"La estrategia del agua" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)4 Un arquero apuntando al cieloMi teléfono móvil sonó mientras ojeaba un escalofriante libro titulado – Dime, Vir -dije, una vez que pude salir de mi ensimismamiento y apretar el botón que me permitía entrar en contacto con ella. – Coche revisado. ¿Dónde estás? – ¿Alguna cosa de interés? – Ya le elevaré el correspondiente informe, mi brigada. En su tono había un nada imperceptible retintín. – Vamos, no te cabrees. Estoy en el piso. Sube. He mandado al becario a rastrear los alrededores y yo me he puesto a revolver los despojos del difunto. Me estoy encontrando algunas cosas sorprendentes, sobre las que me gustaría conocer tu siempre juiciosa opinión. – No sé yo. – Hablo en serio. Sabes que no puedo vivir sin ti. – Ya. Espero que hayas aprovechado el rato a solas para reponer el líquido de frenos. Porque hoy traes los niveles bajo mínimos. – Eso del líquido es una metáfora, ¿no? – Sí. ¿Te la tengo que explicar? – Es que las metáforas siempre resultan un poco equívocas, ya sabes. Nunca se está del todo seguro a qué se alude con ellas. – Pues aludo al sentido común, entre otras cosas. – No me regañes más, sargento. Estoy sacando bandera blanca. – Ya lo veremos. Estoy ahí en un minuto. Quizá fue minuto y medio, pero no mucho más. Chamorro irrumpió en el piso y se detuvo en el vestíbulo durante un instante, dudando hacia dónde dirigirse. Le hice una seña y la llamé al salón. – Estoy aquí. Familiarizándome con sus lecturas. Mi compañera se acercó con gesto escéptico. – Ya veo. ¿Y crees que eso nos servirá de mucho? Aparte de lo que te sirva a ti para evadirte, quiero decir. – Ya sabes que a mí lo que me atrae es indagar los abismos del alma. Que luego haya que atender a los pelos, la grasilla dérmica adherida a los objetos o las huellas de un percutor en un casquillo lo acepto como un mal necesario para que me ingresen a fin de mes el sueldo. – Sí, eso ya lo sé. ¿Y qué has encontrado? – Lo que nos viene deparando este hombre desde que nos convertimos en sus paladines póstumos: señales contradictorias. Por un lado, resulta que guardaba entre las páginas de sus libros poemas como éste. Léelo, si quieres. He llegado a la conclusión de que es suyo, aunque lo debió de escribir hace bastante tiempo. Estaba cotejándolo con su letra actual y coinciden las formas, pero no el trazo. Chamorro empezó a leer: – Se detuvo. Me miró. – Suficiente -dijo-. No quiero deprimirme. Así que sabemos que el joven Óscar era un cenizo que hacía versos. ¿Alguna otra cosa? – Qué bruta eres, Vir -protesté-. Lo que sabemos es que fue un joven con sensibilidad, y con cierta propensión a la melancolía. – Bueno, esa es tu forma de decirlo. Pero te informo que el hombre que nos interesa ya no era ese joven, sino un cuarentón divorciado en el que vete a saber lo que quedaba de tu poeta adolescente. – Gracias por tu apreciación sobre los cuarentones divorciados, colectivo infrahumano al que por cierto Óscar no pertenecía aún, si tenemos en cuenta que le quedaban unos meses para pasar la raya. – Vamos, no te ofendas. No lo he dicho con ánimo despectivo. – Tampoco ha sonado muy halagüeño, pero es igual. Ahora mira esto otro, que también guardaba nuestro hombre en sus estanterías. Le tendí uno de los libros sobre las SS. En la cubierta se veía a un grupo de arrogantes oficiales de la división Leibstandarte Adolf Hitler, con la calavera reluciente sobre sus negras gorras de plato. Chamorro abrió los ojos de par en par. – ¿Qué es esto? ¿Estamos investigando la muerte de un nazi? – No necesariamente. Pero desde luego el tema le interesaba. Tiene decenas de libros sobre él. Muchos los compraba en el extranjero, según la información del portero, que recibía los paquetes. Entre lo que valen, y los gastos de envío, se dejaba en ello una buena pasta. – ¿Qué quieres decir con eso de – Hay gente aficionada a la historia de las SS por la fascinación que produce la estética de sus uniformes, por su aura tenebrosa, por el romanticismo perverso y terminal de su lucha. No quiere decir en absoluto que sientan la más mínima simpatía hacia las ideas nazis. – ¿Romanticismo? – Las tropas de las Waffen SS nunca se rendían. Combatieron hasta el final, incluso después de que su gran jefe se diera de baja del mundo y del partido de un balazo en la cabeza. No esperaban ninguna clemencia del enemigo, y eso los convertía en guerreros temibles. – Me estás empezando a preocupar. ¿Les ves algo de admirable? – No. Los veo como una partida de tarados. Y tanto en el campo de batalla como en la retaguardia se comportaron una y otra vez como asesinos repugnantes. Pero eso no es incompatible con su heroísmo, cuando les llegó la hora de demostrarlo. Lo que plantea la paradoja de si el heroísmo es siempre un rasgo que debamos admirar. Chamorro meneó la cabeza. – Estupendo -dijo-. Por lo que veo, la biblioteca de nuestro difunto te ha despertado la vena filosófica. Me alegro, porque eso me hace concebir esperanzas de que te intereses por este asunto del que hasta ahora has pasado tan olímpicamente. Pero me huelo que lo que buscamos lo vamos a encontrar por vías mucho menos elevadas. – Probablemente -admití, con resignación. – ¿Quieres saber lo que había en el coche? – Adelante. – En primer lugar, es un vehículo llamativo. Blanco, deportivo, motor de muchos caballos. Uno de esos que se compran los que quieren compensar algún complejo, si te sirve de algo mi intuición psicológica. Pero, dicho esto, Óscar no era de los que se pasan el día sacándole brillo al capó. No lo tenía impecable, ni por fuera ni por dentro. – O sea, que habéis encontrado material -deduje. – Bastante. El de criminalística ha recogido varias huellas del lugar del copiloto. También cabellos, un pendiente de mujer y algunos accesorios de juguetes infantiles debajo del asiento. En las plazas traseras había algunos más, además de envoltorios de caramelos y de chicles. El depósito estaba lleno hasta arriba y en la consola central he encontrado dos recibos de gasolineras. Una de Soria y otra de Toledo. La de Toledo es del fin de semana pasado. La de Soria, de hace un mes. También había varios cedes, uno de ellos metido en el lector. – ¿Qué tipo de música? – Eres un cotilla, ¿lo sabías? – Sí. ¿Qué música llevaba? – Te dará más material para tu ensayo filosófico sobre las paradojas del espíritu humano. Los grandes éxitos de ABBA. Chasqueé la lengua. – ¿Decepcionado? – Un poco. No hay nadie a quien no le guste ABBA. Eso no nos dice absolutamente nada de nuestro personaje. ¿Qué más? – Tenía un navegador GPS, así que podemos sacar una lista de las últimas direcciones en las que estuvo. O al menos de aquellas a las que no sabía llegar. Le he echado un vistazo y casi todas son de Madrid. Así en seco no me sugieren nada, habrá que combinarlas con algo. – Por qué serás tan eficiente, Vir. Consigues demasiada información. ¿Te das cuenta del coñazo que va a ser analizarla? – No te agobies. Tampoco nos ha dado mucho más de sí, el coche. Sólo me queda lo que había dentro del maletero: un anorak, una lata de lubricante y dos bolsas de basura con residuos de plástico. Debió de meterlas ahí para llevarlas al contenedor y luego se le olvidó. – ¿Y nada más? – Nada más. De pronto me sentía muy cansado. Llevaba varias noches sin dormir más de un par de horas seguidas, y el café que me había tomado aquella mañana quedaba demasiado lejano como para que siguiera haciéndome algún efecto. Me saqué uno de los guantes y me restregué los ojos, en un intento de sacudirme el sopor que me invadía. – Vale -dije-. Vamos a darle una vuelta más a la casa, mientras Villalba y los suyos rematan su tarea. Guardamos en las cajas todo lo que nos vaya a interesar de verdad llevarnos y cuando ellos hayan acabado precintamos. ¿Dónde está el teléfono móvil de la víctima? – Lo tiene Arnau. – Bien, ahora lo llamo. Tenemos que hablar con la novia, lo primero. Y no estaría de más saber por dónde anda la hermana. Llama a la comandancia y diles que te den el número. Y que nos manden por – En seguida -dijo. Tras tomar nota de todo en su libreta, la sargento se quedó mirándome con una expresión que sabía que yo sabría interpretar. – A ver, escúpelo -la invité. – ¿Me dejas hacerte una observación personal? – Si no hay más remedio. – Celebro que hayas vuelto. El abominable hombre de las nieves que había ocupado tu lugar era un petardo, como jefe y como poli. Fueran cuales fueran las razones que creyera tener para su actitud. – No sé qué quieres decir con eso. – Sí lo sabes. – Tampoco me felicites. No tengo alternativa, eso es todo. – No, si me felicito yo. Resulta agotador andar cuidando de un niño grande al mismo tiempo que tratas de resolver un asesinato. – ¿No decís siempre las mujeres que podéis hacer dos cosas a la vez? Vamos, fin del interludio personal. Y obedece a tu jefe. – Faltaría más. Mientras Chamorro se ocupaba de las diligencias que le acababa de encomendar, hice un recorrido por toda la vivienda. En el estudio, que ya habían desalojado Villalba y los suyos, me encontré con el resto de la biblioteca de Óscar. Allí estaba la parte que parecía tener un contenido más personal: algunos libros de poesía, entre los que prevalecían, como en sus gustos narrativos, los Recogí los archivadores donde guardaba la documentación y miré los cajones. En uno de ellos me encontré algo que a aquellas alturas me llamó la atención sólo hasta cierto punto: varias figuras de plomo, sin pintar, que representaban a otros tantos integrantes de aquel siniestro cuerpo militar sobre el que Óscar había leído tanto. También había comprado tres o cuatro pinceles y unos botes de pintura, que permanecían notoriamente sin abrir. Un pasatiempo que en algún momento había considerado probar pero en el que no parecía haber pasado del proyecto a la ejecución. La mayoría de las figuras eran muy convencionales, reveladoras del criterio de un novato. El típico oficial mirando un mapa o el soldado empuñando contra un enemigo imaginario su fusil ametrallador. Pero una de ellas era harina de otro costal: mostraba a un suboficial en posición de descanso con un fusil ruso de francotirador terciado a la espalda, el casco colgando del cinto, en la cabeza un gorro cuartelero levemente ladeado y en el rostro una expresión lejana y ausente. La figura transmitía un logrado aire de entereza ante el desastre. Me gustó, e incluso contribuyó a que Óscar me cayera mejor. Y como nadie me veía, hice algo indebido, pero que no había de pesar en mi conciencia. Me guardé aquella pieza en la americana, con el propósito de darle el destino que merecía. Nunca he ambicionado poseer más objetos que aquellos cuya tenencia pueda honrar con un uso adecuado. Y aquél, no me cabía duda, era uno de ellos. Luego le di un repaso algo más detenido al dormitorio. Miré debajo de la ropa de los cajones, donde no encontré nada digno de mención, salvo un sobre con seiscientos euros en billetes de cincuenta: nada que deba impresionar a un funcionario policial que presta sus servicios en un país donde los alcaldes y concejales guardan el dinero en bolsas de basura a reventar de billetes de quinientos. Metí la mano en los bolsillos de todas las americanas, donde no hallé más que algún que otro bolígrafo, tres o cuatro envoltorios de chicle, un par de pañuelos de papel usados y media docena de tarjetas de visita, de empresas o de restaurantes. Ninguna papelina ni nada por el estilo, para decepción del sabueso retorcido que llevo dentro. Acabada mi razia entre la ropa, registré el galán de noche, donde sólo había unos pocos euros en monedas, un alfiler de corbata y unos recibos de grandes almacenes. En fin, no se podía decir que no cumpliera con mi deber, pero tampoco que mi celo estuviera aportando mucho a la investigación. Así que respiré hondo y me acerqué a la mesilla de noche. Sobre ella había un pequeño montón de libros. El que estaba encima se titulaba Una vez hecho esto, saqué mi móvil y llamé a Arnau. – Diga, mi brigada. – Cómo lo llevas, Juanito. – Bien. Creo que he descubierto algo que puede interesarnos. – ¿Ah, sí? – ¿Tan poca fe me tiene? – No hombre, no. Cuenta. – Una vecina del bloque de enfrente. Vio una moto. Sobre las tres de la mañana, dice que serían. Negra, grande, silenciosa. Y el motorista también iba de negro. Circulaba despacio, muy despacio, y sin las luces puestas, eso fue lo que le llamó la atención. La siguió con la vista hasta el final de la calle y allí dice que dio las luces y aceleró. – Qué bien suena todo eso, chaval. – Lo mismo me pareció a mí, mientras me lo contaba. – Voy a preguntarte una gilipollez. ¿La vecina sabría decir qué marca de moto era? ¿Recuerda alguna letra o cifra de la matrícula? – Tiene setenta años, mi brigada. Ya puede deducir la respuesta. – Ya te dije que era una gilipollez. Pero está muy bien. Ya puedes decir que te ha cundido el esfuerzo. Más que a nadie aquí esta mañana. Eres un tío con potra, Arnau. A lo mejor no va a ser tan malo, después de todo, tener que hacerte de canguro. ¿Sabes lo que les preguntaba Napoleón a sus mejores jefes antes de hacerlos generales? – No, mi brigada. – Les preguntaba si tenían suerte. Capacidad ya les suponía, cuando se planteaba ascenderlos. Pero al final, en la vida como en las batallas, interviene la fortuna. Y el corso no quería poner ninguno de sus ejércitos a las órdenes de un gafe. Yo no soy Napoleón y tú no eres más que un puto guardia, pero creo que voy a encargarte más cosas. – Pues nada. Muy honrado, jefe. – Vente para acá, ya seguirás preguntando luego por ahí. Con lo que has conseguido ya nos da para enredar. Estoy en el piso del difunto. Y cuando subas, tráeme su teléfono móvil. ¿Lo has mirado? – No me ha dado tiempo, mi brigada. – ¿Y no ha sonado en ningún momento? – Mientras lo tenía, no. Ahora está en el coche. – Qué raro. Vale, ya me ocupo yo. Súbemelo, anda. Chamorro llevaba un par de minutos en la puerta del dormitorio. Había oído la mitad de mi conversación con Arnau. – Mira que eres borde con el chico -dijo-. Con lo majo que es. – Es para que no se me haga marica, ni metrosexual, ni nada de eso que ahora les pasa a los jóvenes. En cuanto se descuidan, están tumbados en una cabina de estética dejándose depilar a la cera o con láser por una caribeña que les llama – Por favor, qué catástrofe -se burló. – Pues tal y como yo lo veo, sí. De ahí a ponerse lacitos de todos los colores, o a aplaudir con una sonrisa bobalicona a esas arpías resentidas que van proclamando que gastar cromosomas viriles equivale a bestialidad corregible mediante castración, sólo hay un paso. La sargento sonrió, mientras sacudía la cabeza. – A veces me cuesta discernir qué hay de broma y de veras en esas barbaridades que dices. Y si eso me pasa a mí, imagina a otros. – Tampoco pasa nada, no tengo una imagen pública que cuidar. Volviendo al asunto: el chaval ha encontrado una pista buena. Mejor que buena, cojonuda. Una vecina de enfrente vio largarse anoche a un motorista. Y, o mucho me equivoco, o la forense nos va a certificar que a nuestro Óscar se lo cargaron sobre las tres de la mañana. – Bueno, es raro andar por ahí a esa hora, pero… – Luces apagadas, todo de negro, muy lento para no hacer ruido. Chamorro asintió, pensativa. – Eso ya empieza a tener otro aire. – Hay una posibilidad de que no sea cien por cien escrupuloso en sus movimientos. O lo que es lo mismo, de que volviera a Madrid por la autovía. Y eso ya sabes lo que significa, ¿o tengo que decir más? – Paso registrado por las cámaras de Tráfico. – Modelo, matrícula, etcétera. Podemos acabarlo en el día, Vir. – Si la moto no es robada, si la matrícula resulta legible en la imagen… No es una cámara que de noche y con lo pequeña que es una matrícula de moto nos dé garantías de poder identificarlo. – Por si acaso, ya sabes lo que vas a hacer en cuanto terminemos esta conversación. ¿Qué hay de lo que te encargué antes? – Todo en marcha. Me han prometido que tendremos todo lo que les he pedido esta misma tarde. Y he hablado con la hermana. – ¿Y? ¿Por dónde va? – A la altura de Navalcarnero, le quedará como media hora para llegar aquí. Iba conduciendo y hablaba por el manos libres, así que la conversación no ha dado para mucho. Pero me ha dicho algo que te va a llamar la atención. Vamos, al menos a mí me la ha llamado. – ¿A saber? – Que se temía desde hacía meses que algo malo acabara sucediéndole a su hermano. Y que ya me lo explicaría cuando llegara. – Bien, bien, esto fluye. Me queda aún un rato para tener que darle novedades al jefe, que querrá disponer de ellas para poder hacer méritos con el coronel a la hora de la comida. Habla con Tráfico. Arnau, obediente como siempre, se presentó con el teléfono móvil de Óscar Santacruz dentro de la correspondiente bolsita de plástico. Me lo dio y lo extraje con cuidado. Era un Nokia plegable. Lo abrí y no sucedió nada. Lo volví a cerrar y lo abrí otra vez. Sin resultado. – Con razón no sonaba. – ¿Apagado? -preguntó Arnau. Oprimí el botón de encendido. – Más que apagado -respondí-. Está sin batería. – ¿Cree que eso significa algo, mi brigada? Observé a Arnau, mientras cavilaba. No podía negarse que el muchacho le ponía voluntad. Y además tenía el instinto de hacerse preguntas. Con el tiempo, una buena dirección y unos cuantos coscorrones, podría sacarse de él algo parecido a un investigador capaz. – ¿Tú qué dirías? – No estoy seguro. – Pues creo que significa que Santacruz hablaba mucho o recargaba poco, o ambas cosas a la vez. Porque el teléfono es bastante nuevo y la batería todavía no debe de estar apenas degradada. Y estos finlandeses fabrican cacharros nobles y eficientes. Con mucha autonomía. – Tendremos que conseguir un cargador. – Ya habrá tiempo para eso. Antes hay que averiguar de qué compañía era y pedir el PIN por conducto judicial. Un rollo. – También es mala pata. Ya podíamos haberlo pillado encendido. – Dios no quiere que seamos vagos. Apúntate la tarea. Pedir histórico de llamadas y PIN al operador de telefonía móvil. Que como has de saber, para tu gobierno futuro en este negocio, son muy diligentes cuando tenemos una gorda, por ejemplo cuando los vengadores de Alá nos volaron los trenes, pero les encanta arrastrar los pies cuando se trata de la muerte de un simple delincuente, como es nuestro caso. Sin todas las bendiciones legales preceptivas, nada que hacer. – Así debe ser, ¿no? – Sí. Lo malo es que esas bendiciones las tenemos que obtener por el conducto decimonónico. Para agilizar la cosa, en cuanto la juez lo acuerde y nos firme el oficio, te tocará llevarlo en mano a la operadora y darles la vara para que te suelten la información cuanto antes. Bajamos al coche las cajas que nos quedaban. Antes de acomodarlas en el maletero, saqué uno de los archivadores. Acababa de caer en la cuenta de que aún no sabía cuál era la profesión de aquel hombre. Me refiero a la oficial, si es que tenía alguna. Hojeé la documentación hasta que di con lo que buscaba. Allí estaban sus nóminas, que le pagaba una empresa de nombre más bien críptico. El primer mes que me tropecé le habían ingresado 1.885 euros de sueldo base y 1.795 de comisiones, lo que suponía que Óscar, legalmente, no tenía un mal pasar. Bastante mejor que el mío, por ejemplo, aunque eso no era decir mucho. Calculé lo que le tendría que dar al mes a su ex por un niño y deduje que su vida no daba para grandes holguras, pero tampoco se encontraba en una situación de apuro económico que le obligara a completar sus ingresos vendiendo sustancias ilegales. Lo que seguían sin aclararme aquellos papeles era su oficio. Las comisiones sugerían un trabajo de comercial. Qué fuera lo que vendía, lo ignoraba. La solución a ese enigma y a algunos otros me llegó cinco minutos después, en un monovolumen granate con el parabrisas acribillado de restos de insectos. Magdalena Santacruz había debido conducir todo el camino por encima de 140 por hora, velocidad a la que coleópteros, himenópteros y otros volátiles pierden la aptitud de esquivar los proyectiles que se cruzan en su camino. Al verla bajar del vehículo, advertí que era una persona de carácter. Aunque no habría tenido tiempo de arreglarse mucho, vestía con estilo y transmitía una sensación de prestancia. Sería más o menos de mi edad, lo que no obstaba para que conservara un porte juvenil. Y en su semblante, como no podía ser menos, se apreciaba esa expresión entre el desconcierto y el espanto que siempre provoca una noticia como la que acababan de darle, pero por encima de ella prevalecía una especie de fiereza. – ¿Dónde está? -preguntó, sin perder un segundo. – Ya se lo han llevado al Anatómico Forense -respondí. – ¿Y dónde está eso? – Ahora le indicamos. Necesitaremos que lo reconozca, pero antes quisiéramos hacerle unas cuantas preguntas, si nos permite. – Quiero ver a mi hermano, antes de nada. – Señora Santacruz, entiendo perfectamente cómo se siente. Pero trate de calmarse. Ha conducido trescientos kilómetros, y me imagino que lo ha hecho sin parar. ¿Me permite invitarla a un café? La hermana de Óscar suspiró y bajó la cabeza. – Está bien. Tiene razón. Le aceptaré ese café. Gracias. – De todos modos, ahora no podría verle. Seguramente están practicándole la autopsia. Hay que darles tiempo. ¿Entiende? Me miró despacio, como si sondeara cuál era o iba a ser mi actitud hacia ella. Siempre trato de adoptar la misma, ante los deudos. Procuro que sientan que estoy de su parte, pero a la vez que sepan que la compasión que puedan inspirarme no me impedirá llevar por sus pasos mi labor. Y que para bien y mal, por razón de mi oficio, tengo hacia el difunto un deber superior al que pueda tener hacia ellos. – Entiendo -dijo al fin-. Estoy a su disposición. Cruzamos al bar que había al otro lado de la calle. Era uno de esos establecimientos nuevos, donde la mugre humana no ha creado aún su costra cálida y grasienta sobre todas las cosas. Donde todavía huele a la pintura o a la madera de los muebles y las molduras, y la máquina de café y los apliques lucen el brillo que les dieron en la fábrica. Un bar un poco falso, en suma, al que aún le faltaba adquirir esa verdad espesa que si lograba perdurar le traerían, con el paso de los años, los madrugadores soñolientos, los borrachos nocturnos, los forofos huidos del hogar en las tardes de domingo, los ludópatas adictos a las tragaperras y demás extraviados en las encrucijadas de la vida. También a la joven eslava que esa mañana lo atendía le faltaban unos cuantos cafés para parecer una auténtica camarera. Dejé a Arnau encargado de traer las tazas a la mesa y me reuní con Magdalena, que había tomado asiento junto al ventanal y miraba absorta al otro lado. Sobre la mesa vi el teléfono móvil de la mujer y las llaves del coche. Me fijé en el llavero. Era idéntico al de su hermano. – ¿Va mucho por Almería? -le pregunté, señalándoselo. Se volvió hacia mí. Durante un instante pareció confusa, pero luego reparó en el objeto que me había dado la pista y comprendió. – Tenemos una casa allí, – Fui algunas veces. Hace años. Entonces me explicaron el significado de esa cosa, pero lamentablemente lo he olvidado. El gesto de la mujer se distendió un poco. – ¿Del indalo, quiere decir? Es un amuleto, un símbolo de buena suerte. Unos dicen que representa el pacto del hombre con los dioses para evitar los diluvios. O las calamidades, en general. Otros dicen que es sólo un arquero apuntando al cielo para cazar un pájaro. Arnau trajo los cafés. Magdalena, que lo había pedido solo, vertió sobre la taza algo menos de la mitad del sobrecito de azúcar. – Tenemos bastantes preguntas que hacerle, señora Santacruz -dije-, pero hay algo que me gustaría saber antes de nada. Le ha dicho antes a mi compañera que temía que sucediera algo así. ¿Por qué? Nos recorrió a los dos con la mirada. De pronto sus ojos eran un incendio, y su voz sonó dura como el filo de un cuchillo: – Por qué va a ser. Por esa puta. |
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