"Marcas De Nacimiento" - читать интересную книгу автора (Huston Nancy)

I Sol, 2004

Estoy despierto.

Es como apretar un interruptor e inundar una habitación de luz.

Me sacudo el sueño, entro en la vigilia con un súbito chasquido, mente y cuerpo en perfecto funcionamiento, seis años y ya un genio, eso es lo primero que me viene a la cabeza cuando despierto.

Mi cerebro inunda el mundo, el mundo inunda mi cerebro, controlo y poseo hasta el último resquicio.

Domingo de Ramos temprano G.G. ha venido de visita mamá y papá siguen dormidos

Un soleado domingo sol sol sol sol rey sol Sol Solly Solomon

Soy como la luz del sol, todopoderoso, instantáneo e invisible, fluyo sin el menor esfuerzo hasta los confines más oscuros del universo capaz a los seis años de verlo iluminarlo entenderlo todo


***

En un abrir y cerrar de ojos estoy lavado y vestido, tengo el pelo peinado y la cama hecha. Los calcetines y la ropa interior de ayer están en el cesto de la ropa sucia; a finales de semana los lavará, secará, planchará y doblará mi madre, y luego volverán al cajón de arriba, listos para que los use de nuevo. Eso se llama ciclo. Todos los ciclos tienen que ser controlados y supervisados, como el ciclo alimenticio. Los alimentos circulan por el cuerpo y hacen de uno quien es, así que hay que tener cuidado con lo que se ingiere o se deja de ingerir. Yo soy excepcional. No puedo permitir que entre cualquier cosa en mi cuerpo: la caca tiene que salir del color y la consistencia adecuados, eso forma parte de la circulación.

En realidad apenas tengo hambre, y mamá se muestra muy comprensiva al respecto, sólo me da alimentos que me gustan porque circulan con mayor facilidad, yogur, queso y pasta, mantequilla de cacahuete, pan y cereales, no insiste en todo ese aspecto de comer que consiste en verduras, carne, pescado, huevos, sino que me dice: ya llegaremos a eso cuando estés listo. Me prepara sándwiches de mayonesa y me recorta la corteza, pero aun así sólo como la mitad o una cuarta parte del sándwich y ya me basta, mordisqueo el pan y humedezco los bocaditos con saliva dentro de la boca mientras los aplasto entre los labios y las encías para que se disuelvan poco a poco, porque en realidad no quiero tragármelos. Lo esencial es mantener la mente despierta.

A papá le gustaría que comiese como cualquier otro niño americano normal. Le preocupa cómo me las arreglaré en el comedor cuando empiece a ir a la escuela el otoño que viene, pero mamá dice que me recogerá y me traerá a casa a comer, ¡para eso están las madres que se quedan en casa!

Dios me dio este cuerpo y esta mente y tengo que cuidar lo mejor posible de ellos para darles el mejor uso posible. Sé que Él tiene grandes planes para mí, o de otra manera no habría nacido en el estado más rico del país más rico del mundo, con el sistema de armamento más poderoso, capaz de desatar el juicio final para toda la especie humana de un pepinazo. Por suerte, Dios y el presidente Bush son colegas. Me imagino el cielo como un inmenso estado de Texas en el firmamento, con Dios paseándose por ahí con sombrero y botas de vaquero, asegurándose de que todo vaya bien en su rancho. De vez en cuando dispara al azar contra algún planeta para pasar el rato.

Cuando sacaron a Saddam Hussein de su ratonera el otro día, tenía el pelo apelmazado y sucio, los ojos llorosos e inyectados en sangre, la barba descuidada y las mejillas chupadas. Papá, sentado delante de la tele, jaleó:

– Toma ya, eso sí que es una derrota -dijo-. Espero que todos esos terroristas musulmanes sepan lo que les espera.

– Randall -le dijo mi madre, que estaba poniéndole delante una bandeja con un vaso helado de cerveza y un cuenco de cacahuetes-. Deberíamos tener cuidado con lo que decimos. No querrás que Solly crea que todos los musulmanes son terroristas, ¿verdad? Seguro que hay musulmanes viviendo aquí en California que son muy buena gente, lo que ocurre es que no los conozco en persona.

Lo dijo en plan chistoso, pero sé que también decía la verdad. Papá echó un largo trago de cerveza y repuso:

– Sí, tienes razón, Tessie, lo siento. -Y lanzó un eructo bien fuerte que mamá decidió tomarse a broma, así que se rió.

Tengo unos padres maravillosos que se quieren, cosa que no les ocurre a la mayoría de los niños de mi parvulario. Salta a la vista que se quieren porque sus fotos de boda enmarcadas siguen en el aparador junto con todas las tarjetas de felicitación, ¡y eso que se casaron hace siete años! En realidad mamá es dos años mayor que papá, detesto reconocerlo, y desde luego no lo parece, pero tiene treinta años; algunos niños del parvulario tienen madres de cuarenta y tantos y la madre de mi amigo Brian tiene cincuenta, más que la abuela Sadie, lo que significa que lo tuvo cuando tenía cuarenta y cuatro años, qué asco, no puedo creer que la gente siga follando en la vejez. Sí, ya sé cómo se hacen los niños, lo sé todo.


***

En realidad fue la abuela Sadie quien escogió mi nombre. Siempre lamentó no haberle puesto a mi padre un nombre judío, así que cuando llegó la siguiente generación no quiso perder la oportunidad por segunda vez y mamá dijo que por ella no había ningún problema. Mamá es una persona de trato fácil, en esencia quiere que todo el mundo esté lo más feliz posible, y supongo que Sol también puede ser nombre cristiano.

Hasta ahí más o menos llega la influencia de mi abuela en mi vida, porque, por suerte, vive lejos, en Israel, y no la veo casi nunca salvo en las fotos que envía, que siempre son primeros planos para que no se vea que va en silla de ruedas. Digo por suerte porque si viviera un poco más cerca intentaría interferir y mangonearnos como papá asegura que hace siempre. Aunque es su hijo, le tiene aversión, pero al mismo tiempo lo atemoriza y no se atreve a plantarle cara, así que cada vez que viene de visita hay una tensión considerable en el ambiente, y eso fastidia a mi madre. En cuanto la abuela Sadie se vuelve, papá recupera el valor y la ataca; en cierta ocasión dijo que ella tenía la culpa de la muerte de su querido padre, Aron, que era un autor de teatro fracasado, a los cuarenta y nueve, y mamá dijo que por lo que ella sabía al padre de papá lo mató el tabaco, no su esposa, pero papá dijo que había una relación demostrada entre el cáncer y la ira reprimida, pero no sé muy bien qué significa eso de reprimida.

Mi padre vivió un tiempo en Israel cuando tenía mi edad y la ciudad de Haifa le gustó tanto que de todos los sitios para vivir en Estados Unidos escogió California, porque los eucaliptos y las palmeras, los naranjales y los arbustos en flor le recordaban aquellos buenos tiempos. Israel es también el lugar donde empezó a detestar a los árabes por causa de una chica árabe de la que se enamoró y se desenamoró allí, asunto del que no sé nada porque cada vez que habla de ello se pone todo tenso y a la defensiva e incluso para mamá es un misterio lo que ocurrió con esa novia suya de infancia.

La abuela Sadie es inválida y judía ortodoxa, a diferencia del resto de la familia. Lleva peluca porque si eres judía ortodoxa se supone que no debes enseñarle el pelo a nadie, salvo a tu marido, por si te desean y quieren follar contigo sin estar casados. Teniendo en cuenta que es viuda y va en silla de ruedas, me sorprendería que alguien la deseara y quisiera follar con ella, pero aun así se niega a quitarse la peluca. Hace poco un rabino en Florida ordenó a las judías que dejaran de llevar pelucas hechas de pelo de indias porque en la India rinden culto a dioses con seis brazos o a cabezas de elefante o lo que sea, y su pelo queda mancillado al rezarles a esos dioses, de manera que las judías también quedarán mancilladas si se ponen pelucas hechas con ese cabello, así que tienen que comprar pelucas sintéticas nuevas «de inmediato», ordenó el rabino, pero la abuela dijo que eso era pasarse de la raya.

La silla de ruedas se debe a un accidente de coche en que se vio implicada hace años, aunque desde luego no le impide ir de aquí para allá: ha estado en más países que todos los demás de la familia juntos. Es una famosa conferenciante y su propia madre, Erra (a saber, mi bisabuela, a la que yo llamo G.G.), es una famosa cantante, y cuando papá tenga tiempo de alistarse para ir a Irak será un famoso héroe de guerra, y es asunto mío decidir en qué quiero hacerme famoso, aunque no supondrá el menor problema: la fama me viene de familia.

A diferencia de mi padre, cuya madre siempre estaba ausente perorando en universidades cuando él era pequeño, yo tengo una madre excelente que decidió quedarse en casa por voluntad propia y no porque ése fuera el destino de la mujer en otros tiempos. Se llama Tess pero yo la llamo mamá. Todos los niños llaman a sus madres mamá, claro, y a veces en el parque otro niño grita «¡Mamá!» y mi madre se vuelve, pensando que soy yo. Me parece increíble que me confunda con otro. «Es como cuando suena el móvil de otra persona con el mismo tono que el tuyo -dice-. Prestas atención y enseguida caes en la cuenta: no, no me buscan a mí.»

No es como un móvil. Yo soy único. Mi voz es mi voz.

En el parvulario y en todas partes, asombro a todo el mundo con mis aptitudes para la lectura porque mi madre me enseñó a leer cuando no era más que un bebé. Le he oído contar la historia mil veces, cómo estaba en la cuna y me enseñaba tarjetas con palabras impresas y pronunciaba las palabras, cosa que hizo durante períodos de veinte minutos tres veces al día prácticamente desde mi nacimiento, de manera que aprendí a hablar y leer casi a la vez, y ni siquiera recuerdo cuándo no sabía leer. Mamá dice que tengo un vocabulario impresionante.

Papá está ausente de la mañana a la noche todos los días entre semana porque tiene más de dos horas de trayecto en cada sentido hasta su trabajo en Santa Clara, en un puesto de programador informático a un nivel muy exigente. Tiene un sueldo excelente, así que somos una familia de las de dos coches: «¡Tenemos más coches que hijos!», comentan a veces entre risas, porque mamá es de una familia en la que había seis hijos y sólo un coche. Su familia era católica, lo que suponía que a mi abuela no se le permitía optar por la planificación familiar, así que siguió teniendo críos hasta que se metieron en serios aprietos económicos y entonces dejó de tenerlos. Mi padre había sido educado como judío, de manera que cuando él y mamá se enamoraron, decidieron buscar una Iglesia a medio camino entre la católica y la judía, y al final se decidieron por la protestante, de modo que la planificación familiar les está permitida, lo que, en resumidas cuentas, significa que la mujer toma una pastilla y el marido puede follar con ella tanto como quiera sin meterle bebés en el vientre, razón por la que soy hijo único. Mamá quiere tener otro hijo algún día y papá dice que deberían poder costeárselo de aquí a uno o dos años, pero por muchos hijos que tengan no me preocupa la rivalidad entre hermanos: Jesús también tenía un montón de hermanos y nunca se habla de lo que hicieron ellos con su vida, sencillamente no hay comparación.

Una vez al mes mi papá asiste a una reunión de hombres donde hablan de lo que supone ser hombre hoy en día, desde que las mujeres empezaron a trabajar. No sé muy bien para qué necesita ir a ese grupo, teniendo en cuenta que mi madre no trabaja, pero, sea como sea, se turnan para salir a la palestra y contar la verdad acerca de sus problemas, y luego se supone que deben seguir el consejo del grupo, y si lo desobedecen son castigados con un montón de flexiones y a veces el grupo entero sale por ahí a hacer cosas de hombres, como ir de excursión, maldecir y dormir a la intemperie y soportar picaduras de mosquito porque los hombres tienen más aguante que las mujeres.

Desde luego me alegro de haber nacido niño, porque es mucho menos habitual que sean violados los niños que las niñas, salvo si son católicos, cosa que no somos. En la página sollozoweb con la que me topé un día cuando buscaba en Google imágenes de la guerra de Irak se ve gratis a cientos de niñas y mujeres siendo brutalmente violadas, y pone que fueron agredidas de verdad delante de las cámaras. Desde luego no parece que lo hayan disfrutado, sobre todo cuando están amordazadas y atadas. A veces los hombres no sólo se las follan por la boca o la vagina o el ano, sino que hacen como que les cortan los pezones con cúteres, aunque no se ven pezones realmente cortados, así que igual es todo un montaje. Mohamed Atta y los otros terroristas del 11-S también usaron cúteres de ésos cuando estrellaron los aviones contra las Torres Gemelas cuando yo tenía tres años. Todavía recuerdo a papá llamándome para que viera caer las torres una y otra vez mientras él decía «putos árabes» y bebía cerveza.

Tengo mi propio ordenador pequeño en la mesa de mi cuarto, rodeado por todos los peluches y libros ilustrados, los dibujos del parvulario esmeradamente pegados en la pared con cinta adhesiva Magic ©Scotch, que no rompe el papel pintado cuando la quitas, y también mi nombre en letras de madera sobre ruedas -S-O-L-, que mamá se tomó el trabajo de cubrir con pan de oro para que reluzca en todo momento. El ordenador me permite jugar por mi cuenta porque no tengo hermanos, razón principal por la que me lo compraron, para que no me sintiera solo. Puedo jugar al Scrabble y las damas, serpientes y escaleras y un montón de estúpidos jueguecillos de ordenador para críos, en los que se puede disparar a gente que intenta trepar por fachadas de edificios y verlos caer al suelo girando y entonces obtienes puntos, o lo que sea. Pero teniendo en cuenta que mi habitación está al lado de la de mis padres, y teniendo en cuenta que tengo un perfecto control de mi cuerpo y soy capaz de andar de puntillas sin hacer el menor ruido, es pan comido colarme en el ordenador de mamá mientras ella hace las tareas de la casa en la planta baja y conectarme a Google y enterarme de lo que ocurre en el mundo real.

Tengo una mente inmensa. Siempre y cuando mantenga el cuerpo limpio y la comida circulando como es debido, puedo procesar toda la información que sea necesaria, puedo ser el presidente Bush y Dios combinados, engullendo Google a todo trapo. Papá me contó que la palabra gúgol significaba el mayor número que fueras capaz de imaginar -uno seguido de un centenar de ceros-, pero ahora es más o menos lo mismo que infinito. Basta con descargar y puedes ver a las chicas siendo violadas o folladas por el ano por caballos o perros o lo que quieras, clic, clic, clic, con lefa de animal derramándoseles de la boca medio sonriente. Mamá casi nunca utiliza el ordenador y además canta mientras pasa el aspirador, así que cómo va a oírme darle al ratón con la mano derecha mientras me llevo la mano izquierda a la entrepierna para sobarme. Tengo la mente desbocada el estómago casi vacío soy una máquina excitante. No me está permitido pero es fácil ser dos personas y un millar de personas además de todos los animales, todo irá bien siempre y cuando todo esté minuciosamente controlado, planificado y estructurado.

¿acaso papá…?

por suerte soy niño

Los cadáveres de soldados iraquíes tirados en la arena son una de mis cosas preferidas sobre las que clicar. Es toda una serie de diapositivas. A veces ni siquiera sabes qué partes del cuerpo estás viendo. ¿Torsos, tal vez? ¿O piernas? Están algo así como envueltas en jirones de ropa y tiradas en la arena, cubiertas en parte por la arena que ha absorbido su sangre, todo está muy reseco. Se ven soldados americanos en torno a ellos, mirándolos mientras piensan: «Eso podría ocurrirle a cualquiera… ¿Era eso un ser humano?»

Cuando era muy pequeño y mi padre trabajaba cerca de casa en Lodi, en un empleo que no estaba tan bien pagado pero al que no tardaba tanto en llegar, me cantaba a la hora de acostarme, al tiempo que me daba un vapuleo tal como acostumbraba hacer su padre con él. Ahora por lo general estoy dormido cuando llega a casa, así que ya no me canta, pero sé que sigue queriéndome tanto como antes y sencillamente se deja la piel para que podamos seguir manteniendo un buen nivel de vida y pagando la hipoteca de una casa con garaje de dos plazas en una de las zonas más acomodadas del país. Mamá dice que es para estar orgulloso, por mucho que yo eche de menos el momento de acostarme con papá.

Sea como sea, una de las canciones que más me gustaba que cantase se titulaba Huesos secos:

E-ze-quiel gritó: «¡Esos huesos secos!»

E-ze-quiel gritó: «¡Esos huesos secos!»

E-ze-quiel gritó: «¡Esos huesos secos!»

Oh, escucha la palabra del Señor.

El hueso del pie unido al… hueso de la pierna,

el hueso de la pierna unido al… hueso de la rodilla,

el hueso de la rodilla unido al… hueso del muslo…

Iba dándome palmadas cuerpo arriba, cantando en semitonos, y luego volvía a bajar. Me encantaba, y siempre pienso en esa canción cuando veo los soldados iraquíes o las fotografías de gente partida en dos en un accidente de tráfico, en plan, vaya, esto no hay quien lo arregle, ni siquiera Dios cuando llegue al cielo, ¿sabes a qué me refiero? Este torso está… solo por completo. Este hueso de la pierna va unido a… nada en absoluto. Da bastante miedo porque cuando eres pequeño y ves dibujos animados de los de antes en la tele, ves a personajes como Tom y Jerry o Bugs Bunny o el Correcaminos aplastados por piedras enormes, golpeados y machacados por hormigoneras, troceados y cortados en cubitos por ventiladores eléctricos o cayendo en picado por precipicios para espachurrarse cual tortitas en la autopista, y luego, un par de segundos después, están de una pieza y listos para pasar a la siguiente aventura, pero en el caso de esos soldados iraquíes, está claro que no tienen más aventuras por delante.

Mamá se opone radicalmente a la violencia, reacciona de una manera emocional al respecto, lo que es normal porque las mujeres siempre son más emocionales que los hombres. No es más que una persona extremadamente positiva y no veo razón para destrozarle las ilusiones. Supervisa todo lo que veo en la tele, lo que significa un sí para Pokemon y un no para Inuyasha, un sí para Los osos Gummi y un no para Los Simpson. Por lo que respecta a las pelis, dice que aún soy un poco pequeño para Harry Potter y El señor de los anillos, lo que resulta increíble. Recuerdo que ni siquiera quiso que viera Bambi cuando mi amiga Diane del parvulario me regaló el dvd por mi quinto cumpleaños; aunque no es más que una vieja peli de dibujos animados, temía que me disgustase la escena en que muere la madre de Bambi. Cree que soy muy pequeño para saber lo que es la muerte, así que hago todo lo posible para protegerla. La semana pasada vimos un gorrión muerto en la cuneta y ella empezó a acariciarme el pelo mientras decía: «No pasa nada, cariño, ahora está en el cielo con Dios», y yo me aferré a su pierna y sollocé para que se sintiera mejor.

Para ella, Arnold Schwarzenegger no es más que el gobernador de California. No ha visto ninguna de sus películas, pero yo sí, gracias a mi amigo Brian, o a sus padres, más bien. Tiene cantidad de vídeos viejos en la sala de juegos en el sótano, los tres Terminator y Eraser el Eliminador, además de Daño colateral, por no mencionar la colección completa de La guerra de las galaxias y también Godzilla, que es como una nueva versión, o más bien una versión previa, del 11-S, con los rascacielos de Manhattan viniéndose abajo y los neoyorquinos corriendo en todas direcciones presas del pánico. Las vemos cuando nos viene en gana porque la madre de Brian no es de las que se quedan en casa y a su canguro no le importa, siempre y cuando pueda pintarse las uñas de los pies y hablar con su novio por el móvil. Schwarzenegger en plan robot es superguay, es invencible e indestructible, si se le daña la cobertura humana no tiene reparos en abrirse el brazo de un tajo o cortarse los ojos con un escalpelo, así que no me voy a poner nervioso por lo de la operación del lunar el mes de julio próximo.

Papá no es atleta ni deportista ni remotamente, pero en verano juega al softball con vecinos de su edad. Se lo toma muy en serio porque era una de las cosas que tenía en común con su padre cuando vivían en Nueva York. Me compró un juego que se llama Base, lo que significa que hay un soporte para colocar la pelota de plástico y te entrenas golpeándola con un bate de plástico, alguien corre a buscarte la pelota y luego empiezas otra vez. Durante los partidos de softball de papá, mamá y yo jugamos al Base juntos. A algunas amigas de mamá les sorprende verla correr para recuperar la pelota ciento setenta y cinco veces seguidas, a la vez que aplaude, me anima y dice: «¡Hurra, Sol! ¡Bien hecho!» todas y cada una de las veces. Creen que debe de resultarle aburrido pero yo sé que no; tiene que ver con lo mucho que me quiere. En vez de alardear ante ellas del gran destino que tengo por delante, se limita a encogerse de hombros y decirles que así quema calorías.


***

Empezaré a ir a la escuela de verdad en otoño y tengo intención de escucharlo todo, anotarlo todo y obtener unas calificaciones destacadas sin dejar de pasar inadvertido; de momento, no quiero que nadie sepa que soy el Rey Sol, Único Sol e Hijo Único, Hijo de Google, Hijo de Dios, Hijo Eterno y Omnipotente de la World Wide Web. WWW vuelto del revés es MMM: aparte de Mi Milagrosa Madre, a la que he permitido algún que otro breve atisbo, nadie tiene la menor idea de la luminosidad, el resplandor, la fabulosa radiactividad de mi cerebro que un día transformará y restablecerá el universo.

Sólo tengo un defecto: el lunar en la sien izquierda. Es del tamaño de una moneda de veinticinco centavos, redondo y con relieve, pardo y velloso. Un diminuto defecto, pero en la sien de Solomon hay que eliminar hasta los defectos diminutos. Mamá está haciendo preparativos para que me lo extirpen quirúrgicamente en julio. Papá se opone un poco, pero probablemente ya esté en Irak para entonces.

La guerra de Irak hace casi dos años que terminó pero siguen muriendo cantidad de soldados americanos allí, y cuando papá se disgusta por ello mamá intenta cambiar de tema con delicadeza y hacerle pensar en algo agradable. «No tiene ningún sentido enfurecerse por cosas que no puedes cambiar, Randall -le dice-. Lo único que podemos hacer es procurar que este mundo siga siendo un lugar tan seguro como sea posible, cada uno a su propio nivel. El presidente Bush está cumpliendo con su deber, tú estás cumpliendo con el tuyo y yo con el mío.»

El deber de mamá es mantenerme a salvo, y creo que probablemente tenemos la casa más segura del planeta. Está «probada para niños», una expresión de mi madre que me explicó hace un par de semanas. (Siempre insiste en explicarme las cosas tan plena, sincera y claramente como sea posible, y en cuanto me dice algo lo asimilo de una vez por todas igual que si lo hubiera inventado yo mismo.)

– Nuestra casa está probada para niños -dijo-, lo que significa que hemos hecho todo lo que está en nuestra mano para que sea segura para los niños.

– Y nuestra verja es a prueba de ladrones -comentó papá-, lo que significa que hemos hecho todo lo que está en nuestra mano para que sea segura para los ladrones.

– No, no -dijo mamá-. Hay una diferencia entre «probada para» y «a prueba de». Un paraguas es «a prueba de» agua, lo que significa que la lluvia no puede atravesarlo.

– Y mi whisky lo pruebas y tiene cincuenta grados -bromeó papá-, lo que significa que no puede beberlo nadie de más de cincuenta.

Mamá rió porque papá seguía intentando hacerse el gracioso, pero su manera de reír dejó bien a las claras que tenía que dejar de interrumpirla; luego pasó a explicarme cómo habían protegido la casa. Por ejemplo, todos los enchufes están cubiertos por si intento meter los dedos y me electrocuto con el pelo de punta en todas las direcciones y los ojos desorbitados como un gato de dibujos animados o como uno de esos tipos a los que manda a la silla eléctrica el presidente Bush por estar en el Corredor de la Muerte. Han colocado esquineras redondeadas de plástico blando en todas las mesas y encimeras con ángulos rectos de la casa para que no me golpee la cabeza y me haga una herida profunda de la que salga sangre a borbotones, y luego tengan que llevarme a toda prisa al hospital y ponerme puntos mientras mis padres se quedan junto a mi cama, mesándose los cabellos, atormentados por la angustia y el remordimiento. Asimismo, los quemadores de la cocina tienen un mecanismo de bloqueo especial para que no pueda encenderlos por accidente y quemarme al meter la mano en la llama o prender fuego a las cortinas, lo que haría arder la casa entera y me convertiría en un montoncito de carne carbonizada, como un soldado iraquí entre las ruinas humeantes de nuestra casa, sobre la que papá acaba de obtener una segunda hipoteca. Incluso el retrete está probado para niños, de manera que la tapa no se me caiga encima del pene mientras hago pipí, lo que, supongo, dolería un montón. Cuando quiero hacer caca tengo que llamar a mamá para que desenganche un gancho y baje la tapa con sumo cuidado.

Mamá está al tanto de todo esto gracias a un curso que siguió sobre relaciones paternofiliales. No trataba sólo sobre protección para niños, también incluía otros aspectos, como que hay que respetar a los niños y escucharlos y no tratarlos como si fueran idiotas estúpidos, tal como solían tratar los padres a sus hijos en otros tiempos. Tengo que reconocer que mamá nunca me ha hecho sentir como un idiota. Es como lo de María y Jesús. María nunca se oponía a ninguno de los deseos de Jesús porque sabía que a su hijo lo esperaba un destino especial, así que guardaba todas esas cosas en su corazón y las sopesaba. La principal diferencia es que no tengo intención de acabar clavado a una vieja cruz cualquiera.

Mamá siempre viene a rezar conmigo a la hora de acostarme. Inventamos una oración especial cada noche, le pedimos a Dios que nos ayude a llevar la paz a Irak y hacer que todos los iraquíes crean en Jesús, o nos centramos especialmente en la salud y la felicidad de los miembros de nuestra familia, o damos gracias a Dios por proporcionarnos un barrio tan agradable para vivir. Rezar es una especie de conversación privada entre tú y Dios, sólo que en realidad no oyes las respuestas sino que debes confiar en ellas.

– Para mí eres lo más importante del mundo -me dijo una vez mamá cuando me daba un beso de buenas noches después de rezar.

– ¿Más importante que papá? -le pregunté.

– Ah, no hay comparación -contestó entre risas, y no sé con seguridad lo que significaba su risa, pero me dio la sensación de que era un «sí».

Creo que en esencia ve a papá como el sostén de la familia y una ayuda en casa, y discuten las cosas importantes, como si podrán permitirse una cocina nueva el año que viene, pero al mismo tiempo mamá tiene plena conciencia de los defectos de papá. Por ejemplo, es de esos que a veces pierden los estribos de una manera impredecible. Una vez fuimos los tres al Parque Nacional Sequoia; era un bonito día de octubre, estábamos todos de buen humor y algo así como paseando tranquilamente por la carretera cogidos de la mano. La naturaleza era tan hermosa que papá empezó a sentir nostalgia de cuando vivía en el Este, así que empezó a contarme cómo una vez su padre y él se fueron juntos a Vermont y durmieron en un campo, pero como mi madre nos quiere tanto siempre trata de asegurarse de que no nos pille un coche o una camioneta, así que en cuanto oye que se acerca uno a un kilómetro siempre nos dice que tengamos cuidado de quedarnos a la orilla de la carretera, y eso interrumpía una y otra vez el hilo de los pensamientos de papá hasta que al final lo dejó y masculló:

– Bah, olvídalo.

– Ay, cariño, lo siento mucho -dijo mamá-, sigue con la historia, por favor. Sencillamente tenemos que asegurarnos de que Solly sepa lo importante que es apartarse de la carretera cuando oye venir un coche, eso es todo.

Pero papá se negó a contarnos lo que había ocurrido aquel día en Vermont.

U otra vez que estábamos en casa, ya habían cenado y yo no tenía ganas de probar bocado, así que no me senté a la mesa, y luego subimos a ver una película familiar no violenta en la tele y a mitad de la peli empecé a tener un poco de hambre, así que le pedí a mamá que me trajera algo de comer. Bajó y me trajo una bandeja con leche y galletas, cosa que le agradecí de veras porque se estaba perdiendo la mejor parte de la película, le di las gracias pero de pronto, sin que viniera a cuento, papá gritó:

– Tess, ya va siendo hora de que dejes de desvivirte por tu hijo. ¡Eres su madre, no su esclava! ¡Ser su madre significa que tú estás al mando, tú tienes la autoridad, no él, por el amor de Dios!

Y a mamá le sorprendió tanto que se expresara así, sobre todo pronunciando el nombre de Dios en vano, que las manos le temblaron cuando me dejó la bandeja delante.

– Ya hablaremos de eso luego, Randall -dijo.

En el curso de relaciones paternofiliales probablemente le dijeron que no era buena idea que los niños estuvieran presentes en las peleas conyugales de los padres. Mamá ha seguido toda clase de cursos sobre meditación y pensamiento positivo, relajación y autoestima, y ha llegado a ser una experta en el asunto, así que luego, en la cama, los oí hablar de lo ocurrido y hacer el intento de precisar con exactitud cuándo había empezado a aumentar la tensión en el transcurso de la velada.

– ¿Quizá te ha recordado alguna escena de tu propia infancia? -sugirió ella con suma delicadeza. Papá lanzó un gruñido-. ¿O tal vez, en cierto modo, estás celoso porque tu madre nunca se ocupó de ti como me ocupo yo de Solly?

Unos cuantos gruñidos más y murmullos y suspiros reacios por parte de papá.

Supongo que se las arreglaron para resolver sus diferencias conyugales, aunque debo decir que nunca los he oído follar a pesar de que mi habitación está al lado de la suya, separada únicamente por una puerta de madera contrachapada. Igual la gente casada folla en silencio, a diferencia de lo que se ve en las páginas web de XXX Brutal, en las que jadean y braman.

Una cosa en la que mis padres están de acuerdo por completo es en que nunca se me debe abofetear, azotar o someter a ninguna clase de castigo corporal. Eso es porque han leído cantidad de libros en los que se demuestra que los niños maltratados se convierten en padres maltratadores, los niños que han sufrido abusos en pedófilos, y los niños violados en chulos y prostitutas. Así que lo importante es que siempre hay que hablar, hablar, hablar, preguntarle al niño por qué se ha portado mal y darle la oportunidad de explicarse antes de indicarle, siempre con la mayor delicadeza, cómo puede portarse mejor la próxima vez. No hay que pegarle nunca.

A mí me parece un principio excelente, y aquello en lo que más difiero con respecto a Jesús es en lo de poner la otra mejilla y dejar que otros te hagan daño. Yo, en el lugar de Jesús, cuando los soldados romanos vinieron a detenerlo, no les habría permitido atarme las manos a la espalda sin plantarles cara, por no hablar de lo de ponerme una corona de espinas, escupirme a la cara o flagelarme. Ahí es donde cometió Jesús el gran error, a mi modo de ver, que dio con sus huesos en la cruz.

Mamá me lo ha dejado bien claro:

– Nadie tiene derecho a levantarte ni un solo dedo, Solly -me dice, lanzándome una intensa mirada a los ojos-. Nadie sobre la faz de la tierra. ¿Me oyes?

Y yo asiento con solemnidad y pienso: «Vaya, por suerte somos protestantes», porque a los pastores protestantes (como a los rabinos judíos) se les permite casarse y follarse a sus mujeres, de manera que no abusen de niños ni se los follen como hacen los sacerdotes católicos, según han estado diciendo en las noticias estos días.

Sea como sea, hasta el momento sólo una persona en el mundo se ha atrevido a transgredir esta regla sobre el castigo corporal, concretamente el padre de mi propia madre, el abuelo Williams, y dudo que vaya a hacer ningún otro intento en el futuro próximo. El verano pasado fuimos de vacaciones a su casa en Seattle, lo que (ir de visita a casa de otros) ya supone un gran problema debido a las comidas: nadie cocina como a mí me gusta y la abuela Williams se niega a cambiar su manera de hacer la comida, así que mamá tiene que ir de compra a diario sólo para mí.

Una tarde, mamá y papá se fueron al cine y mi abuelo me llevó al parque del barrio. Él no tiene un juego de béisbol con soporte como nosotros, y cuando mamá se lo describió, dijo:

– ¡Anda ya, es hora de que este granujilla juegue como es debido!

Así que lo que trajo fue bate, guante y pelota de softball de los de verdad, y aunque a los cinco yo ya era muy fuerte y tenía buena coordinación para mi edad, el bate pesaba una tonelada en comparación con el de plástico. Me había colocado en el plato, el abuelo estaba en el montículo del lanzador, me tiraba una pelota increíblemente rápida y fuerte tras otra y yo fallaba una y otra vez.

– ¡Strike uno, strike dos, strike tres, eliminado! -me dijo, cosa que me enfureció, así que le tiré el bate.

No le di ni de lejos, pero aun así se le salieron los ojos de las órbitas cuando lo vio y se puso a gritarme.

– ¿Qué demonios te has creído? -me dijo, cosa que me pareció profundamente ofensiva, con una palabra como «demonios», que no debe utilizarse en presencia de niños.

Fue a recoger el bate, me lo trajo y dijo con expresión seria:

– Escucha, Sol. Ya sé que estás acostumbrado a los bates de plástico, pero los de madera pueden ser sumamente peligrosos. Así que no vuelvas a hacer eso nunca, ¿me oyes? ¿De acuerdo? ¿Seguimos?

– Vale -le dije, pero me disgustaba cómo estaba yendo la tarde, con mi propio abuelo humillándome, por lo visto sin darse cuenta de que yo era el Número Uno y que su obligación era decir: «¡Hurra, Sol! ¡Bien hecho!», tal como hace mamá, en vez de hablarme con semejante condescendencia.

Empezamos de nuevo, pero el abuelo seguía lanzándome esas malintencionadas pelotas con efecto y, como estaba tan enfadado, yo bateaba con menos tino aún que antes.

– ¡Strike uno, strike dos, strike tres, eliminado! -me dijo, y esta vez, cuando pronunció la palabra «eliminado», me sulfuré y volví a tirar el bate con todas mis fuerzas, sin importarme adónde iba, y fue a darle en el pie.

Aquello no pudo hacerle mucho daño, pero desde luego le hizo perder los estribos. Se acercó a largas zancadas, me cogió por la muñeca y me levantó hasta que prácticamente quedé suspendido en el aire y entonces -«toma, toma, toma»- me pegó en el culo tres veces con la palma de la mano.

Me quedé estupefacto. El escozor en el trasero se propagó directamente a la corriente sanguínea, algo así como una cerilla encendida en contacto con gasolina. Prendió y entré en erupción como un volcán, desbordándome en un candente grito tras otro de ira e indignación porque nadie tiene derecho a levantarle ni un solo dedo a Solomon. Saltaba a la vista que el abuelo estaba horrorizado ante el lío en que se había metido con su «toma toma toma» y yo no tenía intención de parar porque quería darle una lección de una vez para siempre. Berreé durante todo el camino a casa en el coche, y cuando aparcó en el sendero de entrada y me llevó de vuelta a la casa grité con tanta fuerza que los vecinos debieron de preguntarse a quién estaban asesinando. Las preguntas angustiadas de la abuela, sus palabras tranquilizadoras y sus gestos de consuelo no consiguieron acallarme, y aún estaba gritando cuando mamá y papá volvieron del cine una hora después.

Mamá se abalanzó hacia mí presa del pánico y me cogió en brazos y entonces guardé silencio de inmediato.

– ¡Solly, Solly! ¿Qué ha pasado?

Cuando le dije que su padre me había azotado en las nalgas, noté su cuerpo entero tensarse y supe a ciencia cierta que el abuelo iba a arrepentirse de lo que había hecho.

– ¿Has puesto la otra mejilla? -preguntó papá.

– Randall -le advirtió mamá con aspereza-. No tiene gracia.

Hicimos el equipaje y nos fuimos de su casa sin esperar siquiera a la cena. Mientras papá iba al volante de regreso a California, mamá intentó explicarme un poco el asunto para que no odiara a su padre durante el resto de mi vida.

– Tiene ideas anticuadas sobre la educación -me dijo-. Así lo criaron y así crió él a sus propios hijos, de manera que tienes que perdonarlo. Además, ¡no olvides que éramos seis! Si no hubiera tenido cuidado con la disciplina, esa casa se habría convertido en un pandemonio.

Aun así, estoy casi seguro de que mamá no volvió a dirigirle la palabra a su padre hasta que él le envió una disculpa por escrito, junto con la promesa solemne de que no volvería a pegarme.

Soy poderoso.

Todo eso ocurrió el verano pasado, cuando tenía cinco años y medio. Era la parte de la familia de mamá. Ahora he cumplido seis años y es domingo de Ramos (que es cuando Jesús regresó a Jerusalén en burro, un gesto no demasiado acertado por su parte) y nos las estamos viendo con la parte de la familia de mi padre. G.G. llegó ayer en avión de Nueva York. Mi padre se lleva mucho mejor con G.G. que con la abuela Sadie, que es su propia madre, de hecho casi adora a G.G., pero mamá tiene muchas reservas sobre ella: por un lado porque fuma y por otro porque no va a la iglesia.

Cuando salgo a la galería ya está allí, sentada en la mecedora blanca de mimbre con un libro en una mano y un purito en la otra, el pelo blanco en mechones de punta reluciente al sol.

No me hace gracia que ya esté levantada.

Quiero ser siempre el primero en levantarme, el que da la bienvenida al día y lo crea.

– Buenos días, querido Sol -dice, al tiempo que mira el reloj de pulsera y pone el punto de libro entre las páginas-. ¡Dios santo, apenas son las siete, sí que eres un pájaro madrugador! Yo tengo excusa, es el desfase horario.

No me digno responder. Se cruza en mi camino, me atasca los procesos de razonamiento; ojalá pudiera coger un mando a distancia y apagarla.

– Hablando de pájaros madrugadores -continúa, y me indica que me acerque con un gesto-, ¡ven aquí!

Cruzo la galería a paso perezoso, arrastrando los pies para que no piense que estoy interesado en lo que quiere enseñarme, sea lo que sea.

– ¡Mira! -susurra, a la vez que me aúpa a su regazo y señala hacia un hibisco en el jardín justo a nuestros pies-. ¡Mira! ¡No es exquisito?

Miro, y veo un ruiseñor que revolotea entre las flores de un intenso color escarlata. Pero por regla general no me gusta que la gente me llame la atención sobre las cosas: habría reparado en ese ruiseñor yo solito si G.G. no hubiera estado presente.

– ¡Y mira, cariño! -vuelve a decir, y señala-. ¡Ahí, la diadema!

En contra de mi voluntad, miro con los ojos entornados el resplandor dentado del sol naciente y veo una telaraña suspendida entre dos barras de la verja del jardín, todas y cada una de sus líneas relucientes con gotas de rocío cual diamantes. Eso también lo habría visto si me hubiera dado tiempo, si no hubiera salido aquí antes que yo, si no se hubiera empeñado en señalarlo todo primero para ganarme. Se mece un poco en la mecedora conmigo, mientras me canta «Una arañita pequeñita» como si fuera un crío de dos años o algo así. Su voz es asombrosa al margen de lo que cante, desde luego, pero estoy incómodo en su regazo porque me parece sucia. Su cuerpo despide intensos olores a sudor, humo de puro y vejez. ¿No se duchó al llegar anoche? Para cumplir los designios de Dios tengo que permanecer limpio, eso lo sé. Así que me descuelgo como mejor puedo de su regazo y bajo la escalera, como si tuviera algún asunto importante del que ocuparme en el cajón de arena que tengo debajo de la galería.

Como G.G. está de visita y aún queda un par de horas antes de ir a misa, mamá prepara en un dos por tres un desayuno fabuloso con tortitas y salchichas, huevos revueltos y jarabe de arce, macedonia, café y zumo de naranja. Todos nos tomamos de la mano en torno a la mesa, inclinamos la cabeza y mamá la bendice:

– Por esto y por todos tus dones, Señor, te estamos sinceramente agradecidos.

Papá y yo respondemos «Amén» al unísono con ella y G.G. guarda silencio. Entonces mamá y papá me besan y me aplauden, una tradición familiar que iniciaron la primera vez que dije «Amén», cuando era un crío, y luego cogieron la costumbre de hacerlo cada vez que se bendecía la mesa, de manera que ahora se ha convertido en parte integrante de la ceremonia, lo que supone que se festeja al mismo tiempo a Dios y a Sol.

A G.G. le sorprende que sólo me ponga una tortita, cortada por mi madre en trocitos diminutos que absorbo de uno en uno, haciéndolos rodar lentamente entre los labios y las encías en vez de masticarlos, a menudo subiendo a mi cuarto entre un bocado y otro.

– ¿No te quedas en la mesa con nosotros, Sol? -me pregunta cuando me dirijo a la escalera.

– Ah, no -responde mamá por mí-. Sol siempre ha sido un poco peculiar con la comida. No prestes atención a sus paseos: está bien. Nos aseguramos de que siga una dieta equilibrada.

– No era eso lo que me preocupaba -dice G.G.-. Sencillamente me parece que sería agradable que nos hiciera compañía.

– Es quisquilloso con la comida -comenta papá-. Y como Tess cede a todos sus caprichos, no parece que vaya a cambiar.

– Randall -dice mamá-. ¿Te parece una manera agradable de plantearlo… en público?

En ese momento cierro la puerta de mi habitación y para cuando vuelvo a salir han cambiado de tema; ahora hablan sobre mi lunar. Mamá debe de haberle contado a G.G. sus planes para que me lo extirpen este verano, y G.G. está atónita.

– ¿Extirparlo quirúrgicamente? -exclama, y deja el tenedor-. ¿A los seis años? ¿Para qué?

– Mi querida Erra -dice mamá con semblante de dulzura y paciencia-. Randall ha visitado prácticamente todas las páginas web que hay sobre el asunto de los nevos pigmentados congénitos, y créeme, hay unas cuantas buenas razones para que se lo extirpen ahora.

– Pero Randall -dice G.G., y se vuelve hacia mi padre-. No puedes… no vas a dejarle que lo haga, ¿verdad? ¿Qué me dices de tu murcielaguito? ¿Te hubiera gustado que Sadie te lo extirpara?

Eso tiene que ver con un juego que tenían cuando papá era un crío, en el que su lunar, que está ubicado en el hombro izquierdo, era un murcielaguito velloso que solía hablarle y susurrarle consejos al oído. G.G. también tiene un lunar -en el pliegue del codo izquierdo-, eso es lo que significa congénito, que se transmite de una generación a la siguiente, aunque aparece en diferentes partes del cuerpo y se ha saltado una generación; la abuela Sadie no tiene ninguno.

– Erra -dice mamá-. Perdona, pero es necesario alejarse del mundo de las metáforas en este caso. Sé que tú y Randall siempre les habéis tenido un afecto especial a vuestros lunares, que han sido una especie de vínculo secreto entre vosotros, pero lo de Solly es un asunto distinto por completo. Así que déjame que te lo explique de una manera realista. Razón número uno: puesto que el lunar es extremadamente visible, prácticamente en la cara, podrían reírse de él en el colegio; aunque no sea el caso, es posible que lo cohíba y le provoque un complejo de inferioridad. Razón número dos: a diferencia de vosotros dos, Sol tiene lo que se conoce como «lunar fastidioso». Al estar justo en la confluencia de la sien y la mejilla, cuando empiece a afeitarse de aquí a diez años o así, el contacto diario con la cuchilla lo irritará. La razón número tres, con mucho la más importante, es, claro está, el riesgo de desarrollar un melanoma. No me hace ninguna gracia tener que decirlo, pero teniendo en cuenta que el padre de Randall murió de cáncer, hay un historial familiar que hace a Solly mucho más vulnerable a esa posibilidad. Como te decía, Erra, hemos leído mucho al respecto. También hemos consultado a una serie de especialistas, y hemos tomado la decisión de que preferiríamos no correr ese riesgo.

– Ah -dice G.G.

– Tenemos dos opciones -explica papá-. Una biopsia por rasurado y una biopsia por extirpación. La extirpación requiere cortes más profundos pero prácticamente elimina la posibilidad de que desarrolle un cáncer más adelante. Creo que vamos a decantarnos por eso.

– Ah -dice G.G.

– Eso no cambia nada con respecto a nuestros lunares -continúa papá en tono tranquilizador-. Solly nunca ha sentido nada especial por su lunar, ¿verdad, Solly?

– Claro que sí -digo.

– Ah, ¿sí? -pregunta papá, un tanto asombrado-. ¿Y eso?

– Me produce un sentimiento negativo.

– ¿Lo ves? -dice mamá, triunfante-. ¡La razón número cuatro! Así que hemos programado la operación para principios de julio. De esa manera tendrá todo el verano por delante para que le cicatrice la piel, y podrá empezar el colegio en septiembre sin ninguna preocupación.

G.G. baja la mirada, se acaricia el lunar en el codo izquierdo y dice algo que suena a «laúd».

– ¿Cómo dices?

– Me gustaba tanto el mío que le puse nombre, se llama Laúd -murmura G.G. con una sonrisa, y veo que mamá lanza una mirada breve pero cargada de intención a papá, como para decir: «¿Ves a qué me refiero? Se le está yendo la cabeza…», y que papá mira con ferocidad a mamá como para decir: «Cállate.»

Es una situación que no me apetece nada presenciar, así que me escabullo otra vez a mi cuarto.

Cuando regreso a la cocina, el ambiente ha vuelto a cambiar porque es hora de empezar a prepararse para ir a misa y mamá le ha pedido a papá que la ayude a recoger todo lo del desayuno y papá lo está haciendo sin pronunciar palabra.


***

A las diez y media nos montamos en el coche de papá y él retrocede suavemente por el sendero de entrada y nos dirigimos a la iglesia. Voy en el asiento de atrás con el cinturón de seguridad puesto y mientras avanzamos poco a poco por las hermosas calles bordeadas de árboles de nuestro barrio, papá empieza a contarnos una historia.

– Recuerdo una vez cuando tenía tu edad, Solly, y pasaba unas semanas a solas con mi padre. Mi madre, como siempre, se había ido a hacer uno de sus viajes. Erra y un amigo suyo sugirieron que nos reuniéramos todos el domingo para ir de picnic a Central Park.

– Perdona, Randall -dice mamá-, pero tengo que advertirte que no acabas de parar en las señales de stop, sólo reduces la marcha.

– ¡Qué emocionado estaba! Me moría de ganas de que llegara el domingo, pero justo cuando teníamos la cesta del picnic preparada y estábamos a punto de salir de casa, empezó a llover a cántaros.

– Me refiero a que stop significa «parar», cariño, ¿verdad? -murmura mamá, y acaricia suavemente la mano de papá sobre el volante-. No querrás que Sol piense que las normas de tráfico son opcionales, ¿eh?

Papá suspira y obedece, sólo que ahora frena bruscamente a propósito cuando llegamos al stop de cada manzana, como para hacer hincapié en que está obedeciendo.

– ¿Así que tuvisteis que suspenderlo? -pregunto, para que vuelva a su historia.

– No, no… Fuimos a su casa en el Bowery y celebramos el picnic… ¡en el suelo!

– ¿En el suelo? -dice mamá con una mueca-. Teniendo en cuenta la reputación de Erra como ama de casa, debió de ser una comida más bien… bueno, ¡polvorienta!

– Fue una comida estupenda -replica papá, que frena bruscamente y acelera con la misma brusquedad-. A decir verdad, fue una de las comidas más maravillosas que he probado.

– Sea como sea -dice mamá, transcurridos unos momentos-, me pregunto si podrías pedirle a G.G. que se abstenga de fumar en casa.

– ¡No fuma en casa! -responde papá-. Sale fuera a fumar.

– Bueno, por lo que sé, la galería es parte de nuestra casa -señala mamá-. No sólo eso, sino que fuma en presencia de Sol, que puede inhalar el humo, lo que podría afectar a sus pulmones.

– Tess -dice papá, mientras se incorpora a una carretera sin más señales de stop, gracias a Dios, porque empezaba a marearme un poco con tanto meneo adelante y atrás-. Erra es una de mis personas preferidas y me gustaría de veras que intentaras que se sintiera como en su casa en las pocas ocasiones en que viene de visita, más o menos una vez cada tres años.

– Ah -dice mamá, al borde de las lágrimas-. Porque el suculento desayuno que os he servido, en el que he invertido una hora de preparación y una cantidad considerable de tiempo y dinero a la hora de hacer la compra ayer… ¿no estaba a la altura de tu estándar de hospitalidad?

– Claro que sí, cariño. Claro que lo estaba. Lo siento.

– Da igual lo que haga, parece que nunca consigo que estés contento en lo que a Erra respecta. Es como… una diosa o algo por el estilo…

– He dicho que lo siento. Te pido disculpas. ¿Qué quieres que haga, que pare el coche y me ponga de rodillas?

Justo entonces llegamos a la iglesia y papá aparca el coche.

– Francamente, Randall, yo diría que no soy yo ante quien debes arrodillarte, sino Dios. Yo diría que te convendría rezar en serio para averiguar por qué la llegada de tu abuela te hace ponerte tan increíblemente hostil con tu esposa.

– ¿Por qué no va G.G. a misa? -pregunto, mientras los tres nos sumamos a la marea de fieles que convergen hacia las puertas de la iglesia a un paso ni rápido ni lento. Hay matas de pensamientos blancos y púrpuras a ambos lados de la acera, y un césped pulcramente cuidado que las mantiene bien arraigadas. Esto sí que es estructura; esto me gusta.

– Porque no cree en Dios -dice papá sin más, como si me contara que prefiere la Pepsi a la Coca-Cola.

La idea de no creer en Dios me parece ridícula, pero, a juzgar por la expresión de mamá, salta a la vista que va a estar impaciente por reanudar esta conversación en el trayecto de regreso a casa.

Dios está en todas partes, en todas. ¿Cómo se puede no creer en Él?

Es el Poder y la Gloria

el Principal Artífice el Creador el origen absoluto

el secreto de todo lo que brota y medra

desde el diente de león más diminuto en el jardín

a la frenética polla de caballo que derrama lefa por toda la cara de una mujer

desde la tierra hirviente y burbujeante de un volcán a punto de entrar en erupción

a la nube en forma de hongo de una bomba nuclear

todo eso es Dios Dios Dios

esta energía, este abrir y palpitar

este movimiento de materia

En eso pienso durante la misa mientras vamos en procesión hasta el altar con palmas cantando «¡Hosanna! ¡Hosanna en las alturas!». Dios es el Poder y la Gloria y todos somos pecadores porque Eva comió del Árbol de la Sabiduría y hoy en día el Árbol de la Sabiduría es Internet con sus billones de ramas extendiéndose en todas las direcciones, seguimos comiendo sus frutos y pecando cada vez más con el conocimiento carnal, así que siempre necesitaremos purificadores y si quiero ser un purificador como Jesucristo o Bush o Schwarzenegger, tengo que saberlo absolutamente todo acerca del mal.

¡Desde el Monte de los Olivos lo siguieron,

en medio de un exultante gentío

meciendo la palma victoriosa!

¡Y cantando alto y claro!

El pastor se entrega a un sermón acerca de la situación de Irak, lo que me hace pensar en los muñones y los pedazos de soldados iraquíes en la arena, lo que me hace pensar en mujeres siendo violadas y eso hace que se me endurezca el pene, así que uso el misal para disimular lo que estoy haciendo: frotarme suavemente durante todo el sermón hasta que estoy a punto de desvanecerme con las imágenes. A veces por la noche en mi dormitorio -Todo gloria, alabanzas y honores-, mientras me imagino que soy el caballo echando espumarajos o la ametralladora que dispara o la bomba que explota -A ti, Redentor, Rey-, me sobo hasta despellejarme con la sensación de poder que me brota de las entrañas, y tras la misa mis padres se abren paso por entre el gentío arremolinado en la acera, estrechando la mano a la gente a la vez que dicen: «¿Qué tal estás?», «Me alegro de verte», «Entonces, nos vemos el domingo de Pascua» y «¿Verdad que hace un día precioso?».

Por la tarde empieza a hacer mucho calor, así que me voy a mi sitio preferido para jugar, que es el cajón de arena debajo de la galería; me llevo unos Lego sólo para demostrarle a mamá que no soy adicto a los juegos de ordenador, lo que a veces la hace preocuparse por mi salud mental. Un rato después salen papá y G.G. y se sientan en la galería bajo la sombrilla, y puedo escuchar su conversación, cosa que me gusta hacer porque me entero de cosas mientras nadie me ve y luego puedo sorprender a todo el mundo con mis conocimientos.

– Háblame de tu nuevo trabajo, Ran -lo insta G.G.

– Ah… -dice papá, y está claro que por alguna razón la pregunta hace que se sienta violento-. No hay mucho que contar. Programación informática…

– ¿Tiene algún interés?

– Sí, bueno, el siete por ciento de interés en mi plan de ahorro a largo plazo.

– Ah, ya veo… ¿Qué me dices de tus compañeros?

– Una pandilla de memos.

– Vaya, qué pena…

– Bueno, no todos podemos ser artistas, ¿eh?

– No, eso es verdad.

– Pero bueno, el sueldo está bien, tengo muchas probabilidades de ascender, y me produce cierta satisfacción saber que podré enviar a Solly a una universidad excelente en la costa Este sin tener que pedir ayuda a nadie.

– Ese nadie es tu madre, supongo.

– Naturalmente.

– ¿Qué tal está Sadie?

– Igual… sólo que más.

– Dios nos asista.

– Tú lo has dicho. ¿Cuándo la viste por última vez?

– A decir verdad, Randall, no lo sé. Debe de hacer casi quince años a estas alturas… Desde que publicó aquel libro horrible… ¿en qué año fue?

– Mil novecientos noventa. Nana de despedida para un bebé nazi… Lo recuerdo porque salió unos meses antes de que muriera papá.

– A mí también estuvo a punto de matarme.

Por alguna razón eso los hace reír; deben de estar bebiendo martinis o gin tonics o algo así.

– ¿Así que sigue en ello? -pregunta G.G. después de una pausa.

– Sigue en ello.

– Dios santo.

– ¿Y tú qué, Erra? -dice papá-. ¿Cómo te ha tratado la vida últimamente?

– Estoy bien, cariño -responde G.G.-. No puedo quejarme. En general, he tenido una vida maravillosa.

– No hables así, como si ya hubiera acabado. Sólo tienes… ¿cuántos años?, ¿sesenta y cinco?

– Sí, y medio.

– ¡Coño, aún tienes décadas por delante! Y te juro que no aparentas ni un solo día más de… eh… cuarenta y siete y medio.

– Gracias, querido, pero debo reconocer que empiezo a notar la edad. No sólo tuve un infarto bastante genuino hace un par de meses, ¡sino que no me queda un solo diente!

Los dos se echan a reír.

– ¿Por eso dejaste de cantar? -pregunta papá-. ¿Temías que se te cayera la dentadura en medio de una actuación?

Más risas.

– ¡Ah, no! -dice G.G.-. Sencillamente me di cuenta de que mi voz ya no estaba a la altura… Pero no es nada doloroso. Me senté, me cogí de la mano y me dije: «Oye, chica, has grabado incontables horas de música y dado conciertos por todo el mundo, has hecho un dineral y has causado impacto, y de ahora en adelante deberías tomarte en serio lo de disfrutar de la vida y nada más, leer los libros que quieres leer, ver a tus seres queridos, llevarte a Mercedes a todos esos maravillosos países que viste sólo de pasada…»

– Lo siento por Mercedes, por cierto -dice papá.

– Ten cuidado, Ran.

– ¿Cómo?

– Ten cuidado con el «lo siento». Has dicho «lo siento» al menos una docena de veces desde que llegué anoche. Es una costumbre peligrosa, no es bueno para ti. No es bueno para tu alma.

– Bueno, es que Tess es una persona sin prejuicios en muchos aspectos, pero cuando se trata de la homosexualidad…

– ¿Le daba miedo que traumatizara a Solly ver a dos viejas cogidas de la mano?

– Lo siento, Erra.

– ¿Ves a qué me refiero? ¡Ya está bien!

Se ríen. Alcanzo a oler que G.G. enciende un puro.

– Hablando de Solly -dice ella, transcurrido un momento-. Quería comprarle un regalo antes de irme de Nueva York. Tuve una experiencia de lo más graciosa paseando arriba y abajo por los pasillos del Toys'R'Us en la calle Cuarenta y cuatro… No podía dejar de pensar en la obsesión de Tess con la seguridad, así que empezaba: Bueno, veamos, esta grúa es preciosa, pero Sol podría tragarse el gancho y se le engancharía en los intestinos y le provocaría una hemorragia interna… Ah, qué juego de química tan bonito, pero está lleno de cosas que asustan y estallan y podrían ser tóxicas si se ingieren… Hum, bueno, este tren eléctrico parece maravilloso, pero podría electrocutarse por accidente… Uno tras otro, todos los juguetes de la tienda se convertían en un arma letal decidida a atacar y destruir a mi bisnieto. Así que me di por vencida, y me vine con las manos vacías.

Ahora los dos se tronchan de risa.

Me siento ofendido. Ojalá me hubiera comprado alguno de esos juguetes.

Paso por su lado para entrar en la casa, donde mamá está preparando un aperitivo con palitos de zanahoria, palitos de apio con queso cheddar, rábanos, tomates cherry, champiñones en láminas, galletitas saladas y salsa. Mordisqueo un trozo de queso y cojo una rebanada de Wonder Bread de la nevera. Mamá ya sabe que no voy a cenar con ellos.

– ¿Sabías que G.G. lleva dentadura postiza? -le pregunto.

– Claro que sí, cariño. Necesita un vaso en la mesilla para dejarla por la noche antes de acostarse.

– Puaj, qué asco… ¿Cómo es que se le han caído todos los dientes?

– Creo que se debe a la malnutrición cuando era niña.

– ¿Te refieres a que sus padres no le daban suficiente de comer?

– Bueno… es una larga historia… Creo que estuvo en un campo de refugiados o algo así. No le hace mucha gracia hablar del asunto.

Pienso: así que se puede tener dentadura postiza como G.G., o pelo postizo como la abuela Sadie, y se puede llevar pestañas postizas, pechos postizos…

– ¿Y un corazón postizo? -pregunto.

– ¿A qué te refieres? ¿Un trasplante de corazón? ¿Cuando te ponen el corazón de otra persona en el pecho? Sí, es posible.

– ¿Y pies postizos?

– Supongo que hoy en día se puede sustituir prácticamente todo.

– ¿Y cerebro postizo?

– Hum, no estoy segura. Me parece que no.

– ¿Un alma postiza?

– No -dice mamá, que ahora sonríe mientras dispone la verdura cruda sobre un plato oval creando un imponente dibujo con forma de sol-. De eso sí estoy segura, Solly. Tu alma os pertenece únicamente a ti y a Dios. Para siempre.

La siento el alma de Sol siento que es eterna e inmortal una entre un gúgol de trillones de billones una que cambiará el mundo

La Semana Santa toca a su fin, G.G. toma un vuelo de regreso a Nueva York y nuestra rutina diaria se reanuda. Un día vuelvo de casa de Brian y me encuentro a mamá muy disgustada. Es evidente que está disgustada porque anda ociosa: está sentada en el salón sin hacer nada, y cuando la saludo con un beso me doy cuenta de que ha estado llorando y no me abraza ni me dice: «¿Cómo está mi hombrecito?»

– ¿Qué haces? -le pregunto.

– Espero a que papá vuelva a casa -me responde con una frágil vocecilla de niña que nunca le había oído-. Sube a tu cuarto y juega un rato, ¿vale? Si tienes hambre, me lo dices.

– Claro, mamá -respondo con mi voz de «no te preocupes por nada».

En cuanto oigo el coche de papá en el sendero de entrada, me acerco de puntillas hasta lo alto de la escalera, me agacho entre las sombras y escucho.

– ¿Lo has visto, Randall? -dice mamá en un susurro feroz.

– Sí. Sí, lo he visto…

– ¡Es horrible! ¿No te parece horrible? ¡No sé cómo ha podido publicar semejantes fotos un periódico!

– Sí, pero… Escucha, Tess, la guerra es la guerra… ¿Es que no vamos a cenar hoy?

– ¿La guerra es la guerra? ¿Qué quieres decir con eso? ¡Esto no es la guerra! Esto es una pandilla de… una pandilla de pervertidos que trata a la gente como animales… ¿Cómo han podido hacer algo así?

– Tess, lo único que puedo decir es que cuando la gente está bajo presión, o acojonada perdida, es capaz de hacer prácticamente cualquier cosa.

– ¿Cómo te atreves… a excusar… este comportamiento?

Oigo que mamá blande el periódico, tal vez delante de la cara de papá.

– Escucha, Tess, ¿podemos dejar el asunto, si no te importa? ¿De verdad te parece que necesito que me reciban con chillidos nada más llegar a casa después de trabajar catorce horas? ¿Dónde coño está la cena? ¿O hemos decidido volvernos todos anoréxicos como tu hijo?

Oigo a mamá arrojarse en el sofá.

– No puedo comer -dice, su voz amortiguada porque debe de estar sollozando contra los cojines. Luego se vuelve y la oigo otra vez con claridad-: ¿Cómo puedes tener hambre después de ver fotos así? ¡Me da asco, asco, asco! El ejército americano…

– No digas ni una puta palabra contra el ejército americano -le advierte papá, y va a largas zancadas hasta la cocina y abre de un tirón la puerta de la nevera.

A la mañana siguiente, mientras mamá se seca el pelo con el secador, lo que, como bien sé, me da unos buenos diez minutos, me conecto a la Red y me embebo de las imágenes de Abu Ghraib. Los tipos están de rodillas amontonados unos sobre otros, como acróbatas de circo, sólo que son corpulentos y están desnudos del todo, hay cantidad de piel árabe desnuda que no es blanca ni negra sino de una especie de marrón dorado, y los soldados americanos, hombres y mujeres, tienen todo el aspecto de estar pasándoselo en grande, se sacan fotos con todos esos árabes en pelotas, se ríen de ellos, les ponen correas al cuello y les hacen darse por el culo o los conectan a la electricidad, y eso hace que el pene se me ponga muy duro pero no me lo toco porque no tengo tiempo. Apago el ordenador justo en el mismo segundo en que mamá apaga el secador, y para cuando sale del baño estoy en mi cuarto, abrochando las tiras de velero de mis Nike, listo para irme al parvulario.

En el parvulario tengo que contenerme para que nadie adivine la verdad sobre mi superinteligencia mis superplanes mis superpoderes

Cuando llego a casa, me voy debajo de la galería donde tengo mis muñecos de Playmobil y los amontono en pirámides como en Abu Ghraib y los conecto a la electricidad y les hago darse por el culo, venga a jadear y empujar mientras yo me río de ellos como Lynndie England.


***

Sigue preocupándome que mi padre no haya tenido tiempo de tomar parte en la guerra, que en realidad terminó hace ya un año, aunque el presidente Bush dice que el ejército americano aún es necesario para ayudar a Irak a ocuparse de los terroristas, así que es posible que todavía tenga ocasión. Luego le cortan la cabeza a Nick Berg. De eso no me entero escuchando a escondidas a mis padres, sino de una manera de lo más inesperada: aparece una mañana en mi entrañable sollozoweb, justo al lado de los pedazos de soldados iraquíes y las mujeres violadas por perros. «Haz clic aquí para ver el vídeo de la decapitación de Nick Berg», así que hago clic. «¡Aviso: estas imágenes son sumamente explícitas!» No sé con seguridad qué significa «explícitas», pero probablemente significa que puedes ver de verdad lo que está ocurriendo, así que vuelvo a hacer clic. Se ve a Nick Berg con un uniforme naranja, sentado a una mesa con un montón de árabes, luego uno de ellos se levanta con un largo cuchillo y se coloca detrás de él y le rebana la garganta de un extremo a otro y levanta la cabeza en el aire.

Debo reconocer que los ojos se me salen de las órbitas cuando lo veo, no es como cuando una máquina le arranca la cabeza a C-3PO en El ataque de los clones y R2-D2 se las arregla para recomponerlo, que es una escena divertida. No me atrevo a preguntarle a mamá si Dios será capaz de arreglarle la cabeza a Nick Berg cuando vaya al cielo porque se supone que no estoy al tanto de todo esto.

– ¿Cuándo vas a alistarte en el ejército, papá?

Mi padre le quita el sonido a la tele, en la que, de todos modos, sólo ponían anuncios, me coge y me sienta en su regazo, cara a cara.

– ¿Sabes una cosa, Solly? -El aliento le huele a cerveza.

– ¿Qué?

– ¿Quieres que te cuente un secreto?

– Claro.

– ¿Un secreto clasificado?

– Sí.

– Vale, escucha. A los veintiocho años, soy un poco mayor para empezar con el entrenamiento básico militar, pero no me hace falta alistarme en el ejército, porque mi empresa ya está contribuyendo mucho a la campaña bélica. No temas, Solly, estoy involucrado. Si todo el mundo cumple su cometido con el mismo entusiasmo que yo, el terrorismo árabe pasará a la historia en cuestión de meses. Acuérdate bien de lo que te digo.

Justo entonces se reanuda el partido de béisbol; papá coge el mando a distancia con una mano y la botella de cerveza con la otra: la conversación ha terminado.

Cada vez hace más calor, pasan los días y dentro de poco llegará el momento de la operación. Aunque he mantenido largas conversaciones con mamá al respecto y me ha explicado varias veces todo el proceso de la anestesia local, no puedo decir que esté precisamente impaciente por entrar en la clínica. Pero mamá se quedará a mi lado de principio a fin, así que irá bien, haré que se sienta orgullosa de mí durante la operación. Si Schwarzenegger es capaz de coger un escalpelo y clavárselo en su propia carne sin pestañear, yo puedo apretar los dientes y soportarlo. No sentiré dolor alguno.

Hay una gran fiesta de fin de curso en el parvulario. Mamá hornea cuatro docenas de galletas con trocitos de chocolate y el cole está decorado con globos y serpentinas como si fuera el cumpleaños de todo el mundo a la vez. Es curioso mirar a todos los padres e imaginárselos follando para hacer estos niños, salvo que muchos niños tienen padres adoptivos o padres que son donantes de esperma porque sus madres son lesbianas como G.G., cosa que mamá cree que ni siquiera sé lo que significa.

Durante toda la fiesta soy al mismo tiempo un niñito que lleva a su madre de aquí para allá y sonríe con modestia cuando la señorita Milner la felicita por mis excelentes resultados, y una inmensa inteligencia que todo lo abarca contemplando la escena desde las alturas, mirando a todos estos ridículos seres humanos que charlan, toman limonada a sorbos y mordisquean galletitas creyéndose tan importantes. Veo que este parvulario no es más que un mero puntito en el mapa de California, por no hablar de Estados Unidos en su totalidad, y la Tierra misma, que es un mero puntito en comparación con el Sol; y puedo seguir retrocediendo cada vez más hasta que la Vía Láctea no es más que una diminuta mota en la lejanía…

Mamá mete la enorme carpeta con mis dibujos de todo el año en el maletero del coche. «Eres un artista fantástico, Solly, ¿lo sabías? -me dice mientras me abrocha el cinturón en el asiento trasero-. La señorita Milner dice que eres el más listo de la clase… Y la señorita Milner dice…»

Los elogios de la maestra han puesto a mamá de buen humor; significan que sus esfuerzos están dando resultado: ya soy excepcional y ambos sabemos que eso no es nada en comparación con lo que aún está por llegar. Sólo tengo que superar el pequeño obstáculo de la cirugía, eso es lo único que me inquieta un poco, y luego retomaré mi heroico destino donde lo dejé.

Es hoy. Hoy es el día. Mamá me despierta agitándome con delicadeza y ya noto que es una clase de día diferente. El cerebro no se me inunda de luz ni se precipita a colmar el mundo, más bien se acurruca en un rincón.

Es temprano, las siete menos cuarto, pero papá ya se ha ido a trabajar. Me ha dejado una nota en el cuenco de los cereales: «Estoy contigo, chaval. Mantén el tipo. Con cariño, papá», y pienso en cómo todo el mundo me dice una y otra vez que esta operación no es nada, pero los adultos no les dicen a los niños que mantengan el tipo por cualquier cosa, así que debe de ser algo, la cuestión es exactamente qué clase de algo.

Mamá y yo no cruzamos palabra mientras me lleva a la clínica. Salta a la vista que está bastante tensa, o al menos impresionada ante la importancia de la situación. Melanoma melanoma melanoma, oigo la palabra deambulando por mi cabeza, una palabra de agradable resonancia para algo horrible. «El melanoma es una de las cosas, como el veneno de serpiente -me explicó mamá cuando tenía unos cuatro años-, que pueden propagarse por el sistema linfático hasta las glándulas linfáticas. Y de ahí al resto del cuerpo, lo que se denomina metástasis. Y cuando ocurre eso puedes morir. Sí, querido Solly. No sabemos por qué Dios lo permite en Su plan universal, pero hasta los niños pueden morir de cáncer.» Pero vamos a dar marcha atrás: yo no voy a morirme, no voy a tener metástasis, ni siquiera melanoma, porque vamos a someternos a lo que se conoce como cirugía preventiva. Papá dice que debería estarle agradecido a mi madre por su visión de futuro, y lo estoy, lo que pasa es que no me hace gracia la idea de que me rajen.

– ¿Preferirías que te durmieran?

– ¡No!

(La conciencia clarividente de SOL no debe quedar abolida en ningún momento.)

El desvestirse. El sentirse muy pequeño. El pene diminuto de verdad y arrugado cuando voy a hacer pis antes de la operación. Los médicos y las enfermeras me hablan como si me conocieran en persona, cosa que me molesta. Guantes blancos de plástico y máscaras quirúrgicas azul celeste. Me ponen boca arriba, incorporan la cama con una manivela de manera que quede en ángulo y me ladean la cabeza. Detesto que me manipulen así, detesto que me muevan de aquí para allá como si fuera un mono en un experimento de laboratorio. Ahora la anestesia, una palabra que significa «sin sensibilidad». Una aguja en la sien de Solomon. Toda la parte izquierda de la cabeza entumecida, incluida la mejilla izquierda. Mamá me ofrece una sonrisa desde donde se encuentra, en el extremo opuesto de la sala, pero tiene los ojos llenos de miedo.

– No reviste ninguna complicación -asegura el médico-. Es pan comido.

Me hunde el filo en la carne. La enfermera está a su lado para restañar el flujo de sangre.

– Ahora voy a quitarlo raspando… un poco más profundo aquí… para asegurarnos de retirarlo todo… ¿Ves? Hurgándome la nariz, como dicen los franceses.

La enfermera lanza un bufido de risa.

– ¡Espero que no! -dice mamá.

– No, no, no -asegura el médico-. No es más que una expresión que aprendí cuando estudiaba en París, hace mil años.

– Bueno, esos franceses tienen malos modales, y le agradecería que se abstenga de utilizar esa clase de expresiones delante de mi hijo.

– No se preocupe, señora. Venga, ya casi hemos terminado.

La sangre me gotea cuello abajo, la noto, la enfermera la restaña.

mi sangre la sangre de sol que fluye de su sien

un agujero en la cabeza

la herida está exactamente donde uno pone el dedo para hacer como que se pega un tiro,

papá me contó cómo el marido de G.G. de hace muchos años se suicidó, así

el cerebro esparcido por todo el suelo de la cocina

pero mi cerebro sigue dentro

no puede derramarse por el agujero en la sien

está pensando a toda máquina para aferrarse a sí mismo

mantenerlo todo en orden sin que se le escape un solo detalle

El médico ha salido del quirófano. Mamá me aprieta la mano y me dice lo increíblemente valiente que he sido y cómo soy su hombrecito y lo orgullosa que está de mí. Intento sonreírle pero tengo petrificado el lado izquierdo de la cara y sólo consigo ofrecerle media sonrisa.

Transcurre el día y recupero la sensibilidad y tengo una sensación desagradable, también conocida como dolor. No hablo de ello. Me niego a quejarme. Puedo soportarlo. Esto es una prueba y voy a superarla con éxito.

Me traen una cena blanda e insípida, así que puedo comer la mayor parte: puré de patatas cremoso, yogur y compota de manzana. Papá llega justo cuando estoy terminando el postre pero es como si no estuviera aquí del todo, veo a través de él, como un holograma de mi padre que se materializa en la clínica mientras él sigue a años luz de distancia. Me alegro cuando vuelve a desmaterializarse.

Mamá pasa la noche en una cama plegable en mi habitación. Las enfermeras me traen pastillas que restan intensidad al dolor para que pueda conciliar el sueño. Me encuentro con un bloque sólido de sueño sin ensoñaciones y cuando despierto el dolor sigue ahí y no digo nada.

Ese mismo día nos vamos a casa y mamá tiene instrucciones pormenorizadas de la enfermera acerca de cómo cuidarme la sien para que cicatrice. Me habla de la dermis, la epidermis y la división de las células de la piel: es bueno que se dividan rápidamente y de una manera ordenada para reparar un área dañada como la que ha surgido a raíz de la operación, pero es malo cuando se dividen rápidamente y de una manera desordenada, lo que se conoce como cáncer. Me retira las vendas y me unta levemente la herida con desinfectante y le digo que es la mejor enfermera del mundo y ella me dice que soy el paciente más paciente: sonrío de manera que vea que me supone un gran esfuerzo sonreír.

Un día tras otro el dolor es atroz, algo así como si estuviera siendo crucificado.

Cuatro días después de la operación, mamá llama a papá mientras me está cambiando las vendas y él echa un vistazo a la herida y veo que palidece y caemos en la cuenta de que el asunto no mejora, empeora, hay infección. No sabemos cómo, después de todo el desinfectante que ha estado poniéndome mamá, pero alguna especie de germen se ha colado en la herida. Los gérmenes son como animales microscópicos que proliferan en la carne viva e intentan matarla, y ahora hay un absceso.

– El pus -me explica mamá- está compuesto por células que los gérmenes se las han arreglado para destruir. Hay diversas razas de gérmenes, de la misma manera que hay diversas razas de seres humanos.

– Sí, tienes unas células terroristas de lo más chungas atacándote -comenta papá-. Tenemos que hacer una biopsia para ver qué causa el problema, no sabemos si son chiíes o…

– ¡Randall! -lo interrumpe mamá con una exclamación.

– No te preocupes -me dice papá-, nos los cargaremos.

– Los exterminaremos -digo yo.

– Desde luego que sí. Enviaremos carros blindados antibióticos y nos ocuparemos de ellos.

Resulta que el médico tiene que llevar a cabo una segunda operación.

Esta vez me duerme. Se apagan las luces. Se pone el sol. Sol queda arrasado en pleno día. Cuando vuelvo en mí y veo a mamá inclinada sobre mi cara, sufro varios segundos de pánico porque no consigo recordar quién soy. Es una sensación terrible, pero al final me las arreglo para nadar hasta la superficie.

Esta vez me quedo en la clínica un día y una noche en observación. Cuando nos envían a casa, mamá tiene una lista de medicamentos para comprar más larga que su brazo.

Me encuentro fatal. Las vacaciones de verano se escapan, ya estamos a mediados de julio y paso la mayor parte del día en cama o paseando por la casa medio aturdido, sin ganas de entrar en ninguna página web de Google ni de sobarme porque aún no estoy bien.

Me duele la cabeza.

Volvemos a la clínica. Ahora mamá tiene que enseñarme una palabra nueva, concretamente «necrosis», que significa que parte del tejido de la piel en torno a la sien ha muerto debido a que las bacterias han lanzado un ataque de lo más eficaz.

– Y ahora, cariño -me dice-, te van a hacer un injerto.

– ¿Qué es eso?

– Bueno, significa que van a sustituir el tejido muerto, que está en una parte muy visible de tu cuerpo, con tejido vivo de otra parte menos visible.

– ¿Qué parte?

– Las posaderas de su alteza -dice papá, que intenta tomárselo con buen ánimo, aunque la verdad es que los dos parecen a punto de vomitar.

Así que el doctor vuelve a dormirme y esta vez cuando despierto noto dolor en todas partes y tengo toda la cabeza afeitada y además fiebre. Me veo obligado a pasar la semana entera recuperándome antes de que me den de alta.

John Kerry intenta vencer a George W. Bush en la carrera hacia la Casa Blanca, pero apenas prestamos atención a la campaña electoral: mi salud es el único tema de conversación en casa. Al bendecir la mesa y a la hora de acostarme mamá reza para que me recupere, los domingos por la mañana papá se queda en casa para cuidarme y mamá va sola a la iglesia y reza sin parar para que me ponga bueno otra vez, pero sigo sintiéndome fatal. Ahora papá está furioso con mamá por haber organizado la operación, y mamá está furiosa con papá por habérselo contado a su madre, porque al parecer la abuela Sadie se ha puesto histérica y ahora ha decidido venir a visitarnos desde Israel.

– De verdad, Randall -dice mamá-, tengo que reconocer que ahora mismo estoy bastante alterada, y no sé cuánto tiempo seré capaz de vivir bajo el mismo techo que tu madre, que me pone de los nervios incluso cuando estoy de maravilla. ¿Cuánto tiene previsto quedarse?

– No estoy seguro -responde papá-. Creo que ha comprado un billete abierto.

– ¿Crees? ¿Qué significa eso? ¿Ha comprado un billete abierto o no?

– Sí, creo que sí -dice papá-. ¿Y qué?

– Ay, Dios santo…

Papá, que suele tener problemas con la abuela Sadie, de pronto salta a defenderla porque alguien la está atacando.

– Mi madre tiene muchos contactos, Tess -dice-. Conoce a gente importante en California. Podrá ponernos en contacto con un buen abogado.

– ¿Un abogado?

– ¡Claro que un abogado! ¿Crees que voy a quedarme sentado viendo cómo someten a mi hijo a una carnicería? Voy a meterle un pleito a ese médico que se va a enterar. Puto cabrón. Puto cabrón.

– ¡Randall!

– Lo siento, Tess. Es que… sencillamente no puedo soportarlo.

Y mi padre sale de la habitación porque los hombres deben tener siempre cuidado de no dejar que nadie los vea llorar, aunque llorar es humano, como dice Schwarzenegger en Terminator II.

Paso mucho tiempo durmiendo y cuando estoy despierto me siento completamente depre. La perspectiva de la visita en ciernes de la abuela Sadie tampoco me entusiasma. Sé que cuenta con que me convierta en el Gran Genio que ninguno de los hombres de su vida llegó a ser: ni su padre, al que en realidad no conoció, ni su marido, que fracasó como autor teatral y murió joven, ni su hijo, a quien una vez le oí llamarle a la cara yuppie sin carácter. Tengo intención de colmar sus expectativas, de verdad, pero ojalá viniera de visita cuando estoy sano en vez de enfermo. A quien me vea ahora mismo le costará creer que soy el salvador de la humanidad.

Papá recoge a la abuela Sadie en el aeropuerto de San Francisco y la trae a casa con la silla de ruedas plegada en el maletero, junto con varias maletas de gran tamaño que nos producen una gran desazón respecto al tiempo que prevé quedarse. Mamá y yo salimos y permanecemos en el porche delantero cogidos de la mano, esperándolos mientras papá la empuja por la rampa construida especialmente para su madre con capacidades disminuidas; está más gorda aún que en su última visita, de manera que la rampa cruje bajo su peso. En cuanto entra en la cocina se vuelve y me indica que me acerque, y yo renqueo hasta ella, intentando no ofrecer un aspecto demasiado lastimoso a pesar de las vendas en la cabeza y las otras vendas ocultas bajo el pantalón del pijama.

– ¡Solomon! -dice a voz en cuello-. ¡Mira! ¡Te he traído un regalo!

Hurga en su bolso y saca algo envuelto en papel de seda. Cuando lo desenvuelvo resulta ser una kipá de hecho bastante bonita, recubierta de terciopelo negro y adornada con estrellas y naves espaciales bordadas en hilo dorado y las palabras «La guerra de las galaxias».

– Pruébatela, Solomon. Era de tu padre. ¿Te acuerdas, Randall? Te la regalamos en tu Bar Mitzvah, cuando estabas entusiasmado con el nuevo videojuego de La guerra de las galaxias. ¡Mira, está como nueva! ¿Verdad que es increíble?

– Cualquiera pensaría que no me la puse muy a menudo -masculla papá.

– ¡Pruébatela, Solomon! ¡A ver si te queda bien!

– Perdona, mami -dice mamá, y siempre me suena raro cuando llama mami a la abuela Sadie, porque, claro, no es su madre y sólo se trata de un término afectuoso-, ya sé que la intención es buena, pero somos una familia protestante.

– Pruébatela, pruébatela -insiste la abuela Sadie, haciendo caso omiso de la objeción, de modo que no sé muy bien qué hacer.

Miro de soslayo a papá y él asiente de manera imperceptible, tras asegurarse de que mamá no lo mira, así que me pongo la kipá. Me queda grandísima, pero la ventaja es que me cubre por completo los vendajes.

– ¡Preciosa! -declara la abuela con firmeza-. Te sienta como un guante. Esto no es veneno -le dice entonces a mi madre-. No le va a meter ideas judías en la cabeza. Puede llevarla cuando le venga en gana, como recuerdo de su abuela en Israel, ¿de acuerdo?

Mamá se mira las manos.

– Supongo que no pasa nada si a Randall le parece bien -susurra.

– A mí me parece bien -dice papá, aliviado de poder reconciliar a su madre y su esposa con cinco palabritas-. Ahora, a la cama, jovencito, que ya tenías que estar acostado.

Obedezco, tan cansado que ni siquiera escucho a escondidas su conversación desde lo alto de la escalera, como habría hecho si estuviera en plena posesión de mis poderes.

A partir de ese día la atmósfera en la casa empieza a crepitar por causa de una electricidad perniciosa. Papá está ausente de la mañana a la noche y estas dos mujeres pasan el día entero en mutua compañía manteniendo una conversación llena de cortocircuitos. Ahora, además de ocuparse de mí y hacer la compra, cocinar y las faenas de la casa, mamá tiene que encargarse de las necesidades de su suegra judía ortodoxa lisiada, incluida la comida kosher.

Desde luego, Sadie es una persona imponente en todos los sentidos. Una vez oí a papá contarle a mamá que cuando él era pequeño su madre pertenecía a la asociación para cuidar la línea Weight Watchers, pero tras el accidente de coche se dio por vencida y dejó que su cuerpo tomara esa forma inmensa y abrumadora que, a su manera, resulta notablemente majestuosa. Ahora come con saña, tal como hace todo lo demás. Su personalidad también es imponente porque le gusta expresar sus opiniones bien alto y claro, de modo que incluso estando en mi habitación en la planta de arriba oigo retazos de su sermoneo, mientras que las respuestas de mamá resultan inaudibles.

«Qué idiotez tan tremenda. ¿A quién se le ocurrió?»

«¿Cuánto pagasteis por esa supuesta operación? ¿¿¿Cómo??? ¿¿¿Cuánto has dicho???»

… y demás. Lo único que tienen en común mamá y Sadie es su amor por mi padre, Randall, aunque sin duda no es el mismo amor; tal como hablan de él, ni siquiera parece que se trate de la misma persona.

Y luego estoy yo, claro.

El amor que me profesa Sadie adopta la forma de llamarme a la galería, donde emplaza su silla de ruedas todas las mañanas a las ocho en punto, y leerme el Antiguo Testamento en voz alta durante dos horas.

– ¡Tienes que estructurarle la jornada! -aconseja a voz en grito cuando mamá sugiere que dos horas quizá sea demasiado tiempo-. No puedes dejarlo deambular por la casa haciendo lo que le venga en gana cuando le venga en gana, como comer, echar siestas y ver la tele. ¡Qué régimen tan pernicioso para un niño de seis años! ¡La mente se le va a poner toda blanda y fofa y para cuando vuelva al colegio habrá perdido la ventaja que llevaba a los otros niños!

Algunas historias de la Biblia me resultan aburridas, así que me limito a pasar a otra página de mi cerebro y dejo el salvapantallas en plan «asentir de vez en cuando para demostrar que prestas atención». Otras están sorprendentemente llenas de violencia e ira, destrucción y venganza, me gusta en especial esa en que Sansón se cabrea tanto con Dalila por traicionarlo que arremete contra las columnas del templo hasta que el edificio entero se viene abajo y mata a todo el mundo, él incluido.

– ¡Igual que los terroristas suicidas en Israel hoy en día! -comento, orgulloso de demostrar a la abuela que sé algo sobre su país, pero ella salta:

– ¡Nada de eso! ¡No es en absoluto lo mismo! -Y reanuda la lectura.

Tras un par de semanas, se le ocurre la idea de añadir lecciones de hebreo a la lectura de la Biblia, pero mamá se opone con rotundidad.

– No quiero que mi pequeño hable hebreo -dice.

– ¿Por qué no? -responde la abuela-. Así tendrá algo que hacer, y es una lengua preciosa. Pregúntale a Randall, ¡le encanta!

– ¿Randall?

– Sí, ¿te acuerdas? ¿Ese tipo con el que te casaste?

– ¿Randall habla hebreo?

– Debo de estar soñando -dice la abuela-. Sabrás que vivió en Haifa un año cuando tenía seis, ¿no?

– Claro que lo sé.

– Y sabrás que fue a la Escuela Hebrea Reali, ¿verdad?

– Sí…

– Y crees que enseñaban en qué, ¿en japonés? ¡Aprobó su examen de ingreso en hebreo tras sólo un mes de clases particulares en Nueva York! Entonces era brillante, sencillamente brillante, y yo estaba absolutamente orgullosa.

– Ya veo -dice mamá.

Tiembla debido a la emoción que le produce toda esta conversación porque sabe que Sadie la culpa de que Randall no sea famoso aún. Siempre se pregunta cómo es que su hijo, tan brillante, pudo casarse con una mujer que no había salido de la costa Oeste de Estados Unidos, no fue a la universidad y no habla ningún idioma extranjero (mientras que la propia Sadie habla dos con soltura y se maneja en muchos más), pero por suerte los reflejos que ha desarrollado mamá en sus seminarios de relajación y relaciones humanas surten efecto y se las arregla para mantener el tipo.

– Escucha, mami -dice en tono de «me estoy controlando»-, entiendo que aprender hebreo le resultara útil a Randall en aquellas circunstancias, pero he de pedirte que tengas presente que eres una invitada en nuestra casa, que es un hogar protestante de habla inglesa. Cuando llegue el momento de que Solly estudie otro idioma, la decisión de cuál sea dependerá de sus padres, no de sus abuelos. Te lo digo con todo respeto, pero quiero asegurarme de que quede claro.

Se vuelve sobre los talones y vuelve a entrar en la casa.

Un rato después empieza a hacer mucho calor en la galería, así que la abuela Sadie entra en casa con su silla de ruedas y empieza a hablar otra vez con mamá. Otro de sus temas favoritos para sermonear a la gente es el de su libro sobre la Segunda Guerra Mundial. Puede parlotear el día entero soltándole a mi madre estadísticas que se remontan a mediados del siglo XX.

– No podré soportarlo mucho más -le dice una noche con voz trémula mamá a papá cuando están a punto de acostarse-. ¿Por qué no puede dejar el asunto en paz, por qué tiene que seguir metiéndome en la cabeza todos esos datos de historia antigua?

Como siempre, papá hace todo lo posible por arreglar las cosas y limar asperezas entre ambas.

– Es su especialidad, Tess -le explica-. Es una de las autoridades mundiales en los orígenes de la arianización. Es posible que para nosotros sea historia antigua, pero ella lo lleva en los tuétanos; para ella es ayer mismo; es ahora; es su madre. Intenta entenderlo, por favor…

– Randall, ya lo entiendo -dice mamá-, pero mi cocina no es una sala de conferencias. Tengo otras muchas cosas en las que pensar ahora mismo, en particular la salud de nuestro hijo, ¡y con eso quiero decir que no puedo soportar que me invadan el pensamiento perpetuamente doscientos mil niños de Europa del Este secuestrados por los nazis en la década de los cuarenta! O esos abominables centros Lebensraum o como se llamen…

– Lebensborn, no Lebensraum.

– ¡¡Me importa una…!!

Las maldiciones de mamá resultan más intensas precisamente porque no llega a pronunciarlas. Se produce un inmenso silencio tras la pelea en su dormitorio justo al lado del mío y entonces supongo que se han dormido, y yo también me duermo.

Mamá dice que está al borde de un ataque de nervios, así que papá se toma el día libre para llevarme a San Francisco a ver a un nuevo médico que haga un nuevo diagnóstico, y la abuela Sadie viene con nosotros para que mamá descanse.

El nuevo médico cree que voy camino de recuperarme, pero la cicatriz en la sien es mucho más visible de lo que era el lunar y duda que llegue a desaparecer por completo.

Vaya revés.

Una señal evidente de imperfección en el cuerpo de Sol: eso sí que es un revés.

De regreso a casa me desabrocho el cinturón, me tumbo en el asiento trasero y cierro los ojos.

«Querido Dios…» No sé qué decir; estoy furioso con él.

«Querido presidente Bush: espero sinceramente que salga reelegido en noviembre.»

«Querido gobernador Schwarzenegger: ojalá viniera y le arrancara el corazón al médico que me hizo esto. Papá tiene planeado ponerle un pleito, claro, pero costará una fortuna y llevará años. Sería mucho mejor que tomara usted cartas en el asunto y se ocupara de todo con su prontitud habitual.»

Papá y la abuela Sadie deben de pensar que me he dormido porque empiezan a hablar en voz baja en los asientos delanteros, así que aguzo el oído. Así es como por fin descubro, aunque es información clasificada, exactamente cómo contribuye mi padre a la campaña de pacificación estadounidense en Irak. Supongo que por muy viejo que seas con veintiocho años, no puedes evitar tener deseos de que tu madre se enorgullezca de ti y te sientas mal si piensa que eres un nebbish, una palabra que, según me enseñó ella, significa un cero, un don nadie, un pelele, en otras palabras, un yuppie sin carácter.

– Talon va a cambiar la faz de la guerra moderna -dice papá.

– ¿El talento de quién? -pregunta la abuela Sadie.

– Talento no, Talon, el nuevo robot bélico.

– ¿Robots bélicos? ¿Así es como te ganas la vida, Randall? ¿Construyes robots guerreros?

– Bueno, no los construyo yo mismo. La empresa principal está en el Este, en Waltham, Massachusetts, pero están vinculados a empresas que llevan a cabo investigación de vanguardia en robótica por todo el mundo: en Escocia, Suiza, Francia, unas cuantas en Alemania… Nuestra empresa es una de las pocas que hay en Silicon Valley que han optado por desarrollar ciertos aspectos de la tecnología.

– No te he pedido un organigrama -responde la abuela con aspereza-. Háblame de esos trastos Talon.

– El auténtico acrónimo es sword, las iniciales en inglés de Armas Especiales de Detección, Reconocimiento y Observación. Es guay, ¿eh?

– Depende de lo que hagan.

– Bueno, mamá, son asombrosos -asegura papá-. Como algo salido de La guerra de las galaxias. Tienen todas las ventajas de los seres humanos sin ninguno de sus defectos.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, A: no mueren, lo que significa que no dejan viudas ni huérfanos llorosos que tendrán que recibir pensiones durante el resto de su vida. Se evita todo ese síndrome de las bolsas de restos humanos, y que la gente se disguste por el número de bajas americanas.

– Ya veo.

– B: no tienen necesidades físicas ni psicológicas, lo que también reduce los costes. No hay que reponer el abastecimiento de comida, bebida, sexo y asesoramiento postraumático. C: son excelentes soldados: con movilidad, incansables y precisos. Están equipados con cámaras, así que ves lo que ven ellos, se manipulan a distancia con una palanca de control, se les ordena que apunten y disparen. D: no se ponen nerviosos; no tienen una novia esperándolos en casa; les importa un carajo la humanidad del enemigo, o la suya propia, si a eso vamos… En resumen, no tienen sentimientos, no sienten ira, ni miedo, ni piedad, ni remordimientos, lo que, naturalmente, incrementa su eficacia como soldados.

Ahora que ha cogido carrerilla, da la impresión de que papá podría recitar el abecedario entero enumerando las ventajas, pero la abuela lo interrumpe.

– ¡Ya está bien! -sisea. Sigue susurrando porque no quiere despertarme, pero parece furiosa-. ¡Ya está bien! ¿Sabes lo que estás describiendo, Randall? ¿Sabes lo que estás describiendo?

Puesto que papá sabe lo que está describiendo, deduce que la pregunta de la abuela debe de ser retórica, lo que significa que no es una pregunta en absoluto, así que espera a que la responda ella. No tiene que esperar mucho.

– El perfecto nazi, estás describiendo. El perfecto macho duro, acerado, exento de emociones. A Rudolf Hess, estás describiendo, el hombre que dirigía las cámaras de gas en Auschwitz. Líbrate de los sentimientos. Los sentimientos son blandos, femeninos, asquerosos. No veas al enemigo como a un ser humano, considéralo una alimaña, y considérate a ti mismo una máquina. Concéntrate en las órdenes; sé tus órdenes: mata, mata, mata.

– Me temo que eso no se circunscribe a los nazis, mamá; eso es el entrenamiento militar básico. Ese mensaje se le ha inculcado a todo soldado sobre la faz de la tierra, desde Gilgamesh a Lynndie England. ¿Crees que a los miembros de tu preciada Tzahal les enseñan otra cosa? Crees que cuando Sharon pasa revista a las tropas les dice: «Bien, damas y caballeros, no lo olviden: los palestinos son seres humanos igual que ustedes, así que cuando lancen una bomba sobre Ramallah, no olviden pensar con cariño en todas y cada una de sus víctimas, sean hombres, mujeres o niños…»

– ¡Ya está bien con la Tzahal, Randall! Hace tiempo que llegamos al acuerdo de que ese tema estaba vedado entre nosotros. ¡Pero robots!

El corazón se me estremece como un tambor militar. Me emociona la idea de que mi padre esté contribuyendo a enviar robots soldado a matar a nuestros enemigos en Irak. Cuando dijo que estaba involucrado, no tenía ni idea de que esa implicación tenía que ver con alta tecnología en la línea del frente al más alto nivel. Con sólo pensar en esos robots armados acribillando árabes, allí plantados, ajenos a sus sangrientas contracciones en la arena, se me pone duro el pene por primera vez en meses. Me tapo con la manta y me sobo, lo que significa que por fin voy camino de recuperarme, y luego me duermo.

Los robots están secuestrando niños de las casas por toda la ciudad y sacándonos el cerebro para ver cómo funciona. El hospital está lleno de niños con el cráneo vacío porque nos han sacado el cerebro, pero nos han conectado a máquinas para mantener nuestros cuerpos con vida. Aunque mamá sabe que no seré capaz de volver a pensar nunca más, viene a verme al hospital todos los días. La veo y la reconozco pero no puedo hablar con ella. Por alguna razón no me disgusta: a mí ya me parece bien.

Cuando despierto estamos casi en casa y papá ha vuelto otra vez al punto de partida de la conversación.

– Se va a celebrar un multitudinario congreso internacional de robótica en Santa Clara en octubre -dice-. Mi empresa me envía a Europa el mes que viene para unas reuniones preliminares.

– ¿Adónde, en Europa? -pregunta la abuela mientras papá accede al sendero de entrada y aparca.

– A todos los sitios que he mencionado: Francia, Suiza, Alemania…

– ¿Estarás en Alemania en agosto? -pregunta Sadie.

– Sí, tengo tres reuniones distintas allí, en Frankfurt, Chemnit y Múnich.

– ¿Estarás en Múnich en agosto?

Papá guarda silencio porque cae en la cuenta de que se trata de otra pregunta retórica. Apaga el motor y por un momento no se oye más que el trino de los pájaros y el ladrido lejano de un perro.

– ¿Sabes qué, Randall? -dice la abuela Sadie tras una larga pausa-. ¿Sabes qué? Toda la familia va a reunirse contigo en Múnich.

– No…

– Sí.

– No lo entiendo, mamá.

– Sí, es la idea perfecta. La idea perfecta. Escucha. Llevaremos a mi madre con nosotros.

– Debes de estar…

– Sí, llevaremos a Erra con nosotros, porque resulta que su hermana Greta, su hermana mayor, que vive cerca de Múnich, se está muriendo. Me escribió una carta diciendo que daría cualquier cosa por volver a ver a mi madre. Todo el viaje correrá de mi cuenta.

– Perdona que lo diga, pero creo que has perdido la chaveta por completo. No conseguirás convencer a tu madre para que vaya. No sólo no ha puesto un pie en Alemania desde que se fue hace sesenta años (es el único país europeo donde no ha dado ni un solo concierto), no sólo no se ha puesto en contacto con su supuesta hermana todo ese tiempo… sino que ¡ni siquiera te ha visto a ti en quince años!

– Catorce.

– Catorce, vale. Muy bien. Gracias, pero no, gracias, mamá. Esa clase de psicodrama familiar no me va en absoluto.

– Pero piénsalo, Randall. ¡Piénsalo! A Tessa le vendría de maravilla salir un poco; nunca ha puesto los pies fuera de Estados Unidos. ¡Y Solomon! ¡En vez de pasarse el resto del verano con cara mustia hasta que vuelva a crecerle el pelo y empiece el colegio, será una aventura para él! Lo distraerá de todas esas pruebas y tribulaciones a las que lo habéis sometido innecesariamente. Además Greta… Greta me ayudó con mi investigación, Randall. Tengo una gran deuda con ella; me he mantenido en contacto estos veintitantos años… Se muere, tiene cáncer y se muere y su deseo más ferviente es ver a su única hermana una vez más antes de morir… Y por lo que a ti respecta, estarás en Múnich de todas maneras, así que, ¿dónde está el problema? A ver, ¿dónde está el problema?

La casa se pone patas arriba con la idea de la abuela Sadie.

Durante el desayuno al día siguiente, que es sábado, hacemos una votación: mamá y yo votamos sí y papá vota no; eso arroja un resultado de tres a uno, de manera que incluso si G.G. vota no los síes serán mayoría.

– ¡Eso da igual! -señala papá-. Si Erra vota no, no vendrá, lo que daría al traste con el motivo del viaje para el resto de vosotros.

– ¡Nada de eso! -decimos mamá y yo al unísono.

– Aun así, tendríamos la oportunidad de ver Alemania -añade mamá- y de conocer a la hermana de tu abuela. Uno no se entera todos los días de que tiene parientes en Europa.

– Sólo hay una manera de resolver esto, Randall -dice la abuela Sadie-. Llama a Erra.

– Llámala tú. Ha sido idea tuya; la llamas tú.

– Eso es ridículo. Hace tanto que no hablo con ella que ni siquiera reconocería mi voz.

– Escucha, mamá. Si quieres que tu madre vaya a Múnich, vas a tener que hablar con ella. Más vale que empieces ahora y lo resuelvas de una vez por todas.

– Vamos, Ran, seguro que tú te las arreglas mejor para convencerla. Tú y Erra siempre habéis tenido buena relación.

– ¡Pero yo no quiero convencerla! ¡Eres tú la que quiere convencerla!

– Vale, de acuerdo… En todo caso, ahora es muy temprano, teniendo en cuenta la diferencia horaria. En Nueva York son las seis de la mañana.

– Te equivocas otra vez: en Nueva York es tres horas más tarde, no tres horas antes. Eso significa que es mediodía, el momento perfecto para llamar.

– Ay, por el amor de Dios -dice la abuela Sadie, y enrojece hasta las raíces de la peluca-. Vale, vale.

Dirige la silla de ruedas pasillo adelante hasta la habitación de invitados y cierra la puerta para hacer la llamada sin que la oigamos; lo único que alcanzamos a oír es el sonido de su voz, que no resulta ni mucho menos tan estridente como es habitual. No queremos que parezca que nos esforzamos por oír lo que está diciendo, así que mamá se levanta y murmura:

– ¿Me ayudas a recoger el desayuno, Randall?

Y papá se levanta con un aspaviento nervioso y dice:

– Claro.

– ¿Quieres más leche, cariño? -me pregunta mamá.

Y yo digo:

– No gracias.

De modo que tira por el fregadero el vaso entero de leche a pesar de que sólo he tomado un sorbito porque no se sabe nunca, ese sorbo podría haber dejado gérmenes en el vaso y después de todo lo que ha ocurrido con los gérmenes últimamente más vale prevenir que lamentar.

– ¿Quieres intentar hacer un Buen Trabajo, cariño? -dice mamá, con lo que se refiere a hacer caca, pero justo cuando me dirijo a paso silencioso y obediente hacia el cuarto de baño, la abuela Sadie sale de su cuarto y me bloquea el camino con la silla de ruedas. Se queda ahí plantada con los ojos vidriosos. Parece aturdida.

– ¿Y bien? -dice papá, que cierra la puerta del lavavajillas con un gesto más bien brutal-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha votado Erra?

La abuela Sadie cierra los ojos, los vuelve a abrir y dice, con la voz más tenue que le he oído poner:

– Sí. Ha votado sí.

Mamá y yo empezamos a dar vivas -«¡Hurra, hurra!»- y papá se queda de piedra en medio de la cocina murmurando entre dientes:

– Debes de estar de broma, debes de estar de broma.

Apenas tres semanas después vamos en el avión.

un millón de veces en juegos de ordenador en películas en la Red o con las Game Boy y las Play Station de mis amigos, he ido zumbando por el espacio me he zambullido he remontado el vuelo revoloteando sin ningún esfuerzo entre las galaxias haciendo explotar naves espaciales con sólo tocar un botón sintiendo la breve luz escarlata de su destrucción reflejada en mi cara

pero el vuelo real me supone una desagradable sorpresa

El gañido cada vez más agudo de los motores y el zumbido vibrante del avión en las entrañas me dan un susto de muerte. Le aprieto la mano a mamá hasta que dice: «Lo siento, cariño, pero me haces daño», y la retira. Entonces sí que me entra pánico, porque nos disponemos a despegar y me siento aplastado y espachurrado contra el asiento y la cabeza empieza a latirme con fuerza. El resto de la gente se comporta como si no pasara nada, leen y charlan y miran por la ventanilla, mientras en mi interior un alarido pugna por brotar. Petrifico el cuerpo para mantenerlo encerrado, pero esto me está destrozando el pecho, volar es una tortura, tengo náuseas, voy a vomitar. «Mamá, mamá, ¿cómo puedes permitir que se me someta a esto?», como Jesús también tuvo que preguntarse cuando lo clavaron en la cruz: «Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?»

– Huy… toma, cariño -dice mamá. Saca una bolsa blanca del bolsillo del asiento delante del suyo, la abre y me la pone bajo la boca. Estoy pasmado. ¿Así que la gente sabe de antemano que volar puede hacerte vomitar y sencillamente lo dan por sentado y ponen una bolsa de plástico para que vomites dentro? Vomitar es justo lo opuesto a lo que se supone que debe pasar con la comida cuando te entra en el estómago. Vomitar es el caos, como el cosmos antes de que Dios empezara a interesarse por él. Tengo arcadas y tiemblo y descubro con exactitud la experiencia del «sudor frío», pero no puedo vomitar porque no he desayunado nada. Mamá me sopla con suavidad en la frente y transcurrido un rato desaparecen los peores síntomas, pero me parece increíble que tenga que pasar por eso tres veces más: vamos a hacer escala en Nueva York para que G.G. se sume a nosotros en el mismo vuelo, lo que significa que habrá cuatro despegues en total, dos en el viaje a Alemania y dos más en el trayecto de regreso.

Este viaje es una auténtica pesadilla y no me gusta que me vean en público cogiéndome aterrado a la mano de mi madre cada vez que hay alguna pequeña turbulencia. Ojalá acabara esto de una vez. Ojalá el avión, con su ruido ensordecedor y su estabilidad y sus cientos de pasajeros que apestan a olor corporal y mal aliento, y sus niños llorones y sus obesas señoras alemanas haciendo cola para orinar y sus azafatas con patas de gallo cuando sonríen… ojalá todo esto se desvaneciera al chasquear los dedos y pudiéramos estar ya en tierra firme alemana.

En Nueva York, la escena de la madre y la hija que se reúnen tras tantos años no es como habría sido en la tele, con abrazos, suspiros, explicaciones lacrimosas y demás. Ocurre dentro del propio avión porque para nosotros Nueva York no es más que una escala y no se nos permite bajar, y también porque la abuela Sadie, al tener las piernas paralizadas, no puede levantarse cuando ve a su madre allí plantada en el vano de la puerta con su halo de cabello blanco. Levanta el brazo para saludar y G.G. nos ve y viene pasillo adelante y nos saluda uno a uno, con el mismo besito en la mejilla tanto si hace unos meses como si hace catorce años que nos vio por última vez. Luego continúa hacia su asiento, que está lejos, hacia el fondo del avión, y la pesadilla del despegue comienza de nuevo.

Una vez estamos en las alturas entre las nubes, el problema pasa del miedo al aburrimiento porque no hay nada que hacer. Mamá ha echado un vistazo a la programación de películas y decidido que soy muy pequeño para ver El diario de Bridget Jones, aunque dudo que sea tan explícita como las páginas web de Abu Ghraib o Sexo a la fuerza, pero eso me lo guardo para no traumatizar a mamá. Ella está leyendo un libro sobre todos los sitios interesantes que se pueden visitar en Múnich y sus inmediaciones.

La abuela Sadie encargó una comida kosher de antemano, que a decir verdad no sé lo que significa salvo que es para judíos. Mamá bendice los alimentos en voz muy baja y se come todo lo que hay en la bandeja porque dice que es comida gratis y más vale aprovecharse, y además es su primer vuelo transatlántico y está de lo más emocionada. Como es natural, yo no puedo ni probar la comida, pero puesto que papá ya está en Europa y no puede criticarla, mamá me ha traído una bolsa llena de cosillas blandas para picar, así que cuando tengo hambre puedo meter la mano en la bolsa y sacar algo: sándwiches de mantequilla de cacahuete, trocitos de queso, un plátano. Los cojo rápidamente, los disuelvo contra las encías, los licuó y los controlo, esperando contra toda esperanza que avancen lentamente por mi aparato digestivo y se descarguen en una caca bien formada, en vez de hacer que se me bloquee el sistema entero y broten de nuevo convertidos en vómito.

Mientras sobrevolamos el Atlántico durante la noche, mamá se ha levantado dos veces para ayudar a la abuela Sadie a ir al baño. Es toda una expedición.

Cuando aterrizamos en Múnich el aire está impregnado de palabras que no alcanzo a entender. Me resulta ofensivo y sofocante, así que me cojo del brazo de mamá y me concentro en escucharlas a ella y la abuela Sadie. Aún soy todopoderoso pero por el momento, en este inmenso aeropuerto moderno, tengo que seguir comportándome como un crío normal y mostrarme desorientado, cosa que hago. Cuando por fin atravesamos las puertas correderas de cristal, papá nos está esperando con una ancha sonrisa pegada a la cara, lo que significa que le aterran los siguientes días de su vida. Nos lleva hasta el coche que acaba de alquilar en el aeropuerto mientras arrastra una maleta con una mano y empuja la silla de ruedas de su madre con la otra, escucha a su mujer con un oído y a su madre con el otro, teniendo buen cuidado en todo momento de que su querida abuela no se pierda, sin dejar de vigilar a su hijo pequeño.

Me acomodo en el asiento de atrás entre mamá y G.G., y la abuela se sienta delante con el mapa en el regazo porque papá no entiende las señales de tráfico.

– Rápido, qué hago aquí, ¿me desvío a la izquierda?

– ¡A la derecha! ¡A la derecha! -chilla la abuela Sadie, que habla alemán con soltura.

– Joder -exclama papá, y gira bruscamente hacia la derecha en el último instante.

Y mamá dice:

– ¡Randall! ¿Qué manera de hablar es ésa? -Pero la broma no es muy bien recibida.

– ¡Joder! -repite papá-. ¿Quieres ponerte tú al volante, Tessie?

Mamá se encoge y se pone de un rojo escarlata.

A mí tampoco me gusta que las señales estén en alemán. M e producen una sensación como de puertas que se me cierran delante de las narices pero me niego a preguntarle a la abuela Sadie qué significan, no quiero reconocer la menor carencia de conocimientos. Cuando sea mayor, todas las personas del mundo hablarán inglés o si no ésa será una de las leyes que apruebe cuando esté en el poder para asegurarme de que así sea. El carácter extranjero de este país hace que se me ponga piel de gallina y la cicatriz sigue siendo fea a pesar de que me la tapo con la kipá, intento sacar brillo a mi lado más lustroso, pulir mis medallas, recordarme que soy el niño de seis años más brillante del mundo, lo que no resulta fácil en este coche abarrotado con todas las malas vibraciones entre los adultos, pero al menos mamá me aprieta la mano de una manera alentadora.

Por fin llegamos a la ciudad de Múnich en sí y nos dirigimos a nuestro hotel mientras, en un vozarrón que colma el coche entero, la abuela Sadie nos sermonea acerca de qué edificios se construyeron en qué época y qué barrios fueron reducidos a cascotes por los bombardeos aliados, cosa que resulta difícil de creer, porque todo tiene un aspecto de lo más limpio y moderno. Veo las manos de G.G. en movimiento, no hace más que apretarlas y aflojarlas y retorcerse unos dedos en torno a otros, y me doy cuenta de que no ha dicho ni una sola palabra desde que hemos puesto pie en su tierra natal. La miro con el rabillo del ojo. Tiene la vista al frente con una especie de expresión angustiada y da la impresión de que se ha convertido en una viejecita de un plumazo.

– ¿Reconoces algo? -La abuela Sadie deja de hablar por los codos el tiempo suficiente para preguntárselo.

Sólo puede estar hablando con su madre porque nadie del coche podría reconocer nada en Múnich, teniendo en cuenta que nunca hemos estado aquí, pero G.G. no responde. Sencillamente sigue mirando al frente y retorciéndose los dedos escuálidos con aspecto de anciana.


***

Es la primera vez que me alojo en un hotel y no me gusta porque la abuela Sadie intenta ahorrar y, aunque todo este viaje fue idea suya, no puede por menos de recordarnos que le está costando una fortuna. Así que el hotel es bastante lamentable y tenemos que dormir los tres en la misma habitación, cosa a la que no estamos acostumbrados. Sadie y G.G. también comparten habitación, lo que no ha de ser poco, pero prefiero no enterarme. Tomamos una comida muy cutre en el restaurante del hotel, cuyo menú pone que muchos platos son worst («pésimo», en inglés). Aunque se pronuncia wurst y según Sadie significa salchichas (cosa que hace reír a mamá), da al traste con mi apetito y lo único que puedo comer es una rebanada de pan blanco después de quitarle la corteza. La abuela añade que cuando quieres decir «me importa un comino» en alemán, lo que dices es «me importa una salchicha», cosa que hace reír incluso a papá, aunque a mí me parece bastante estúpido: ¿cómo es posible que algo te importe una salchicha?

Entonces la abuela Sadie se vuelve hacia G.G. (que aún no ha pronunciado palabra salvo para pedir la comida) y dice «Mami», una palabra rara en labios de una anciana como Sadie, pero intenta congraciarse con su madre y hacer que vuelva en sí, porque es imposible no darse cuenta de lo callada que está: «Mami, ¿recuerdas aquella canción que me enseñaste una vez acerca de Johnny Burbeck, el tipo que se cayó en su máquina de hacer salchichas y quedó hecho picadillo de salchicha? ¿Cómo era?

– ¡Por favor! -dice mamá, temerosa de que una canción así me moleste o me dé dolor de estómago.

Sea como sea, Erra no responde, toma sorbitos de un vaso de cerveza y se limita a mirar el mantel y nadie sabe qué le ocurre.

– Y luego me preguntaste qué era un wiener, ¿recuerdas?

Sigue sin responder.

– ¿Qué es un wiener, Solly? -pregunta la abuela Sadie volviéndose hacia mí.

– No lo sé -respondo.

– Es un perrito caliente -dice papá, con una sonrisa de oreja a oreja como la del que sabe el remate del chiste.

– ¡No, tonto, es una persona de Viena! -dice la abuela Sadie y los dos rompen a reír a carcajadas y Sadie añade-: ¿Qué es una hamburguesa, Solly?

– Eso que se compra en McDonald's -respondo sin mucha convicción.

– ¡No, tonto, es una señora de Hamburgo!

Otra vez papá y ella se parten de risa.

– Y luego estaba… Ay, échame una mano, Randall… ¿Cuál era la tercera?

Por suerte, papá no recuerda la tercera, así que ese tema de conversación se agota.

G.G. no dice ni palabra en toda la velada.

Duermo como un tronco.

Más alboroto por la mañana, porque sólo tienen huevos duros fríos en este hotel asqueroso y a mí me gustan calientes y blanditos. Mamá va a la cocina para razonar con el personal pero como no habla alemán no puede hacerse entender así que le pide a la abuela Sadie que la acompañe y traduzca sus palabras y Sadie, que ya ha empezado a desayunar, dice en voz bien alta mientras sigue zampándose su desayuno:

– ¡Deja de mimar a tu hijo, Tessa! Si tiene hambre, se comerá cualquier huevo. Si no tiene hambre, no tiene sentido tocar las narices.

Mamá regresa y se encoge de hombros en un gesto de disculpa y yo estoy tan furioso con esta gente por humillarla que prácticamente podría hervir un huevo yo mismo.

Por desgracia, esa hermana a la que G.G. no ve desde hace tanto tiempo y que está a punto de morir no vive en la ciudad de Múnich propiamente dicha, sino que aún vive en el pueblecito donde se criaron, que está a dos horas en coche. Se me cae el alma a los pies.

– ¡Eso es un viaje interminable, mamá! -gimoteo.

– No queda otra opción, cariño -me responde.

– Dos horas es lo que tardo yo en llegar al trabajo todas las mañanas -señala papá.

– No compares, Randall -le espeta mamá-. Para un niño es mucho más.

– En eso te equivocas -replica papá-. A mí también se me hace interminable.

Ocupamos los mismos asientos que ayer, G.G. a mi izquierda y mamá a mi derecha en la parte de atrás. Nos cuesta una eternidad salir de la ciudad pero finalmente estamos atravesando verdes campos.

– Vamos directamente hacia el este rumbo a la frontera austriaca -anuncia la abuela Sadie-. Berchtesgaden está en los Alpes al sur de aquí, ya sabéis, el denominado Reducto Bávaro, el retiro preferido de Hitler. Él y sus secuaces se hicieron construir unas madrigueras subterráneas increíbles en la montaña, y las llenaron a rebosar de champán, puros, alimentos selectos y ropa, ¡suficientes para aguantar durante décadas! Ahora van a convertir todo eso en un hotel de lujo.

– ¡Así que estamos a tiro de piedra de donde nació el gobernador Schwarzenegger, en Austria! -comenta mamá, encantada de aprovechar la oportunidad de demostrar que se ha estudiado los mapas.

– Bueno, supongo que se puede decir que estamos a tiro de piedra… ¡para un gigante! -dice la abuela Sadie con una buena carga de ironía-. Schwarzenegger nació cerca de Graz, a más de doscientos kilómetros al sudeste de aquí.

– ¡Ah! ¡Qué suerte que hay alguien en el coche que lo sabe todo! -dice papá.

– No, no, el comentario de Tessa tenía su importancia -asegura la abuela Sadie en tono conciliador-. La familia de Schwarzenegger tenía fuertes tendencias nazis.

Pero mamá no quiere dar cuerda a Sadie en ese asunto, así que se vuelve hacia G.G. y dice:

– Debe de resultarte raro viajar por este paisaje, ¿no? -Y luego, en un susurro-: ¡Vaya, se ha dormido!

G.G. tiene la cabeza caída hacia atrás, se le ha abierto la boca y ronca un poco. No puedo sacudirme la sensación de que está envejeciendo por minutos. Vista así de cerca, su piel es como pergamino blanco transparente recubierto por un millón de líneas diminutas, y es delgada, delgadísima y pequeña, nunca me había dado cuenta de lo pequeña que es, parece un fantasma o un gorrión muerto, ¿y si se ha muerto? No, ronca, así que no puede estar muerta, pero me aparto de ella y me cojo al brazo de mi madre, por favor, Dios, no quiero que mi madre se haga nunca vieja, por favor, Dios, haz que sea siempre joven y guapa…

Todo me resulta raro dentro de la cabeza algo así como fluctuante y a medio disolver como si no estuviera aquí del todo nadie me presta atención avanzamos sin parar

Cuando le pregunto a mi padre cuánto falta, el consejo de mamá suena a algo sacado directamente de su clase de yoga budista:

– No pienses en llegar, cariño. Convéncete de que ya estás allí. ¡Éste es un momento real de tu vida real! ¡Embébete! ¡Mira qué paisaje tan precioso!

Hago el esfuerzo de mirar: pastos ondulantes, verdes prados, vacas, tractores, graneros y granjas, más pastos ondulantes, más vacas y graneros. Parece una especie de maqueta, como una de esas granjitas estúpidas que a veces hay en los zoos para familiarizar a los niños urbanos con el campo. Hasta la autopista parece pequeña en comparación con las de California. Respiro hondo y me estrujo las rodillas con ambas manos para asegurarme de que estoy aquí.

Hasta el momento este viaje es un rollo de cuidado.

•••

G.G. despierta justo cuando estamos entrando en la ciudad donde vivía de niña. Despierta igual que yo, abandona el sueño de repente y se conecta a la vigilia con un clic, alerta y vigilante de inmediato, sin cansancio en la mirada.

De alguna manera, el coche entero parece haberse contagiado de su silencio. Nadie dice nada. Diez labios inmóviles. Mi padre conduce muy lentamente hacia el centro de la ciudad.

De pronto la abuela Sadie hace algo inesperado: tiende la mano hacia el asiento de atrás y toma la de G.G. Más inesperada aún es la reacción de G.G., que toma su mano y la acaricia con suavidad.

Es ella quien dice:

– Aquí, Randall. Puedes girar a la izquierda aquí y aparcar. Sí. Es ese edificio de ahí.

Pasamos por el lío habitual, sacar la silla de ruedas del portaequipajes, abrirla, ayudar a la abuela Sadie a sentarse, cerrar las puertas del coche y todo el rollo. La gente en la calle nos mira como si fuéramos un número circense y detesto ver cuánto llamamos la atención, una panda de bichos raros angloparlantes, incluida una lisiada con peluca y una bruja de pelo ralo y canoso y un niño con una kipá de La guerra de las galaxias. Ojalá pudiera abrasarles los ojos con un rayo láser y obligarlos a apartar la mirada, pero, al final, nos las arreglamos para entrar en el edificio.

El pasillo parece oscuro por completo tras la luminosidad del exterior, pero la abuela Sadie lo enfila con decisión, abriendo camino. Mientras mamá y yo la seguimos, cogidos de la mano, mamá se inclina y me dice en un susurro:

– Quizá deberías quitarte la gorra, cariño.

Cerrando la marcha, G.G. se aferra al brazo de papá, cosa que no haría normalmente, pero hoy camina con lentitud, tanto que van muy rezagados, y al final ella se detiene.

– ¿Qué ocurre? -grita Sadie, que a estas alturas ya ha llegado al ascensor en el otro extremo del pasillo.

– El corazón le late muy rápido -responde papá-. Va a tomar nitro. ¿Podéis esperar un momento?

– Claro que podemos esperar un momento -dice la abuela Sadie-. Vamos a esperar un momento.

G.G. saca un frasquito de medicina del bolso, hace caer dos pastillas en la palma de la mano, se lleva la palma a la boca abierta y espera. Tras unos instantes, asiente y vuelve a aferrarse al brazo de mi padre.

Estamos reunidos delante de la puerta 3W y la abuela Sadie, tras mirarnos intensamente uno por uno para que el momento resulte más impresionante de lo que ya es, pulsa con fuerza el timbre.

Unos segundos después oímos abrirse un montón de cerraduras y aparece una inmensa figura femenina, su silueta perfilada en el vano de la puerta. La abuela Sadie le habla en alemán y ella contesta en alemán y tengo la sensación de que me moriré si he de pasar la tarde entera escuchando hablar alemán pero entonces la abuela Sadie traduce:

– Dice que hoy libra la enfermera, de manera que por desgracia está sola. Su enfermedad le impide tratarnos con la hospitalidad que querría, pero el almuerzo ya está listo y nos espera en la mesa. Ésta es Greta -añade, cosa que resulta totalmente innecesaria.

Greta vuelve a decir algo en alemán pero de pronto resuena la voz de G.G. alta y clara:

– Hoy vamos a entendernos en inglés -anuncia.

Se suelta del brazo de mi padre, avanza con paso teatral y todos nos hacemos a un lado.

Las dos ancianas hermanas se encuentran ahora cara a cara, a unos dos palmos de distancia. No se parecen, eso desde luego. Greta tiene rasgos toscos, profundas arrugas que dividen sus mejillas mofletudas y su barbilla en porciones rojizas, lleva el largo cabello entrecano recogido en una trenza y posee un cuerpo bien rotundo que se bambolea y ondula bajo el chándal de color rosa intenso cuando avanza con los brazos abiertos hacia G.G.

– ¡Kristina! -dice en un susurro, nombre que, en vez de Erra, desde luego me sorprende, pero puesto que nadie parpadea siquiera, supongo que debe de ser el antiguo nombre de G.G., de cuando era alemana-. ¡Kristina! -repite, con lágrimas que le relucen en los ojos, prácticamente enterrados en la grasa de su cara.

En vez de echarse a los brazos tendidos de Greta, G.G. la coge firmemente por las muñecas y le dice en un feroz susurro en inglés:

– Vamos dentro, por favor.

– Sí, claro -dice Greta, con acento-. Perdonadme. Pasad, por favor, todos, pasad. Quitaos los zapatos si queréis, hay mucho polvo en la calle.

La abuela Sadie acaba con las presentaciones y Greta nos da la mano uno por uno. Cuando me ve la cicatriz en la sien, las cejas se le juntan en una arruga en forma de W.

– ¿Ha sido un accidente? -pregunta con un gesto hacia su propia sien.

– Ah, no es nada -dicen los cuatro adultos al unísono, cosa que les hace romper a reír, también al unísono, lo que les hace reír con más fuerza, pero, personalmente, no le veo ninguna gracia.

La mesa está servida con docenas de platos que no puedo comer, diferentes clases de fiambres en lonchas con manchas de grasa encima o alrededor, pepinillos y rábanos, huevos rellenos, quesos apestosos, ensalada de patatas con cebolla, pan negro y duro… Por suerte, mamá ha visto una caja de cereales Kellogg's al pasar por la cocina y le pregunta a Greta si podría tomar un cuenco, a sabiendas de que papá no se atreverá a meterse con ella por mis hábitos alimenticios delante de una desconocida.

Mamá sugiere que nos cojamos de la mano y mientras bendice la mesa da las gracias a Dios por esta milagrosa reunión de dos hermanas tras seis décadas de separación. Sin embargo, nadie parece muy entusiasmado al respecto, ni siquiera la abuela Sadie, que nos ha traído a todos aquí a la fuerza, y al ver que nadie aplaude ni me besa tras bendecir la mesa, empiezo a pensar que todo este viaje no es sino un inmenso error. Me como los cereales uno a uno, tan lentamente como puedo porque mamá me ha prohibido levantarme de la mesa: «No estamos en casa -me ha dicho-, así que tienes que portarte muy bien, cariño.» Los ojos me revolotean de aquí para allá. Estar en este salón comedor es como estar en el interior de una casita de muñecas, resulta completamente sofocante con todo el mobiliario y los chismes, cojines bordados, muñequitas, cuencos de vidrio tallado, estatuillas, empapelado con dibujo floral, fotos enmarcadas y cuadros en la pared, hasta el último centímetro ocupado y decorado, sin sitio para respirar por ninguna parte, ojalá pudiera convertirme en una Joven Tortuga Ninja Mutante y abrirme paso fuera de aquí a fuerza de patadas golpes cortes y tajos: no, Superman sería mejor incluso, me bastaría con levantar el brazo y salir disparado como un cohete, hacia las alturas bien lejos, atravesando el tejado para salir directamente al cielo azul y despejado. ¡Oxígeno! ¡Oxígeno!

– Así que has conservado la casa -dice G.G.

– Sí -responde Greta-. He criado aquí a mis hijos.

Silencio. Deducimos que G.G. no tiene ninguna pregunta que plantear sobre esos hijos.

– Veo que han cerrado la escuela -dice al cabo.

– ¡Oh! Hace muchos años. Toda esta zona es únicamente residencial desde entonces, en los años setenta, creo. Poco después de la muerte de mamá.

Ese comentario también se topa con el silencio pétreo de G.G. ¿Por qué ha venido a Alemania? Empiezo a preguntármelo. Si no quería ver a su hermana y recordar el pasado, ¿por qué votó que sí? Nada de lo que le cuenta Greta sobre su familia parece interesarle.

– Averigüé quién nos denunció a la Agencia, la que envió a la señora americana, la señorita Mulyk, para que te llevara… Fue nuestra vecina, la señora Webern, ¿la recuerdas? Su marido era comunista…

No hay respuesta por parte de G.G.

– Papá regresó en mil novecientos cuarenta y seis -continúa Greta, y la abuela Sadie asiente enérgicamente para instarla a que continúe con su historia sin prestar atención a la actitud tan grosera de G.G.-, tras un año de estar prisionero de los rusos. Lloró toda la noche cuando mamá le contó que tú y Johann os habíais ido para siempre. Volvió a trabajar de maestro, y llegó a director de la escuela, y por último fue alcalde del pueblo en los sesenta hasta que se jubiló, pero el abuelo nunca regresó del… del… ya sabes, de aquel… hospital.

Escucho todas y cada una de las palabras que dice esta mujer gorda y rosada y las almaceno minuciosamente en un rincón del cerebro para futura referencia -nada debe escapar a mis conocimientos sobre el universo-, pero de momento no tengo ni idea de qué habla y mientras tanto la persona con quien habla, concretamente G.G., no le hace ni caso, de hecho ahora mismo está haciendo algo de lo más espantoso, que es encender un puro en medio de una comida, pero ni siquiera mamá tiene valor para decirle que lo apague porque no estamos en nuestra casa.

Se hace un silencio durante el cual mi padre eructa levemente, sin querer, debido a toda la cerveza alemana que ha estado engullendo desde que llegamos, y alcanzo a ver que mi madre le lanza una patada por debajo de la mesa.

– He seguido tu carrera, Kristina -dice Greta, con la esperanza de que el nuevo tema funda de alguna manera el hielo de su hermana-. Me parece que tengo una colección entera de tus discos, ¡mira!

Hace un gesto hacia el reproductor de CD y todo el mundo menos G.G. volvemos la cabeza. Tras otro silencio, la abuela Sadie se suma a la conversación para aligerar la atmósfera.

– ¡Qué cruel por tu parte, Greta -le dice con guasa-, torturarme con todos estos fiambres de cerdo de aspecto tan delicioso!

– Ay, Dios mío -exclama Greta-. No ha sido a propósito.

– No, no, sólo bromeaba. Tengo más que suficiente para comer -asegura la abuela Sadie, que se sirve otra montaña de ensalada de patatas en el plato.

– ¿Quieres un poco más de leberswurst, Kristina? -le ofrece Greta.

G.G. rehúsa, agita el puro en el aire y responde:

– Estoy bien.

Así que Greta dice en voz bien alta, con la intención de hacernos reír:

– ¿No es increíble que esta delgaducha soñara de pequeña con ser la Gorda del circo?

Mamá y papá ríen por cortesía, aunque han oído la historia cientos de veces, igual que yo, y la abuela Sadie dice con la boca llena:

– Yo casi podría optar al puesto, ¿eh?

Todo el mundo ríe un poco el comentario y, al ver a Sadie, inmensa, impresionante, debo decir que resulta difícil creer que saliera de una mujer con aspecto de elfo como Erra.

– ¿Ha desaparecido el reloj? -dice G.G. de repente-. Antes había un reloj precioso… ahí mismo.

Se abre otro silencio. Mamá y yo nos miramos porque este silencio parece diferente de los demás.

– ¿No te acuerdas? -dice Greta en voz queda, como si no pudiera creerlo-. Lo rompió el abuelo…

– Ah, ¿lo rompió? No; lo había olvidado.

– Cómo es posible… cómo… fue el día que lo rompió todo… el día… ¿Quieres decir que no…?

– No; lo siento. Supongo que he vivido demasiadas vidas desde entonces. Mis recuerdos de ésta son… bueno… incompletos, como poco. Además, no olvides que soy menor que tú. Tú tenías… diez, ¿no?, al final de la guerra. Yo sólo tenía seis y medio. Eso supone mucha diferencia.

– Sí, es verdad -dice Greta, y aparta el plato y se pone en pie no sin esfuerzo-. Por favor, Tessa -le dice a mamá-, ¿te importaría preparar café para tu familia? Tengo que tumbarme un ratito.

Vacila. Da dos pasos, se detiene y vacila de nuevo. No sabemos qué hacer. Sadie no puede ayudarla y el resto no nos atrevemos a tocarla porque es una desconocida. Al final, Erra se levanta lentamente de la silla.

– Déjame ayudarte, Greta -dice, y las dos ancianas salen cojeando de la habitación.

– ¡Qué porcelana tan exquisita! -exclama mamá mientras alza con cuidado diminutas tazas y platillos floreados de la alacena de la cocina.

– Sí, ¿verdad que son preciosos? -coincide Sadie-. Fabricados en Dresde, claro.

Siguen así. No sé cómo las mujeres no se vuelven locas con su constante cotorreo sobre que si «esto es precioso» y «eso es encantador» y «lo de más allá es exquisito», pero puesto que no tengo que quedarme sentado a la mesa durante el café, me voy pasillo adelante, en busca de un cuarto de baño donde descargar.

La caca es perfecta, en forma de misil, firme sin ser dura. Chaval, pienso mientras la expulso, cómo hecho de menos Internet. ¡Cómo hecho de menos Google! Me pregunto si alguien habrá oído hablar siquiera de Internet en este pueblucho de paletos.

Cuando me dirijo de regreso al salón, a paso suave pasillo adelante, echo un vistazo a mi reloj digital y veo que, por suerte, ya son las tres y cuarto. Mamá me dijo que nos marcharíamos hacia las cuatro, lo que supone que en apenas media hora puedo empezar a tirarle de la manga, fingiendo que estoy indignado: «Lo dijiste… me lo prometiste.»

Justo mientras imagino mi propia voz pronunciando esas palabras, oigo que G.G. las pronuncia exactamente con el mismo tono de voz indignado:

– ¡Lo dijiste! ¡Me lo prometiste!

Greta le responde algo en alemán.

La puerta del dormitorio ha quedado entornada, y cuando miro a hurtadillas para ver qué ocurre, no puedo creerlo: ¡las dos ancianas se pelean por una muñeca! G.G. la abraza contra su pecho -una estúpida muñeca vieja con vestido de terciopelo rojo- y tiene la cara congestionada de ira.

– ¡Es mía! -protesta con un siseo-. ¡Siempre fue mía, pero al margen de eso, aunque no fuera mía, me lo prometiste, Greta!

Greta vuelve a responderle en alemán. Parece agotada por completo. Llega a su cama y se deja caer, tan pesadamente que los muelles chirrían. Lanza un suspiro y luego no se mueve.

Aferrada aún a la muñeca, G.G. se acerca a los pies de la cama. Se queda mirando a su hermana un buen rato, pero por desgracia ahora está de espaldas a mí y no puedo ver la expresión de su cara.