"Marcas De Nacimiento" - читать интересную книгу автора (Huston Nancy)

II Randall, 1982

Esta primavera percibí la configuración de un año por primera vez. Cuando empezaron a salirles hojas a los árboles, recordé con toda precisión cómo habían salido la primavera pasada y me dije con asombro: «Así que esto es un año.»

Cada estación tiene sus juegos en los que puedes abstraerte. En primavera son las canicas, en cuanto el empedrado está lo bastante seco para jugar. Las lanzo con un capirotazo hasta que la tercera uña se me pone morada. El satisfactorio chasquido cuando colisionan. A pillar en el patio con otros chicos del edificio. Trepar a los armazones en los columpios. Quedarse colgando de las barras paralelas. Balancearme pasando las manos de una barra a la siguiente y encontrarme con que puedo llegar de un extremo al otro, ya tengo los brazos lo bastante fuertes y no me dejarán en la estacada como el año pasado, cuando a medio camino de pronto me entraba la debilidad y tenía que darme por vencido y dejarme caer al suelo. En verano es jugar al softball con papá en Central Park. Lanzo la pelota una y otra y otra vez hasta que me duele el hombro, y él la coge, a veces. Mi padre no es especialmente atlético, así que la pelota se le escapa bastante a menudo, y cuando se le escapa no corre como loco a recogerla tal como hacen algunos padres, se limita a trotar sin prisas hasta donde ha caído la pelota y yo me aburro, pero al menos parece pasárselo bien. Luego le llega el turno de batear y a mí el de tener el guante, que me queda un poco grande, pero cuando comience el colegio en otoño van a comprarme un guante de mi talla. En cuanto la pelota golpea la gruesa palma de cuero, cierro los inmensos dedos acolchados y atrapo la pelota y digo: «¡Eliminado!» Cuando me canso vamos al diamante del campo de béisbol, me agarro a la verja metálica y trepo para ver a los mayores jugar al béisbol como es debido. Tengo que quedarme detrás de la verja porque mamá teme que me den un pelotazo en los dientes, un temor bastante raro, pero la entiendo en la medida en que ya se me han caído los dientes de leche delanteros, de modo que estos incisivos son todo lo que me queda. Si pierdes la segunda dentadura, lo llevas claro.

En otoño están los inmensos y boyantes montones de hojas secas para atravesarlos corriendo o revolcarse como si de un colchón crujiente se tratara.

El invierno consiste en batallas de bolas de nieve: el brusco, gélido y delicioso dolor al recibir un bolazo justo en el cogote y notar que el agua empieza a deslizarse por la espalda debajo de la ropa. Abalanzarse sobre los otros chicos, restregarles la cara en la nieve, venga a jadear, empujar, forcejear, golpear. Hacer muñecos de nieve. Enterrar a alguien, o dejar que te entierren, en la nieve. Lanzarse en trineo en las montañas Catskills. El zumbido del trineo cuando alcanza una buena velocidad y el viento te silba en los oídos y golpeas una placa de hielo y la madera del trineo cruje y te da la impresión de que vas a hacerte daño pero no ocurre nada, lo único que haces es convertirte violentamente en una ventisca de nieve. El golpetazo seco de todos los cuerpos amontonados cuando el trineo se detiene de repente. Uno se pone en pie, atolondrado de alivio, se tambalea y ríe.

Yo preferiría estar siempre jugando que hacer cualquier otra cosa porque puedes abstraerte por completo. El resto del tiempo tienes que preocuparte por si estás haciendo las cosas lo bastante bien.

Lo que sí sé es que nunca volveré a dibujar gente sin estómago. La primavera pasada traje a casa un montón de dibujos del parvulario, estaba muy orgulloso de ellos pero cuando se los enseñé a mamá me dijo: «Pero Randall, ¿dónde están los estómagos? ¡Se te ha olvidado dibujar los estómagos!», y yo miré los dibujos y vi que tenía razón, los brazos y las piernas de todo el mundo brotaban directamente de la cabeza, así que a la semana siguiente hice otra remesa de dibujos y el viernes se los llevé a casa pero justo cuando iba a sacarlos de la mochila caí en la cuenta: «¡Ay, no! ¡Se me ha vuelto a olvidar dibujar los estómagos!» No podía creer que hubiera cometido exactamente el mismo error. Estaba muy decepcionado conmigo mismo y ni siquiera se los enseñé a mamá porque temí que pensara que soy estúpido.

No es que tus padres no te quieran tal como eres, es que cuando eres pequeño tienes un montón de cosas que aprender, y tal vez (sólo tal vez) cuanto más aprendas más te quieran y quizá cuando llegues a casa con un título universitario no tengas que volver a preocuparte del asunto. No todo el mundo tiene la oportunidad de ir a la universidad como mamá y papá, que se conocieron en Bernard Baruch, donde papá era autor teatral residente y mamá estudiaba historia como siempre pero también se había apuntado al club de teatro y representaron Alicia a través del espejo, en la que mamá hacía de Lirón y papá de Tweedledum. No tengo dificultad para imaginar a papá en el papel de Tweedledum porque él es así, más bien regordete y divertido, pero me resulta casi imposible imaginarme a mamá en el papel del Lirón. La Reina de Corazones sí, dando órdenes a todo el mundo en tono incontestable y gritando arbitrariamente: «¡Que le corten la cabeza!» cada vez que le viene en gana, pero mi madre, tensa e hiperactiva, en el papel del roedor distraído y soñoliento que se adormila una y otra vez y al que el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo tienen que llevar de platillo en platillo… resulta increíble. Sea como sea, así se conocieron y enamoraron. Es raro pensar en tus padres enamorándose, he hablado de ello con chicos en la escuela y cada vez que voy a casa de un amigo y conozco a sus padres intento imaginarme a esos individuos enamorándose; con algunos padres puedo hacerlo, pero no con los míos. Mi padre es tan despreocupado y mi madre anda tan estresada que no entiendo qué llegaron a ver el uno en el otro. ¿Cómo creyeron que sería su matrimonio? ¿Cómo creyeron que podrían llevarse bien?

No se llevan bien, eso seguro. Se pelean casi a diario de un tiempo a esta parte y uno de sus temas de discusión preferidos son los judíos. Mamá está mucho más interesada en ello que papá, cosa irónica porque es papá quien nació judío mientras que mamá nació gentil. Insistió en convertirse cuando se casó con papá, a quien le importa un carajo la religión pero la quería tanto que accedió a la ceremonia, lo que significa que yo también soy judío porque el carácter judío proviene de tu madre aunque naciera gentil. A cambio de dejarla convertirse, papá tuvo la oportunidad de bautizarme, y ahora se pelean porque me puso el nombre de Randall, en recuerdo de un amigo suyo que murió, pero mamá dice que no es nombre para un niño judío, mientras que papá (cuyo nombre es Aron) dice que teniendo en cuenta cómo se ha tratado a los judíos a lo largo de los últimos dos mil años, no tiene sentido que los niños judíos anden llamando la atención precisamente ahora, y que más les valdría tratar de pasar desapercibidos durante los próximos milenios hasta ver de dónde sopla el viento. Mamá dice que en Israel los judíos ya no se esconden, todo el mundo está orgulloso de llevar nombre judío, y papá dice que regresar a Israel le apetece tanto como volver a la era de las cavernas. «Eso sería más auténtico aún, ¿no? -dice-. ¿Por qué detenerse en el cuatro mil antes de Cristo? ¿Qué tiene de malo el cuarenta mil antes de Cristo? Podríamos remontarnos más incluso, podríamos arrugarnos hasta convertirnos en moluscos y regresar al océano de donde salimos. La gente se llevaba bien por aquel entonces, recuerdo que se celebraban unos cócteles deliciosos…», y mamá sale irritada de la habitación porque los judíos no deberían comer marisco. Esto no es más que un ejemplo de sus peleas.

Mamá tiene que dictar una conferencia esta tarde y se está preparando en su tocador, en la habitación de papá y ella. No sabe que la observo porque estoy tumbado boca abajo en el pasillo fingiendo jugar con mis cochecitos Dinky. Primero se pone pintalabios rojo y frunce los labios, luego se inclina hacia delante y se mira los dientes para asegurarse de que siguen blancos y luminosos sin mota alguna de barra de labios. Se pasa la mano por el cabello y asiente, cruza la habitación con un fajo de papeles, regresa, se sienta, coge el cepillo para utilizarlo a modo de micrófono, carraspea, sonríe a su reflejo en el espejo y comienza: «Señoras y señores», pero no queda convencida con el sonido de su voz, así que dice «Joder» y se golpea la boca, lo que hace que quede una mancha de pintalabios en el reverso del cepillo, y repite «Joder» más alto incluso. Limpia el cepillo con un pañuelo de papel y empieza de nuevo: «Señoras y señores», esta vez con distinto tono de voz. «Me alegra ver a tanta gente reunida aquí esta noche…», y luego se pone a mascullar, lee la conferencia y levanta la mirada hacia el espejo como si su reflejo fuera el público, consulta el reloj de vez en cuando para ver cuánto tiempo le queda para hablar. No oigo lo que está diciendo, pero conforme pasa las páginas se va acalorando cada vez más y eso me preocupa, así que empujo los cochecitos por el pasillo durante un rato para no oírla, pero cuando regreso sigue dale que te pego y parece más disgustada que nunca. Al cabo, se va corriendo al cuarto de baño, abre el botiquín y engulle unas pastillas, y la veo aferrada al borde del lavabo mientras se mira en ese espejo y luego literalmente se abofetea la cara, sólo una vez en cada mejilla con cada mano pero fuerte de veras, ojalá no lo hiciera, así que digo:

– Mamaaá -en un tono de voz de lo más gemebundo, y ella se yergue y se da la vuelta con una mirada acusadora, pero repito, muy quejumbroso-: Mamaaá… me duele la tripa.

Así que se acerca y me dice:

– Pobrecillo. -Cosa que me agrada oír-. ¿Por qué no vas a acostarte? Le diré a tu padre que te prepare una infusión de hierbas. Yo tengo que marcharme antes de treinta segundos.

Una vez en un sueño subí hasta donde estaba mamá sentada a su mesa trabajando y le tiré de la manga para que me hiciera caso, pero ni siquiera volvió la cabeza hacia mí, sino que se limitó a decir con voz pétrea: «No. Vete, ¿me oyes? No te quiero. No vuelvas a molestarme nunca», pero en la realidad jamás me ha hablado de esa manera.

Siempre veo más a mi padre que a mi madre, lo que no es habitual. Papá es un cocinero excelente y por desgracia trabaja en casa porque se dedica a escribir obras de teatro. A veces sus obras llegan a los escenarios, pero hasta el momento no ha tenido ningún gran éxito, seguro que llegará a tenerlo algún día y su talento será reconocido por fin, aunque lo cierto es que se está haciendo más bien mayor, va para cuarenta mientras que mamá sólo tiene veintiséis. Ella da conferencias sobre el Mal en universidades por todo el país. Lo cierto es que el Mal es una especialidad bastante extraña y no sé cómo explicarlo, así que cuando las madres de mis amigos me preguntan qué hace mi madre, me limito a decirles que enseña Historia y también está preparando el doctorado. Eso les cierra la boca, aunque no sé exactamente qué significa porque no tiene planeado ser doctora.

Sea como sea, es el sostén de la familia y eso también es poco habitual, y de resultas de ello papá y yo estamos a menudo solos. Echo de menos a mamá cuando está de viaje, pero también es divertido porque papá y yo hacemos cantidad de cosas a las que ella se opondría, con el acuerdo entre caballeros, como lo llama papá, de mantenerlas en secreto entre nosotros dos. Nos duchamos cuando nos viene en gana, no llevamos horarios fijos, a veces vemos la tele mientras cenamos, bebemos Coca-Cola y echamos chorros de ketchup en la comida, por no hablar de cosas que pueden provocarte cáncer como el monosodio glutamático que ahora está prohibido hasta en los restaurantes chinos.

Huelo que preparan el desayuno y aunque el olor es maravilloso me infunde pavor porque eso supone otra pelea, sin lugar a dudas. Papá está haciendo huevos con beicon y mamá prefiere que respetemos la costumbre judía de no comer nada que proceda del cerdo. No tiene nada personal contra los cerdos y en realidad cuando era niña creía que Estados Unidos había enviado miles de cochinos a invadir Cuba, cosa que en realidad no ocurrió y ahora la hace reír, pero aún cree firmemente en las reglas de la cocina kosher, mientras que papá prefiere inventar sus propias reglas.

Papá cuenta un chiste sobre un pobre hombre que solía sentarse en un banco delante de una casa de comidas de tres al cuarto toda la mañana porque no podía permitirse pagar el desayuno pero le encantaba el olor del beicon al freírse, así que se quedaba allí sentado e inhalaba el aroma a placer. Pero el dueño del restaurante se dio cuenta, y con el tiempo empezó a ponerlo de los nervios, así que salió con un plato de hojalata y le dijo: «Tienes que pagarme todo lo que has estado disfrutando con mi beicon.» El pobre hombre hurgó en el bolsillo para sacar una moneda y la echó en el plato, donde tintineó, luego volvió a cogerla y se la guardó. «¡Eso no es pagar!», le espetó el dueño del restaurante, y el pobre hombre sonrió y le dijo: «¡A mí me parece justo: yo me quedo con el olor de tu comida y tú con el sonido de mi dinero!»

Papá contaba otro chiste en el que un pobre pide limosna delante del restaurante Katz's allá en la calle Houston y un empresario grande y gordo se compadece de él por su aspecto de desgraciado, así que le echa cinco dólares al sombrero, pero luego, unos minutos después, el empresario gordo pasa por delante del restaurante y ve al pobre dentro, poniéndose las botas de salmón ahumado y crema, y no puede creer lo que ve. Entra en el restaurante y le dice: «¿Qué haces? Te doy cinco pavos y lo dilapidas de una tacada en salmón ahumado y crema?» Y el pobre levanta la mirada y le dice (es la bomba la manera que tiene papá de imitar su voz): «No puedo comer salmón ahumado y crema cuando estoy sin blanca y tampoco puedo comer salmón ahumado y crema cuando tengo dinero, así que ¿cuándo puedo comer salmón ahumado y crema?» Cada vez que papá cuenta el chiste le hace desternillarse, pero mamá no ríe en absoluto y salta a la vista que en el fondo está de acuerdo con el empresario gordinflón, concretamente con lo de que no hay que malgastar el dinero.

Salgo del cuarto y, como era de esperar, mamá está sentada a la mesa del desayuno con un semblante como el del Golem del que a veces me habla.

– ¿Huevos con beicon, Randall? -dice papá.

Y yo, sin pensármelo, digo:

– Claro. -Porque hay dos argumentos a favor de esa respuesta: primero que mi estómago lo desea y segundo que haré feliz a papá, mientras que sólo hay un argumento a favor de la respuesta contraria: concretamente hacer feliz a mamá. Sería mejor aún no tener que sentirme desgarrado nada más levantarme de la cama por la mañana.

– Estás convirtiendo a nuestro hijo en un cerdo -masculla mamá mientras papá me sirve la comida en el plato, lo que también me recuerda a la Reina de Corazones que convertía al bebé en brazos de Alicia en un cerdo. Igual las madres de verdad también miran a veces a los cagoncillos que se retuercen entre sus brazos y se preguntan: «¿De dónde demonios ha salido esto?» Quizá mamá se lo preguntaba cuando yo era pequeño y no podía por menos de estar disgustada conmigo.

– Anda, venga, Sadie -dice papá en tono amable, en plan broma, como si no pudiera hablar en serio. No le gusta pelear tanto como a ella, y en la vida le he oído levantar la voz.

– ¿Te has lavado las manos y la cara? -me pregunta mamá y yo le digo que sí porque desde luego no quiero que se me enfríen los huevos revueltos-. Enséñame las manos -dice.

Cuando se las tiendo con las palmas vueltas hacia arriba, se me cae el alma a los pies porque tal vez se dé cuenta de que miento y en realidad no me he lavado las manos desde que me acosté anoche, aunque no sé cómo se me pueden haber ensuciado mientras dormía. Me coge las manos en las suyas y les da la vuelta.

– Randall, otra vez has estado mordiéndote las uñas.

– Sadie, deja al crío que desayune, ya le volverán a crecer las uñas.

– ¡Ya le volverán a crecer las uñas! -exclama mamá, y se vuelve hacia papá, indignada, lo que al menos me da la oportunidad de sentarme y llevarme algo de comida a la boca-: ¡Ya le volverán a crecer las uñas!

– Voy a ponerte más café caliente, Sexy Sadie -dice papá, lo que (traducido) significa que ésa no es en absoluto buena manera de empezar un perfecto día de verano a principios de julio de 1982 y tal vez deberíamos comenzar otra vez desde cero, ¿qué te parece?

Mamá tiende la taza y acepta el café e incluso da las gracias porque no quiere ofrecer mal ejemplo.

– Bueno, ¿qué planes tienes para hoy, Randall? -me pregunta, y yo me pregunto en silencio: «¿Es que no recuerda lo que era ser niña en vacaciones de verano y no tener ningún plan en absoluto más allá de jugar, pasar el rato con los amigos y gozar de la deliciosa libertad de los días interminables?»

Pero antes de que tenga la oportunidad de responderle, papá acude al rescate.

– Ah, no te preocupes por él -dice en tono de chanza-. Tiene todo el día ocupado entre estudiar la Biblia, las clases de lectura y el entrenamiento deportivo de las nueve a las diez… y luego…

– Ahórramelo, Aron -replica mamá-. Sólo con que me ahorraras una de cada diez muestras de tu irresistible sentido del humor, me daría por satisfecha.

Aparta la silla, que emite un fuerte chirrido al rozar contra el suelo. No quiero que se vaya de mal humor, así que digo en tono apaciguador pero al mismo tiempo despreocupado:

– No, mamá, no te preocupes. Tengo cantidad de cosas que hacer. He de recoger la habitación y por la tarde me han invitado a casa de Barry a jugar.

– Vaya, me alegro -comenta mamá desde la entrada, donde está comprobando su aspecto en un espejo de cuerpo entero-, porque prefiero que no andes en la calle, han dicho que va a pasar de treinta y cinco grados esta tarde.

Recojo el último trocito salado y crujiente de beicon con la yema del dedo, me lo meto en la boca y me chupo el dedo, pero aunque está vuelta de espaldas a mí me ve hacerlo en el espejo y dice: «¡No comas con los dedos!», aunque lo dice automáticamente porque ahora está concentrada en su aspecto, algo así como toqueteándose el flequillo una y otra vez para que le caiga sobre la frente como es debido. No se irá del apartamento hasta que su aspecto en el espejo cuente con su aprobación, lo que a veces le lleva un buen rato, cosa que no entiendo; todo el mundo cree que mi madre es muy guapa salvo mi madre. Ahora se está mirando de perfil para asegurarse de que no le sobresale el estómago; siempre le preocupa estar gorda, cosa que no está; como dice papá, es simplemente curvilínea y yo estoy de acuerdo por completo. Ahora se toquetea el pelo otra vez. Ah, por fin:

– Bueno, chicos, portaos bien. Nos vemos luego.

Ni siquiera nos lanza un beso de despedida cuando sale por la puerta.

Noto que papá emite un pequeño suspiro de alivio pese a que no hace el menor sonido. La verdad es que la atmósfera se distiende cada vez que mi madre sale de una habitación y se carga cada vez que entra: me limito a exponer los hechos. En realidad mi madre es una persona muy buena, la quiero de verdad y sencillamente me gustaría saber qué hacer para que estuviera relajada y feliz, y creo que papá siente exactamente lo mismo. Cruzamos la mirada un segundo por encima de la mesa del desayuno para decírnoslo y luego papá se levanta y empieza a retirar los platos silbando entre dientes y yo me vuelvo a mi habitación para vestirme.

Papá dice que es dura con todo el mundo pero especialmente dura consigo misma, y eso es porque aspira a la Excelencia, así que lo único que podemos hacer es intentar en la medida de lo posible ser Excelentes y no preocuparnos mucho al respecto. Al menos estoy mejorando y ahora nunca se me olvidará dibujar los estómagos de la gente.

Me hago la cama y pongo a mi osito Marvin encima de la almohada, que es su lugar. Una vez mamá lo tiró. Me lo encontré en la papelera debajo de la mesa al llegar a casa del parvulario y no podía creerlo. «¿Quién ha tirado a Marvin? -berreé, sollozando de ira y también con la sensación de pérdida que me habría embargado si no lo hubiese encontrado a tiempo-. ¿Quién ha tirado a Marvin?» Aquel día mamá se mostró arrepentida, me abrazó y se disculpó, diciéndome que lo había hecho porque estaba demasiado viejo y destrozado. «¡Pero eso es lo que me encanta de él!», repuse, sin parar de llorar porque, aunque desde luego me sentía mejor tras su disculpa, también estaba disfrutando de la insólita sensación de dominar la situación en un enfrentamiento con mi madre. Sostuve el osito en alto con las dos manos hasta que volvió a disculparse. Aun así, mi alegato era cierto: quería a Marvin no a pesar de que era un oso viejo y destrozado, sino precisamente por ello, porque los platillos que antes llevaba en las patas delanteras están rotos, igual que la llave a la espalda con la que se le daba cuerda para hacerlo marchar, y uno de sus ojos de tono marrón dorado está estropeado y lloroso, de manera que parece medio ciego. Pero lo que más me encanta de Marvin es la auténtica razón de que mamá lo tirara, concretamente que era el juguete de mi abuela Erra de niña.

La abuela Erra es otra manzana de la discordia entre mis padres y en general un tema delicado en casa: mientras que papá y yo estamos locos por ella, mamá tiene al respecto sentimientos encontrados, y eso es quedarse corto. Tenemos todos sus discos y la gente siempre se muestra impresionada cuando les digo que Erra, la famosa cantante, es en realidad mi abuela. Es cierto que al mirarla resulta difícil creer que sea abuela, sobre todo cuando está sobre el escenario, con el maquillaje y la iluminación y a cierta distancia. No tiene más que cuarenta y cuatro años y parece más joven porque es delgada, ágil y liviana, y lo más curioso es que de pequeña quería ser la Gorda del circo cuando creciera. Sobre el escenario tiene el aspecto de una niña desamparada o un hada ingrávida y los sonidos que emite son absolutamente estremecedores, sin igual. Tiene todo un grupo de cantantes e instrumentistas a su cargo. Ensayan, viajan y actúan todos juntos, pero los demás músicos son en esencia de acompañamiento y cuando llega la hora de la verdad Erra está sola en el centro del escenario con su ralo cabello rubio radiante como la corona de un hada bajo los focos y miles de ojos fijos en ella y miles de oídos siguiendo los furiosos meandros ululantes de su voz.

Siento un vínculo especial con la abuela Erra porque los dos tenemos idénticas marcas de nacimiento redondas y marrones. La suya está en la parte interna del codo izquierdo y la mía en la base del cuello o más bien a medio camino entre el cuello y el hombro izquierdo. Un día cuando pasaba el fin de semana en su casa, que es un loft allá en el Bowery, comparamos las marcas de nacimiento y me dijo que la suya la ayudaba a cantar, así que le conté que la mía me hace compañía, le dije que era como un diminuto murciélago peludo encaramado a mi hombro y que me susurraba consejos al oído siempre que lo necesitaba, y ella aplaudió y me dijo: «¡Qué bien, Randall, prométeme que nunca perderás el contacto con ese murciélago!» Así que se lo prometí.

Es tan cariñosa…

No sé con exactitud qué tiene mamá contra la abuela Erra, a menos que esté tal vez celosa de su fama y su éxito y de que todo el mundo la admire tanto. Creo que piensa que su madre es una soñadora y una vez le oí llamarla avestruz a la inversa, en el sentido de que no tiene la cabeza metida en la arena sino en las nubes, y se niega a enfrentarse a los problemas esenciales de la gente que tiene los pies en la tierra. Mientras que mamá, por ejemplo, se mantiene al día de todas las guerras y hambrunas en el mundo, la abuela Erra ni siquiera tiene tele. Asimismo, mamá piensa que su madre es inmoral porque se ha acostado con mucha gente. En mi opinión es emocionante ser tan inmoral. Mamá no llegó a conocer a su auténtico padre, lo que era muy poco común en aquellos tiempos, así que cuando vas al meollo de la cuestión es una bastarda aunque se supone que no debes decir bastarda sino hija ilegítima. Durante un tiempo tuvo un padrastro al que apreciaba de veras que se llamaba Peter y solía llevarla todos los domingos a Katz's, que estaba a la vuelta de la esquina de donde vivían, pero llegó un tal Janek y la abuela Erra decidió vivir con él, así que puso a Peter de patitas en la calle y mamá se quedó toda mustia. No soportaba a su nuevo padrastro, Janek, porque nunca le prestaba atención y casi no hablaba inglés, y además se mordía las uñas y hacia rechinar los dientes, y a veces se encerraba en silencio durante días seguidos, bebiendo ginebra y mirando las paredes. Al cabo, terminó por suicidarse en su misma cocina, lo que resulta absolutamente increíble. Por suerte, mamá, que por entonces tenía diez años, estaba en la escuela y no vio la sangre y los sesos esparcidos por todo el embaldosado de la cocina. Después se mudaron al Bowery a escasas manzanas y desde entonces Erra ha tenido toda clase de novios y ahora vive con una mujer, una cosa que pasa que se llama homosexualidad. A mamá le parece demasiado inestable para un niño, así que ya no me deja quedarme a dormir en casa de la abuela Erra.

Paso la mañana entera viendo la tele, cosa que sé haría enfadar a mamá, pero papá me deja; dice que la gente inteligente tiene que saberlo todo acerca de la estupidez del mundo, así que puedo ver la tele pero debe ser un secreto entre nosotros. Esta mañana la programación es bastante buena con Garfield y G.I. Joe, y sobre todo Spiderman, que es mi preferido; a veces papá viene y ve la tele conmigo y le hace reír porque todo eso es de cuando era adolescente y solía leer cómics.

Después de comer empieza a hacer un calor de aúpa en el apartamento y papá sugiere que nos demos un baño en la piscina del vecindario, de manera que nos ponemos el bañador debajo de la ropa y bajamos a la calle. Es como si entráramos directamente en un horno y hay olor a brea derretida en el aire. Me gusta ir de la mano de papá cuando cruzamos la calle juntos, dentro de uno o dos años ya seré muy mayor para eso, así que quiero asegurarme de disfrutarlo mientras dure.

La piscina es un auténtico pandemonio de unos mil críos de todos los colores y tamaños chapoteando y gritando con voces que resuenan contra las paredes; me asusta un poco pero papá me coge en brazos al entrar en el agua y entonces me siento bien. Me lleva casi hasta donde más cubre y deja que me tire desde sus hombros unas cuantas veces hasta que el socorrista hace sonar el silbato y nos dice que no hagamos eso porque va contra las normas. Si algo me gusta de papá es que no se ciñe a las normas con demasiada rigidez. Hay que jugar siempre con las normas y no según las normas, dice, porque una vida sin peligro no es vida. Al cabo, sale de la piscina no sin esfuerzo, chorreando y con el pelo pegado al cráneo un poco calvo y la piel blanca y fofa, lo que le da un aspecto más bien poco atractivo en comparación con otros padres más jóvenes, morenos y esbeltos, pero a mí me trae sin cuidado porque es el mejor padre del mundo. Se echa una toalla sobre los hombros y se sienta con las manos encima de la cordial barriguilla, como la llama él, que es su estómago, y me mira mientras juego a mi aire en la parte menos honda. Aún no sé nadar pero lo que sí me gusta es saltar arriba y abajo, hundirme hasta quedar en cuclillas bajo el agua mientras expulso el aire por la nariz y la boca y luego saltar bien alto y tomar aire para sumergirme de nuevo; me gusta mucho el sonido del agua en los oídos y el ritmo, la sensación de ingravidez y el movimiento mecánico. Podría seguir horas así pero transcurrido un rato viene papá, me coge en brazos y me dice que es hora de que vuelva al trabajo.

Me deja en casa de Barry, que está a un par de manzanas, y juego allí el resto de la tarde. Barry tiene toda clase de juegos bélicos, muñecos de acción y Masters del Universo, y algunas metralletas que parecen reales y con las que es divertido hacer el tonto. La madre de Barry siempre es simpática conmigo porque es fan de Erra, así que para merendar, además de un cuenco de cereales, nos deja tomar un poco de polvo de gelatina de limón lamiéndolo de la palma de la mano, algo que mamá sería incapaz de hacer porque dice que no son más que sustancias químicas que te provocan cáncer. Papá me recoge a las seis y vamos a hacer la compra de regreso a casa; compra pescado blanco y luego una botella de vino blanco para acompañarlo y, con un poco de suerte, poner de buen humor a mamá. Pero cuando mamá llega a casa a las siete tras su jornada dedicada a la investigación no da la impresión de que el vino, al margen de la cantidad y el color, vaya a surtir efecto. Me voy al cuarto y me pongo a jugar a la guerra con mis muñecos de Playmobil porque no se me permite tener soldados, ya que mamá está en contra de la guerra y no quiere que me convierta en un macho violento como la mayoría de los hombres.

– La gente no lo sabe, Aron -la oigo decir desde lejos con una voz llena de emoción que me asusta-. Saben lo de los campos pero esto no.

Y luego no alcanzo a entender lo que responde mi padre pero entonces ella dice:

– ¡Más de doscientos mil niños! ¡Secuestrados! ¡Raptados! Arrancados de sus familias en Europa del Este…

Y empiezo a ponerme nervioso de verdad. Mi marquita de nacimiento en forma de murciélago me sugiere hacer ruidos de explosiones con la boca y convertir los juguetes Lego en helicópteros, bombarderos y misiles tierra-aire para ahogar el sonido de la voz de mi madre, así que lo hago y funciona.

Cuando papá me llama para cenar, mamá está sentada con los codos apoyados en la mesa, la cabeza entre las manos, como si le pesara una tonelada, y papá se está quitando el delantal. Trae una vela y dice medio en broma:

– Sadie, es viernes por la noche, ¿quieres una vela de Sabbath?

Pero mamá se yergue de repente en la silla, su mano se levanta como por voluntad propia y tira la vela al suelo.

– ¡Si eres incapaz de seguir la tradición -dice-, lo menos que puedes hacer es no reírte de ella!

No creo que haya roto la vela a propósito, pero se rompe de todas maneras y papá recoge los dos trozos y los tira a la basura sin decir palabra.

Mientras comemos el pescado blanco que papá ha fileteado para mí porque me da miedo clavarme una espina en la garganta y ahogarme hasta morir, mamá se vuelve hacia mí y dice «Randall», en un tono que me hace desear encontrarme de nuevo en casa de Barry lamiendo gelatina de limón de la mano sin la menor preocupación.

– ¿Sí, mamá?

– Randall, voy a tener que irme una temporada, a Alemania. Sé que a ti debe de parecerte que paso fuera mucho tiempo… pero los documentos que necesito para la tesis están casi todos en Alemania, así son las cosas.

– Sadie -dice papá-, el crío no sabe de qué le hablas. No sabría encontrar Alemania en un mapa.

– ¡Bueno, pues ya va siendo hora de que aprenda dónde está Alemania porque lleva sangre alemana en las venas! ¿Lo sabías, Randall? ¿Sabías que tu abuela Erra nació en Alemania?

– No -susurro-. Creía que había nacido en Canadá.

– Creció en Canadá -responde mamá-, y no habla nunca de los primeros años de su vida, pero lo cierto es que los pasó en Alemania. Escucha, cariño, es importante que averigüe tanto como me sea posible del asunto. También es por tu bien, ¿sabes? Me refiero a que no podemos construir un futuro juntos si no sabemos la verdad acerca de nuestro pasado, ¿verdad?

– Por el amor de Dios, Sadie, el niño tiene seis años.

– Vale, vale -dice mamá en un tono sorprendentemente quedo-. Lo que pasa es que… tengo muchas preguntas acerca de una parte concreta de nuestro pasado. Cantidad de preguntas… Y la abuela Erra no puede o no quiere contestarlas. Así que… tengo que irme a Alemania.

– Eso ya lo has dicho -señala papá.

– Lo sé, Aron -replica mamá, sin levantar el tono de voz aún-. Si me repito es porque me he dejado lo más importante… y si me he dejado lo más importante es porque sólo pensarlo hace que me dé vueltas la cabeza. Hoy he recibido una carta… de la hermana de Erra. Dice que si voy a verla a Múnich me contará todo lo que sabe.

Un espeso silencio sigue a este anuncio. Levanto la mirada hacia papá y parece desesperado, y además ha dejado en el plato la mayor parte de la cena, cosa que casi nunca ocurre.

La conversación nos ha incomodado a todos, y cuando me escabullo a mi cuarto, intentando no llamar la atención, oigo que papá le dice a mamá:

– Estás tan obsesionada con el sufrimiento de esos niños hace cuarenta años que ni siquiera ves el sufrimiento de tu hijo delante de ti. Déjalo, Sadie. ¿No puedes dejar todo ese asunto?

– No, no puedo -responde mamá-. ¿No lo entiendes? Este… mal… no es una suerte de concepto abstracto para mí. ¡Tiene que ver con mi propia madre! Conseguir que hable de su primera infancia es como arrancarle los dientes. Le llevó quince años reconocer que Janek fue raptado, no adoptado, veinte años soltar el nombre de su familia alemana y la ciudad donde vivían; tengo que averiguar más al respecto, seguro que puedes entenderlo, ¿no? ¡Tengo que saber quiénes eran mis abuelos! Si les dieron un niño polaco para sustituir a su hijo muerto, debían de ser nazis o al menos estar congraciados con los nazis. ¡Necesito saberlo!

Cierro la puerta y retomo mi guerra con muñecos y piezas de Lego donde la he dejado.

Mis padres lavan los platos y cuando llega la hora de acostarme papá viene y se esmera en que olvide el malestar dándome un vapuleo. Eso significa que me tumbo boca abajo en pijama y me recorre el cuerpo de arriba abajo propinándome palmadas rítmicamente al tiempo que canta a pleno pulmón. Esta noche canta esa canción cuya letra suena como un galimatías cuando la escuchas por primera vez.

Ooooooh, syeguascomenavena y sícomenavena y sovejitasiedra,

Uniño comraiedratambién, ¿rdad? Uniño comraiedratambién, ¿rdad?

Es un galimatías de cuidado pero luego la canción explica:

Si las palabras parecen caprichosas

y al oído suenan graciosas,

un poquito revueltas y de cualquier manera,

es: ¡Las yeguas comen avena y, sí, comen avena, y las ovejitas hiedra!

Oh…

Luego la canta rápido de nuevo y esta vez se entiende todo, incluida la última estrofa: «Un niño comerá hiedra también, ¿verdad?» Ojalá los adultos se sentaran conmigo y me lo explicaran todo poco a poco como hace esta canción, pienso a menudo.

Igual que ocurre siempre, el palmeteo de papá me hace reír a voz en grito y suplicarle que siga pero justo entonces viene mamá y dice que es demasiado alboroto justo antes de dormir y que tengo que calmarme. Así que papá me da un fuerte abrazo y un beso en la frente y mamá se sienta a mi lado en la cama para contarme una historia que también me gusta. Cuando tenía mi edad sabía leer pero yo aún no he aprendido, así que tengo que esperar a que alguien me lea, otro ejemplo de que nunca soy lo bastante bueno, aunque lo intento. Esta noche me cuenta el cuento del Negrito Sambo, para lo que ni siquiera le hace falta el libro porque aún se lo sabe de memoria de cuando era pequeña. Yo también prácticamente lo he memorizado, que es otra forma de decir que me lo he aprendido de corrido y puedo decir todas las palabras antes de que el Negrito Sambo diga: «Oh, por favor, señor Tigre, si no me come le daré mi precioso Abriguito Rojo», y demás, el cuento entero hasta que los tigres se han derretido en un charco de mantequilla y Sambo dice: «¡Oh! ¡Qué mantequilla derretida tan rica! Se la voy a llevar a la Negra Mumbo -que es su madre- para que cocine con ella», y luego la Negra Mumbo prepara tortitas y el Negrito Sambo se come ciento sesenta y nueve porque tiene muchísima hambre. Una vez terminado el cuento, mamá me rodea con los brazos y me mece suavemente, tarareando entre dientes, y la piel de sus brazos es muy suave, pero no así su manera de abrazarme.

La mañana en que se marcha a Alemania despierto temprano, no son más que las seis y media. Me gusta saber la hora, cosa que aprendí la primavera pasada en el parvulario. Papá cuenta un chiste que dice: «¿Por qué el tontorrón tiró el reloj por la ventana? Porque quería que el tiempo pasara volando.» Es un chiste bastante bueno pero al mismo tiempo me preocupa que el tiempo pase volando. Mamá dice que cuanto mayor te haces más deprisa pasa, y me da miedo que si no tengo cuidado la vida entera se me pase de un plumazo y me despierte un día dentro del ataúd y todo haya terminado sin haber tenido tiempo de apreciarlo. Ya sé que los muertos en realidad no se despiertan ni se dan cuenta de que están en el ataúd bajo tierra, pero aun así da muchísimo miedo pensar que los han metido allí, como al abuelo cuando fuimos a su funeral en Long Island. Me pareció espantoso que el padre de mi propio padre estuviera de veras dentro de esa caja y todo el mundo pareciera dar por sentado que eso estaba bien, que así se hacían las cosas. Los enterradores pusieron el ataúd sobre unas cuerdas y las ataron, luego lo alzaron, lo dejaron en suspenso sobre la tumba y lo bajaron hasta que tocó fondo y entonces volvieron a desatar las cuerdas y las sacaron de golpe de la tumba. Bueno, estaban dejando una persona humana en ese agujero pero no querían echar a perder un par de buenas cuerdas, ¿no? Saltaba a la vista que estaban acostumbrados a ello, que lo hacían todos los días y no era más que un trabajo para ellos, mientras que para mí la persona que metían en la tierra era mi único abuelo (ya que mamá no conoció a su padre) y no iba a volver a verlo y fue entonces cuando entendí de veras el sentido de la palabra nunca.

Miro de reojo el reloj y veo que mientras estaba aquí tumbado pensando en la muerte, han transcurrido exactamente tres minutos.

Después de la muerte del abuelo, la abuela tuvo que vender su casa en Long Island. Esa casa era uno de mis sitios preferidos para ir de visita, con cantidad de rincones y grietas, armarios y despensas, pero la abuela dijo que no podía ocuparse ella sola, así que se fue a vivir a una residencia con otros ancianos. Ahora no hay ningún lugar para que nos reunamos todos los primos a jugar al escondite como solíamos hacer en su casa, no se puede jugar al escondite en un apartamento en Manhattan. Una vez me escondí acurrucado en una caja de cartón grande en el sótano y cuando bajaron mis primos oí que me llamaban -«¡Randall! ¡Randall!»-, pero era un escondite tan bueno que no me encontraron, y después de un rato se dieron por vencidos y se fueron a jugar al frisbee y se olvidaron de mí. Mientras tanto, me quedé allí y aguardé y seguí aguardando y cuando por fin salí tenía frío y estaba rígido de la cabeza a los pies, y cuando mis primos me vieron ni siquiera me dijeron: «¿Dónde estabas? ¡Te hemos estado buscando por todas partes!» Me dolió que no me hubieran echado de menos y pensé: así debe de ser cuando estás muerto, la vida sencillamente sigue adelante sin ti.

Ahora son las siete en punto y oigo que suena el despertador de mamá, así que tengo derecho a entrar en su dormitorio si quiero, cosa que hago. Me deslizo muy suavemente de rodillas y puños y me pego a los pies de la cama, donde no pueden verme. La manta está arrebujada en el suelo, sólo están cubiertos con la sábana y sus cuatro pies sobresalen del borde del colchón. Los pies de papá son enormes y están un poco sucios en las plantas porque le gusta deambular por el apartamento descalzo y lo que me fascina especialmente es la gruesa piel amarillenta en torno a los rebordes de los talones, que cuando la tocas parece madera en vez de piel. Los pies de mamá son más limpios pero en la base del dedo gordo tiene unos bultos huesudos llamados juanetes que tampoco resultan atractivos. En general, los pies adultos me parecen bastante feos y debo reconocer que una de las cosas de hacerse mayor que no me hace ilusión es ver cómo los pies se me van afeando conforme pasan los años.

Cosquilleo la gruesa piel amarillenta en el talón de papá muy levemente con mi uña de niño, tan levemente que al principio no alcanza a sentirlo. Luego avanzo poco a poco hacia el empeine: ¡ah, ahora lo ha sentido! Pero puesto que aún no sabe que estoy en la habitación, cree que una mosca se le ha posado en el pie, así que patalea para ahuyentarla. Entonces empiezo a hacerle cosquillas de verdad y se incorpora con un alarido. «¿Qué demonios?», dice mamá, porque, al sentarse, papá le ha quitado la sábana y ahora me ve y tiene todo el pecho al descubierto con los senos colgando a la vista, así que se vuelve rápidamente y coge el albornoz.

Cuando era pequeño mamá y yo solíamos bañarnos juntos y no la avergonzaba que le viera los pechos, incluso me dejaba jugar con ellos. Pero hace tiempo me fueron vedados y sólo papá tiene oportunidad de verlos, aparte de ella, claro. (¿Hubo un día concreto en que me hice demasiado mayor para ver los pechos de mi madre? ¿Cómo decidió ella exactamente qué día debía ser?) Es curioso lo de los pechos de las mujeres: cuando acabas de nacer pasas horas cada día acariciándolos con el hocico y chupeteándolos, luego poco a poco te van apartando y llega un día en que ni siquiera te permiten seguir viéndolos. Pero en la tele y las pelis las mujeres están siempre enseñando los pechos, todo salvo los pezones, como si los pezones contuvieran algún secreto sagrado, cosa que no contienen; la mayor parte del tiempo ni siquiera tienen leche. Por lo que respecta a lo que hay entre sus piernas, mamá siempre se baña con las bragas puestas, así que nunca he visto esa parte del cuerpo de una mujer salvo en estatuas de parque desnudas, así que le pregunté a papá al respecto y me dijo que hay muchas cosas interesantes ahí abajo, sólo que no sobresalen como las nuestras.

Mamá entra en la cocina a preparar café y papá y yo vamos al cuarto de baño a hacer pis. Nos ponemos codo con codo delante del retrete y dirigimos nuestros dos arcos amarillos de manera que se encuentren y se mezclen en el agua clara, y a mí me parece de lo más interesante cómo al principio aún se percibe la separación entre amarillo y transparente pero en unos segundos todo es de un mismo color amarillo claro. Ahora se me da bien apuntar, pero cuando era pequeño se me caían gotitas de pis al suelo casi siempre y mamá me hacía limpiarlas con una esponja y enjuagar la esponja bajo el grifo, y me asqueaba pensar que estaba tocando mi propio pis con las manos.

El vuelo de mamá no despega hasta las siete de la tarde pero sé que todo nuestro día estará impregnado por esa idea. Mientras toma el café tiene los ojos inquietos entre maletas y pasaportes, visados y mapas, y veo que no queda sitio para mí.

– ¿No es increíble, Aron? En menos de veinticuatro horas estaré en Alemania. ¡Es una locura! Mm, mm, mm, vamos a ver. Una lista, eso necesito, hacer una lista. Recuérdalo siempre, Randall: cuando te veas desbordado, haz una lista. Echa un buen vistazo a tus obligaciones y apúntalas en un papel de más a menos importantes. Hay que empezar con la tarea más importante, la más difícil, la que menos te apetezca hacer. A eso se le llama coger el toro por los cuernos.

– Yo nunca paso de ahí -comenta papá-, porque el toro siempre me cornea y el público se pone en pie, jaleándolo, y lo único que puedo hacer es quedarme ahí tumbado y desangrarme hasta morir.

– ¡Aron!

– No, tu madre tiene razón, Ran. No hagas hoy lo que puedas dejar para mañana.

– ¡Es al revés! -digo yo, entre risas-. No dejes para mañana…

– Ah, ¿sí? Perdona… Por alguna razón siempre me equivoco con ese refrán.

– Y bien, ¿cuál es tu toro, Sadie?

– ¿Eh?

– ¿El que has decidido coger por los cuernos hoy?

– Ah… pues hacer el equipaje. Ésa es mi prioridad, hacer el equipaje.


***

Se va al dormitorio después de desayunar y mientras papá friega los platos la oímos hablar consigo misma. Está sacando prendas del armario y las deja sobre la cama para sopesarlas, mientras dice: «Vamos a ver, vamos a ver, esto me queda un poco ceñido en la cintura, este jersey no va con estos pantalones, debería llevarme dos o tres faldas, me pregunto si venden pantis en Alemania», todo lo cual estaría de maravilla si no oyéramos también una segunda voz entre esos comentarios que dice: «¿Para qué te lo has comprado, estúpida?» y «¿Quién te parece que tiene la culpa?» y «Ahora te da miedo subirte a la báscula, ¿eh?» y «¿Cuánto crees que te llevará averiguarlo?». Un rato después papá se acerca y cierra la puerta del dormitorio con suavidad porque es un tanto molesto oír a tu propia madre hablar consigo misma a dos voces en ese plan.

Por lo general, cuando mamá viaja se ausenta dos o tres días, una semana como mucho. Esta vez será una quincena, que según me ha dicho papá son quince días, catorce noches. Ya empiezo a echarla de menos con una punzada en el estómago. Me pregunto si ella también me echa de menos cuando despierta en una habitación de hotel lejana. ¿Se pregunta qué estoy haciendo mientras ella no está?

Los días pasan segundo a segundo y a pesar de que echo de menos a mi madre yo diría que estoy pasando un verano bastante bueno.

Mamá llama y yo respondo al teléfono; dice: «Hola, cariño», y un par de cosas más, pero se nota que está impaciente por acabar nuestra conversación porque la llamada cuesta dinero y sobre todo quiere hablar con papá. Hablan un buen rato y aunque él no levanta la voz me doy cuenta de que no le gusta lo que oye, cosa que me hace ir al baño con diarrea. Luego me dice que mamá está muy entusiasmada con lo que ha averiguado gracias a la hermana de la abuela Erra en Múnich.

Justo al día siguiente llama la abuela Erra, lo que me hace sentir culpable a pesar de que no soy yo quien está hurgando en su pasado. Se sorprende cuando le digo que mamá está de viaje, lo que sin duda significa que mamá no le contó que iba a encontrarse con su hermana en Alemania. Caigo en la cuenta de inmediato, así que digo que me parece que se ha ido a una gira de conferencias.

– ¿Una gira de conferencias en pleno verano? -dice Erra-. Eso es imposible, todas las universidades están cerradas.

– Igual es en el hemisferio sur -respondo, para alardear de que he aprendido lo de las estaciones y también para que todo suene lógico.

Erra ríe a carcajadas y luego dice:

– Bueno, ¿qué te parece si nos vamos los cuatro de picnic el domingo que viene?

Cuando dice «los cuatro» me doy cuenta de que se refiere a que voy a conocer a su novia por fin, otro secreto que papá y yo tendremos que mantener enterrado en nuestro acuerdo de caballeros.

El sábado papá llega a casa cargado con bolsas del supermercado y el domingo se pasa toda la mañana preparando el picnic, pero justo cuando lo está metiendo todo en la cesta empieza a llover. No unas gotitas ni un refrescante chaparrón estival que luego deja el cielo de un azul intenso como de recién lavado; no, un auténtico diluvio que se precipita de tercos nubarrones grises con aspecto de haber venido para quedarse. Me entristezco porque está claro que sentarse en una manta en Central Park resulta impensable en el futuro inmediato y me hacía mucha ilusión ir. Papá llama a la abuela Erra y le dice: «Parece que Dios tiene otros planes para hoy», pero entonces ella responde algo que no oigo y él contesta: «Estupendo. Dentro de una hora os llamamos al timbre.»

Se vuelve hacia mí y dice:

– Vamos a ir de picnic al Bowery.

Cuando llegamos allí estamos chorreando y la abuela Erra y su amiga nos reciben con toallas, nos frotan la cabeza hasta dejarnos mareados y con el pelo ensortijado, y el aguacero se ha convertido en un elemento dramático del día, un enemigo como un dragón de cuyas garras nos hemos arreglado para escapar con el picnic seco y a salvo. Han tendido un mantel en el suelo en el espacio principal del loft, provisto de platos de cartón y cubiertos de plástico como si los armarios no estuvieran llenos de vajilla y cubertería de verdad. La novia de Erra (que se llama Mercedes, igual que un coche elegante) es pequeña, de cabello moreno y ojos oscuros porque proviene de México, y cuando me estrecha la mano y dice «¡Me alegro de conocerte, Randall!», me da la sensación de que va en serio.

La abuela Erra me coge en sus brazos, más fuertes de lo que parecen, y me besa en la frente, la nariz, la barbilla y las dos mejillas, sonriéndome a los ojos entre un beso y otro. Tiene ojos azul zafiro en torno a los cuales, de cerca, se aprecian arrugas, y ya tiene el pelo casi todo blanco, con apenas unas hebras amarillas.

– Hombrecito mío -me dice-, ha pasado muchísimo tiempo, ¿verdad?

Y yo digo:

– Sí.

Así que nos sentamos en el suelo, cada uno en un lado del mantel, y debo reconocer que para ser unas ancianas de cuarenta y tantos, a Erra y Mercedes se les da mucho mejor sentarse con las piernas cruzadas que a mi padre, que acaba de cumplir los cuarenta; transcurrido un rato tiene unos calambres tan fuertes que se ve obligado a coger un cojín. No sólo la comida está deliciosa sino que hay un ambiente especial, como si fuéramos actores en una obra, debido al cielo gris oscuro como un antiguo castillo y la lluvia que azota ventanas y vidrios como la cola de un dragón. Mercedes enciende dos velas, lo que hace que todo sea más teatral incluso, y cuando terminamos de comer la abuela Erra coge una de las velas para encenderse un purito.

– Así que mi hija se ha ido de paseo al hemisferio sur, ¿no? -comenta con una sonrisita irónica.

– ¿El hemisferio sur? -repite papá, y yo me sonrojo y le lanzo una mirada urgente para que se dé cuenta de por qué he contado esa mentirijilla-. Ah… Randall debe de haberse confundido. Está en el sur, a eso se refería, el sur de Alemania, llevando a cabo una investigación en busca de algo.

– Busca, rebusca y requetebusca -suspira Erra-. Me pregunto si alguna vez encontrará algo.

Mercedes deja escapar una risita y se lleva la mano a la boca porque estoy presente y no debería reírse de mi madre delante de mí.

– ¡Alemania! Dios, si llego a saber que se convertiría en semejante obsesión… -comenta Erra-. Qué profesión tan extraña, ¿no te parece, Aron? ¿Eso de entrometerse en vidas ajenas?

– Bueno, no lo sé -dice papá-. Mi profesión es peor: yo me apropio de vidas ajenas para crear mis personajes. Quien vive en una casa de cristal no debería guardar piedras.

– ¡Tirar piedras, papá! -le digo, para corregirlo, aunque sé que ha cometido el error a posta.

– No, no es lo mismo -asegura la abuela Erra-. Tú eres artista.

Todavía con el purito entre los dientes y una espiral de humo ascendente que la hace bizquear, se acerca al piano en un rincón del loft.

– Ven aquí, Randall -dice, y obedezco encantado-. Vamos a tocar algo juntos.

– Yo no sé tocar.

Me coge en brazos, me sienta en el taburete del piano y me alisa el pelo, que aún debe de estar revuelto de tanto frotarlo con la toalla.

– Ese murcielaguito velludo que tienes en el hombro te ayudará, ¿verdad? Lo que necesito es que te quedes aquí con los graves… y toques sólo notas negras, pero suave, muy suavemente, ¿vale? Y que escuches lo que tocas hasta que te guste.

Papá y Mercedes guardan completo silencio en el otro extremo de la sala. Como suele decirse, se oiría el vuelo de una mosca. Sirviéndome de ambas manos, toco unas notas negras lenta y suavemente. La abuela Erra permanece cerca, escucha y asiente, apaga el puro y unos segundos después oigo un tarareo proveniente de su pecho. Luego, conforme voy tocando, responde a cada una de mis notas con una nota propia, ya sea armónica o disonante, y es como si camináramos juntos por el bosque lentamente y nos escondiéramos tras los árboles. Mis dedos van cobrando rapidez poco a poco, y también su voz, pero seguimos respetando la regla de la suavidad, así que es como si bailáramos claqué juntos en la nieve.

Pasado un rato me da la impresión de que es buen momento para parar, y ambos paramos en el mismo instante, y papá y Mercedes nos aplauden, pero con suavidad, tan suavemente que no se los oye, lo que nos hace reír. La abuela Erra hace girar el taburete del piano y me levanta para cogerme en brazos.

– ¿Lo ves? -dice-. ¡Has tocado!

Cruza la sala de regreso conmigo sujeto sin ningún esfuerzo a la cadera.

– Me ha parecido oír alguna que otra palabra -dice papá-. Al menos un par de sílabas, de vez en cuando… No te nos estarás volviendo humana, Erra, ¿verdad?

– ¡Siempre he sido humana! -ríe la abuela-. Pero es cierto que he empezado a utilizar palabras al cantar… gracias a Mercedes. Es una maga con las palabras.

– ¿De verdad? -le pregunto mientras la abuela me deja en una butaca.

– La magia no está en mí -explica Mercedes-, no está en la gente, está en lo que ocurre entre la gente. Aprender a utilizarla es sobre todo una cuestión de concentración.

– Yo tengo un grave problema de concentración -bromea papá.

– Shhh… -dice Mercedes, y se lleva el dedo a los labios y baja la voz hasta un susurro ronco-. A veces, si cierras los ojos y escuchas con mucha atención, ocurre algo mágico. ¿Preparado, Randall?

– Preparado.

– Vale. Tienes una suave nube blanca en el cerebro, como una bola de algodón… ¿la ves?

– Sí.

– Hay una cuerda que sale de la nube, ¿verdad? Tiras con cuidado de la cuerda y tiene muchos lacitos de colores, como la estela de una cometa… así que sigues tirando con cuidado… los lazos están cosidos unos a otros… son palabras, los lazos son palabras… ¡y mira, mira lo que te traen desde el otro lado de la nube!

Abro los ojos pero Mercedes sonríe y dice:

– No, no, me refiero a que mires tu interior. Para mirar hacia dentro tienes que mantener los ojos cerrados. Vale… ahora va a ocurrir algo mágico, las imágenes se van a desplazar de mi cerebro al tuyo y empezarás a ver todo lo que yo diga. -Continúa hablando en voz baja con pausas entre cada palabra y la siguiente-: Aquí hay… un cuervo muerto… Aquí hay… un hada de alas iridiscentes… Aquí hay… un cuenco de avena… ¿Los ves, Randall?

Asiento porque puedo verlos de verdad. Hay un silencio expectante, así que me meto de verdad en el asunto, veo uno de los ojos del cuervo inmóvil, medio abierto y vidrioso, y la diadema de diamante anidada en el cabello dorado del hada, y el vapor que brota del cuenco de avena caliente que a veces prepara papá para desayunar en invierno, con azúcar moreno y crema, en ocasiones incluso con pasas, suculento.

Cuando abro los ojos de nuevo, los tres adultos me están sonriendo.

– Ocurre de continuo -me dice Mercedes-. La parte mágica es sencillamente ser consciente de ello.

– ¿Eres poeta? -le pregunta papá, cosa que la hace estallar en las carcajadas más preciosas que he oído en mi vida, como un millón de relucientes gotitas de agua esparcidas a nuestro alrededor.

– No -responde-. Soy terapeuta. Me dedico a la terapia de imagen.

Y aunque no sé con seguridad a qué se refiere, suena a algo muy agradable de hacer con ella.

– Una demostración fascinante -dice papá, y enciende un pitillo, cosa que ambos sabemos no agradaría a mamá-. Pero las obras de teatro son un asunto completamente distinto. No se puede escribir una obra sobre un cuervo muerto, un hada iridiscente o un cuenco de avena, tienes que relacionarlos todos de alguna manera.

– No sólo eso -añade la abuela Erra-, sino que la magia de Mercedes sólo funciona entre hablantes de la misma lengua. Si hubiera dicho cuervo muerto en otro idioma, Randall no habría visto nada. Por eso siempre he preferido la voz pura. Todo el mundo es capaz de entender la voz; mi canto es totalmente simple y manifiesto, ¿no es así, Randall?

– No lo sé -respondo con sinceridad-. Es totalmente hermoso, eso seguro.

Los adultos ríen porque he dicho «totalmente», que no es una palabra para niños, aunque la utilizan delante de nosotros todo el rato.

– Gracias, cariño -me dice la abuela.

Luego todos empiezan a tener conversaciones de adultos sobre el presidente Reagan (al que papá se refiere como «ese actor de cuarta categoría»), que ha enviado tropas a Beirut, y yo me acurruco en un almohadón en el suelo y me voy adormilando un poco, pensando que soy el Lirón, como mi madre, y tal vez empiecen a echarme té encima dentro de poco. En un momento dado me duermo por completo pero luego despierto porque todos se echan a reír a carcajadas aunque no he oído qué les hace reír, la abuela Erra levanta la voz de repente para decir que el único instrumento que ha acompañado siempre su canto es un laúd, papá y Mercedes cruzan una mirada con el ceño un poco arrugado en plan «de qué está hablando», y papá dice:

– Perdona, pero me parece que nunca he visto a un tañedor de laúd entre tus músicos.

Y Erra sonríe y dice:

– Es posible que sea invisible pero está, es el único que está de veras.

Quizá lo haya soñado, no estoy seguro de que dijera eso del laúd, a menudo las frases de la gente se distorsionan al colársete en los sueños.

Hacia el final de la velada todos intentamos hacer el pino. Papá se cae una y otra vez, Mercedes consigue levantar las piernas pero no ponerlas en línea recta con el cuerpo, yo mejoro con cada intento pero la abuela Erra es quien mejor lo hace y me pregunto si su vida será así todo el rato o si sólo se debe a la ocasión especial del picnic dominical en el suelo.

Esa noche en la cama intento hacer la magia de Mercedes con las palabras, cierro los ojos y murmuro «perro… gato… plato…» y demás, pero no funciona tan bien como cuando hay alguien que dice las palabras por ti sin que las esperes. Es difícil sorprenderse a uno mismo, igual que es difícil hacerse cosquillas, como me hizo ver papá hace mucho tiempo. «No puedo hacerme reír cosquilleándome -añadió-, pero puedo hacerme reír pensando en gente que intenta cosquillearse sin conseguirlo.»

Mamá vuelve a telefonear y al principio, al oír su voz, papá parece feliz y luego cada vez menos y menos feliz.

– ¿Qué quieres decir? -pregunta. Escucha un poco más y asiente, aunque ella no puede verlo, y dice-: Increíble. Ucranianos, ¿eh…? Sí, eso es, es posible que hayan provocado algún que otro pogromo para correrse una juerga, pero no son gente en plan solución final… Escucha, Sadie, claro que es de lo más fascinante, pero no me casé con tus antepasados, me casé contigo y me gustaría poder pasar un rato contigo de vez en cuando.

Transcurre otro par de minutos mientras sé que mamá está organizando una de las buenas en el otro extremo de la línea.

– ¿Que vas a qué? -dice él-. ¿Chicago? ¿Qué hay en Chicago…? ¿Qué pasa, ahora eres detective…? No son los días lo que me molesta, es cómo te estás llenando la cabeza con todo esto…

Pero ella no le deja terminar la frase, y poco después papá se despide.

– Tu madre va a hacer un pequeño desvío pasando por Chicago de regreso a casa. -Eso es lo único que me dice-. No volverá hasta el miércoles que viene.

Mientras no regresa mamá, hay un autor teatral amigo de papá llamado Jacob que se pasa por casa para charlar. Jacob me cae muy bien porque tiene una larga barba negra y un vozarrón lleno de risas. Representan una de sus obras en un teatro de verano allá en Vermont y quiere que papá lo acompañe en coche. Papá dice:

– Bueno, me encantaría, pero tengo que ocuparme de este enano de aquí.

– ¡Pues trae al enano! -responde Jacob-. ¡Qué demonios, cuantos más, mejor!

Así que resulta que sin contarle siquiera a mamá nuestros planes, nos vamos de Nueva York el sábado por la mañana en el viejo microbús de Jacob, que a ella le daría un síncope de lo sucio y lleno de trastos que está, y allá que nos vamos hasta Brattleboro, que queda a un buen trecho. Para pasar el rato, Jacob y papá cantan canciones de musicales de Broadway de cuando eran jóvenes, pero como nunca se acuerdan de la letra entera, empiezan a tontear con ellas, uno empieza una canción y luego el otro se une con una estrofa de otra canción y así sucesivamente, alternándose, y la única regla es que más o menos tiene que tener sentido y estar en la misma clave:

Si yo fuera rico, dubi dubi dubi dubi dubi dubi dibi da. El día entero seguiría el camino de baldosas amarillas. Seguiría el camino de baldosas amarillas la raa… Zim bam budel uu, hudel ah da wa sa Scatty wah. ¡Sí! No tiene por qué ser así. ¡Para llegar a los cielos, no aspires a un siete bajo las luces de Broadway! Oh, luna de Alabama, si yo fuera bidi bidi rico en yidel didel didel didel en Nueva York, Nueva York, qué maravilla de ciudad, el Bronx allá arriba, pero el Battery allá abajo, la gente va por un hoyo subterráneo… El pequeño David era bajito, ¡pero vaya! El pequeño David era bajito, ¡pero vaya! ¡Verás que es un as de la magia! ¡Si alguna vez hubo un gran mago! ¡Si alguna vez, oh, alguna vez hubo un gran mago! El mago de Oz lo es porque, porque, porque, porque, porque Moisés supone que sus deditos son rositas, pero Moisés no supone bien. Hupti dudi dudel, el pequeño Moisés fue hallado en un arroyo, el pequeño Moisés fue hallado en un arroyo, fue flotando por el agua hasta que la hija del viejo faraón dijo: muéstrame el camino hasta el próximo bar, oh, no preguntes por qué, oh, no preguntes por qué…

Sigue y sigue hasta que están cantando a pleno pulmón con las ventanillas abiertas y debo reconocer que no he visto a papá tan animado en mucho tiempo.

Cuando por fin llegamos al teatro, papá me sienta en su regazo y duermo durante la mayor parte de la obra, que de todas maneras no puedo entender. Luego hay una cena en honor de Jacob y me pregunto si papá está celoso, pero no lo parece, sino que bromea con todo el mundo y pregunta quién ha preparado esa comida tan deliciosa. Después resulta que no quedan habitaciones en la pensión porque Jacob nos trajo consigo en un arrebato y todas las habitaciones de la ciudad están reservadas para turistas. Jacob propone que nos den sacos de dormir y vayamos de acampada. Así que, aunque son las dos de la madrugada, volvemos a montarnos en el microbús y deambulamos un rato hasta dar con un lugar tranquilo, papá se apea y aparta una barrera y luego nos acurrucamos en los sacos de dormir en el suelo y contemplamos las estrellas. Es precioso de verdad y no hay muchos mosquitos. Antes de dormirme oigo a papá y Jacob hablando de cómo les recuerda a sus tiempos de juventud cuando eran hippies y la gente quería volver a la naturaleza tanto como fuera posible y todo el mundo llevaba el pelo largo y los pechos al aire y era una juerga.

Soy el primero en despertar por la mañana, muy temprano, cuando todo está tranquilo. Veo que estamos rodeados de prados y es tan temprano que el aire es fresco y aún hay rocío en la hierba reluciente a la luz clara. Mugen unas vacas de una granja cercana. Me levanto y camino descalzo por la hierba verde y húmeda y luego me meto en un bosquecillo en la linde del campo. Los rayos de sol empiezan a filtrarse entre las ramas, me siento en un viejo tocón de árbol y pienso en el alivio que supone no tener con nosotros en este viaje a mamá, que estaría preocupándose de que no nos resfriáramos o no nos hubiéramos lavado los dientes. Me acaricio con suavidad la marca de nacimiento del murciélago y me dice que ahora puedo hacer magia, así que lo intento. Pienso en la palabra rocío… Pienso en la palabra amanecer… Pienso en la palabra verano… y ocurre.

Unos minutos después un coche se acerca al microbús de Jacob y se detiene con un chirrido de frenos. Se apea un hombre que lleva un rifle. Se llega a zancadas hasta papá y Jacob, que siguen dormidos en el suelo, y no me ve gracias al bosquecillo, pero yo lo veo y parece enfadado.

– ¿Qué hostias hacéis en mi propiedad? -grita.

Papá y Jacob se incorporan frotándose los ojos y se alisan la ropa distraídamente.

– ¡Levantaos, coño! -grita el hombre, y los empuja con el cañón del rifle para demostrar que va en serio. Por lo visto, no puede hablar si no es a gritos-. ¿Veis ese cartel de ahí? -grita-. Pone «propiedad privada». Hostias, ¿es que no sabéis leer?

– Claro -dice papá-. Vimos el cartel…

– Claro que vimos el cartel -asiente Jacob-. Entramos, así que debimos de haberlo visto, pero no lo robamos.

– ¿Qué?

– No robamos el cartel -aclara papá-. Supusimos que como ponía «propiedad privada», debía de ser de alguien, así que no lo cogimos.

– Aunque nos habría venido de perlas para hacer una hoguera -añade Jacob en voz queda mientras se pone las sandalias-. Hacía una noche bastante fresca.

– Como soltéis otra gracia, capullos, voy a llamar a la policía -grita el granjero.

– ¿Dónde está tu hijo, Aron? -pregunta Jacob.

– ¿Así que lleváis críos? ¡¡Dios santo!!

– Estoy aquí, papá -digo, saliendo del bosquecillo. La voz me suena aguda y chillona a causa del arma, aunque me gustaría que no fuera así.

– A tomar por culo de aquí, ¿me oís?

– Calma, calma -le dice Jacob, que se agacha para recoger las mantas del suelo-. Ya nos vamos.

– ¡Eso estoy esperando! -grita el hombre-. ¡Os estoy vigilando! ¡Voy a contar hasta diez!

Mientras Jacob da marcha atrás para salir del campo, papá se despide con la mano para demostrar que no se siente humillado. Al tipo se le pone la cara morada de furia; vuelve a levantar el rifle y yo me encojo, notando casi la explosión del parabrisas si se enfadara lo bastante como para disparar. Momentos después, papá se vuelve hacia mí en el asiento trasero.

– ¿Estás bien, Ran? -pregunta en voz baja.

– Sí… No hacía falta que saludaras con la mano.

– Tienes razón. Ha sido una gilipollez.

Ni que decir tiene que toda esta excursión formará parte de nuestro acuerdo entre caballeros.

El miércoles siguiente vamos a recibir a mamá al JFK, que quiere decir John Fitzgerald Kennedy, quien fue un presidente de Estados Unidos al que mataron a tiros cuando mamá sólo tenía siete años y lo vio en la tele. Todavía recuerda a Jackie Kennedy, la mujer del presidente, con su traje rosa, a gatas por el Lincoln blindado nuevecito recogiendo trozos del cerebro de su marido, y dice que no entiende qué finalidad tiene un coche blindado si vas a bajar la capota y saludar a todo el mundo con la mano mientras te paseas entre el gentío. (¡Desde luego me alegro de que el granjero de Vermont no nos disparara, porque el microbús de Jacob no estaba blindado!)

Esperamos un buen rato viendo cómo atraviesan las puertas de vaivén los pasajeros del vuelo de Chicago. Es raro mirar todos esos rostros uno tras otro y comprobar que no son tu madre y descartarlos de inmediato como si no fueran nadie mientras que para la gente que los esperan son ellos quienes tienen importancia y tu madre no es nadie. Por fin -clic-:

– ¡Ahí está! -dice papá.

Ahí está, desde luego, arrastrando la maleta, y cuando nos ve no se le ilumina la cara tal como se le iluminaría a la abuela Erra, sino que más bien registra nuestra presencia en plan «Ah, bien, aquí estáis, ahora vamos a casa». Aun así, se agacha junto a la maleta para que me precipite a sus brazos y pueda abrazarme, pero en cuanto estoy entre sus brazos dice «¡Maldita sea!», y es un poco decepcionante oír esa palabra justo cuando abrazas a tu madre por primera vez en más de una quincena, pero es porque al agacharse ha hecho saltar uno de los botones de la cintura de sus pantalones, y cree que eso significa que ha engordado, lo que no es necesariamente cierto, a todo el mundo se le agranda el estómago al agacharse. Recoge el botón y se incorpora preocupada por el pantalón mientras papá, que tenía intención de darle un beso de bienvenida, se limita a cogerle la maleta, y luego nos dirigimos hacia el aparcamiento.

La agarro de la mano. Su mano está aquí conmigo, en Nueva York, pero su cabeza aún debe de estar yendo de un sitio a otro porque sin preguntarnos siquiera cómo nos ha ido comienza con su arenga. Su tono suena a problemas y más problemas, así que dejo que las palabras tomen forma allá arriba, a la altura de la boca de los adultos, mientras yo me quedo cerca del suelo y observo los miles de pies que pasan apresurados en todas direcciones. Pienso en lo que ocurriría si cayera una bomba en el JFK y toda esta gente se encontrara de repente muerta o desmembrada, revolcándose en su propia sangre. La marca de nacimiento en forma de murciélago me aconseja que suba el sonido de los bombarderos al máximo en el interior de mi cabeza y me regodeo en los gritos los vidrios que estallan los gemidos y zumbidos, el agudo silbido susurrante que hacen las bombas cuando caen en las películas, y luego la explosión una y otra vez.

En el coche la voz de mamá suena entusiasmada y habla sin parar de lo que ha averiguado en Chicago de una anciana llamada señorita Mulyk, que antes trabajaba en una agencia para personas desplazadas en Alemania tras la guerra y fue entonces cuando conoció a Erra. Papá se limita a asentir y gruñir de vez en cuando porque no puede meter una palabra ni con calzador. Pienso en cómo Mercedes pronuncia una palabra cada vez, pienso en sus tres ejemplos e intento con todas mis fuerzas ver las alas iridiscentes del hada, pero las palabras de mi madre se amontonan y revuelven el aire del coche. Algunas palabras aparecen una y otra vez: «fuente de vida… increíble… nazis… archivos destruidos… fuente de vida… increíble… sangre… mi propia vida… fuente de vida.…»

– ¿Qué es una fuente de vida, mamá?

Silencio en el asiento delantero.

– ¿Mamá?

– Sadie -dice papá con un suspiro-, igual esta conversación puede esperar un poco, ¿no te parece?

– Sí, claro que sí -cede mamá de repente, al tiempo que se vuelve en el asiento y me tiende la mano para que pueda cogérsela de nuevo, pero su nerviosismo hace que se me tense el estómago, como si algo horrible estuviera a punto de ocurrir. Sigue sin decir: «¿Qué habéis estado haciendo, chicos?» Se limita a contemplar cómo pasa veloz el puente de Manhattan con todo el tráfico encima.

Luego, transcurrido un rato, vuelve a hablarle a papá sobre lo que ha averiguado de la hermana de Erra, Greta, y sobre todo de esa tal señorita Mulyk en Chicago. Al parecer, los padres alemanes de Erra no murieron cuando su pueblo fue bombardeado tal como siempre le había dicho Erra, de hecho, ni siquiera eran sus padres, en realidad era ucraniana, para empezar, pero primero la llevaron raptada a Alemania y la agencia la localizó gracias a su marca de nacimiento, así que fue adoptada en Canadá; los padres muertos eran sus auténticos padres ucranianos.

– No lo entiendo -dice papá-. Si sus auténticos padres estaban muertos, ¿cómo se enteraron de lo suyo en la agencia? ¿Cómo la encontraron? ¿Quién les dijo que tenía una marca de nacimiento?

– Aún no lo sé todo -responde mamá-. Mi investigación acaba de comenzar. ¡He ido a Alemania en busca de respuestas y no he hecho más que volver con otro montón de preguntas nuevas!

A mí me resulta demasiado complicado; bueno, cuántos padres puede tener una niña, así que me duermo en el coche y ni siquiera sé quién me acuesta en la cama.

Lo que tienen los adultos es que toman todas las decisiones y no hay nada que hacer al respecto.

A la mañana siguiente mientras desayunamos mamá dice: «¿Sabes qué, Randall?», y ni siquiera digo: «¿Qué?» porque no estoy de ánimo; sé que ese qué va a llegar tanto si lo quiero como si no.

Lo entiendo. Se me desploma sobre la cabeza igual que un techo.

El qué es que vamos a mudarnos, vamos a irnos de Nueva York. No me lo puedo creer. Tenemos que mudarnos para que mi madre siga con la investigación, nada menos. Miro a papá pero no la contradice, le sigue la corriente. Nadie pide mi opinión. Intento apartar de la mente la situación entera con una fabulosa y reluciente aura atómica como en el primer episodio de Spiderman pero no funciona; esto está sucediendo de verdad. Vamos a vivir en una ciudad llamada Haifa, en Israel. La señorita Mulyk, a quien ojalá no hubiera conocido mamá en Chicago, le habló de un profesor de la Universidad de Haifa que es el principal especialista mundial en fuentes de vida. En eso está interesada mamá de repente, aunque no sé lo que es, porque me parece que la abuela Erra pasó cierto tiempo en una de ellas de niña, entre la familia ucraniana y la alemana. ¿Igual es como una fuente de la juventud y es lo que siempre la ha mantenido con un aspecto tan juvenil? Sea como sea, mamá va a trabajar con el archivo de ese hombre en Haifa. Todo está yendo tan rápido que no entiendo cuáles son las vinculaciones, ni siquiera sé qué es un archivo. Para mí habrá un colegio en Haifa llamado Escuela Hebrea Reali, y tengo que dar clases de hebreo durante el resto del verano porque si no hablas hebreo no te dejan entrar en esa escuela.

«¿Qué pasa con mis amigos?», tengo ganas de gritar, pero a mis padres les importa una mierda. Se supone que no hay que decir mierda pero me importa una mierda que se suponga que no hay que decir mierda. «Es sólo para un año», me dicen, pero para mí un año es una eternidad. En un año tendré siete. Es increíble. Cuando regresemos a Nueva York tendré siete años y me habrán dejado de lado, mis amigos ya no querrán jugar conmigo. No quiero irme de Nueva York y sé con seguridad que papá tampoco quiere. Intenta bromear al respecto, dice que vamos a pasar de Reagan a Begin, lo que al menos resulta poético. Dice que no tenemos mucho que opinar en el asunto, así que deberíamos tomárnoslo como una aventura. Dice que no le importa llevar a rastras su bloqueo de escritor hasta el otro lado del océano Atlántico, siempre y cuando mamá pague las tasas, porque pesa una tonelada.

Estoy furioso con mi madre. La mataría.

Empiezo a dibujar gente sin estómago otra vez a propósito.

Dibujo mujeres a las que les cortan los pechos.

Dibujo grandes dagas que se hunden en la espalda de mujeres pero tengo buen cuidado de que éstas no se parezcan a mi madre por si llega a encontrar mis dibujos.

Mamá me busca un profesor de hebreo y ya veo que las clases van a fastidiarme por completo el resto del verano. «No te preocupes, Randall», dice ella cuando me ve ahí sentado de morros, con los brazos firmemente cruzados sobre el pecho, a la espera de que llegue el profesor. Me acaricia la cabeza para demostrarme que le preocupa cómo me siento. No respondo porque disfruto de mi pose enfadada y disfruto aún más haciendo que se sienta culpable. Se va a toda prisa a la universidad en busca de más Mal, así que cuando suena el timbre es papá quién abre la puerta al profesor. Se llama Daniel y es bastante delicado y esbelto, con barba castaño claro y voz suave, y manos increíblemente expresivas que se mueven sin parar igual que pájaros.

Nos sentamos a la mesa del salón y él sonríe, me tiende la mano derecha y me dice: «Shalom», que mamá siempre me ha dicho que quería decir «paz» pero ahora veo que significa «hola», así que respondo «Shalom» y le estrecho la mano larga y blanca, que tiene una piel muy suave. Ha traído maletín y pienso: oh, no, va a ser igual que la escuela, pero resulta que el maletín está lleno de juegos y fotos. Así que lo primero que hacemos es jugar una partida de damas, que se me dan bien, y lo tengo derrotado en cinco minutos, y eso le da oportunidad de enseñarme a decir vosotros (atem), yo (ani), aquí (kan), ahí (sham), sí (ken), no (lo), ayuda (ezra) y gracias (todá). Para el final de la partida parece tan atónito con mi talento que me estoy partiendo de risa, y me enseña la palabra que significa «risa», que es tsahaq. Después vienen las fotos y en vez de estupideces como flores y gatitos tiene fotos de coches y bicicletas, pantalones vaqueros y botas, soldados y canicas, todo lo cual me será de gran utilidad como vocabulario. Las manos de Daniel revolotean y se precipitan de aquí para allá y son tan expresivas que apenas puedo quitarles ojo de encima. Le pregunto cómo decir «murciélago» y me lo dice, así que ya sé el nombre secreto de mi marca de nacimiento en hebreo: ataléf.

El mundo no es precisamente igual cuando todo tiene dos nombres distintos; es una noción extraña en la que pensar.

Tras unos días empiezo a esperar con ilusión nuestras clases porque cuando recuerdo lo que me ha enseñado, Daniel es todo halagos y sonrisas, y estoy impaciente por pasar a la siguiente etapa. Para principios de agosto construyo frases enteras, digo cosas como «Hace un tiempo horrible» (Mezeg avir garoua) y «Tengo hambre» (Ani raev) y «¿Damos un paseíto?» (Netayel ktzat?). Me gusta la sensación que produce este lenguaje en la garganta, sobre todo los sonidos ayin y jet, que son guturales y rugosos.

Aprecio a Daniel cada vez más y le pregunto palabras más difíciles, como «muerte» (mavet) y «soledad» (bdidout); sabe que son temas importantes y me hace preguntas al respecto. Se supone que debo evitar el inglés, así que cuando no sé las palabras en hebreo, las represento con gestos como si jugáramos a los acertijos, él asiente y me facilita las palabras que faltan. Le hablo del funeral del abuelo, de jugar al escondite y verme abandonado por mis primos, de la abuela Erra fumando puros y haciendo el pino, incluso de su segundo marido, Janek, que se voló la tapa de los sesos. Me corrige los errores con cuidado, asintiendo siempre como para decir: «Sí, eso es», para luego repetir mi frase con la corrección incluida de manera que pueda repetirla sin el error. Ahora las clases de hebreo son mi parte preferida del día y no quiero que acabe el verano porque eso supondrá no volver a ver a Daniel.

Un día le pregunto cómo se dice «fuente de vida» en hebreo, porque no hago más que oír hablar de ellas todo el rato y con un poco de suerte él podrá explicarme lo que son. Su sonrisa se evapora lentamente y sus delicadas manos de pájaro revolotean con delicadeza hasta posarse silenciosas sobre la mesa.

– ¿Cómo? Ani lo mevin -dice, que significa «no entiendo». Así que pronuncio las palabras una y otra vez, y añado, en inglés:

– Mamá cree que la abuela Erra estuvo una vez en una fuente de vida en Alemania, pero no sé lo que es.

Daniel guarda silencio tanto rato que me asusta. No me mira a mí, sino sus manos sobre la mesa, tan inmóviles como si los pájaros estuvieran muertos. Al cabo, recoge todos los papeles y les propina unos golpecitos contra la mesa de la cocina para juntarlos en un pulcro fajo y luego guardarlos en el maletín. Después cierra el maletín, se va pasillo adelante y llama a la puerta del despacho de mi padre. Cuando papá abre la puerta, Daniel le dice en voz queda:

– Al venir aquí tenía la impresión de que iba a dar clases a un pequeño judío, no a un descendiente de las SS. -Luego gira sobre los talones y se marcha del apartamento. Sus pasos son tan suaves y muelles como siempre, pero salta a la vista que es por última vez porque no dice «Lehitrahot».

Me siento fatal porque he perdido a un amigo y ni siquiera sé por qué, pero debe de ser culpa mía, así que rompo a llorar. Papá me coge en brazos y se limita a abrazarme con mis piernas en torno a su cintura, y me deja sollozar sobre su hombro sin hacerme ninguna pregunta.

Salimos a dar una vuelta a la manzana y decidimos que será mejor no contarle a mamá lo de la renuncia de Daniel porque de todos modos las clases iban a terminar en unos días, ya que nos vamos el domingo siguiente. Mientras tanto, podemos fingir que sigue viniendo y seguir practicando con el hebreo que ya me ha enseñado, que es mucho.

Mamá vuelve a casa de un ánimo excelente porque ha sido muy eficaz y eso siempre la hace feliz. A la hora de cenar, sin darse cuenta siquiera de lo deliciosa que está la lasaña de papá, anuncia:

– Todo está preparado. Por lo visto, Haifa es una ciudad preciosa. He alquilado un apartamento para nosotros en la calle Hatzvi, desde donde se puede ir andando a la escuela de Randall. Podré coger el autobús hasta la universidad y papá tendrá toda la tranquilidad que necesita para su trabajo.

– Sí, desde luego -comenta él-. Israel es un sitio de lo más tranquilo hoy en día, porque han enviado a la mayoría de sus soldados al Líbano.

– Ah, y Randall, ¡adivina qué! -dice mamá-. ¡Hay un zoo no muy lejos! Iremos juntos al zoo, será divertido, ¿verdad?

No respondo. Hay un zoo aquí mismo en Central Park y no me ha llevado ni una sola vez. Por no mencionar que, según papá, en Israel no juegan mucho al béisbol y tampoco puedes lanzarte en trineo porque no nieva en invierno.

Abrazo a Marvin bien fuerte por la noche en la cama. Voy a llevármelo a Israel y espero que pueda protegerme con la idea de que antes era de la abuela Erra. Ojalá pudiera venir con nosotros la abuela, pero, claro, estará otra vez de gira y ni siquiera creo que sepa la auténtica razón de que vayamos a pasar un año en Israel, que es que mamá quiere investigar sus vínculos con la fuente de vida.

Esa noche sueño que estamos en una cafetería y una mujer ha sido asesinada. Yace en el suelo en un charco de sangre con las extremidades desparramadas entre las patas de las mesas y las piernas de los clientes, pero nadie parece darse cuenta.

«¡Papá! -digo-. ¡Papá, mira! ¡Hay una mujer muerta en el suelo!»

Pero él está ocupado hablando con mamá y no me hacen caso, así que empiezo a estar muy disgustado. Justo entonces, un camarero de uniforme blanco se agacha y encima del charco escarlata empieza a extender trapos blancos que se empapan de sangre, y luego los retuerce para escurrirlos sobre una palangana.

«¡Ah -le digo-, así que lo sabías!» «Claro, jovencito -me responde-. Hacemos todo lo que está en nuestra mano para ofrecer un servicio irreprochable.»

Estamos en el avión. Mamá y papá leen libros y yo estoy sentado entre uno y otro con Marvin entre los brazos y asustado. Al final, papá se da cuenta de que tengo miedo, así que saca su libreta y jugamos al ahorcado y al tres en raya. Casi no hay niños en el avión, aparte de un par de bebés que no dejan de berrear. Papá le pregunta a la azafata si podría ponerles un poco de heroína en el biberón para que dejen de lamentarse. Eso hace reír a la azafata, pero la palabra «lamentarse» le recuerda a mamá un lugar sobre el que ha estado leyendo en su guía turística que se llama Muro de las Lamentaciones, adonde pueden ir los judíos a llorar todas las catástrofes que les han acontecido a lo largo de los siglos.

– Ya vale de tanto llorar y lamentarse -dice papá-. ¡Dos mil años, ya está bien! Voy a escribir una obra de teatro titulada El muro de las risas, acerca de un lugar sagrado al que va la gente para contarse chistes, bromear y sentirse mejor. Una hora de risa obligatoria todos los días -continúa-. Un chiste antes de cada comida. La Iglesia del Regocijo y el Jolgorio.

– Yo tenía un perro llamado Regocijo -comenta mamá, pero luego traen la comida y entre pasarnos las servilletas y los cubiertos de plástico y echarme un ojo para asegurarse de que no voy a derramar nada y calcular cuántas calorías hay en lo que come, se le olvida contarme lo del perro.

Después de comer me hace ir al lavabo a lavarme los dientes con el dedo.

El aeropuerto de Tel Aviv es una neblina de calor y voces chillonas. Han venido dos mujeres de la Universidad de Haifa a recibirnos, y me hablan en hebreo.

– Baruj haba -me dicen-. Ma Shlomja? -Y se les ilumina la cara cuando les respondo vacilante:

– Tov meód.

Si me esfuerzo en escuchar alcanzo a entender retazos de lo que se dice a mi alrededor gracias a Daniel. Consiguió meterme un montón asombroso de palabras hebreas en la cabeza antes de aquel fatídico día.

Haifa es una ciudad blanca y luminosa con agua azul alrededor allá donde mires. Piensas que el mar está a un lado pero luego está al otro porque es un promontorio y está construida sobre una colina escarpada, así que se puede ver en todas las direcciones. El sol cae a plomo y la calle Hatzvi, adonde nos llevan las dos señoras hacia lo alto de la colina, está completamente bordeada de árboles. Una calle tranquila con pájaros trinando. No me esperaba esto, aunque no sé qué esperaba. El sol cae entre las ramas de los árboles de la misma manera que el significado penetra entre el lenguaje: moteado. Para mí, el hebreo es un idioma moteado igual que Hatzvi es una calle moteada. Lo cierto es que aquí todo es muy bonito. Las mujeres nos ayudan a subir el equipaje por la escalera hasta nuestra nueva casa, que está toda limpia y tranquila y tiene muy poco que ver con la neoyorquina calle 54 Este, eso seguro. Un inconveniente: no hay tele.

Papá se pone de inmediato con lo más importante para él, que es comprar comida. Me lleva a un supermercado donde los pasillos son muy estrechos. Cuando llegamos a la caja hay carros alineados sin nadie al lado porque la gente pone el carro en la cola y luego se va a hacer la compra a toda prisa para no perder el turno en la caja. A mí me parece sorprendente, pero papá dice que probablemente aquí nos espera un buen número de sorpresas.

Prácticamente todo el mundo en Haifa parece judío, salvo algunos árabes, sólo que papá dice que no hay que llamarlos árabes porque árabe puede ser cualquier cosa, cristiano o judío o musulmán, pero mamá dice que eso no quiere decir que no sean árabes. Aquí no hay ningún negro.

En un par de días tengo que hacer mi primer examen para entrar en la Escuela Hebrea Reali, lo que me pone nervioso. Papá pasa las mañanas conmigo repasando listas de palabras porque mamá dice que lo mejor es coger el toro (shor) por los cuernos. La pronunciación y la memoria de papá no son tan buenas como las mías ni de lejos, cosa que, según dice, es porque a medida que envejeces las neuronas se acostumbran a hacer lo mismo todo el rato y no se puede enseñar trucos nuevos a un perro viejo. Luego nos vamos a pasear por el barrio antes de que apriete el calor, e intentamos recordar las palabras para designar todo lo que vemos, llevamos la cuenta y le doy una paliza de cuidado. Sentados en el parque de la calle Panorama se ve la ciudad entera desplegada a nuestros pies con el mar Mediterráneo que la rodea.

– Mira -dice papá-. Ahí, justo delante. ¿Ves ese trocito de tierra que sobresale hacia la izquierda? Eso es el Líbano. Ahora mismo una guerra causa estragos. Reagan y Begin han enviado tropas para participar en la juerga. Se llaman «fuerzas de pacificación», porque quieren tener la seguridad de que todo se vaya al garete bien pacíficamente.

Nos quedamos allí sentados en el banco, contemplando el mar y los barcos en el puerto y las verdes colinas onduladas más allá, y todo se ve tan tranquilo que cuesta trabajo creer lo de la guerra.

Hoy es el día. Ni siquiera hemos hablado de lo que ocurrirá si suspendo, pero supongo que me enviarán a alguna especie de parvulario con niños pequeños y me sentiré como un bobo durante el resto del año, así que es importante que apruebe. Mamá me acompaña al colegio, sólo a un par de manzanas por la calle Ha'Yam, pero no está en la carretera propiamente dicha sino en el fondo de un barranco, hasta donde se llega bajando varios tramos de escalera. Cuando llegamos a lo alto de la escalera, mamá me está apretando la mano con tanta fuerza y le sobresale la barbilla con tanta determinación que me entra dolor de estómago, así que decido contar los peldaños entre dientes. Más o menos a medio camino llego al número cuarenta y cuatro y eso me hace pensar en la abuela Erra debido a su edad y de pronto recuerdo cómo le prometí no perder nunca contacto con mi murciélago, así que me acaricio la marca de nacimiento del ataléf e intento tranquilizarme. Miro alrededor y veo que la escalera está rodeada de eucaliptos altos y verdes que huelen dulce con sus finas hojas caídas. Dentro de mi cabeza pienso en Mercedes y pronuncio lentamente las palabras de todos los árboles que reconozco en inglés y hebreo: palmera (tamar), naranjo (tapuz), olivo (zayit), higuera (teena), eucalipto (ekaliptus), y eso me hace sentir mejor. Luego llegamos al patio del colegio y hay vetas de color por todas partes: niños que corren y juegan, gatos que se escabullen por los rincones, macetas con altas flores rosadas, y además oigo un gallo que cacarea a lo lejos. Mamá dice que debe de ser del zoo, que está en el extremo opuesto del barranco.

Ya no tengo miedo. Sé que voy a aprobar el examen, y lo apruebo.


***

De pronto me siento una persona distinta; segura y fuerte, como si el mundo me perteneciera. Papá me lleva a comprar un uniforme de colegio que es estupendo, con pantalones y camiseta caqui y un jersey de lana azul, la camiseta y el jersey con el emblema de la escuela: un triángulo de algodón azul oscuro a la izquierda del pecho con el lema Vehatznea Lechet, que significa «compórtate con modestia». Cada día que pasa el hebreo se me revela un poco más y con su música cambia el mundo que me rodea. El profesor y los demás chicos están interesados en mí porque soy de América, país que es un amigo especial de Israel, cosa de la que no me había dado cuenta. Se toman molestias para ser amables y explicarme cosas, jugar al baloncesto conmigo y hacerme preguntas sobre Estados Unidos de América. Nunca me habían tratado a cuerpo de rey como aquí, en ninguna parte.

La Escuela Hebrea Reali empieza a encantarme. Unos días después, mamá dice que si prometo esperar a que el semáforo de la calle Ha'Yam se ponga verde, puedo ir a la escuela solo, así que lo prometo y eso me hace sentir adulto. La primera semana de clase todos aprendemos el alfabeto y en casa paso horas dibujando las hermosas letras y susurrando sus nombres en un tono mágico igual que Mercedes. (También se las enseño a Marvin.)

Mamá va a la universidad todos los días y trabaja en ese archivo suyo tan importante con su importante profesor y tiene la sensación de estar al borde de un descubrimiento importante. Cuando cree que no puedo oírlos, habla con papá acerca de sus fuentes de vida, pero es difícil no oír a mi madre con una voz como la suya.

– Esos sitios eran increíbles, Aron -dice-. Nunca ha habido nada parecido sobre la faz de la tierra. ¡Palacios de fertilidad! Estaban bombardeando el país, la gente estaba hambrienta y enferma y muerta de miedo, estaban allí sentados día tras día viendo cómo llevaban camiones cargados de tesoros a esas putas. Ellas tenían café de verdad, fruta fresca y verdura, avena, carne, aceite de hígado de bacalao, golosinas, galletas, mantequilla, huevos y chocolate, mientras todo el mundo se moría de hambre a su alrededor. Las embarazadas vivían como princesas, tomando el sol mano sobre mano a la espera de que nacieran sus niños. Nada de matrimonio, ni bautismo, nada salvo una ceremonia de bienvenida al Gran Reich. En mil novecientos cuarenta, presos de campos de concentración tallaron diez mil candelabros de madera para conmemorar nacimientos en esos centros, ¿no te parece increíble?

Mamá siempre está contenta cuando puede hablar largo y tendido del Mal.

Por su parte, papá no parece adaptarse muy bien a la vida aquí en Haifa. Por lo que sé, lo único que hace es estar sentado fumando y leyendo el periódico todo el día, y además parece estar perdiendo el sentido del humor; no cuenta chistes ni juega a las damas conmigo, y da la impresión de ir con los hombros caídos como si estuviera desanimado. Dice que no le hace gracia lo que está ocurriendo ahí en el Líbano y que no puede escribir obras de teatro divertidas en un país en guerra. Mamá dice que los árabes lo empezaron con sus incursiones terroristas en el norte y ¿qué debía hacer Israel, quedarse de brazos cruzados? Papá dice que si jugamos a eso de quién empezó podríamos remontarnos a Hitler, o al Tratado de Versalles, o al tipo que disparó contra el archiduque Francisco Fernando, o a la madre del asesino, ¿eh, por qué no? ¡Ella tiene toda la culpa de que la gente se esté matando en el Líbano hoy en día! Mamá dice que papá no debería preocuparse tanto por el Líbano, debería estar pensando en Rosh Hashaná, para lo que sólo faltan unos días, y cómo lo vamos a celebrar. Él replica que le importa una puta mierda el Rosh Hashaná y mamá dice que debería avergonzarse de hablar así delante de su hijo. Intento imaginar qué es una puta mierda, pero no lo consigo.

Cada día me marcho un poco más temprano para alejarme del jaleo en casa, que es peor de lo habitual porque tiene que ver con la política. Cuando mamá y papá empiezan a pelear, me deslizo hacia el hebreo dentro de mi cabeza y eso sofoca sus palabras. Ahora pienso en frases completas.

El aire matinal es delicioso. Bajo corriendo los noventa y siete peldaños -temprano para las clases, tan temprano que la escalera está vacía-, brinco, salto, desciendo de dos en dos, luego de tres en tres, pero en medio del último tramo aterrizo sobre una aceituna seca o un guijarro que rueda bajo mi pie izquierdo, me desequilibro y aterrizo de mala manera sobre el empedrado del patio. El entusiasmo cesa con una sacudida. Sin aliento a causa del golpe, con un zumbido en los oídos debido al sobresalto, intento recobrar el resuello a bocanadas. Cuando me doy la vuelta lentamente para sentarme, veo que la rodilla derecha me sangra y tengo guijarros incrustados en las palmas, de un rojo encendido. Los pájaros trinan en los árboles y un burro rebuzna allá abajo en el zoo como si no hubiera pasado nada. Estoy mareado. Me duele tanto la rodilla que ni siquiera puedo ponerme en pie. ¿Me voy a desmayar de dolor aquí mismo, completamente solo?

De pronto hay alguien a mi espalda y me toca el hombro.

– ¿Intentabas volar, Randall? -dice una suave voz en inglés.

Al volver la cabeza veo que es la chica más preciosa del mundo, arrodillada a mi lado como en un sueño. Tiene unos nueve años, con el lustroso cabello moreno trenzado, unos ojos enormes llenos de bondad y la piel de un tono pardo bronceado. En ella la camisa y la falda azul claro del uniforme escolar tienen todo el aspecto de algo recién salido de Saks en la Quinta Avenida. Es tan preciosa que el dolor de la rodilla se me olvida por completo.

– ¿Sabes cómo me llamo? -le digo.

– ¿Quién no? -responde-. Eres el pez gordo americano de Nueva York.

Mientras lo dice, se saca un pañuelo del bolsillo de la camisa, lo humedece en una regadera junto a las macetas con flores y me limpia con cuidado la suciedad, los guijarros y la sangre de la rótula. Mientras observo los movimientos precisos y amables de sus manos, me enamoro perdidamente de ella, aunque es mucho mayor que yo.

Le pregunto cómo se llama.

– Nouzha -responde, al tiempo que me coge la mano y me ayuda a levantarme.

– He tenido suerte de que llegaras tan temprano.

– Sí, casi siempre soy la primera porque mi padre me deja de camino al trabajo, pero esta mañana me has ganado.

– ¿Cómo es que hablas tan bien inglés?

– Vivíamos en Boston cuando era pequeña y mi padre estudiaba para ser médico.

– Mi madre también estudia para ser doctora -digo, sobre todo para tener algo en común con ella.

– Ah, qué bien, así cuidará de tu rodilla.

– No, no es esa clase de doctora… Una doctora en Mal.

– ¿Te refieres a librarse de los malos espíritus?

– Sí, supongo… algo así.

– Ah.

Nouzha asiente con suma seriedad y pienso que ojalá pudiera seguir hablando siempre con ella, pero mientras tanto el patio se ha ido llenando y ahora suena el timbre y tenemos que irnos a nuestras respectivas clases. Está en cuarto.

A la hora de comer la veo a lo lejos en la cafetería y me sonríe y su sonrisa no se parece a nada que me hayan ofrecido nunca, me derrite el estómago. ¿Qué puedo hacer? Haría lo que fuera para resultarle interesante a ese ser humano. Moriría por ella. Me comería los zapatos por ella. Quiero casarme con ella.

«Nouzha. Nouzha. Nouzha.» Qué nombre tan maravilloso.

Cuando acaban las clases salgo para alcanzarla camino de la escalera y pienso: «Ya se pueden reír mis amigos por hablar con una chica mayor, ¿a mí qué me importa?»

– Esto… ¿me ayudas? -le digo, porque es lo primero que me viene a la cabeza-. Todavía me duele un montón la rodilla.

Ella me coge suavemente por el codo, y empiezo a subir a saltitos los peldaños tan lenta y trabajosamente como puedo, apoyándome en ella a la vez que sonrío para demostrarle lo agradecido que estoy.

– Es un alivio encontrar a alguien que hable inglés tan bien -le digo-. El hebreo es difícil cuando no es tu lengua materna.

– Tampoco es la mía.

– Ah, ¿no?

– No. La mía es el árabe.

– ¡Vaya! Así que los dos somos extranjeros -comento, alegre de haber dado con alguna clase de parecido entre nosotros.

– Nada de eso. Ni siquiera sabes en qué país estás, ¿verdad? El auténtico nombre de este país es Palestina. Yo soy árabe de Palestina. Éste es mi país. Aquí los extranjeros son los judíos.

– Yo creía… que era de…

– Los judíos lo invadieron. Tú eres judío, ¿ni siquiera conoces la historia de tu propio pueblo?

– Verás, lo cierto es que no soy muy judío -digo, nervioso al ver que ya hemos empezado a subir el último tramo de escalera.

Nouzha ríe.

– ¿Qué significa eso de que lo cierto es que no eres muy judío?

– Bueno, pues que mi madre no nació judía y no celebramos las fiestas ni nada por el estilo. En el fondo, soy básicamente americano.

– América está en el bando de los judíos.

– Bueno, yo no estoy en ningún bando salvo el tuyo, lo que es una suerte, porque de otra manera nunca conseguiría subir esta escalera.

Me quedo bastante orgulloso con la réplica, pero ahora, por desgracia, hemos llegado a lo alto de la escalera. Estoy sudando debido al esfuerzo de tanto salto fingido y Nouzha me mira y sonríe. La verdad es que no es mucho más alta que yo. Si me pongo de puntillas, podría besarla sin el menor problema.

– Voy a esperar a tu padre contigo, si no te importa. Eres la primera árabe que conozco, así que es interesante hablar contigo.

– No puedes esperar conmigo aquí. Mi padre no quiere que esté con judíos fuera de la escuela.

– Entonces… perdona, pero ¿por qué te envía a la Escuela Hebrea Reali?

– Porque es la mejor del barrio, nada más. Quiere que todos sus hijos recibamos una buena educación y luchemos por recuperar nuestro país. Los americanos no sabéis nada.

– Enséñame. Aprenderé. Te lo prometo, Nouzha. Quiero aprender, de verdad. Dame una lección de historia.

– Podemos reunirnos mañana en el recreo, si quieres… bajo el hibisco a los pies de la colina, ¿sabes dónde digo? Ahora vete, ése es el coche de mi padre, en el siguiente semáforo.

Nouzha.

Las miradas de Nouzha.

La sonrisa de Nouzha.

La mano de Nouzha en mi codo.

Estoy enamorado y se lo digo a Marvin.


***

Las frondosas ramas del hibisco se arquean suavemente hasta el suelo y hay un espacio abierto debajo, es un escondite donde huele de maravilla y nadie puede vernos, ahí abajo. Nouzha y yo nos sentamos uno al lado del otro con las rodillas recogidas debajo del mentón, mirando hacia el fondo del valle.

– Ahora voy a contarte la auténtica historia de Haifa -dice Nouzha.

Y salta a la vista que está a punto de soltarme un sermón que alguien le ha hecho aprender de corrido, pero no me importa porque su voz es cálida y suave como el sirope de arce.

– Hace mucho, mucho tiempo, hace un centenar de años, toda clase de gentes vivían juntas en esta ciudad. Primero los palestinos, como las familias de antaño de mi padre y mi madre, y luego, debido al puerto de aguas profundas, un montón de drusos del Líbano, además de judíos de Turquía y el norte de África, y de unos cuantos alemanes locos que fundaron una colonia de los Caballeros Templarios y la convirtieron en cuartel alemán… por no hablar de los baháis que construyeron su templo y jardines justo encima de la colina de manera que destacaran por encima de cualquier otra cosa. Luego llegó el sionismo. Fue entonces cuando los judíos decidieron regresar a Palestina, donde antes vivían, dejando de lado el pequeño detalle de que habían transcurrido dos mil años y ahora había varios millones de palestinos viviendo aquí con sus propias costumbres y tradiciones. Los judíos estaban decididos a apoderarse del país entero. A veces sencillamente entraban en ciudades árabes y asesinaban a todo el mundo, como en Deir Yassine. Mi padre tenía ocho años en abril de mil novecientos cuarenta y ocho, cuando empezaron a pasearse por Haifa coches judíos con altavoces que gritaban: «¡Deir Yassine! ¡Deir Yassine!», y de fondo una grabación de la gente de Deir Yassine gritando y llorando al ser asesinados. Eso hizo que los palestinos de Haifa fueran presa del pánico y huyeran para salvar la vida. Se marcharon a millares de la ciudad, y los judíos se apoderaron de ella. La familia de mi padre se disgregó por completo, algunos tíos y primos huyeron al Líbano pero sus padres fueron a parar a Cisjordania, en Nablus. Mi abuela aún vive allí.

– Mi abuela es una cantante famosa -digo, para intentar que Nouzha se interese un poco por mí también.

Se queda mirándome con una expresión vaga.

– Se llama Erra -insisto-. Tienes que haber oído hablar de ella, ¿no?

Ella niega con la cabeza. No. ¡Lo cierto es que no ha oído hablar siquiera de la abuela Erra! Eso me deja pasmado porque estaba convencido de que era famosa en el mundo entero.

– Hace magia con la voz -añado sin mucha convicción, preguntándome por dónde seguir-. Y… cree que yo también puedo hacer magia.

– ¿Y eso?

– Bueno, la verdad es que se trata de un secreto -digo con expresión misteriosa-. Pero puedo compartirlo contigo, siempre y cuando no creas que soy demasiado judío para ser amigo tuyo.

Nouzha vacila y luego asiente.

– Resulta que mi abuela Erra y yo… Tenemos el mismo lunar en el cuerpo. Mira.

Me aparto el cuello de la camisa poco a poco, dejando a la vista la marca de nacimiento perfectamente torneada en el hombro.

Nouzha la observa con atención.

– ¿Hacéis ceremonias con ella? -pregunta.

– Esto… No, no exactamente. Pero para mí casi tiene vida -digo, a la vez que me la acaricio-. Es como un diminuto murciélago que me habla y me dice qué hacer.

– Es como un mandal -susurra.

– ¿Qué es eso?

– Un círculo dibujado en la tierra, donde se llevan a cabo rituales mágicos. Yo también tengo un símbolo, un zahry.

Levanta la palma de la mano derecha y me enseña un punto un poco purpúreo en el centro, justo por encima de la línea de la vida.

– El mes pasado -dice, cogiéndose de nuevo las rodillas-, mis padres me llevaron a ver a mi abuela en su pueblecito cerca de Nablus; está a pocas horas de Haifa pero es un mundo completamente distinto… Cuando mi abuela vio que mi mano era zahry, lloró de alegría. Quiero muchísimo a mi abuela, igual que tú a la tuya, ¿verdad?

– Sí, claro.

– Me dijo que yo era nazir, lo que significa que puedo ver al malak, el ángel que da órdenes y responde preguntas. Sólo un niño puede ser médium del malak. Mi abuela quiere saber la suerte de su hermano Salim. Hace años que no tiene noticias de él. No sabe si todavía está escondido o si los judíos ya lo han asesinado. Así que me llevó a ver al jeque. Él me miró la mano atentamente y asintió con suma seriedad; dijo que celebraríamos un mandal en mi próxima visita.

Estoy un poco abrumado con todas sus extravagantes palabras, pero si cree que tenemos algo en común a mí ya me parece bien, así que sigo haciéndole preguntas.

– ¿Cómo te pondrá en contacto con ese… ángel?

– Primero tiene que prepararlo con un montón de plegarias y ensalmos. El día que llegue yo, quemará incienso, me echará una gota de tinta en la palma de la mano y luego, cuando la tinta se seque, una gota de aceite.

Nouzha hace una pausa y se frota la nariz. Me encanta cuando se frota la nariz.

– ¿Sí? -digo, un poco vacilante.

– Luego mi abuela planteará la pregunta acerca de dónde está su hermano, y si miro fijamente la gota de aceite en la palma de la mano, podré ver en ella al malak y él responderá a todas sus preguntas con mi voz.

– ¡Es increíble! -exclamo.

– Sí, pero cierto -asegura Nouzha con vehemencia-. Y tú también debes de ser un elegido, por el mandal de tu hombro.

Justo entonces suena el timbre del final del recreo. En silencio y por separado, nos marchamos de nuestro fragante y moteado escondite.

•••

– ¿Invadieron los judíos Israel? -pregunto esa noche en voz muy queda mientras cenamos, y mamá se ríe con una suerte de bufido.

– ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? -replica, lo que me provoca un estremecimiento.

– Lo he oído en alguna parte, no recuerdo dónde -digo sin mucha convicción.

– Bueno, la respuesta es no. Los judíos no invadieron Israel, huyeron a Israel.

– Palestina -matiza papá.

– Palestina, se llamaba entonces -dice mamá-. Estaban hartos de ser hostigados y asesinados por toda Europa durante siglos, así que decidieron que les hacía falta un país propio.

– Por desgracia, ese país estaba densamente poblado -señala papá.

– Aron, no vamos a seguir con eso otra vez -le advierte mamá, elevando el tono como una sirena de tal manera que me asusta-. Después de seis millones de muertos en seis años, ¿adónde se supone que debían ir? ¿Qué debían hacer? ¿Repantigarse y decir: hala, venga, a disfrutar, podéis matarnos a todos?

Ahora está gritando y papá se levanta a recoger la mesa sin decir esta boca es mía, de manera que sus últimas palabras «matarnos a todos» resuenan en nuestros oídos. Papá empieza a fregar los platos y mamá de pronto se avergüenza de su arrebato, así que me dice que me vaya a la cama a pesar de que sólo son las siete, tempranísimo para acostarme.

Desde luego espero y confío en que Nouzha esté en lo cierto cuando dice que soy un elegido, aunque no sé para qué he sido elegido y ahora me siento más desgarrado de lo habitual, no sólo entre mamá y papá y entre la Escuela Hebrea Reali y Nouzha, sino también entre mamá y Nouzha, mientras que al tiempo los quiero a todos. Me resulta terrible y no veo cómo la gente puede tomarlo con tranquilidad y apañárselas.

Me siento en la cama, cojo a Marvin y lo sacudo bien fuerte.

– ¿Eres judío, Marvin? -le pregunto, y él niega con la cabeza-. ¿Eres alemán? -No-. Entonces ¿eres árabe? -Sigue negando-. ¿Palestino? -Lo sacudo cada vez más fuerte-. Venga, Marvin, es muy fácil quedarse ahí tumbado en la cama todo el santo día mirando el techo. Tienes que optar por un bando, tienes que creer en algo y luchar por ello -le digo, dándole puñetazos en el estómago-, y si no, vas a morir.

Justo entonces papá llama a la puerta y yo me llevo un susto tremendo y suelto a Marvin.

– ¿Listo para acostarte, chavalote?

– ¡Me estoy poniendo el pijama! -grito, y me apresuro a quitarme la camisa para que sea verdad.

Papá entra y se sienta con un suspiro en el borde de la cama.

– ¿Sabes cuál es el gran problema con los seres humanos? -me pregunta.

– ¿Cuál, papá?

– Tienen las entrañas donde deberían tener el cerebro. Ése es el problema. Allí donde mires, el problema es ése. ¿Quieres que te dé un vapuleo?

– No, gracias. Esta noche estoy un poco cansado.

– Vale, colega, que duermas bien. Y no hagas mucho caso a los tarados de tus padres, ¿vale?

– Vale, papá.

– ¿Vale?

– Sí, vale.

Nouzha ha sido muy amable conmigo desde que le enseñé la marca de nacimiento, y aunque tengo la incómoda sensación de que su amabilidad se basa en cierto modo en un malentendido, le saco todo el partido posible, concretamente, la alegría de estar a su lado. Vive en la calle Abbas en el centro de la ciudad, que en realidad no está tan lejos, pero ya que por razones evidentes no podemos invitarnos a ir de visita, nos tenemos que conformar con nuestras charlas bajo el hibisco durante el recreo.

– ¿Tú crees en esas cosas? -me pregunta.

– Claro, supongo.

– ¿Sabes algo sobre el mal de ojo?

– …

– Me basta con mirar a alguien, deseándole mal, y le sobreviene la mala suerte. Se llama daraba bil-'ayn, darles un golpe de ojo. ¿Sabes cómo hacerlo?

Se me pasa por la cabeza decirle que en nuestro país nos insultamos enseñándonos un dedo, no a golpes de ojo, pero decido no hacerlo.

– No, me parece que no.

– Seguro que tú debes de tener los mismos poderes, Randall, por lo de tu mandal. Randall, mandal, ¡hasta rima! Deberías intentarlo empezando por cosillas; te asombrará el poder que tiene.

– Pero ¿y si alguien me lanza un mal de ojo como venganza?

– Entonces tienes que anularlo lo antes posible con las palabras Ma sha Alá kan, lo que pase es voluntad de Dios. Eso desviará la flecha del mal de ojo para que no pueda alcanzarte. Ma sha Alá kan. ¿Lo repites?

– Ma sha Alá kan -digo, sólo que para mí significa: «Nouzha, tienes los ojos más tiernos y profundos del universo y estoy locamente enamorado de ti»-. Ma sha Alá kan.

– Bien -me felicita-, aprendes rápido.


***

Mamá parece triunfante cuando regresa a casa esa noche; le centellean los ojos.

– ¡La he encontrado! -anuncia-. ¡La he encontrado, estoy alucinada! Hay un expediente de una niña de «aproximadamente un año» que pasó dos meses y medio en el Centro Steinhöring de Baviera en el invierno de mil novecientos treinta y nueve a mil novecientos cuarenta. ¡Tenía un lunar en el brazo izquierdo, Aron!

Papá no se molesta siquiera en levantar la vista del periódico. Dice con expresión sombría:

– Las últimas tropas francesas e italianas acaban de retirarse de Beirut, siguiendo el ejemplo de los americanos.

– La habían llevado allí de una ciudad llamada Uzhorod en Rutenia, la parte más occidental de Ucrania, que había sido invadida por los alemanes unos meses antes. Himmler en persona le midió la marca de nacimiento, de exactamente dieciocho milímetros de diámetro a la sazón, y dejó constancia de su existencia en su expediente. Decidió perdonarle la vida a pesar de su terrible defecto. ¿Y por qué se la perdonó?

– Habib ha roto su promesa. Weinberger ha roto su promesa. Tenían que quedarse para proteger a los refugiados tras la marcha de Arafat.

– Porque era rubia y tenía ojos azules. Porque era tan mona, tan irresistiblemente aria… ¿Me estás escuchando, Aron?

– Reagan y Begin ya tienen a ese Gemayel en su puesto.

– Así que se la dio a uno de sus compinches, un pez gordo de las SS cuya hija le había estado dando la lata con que quería una hermanita. Su esposa no podía tener más hijos.

– Tzahal ha emplazado tanques en torno a Beirut oeste.

– ¿No es increíble, Aron? ¡De Rutenia a Baviera, y luego, después de la guerra, la envían al otro lado del océano hasta Canadá! ¿No es increíble?

– Operación Paz en Galilea, la llaman.

– Todas las piezas del puzzle empiezan a encajar…

– Ahora se va a armar la de Dios es Cristo.

– Randall, vete a tu cuarto.

Estoy encantado de poder irme a mi habitación y zambullirme en los deberes del día sobre las partes del cuerpo. Rosh es cabeza, beten es estómago, gav es espalda, reguel es pie, berej es rodilla, kaf yad es mano, etzba es dedo, pé es boca, Nouzha es preciosa, yo estoy nervioso, mi padre está furioso, mi madre está loca, pronto llegará Rosh Hashaná y se va a armar la de Dios es Cristo.

Al día siguiente Gemayel es asesinado igual que JFK, sólo que acababan de elegirlo hacía tres días, lo que supone un mandato muy breve. En la escuela, durante el recreo los profesores no hablan de nada más, pero su hebreo es demasiado rápido para mí y no alcanzo a entender el meollo de lo que ocurre. Nouzha me dice que están disgustados porque Gemayel era su peón, lo pusieron en el puesto los israelíes y los americanos, y sé lo que quiere decir peón porque papá intentó una vez enseñarme a jugar al ajedrez. Yendo pasillo adelante nos encontramos con un montón de chicos mayores con kipá, uno de ellos levanta la voz y veo que Nouzha se pone pálida.

– ¿Qué ha dicho? -le pregunto.

– Ha dicho: «Esos malditos palestinos, deberíamos borrarlos de la faz de la tierra a base de bombas.»

Cada vez estoy más tenso. Marvin no me sirve de ayuda en absoluto, el ataléf de mi marca de nacimiento permanece tercamente mudo y la abuela Erra está tan lejos que es como si estuviera en otro planeta.

Tengo una pesadilla y despierto gritando y mamá viene corriendo a mi cuarto en camisón y me dice:

– ¿Qué pasa, Randall? ¿Qué ocurre?

Pero no consigo plasmar el recuerdo de la pesadilla en palabras, sino que más bien se desintegra en trocitos que se desvanecen rápidamente y se disuelven en la nada. Empiezo a sentirme culpable, como que he sacado a mi madre de la cama en plena noche y ahora ni siquiera consigo recordar qué me asustaba tanto, tengo la sensación de que debería decir algo para justificar el barullo, pero cuanto más hurgo en busca de algo que contar, más en blanco me quedo y no puedo decir nada salvo:

– Lo siento, mamá. Lo siento, mamá. Lo siento.

Cuando me levanto por la mañana, papá tiene la radio puesta y ya está fumando un pitillo a las siete de la mañana con mamá en casa, lo que no es buena señal.

Mamá entra en la cocina con rulos en el pelo y dice:

– ¿Aron?

No la escucha, sino que escucha la radio, así que ella levanta la voz.

– Aron… quiero que sepas que estoy profundamente agradecida de que vinieras conmigo a Haifa. Sé que no te resulta fácil estar rodeado de un idioma extranjero. Sé que tu inspiración suele derivarse de las conversaciones que oyes casualmente en la calle, las cafeterías y los parques, sé que echas de menos Manhattan. Eso no me resulta indiferente, créeme. Sé que has hecho un enorme sacrificio por mi bien y quiero que sepas lo mucho que lo valoro.

Tiene un aspecto un tanto peculiar soltando ese discurso tan formal con rulos y sin maquillaje. Me pregunto si lo habrá ensayado delante del espejo tal como ensaya las conferencias. Por lo que a mí respecta, aún tengo otra tostada que comerme y estoy masticando tan aprisa como puedo, porque papá sigue escuchando la radio y mamá está enrojeciendo de tanto esfuerzo como hace por no perder la paciencia con él.

– Aron -continúa-. Es la víspera de Rosh Hashaná y quiero que pasemos página. Ahora escúchame, por favor. Rosh Hashaná no es más que una manera de decir: «Venga, vamos a parar un momento y hacer balance, vamos a desprendernos de nuestros pecados y tomar alguna nueva resolución.»

Pero papá sigue sin hacerle caso, continúa inclinado sobre la radio escuchando con mucha atención, así que al final mamá deja de mostrarse paciente y cruza la cocina a zancadas en albornoz para apagarle la radio.

Papá vuelve a encenderla.

Ella vuelve a apagarla.

Él vuelve a encenderla.

No tengo ganas precisamente de permanecer presente durante el resto de la pelea, así que me escabullo a mi cuarto a fin de prepararme para ir al colegio. En el momento en que salgo de la cocina, oigo a mamá decir:

– De veras, Aron, ¿no crees que sería saludable para los dos tomar alguna nueva resolución?

Pero papá no responde, no hace ningún chiste, ni siquiera me desea que lo pase bien en la escuela, se va de casa con un portazo y sé que se ha ido a la calle HaNasi a comprar todos los periódicos en inglés que pueda encontrar.

No puedo explicarlo del todo, pero la atmósfera también se nota cargada en el colegio, como si estuviera a punto de estallar una tormenta aunque el cielo está tan azul como quepa esperar y el sol cae a plomo. Mi ataléf dice: «Cuidado, Randall. Cuidado, Randall», pero no tengo ni idea de con qué debo tener cuidado. A la hora de comer, Nouzha me susurra: «Sharon acaba de invadir Beirut oeste, ¿te das cuenta?», y asiento pero no sé quién es Sharon y lo que me gustaría es poder ir a jugar al béisbol en Central Park.

Cuando regreso a casa del colegio voy a mi habitación hace un calor de cuidado no soporto que haga tanto calor quiero explotar quiero que todo explote empiezo a dar vueltas por la habitación con los brazos extendidos igual que un avión que girase como loco diciendo: «rosh, rosh, rosh hashaná», y en esta actividad «Rosh» significa cabeza y «Hashaná» significa explota porque tengo la sensación de que la cabeza me va a explotar, no puedo entender las cosas y me está angustiando mucho.

Cenamos en silencio.

Vuelvo a mi cuarto y dibujo personas sin estómago luego sin cabeza luego sin brazos luego sin piernas; les pongo las piernas en el cuello y los brazos en el estómago, dibujo pechos sin cuerpo que vuelan por el aire y el ataléf de mi marca de nacimiento dice: «¡Guau! ¡Cuidado, Randall!», pero no me dice de qué debo tener cuidado y no sé a quién recurrir.

Sueño que papá se va y da portazos sin parar. La puerta golpea una y otra vez en mi sueño y entonces caigo en la cuenta de que nadie puede dar portazos tan rápido así que deben de ser disparos. Tanques. Bombas.

Me despierto por la mañana y voy a la cocina descalzo y veo algo que no había visto nunca, a mi padre llorando. Está hundido sobre el Herald Tribune encima de la mesa de la cocina y solloza ruidosamente. Ni siquiera me atrevo a preguntarle qué pasa pero cuando me acerco y me quedo a su lado me coge y se aferra a mí como si necesitara que lo protegiese cuando por lo general son los padres los que deben proteger a sus hijos, así que no sé qué hacer. Tiene la cara tan congestionada y los ojos tan enrojecidos que apenas lo reconozco: debe de llevar ya un buen rato sollozando. No puedo leer los titulares del periódico que lo disgustan tanto, pero también me echo a llorar y le digo con vocecilla aguda:

– ¿Qué pasa, papá? ¿Qué pasa?

Él me coge con más fuerza incluso, lo que hace que empiece a faltarme el aire, así que cuando mamá entra en la cocina, lo cierto es que es un alivio.

– ¡Feliz Rosh Hashaná! -dice ella, porque venía preparada de antemano para decirlo y no se da cuenta de que ocurre algo a tiempo para impedir que las palabras se le escapen.

– Sadie -anuncia papá-, nos vamos de este puto país.

Eso deja de una pieza a mi madre, que se detiene en medio de la cocina con la sonrisa de Rosh Hashaná aún revoloteando en los labios.

– Mira… mira… mira… -dice papá señalando el Herald Tribune, y el corazón empieza a palpitarme cuando mamá se sienta con cara de susto y se pone a leer los titulares y algo más en la primera plana.

Mientras tanto, papá se ha derrumbado sobre la mesa y ha empezado a llorar de nuevo, lo que es sencillamente insoportable, y en cuestión de medio minuto mamá empieza a decir:

– Ay Dios mío ay dios mío ay dios mío… -Y luego añade-: Esto es horrible.

Y lo que alcanzo a entender es que mis dibujos se han hecho realidad, que allá en el Líbano están haciendo pedazos los cuerpos de la gente con brazos y piernas y cabezas volando por los aires cientos de cadáveres miles de cadáveres niños muertos caballos muertos ancianos muertos familias amontonadas y hediondas.

– Aún está ocurriendo -señala mi padre-. ¡Está ocurriendo en este preciso instante! ¡Están matando a todos los refugiados en Sabra y Shatila! ¡Fíjate en lo que está haciendo este puto país!

– Pero Aron -dice mamá, que sigue leyendo el periódico y por suerte no habla ya de años nuevos y nuevas páginas-, no son los israelíes, ¿es que no sabes leer? Son los falangistas, los cristianos libaneses, todo forma parte de la guerra civil en el Líbano.

– ¡No me vengas con que no son los israelíes! -grita papá, y creo que es la primera vez en la vida que le he oído levantar la voz-. Tienen allí a Arafat y la OLP. Han convencido a los ejércitos pacificadores de que se marcharan para tener las manos libres. Han contribuido a preparar todo esto; lo han propiciado. Lo han instigado y secundado. Lo han protegido; observado. Siguen observándolo tranquilamente, con prismáticos y telescopios, desde el tejado de la embajada kuwaití. Desde allá arriba hay una vista excelente de Shatila.

– ¡Deja de culpar de todo a Israel! -grita entonces mamá, tan fuerte que probablemente se ha quedado afónica al instante.

La pelea y el griterío continúan durante todo el fin de semana, con períodos de silencio y más escuchar la radio y leer los periódicos y más discrepancias acerca de quién tiene la culpa de todos los cadáveres que se apilan en el Líbano, cada vez más abotargados y apestosos debido al terrible calor, enterrados a paladas por bulldozers. Me encuentro en un estado de miserable confusión, la situación nunca había sido tan mala en casa, y a pesar de lo mucho que adoro el hebreo y a Nouzha, casi desearía no haber venido a Haifa.

El domingo es un alivio ir de nuevo a clase. El calor ya es intenso a las siete y media de la mañana y cuando estoy cruzando la calle Ha'Yam veo al padre de Nouzha dejándola en lo alto de la escalera y el corazón me da un vuelco. Nouzha es mi única esperanza, podrá explicarme las cosas. Salgo corriendo tras ella y digo:

– Eh, Nouzha, ¿qué tal?

Y ella se vuelve y me mira con una flecha emponzoñada en los ojos y no consigo recordar la fórmula mágica para desviarla, sé que es Alá no sé cuántos, pero su expresión me deja tan pasmado que no puedo acordarme del resto.

Al final, cuando llegamos al tercer descansillo se detiene y dice, sin mirarme, con su precioso perfil petrificado:

– He venido a recoger mis cosas. Mi padre me está esperando. La Escuela Hebrea Reali se ha terminado. Los judíos se han terminado. Hasta tú, tú te has terminado. Sí, Randall. Tu madre se ha terminado, tu padre se ha terminado, todos sois culpables y seréis mis enemigos por siempre jamás. Tenía docenas de parientes en Shatila.

Luego se le contrae la cara y ésa es la última palabra que me dirige: «Shatila.» Se apresura a bajar el resto de la escalera para no tener que seguir conmigo y yo me cojo a la barandilla porque me siento aturdido.

Las clases siguen adelante como si no hubiera ocurrido nada, lo que es bueno, pero durante el recreo y la comida empieza a resonarme en la cabeza todo lo que no entiendo, y no tengo ganas precisamente de volver a casa.

No hay nadie en casa a mi regreso, así que me voy a la habitación.

Qué calor hace.

– Qué calor hace, Marvin, ¿verdad? -Marvin asiente-. Debes de tener más calor aún que yo con ese abrigo de piel, ¿no? -Asiente-. ¿Te resulta desagradable el calor? -Asiente-. Venga, vamos a ver si puedo hacer que te sientas mejor.

Voy al cuarto de mis padres y cojo las tijeras del cajón de la mesa de mi madre, regreso y miro a Marvin un buen rato, con las tijeras en la mano. Su ojo ciego y lloroso le da un aspecto triste pero encantador, ladea la cabeza y le clavo las tijeras en el estómago, atravesándole el forro de piel.

– Bueno, vamos a intentar quitarte esto, ¿vale?

Y él asiente, así que sigo cortando. Las tijeras están bien afiladas y las entrañas de Marvin empiezan a derramarse. Están hechas de algo así como guata, toda apelotonada en bolitas de color blanco amarillento. Corto y rasgo. Le rebano el gaznate.

– ¿Ya te sientes mejor, Marvin? -le pregunto, y él asiente. Le rasgo las puntadas de hilo a lo largo de los brazos y las piernas-. ¿Ya estás mejor, Marvin?

Y él dice sí, lo estoy. Le corto las orejitas y la colita y luego le abro la nuca para ver qué aspecto tienen sus sesos y tienen exactamente el mismo que las entrañas. Es un vejestorio de oso. Más viejo que yo, más viejo que mamá y papá. Recojo todos los trozos, los meto en una bolsa de plástico y la llevo a la cocina. Luego saco unos cubitos de hielo del congelador y los meto en la bolsa con él y le digo:

– ¿Ya estás más fresco, Marvin? -Y él dice que sí. Así que le hago un nudo a la bolsa y la meto en el fondo del cubo de basura, la cubro con el resto de los desperdicios y digo-: Que seas feliz en el cielo, Marvin. -Y luego me lavo las manos y me siento mejor.

Papá regresa a casa poco después y en cuanto le veo la cara salta a la vista que ha decidido comportarse como un padre otra vez, lo que es un inmenso alivio. Me abraza sin estrujarme y dice: «Eh, ¿qué te parece si nos vamos los dos al zoo?» Cuando vamos por la calle HaTishbi me pide que ponga a prueba su hebreo y me alegra que todo esté volviendo a la normalidad. «Hakol beseder», me digo, todo va bien.

No tardo en darme cuenta de que esta visita al zoo es, en esencia, para papá, con el fin de ayudarlo a decir algo difícil porque es más fácil decir cosas difíciles cuando estás mirando monos y tigres en vez de a la persona con que hablas.

– Escucha, Ran -me dice-. Quiero que sepas que tu madre y yo hemos arreglado nuestros asuntos esta mañana. Lo que está ocurriendo en el Líbano es tan horrendo que no queremos tener guerras en nuestra propia casa también, ¿vale?

– Vale.

– Así que hemos decidido evitar el tema de la política por completo y limitarnos a sacar el mayor partido posible de nuestra estancia en Haifa y considerarnos afortunados de que nuestra familia siga de una pieza. Tenemos una buena familia, ¿verdad?

– Verdad.

– Y no quiero que te preocupes, eso es lo más importante. Mamá y yo nos enfadamos por tal y cual cosa, pero vamos a salir adelante y a mantenernos unidos, y tú no debes preocuparte. Es una crisis, desde luego, pero las crisis forman parte de la vida. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -digo, pensando en Marvin rodeado de cubitos de hielo derretidos en el fondo del cubo de basura.


***

Así que nos sumimos en una especie de nueva atmósfera con mamá y papá haciendo esfuerzos conscientes por ser amables, mostrar interés en nuestras respectivas actividades y evitar absolutamente el tema de la guerra. Papá ha tomado la resolución de Año Nuevo de seguir un estricto régimen de escribir todos los días de las ocho a las doce y de la una a las cinco, aunque rara vez parece satisfecho con los resultados. Mamá se ha hartado del largo trayecto en autobús hasta la universidad, así que ha alquilado un coche. Cuando nos lo dice una noche a la hora de cenar casi provoca una pelea porque papá dice que le parece un gasto innecesario y ella responde: «Desde luego no es dinero tuyo el que estoy gastando, Aron, apenas recuerdo la última vez que trajiste un cheque a casa», lo que es una pulla de lo más cruel, eso de recordarle que aún no tiene mucho éxito como autor teatral, pero él se traga el orgullo y le pregunta en qué clase de coche está pensando y la conversación continúa a partir de ahí.

Resulta que el coche es una ventaja para todos porque los fines de semana podemos ir a la montaña, a la preciosa Reserva Natural del Monte Carmelo, y dar paseos entre los árboles y los pájaros y los arbustos en flor, y eso nos hace sentir como una familia unida y feliz de veras, igual que todas las demás. El único problema es que mamá no es una conductora precisamente estupenda y dice que los israelíes conducen como locos, así que siempre se pone nerviosa preguntándose si tiene tiempo suficiente para pasar, o se indigna cuando alguien no le ha cedido el paso debidamente. A veces, cuando se mete en el carril izquierdo y hay un enorme camión que viene directo hacia nosotros, papá se aferra instintivamente a la puerta, así que mamá ceja en su intento de adelantar y vuelve al carril derecho con un volantazo, furiosa con papá porque parece estar poniendo en duda sus aptitudes al volante a pesar de que él ni siquiera tiene carnet. Todo ello propicia una atmósfera un tanto fastidiosa en el coche, pero merece la pena por lo de la Reserva.

En la escuela me entrego al baloncesto y otras actividades deportivas para librarme de la congoja causada por la ausencia de Nouzha. Me acaricio el ataléf de la marca de nacimiento todas las mañanas para sentirme un poco en contacto con su zahry, la mota púrpura de su mano. Y quién sabe, tal vez volvamos a vernos algún día y seamos amigos de nuevo a pesar de todos los conflictos mundiales, porque la quiero de veras.

Septiembre toca a su fin y octubre pasa sigilosamente y luego llega la víspera de Halloween. Pienso en cómo han de estar cambiando de color las hojas en Central Park y también en cómo seré una persona distinta para cuando regresemos a Nueva York, y si aún seré amigo de mis amigos de antes, como Barry.

Reflexiono sobre todo ello en el trayecto de regreso de la escuela. Cuando llego a casa veo la puerta del despacho de papá abierta de par en par, cosa insólita a esta hora del día con su nuevo régimen. Voy a buscarlo al salón y de pronto se produce un enorme estallido a mi espalda y me llevo un susto tremendo. Es papá, vestido de payaso con una sonrisa boba y enorme, que acaba de hacer estallar un globo. Para la víspera de Halloween me ha comprado un montón de golosinas y globos y un juego de maquillaje, todo un detalle por su parte. Justo cuando está empezando a pintarme de verde la nariz, suena el teléfono y deseo que deje de sonar porque quizá dé al traste con nuestro intento de pasarlo bien.

Papa va a la cocina a contestar. «¡Hola!» es lo único que alcanzo a oír.

La llamada no dura mucho pero luego le oigo hacer otra llamada, así que me enfado y voy a la cocina y pregunto:

– ¿Qué pasa?

Está pidiendo un taxi, nada menos.

– ¿Qué pasa con nuestro juego? -insisto con tono quejica y escandaloso, pero la mirada que me lanza destierra mi fastidio y provoca una descarga de puro miedo que me recorre de arriba abajo.

Está claro que se le ha olvidado absolutamente todo salvo las palabras que acaba de oír por teléfono, y ahora, al cogerme en brazos y echar a andar hacia la puerta para esperar el taxi, esas palabras brotan a trompicones de sus labios de un intenso rosa caramelo. Cada frase que pronuncia es más suave que la anterior.

– Mamá ha tenido un accidente. Ha chocado contra la barandilla en el bulevar Stella Maris y la ha atravesado. Está en el hospital. No parece nada bueno, Randall.

El taxista arquea las cejas al vernos y papá recuerda que aún va pintado de payaso, lo que ya no resulta apropiado para la situación. Así que en el taxi saca un pañuelo del bolsillo y se frota el maquillaje, logrando que los colores se emborronen, pero al final consigue quitarse la mayor parte, sólo le queda un poco de púrpura en torno a las orejas, aunque no se lo digo porque sé que le preocupan cosas más importantes.

Se supone que los niños no pueden entrar en la sala de cuidados intensivos, pero papá, que es buen actor, decide interpretar al americano impetuoso y descarado que conoce sus derechos y está dispuesto a aporrear el mostrador de recepción hasta que sean respetados, así que al final me dejan quedarme con él. Me aprieta la mano conforme entramos en la habitación donde han puesto a mamá. Me siento pequeño y asustado de veras cuando la veo conectada a un montón de máquinas. Nunca había visto nada parecido salvo en la tele, y apenas puedo respirar de lo mucho que me aterra que se vaya a morir mi propia madre. Está dormida y le miro la cara y murmuro en voz muy suave: «Lo siento mamá lo siento mamá lo siento mamá, sigue con vida por favor.» Papá y el médico se van a una esquina de la habitación y hablan en voz queda y lo único que puedo pensar es que papá aún tiene maquillaje púrpura en torno a las orejas y si el médico se va a dar cuenta. Recuerdo una foto en uno de los periódicos árabes que compró cuando ocurrió lo de Sabra y Shatila: se veía una cabeza de niño y uno de sus brazos encima del cuerpo de otro niño más o menos de mi edad, unos siete u ocho años, que debía de ser su hermano. Detrás de ellos entre las ruinas de su casa estaba su madre, pero lo único que se veía de ella era su enorme trasero con un vestido de flores. Aunque estaba muerta, daba la sensación de que aún quería ser un muro que protegiese a sus pequeños muertos.

Cuando papá regresa de su conversación con el médico salta a la vista por su semblante aturdido que hoy va a ser un punto de inflexión en nuestra vida. Habrá, como suele decirse, un antes y un después del 31 de octubre de 1982. Se sienta junto a la cama de mamá y le coge la mano sin moverla porque tiene tubos que penetran en su brazo. Se inclina y le besa los dedos mientras murmura «Sexy Sadie» una y otra vez, cosa que no le oía decir hacía mucho tiempo. Justo entonces los ojos de mamá parpadean y susurra nuestros nombres, así que al menos el cerebro no lo tiene roto: «Aron… Randall… Aron… Randall… ay Dios mío…» Le sonrío con mi más sincera sonrisa de cariño para que quiera volver a la vida, y pienso en lo bueno que seré de ahora en adelante si no se muere.

Cuando regresamos a casa papá prepara la cena con suma seriedad. Cocina un plato que me encanta, la sopa de pollo con yogur. Me pide que le ayude a pelar las zanahorias y cebollas, trocea el hígado y la molleja del pollo en pedazos diminutos y me enseña que para espesar la sopa con yema de huevo hay que añadir la yema muy poquito a poco mientras se revuelve con un batidor, en vez de echar la yema sin más ni más a la sopa caliente, porque eso dejaría grumos y estropearía su suave textura. Me pide que ponga la mesa también, cosa que hago con mucho cuidado porque me da la impresión de que es algo importante y solemne. Nos sentamos y brindamos por la recuperación de mamá y luego tomamos la sopa en silencio. Con esta sopa se trata primero de tomar el caldo y luego comerse la carne y la verdura.

– A mamá se le han roto unas vértebras en el accidente -me explica papá justo cuando le estoy hincando el diente al cuello del pollo.

Suele ser mi parte preferida de la sopa, pero de repente me parecen vértebras, así que vuelvo a dejarlo en el plato.

– No ha sido culpa suya. Venía colina arriba cerca del Monasterio Carmelita y algún gilipollas derrapó al tomar la curva, se metió en el carril izquierdo y la obligó a atravesar la barandilla. Tenemos suerte de que siga con vida, Ran, una suerte milagrosa. Es uno de esos momentos en que a uno le gustaría creer en Dios para poder darle las gracias a alguien.

– Pero ¿se pondrá mejor?

– Mm -dice, y echa pimienta a las zanahorias para ganar tiempo-. Mejor sí, pero no bien del todo.

Vuelvo a recordar el trasero floreado de la madre muerta y la cabeza de su pequeño encima del estómago del hermano mayor. Me cuesta seguir con la comida.

– De ahora en adelante tendrá que ir en silla de ruedas.

– ¿Te refieres a que será discapacitada?

Papá deja la cuchara para tener libre la mano derecha y palmearme suavemente la izquierda.

– Eso es, Ran. No podrá volver a andar. Por desgracia, esas dos vértebras son las que controlan sus piernas. Es un golpe muy duro, yo todavía me estoy tambaleando. Pero tenemos que ser fuertes, ¿de acuerdo? A tu madre siempre le ha ido más hablar que andar. Seguirá siendo capaz de hablar por los codos… y seguir adelante con su investigación… y viajar… Hoy en día hay excelentes…

No acaba la frase porque lágrimas saladas le resbalan por la cara y van a parar a su plato de sopa, pero al menos no se viene abajo y llora tal como hizo por Sabra y Shatila…

¿Por qué no dejo de pensar en lo de Sabra y Shatila?

Entonces lo entiendo. Me sobreviene con tanta fuerza que casi me caigo de la silla.


***

Nouzha. El mal de ojo de Nouzha. Nouzha me lanzó un golpe de ojo aquel día en la escalera -daraba bil-'ayn- y deseó que me sucediera alguna terrible desgracia. Ella es la culpable del accidente de mamá, estoy seguro. Su propia familia fue despedazada en Shatila y ha decidido vengarse de los judíos y yo era su amigo judío más próximo y estaba tan afectado que no podía recordar la fórmula para desviar el mal de ojo. «Ma sha Alá kan», ahora la recuerdo entera pero ya es tarde: lo que ocurra es la voluntad de Dios.