eran, cómo no, dos sudamericanos, y al verlos pensé que poco a poco y sin hacer ruido iban alcanzando un inquietante control sobre nosotros, a medida que les encargábamos ocuparse de todas nuestras miserias, que son las que más nos exponen. Por ejemplo: calculé que serían ellos los que vendieran a la prensa todos los detalles respecto de las heridas que presentaba el cadáver, abriendo así la primera vía de agua en el casco de esa frágil barquita llamada pomposamente Subí los seis tramos de escaleras también sin ninguna prisa. Era mi primer momento de soledad del día y me permití aprovecharlo. Seguía estando francamente fastidiado y muy poco deseoso de continuar con aquella rutina tan lúgubre como laboriosa, amén de mil veces repetida. Pero el roce con el prójimo, y en especial con el prójimo desconocido, unido al ejercicio de ir desvelando los primeros rasgos del carácter del muerto, había obrado el efecto benéfico de entretenerme y enfriarme la ira. A fin de cuentas, eso es lo mejor que tiene el trabajo, y por lo que los organizadores de todas las sociedades se cuidarán mucho de abolido. No importa tanto su faceta productiva (incluso importa cada vez menos, con máquinas cada vez más eficientes, específicas y sofisticadas) como lo que tiene de factor socializador y de terapia ocupacional. Un país ideal donde la gente no tuviera que trabajar para vivir no sería el logro del paraíso en la tierra, sino un paraje infernal donde las tasas de homicidios, suicidios y vesánicos vomitando odio o prestando oídos a los que lo hacen multiplicarían por mucho las nada desdeñables que ya presentan las modernas sociedades desarrolladas. En el piso de Óscar Santacruz estaba el sargento Villalba con uno de los miembros de su equipo. Ya llevaban tres habitaciones examinadas, y en ese momento inspeccionaban el pequeño estudio. – ¿Qué tal? -les pregunté. – Bien, bien. Vamos a hacerte un buen catálogo. Hay un poco de todo. Restos textiles, orgánicos, huellas dactilares. La mayor parte no servirá para nada y podemos pasar de analizarlo, pero no cuesta nada recogerlo y las bolsitas las paga el contribuyente. Calculo que hemos encontrado huellas de seis personas, hasta ahora. Eso sí, dos son de personitas, lo que supongo que no cuenta a nuestros efectos. – Aja, estupendo. Voy al salón a fisgar un poco. ¿Puedo conducirme ya a mi aire o tengo que seguir siendo cuidadoso? – Hombre, si te pones unos guantes, te lo agradezco. Me gusta dar siempre al final un repaso, por lo que se nos haya podido escapar. – Es que me dan mal rollo, los guantes. Me recuerdan ese ominoso momento del fin de semana, con el Don Limpio y la bayeta. – – Bueno, pues tírame unos, anda. Me calcé los guantes de látex a regañadientes, lo que tuvo como efecto que me costara embutírmelos el doble que si lo hubiera hecho de buena gana, y me encaminé al salón. La idea que bullía en mi mente era reanudar algo que antes había interrumpido, pero me demoré observando las fotografías que en modestos marcos, siempre de IKEA, estaban repartidas por el salón. Varias de Óscar con su hijo, en distintas edades. Una lo mostraba muy sonriente y algo ojeroso, sosteniendo a un bebé diminuto que a su vez lo observaba como si tuviera delante a alguna criatura fascinante y colosal. Otra, recibiendo el chut lanzado por un niño de unos tres años. El niño era tirando a rubio y tenía los cabellos rizados. El propio Óscar tenía el pelo de ese indefinible castaño que se les queda a algunos ex rubios. En otras fotografías se veía a una joven morena de rostro bastante sensual y una generosa delantera que ella era no menos pródiga al presentar a la cámara, pero siempre dentro de los límites que hacían la foto autorizada para todos los públicos (y desde luego, bastante más recatada que lo que puede encontrarse a mediodía a la salida de cualquier instituto de enseñanza secundaria). Era una mujer que resultaba al mismo tiempo agradable y atractiva. Había un par de instantáneas donde posaba junto a Óscar, y en la mirada de ambos había ese fulgor de idiotez que distingue a los enamorados. O eso, o los dos se daban maña para fingir. Tras el repaso a aquel reportaje fotográfico que se convertía para mí en una especie de tráiler urgente de la película vital de Óscar Santacruz, me sumergí en su biblioteca. La fui repasando estante por estante, tomándome la molestia de abrir cada volumen y hojearlo en busca de cualquier papel que hubiera podido quedar apresado entre sus páginas. Encontré bastantes billetes de tren y de metro, unos cuantos recibos de hipermercado, algunas tarjetas de embarque, dos o tres tarjetas de visita y una pequeña hoja manuscrita, tan amarillenta como las páginas del libro donde la guardaba, editado veinticinco años atrás. Contenía unos versos, no demasiado buenos. Hablaban del dolor de una despedida desgarradora, con símiles manidos y epítetos tremebundos, y la letra era tan dubitativa como esforzada. ¿Serían del propio Óscar?; Alguna vez había escrito versos? Y en ese caso, ¿habían sido una lejana veleidad de su adolescencia, o esa letra titubeante seguía siendo la suya? ¿Podía uno ser a la vez poeta y delincuente? Mi experiencia me decía que sí, que prácticamente ninguna circunstancia humana, dejando aparte la defunción y el coma irreversible, excluye la capacidad de hacer el mal. Pero como antes la habitación del niño, el hallazgo de aquellos versos tan encendidos hizo tambalearse mi idea preconcebida acerca de aquel hombre. Tampoco le di más importancia, aunque la sensación ahí se quedó, hurgándome dentro. Amontoné los papelitos que había ido recolectando y los guardé todos juntos en una de nuestras bolsitas de plástico. Por si acaso. En cuanto a la composición de su biblioteca, no resultaba demasiado original. Tenía varias colecciones de quiosco y muchos títulos de éxito, de esos que suelen alcanzar las listas de los libros más vendidos. Había, sin embargo, una notable excepción. Las tres baldas inferiores de la estantería estaban ocupadas íntegramente por volúmenes de historia militar, buena parte de ellos en inglés. Sopesándolos (eran de papel denso, con muchas ilustraciones) creí adivinar lo que contenían los paquetes que Santacruz recibía del extranjero, según el portero de la finca. Al repasar los títulos, vi que un tema se repetía una y otra vez. Un tema que daba que pensar y que contrastaba, y no poco, con sus presuntos devaneos líricos: la historia de las Waffen SS. |
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