"Marcas De Nacimiento" - читать интересную книгу автора (Huston Nancy)

III Sadie, 1962

– ¿Ya has hecho tu cama, Sadie?

– Sí. -He hecho mi cama y por tanto merezco desayunar.

La abuela se inclina sobre mí y me roza la coronilla con los labios. Sigue con el camisón pero ya se ha maquillado la cara y no quiere emborronarse el carmín dándome un beso de verdad, que, de todos modos, no estoy segura de que sepa lo que es. Lleva el pelo cepillado y peinado a la moda, de un castaño oscuro hoy en día, aunque la verdad sobre su cabello es que lo tiene blanco por completo y se lo tiñe de castaño para que nadie sepa que es vieja. Un asunto interesante en el que pensar es el de cuál es la auténtica abuela: cuando se pone las gafas o cuando se las quita, cuando se tiñe el pelo o cuando deja que se le vean las canas, cuando está desnuda por completo en la bañera o cuando va vestida hasta el cuello. Me refiero a que el significado de «auténtico» es un asunto interesante, me parece.

Saca un huevo perfectamente escalfado de la escalfadora, me lo pone en un plato junto a una perfecta rebanada de pan tostado y me sirve un perfecto vaso de leche.

– Sadie, cuántas veces tengo que decirte que no bajes descalza. Ahí fuera estamos bajo cero.

– ¡Pero dentro estamos a más de veinte grados!

– No me contestes, señorita. Quiero que tengas el propósito de Año Nuevo de ponerte las zapatillas sin que haya que recordártelo, ¿de acuerdo? Ahora date prisa, voy a cubrir el huevo para que no se te enfríe. ¡Rápido, rápido!

Quiere hacerlo bien. Ella y el abuelo fracasaron con mi madre, creen que probablemente fueron poco estrictos y están decididos a no cometer los mismos errores esta vez, así que me toca disciplina. Detesto estas enormes zapatillas afelpadas, el presente navideño de mami, aunque como siempre «presente» significa «ausente»: tenía un concierto el día de Navidad. (Si ella no quería vivir con sus padres, ¿por qué tiene que dejarme a mí con ellos?) Me miro en el espejo del armario y dejo que asomen mis auténticos sentimientos, bizqueo y enseño los dientes en una monstruosa mueca de ira y locura (la abuela dice que no debería bizquear porque algún día se me quedarán los ojos así), luego, al bajar la escalera, me pongo la máscara de niña buena porque si soy simpática y obediente y lo hago todo bien mami me llevará a vivir con ella y dirá: «No era más que un juego, cariño, sólo estaba poniendo a prueba tu carácter. Ahora has pasado la prueba con excelente nota y por fin podemos vivir juntas.»

El huevo está templado y a la espera, con una película blanca sobre la yema tal como debe ser, la clara solidificada y la yema oro líquido que se derrama sobre el plato de porcelana cuando lo pincho con el tenedor para untar la tostada con mantequilla teniendo mucho, mucho cuidado de no salpicar la mesa de yema, la abuela me mira, mi Demonio también está mirando como siempre y el tenedor de plata me pesa en la mano, si me cortas la mano y la pesas en la balanza del baño, ¿sería más o menos pesada que el tenedor de plata? Muchas veces las hormigas llevan cargas más pesadas que ellas mismas. La abuela se pesa todas las mañanas (después de ir al baño y antes de desayunar: dice que es el momento del día que menos pesas porque hace horas que comiste por última vez), me lo enseña todo acerca de la buena salud y una dieta equilibrada y cómo cocinar de manera que cuando me haga mayor sea una excelente ama de casa como ella y a diferencia de mami, que vive en Yorkville en un pisito asqueroso rebosante de amigos y cucarachas y sólo limpia la casa cuando el desorden amenaza con abrumarla.

– Ahora sube y prepárate para ir al colé. ¡Rápido, rápido!

Mm, no se me habría ocurrido si no me lo habiese dicho. Digo «habiese» y «teniese» a propósito porque sé que está mal, pero sólo lo pienso y no lo digo en voz alta, en lo más hondo digo toda clase de cosas prohibidas, incluidas palabrotas como mierda y joder y maldita sea y caramba; los novios de mami suelen hablar así en mi presencia (cosa que me gusta), maldicen y critican al gobierno, fuman cigarrillos y llaman a mamá Krissy en vez de Kristina, y no parece importarles que tenga una bastardilla de seis años que se llama Sadie.

– ¿No tengo tiempo para otro pedazo de pan? -pregunto con mi voz más dulce y apaciguadora, impregnada de una entrañable esperanza.

– Bueno, supongo que sí -dice la abuela, y cruza la cocina hasta la brillante tostadora plateada que limpia y lustra todas las mañanas en cuanto acabamos de desayunar-, pero es más educado decir rebanada que pedazo de pan.

El abuelo sale de su despacho en la planta baja, provisto de una entrada independiente que da a la calle Markham con una placa que reza «Doctor Kriswaty, consulta psiquiátrica», de manera que sus pacientes puedan entrar y salir sin tener que pasar por la casa porque no quieren que los vean porque les da vergüenza porque están locos. Nunca había imaginado que pudiera haber tantos locos en la ciudad de Toronto pero los hay, todo un raudal de locos que entran y salen de la consulta del abuelo de la mañana a la noche (antes me asomaba a la ventana y estaba al acecho porque tenía curiosidad por ver qué aspecto tenían pero transcurrido un tiempo lo dejé porque tienen el mismo aspecto que todo el mundo), y no sólo de la suya, sino de las consultas de cientos, tal vez miles de psiquiatras más; me pregunto cómo se sabe el número exacto de psiquiatras que tienen que preparar para el número exacto de locos, pero supongo que lo saben, aunque igual hay algún que otro psiquiatra que no pueda encontrar pacientes y esté sentado el día entero de brazos cruzados esperando a que suene el teléfono, o algún loco que llama desesperado a todos los psiquiatras de la guía y recibe una y otra vez la misma respuesta -«No, lo siento, estoy al completo»-, pero no parece así, es como si el equilibrio entre los dos grupos de población fuera perfecto. Me pregunto: si hay una guerra o algo así y un montón de gente empieza a volverse loca, ¿se ponen automáticamente a preparar más psiquíatras en la universidad?

Se supone que no debo decir «locos» sino «pacientes». «Rebanada» y no «pedazo». «No tendría» en vez de «no teniese».

Tal como hace todas las mañanas, el abuelo dice: «Bueno, ¿qué tal estás esta mañana?», y se sienta a la mesa de la cocina con aire de exagerada fatiga, y la abuela le acerca sin mediar palabra una taza de café de la cafetera de filtro, es su ritual de las ocho y media, lleva siéndolo desde antes de que yo naciera y nunca varía, salvo que en algunas ocasiones, en vez de «Bueno, ¿qué tal estás esta mañana?» el abuelo dice: «Ay, ¿por qué querría nadie elegir esta profesión? Es para tirarse de los pelos», lo que es una broma porque el abuelo es calvo, no tiene más que una franja de pelo corto que le rodea la parte inferior del cráneo de una oreja a la otra. Su primer chalado llega a las seis y media, así que para las ocho y media ya ha visto a dos, y luego, tras un descanso para tomarse un café, trabaja de las nueve a las doce y luego otra vez de las dos a las cinco, lo que arroja un total de ocho locos al día todos los días de la semana incluido el sábado, lo que son cuarenta y ocho locos a la semana, salvo que algunos vienen dos o incluso tres veces a la semana, así que resulta difícil calcularlo con exactitud. No sé cómo funciona el tratamiento. ¿Les da pequeñas dosis de felicidad cada vez que vienen, justo la suficiente para seguir tirando hasta su siguiente cita? ¿Y van acumulando poco a poco la suficiente felicidad para poder apañárselas sin sus sesiones? Pero el caso es que el abuelo no es precisamente una de esas personas que desbordan alegría, es muy callado y casi cada vez que abre la boca lo que sale es un mal chiste, y por mucho que hubiera vivido con él toda mi vida apenas lo conocería. Ahora, por ejemplo, en vez de hablar conmigo mientras toma el café y yo como la tostada, lee el periódico que le ha traído la abuela del porche.

– Sadie, vas a llegar tarde.

Arrastro los pies al subir la escalera, detesto vestirme pero no se puede ir a la escuela en camisón. Vestirme siempre me hace notar mi maldad, sobre todo en invierno porque hay muchas capas de ropa que ponerse, y la maldad queda enterrada en lo más profundo, pero hay un signo externo que es una fea marca de nacimiento parda del tamaño de una moneda de cinco centavos en la nalga izquierda; prácticamente nadie sabe que la tengo pero nunca logro olvidarla, es como una mancha, y puesto que la tengo a la izquierda no me está permitido tumbarme sobre el lado izquierdo en la cama ni sostener un vaso con la mano izquierda o pisar una grieta en la acera con el pie izquierdo, y si lo hago accidentalmente tengo que susurrar «Perdón» cinco veces seguidas a toda prisa o a saber qué puede pasar. Mami tiene una marca de nacimiento en la cara interna del brazo izquierdo y no le avergüenza porque no es un sitio bochornoso donde tenerla, pero para mí tenerla en la nalga es prueba de mi suciedad, cualquiera diría que la he pasado por alto al limpiarme tras ir al retrete y me he dejado un pegote de caca por accidente, es la marca del Demonio que rigió mi nacimiento, como si se hubiera untado el pulgar de caca y me hubiera dejado una marca en el culo: «Esta es mía -dijo con su malvada voz- y nunca la dejaré marchar, siempre será sucia y diferente.» Quizá por eso se fue mi padre: me echó una mirada y dijo «Puaj, qué asco, ésa no es hija mía», y se dio media vuelta y desapareció de la vida de mami para siempre, así que no tengo ningún recuerdo de él, lo único que sé es que se llamaba Mort, que es diminutivo de Mortimer, que llevaba barba morena y una guitarra, y que a la abuela y al abuelo no les caía bien. Mami sólo tenía diecisiete años cuando se enrolló con Mort y su pandilla beatnik, que eran mucho mayores que ella, de veintitantos, todos obsesionados con tocar música, beber vino y fumar hierba; abandonó la secundaria cuando conoció a Mort y creo que se metieron morfina juntos en una fiesta y mi madre se quedó embarazada sin querer. La abuela me contó un día que el abuelo y ella se enfadaron muchísimo cuando se enteraron: Mort habría sido incapaz de mantener a una familia, dijeron, era irresponsable e incapaz de mantenerse a sí mismo, fue una tragedia. «¿Quieres decir que yo no debería estar aquí? -le pregunté-. ¿Quieres decir que no me deseaban?», pero todas mis preguntas al respecto se han dado de bruces con muros de silencio.

Durante una temporada mami tuvo otro novio llamado Jack que era un maestro sin barba, y siempre le estaré agradecida porque me enseñó a leer cuando tenía cinco años, antes incluso de empezar el colegio, pero luego él y mami se pelearon porque quería que mami dejara de cantar en público y al final ella se plantó (según me contó después) y dijo: «Jack, hay cosas sin las que puedo vivir. Cantar no es una de ellas. Tú sí.» Y ahí acabó el asunto.

Hay que ponerse el liguero debajo de las bragas porque si te lo pones encima no te las puedes bajar para hacer pis, es de lo más lógico, así que lo primero que hago es ponerme el liguero, que tiene ganchitos y ojales que los abrochas por delante y luego les das la vuelta hasta que quedan detrás y entonces tienes las ligas colgando así que te pones las medias de lana antes que las bragas, o si no las ligas se te engancharían en las bragas. Por desgracia, me pongo la segunda media del revés y tengo que empezar de nuevo; cuando me pongo en equilibro sobre el pie izquierdo para meter el derecho en la caña de la media pierdo el equilibrio y tengo que sentarme en la cama pero entonces el pie se me queda trabado a medio camino porque la media está retorcida y a estas alturas ya estoy sudorosa y aturdida porque el reloj sigue haciendo tictac sobre la repisa y mi Demonio no me deja ni a sol ni a sombra y está venga a taconear con impaciencia y decir «Llegas tarde, apresúrate, llegas tarde», nunca puedo hacer lo correcto porque si lo hiciera, si fuera una chica buena de verdad en vez de fingir que lo soy, estaría viviendo con mi madre y mi padre como todo el mundo.

Al final las bragas me cubren la marca de nacimiento, pero no puedo olvidar que sigue ahí.

Después de las bragas viene la blusa blanca, hay que asegurarse de que los botones correctos están alineados con los ojales adecuados pero por mucho que me concentre suelo equivocarme y para cuando llego al último botón veo que hay un trozo de material que cuelga hacia un lado y tengo que desabrochar la prenda entera: la abuela me ha dicho que empiece por el botón de abajo pero se me olvida una y otra vez. Luego llega la falda escocesa con botones en la parte de atrás pero como no puedo abotonármelos sin mirar tengo que ponérmela del revés y luego darle la vuelta pero resulta difícil darle la vuelta porque me queda ceñida a la cintura y hace que se me ladee la blusa y me pone de los nervios. La abuela no hace más que decir que me va a comprar una falda nueva más grande pero nunca tiene ocasión porque está ocupada con sus clubes de jardinería y bridge y sus almuerzos de señoras y puesto que esas faldas las hacen especialmente para mi escuela sólo las venden en una tienda de la ciudad y está lejos de donde vivimos.

Después de la falda escocesa viene el blazer que es fácil (sólo tiene dos botones) pero hay que acordarse de sujetar las mangas de la blusa cuando se mete el brazo en las de la chaqueta, y se me olvida, así que la blusa se arremanga dentro de la chaqueta y tengo que quitármela y empezar de nuevo y aún no me he lavado los dientes ni me he peinado y son las nueve menos cuarto, tenemos que salir de casa dentro de cinco minutos y tengo que sacarle brillo a los zapatos pero no me voy a molestar (en mi sueño de anoche tenía todos los zapatos asquerosos, no me quedaba ni un solo par limpio, estaba avergonzada, no tenía calzado que ponerme); justo cuando cruzo el cuarto para coger los zapatos se me clava una astilla del suelo de madera noble en el talón, no debería haberme deslizado por el suelo, debería haber levantado los pies para luego posarlos con cuidado.

La verdad acerca del mundo es que el dolor acecha por todas partes y si hay la más mínima posibilidad de hacerse daño, dice la abuela, siempre la encuentro (o siempre me encuentra a mí, como digo yo). La abuela no tiene paciencia con mi dolor, si lloro dice que intento llamar la atención, el verano pasado me envió a la tienda de la esquina por una botella de leche diciendo «Rápido, rápido», como siempre, así que fui tan aprisa como pude, venga a saltar y galopar y justo cuando iba a llegar a la tienda tropecé con el bordillo y toma, la acera se me abalanzó y me pegó tal golpe en el pecho que me quedé sin respiración. Dos señoras que pasaban por allí se arrodillaron y dijeron: «Dios bendito, ¿te has hecho daño, bonita?», y me levanté, aturdida y sin resuello, y al borde de las lágrimas, pero consciente de que la abuela querría que me mostrara valiente en público, me sacudí la suciedad de la ropa y dije: «Estoy bien», con una risita para tranquilizarlas. Me había rasguñado tanto la rodilla y el codo que se veía la sangre a través de la piel pero entré en la tienda de todas maneras, aguantándome las lágrimas, y pedí valientemente una botella de leche y la pagué y regresé cojeando todo el camino a casa, aguantándome aún las lágrimas y cuando por fin entré por la puerta tras subir como mejor pude la escalera las lágrimas se me escaparon de pronto en un torrente, sollocé, gemí y lloré de dolor y cuando la abuela salió al recibidor a ver qué ocurría le enseñé los rasguños, llorosa, y le dije: «Me he aguantado todo lo que he podido, abuela, no he llorado en la tienda ni de regreso a casa», y ella dijo, al tiempo que cogía la leche y volvía a la cocina: «Si has podido aguantarte en la tienda, también puedes aguantarte aquí», y siguió preparando su bizcocho sin yemas para el almuerzo de señoras y no me consoló en absoluto. Mami me habría consolado si hubiera sabido cuánto me dolía pero para cuando volví a verla los rasguños se habían curado y ya no pude enseñárselos.

Allí donde voy me esperan peligros -un fragmento de vidrio una avispa furiosa una tostadora caliente-, se me echan encima al pasar y mi cuerpo responde por su propia cuenta, la piel se me vuelve azul o se me hincha la carne y se me llena de pus, o la piel se abre, dejando escapar un chorro de sangre, ahora mismo la astilla me provoca un dolor intenso en el talón izquierdo pero no tengo tiempo para volver a quitarme el calcetín y buscarla.

Cojeo hasta la planta baja odiando la vida. La abuela ya ha sacado el coche del garaje, lo está calentando delante de la casa y cuando salgo cojeando al porche delantero a la vez que intento abrocharme el abrigo y ponerme la bufanda al mismo tiempo, agita la mano frenéticamente en mi dirección dando a entender: «¡Deprisa!» Su aliento resulta visible en el aire gélido, igual que el humo del tubo de escape, lleva guantes de gamuza y cuando se para en los semáforos en rojo da golpecitos impacientes en el volante con los dedos pero aun así, como siempre, llegamos a la escuela a tiempo.

Cantamos Oh, Canadá a las nueve en punto y Dios salve a la reina a las cuatro y el día entero entre una canción y la otra sufro una intensa vergüenza o un aburrimiento mortal.

En el recreo matinal decido que ya no puedo aguantar el dolor de la astilla, así que me encierro en uno de los cubículos del cuarto de baño pero como las puertas no llegan hasta abajo las otras chicas en los servicios ven que me he quitado un zapato y un calcetín y eso hace que les entre la risa tonta: «¿Qué pasa por ahí, es una espía rusa o algo así? ¿Tiene un teléfono escondido en el zapato?»

Las demás chicas nunca me escogen como compañera a la hora se saltar porque siempre se me traban los pies en la cuerda y hago que pierdan. Cuando hago un dibujo en clase comentan: «¿Qué se supone que es eso?», como si no lo vieran. Cuando jugamos a las sillas siempre soy la primera en quedar eliminada porque me abstraigo con la música y luego no consigo llegar a la silla lo bastante aprisa cuando deja de sonar. Cuando hay un simulacro de ataque nuclear y tengo que esconderme debajo de las mesas, no puedo permanecer acuclillada más de un par de minutos, mientras que si nos cayeran encima bombas atómicas de verdad tendría que quedarme allí horas o incluso días. Todas las chicas son engreídas, competentes y rápidas. Van tijereteando tranquilamente figuras de papel mientras yo sudo y me esfuerzo porque mis tijeras están desafiladas. En el vestuario se ponen y se quitan la ropa de gimnasia sin problema mientras yo ando apurada y me sonrojo. Sus prendas están pulcras y se muestran dispuestas a cooperar, las mías son rebeldes: saltan los botones, florecen las manchas y los dobladillos se deshilvanan subrepticiamente.

Como es viernes, hoy tengo clase de piano pero debido a la astilla se me ha olvidado traer las partituras y la abuela echa pestes mientras vamos de regreso a casa a toda velocidad a las cuatro en punto, haciendo que las ruedas patinen y chirríen sobre el hielo.

– Vamos a llegar tarde -rezonga-. Ay, Sadie, ¿es que no puedes ser responsable de tus cosas?

– Ahora, enséñame lo que has aprendido desde la semana pasada -dice la señorita Kelly, desde su gran altura. Me posa las manos en los hombros y tira hacia atrás para que los enderece, luego me pone el pulgar debajo de la barbilla para obligarme a levantarla, después me corrige el ángulo entre las muñecas y las manos sobre el teclado y me recuerda que debo tener los dedos siempre curvados como si sujetara una mandarina.

Nunca consigo empezar siquiera, me interrumpe la pieza a los tres compases y en vez de eso me manda hacer ejercicios.

– Mantén bajo el tercer dedo y toca acordes con el segundo y el cuarto, el primero y el quinto alternativamente. Mantén el segundo dedo en sol y haz oscilar el pulgar de do a do por debajo, ¡sin levantar la muñeca, Sadie! -me dice con aspereza, a la vez que me da golpecitos en la muñeca con una regla y me golpea en el saliente del hueso en el costado, lo que duele un montón, así que digo «¡Ay!» y los ojos se me humedecen-. Sadie, ¿cuántos años tienes? -me pregunta la señorita Kelly.

– Seis -le contesto, y ella dice:

– Bueno, pues deja de comportarte como una cría, ahora empieza otra vez.

Y pasamos prácticamente la hora entera haciendo esos estúpidos ejercicios y sólo quedan cinco minutos para mis piezas: sólo puedo tocar una que se titula Edelweiss pero estoy tan nerviosa que me tiemblan las manos, y ella dice que la interpreté mejor la semana pasada y ya mientras toco está garabateando en mi libreta con su bolígrafo morado, subrayando instrucciones como «¡Los dedos curvados!» y «¡Las muñecas flexibles!» y «¡Cuidado con las yemas de los dedos!». De aquí al viernes que viene tengo que dibujar cincuenta claves de sol y cincuenta claves de fa y aprender a tocar las escalas de sol mayor y sol menor «¡Sin un solo error!», escribe, y subraya las palabras con tanta fuerza que el bolígrafo atraviesa el papel.

– ¿Y bien? -dice la abuela a la vez que le entrega discretamente un sobre con el dinero por mi clase (han gastado tantísimo dinero en educación, comida y ropa y ni siquiera soy hija suya, ¿me doy cuenta?, ¿me doy cuenta?)-. ¿Qué tal va?

– Tiene que ensayar más -responde la señorita Kelly, amenazadora.

– Pero no se ha saltado ni un solo día -dice la abuela-. Me aseguro de ello…

– No basta con sentarse al piano -la interrumpe la señorita Kelly-. Tiene que trabajar, necesita concentrarse. Nadie salvo ella puede adquirir una buena disciplina de trabajo. Es posible que el talento musical sea cosa de familia, pero nada puede ocupar el lugar del esfuerzo, esfuerzo, esfuerzo.

Aún tengo las muñecas rojas donde me ha dado con la regla y una no puede gritarles a los adultos pero la verdad es que tengo tal sensación de injusticia que estoy que ardo así que decido chivarme de la señorita Kelly la próxima vez que vea a mami. Contárselo a la abuela no serviría de nada, se limitaría a decir que algo habré hecho para merecerlo, pero mami no podrá soportar la idea de que una desconocida martirice a su hijita con una regla, le dirá a la abuela que tengo que cambiar de profesora de piano de inmediato y si la abuela dice: «No resulta fácil encontrar una buena profesora de piano, la señorita Kelly tiene una reputación excelente, prepara a los niños para los exámenes de acceso al conservatorio», mamá responderá: «¡Conservatorio, conshmervatorio! -me encanta cuando habla así-. Quiero que mi hija sea feliz y si las únicas profesoras que puedes encontrar son sádicas, tendrá que vivir sin piano, y ya está.» Esas palabras serán música para mis oídos, no tendré que volver a ensayar sentada al piano y podré leer tanto como quiera. La abuela dice que me estoy dañando los ojos con tanta lectura y que antes de darme cuenta tendré que llevar gafas (con lo que quiere decir que tendrá que comprarme gafas), pero al menos cuando lees nadie viene y te pega con una regla, sencillamente te sumerges en la página y el mundo va desapareciendo poco a poco.

Un sádico es alguien que disfruta haciendo daño a los demás, así que no tengo la menor idea de por qué mamá escogió ponerme un nombre que suena tan parecido. Sadie también contiene la palabra sad, triste en inglés, y aunque no lo hiciera a propósito, acabó con (o más bien sin, la mayor parte del tiempo) una niña triste.

Cada día tiene su sabor a tristeza particular, lo reconozco en cuanto despierto por la mañana, el lunes porque es el primer día de la semana y aún quedan cinco días enteros de colegio por delante, el martes por la clase de ballet, el miércoles por la gimnasia en la escuela, el jueves por las niñas exploradoras, el viernes por la clase de piano, el sábado porque tengo que cambiar la ropa de cama y el domingo por la misa.

En las niñas exploradoras hay que aprender a hacer un montón de nudos estúpidos que no tienen ningún fin porque de mayores ninguna tenemos planeado ser marineros. Hay que observar un buen puñado de objetos diferentes durante treinta segundos y luego darse media vuelta e intentar recordarlos sin mirar; yo me trabo al cuarto más o menos. Hay que llevar un uniforme marrón que es más feo aún que el de la escuela y hay que «estar preparada», aunque nunca te dicen para qué y el chiste de la exploradora que olvidó estar preparada y se quedó embarazada no tiene gracia. Se supone que tienes que ser la mejor en esto, aquello o lo de más allá y ganar lacitos y distintivos que coserte al pecho, pero yo no soy la mejor en nada y tengo el pecho vacío.

En ballet se supone que debes ser delgada y grácil pero a mí me asoma el estómago y las zapatillas en punta me aprietan los pies hasta que apenas puedo soportarlo y mucho menos bailar.

Todas estas actividades son por mi propio bien, su objetivo es convertirme en un ama de casa y ciudadana brillante, con mucho talento, bien coordinada y sobresaliente, pero no sirve de nada, siempre me sentiré gorda y estúpida, patosa y excluida, tímida y desequilibrada, inepta, para decirlo claramente. Nadie puede cambiar mi naturaleza más recóndita, que apenas es humana. Mis profesores y mis abuelos creen que no es más que un problema pasajero, así que siguen labrándome el cerebro y el cuerpo con la intención de esculpirme en algo que resulte presentable, y yo sigo adelante por inercia para hacerlos felices, sonrío, asiento y camino de puntillas, doy vueltas en tutú y pongo todo mi empeño en las diferentes clases de nudos, consigo engañarlos la mayor parte del tiempo pero a quien no puedo engañar es a mi Demonio, mi Demonio sabe que soy mala en lo más hondo y cuando la presión aumenta, lo único que puedo hacer es golpearme la cabeza contra la pared una y otra vez en la oscuridad.

«Sadie, es hora de practicar», dice la abuela todas las tardes a las cinco y cuarto. Exactamente en el mismo momento, el abuelo sale de su despacho tras su último loco y coge la correa del perro para sacarlo a hacer caca.

La abuela y el abuelo tienen un perro de pelaje corto a propósito para que no deje pelo por todas partes, en otras palabras, lo importante del perro que compraron era la largura del pelaje, no se preocuparon en ver qué carácter tenía. Se llama Regocijo, que según el diccionario significa «alborozo, júbilo o alegría, sobre todo cuando se caracteriza por la risa», que es justo lo contrario de la personalidad del perro: es diminuto, sinuoso y enérgico, y cuando intento acariciarlo se zafa de mí con un gañido como si fuera a estrangularlo o algo por el estilo.

– ¿Dónde está mi perro de caza? -dice el abuelo esta tarde, igual que todas las tardes, y cuando Regocijo se le acerca al trote entre ladriditos y meneos de rabo, con todo el trasero presa del entusiasmo, le dice-: Vamos, vamos, cálmate o voy a tener que ponerte el bozal.

Y todo resulta completamente estúpido y mientras tanto llega el momento de ensayar al piano.

El instrumento aguarda negro y silencioso en un rincón de la sala, no da la impresión de que quiera decirme nada, sólo parece un mueble mudo entre los demás muebles. Enciendo las lámparas, sólo dos porque no hay que malgastar electricidad, la del piano para leer la partitura y la de pie para no trabajar con un foco de luz porque es malo para la vista. El piano tiene pañitos de adorno encima para que la madera no se raye con las figuritas de vidrio tallado y las fotografías enmarcadas de mami cuando era pequeña y la abuela y el abuelo cuando se casaron y del abuelo cuando obtuvo el título universitario de psiquiatra, vestido con una larga toga negra con un gorro cuadrado y plano como si le hubiera caído un libro en la cabeza. Ahora el diploma está enmarcado y cuelga en la pared entre reproducciones de cuadros de ramos de flores. A veces en primavera la abuela corta unas cuantas flores de verdad del jardín y las pone en un jarrón encima de la mesita de centro, pero no se me permite acercarme porque podría volcar el jarrón y derramar el agua por la alfombra y entonces ¿qué ocurriría? (A la abuela siempre le preocupa que el jarrón se vuelque, pero le traen sin cuidado los vuelcos que sufra su nieta, disgustos que son frecuentes.) Les quita el polvo a todos esos objetos todos los días y cuando abro la tapa del piano también tengo que retirar el largo tapete bordado cuyo fin es proteger el teclado del polvo, así que no debo olvidar volver a colocarlo una vez he terminado de practicar, aunque no tengo ni idea de cómo podría colarse allí una sola mota de polvo cuando la tapa está cerrada.

Pliego el tapete con cuidado y lo dejo al lado de la foto de mami cuando tenía más o menos mi edad: la sonrisa de su rostro es genuina y no una máscara como la mía, lleva un vestido azul intenso y los ojos azules le espejean. La niña de la foto me escucha ensayar e intento estar a su altura, pero cuanto más toco más se decepciona y un rato después me noto tan alicaída que ya ni siquiera puedo mirarla. Empiezo por las escalas, que es como recitar el abecedario porque no significan nada, las toco una y otra y otra vez, intentando hacer oscilar el pulgar sin mover la muñeca y mantener los dedos curvados y el tono exactamente uniforme, y diez minutos después llega la hora de los arpegios, que son muy difíciles porque tengo las manos muy pequeñas y cuando por fin abro la partitura con mis piezas me desanimo porque las páginas están emborronadas con la tinta morada de la señorita Kelly. Ha anotado el fraseo y trazado círculos en torno a la digitación y subrayado «pp» de pianissimo porque la semana pasada toqué con demasiada fuerza, así que lo único que puedo ver son mis errores y mi mediocridad, las cosas donde meto la pata una semana tras otra.

Cuando la abuela me compró las partituras y empecé a pasar las páginas nuevas y limpias y vi la ilustración de la pieza titulada Edelweiss -una niña inclinada sobre esas flores en los Alpes-, tuve una sensación de pureza, realzada por la blancura de la nieve sobre las montañas y las florecitas en forma de estrella brotando de su nido de hojas verdes pese a la nieve, y la niña en la ilustración era justo como debería ser yo, encantadora con su falda acampanada y su blusa blanca, el cabello liso, los calcetines blancos hasta las rodillas y las botas elegantes. La letra de la canción también era preciosa:

Edelweiss, Edelweiss,

todas las mañanas sales a saludarme,

blanca y pequeña, brillante y limpia,

¡qué alegre pareces de recibirme!

Y luego, poco a poco, la pieza se fue echando a perder por causa de mi aprendizaje, de los errores cometidos, que llevaban a la señorita Kelly a garabatear comentarios en morado por toda la página, incluida la ilustración, de manera que cuando ahora intento interpretar la pieza se me despedaza entre las manos. Cada compás es un obstáculo que superar. Tengo tanto miedo de cometer un error que miro el compás como si los ojos se me fueran a saltar de la cabeza y cuando llega el momento de pasar al siguiente compás los ojos se me van de un salto a la derecha pero ya es tarde, he cometido un error y la abuela me grita desde la cocina:

– ¡Fa sostenido, Sadie! ¡Está en la armadura de clave!

La abuela tocaba antes el piano, aunque no la he oído ni una sola vez en la vida, así que tiene derecho a corregirme. De manera que empiezo de nuevo, pero en esta ocasión mi mano izquierda olvida que debe sostener el sol hasta el siguiente compás porque hay una ligadura, me interrumpo y mi mano derecha golpea velozmente la izquierda y ésta se disculpa diciendo: «Lo siento lo siento lo siento no lo haré más», pero la derecha está furiosa y dice: «Estoy hasta las narices de que te portes tan mal, no pienso tolerarlo ni un minuto más, ¿me oyes?», y la izquierda se acobarda y se encoge y vuelve al teclado mascullando: «Hago todo lo que puedo.» «¿Qué has dicho?», pregunta la mano derecha en un tono áspero y furioso. «He dicho que hago todo lo que puedo», insiste la izquierda con voz un poco más alta porque está a la defensiva y, después de todo, no ha cometido ningún asesinato, sino que ha soltado el sol un momento antes de lo que debía. «¡Bueno, pues vas a tener que hacer más que todo lo que puedes -grita la mano derecha-, porque todo lo que puedes no es suficiente!» Todo ello ocurre en una fracción de segundo, la abuela ni siquiera se da cuenta de que ha habido una pausa en la interpretación, empiezo de nuevo. Cuando la mano derecha comete un error, la izquierda no se atreve a gritarle, sencillamente repara en el error y alberga resentimiento contra la derecha sin atacarla abiertamente; toda la parte izquierda de mi cuerpo es inferior debido a la ubicación de la marca de nacimiento.

(Mamá tiene un piano en su casa en Yorkville y no sólo no cierra nunca la tapa, sino que ni siquiera usa partituras; sencillamente toca los acordes que necesita para cantar, y cuando no está cantando fuma, cosa que, según dice la abuela, es una costumbre asquerosa a la que espera que yo nunca me aficione.)

Por fin son las seis en punto y puedo dejar de tocar el piano y poner la mesa en el salón. Primero los tres salvamanteles individuales que cazarán con destreza cualquier miga descarriada que pueda caer de nuestros torpes dedos y que de lo contrario quedaría prendida en el mantel de encaje de donde sería diabólicamente difícil de quitar. Luego los grandes platos blancos con el círculo dorado que los bordea y los platitos de pan a juego que se ponen en la parte superior izquierda. Después la pesada cubertería de plata que se guarda en una caja forrada de terciopelo en el cajón de arriba del aparador. El tenedor va a la izquierda del plato, el cuchillo a la derecha con el filo hacia dentro porque de otro modo podrías cortarte al cogerlo (aunque, de todas maneras, la gente no debe coger el cuchillo por el filo), la cuchara sopera a la derecha del cuchillo porque la comida empieza con sopa (en las comidas de gala donde hay cantidad de cubiertos distintos junto al plato, la abuela dice que no hay que preguntarse siquiera cuál usar primero, la regla de etiqueta es empezar desde fuera y seguir hacia dentro), la cuchara de postre boca abajo encima del plato con el mango hacia la derecha para cogerla más fácilmente con la derecha (¡una pena para los zurdos!), el vaso de agua justo encima del cuchillo y un poquito hacia la derecha. Mientras tanto, el abuelo ha vuelto a casa de pasear al perro y ha cogido a Regocijo en brazos para limpiarle las pezuñas con un trapo (de manera que no deje un rastro de fango y aguanieve dentro de casa) y luego ha encendido la tele para ver las noticias vespertinas. Allí vemos que Diefenbaker y Pearson han dado con algo acerca de lo que estar en desacuerdo y que el Muro de Berlín ha quedado terminado por completo y que el presidente Kennedy está castigando a Cuba por capturar a todos los cochinos que envió allí el año pasado. Continúan surgiendo cantidad de conflictos por todo el mundo que no consigo entender, pero cuando viene mamá son motivo de discusiones como por qué se gasta Estados Unidos una fortuna en enviar cohetes al espacio cuando millones de sus propios ciudadanos siguen viéndoselas con el problema de ser pobres, parados y negros, cosa con la que yo estaría de acuerdo, pero no así sus padres; le preguntan si se está convirtiendo en chusma comunista o algo por el estilo. La abuela y el abuelo nunca discuten, apenas hablan en absoluto. Creo que el abuelo no tiene derecho a contarles a otras personas lo que le cuentan sus locos tumbados en el diván de su despacho el día entero, y el único interés que tiene aparte de eso es, por lo que sé, el jockey (en el que Gordie Howe es su héroe), pero el jockey deja a la abuela indiferente por completo. Por lo que respecta a la abuela, le supondría todo un reto hacer que sus actividades cotidianas resultaran intrépidas y emocionantes, así que a la hora de cenar nos limitamos a comer y decir: «¿Me pasas la mantequilla, por favor?» y «¿Un poco más sopa?» y cosas así.

Los días son largos, incluso en invierno cuando deberían ser cortos; las semanas son más largas aún y los meses son inacabables. Los cuento conforme pasan pero no sé hacia qué cuento. La vida es interminable.

A finales de enero, un domingo por la tarde creo que voy a morirme de aburrimiento, así que le pregunto a la abuela si puedo salir a hacer un muñeco de nieve en el jardín. Ella me dice que hace mucho frío pero se lo suplico hasta que cede con un suspiro y me ayuda a ponerme el mono acolchado y las botas de nieve. El gorro de lana y las manoplas con la cuerda que va de manga a manga por debajo del abrigo (de modo que no los pierda) y justo cuando me está atando la bufanda caigo en la cuenta de que tengo que hacer pis.

– Lo siento, abuela -le digo con una voz pequeñita-, pero tengo que ir al baño.

Y ella se enfurece y me quita la ropa para la nieve tan bruscamente como puede, mientras dice:

– ¿Haces todo lo que está en tu mano por exasperarme, Sadie?

Y yo digo:

– ¡No, no, abuela, de verdad que no, te juro que hace cinco minutos no tenía que ir al baño!

Y ella dice:

– Bueno, que te sirva de lección. Igual la próxima vez prestas más atención a las señales.

Y por mucho que le suplico, después de hacer pis se niega a dejarme salir.

En febrero ocurre algo fuera de lo normal, que es que Lisa, una de las chicas de mi clase, me invita a su fiesta de cumpleaños. Sé que no me invita a mí como individuo, invita a todas las niñas de la clase («probablemente para demostrar lo ricos que son sus padres -dice la abuela-, que pueden permitirse celebrar una fiesta para treinta personas») y no puede excluirme sólo a mí, porque llamaría mucho la atención. También allí, en la fiesta de Lisa, ocurre algo terrible debido a mi necesidad de hacer pis. Estamos comiendo el plato que ha preparado la madre de Lisa, que son hamburguesas sobre una tostada empapada en una salsa de carne espesa y suculenta, nunca había probado nada tan delicioso y estoy totalmente anegada en placer, todo el mundo habla al mismo tiempo y se divierte tal como deben hacer los niños en las fiestas y yo finjo formar parte de la alegría general, cuando de repente toda la limonada que he estado engullendo se hace sentir ahí abajo con urgencia y me sonrojo, pensando que voy a mearme en los pantalones, lo que sería la humillación definitiva, así que me levanto y le preguntó a la madre de Lisa en un susurro dónde está el cuarto de baño. Me lleva pasillo adelante como si fuera lo más natural del mundo hacer pis en medio de una comida, sin echarme una reprimenda como hubiera hecho la abuela, cosa que le agradezco. Cierro la puerta y hago pis a placer, y luego no puedo volver a abrir el pestillo. Es como una pesadilla, es como una auténtica pesadilla, continúo forcejeando con el cierre que se niega a ceder y empieza a entrarme pánico, tal vez me quede encerrada en ese baño el resto de mi vida, así que empiezo a golpear la puerta pidiendo ayuda. Unas niñas gritan desde el otro extremo del pasillo:

– ¿Qué ocurre, Sadie?

– ¡No puedo salir! -respondo con una voz aguda y chillona que no reconozco.

Al final, el padre de Lisa viene y se arrodilla del otro lado de la puerta y me dice en un tono muy suave que me tranquilice y luego me da instrucciones precisas para abrir el pestillo, y funciona. Cuando por fin regreso a la mesa, Lisa dice:

– ¿Qué tal la vida en el baño, Sadie?

Y todo el mundo se parte de risa y yo me quedo conmocionada de vergüenza y la fiesta se va al garete por completo.

Ahora ya casi es primavera. Mami vendrá de visita como hace todos los años por la comida de Pascua, que se celebra a la hora de almorzar, así que decido contar los días hasta el domingo de Pascua. Van pasando, holgazanes arrastrando los pies, desde cuarenta y dos hasta uno, que significa mañana, y luego, por fin, es hoy. Mamá no vendrá a la celebración de san Josafat con nosotros por la mañana, la abuela dice que dejó de ir a misa cuando se juntó con esa pandilla de beatniks suya. «Sí -dice el abuelo-, gente impía destinada a la perdición», pero creo que sólo bromea. (No sé con seguridad si los abuelos creen en los milagros y la resurrección, el cielo y la perdición, o si no es más que una manera de hablar, desde luego no parecen estar esperando ningún milagro que venga a cambiarles la vida a ellos.)

Volvemos a casa a toda prisa para preparar la comida de cara a la llegada de mami a las doce y media. El jamón ha estado asándose en el horno todo este rato, así que incluso mientras entonábamos cánticos acerca de Jesús levantándose de entre los muertos, la abuela estaba preocupada porque se le pudiera quemar el jamón, pero al final no ha sido así. Ahora Jesucristo se ha levantado de entre los muertos hasta las Navidades del año que viene, cuando pueda nacer otra vez, y el jamón está listo y la mesa está puesta y el reloj sigue haciendo tictac, es la una y mamá llega tarde como siempre.

– No puede tomarse molestias con cosillas como llegar a tiempo -comenta el abuelo (sarcásticamente).

La comida está a fuego lento en la cocina pero el pan ya se está quedando un poco correoso, igual que la sonrisa de bienvenida que se había pegado a la cara la abuela a las doce y media en punto. Regocijo barrunta que algo va mal y corretea entre la abuela y el abuelo, soltando gañidos al tiempo que golpea el suelo con la cola, el abuelo le rasca entre las orejas y le dice:

– Tú no harías esperar a tus padres así, ¿verdad, Regocijo? -Y al oír su nombre, el perro piensa que es la hora del paseo, así que aúlla, y el abuelo finge creer que ha dicho «No», por lo que le responde-: Claro que no.

Antes de ir a misa esta mañana me he peinado y recogido el pelo en la coronilla con una goma elástica y luego me he atado un lazo alrededor para estar bien guapa cuando llegue mamá, pero conforme va transcurriendo el tiempo noto que la goma me tira del cuero cabelludo y me provoca picores, así que me rasco y algunas hebras de cabello se sueltan y la goma sigue tirándome del cuero cabelludo así que al final me quito el lazo y la goma al mismo tiempo de un tirón, lo que hace que me arranque unos pelos y me llene los ojos de lágrimas. La abuela dice:

– Sadie, ¿qué diantre estás haciendo? ¿Quieres que le caiga pelo a todo el mundo en la comida? Vete a tirar eso y lávate las manos, ¡rápido, rápido!

Y mientras estoy en el cuarto de baño de la planta superior, viendo en el espejo que tengo el mismo aspecto regordete y vulgar de siempre y que me he sometido a todo ese sufrimiento con el pelo para nada, por fin llega mami.

Bajo la escalera a la carrera y literalmente me lanzo a sus brazos abiertos de par en par. Me coge y me sube a su regazo diciendo:

– ¡Mi niña grandota, mi querida niña! -Y me cubre la cara de besos.

– ¿Podemos empezar, Kristina? -dice la abuela-, son las dos menos veinticinco, si esperamos mucho más el jamón se habrá secado del todo.

Mami me mira a los ojos y dice:

– ¿Cómo está mi preciosa Sadie?

Y yo digo:

– Bien.

Y la abuela me arranca del regazo de mami con un gesto más bien brusco y me planta en mi silla y el abuelo pone en marcha el cuchillo eléctrico de trinchar y hace su habitual chascarrillo acerca de Jack el Destripador.

Lo asombroso de mami no es que sea la mujer más hermosa del mundo, sino que irradia encanto. Recuerdo a su novio Jack diciéndolo una vez y se me quedó grabado porque es cierto. Hoy va vestida de negro de la cabeza a los pies, cosa que la abuela probablemente considera una elección inapropiada para el domingo de Pascua, vaqueros negros ceñidos y un jersey negro con un pañuelo rosa intenso y grandes aros por pendientes, eso es todo, ni maquillaje, ni un peinado muy recargado ni nada por el estilo, pero el caso es que gracias a su sonrisa, gracias a sus ojos azules y su buena disposición y su entusiasmo, siempre está plenamente donde está, lo que me hace darme cuenta de que, por regla general, la gente no está donde está porque tiene la mente siempre ocupada con algún otro asunto, no contigo ni con las infinitas posibilidades del momento.

(Como es natural, la intensidad de la presencia de mi madre hace que su excepcionalidad en mi vida me resulte más insoportable aún.)

– Bueno, Kristina -dice el abuelo una vez está cortado el jamón y han pasado de mano en mano los cuencos con rodajas de piña, boniatos y judías-, veo que tienes una competencia bastante dura hoy en día.

Mamá le lanza una mirada como diciendo: ¿de qué me hablas?

– Paul Anka encabeza otra vez las listas, y están haciendo una película sobre él.

Mami se ríe.

– Paul Anka y yo no trabajamos en el mismo universo.

– Es inmoral que pongan canciones así en la radio -comenta la abuela-. Besarse por teléfono, ¡hay que ver!

– A mí me gusta esa canción -susurro.

– Bien hecho, Sadie -me felicita mamá.

– Bueno -dice el abuelo-, la humanidad no siempre progresa, a veces entra en regresión, es lo único que puedo decir. Cuando piensas que en doscientos años nos las hemos arreglado para pasar de las óperas sublimes de Mozart a algo llamado… Ahuh-Ahuh. ¿Es eso lenguaje humano? ¿Tú qué crees, Regocijo?

Ríe su propia bromita y le pasa un pedazo de grasa a Regocijo por debajo de la mesa.

– ¡Richard! -le regaña la abuela-. ¡Ya sabes que el perro no debe comer grasa! ¡Tiene colesterol!

– Antes me encantaba comer la grasa -comenta mamá como si soñara-. Quería ser la Gorda del circo cuando me hiciera mayor.

– Ah, ¿sí? -dice el abuelo. (¿Cómo puede ignorarlo? ¿Es que lo ha olvidado?)-. Bueno, otro sueño infantil que no llegó a cumplirse.

– Lo cierto es que has adelgazado desde la última vez que te vimos -señala la abuela.

– Estoy bien -dice mami.

Dejo de escuchar y me quedo como atolondrada, llevaba tanto tiempo esperando este día y ahora que ha llegado no sé qué hacer con él, lo único que puedo hacer es mirar fijamente a mamá desde el otro extremo de la mesa, tiene una aureola dorada en torno a la cabeza debido al sol que entra a raudales por la ventana a su espalda, está aquí está aquí está aquí de verdad ahora mismo, sencillamente permanezco sentada escuchando la música de su voz al tiempo que observo los gráciles movimientos de sus manos y de pronto la oigo decir:

– Sadie, ¿te gustaría pasar el fin de semana que viene en mi casa?

Y no puedo creer lo que oigo. ¿El fin de semana que viene? ¿Sólo dentro de seis días? La abuela y el abuelo cruzan miradas que significan: «Ay Dios, ay Dios, nos tememos que esta mujer sea una mala influencia para nuestra pequeña Sadie», pero luego, claro, recuerdan que esta mujer no es sino la madre de su pequeña Sadie, y aunque me dejó en sus manos cuando nací porque ella sólo tenía dieciocho años y no podía ocuparse de mí, ahora tiene veinticuatro y tiene todo el derecho del mundo a llevarme consigo y quién sabe, igual si me porto bien en su casa decida que siga con ella. El corazón me da un vuelco.

– Peter me traerá para recogerla el sábado después de comer y os la traeré de vuelta el domingo a última hora de la tarde. ¿Qué os parece?

Silencio.

– ¿Qué te parece a ti, Sadie? -me pregunta mami, pero justo cuando estoy a punto de decir que me parece divino, tercia el abuelo:

– ¿Quién es Peter?

– Peter Silbermann. Mi nuevo empresario.

Silencio. La abuela y el abuelo vuelven a cruzar la mirada.

– ¿Peter… Silbermann? -repite la abuela en un tono como si el nombre tuviera algo de malo.

– ¿Qué es un empresario? -pregunto, imaginándome un Príncipe Azul italiano con largo cabello ondulado, dispuesto a echar la capa sobre el fango para que mami no tenga que mojarse los pies.

– ¡El tipo que se encarga de hacerme famosa! Se ocupa de mi carrera, me consigue conciertos, cosas así.

– ¿Algún concierto a la vista que no sea en bares de mala muerte o garitos clandestinos?

– Pues sí, a decir verdad -responde mami con una sonrisa encantadora-. ¿Queréis que os envíe entradas?

– Ya sabes que no entiendo tu música, Kristina -dice la abuela y menea la cabeza-. No quiero menospreciarte, pero nadie ha tenido éxito en su carrera con canciones sin letra.

– ¡Soy la primera! -se jacta mami-. ¡No pienso hacer nada que ya se haya hecho!

La abuela frunce los labios y apuñala un trozo de jamón con el tenedor como para decir: ¿cuándo aprenderá esta hija mía a enfrentarse a la realidad? En cambio, comenta:

– Sadie tiene mucho apetito. Podría prepararos una cazuela de macarrones para que cenéis…

– ¡Cazuela, cashazuela! -ríe mami-. Sadie es capaz de sobrevivir un fin de semana con el régimen de su madre de pan seco y whisky… ¿verdad que sí, preciosa?

– ¡Claro! -respondo. Me gustaría pensar algo gracioso que añadir, pero estoy tan entusiasmada ante la perspectiva de pasar la noche en el apartamento de mi madre que no se me ocurre nada.

– Bueno, de acuerdo -suspira la abuela-. Le prepararé una maletita… ¿Tienes una cama de más?

– Podríamos atar la cama plegable de la habitación de invitados al techo del coche de Peter -sugiere el abuelo.

– ¡No seas tonto! -responde mamá-. Puede dormir en el sofá… ¿verdad que sí, bonita?

– ¡Claro! -vuelvo a decir, y me pregunto si mamá piensa que soy tonta por decir lo mismo dos veces seguidas, pero la mirada que me dirige es cálida y rebosante de cariño.

– Vale, pues ya está -anuncia-. Y ahora, gracias por esta comida tan deliciosa, pero he de marcharme: tengo un ensayo.

– ¿Un ensayo? ¿El domingo de Pascua? -rezonga la abuela.

– ¿Crees que Jesús me lo echará en cara? Seguro que tiene cosas más importantes de las que preocuparse.

– ¡Kristina! -le espeta la abuela, dividida entre el deseo de reprenderla por su blasfemia y el deseo de tenerla entre sus garras un poco más-. ¿No vas a tomar postre? Ayer hice tarta de chocolate especialmente para ti.

– Siempre se te olvida que no me gusta el chocolate.

Y entre un revuelo de abrazos y besos y ladridos se marcha. Me quedo en la ventana y la veo alejarse por la calle bordeada de árboles -camina a paso garboso, rítmico, casi como si bailara, el pañuelo rosa ondeando a su espalda- hasta que dobla la esquina y la abuela dice:

– Sadie, ven a ayudarme a recoger la mesa.

Seré buena seré perfecta no cometeré ni un solo error durante los próximos seis días pisaré todas las grietas sólo con el pie derecho, lo prometo, ay, mami mami mami mami mami… El amor que le tengo a mi madre crece y me colma todo el pecho y me gustaría poder fundirme con ella, ser la misma persona que es, o la voz increíble que brota de su garganta cuando canta.

Es cierto. Mami está abriendo la puerta de su apartamento con una llave, Peter su imprecación me lleva la maleta, cruzamos el umbral, estamos dentro, por fin formo parte de la vida de mi madre. Es un apartamento en un sótano, que en realidad no es un apartamento sino una gran sala, emocionantemente oscura como una cueva, con ventanitas que quedan al ras de la calle de tal manera que se puede ver pasar los zapatos y las botas de la gente. Flota en el aire un aroma artístico a humo, incienso y café y hay cantidad de libros y sombras.

– Ponte cómoda, cariño. Peter y yo vamos a trabajar un ruto. No te importa, ¿verdad?

– ¡Claro que no!

Me siento increíblemente tímida, como si acabara de conocer a esta maravillosa mujer y tuviera que causarle buena impresión, mientras que en realidad es mi madre. Me acurruco hecha una bolita en el sofá.

Peter (alto y desgarbado, con larga melena morena y gafas) se sienta al piano y mami se acerca y se queda a su lado y salta a la vista que para ellos el instrumento no es un enemigo sino un amigo, un auténtico colega. Peter pasa los dedos por el teclado y las notas brotan al aire igual que un riachuelo al deshelarse.

– Sadie, vas a hacer de público para esta nueva pieza en la que estamos trabajando, ¿vale?

– ¡Estupendo!

Mientras se acaricia la marca de nacimiento en la cara interna del codo izquierdo, mami afina la voz haciendo escalas y arpegios, pero en su caso los ejercicios no suenan como si recitara el abecedario, sino que suenan a alegría, como correr descalza por la arena. Luego le hace un gesto con la cabeza a Peter. Tras varias notas breves en staccato, desemboca en un acorde, la voz de mami se introduce hasta el centro del acorde y se aferra a sus notas para luego salir disparada hacia el cielo, y allá van. Se desliza hacia un ritmo entrecortado desde unas notas agudas dolorosamente dulces tres octavas por encima del do hasta sumirse en las aguas oscuras y profundas de la clave de fa, donde gime con dulzura, anhelante, como si la vida se le estuviera escapando. A veces emite pequeños estallidos con los labios y otras veces se golpea el pecho con la mano para puntuar la música que fluye de su garganta. Parece estar contándome una historia, no sólo la historia de su vida sino la historia de toda la humanidad con sus guerras y hambrunas y luchas, sus triunfos y fracasos, ahora su voz se colma de densos murmullos amenazadores como si fuese el océano henchido con una tempestad y ahora se convierte en una larga cascada de notas que se precipitan por un acantilado como si de una catarata se tratara, rebotando en las rocas, venga hacer espuma y borbotear y chorrear a medida que se precipita hacia el exuberante valle oscuro allá abajo. La voz describe círculos dorados en torno a mi cabeza como los anillos de Saturno, luego oscila arriba y abajo como una línea de coro de bailarinas de cancán, la voz se lamenta y se estremece, se enrosca en torno a un fa grave igual que hiedra ascendiendo por el tronco de un árbol, luego se sumerge profundamente en las aguas azul cristalino del acorde de sol mayor que interpreta Peter… Estoy embelesada. Tiene razón: nadie ha utilizado nunca así la voz. Mi madre es excepcional, una inventora, un genio, una diosa del canto puro. Si ahora mismo estuviera aquí la señorita Kelly le daría un telele y caería muerta de repente al verse obligada a reconocer lo inútil que es su propia música.

Cuando termina la canción, mami tiene la cara cubierta de sudor (se supone que no hay que decir «sudor», es casi una palabrota, el abuelo siempre dice: «Sudan los caballos, los hombres transpiran y las mujeres sólo están radiantes», y también tiene otro dicho preferido acerca de caballos y mujeres: «A un caballo se lo puede acercar al agua, pero no se lo puede obligar a beber; a una mujer se la puede acercar a la cultura, pero no se la puede obligar a pensar») y la camiseta pegada a la piel por delante y por detrás. Peter se levanta del taburete del piano y la coge en brazos, la hace girar y dice: «¡Ha sido fantástico, Krissi!, y mami deja caer hacia atrás la cabeza como si fuera una muñeca y se deja llevar por el movimiento.

– ¿Qué te parece, pequeña? -me pregunta cuando vuelve a posarla en el suelo.

– ¡Guau! -Sigo siendo incapaz de decir una sola frase inteligente.

– ¿Te ha gustado?

– ¡Sí!

– ¿Crees que puedo llegar a alguna parte con eso?

– ¡¡Sí!!

– Ay, cariño -me lanza un beso-, vamos a alcanzar las estrellas juntas, ¿te das cuenta?

– Ahora me toca a mí recibir un besito de Krissy -dice Peter, que la vuelve hacia sí y la besa de lleno en la boca abierta como en las películas, sólo que la abuela siempre apaga el televisor en cuanto empiezan mientras que aquí puedo verlo todo de principio a fin. Una vez terminan, Peter no tiene aspecto de que haya terminado, sino de que aún continúa, sus labios están húmedos y tersos, se mete la mano en el bolsillo, saca un puñado de calderilla y dice:

– Igual a Sadie le apetece ir a comprarse unas golosinas en la tienda de la esquina.

Y mami se vuelve hacia mí y me dice:

– Buena idea. ¿Te apetece, Sadie?

Pero aunque me encantan las golosinas, que tengo prohibido comer excepto alguna que otra la víspera de Halloween y en Navidad porque hacen que se te pudran los dientes, no me apetece salir sola en este barrio desconocido y buscar una tienda en la que no he estado nunca.

– No, gracias -respondo.

Pero Peter se me acerca, me pone el dinero en la mano y dice:

– Seguro que en el fondo esta niña se muere de ganas de comer golosinas.

Y mamá me trae el abrigo y dice:

– Mira, cariño, sólo está a cuatro manzanas de aquí, calle abajo, acabaremos de ensayar mientras vas y así no tendrás que aburrirte escuchándonos.

– ¡No estoy aburrida! -protesto, pero me hace callar y me lleva hasta la puerta al tiempo que dice:

– Vamos, cariño. Cuando vuelvas jugaremos todos a las cartas.

Las manzanas son largas y tengo miedo de perderme, tengo miedo de los perros, tengo miedo de que me rapte una panda de maleantes, pero quiero demostrarle a mami que soy una niña mayor y que no seré una carga si me deja venir a vivir con ella, así que me trago el miedo cada vez que me sube a la garganta y me da ganas de llorar, siento las piernas raras y lejanas, como si no estuvieran unidas a mi cuerpo, quieren correr pero las obligo a caminar izquierda derecha izquierda derecha con el pie derecho sobre las grietas siempre que tengo oportunidad. El barrio de mami es más decadente que el nuestro, en las grietas crecen malas hierbas y la pintura de las casas se ve desconchada y la gente está sentada en los pórticos charlando y bebiendo cerveza porque es el primer día cálido del año y para cuando por fin llego a la tienda tengo la sensación de que han transcurrido horas y horas.

Abro la puerta y una campanilla tintinea justo encima de mi cabeza, cosa que me provoca un susto de muerte y me hace desperdigar la calderilla de Peter por el suelo. La señora de la caja registradora dice «¡Ay!» en plan amable. Por suerte, no hay nadie más para reírse de mi torpeza, así que me agacho para recoger las monedas de uno y cinco centavos una por una, que se han ido rodando por todas partes, algunas debajo de las estanterías; eso me lleva una eternidad y para cuando vuelvo a ponerme en pie, estoy temblando de nervios porque creo que la mujer se habrá hartado de esperarme, pero está ahí sentada, pasando las páginas de una revista, y ni siquiera me presta atención. Es bastante gorda y debe de ir a algún sitio especial esta noche porque lleva rulos en el pelo y un vestido de lamé verde que se ve raro con los rulos pero, naturalmente, una vez se haya hecho el peinado, no querrá ponerse el vestido pasándoselo por la cabeza, eso es comprensible.

– Me gustaría comprar golosinas -digo con la mayor amabilidad posible, pero mi voz es un susurro y la señora no me oye.

Repito la frase más alto y, poniéndose en pie no sin esfuerzo, la mujer se llega con andares de pato hasta los botes de golosinas, abre las tapas de plástico y va metiendo las manos regordetas entre caramelos de bola y gominolas, tiras de regaliz negras y rojas y fresones de azúcar, para dejarlas en una bolsa de papel marrón e ir diciéndome sobre la marcha a cuánto asciende. Cuento el dinero sobre el mostrador, con la esperanza de que no se dé cuenta de que tengo los dedos mugrientos de andar rebuscando por el suelo y entonces, justo cuando estoy empezando a dar las gracias, me pregunta:

– ¿Te importa subirme la cremallera, bonita? -Y se da media vuelta.

Veo que sólo lleva la cremallera del vestido subida hasta la mitad y que tiene la espalda blanca y carnosa como grasa de ballena y el vestido le queda muy ceñido. Mis dedos manejan con torpeza la cremallera y para ir subiéndola hasta arriba tengo que aplastar la carne en gruesos pliegues bajo la brillante tela verde, casi me parece que no voy a conseguirlo, me arde la cara de vergüenza y mientras tanto la mujer menea los hombros de aquí para allá intentando facilitarme la tarea, pero uno no puede encoger la espalda de la misma manera que encoge el estómago y cuando por fin consigo subir la cremallera hasta arriba me dice:

– ¡Uy, más vale que no respire esta noche! -Y añade-: Un millón de gracias, bonita. -Y me da dos negritos como recompensa y estoy tan nerviosa que casi se me caen, aunque no llega a ocurrir.

Cuando por fin vuelvo a casa de mami sin que me haya arrancado las extremidades ningún pastor alemán, mami está arreglando la cama y tiene el pelo caído sobre la cara y le ha cambiado el semblante y Peter no está por ninguna parte.

– ¿Dónde está Peter?

– Ha tenido que marcharse.

– ¡Has dicho que íbamos a jugar a las cartas juntos!

– Lo sé, cariño, pero ha recibido una llamada, ha surgido algo, me ha dicho que te diera un beso de despedida de su parte.

No digo nada pero me siento triste y en cierta medida estafada.

– ¿Te cae bien Peter? -me pregunta mami, que enciende un pitillo y expulsa el humo por la nariz (cosa que me encanta).

– Está bien.

– A él le caes de maravilla.

– Ni siquiera me conoce.

– ¿Sabes lo que ha dicho de ti?

– No.

– Ha dicho: «Le pasan cantidad de cosas por esa mollera tan pequeña.»

– ¿Qué es «mollera»?

Mami se echa a reír.

– ¡La cabeza!

– ¿Te vas a casar con él? -le pregunto, pensando que más vale cambiar de tema.

– ¿Cómo lo has adivinado?

Eso me sienta como un mazazo en la cabeza.

– ¿Te vas a casar con él? -repito con una voz minúscula y entrecortada.

– Ven a sentarte en mi regazo, cariño -me dice, y me tiende los brazos desde donde está sentada en el borde de la cama-. Escucha, en realidad es un secreto, no debes decírselo a la abuela ni al abuelo por el momento, ¿vale? Peter es una persona estupenda y está encauzando mi carrera, me está preparando conciertos de costa a costa, pasaré de gira la mayor parte de la primavera. ¡Va a hacerme famosa, Sadie!

– Pero ¿lo quieres?

– Bueno… querer… -Me mira intensamente a los ojos y continúa-: ¿Sabes, pequeña?, lo cierto es que no estoy muy segura de entender mucho de amor, pero lo que sí sé con seguridad es que a ti… ¡te quiero! ¿De acuerdo? Por lo que respecta a todos los demás… déjalos de mi cuenta y no te preocupes.

– Y entonces, si estás casada, ¿podré venir a vivir contigo porque ya no será tan vergonzoso?

– ¡Vergonzoso! ¡Ay, cariño mío! Nunca se ha tratado de vergüenza. ¿Qué cosas pasan por esa mollera tuya tan pequeña? Ha sido una cuestión de dinero. Y tal como parece que van las cosas, la respuesta a tu pregunta es un rotundo… ¡sí! Pero de eso tampoco digas ni pío por el momento, ¿de acuerdo? ¿Me lo prometes?

Se levanta y recorre la habitación encendiendo lámparas porque el sol se está poniendo y está tan oscuro que apenas se ve nada. La sigo a la parte de la estancia que hace las veces de cocina y ella me coge en brazos y me sube a un taburete alto delante de la encimera para que pueda verla cocinar.

– ¡Voy a preparar unas hamburguesas! ¿Qué te parece?

Me pregunto si debería decirle que me encantaron las hamburguesas en la fiesta de cumpleaños de Lisa, pero decido no hacerlo porque podría pensar que soy una desagradecida o que estoy metiéndome con su manera de cocinar, así que me limito a decir:

– ¡Estupendo!

Saca carne de la nevera, la corta en trocitos y la pasa por la máquina de picar y eso la hace pensar en una canción, todo hace pensar a mi madre en una canción, y mientras pica la carne canta esa canción acerca de un pequeño holandés llamado Johnny Burbeck que inventa una máquina de salchichas y la gente del vecindario teme que haga picadillo sus perros y gatos para hacer salchichas, cosa que me hace reír a carcajadas. En la última estrofa la máquina se rompe y Johnny Burbeck se mete dentro para arreglarla pero su esposa se levanta sonámbula y accidentalmente hace picadillo a su marido, lo que es para desternillarse tal como lo cuenta mami:

¡Le dio un golpe de aúpa a la manivela

y Johnny Burbeck quedó hecho picadillo!

Me hace señas para que cante con ella el estribillo, así que afino al unísono mientras río encantada:

Ay, señor, señor Johnny Burbeck,

¿cómo puede ser tan malvado?

¡Ya le advertí que lamentaría

haber inventado semejante aparato!

Y así sucesivamente, e intento que mi voz suene tan plena e intensa como la suya, pero me sale muy aflautada por contraste, como suero en comparación con nata.

– ¿Sabes qué es una hamburguesa? -me pregunta mientras con manos desnudas y diestras va dando forma de pequeñas empanadas a la carne.

La respuesta evidente no puede ser la correcta, así que digo:

– No, ¿qué?

– ¡Una señora de Hamburgo! ¿Y sabes que es un wiener?

– No, ¿qué?

– ¡Una persona de Viena! ¿Y sabes qué es un frankfurter?

– No, ¿qué?

– ¡Una persona de Frankfurt? ¿Y sabes qué es un bistec?

– ¿Una persona de Villabistec? -digo, en un intento de seguirle el ritmo.

– ¡No, tontita, es un buen pedazo de carne de ternera! -Ríe, y estoy convencida de que ninguna de mis compañeras de clase tiene una madre que bromee con ella así.

Mientras está de espaldas friendo la hamburguesa, recuerdo que quería contarle que la señorita Kelly me pega con la regla, así que, aunque estando de tan buen humor me parece un tanto irrelevante, se lo cuento.

No me responde nada.

– ¿Me has oído, mami?

– ¿Mm?

– ¿Me has oído decirte que la señorita Kelly me pega en las muñecas con una regla, muy fuerte, casi todas las veces que voy a clase?

– Sí, te he oído, cariño… No debe de resultar muy agradable -dice sin comprometerse, y salta a la vista que está en otra parte, muy lejos, no sé dónde, así que intento recuperar el buen ánimo que reinaba hace un momento, y digo:

– Así que si haces picadillo a Johnny Burbeck, ya no puede volver a ser un holandés, sólo puede ser un hamburgués.

Y mamá se parte de risa.

De postre, comemos mermelada de uva a cucharadas directamente del tarro, cosa que no podría hacer nunca en casa de la abuela, y se me queda en los labios, dejándolos morados, y mamá saca la lengua y también la tiene morada, cosa que nos hace reír, y ella dice:

– ¿Puedes sacar la lengua y tocarte la punta de la nariz? -Así que lo intento pero no puedo, y entonces ella añade-: Es fácil, mira. -Y al tiempo que saca la lengua, se toca la nariz con el dedo.

Me pregunto si seré capaz de hacer ese truco en la escuela el lunes para ser un poco más popular, o si las chicas se limitarán a decir: «Qué broma tan tonta.»

Le enseño cómo puedo bizquear manteniendo los ojos fijos en la punta del dedo conforme voy acercándomelo a la nariz y mamá no dice que no debería bizquear porque se me quedarán los ojos cruzados y ojalá no acabara nunca esta tarde.

Dormimos juntas en su cama. Al principio su cuerpo está cálido y cercano al mío, y me parece que estoy en el paraíso, pero un rato después se levanta y va a la encimera de la cocina, se pone un whisky y enciende un cigarrillo. La observo entre las pestañas fingiendo estar dormida porque no quiero perder ni un solo segundo de encontrarme en presencia de mi madre y luego me duermo a mi pesar. En sueños veo a mami introducir un bebé diminuto en un sobre, escribir el nombre del bebé con rotulador rojo y dejarlo en el buzón de otra persona, luego hace lo mismo con otro bebé y empieza a inquietarme tremendamente la idea de todos esos paquetes con niños desnudos sin nada que comer.

Cuando despierto por la mañana mami duerme a pierna suelta a mi lado. Su brazo izquierdo curvado por encima de la cabeza deja a la vista la marca de nacimiento, que observo durante un rato, preguntándome por qué tuvo que ir a ubicarse en un lugar tan bochornoso en mi cuerpo, y en cuanto lo pienso, todos los malos pensamientos acerca de ser una persona mancillada y despreciable me vienen al cerebro en estampida y mi pie derecho empieza a golpear a mi pie izquierdo sin que yo se lo diga siquiera y me da miedo que despierte a mami, así que me levanto con cuidado y voy al baño. Luego no sé qué hacer porque ella sigue durmiendo, así que como unos caramelos y regalices para desayunar y mi Demonio empieza a meterse conmigo diciendo: «Niña gorda, las golosinas te van a hacer engordar más», y no puedo dejar de pensar en ello, así que me acerco a las estanterías para ver si hay algún libro infantil pero no hay ninguno, de manera que como más golosinas y luego me siento mal debido al olor de la sartén grasienta de anoche, así que vuelvo al cuarto de baño y vomito. No quiero que el fin de semana en casa de mami se estropee pero he de reconocer que ahora mismo no estoy pasándolo en grande, llueve a mares y me gustaría que mami se despertara pero no me atrevo a despertarla porque igual pasó toda la noche pensando y bebiendo, eso suelen hacer los artistas, tengo un regusto ácido y abrasador en la garganta de vomitar así que voy a la nevera a ver si hay leche pero la nevera está vacía salvo por medio racimo de uvas y un trozo de queso azul mohoso que me revuelve el estómago de nuevo, de modo que cierro la puerta de la nevera lo antes posible.

Mami se incorpora en la cama y temo que se enfade conmigo por hacer ruido, pero no se enfada.

– Vaya -exclama-, ¿qué hora es? Las once… ¿Llevas mucho rato despierta, cariño? -Se vuelve para levantarse y el mundo vuelve a resultar tolerable porque se está poniendo los pantalones negros y me abraza y pone la radio y me habla mientras enciende el primer pitillo del día y prepara café-. Qué asco de tiempo -comenta-. Es una pena, quería llevarte al zoo.

Peter llega con una bolsa de la compra y me revuelve el pelo, cosa que no me hace gracia porque acabo de peinarme; se dejan caer un par de amigos y luego suena el teléfono y vienen más amigos y poco después hay seis desconocidos sentados por ahí en el apartamento de mi madre venga fumar y hablar y reír, dos de ellos llevan barba y me pregunto si Mort, mi padre, aún llevará barba o si alguna de estas personas todavía mantiene amistad con él y si le dirán que conocieron a su hija Sadie la próxima vez que lo vean y si él les hará preguntas sobre mí. Todos me dicen: «Me alegro de conocerte», pero yo no me alegro de conocerlos porque están acaparando toda la atención de mi madre el único fin de semana que paso en su casa. Me doy cuenta de que cuando la gente habla con mami, adoptan un tono de voz especial, como si le tuvieran respeto y temor, y en cuanto abre la boca todos guardan silencio para escuchar, y cuando bromea todos ríen más fuerte que las bromas de los demás. Un rato después, Peter me coge y empieza a hacerme botar sobre sus rodillas mientras canta: «Arre, caballito, arre», que por desgracia es una cosa que los mayores suelen pensar que deben hacer con los niños pequeños. Me retuerzo para zafarme y entonces una mujer dice:

– ¿Cabe la posibilidad de que quieras cantarnos algo, Krissi?

Y mami accede. No se levanta de la silla sino que cierra los ojos y permanece sentada con los brazos cruzados, y afina las cuerdas vocales, dejando que el sonido pase sobre ellas como el arco de un violín, suave, suavemente arriba y abajo. Peter se acerca al piano y produce un ritmo monótono tocando un fa grave y un la bemol alternativamente y al principio la voz de mami avanza por ese sendero, pero luego remonta el vuelo, colmando la estancia, atraviesa las paredes y el techo y abraza los cielos hasta que tenemos que cerrar los ojos nosotros también, porque los objetos que vemos son totalmente superfluos, sólo está la voz de mami, su pura vitalidad, como si fuera aire que respirar o agua que beber, como si fuera amor. Cuando para no sabemos lo que nos ha ocurrido, dónde hemos estado, y la mujer que le ha pedido que cante está deshecha en lágrimas. Hay un largo silencio antes del estallido de aplausos.

– Eres una maga, Krissi -murmura alguien-. Una auténtica hechicera.

– ¿Sabías que tu madre es una hechicera, bonita? -me dice un hombre al que nunca había visto, y me gustaría que se fueran todos, están echando a perder el fin de semana entero por lo que a mí respecta, pero mami no parece darse cuenta.

Nuestras preciosas horas continúan transcurriendo y a eso de las tres de la tarde Peter prepara un montón de huevos revueltos en la sartén que mami ni siquiera había fregado desde anoche, los sirve en tazas y cuencos porque no hay platos suficientes y justo estoy empezando a pensar que resulta un poquitín divertido cuando alguien (por charlar un rato, no porque esté interesado de veras) me pregunta a qué colegio voy y yo contesto y todo el mundo empieza a decir «oooh» y «aaah» y a decir: «¡Vaya, qué elegantes somos!» y me sonrojo aunque desde luego no es culpa mía que vaya a ese colegio y cuanto más me sonrojo más avergonzada estoy porque la gente ve que estoy avergonzada, cosa que me avergüenza más incluso, así que entonces mami dice:

– Bueno, alguien de la familia tiene que ser respetable, ¿no? -Lo que provoca todo un coro de risas y les permite cambiar de tema.

Pasa más rato y de pronto mami se levanta y dice:

– Bueno, ya os podéis largar. Son las cinco en punto, tengo un concierto a las siete y necesito tiempo para entrar en calor. Sadie, cariño, no te importa irte a casa con Peter, ¿verdad?

En un abrir y cerrar de ojos me ha hecho el equipaje y me lo da, los amigos empiezan a pasar camino de la salida y yo me siento diminuta y perdida entre tanto revuelo y arrastrar de pies y humo, pero mami se pone en cuclillas, me coge la cara entre las manos y me da un beso suave y breve en los labios y dice:

– Ahora, no olvides nada de lo que dijimos anoche, ¿de acuerdo?

Yo asiento con solemnidad, aguantándome las lágrimas mientras me pregunto cuándo volveré a verla sin atreverme a planteárselo. Luego me susurra al oído, para que nadie lo pueda oír:

– ¿Qué es un frankfurter?

– Una persona de Frankfurt -le susurro al oído, pero ella me susurra:

– ¡No, tontita, es una salchicha como los perritos calientes!

Luego me abraza con fuerza contra su pecho donde vibra la música y me pone en la puerta.

Peter me deja sentarme en el asiento delantero, cosa que nunca hace la abuela. Mientras cruzamos la ciudad bajo el aguanieve con la radio puesta y los limpiaparabrisas chapoteando de aquí para allá, recuerdo la mirada que cruzaron la abuela y el abuelo al mencionarse su nombre, así que le pregunto:

– ¿Qué clase de nombre es Silbermann?

– Un apellido judío -dice-. ¿Por qué?

– ¿Y qué es judío?

– Bueno, eso depende. Es una larguísima historia con muchos finales tristes.

– ¿Significa que no vas a la iglesia?

– No; muchos judíos van a iglesias llamadas sinagogas. Es la parte atea de mí la que no va a la iglesia, no la parte judía.

– ¿Qué es ateo?

– Quiere decir que no crees en fantasías como dios y el diablo.

– Entonces, ¿en qué crees?

– Bueno… creo en tu mamá, eso desde luego. Creo en el dinero, aunque hasta ahora no he visto muchas pruebas de su existencia. ¡Sin duda creo en esos limpiaparabrisas, fíjate qué bien limpian! Esto… creo en los huevos revueltos, a ser posible con bagels y lonchas de salmón.

– ¿Qué es eso?

– Mm… Aún tienes mucho que aprender, guapa. Ya estamos… Nos veremos pronto, ¿eh?

Resulta duro volver a la vida normal con los recuerdos de ese fin de semana borboteando en el cerebro. Resulta duro despertarse el lunes por la mañana y darse cuenta de que quedan cinco días de escuela por afrontar antes del fin de semana y sin que el fin de semana te haga mucha ilusión tampoco. Cada fracción de segundo me pone los nervios de punta, desde el momento en que la abuela me pregunta si me he hecho la cama hasta cuando Regocijo viene golpeteando el suelo de madera noble con la cola; me gustaría poder darles patadas a los dos, pero no puedo.

Las clases de ballet resultan más insoportables de lo habitual porque las zapatillas se me están quedando pequeñas, pero la abuela dice que no tiene sentido comprarme otro par ahora porque ya sólo quedan dos meses para las vacaciones y durante el verano me crecerán los pies, de manera que para septiembre las nuevas me quedarán muy pequeñas, así que he de tener paciencia.

En la escuela acaricio la idea de contar los chistes de mamá sobre hamburguesas y wieners, pero temo que las otras niñas se limiten a mirarse unas a otras y arquear las cejas, y su silencio desdeñoso echaría a perder los chistes para siempre. En clase de dibujo voy a sacar punta al lápiz azul y al meterlo en el sacapuntas me acuerdo de mami metiendo pedazos de carne en la picadora, lo que me hace pensar en Johnny Burbeck -«le dio un golpe de aúpa a la manivela»- y de pronto me veo sacándome punta al dedo en vez de al lápiz, venga a dar vueltas, afila que te afila, la mano derecha sacando punta a la izquierda, arrancando trocitos de carne, partiendo y aplastando huesos, venga tallar briznas, la sangre chorreando…

– Sadie, ¿por qué tardas tanto? -me pregunta la profesora de dibujo, porque estoy ahí plantada, mirando el sacapuntas sin hacer nada.

Mayo llega a tropezones. Me observo de muy cerca y me doy una puntuación sobre diez todos los días. En cuanto llego a casa me pongo delante del espejo del dormitorio y si tengo el pelo revuelto o los zapatos desatados o el dobladillo de la falda descosido, pierdo puntos. También se puede perder puntos por eructar o tirarse pedos, o si hago que la abuela me levante la voz o si la señorita Kelly me pega con la regla. Puedo pensar lo que me venga en gana pero si digo alguna palabrota en voz alta (aunque sea en un susurro) o cometo un error de gramática o cojo un vaso con la mano izquierda o me sorbo los mocos y me los trago en vez de sonarme la nariz, pierdo puntos.

Se me cae un diente y paso horas chupándome el agujero en la encía, acosándolo con la lengua, bebiendo el diminuto flujo metálico de mi propia sangre sin el menor deseo de parar: ojalá pudiera devorarme a mí misma de alguna manera. ¿Cómo sería desaparecer pasando por mi propia garganta hasta llegar al estómago? Empezaría por las uñas, luego los dedos, manos, codos, hombros… No, tal vez debería empezar por los pies… Pero ¿cómo me comería mi propia cabeza? Abriría la boca lo suficiente para poder volverla sobre sí misma y tragarme la cabeza de un solo bocado. Luego no quedaría nada de mí salvo un estomaguito tembloroso en el suelo. Por fin saciada.

Siempre tengo hambre. La abuela me dice que mastique la comida poco a poco y a fondo en vez de engullirla, pero por muy lentamente que mastique siempre me gustaría que quedara más y no es de buena educación repetir por segunda vez. La única comida que no me supervisa la abuela es la merienda porque en ese momento del día está ocupada en el jardín, así que preparo dos enormes sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada mientras no se da cuenta, untando capas lo más gruesas posible y engulléndolos casi sin masticar.

Un día, justo cuando le estoy hincando el diente a esta delicia, mezcla de dulce y salado, que tantos remordimientos me provoca, entra un hombre en la cocina, muelle y silencioso cual gato. Tiene las cejas pobladas y una intensa mirada azul y en cuanto lo miro sé que ha de ser uno de los locos del abuelo. O se ha perdido buscando la salida a la calle o ha decidido explorar la casa. Transcurrido un momento digo:

– ¡Hola!-Y él dice:

– ¡Hola, qué buen aspecto tiene eso!

– ¿Quiere un poco? -ofrezco, al tiempo que señalo el sándwich intacto en el plato.

– Oh, no; gracias de todas maneras -dice él-. Soy Jasper. ¿Cómo te llamas?

– Sadie.

– ¿Te importa si me siento?

– Como en su casa -le digo, con un agradable temblor por dentro porque constituye un Acontecimiento en mi Vida por lo demás Sin Incidentes, y él dice, mirando los tarros encima de la mesa:

– A mí me encantaba la mantequilla de cacahuete con mermelada, cuando era pequeño.

Justo entonces Regocijo, que ha olisqueado a un desconocido, viene derrapando a la cocina y empieza a lanzar ladridos y mordisquear los talones de Jasper, así que le pego la patada que llevaba meses reservándole y lanza un aullido de dolor como el perro en los dibujos de Tom y Jerry, pero el hombre se levanta con gesto afligido y dice:

– Eh, no, no debes castigar al perro así, Sadie. Los perros sólo pueden ser tan inteligentes como sus amos. Pobrecillo, pobrecillo. -Y se arrodilla para consolar a Regocijo, que sigue lamentándose.

Pero justo entonces llega la abuela corriendo escalones arriba desde el jardín con un par de tijeras de podar en las manos, que blande frente a él a la vez que grita:

– ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Váyase de esta casa ahora mismo o llamo a la policía!

E incorporándose, Jasper me ofrece la sonrisita más triste que he visto nunca.

– Ha sido un placer hablar contigo, Sadie -murmura, y el Acontecimiento toca a su fin antes de empezar siquiera.

Un día, mientras lee el periódico sentado a la mesa del desayuno, el abuelo lanza un pequeño gruñido de sorpresa porque sale una foto de mami con un artículo sobre su gira de conciertos.

– Fíjate -le dice a la abuela, y ella se pone a su espalda, se inclina y lanza también un pequeño gruñido cuando ve a su propia hija sonriéndole desde el periódico.

– ¡Por todos los santos! -exclama, y el abuelo comenta:

– No creo que los santos tengan mucho que ver en el asunto. Y no sé si me hace gracia ver mi apellido en el Globe and Mail asociado con esas onomatopeyas inhumanas. ¿Tú qué crees, Regocijo?

Regocijo ladra jubiloso ante la inesperada posibilidad de salir a dar un paseo.

– ¡Excelente! -dice el abuelo, y le da un trozo de tostada-. ¡Un par de semanas más de ensayos y estarás listo para salir al escenario con Kristina!

¿Por qué no pueden enorgullecerse de mami por tener éxito en su gira de conciertos, en vez de reírse de ella? ¡Yo estoy muy orgullosa! Soy casi famosa porque mi madre sale en el periódico pero en la escuela nadie parece darse cuenta de ello, aunque las palabras «Krissy Kriswaty» salieron impresas en letras bastante grandes y me llamo Sadie Kriswaty y por lo que sé no hay tantos Kriswaty en la ciudad de Toronto. No quiero sacarlo a colación yo misma porque no me creerían (lo que sería embarazoso) o pensarían que alardeo (lo que sería peor).

Leo el artículo con mis propios ojos cuando regreso a casa del colegio y aunque hay una buena cantidad de palabras que no entiendo, me sonrojo y sudo con sólo pensar que de veras es de mi madre de quien hablan. Puedo imaginarme a los espectadores ahí sentados en Regina o Vancouver o dondequiera que sea con los ojos abiertos de incredulidad mientras esa mujercilla rubia vestida toda de negro sale al escenario, saluda a sus músicos, se acerca al micrófono y abre la boca y entonces, en vez de cantar Edelweiss o My Favourite Things o tonterías por el estilo, los lleva de viaje por el universo. La música es su pista y baila en ella, saltando sin esfuerzo de octava en octava; cuando asciende hasta las notas más agudas es capaz de dividir en dos la voz y hacer armonías consigo misma.

«Es increíble -dice el artículo-, y la nueva de su talento se está propagando como un incendio fuera de control.» En la entrevista, el periodista pregunta a Krissy Kriswaty qué tiene en contra de las palabras y ella contesta: «La voz es un lenguaje en sí misma.» El periodista le pregunta qué planes tiene para el futuro y ella contesta que «tengo previsto casarme en el futuro inmediato» (¿es posible que su manager, Peter Silbermann, sea el afortunado?, se pregunta el periodista) «mudarme a Nueva York y grabar allí mi primer disco.»

(no dice nada acerca de que tiene una hija)

En el mismo periódico hay un artículo sobre Marilyn Mon-roe, que anoche le cantó al presidente Kennedy Cumpleaños feliz con un vestido sexy y ceñido, y cuando después volvió al camerino se sintió desfallecer de repente porque el vestido le cortaba la circulación y no me cuesta trabajo identificarme con ella en esas ocasiones en que la falda a cuadros me queda tan prieta en la cintura que apenas puedo respirar, así que tuvieron que rasgarle el vestido hasta hacerlo pedazos a toda prisa para salvarle la vida, y eso que valía doce mil dólares.


***

Leo cada vez más aprisa y cada vez mejor, leo hasta hartarme, es lo único que se me da bien, si alguien me dijera que ya no me está permitido seguir leyendo, me daría un patatús.

Historias de perros que encuentran el camino de regreso a casa de sus amos, viajando kilómetros y kilómetros a través de montañas, bosques y ríos hasta llegar a su propio umbral.

Historias de gente que camina por el desierto hasta que están medio locos de sed, con los labios agrietados, la boca reseca, y ven un oasis allá a lo lejos pero no es más que un espejismo, no hay nada en absoluto. Cuando empiezas a ver espejismos es que te vas a morir.

Historias de gente que se pierde en el Gran Norte: deambulan sin rumbo por la nieve hasta que, agotados, se tumban en un montículo creyendo que se trata de una cálida cama y se congelan hasta morir en el delirio de que por fin han llegado a casa. Pero también La leyenda de Sam McGee, que es justo lo contrario, acerca de un hombre que formó parte de una expedición al Polo Norte y murió congelado, sus compañeros lanzaron el cadáver al horno y al abrirlo de nuevo quedaron pasmados al verlo allí sentado, fumando en pipa y tostándose los dedos de los pies:

Y una sonrisa lucía que a kilómetros se veía, y dijo:

«Haced el favor de cerrar esa puerta.

Aquí se está bien, pero mucho me temo que vais a dejar

entrar el frío y la tormenta…

Desde que me fui de Plumtree, allí en Tennessee,

es la primera vez que entro en calor.»

eso sí que me hizo reír.

El Negrito Sambo también me hace reír, cuando engaña a los tigres y empiezan a perseguirlo alrededor del árbol, unos con la cola de los otros en las fauces, corriendo cada vez más deprisa hasta que no se les puede ver las patas para, al final, derretirse en un gran charco de mantequilla a los pies del árbol.

Me encantan los libros donde muere gente.

Sueño que mi madre muere y hay cientos de personas en su funeral y la abuela y el abuelo están al borde de la tumba con aspecto muy triste y yo les digo: «¿Por qué no os portasteis bien con ella cuando estaba viva?»

A lo largo de mayo mi puntuación media diaria es de ocho sobre diez, lo que no está mal en absoluto, pero luego cometo un error espantoso. Estamos en los vestuarios cambiándonos tras gimnasia, y cuando me estoy quitando los pantalones de deporte las bragas también se me bajan y se me queda el culo al aire, sólo dura un par de segundos pero es suficiente.

– ¿Qué es eso que tienes en el trasero, Sadie? -me pregunta Heather, señalándome la marca de nacimiento-. ¡Mirad, chicas!

Y antes de que pueda subirme los pantalones las demás chicas han entrevisto la marca de nacimiento y empiezan a lanzar risillas y me siento abrumada. Mi Demonio está furioso y sé que va a castigarme por traicionarlo y, tal como esperaba, en cuanto llego a casa -antes de poder merendar o comprobar siquiera qué aspecto tengo en el espejo- me dice que cierre la puerta del cuarto y me golpee la cabeza contra la pared un centenar de veces. «¿Todavía crees que tu madre va a venir por ti? -se mofa-. ¡Ja! No te la mereces, ni siquiera sabes vestirte y desvestirte como es debido, así que ya puedes seguir viviendo en esta casa durante el resto de tu vida.»

¿Han quedado anulados todos mis puntos por este error?

Esa tarde estoy mareada como resultado de los cien coscorrones y los ensayos de piano son peores incluso de lo habitual y apenas pruebo bocado, así que la abuela me pregunta si estoy enferma pero no se me permite decir que sí, no se me permite decir nada acerca de lo que ocurre, pero justo entonces suena el teléfono y me precipito a la cocina para contestar.

– ¿Sí?

– ¡Mi querida Sadie! ¡He vuelto!

– ¡¡Mami!!

Entra la abuela y me arranca el auricular al tiempo que masculla:

– ¿Quién te ha dicho que contestes al teléfono? ¡Vete a terminar la cena! -Luego dice al auricular-: Kristina, ¿no sabes que cenamos a las seis y cuarto? -Pero, por lo visto, mami no responde a esa pregunta, sino que habla y habla y transcurrido un rato la abuela dice-: ¿Cómo? -Y cierra la puerta de la cocina, lo que es una reacción bastante drástica.

Durante diez largos minutos el abuelo sigue comiendo a solas y yo permanezco sentada a la espera, y no nos decimos ni palabra.

Cuando la abuela se sienta a la mesa otra vez es evidente que la conversación la ha pillado desprevenida, porque mantiene la vista fija en el plato.

– Kristina y Peter no sólo van a casarse… -le dice al abuelo- no sólo quieren que asistamos a la boda… sino que se llevan a Sadie consigo a Nueva York.

Un aterciopelado manto de dicha se posa sobre mí, como un dios que profiriera un suspiro. Ah…

Así que todos mis esfuerzos no han sido en vano. A pesar del desafortunado incidente en los vestuarios, mis buenas notas han dado fruto. Me voy de esta casa.

Por fin puede empezar mi auténtica vida.

Ahora nada me perturba. Ya puede la señorita Kelly darme en la cabeza con sus Obras completas para piano de Ludwig van Beethoven, ya pueden las niñas de la escuela hacer corro a mi alrededor, reírse y señalarme tanto como les plazca, ya puede mi profesora de ballet relegarme al rincón porque he metido la pata por séptima vez al girar sobre la punta de los dedos, da igual, ya no formo parte de este mundo, ¡me voy a Nueva York!


***

La abuela está más desabrida que nunca a medida que se ocupa de los preparativos para la boda de mami a principios de junio. Me compra un vestido nuevo, una cosita amarilla y recargada de rígido encaje y tafetán con un cinturón de plástico negro en torno a la cintura. La mañana de la boda me lleva a la peluquera, la señora me lava el pelo con agua hirviendo y lo enrolla en rulos, poniéndomelos tan tirantes que me entran ganas de gritar, y clavándome horquillas de plástico rosa en ángulo cerrado contra el cráneo. Luego me sienta debajo del secador y lo pone en marcha, los rulos tiran y pican mientras permanezco allí sentada, sudando bajo el jadeante y ardiente casco eléctrico, y cuando por fin acaba y me quita los rulos pienso que voy a estar preciosa con ricitos, pero en vez de dejarlos tal cual me los carda hasta que parezco una salvaje, luego levanta todo el peinado a fuerza de horquillas para darle forma de colmena y le echa laca hasta dejarlo rígido, tanto que ni yo misma me reconozco: es un estilo sumamente inapropiado para una niña pequeña. Cuando he terminado de embutirme en el vestido, las medias y los zapatos, la abuela se aleja un poco para calibrar el efecto y asiente.

– Sí -dice-, así está bien.

La iglesia está llena a rebosar de gente que no conozco, salvo la abuela y el abuelo y un par de amigos que estaban en casa de mami aquel día que la visité. Me toca sentarme en primera fila entre la abuela y Peter, y puesto que la abuela, tensa y taciturna, tiene la mirada fija al frente, hablo con Peter mientras esperamos a que empiece la ceremonia.

– Si no crees en todas estas mandangas, ¿cómo es que te casas en una iglesia? -susurro.

– Tu madre me dijo que era puro teatro -me contesta también en un susurro-. Estamos interpretando una obra sobre una boda, ¿lo entiendes? Todo el mundo tiene su papel. Vaya vestido tan chulo que llevas, preciosa.

– Gracias -digo, agradecida por la mentirijilla-. Tú también vas bastante bien.

– Así que… cuando llegue el momento, tengo que levantarme y ponerle un anillo en el dedo a Krissy y decir: «Sí, quiero.» ¿Y sabes una cosa, Sadie?

– No, ¿qué?

Se inclina aún más cerca para susurrarme en tono de complicidad:

– No he tardado nada en aprenderme el texto.

Lanzo un pequeño bufido de risa y la abuela me da con el codo. Entonces el órgano empieza a jadear Aquí llega la novia y todo el mundo se vuelve y vemos al abuelo, avanzando lentamente por el pasillo con mami cogida de su brazo. Lleva un vestido blanco largo y sencillo y el cabello rubio recogido en minúsculas trencitas con flores blancas en algunas, nadie ha estado nunca tan preciosa en toda la historia de la humanidad.

– Mira -susurra Peter-. Tu abuela está llorando, ¡justo en el momento adecuado! Y ahora entro yo. Me ha entrado miedo escénico, ¿me recuerdas mi frase?

– «Sí, quiero.»

– Eso es. «Sí, quiero.» «Sí, quiero.» «Sí, quiero.»

Se acerca poco a poco al altar y, momentos después, el actor que hace de sacerdote declara a mi madre y a Peter Silbermann marido y mujer.

En el banquete no puedo apartar los ojos ni las manos de la comida, no es una comida de esas en que estás sentado sino un ir de aquí para allá con enormes bandejas de delicias en todas las mesas, todo pagado, según creo, por los padres de Peter, que son ricos; sea como sea, a la abuela y el abuelo nunca se les habría ocurrido la idea de todos estos rollitos y bolas rellenas y pastelillos empapados en miel. Sé que a la abuela no se le ocurriría regañarme delante de toda esta gente, así que sigo llenándome la boca con deliciosos bocados hasta que prácticamente me desmayo de placer, intentando mantener a raya la voz de mi Demonio, sí, sé que estoy comiendo demasiado pero ¿cuántas veces tiene una niña la oportunidad de asistir a la boda de su propia madre?

Hay algún que otro bebé en brazos y unos cuantos adolescentes, pero soy la única de mi edad y mi estatura, que llega casi con exactitud hasta las cinturas adultas, lo que me deja la nariz a la altura de las entrepiernas adultas, y alcanzo a olerlas conforme deambulo entre la muchedumbre.

El padre de Peter hace tintinear la copa de champán con un cuchillo para captar la atención de la gente antes de iniciar su discurso, luego la abuela también pronuncia un discurso, y después Peter. Al verlos, pienso en lo de la obra de teatro y me pregunto si en esencia es eso lo que hace todo el mundo, no sólo en las bodas sino todo el rato: quizá cuando el abuelo escucha a sus locos está interpretando el papel de un psiquiatra y cuando la señorita Kelly me golpea con la regla está interpretando el papel de una cruel profesora de piano; igual todo el mundo es en realidad alguien diferente en el fondo pero todos aprenden sus diálogos y obtienen sus títulos y van por la vida interpretando esos papeles y se acostumbran a tal punto que no pueden parar.

Sin embargo, mami es diferente. Para interpretar el papel de un cantante hay que ser cantante; no hay manera de hacer trampa. Mi madre es posiblemente la única persona en esta sala que es lo que realmente es.

Justo cuando he llegado a ese punto de mi razonamiento, decido salir a la terraza para ver qué clase de comida hay en las mesas de allí y me doy de bruces contra una puerta corredera de vidrio que creía abierta pero que en realidad estaba cerrada. El topetazo no sólo me deja sin respiración y me magulla la nariz sino que hace que la puerta se haga añicos, esparciendo vidrio por todas partes. Los invitados se vuelven hacia mí consternados y los camareros vienen al trote con escobas y mi Demonio me dice: «Ahí tienes tu castigo por ser tan glotona.»

– ¡Ay, Sadie! -exclama la abuela con exasperación, pero luego cambia el tono y añade-: Rápido, rápido, ven aquí. -Porque me sale sangre a borbotones de la nariz y quiere restañar la hemorragia con un pañuelo de papel antes de que me manche el vestido amarillo nuevo.

Para desviar la atención de la gente, el padre de Peter, afortunadamente, indica a la orquesta que empiece a tocar. Los recién casados se ponen a bailar un vals por la sala, la viva imagen de la elegancia y la pasión, y entonces mami hace algo inesperado: se acerca bailando con Peter hasta el rincón donde la abuela me está dando toquecitos en la cara con el pañuelo y los dos me cogen en volandas (con el peinado de colmena, los volantes de tafetán, el cinturón de plástico, la nariz ensangrentada y demás) y siguen bailando el vals conmigo en brazos. Cuando la pieza toca a su fin y me posan encima de una mesa y yo estoy pisando el mantel blanco con los zapatos -pueden hacer lo que les venga en gana porque es Su Día-, me cogen cada uno de una mano y se vuelven de cara a los invitados y mami anuncia en público y con orgullo:

– ¡He aquí la nueva familia: Peter, Kristina y Sadie!

Todo el mundo aplaude y yo miro a la abuela y el abuelo para ver qué efecto les causa, pero tienen exactamente la misma cara de siempre: afligida y paciente, como si asistir al banquete de boda de su propia hija no fuera ni más ni menos emocionante que ir al retrete.

El resto de junio es una larga lista de últimas veces.

Cambio las sábanas en esta casa por última vez (la de arriba abajo y una limpia arriba constituye la norma inquebrantable sobre el cambio de sábanas, aunque no veo por qué no se pueden cambiar las dos sábanas cada quince días, lo que supondría menos trabajo). El bolígrafo morado de la señorita Kelly mancilla mi libro de partituras por última vez, cuelgo las zapatillas de ballet, el uniforme de la escuela y el de las niñas exploradoras, coloco el tapete bordado sobre el teclado y cierro la tapa del piano de una vez por todas, despidiéndome de la mesita de centro y los diplomas y las flores pintadas.

El abuelo se sienta a desayunar y dice: «Ay, ¿por qué querría alguien esta profesión? Es para tirarse de los pelos», no por última vez, eso seguro, aunque yo no volveré a oírlo, lo que me despierta cierta ternura. La abuela me pide que seque los platos, y mis manos en el trapo acarician lentamente cada taza y cada plato con sus cenefas doradas, con plena y grata conciencia de que nunca volveré a secarlos.

El 2 de julio la abuela dobla toda mi ropa y la apila pulcramente en cajas y el 3 de julio el coche de Peter aparca delante de casa y mami se apea de un salto. Dos horas después estamos en territorio estadounidense, pasando a toda velocidad por la ciudad de Rochester, Nueva York.

Estaba tan entusiasmada que prácticamente no dormí en toda la noche entre el 2 y el 3 de julio, así que al rato empiezo a notarme floja y soñolienta, y me duermo con la cabeza encima de la caja de libros a mi lado en el asiento trasero. Cuando despierto el aire está denso de calor, estoy empapada en sudor y me duele la cabeza, y mami y Peter hablan en voz queda.

– Si quieres que seamos una familia -dice Peter-, deberíamos apellidarnos todos igual. Sería lo más sencillo. El señor y la señora Silbermann, y su hija Sadie Silbermann.

Eso me sorprende porque Peter no es mi padre ni haciendo un enorme esfuerzo de imaginación. Pero lo cierto es que ni siquiera sé el auténtico apellido de mi padre, el apellido Kriswaty lo heredé de mi madre, que lo heredó del psiquiatra de la calle Markham. Igual si cambio de apellido y de país mi Demonio sea incapaz de volver a encontrarme.

– Así que seré la señora Silbermann de ahora en adelante, ¿eso es lo que tienes pensado? -dice mami.

– Bueno -contesta Peter (y se nota que está encendiendo un pitillo porque habla entre dientes)-, podrías mantener Krissy Kriswaty como nombre artístico. Las iniciales repetidas son pegadizas: Marilyn Monroe, Brigitte Bardot, Doris Day… Pero la identidad de la señora Silbermann te protegería el resto del tiempo. En las reuniones de la Asociación de Padres y Profesores, por ejemplo.

Mami se echa a reír.

– No sé por qué, pero me parece que no voy a asistir a muchas de esas reuniones de la APP -dice-. Lo que sí he decidido es adoptar otro nombre artístico.

– Ah, ¿sí?

– Sí.

– ¿Cuál?

– Erra.

– ¿Cómo?

– Erra.

– ¿Cómo se deletrea?

– E-r-r-a. Erra.

– Eso ni siquiera es un nombre.

– ¡Ahora sí!

Mami empieza a cantar el nombre con una voz tenue y misteriosa y sé que tiene el dedo sobre la marca de nacimiento.

– No puedes hacerlo, guapa -le advierte Peter-. He dedicado dos años de mi vida a hacer de Krissy Kriswaty un gran nombre.

– Peter, el que me hayas puesto una alianza en el dedo no te da derecho de repente a decirme qué puedo o no puedo hacer.

– No es tu marido el que habla, cariño, sino tu mánager.

– ¡Mánager, shmanager! La artista soy yo y llevo la voz cantante porque si no fuera por la artista, el mánager no tendría nada que manejar, ¿no es así?

Peter no responde.

– Me parece que es un momento excelente para cambiar de nombre -insiste mami-. Krissy Kriswaty era una cantante canadiense; su apellido se quedará en Canadá. Erra, por otra parte, será una celebridad mundial.

– ¿Quién ha oído alguna vez semejante nombre? – dial Peter y menea la cabeza.

– Erra -repite mami con firmeza. Se vuelve y, al ver que estoy despierta, me pregunta qué pienso.

– ¿Qué pienso de qué? -rezongo, al tiempo que me froto los ojos y finjo que acabo de despertar en ese mismo instante.

– Estamos hablando de cambiar de apellido. ¿Qué te parecería llamarte Sadie Silbermann de ahora en adelante?

– ¿No tendría Peter que adoptarme antes?

– No puedo hacer eso, guapa -responde él-. Tu padre de verdad sigue vivo.

– Entonces, ¿quieres que mintamos todos?

– ¿Mentir? No, claro que no.

– ¿Algo así como hacer teatro, entonces?

– Sí, exactamente eso. A ti te toca interpretar el papel de Sadie Silbermann, ¿qué te parece?

– Guay -digo.

Peter ríe mientras apaga la colilla en el cenicero.

– Sadie es un bonito nombre judío, de todas maneras. En hebreo significa «princesa».

– Ah, ¿sí? -comenta mami-. No lo sabía.

– ¿No?

– No.

– Entonces, ¿por qué le pusiste Sadie?

– Me gustaba el nombre, sin más.

– Bueno, vaya razón para que se llame Sadie. A vosotros los gentiles hay que explicároslo todo.

No sé por qué dice «gentiles» en vez de «gente», pero de pronto me gusta el nombre de Sadie por primera vez en la vida porque me hace pensar en algo diferente de triste en inglés y sádico. ¡Princesa!

– Y de ahora en adelante -añade mami-, siempre que cante voy a ser Erra. ¿Qué te parece?

– Bien -digo, y me levanto con una tortícolis de cuidado de resultas de la postura en que me he dormido, pero con el corazón de buen ánimo-. A mí me parece de maravilla, pero tengo que hacer pis.

La ciudad de Nueva York no me produce una primera impresión estupenda que digamos, se extiende por todas partes, infinita como Toronto, sólo que más aún, y lo primero que ocurre es que Peter pasa de largo la salida que debíamos tomar y mami dice: «¡Vaya, genial!», y por un momento reina un silencio malo en el coche. Al cabo encontramos la dirección, que está en la calle Norfolk, un apartamentito en una cuarta planta sin ascensor que Peter consiguió barato porque era del amigo de un amigo suyo que ya no lo necesitaba porque murió recientemente de sobredosis.

– Vaya, esto sí que es una chabola -comenta Peter cuando entramos porque las paredes están todas pintadas de negro con paneles amarillos, hay cortinas amarillas y negras en las ventanas, y el techo es de un rojo oscuro.

Hay un piano del cual mami dice que es un requisito indispensable y de hecho lo primero que hace nada más abrir la puerta es acercarse a ver si está afinado, y lo está.

Arrastramos cajas y maletas escaleras arriba y caigo en la cuenta de que mi vida con la abuela y el abuelo y Regocijo ya está empezando a parecerme imprecisa y lejana. En este apartamento sólo hay un dormitorio y es el mío; mami y papi (voy a intentar acostumbrarme a llamar «papi» a Peter) dormirán en el sofá-cama del salón. Asomo la cabeza por la ventana del dormitorio y miro la calle, donde hay cantidad de niños jugando y un montón sorprendente de basura y caca de perro en la acera. Me llega desde allí una vaharada de olor a desconocido, cosa que me gusta.

Cenamos en un restaurante chino cercano porque es tarde para ir a hacer la compra y Peter intenta enseñarme a utilizar los palillos pero se me caen al suelo una y otra vez y el camarero se cansa de traerme palillos nuevos así que me doy por vencida y utilizo el tenedor. Al final de la comida la galletita de la suerte de Peter dice: «Pronto ganarás mucho dinero», lo que nos hace reír, y en la de mami pone: «La suerte te espera», y la mía dice: «Aprobecha tu nueva vida», lo que me parece asombroso a pesar de la falta de ortografía.

Los planes para mí con vistas al verano son prácticamente inexistentes, cosa que me parece muy bien. Mami y Peter-quiero-decir-papi están ocupados la mayor parte del día haciendo preparativos en el estudio de grabación, lo que los entusiasma y les hace estar de un humor excelente. No muy lejos hay una biblioteca y mami me trae montones de libros infantiles para que los lea y el verano se convierte en una especie de interminable paraíso con tanto leer, dormir y comer como me apetezca y sin normas concretas del mundo exterior. Por lo que respecta a las normas interiores… mi Demonio sigue observando con mirada crítica cada gesto que hago, pero por lo visto intenta pasar inadvertido, no me ha gritado ni me ha obligado a hacerme daño desde que nos mudamos a Nueva York. Incluso vestirme es menos tormento que antes, aunque desde luego siempre es más fácil en verano porque hay menos prendas que ponerse.

Así que estos son los primeros días en que de veras tengo la experiencia de eso que se llama familia. Me encanta. Hace calor, y cuando el sol que entra a raudales por la ventana de mi cuarto me despierta, voy al salón y les hago cosquillas a Peter y mami en los pies descalzos que sobresalen de la sábana, y ellos sueltan patadas y gruñen que les deje en paz. Me produce una sensación curiosa ver a mi madre en la cama desnuda por completo con un hombre desnudo, pero eso es la vida en familia, así que estoy impaciente por acostumbrarme.

Aprendo a prepararles el café por la mañana y llevárselo con azúcar y leche en una bandeja.

Peter es muy simpático conmigo y se inventa un juego llamado la revoltereta: me coge de las manos y yo empiezo a dar saltitos y luego brinco para rodearle la cintura con las piernas, después me descuelgo hacia atrás hasta que el pelo roza el suelo, luego levanto las piernas por delante de él formando una V contra su pecho, entonces me levanta de un tirón hasta sentarme de manera que las piernas me queden en torno a su cuello y al final me lanza hacia atrás dando un salto mortal: ¡otra vez en pie! Eso es la revoltereta y es divertido, aunque me toma el pelo diciendo que estoy regordeta y le hago jadear de agotamiento después de hacerlo sólo dos o tres veces.

No mucho después todo un nuevo grupo de amigos empieza a dejarse caer en nuestra casa, copias exactas de los amigos de Toronto hasta donde sé, la misma barba y melenas, el mismo respeto admirado por mi madre y su voz, las mismas costumbres de quedarse hasta tarde bebiendo vino, fumar hierba y escuchar música; cuando me canso lo único que tengo que hacer es meterme en mi cuarto y cerrar la puerta, y si me pica la curiosidad siempre puedo ver lo que ocurre a través del ojo de la cerradura.

Naturalmente, el gobierno de la casa no es tan impecable, pero «no se puede tener todo», como siempre dice mami, y cuando no quedan cubiertos o ropa interior limpios y apenas hay espacio en el suelo por donde caminar, se dedica a la limpieza con saña, y mientras frota y lava, barre y plancha y sacude las alfombras por la ventana, canta versiones en plan chalado de las canciones de Paul Anka: «Planta tu chamizo en mi roca», cosas así.

El 29 de julio cumplo los siete y me llevan al zoo del Bronx para celebrarlo, y cuando me canso de andar papi me coge en brazos y me lleva a hombros. Es fantástico ver el mundo desde esa altura y también notar su cabeza entre los muslos y sus manos en los tobillos. De regreso a casa mamá me compra una tarta en una pastelería en el Grand Concourse y para mi sorpresa está más rica que cualquiera de las tartas caseras de la abuela; se lo digo cuando le pido el tercer trozo y ella dice que es porque las pastelerías prescinden del ingrediente preferido de la abuela, que es la culpabilidad.

Unos días después se arma un gran alboroto porque Marilyn Monroe se ha suicidado, mientras que hace apenas unos meses se las veía con el problema de llevar un vestido demasiado ajustado. Observo las caras de mami y papi mientras ven las noticias del asunto y la conmoción que reflejan me produce una honda impresión, la abuela y el abuelo no se mostrarían tan conmocionados pasara lo que pasase, se limitarían a poner cara de desaprobación y menear la cabeza.

Un domingo por la mañana mami se queda durmiendo hasta tarde y como a las once aún sigue en la cama, papi dice: «¿Qué tal si salimos a pillar el desayuno?» Así que nos vamos de la mano y me siento orgullosa, plenamente despierta y única. Bajamos por Delancey y Rivington hasta Orchard, donde todos los comercios están abiertos y derraman sus productos sobre la acera, cosa que no verías nunca un domingo por la mañana en Toronto. Hay carteles por todas partes, y los leo en voz bien alta y orgullosa conforme papi me los va señalando: «Bolsos Fine amp; Klein; Equipajes Altman; Beckenstein, el mayor surtido del mundo en géneros de lana, sedas, pañería – No sabe lo que se pierde si no compra aquí; Marroquinería; Prendas de vestir; Tejidos; Guarniciones; Géneros de punto», cualquier cosa que imagines. Papi tiene una ancha sonrisa en los labios y de vez en cuando se detiene y echa un vistazo a la mercancía y cruza unas palabras con los vendedores, los cuales lo felicitan por su preciosa hijita, asunto sobre el que no tengo ningún deseo de desilusionarlos. Me lleva a un gigantesco restaurante llamado Katz's y en el interior señala más carteles, uno que dice «Fundado en 1888» y otro con un eslogan de lo más gracioso: «Envía un salami a tu chico en la mili.»

– ¡Eso no rima! -digo con una risita, y Peter me contesta:

– Sí que rima si eres de Brooklyn.

El local está lleno a rebosar en su mayoría de hombres y Peter dice que en realidad no es un restaurante sino una charcutería, lo que significa que en vez de sentarte a una mesa y pedirle la comida a un camarero, haces cola delante del mostrador y miras con los ojos como platos los distintos bollos y fiambres y quesos a la vista y cuando llega tu turno les dices lo que quieres y te lo ponen en el plato delante de tus ojos.

Así que papi dice:

– Bueno, preciosa, ha llegado el momento de que sepas lo que son los bagels con lonchas de salmón.

Pide exactamente eso y nos sentamos a una mesita en un rincón y le hinco el diente a esa nueva forma de felicidad, y entonces dice:

– ¿Me preguntabas qué es ser judío? -Asiento con la boca llena de lonchas de salmón ahumado, y bagels, que son unos bollos en forma de aro nada dulces y untados con crema de queso, y él me explica-: Éste es uno de los aspectos más agradables de ser judío.

Trago la comida, miro en torno y digo:

– ¿Quieres decir que aquí todo el mundo es judío?

– Más o menos. Aparte de algún que otro turista como tú. Tenemos a gala ser tan ruidosos y activos como sea posible los domingos por la mañana, cuando el resto de la ciudad está cerrada, se supone que para ir a misa.

– Pero ¿cómo sabes que son judíos?

– Aguza el oído, preciosa.

Abro la boca, le doy un enorme bocado al bagel con lonchas de salmón y digo:

– Sí, he oído que hablaban alemán.

Y papi, en vez de advertirme que no hable con la boca llena, me dice:

– Eso no es alemán, Sadie, es yidis.

Y yo pregunto:

– ¿Qué es yidis?

– Es el idioma que hablaban los judíos de Europa oriental, y ahora deberías embeberte de lo que oigas, porque es la última generación de yidihablantes; cuando tú empieces a traer a tus hijos a Katz's, ya no quedará ninguno.

– ¿Y cuáles son los aspectos más desagradables? -le pregunto.

– Bueno… de eso tendrás tiempo más que de sobra para enterarte. Más que de sobra.

Se convierte en una costumbre todos los domingos por la mañana: ir a la confluencia de Houston con Ludlow y desayunar en Katz's. Papi me deja probar lo que me venga en gana y a mí me gusta todo lo que pruebo: pepinillos en vinagre al eneldo o tomates verdes en vinagre, la monumental carne de vaca en conserva o la lengua ahumada o los sándwiches de pastrami, los bagels o los bialies, el arenque ahumado o la pizza de salami, todo ello rematado con tarta de manzana.

– ¡Dios santo, Peter, la vas a volver tonta de tanto mimarla! -dice mami cuando le cuento lo que he desayunado, pero papi responde:

– Se merece que la mimen un poco, después de la educación espartana que ha recibido allá en el País del Frío.

Y aunque no estoy segura de qué significa «espartana», estoy completamente de acuerdo.

Al cabo, toca a su fin el paraíso estival y mañana será el primer día de colegio. «¿Estás preparada, Sadie? -murmura mi Demonio en tono de voz amenazador-. ¿Estás preparada para segundo?», pero me digo que es imposible que sea tan malo como primero, porque voy a ir a una E.P. (que significa escuela pública) junto con los niños del vecindario, en vez de a una escuela privada para niñas presumidas donde todas llegaban en coche y uniformadas hasta el alma.

Va bien. Bajo mi nueva identidad de Sadie Silbermann, consigo llegar a hablar con algún que otro niño en la E.P. 140 Nathan Straus y me doy cuenta de que piensan que soy judía como la mayoría de ellos. Les cuento que soy de Canadá y apenas saben dónde está, lo que me resulta increíble, así que les explico que Canadá es en realidad más grande que Estados Unidos, cosa que les hace darse toquecitos en la sien como si estuviera pirada, así que no le doy mayor importancia, sencillamente me encojo de hombros y digo en tono prosaico:

– En área de superficie es un poco mayor, pero por lo que respecta a población vosotros sois diez veces más grandes.

Mi saber los deja boquiabiertos, aunque no parecen echármelo en cara.

Le cuento a mami que tengo la impresión de ir pisando huevos y ella me dice:

– Ya sé lo que es eso, yo pasé por lo mismo porque también aprendí a leer a los cinco. -Olvido preguntarle quién le enseñó a leer: ¡es imposible que fueran la abuela o el abuelo, eso seguro!-. A los otros niños no les gusta que alguien destaque así -continúa-. Pero no lo olvides, todos ellos están tanteando el camino y sondeándose los unos a los otros igual que tú; ninguno es un dios, ¿sabes lo que quiero decir?

– Sí -respondo, feliz de veras de tener por fin alguien que me escuche y se tome mis problemas en serio en vez de limitarse a decirme que vaya a hacerme la cama y recoja la mesa.

Los demás niños van muy rezagados con respecto a mí en todas las asignaturas así que no aprendo gran cosa en clase, pero en el recreo aprendo un montón acerca de las realidades de la vida porque nunca había estado con chicos y ahora están por todas partes y las chicas hablan de ellos y doy por sentado que ellos también hablan de nosotras. No es que fuera totalmente inocente hasta la fecha, porque allá en Toronto, cuando salía con el abuelo a pasear a Regocijo, si nos cruzábamos con una perra a veces veía cómo le salía la cosita, roja y rígida, y se le montaba encima con jadeos de excitación aunque la perra fuera tres veces más grande, lo que resultaba desternillante; en cierta ocasión empezó a tirarse a una caniche blanca en miniatura antes de que el abuelo pudiera apartarlo de un tirón de correa al tiempo que decía: «Venga, venga, jovencito, no estás en posición de mantener a una familia», lo que me dio mucho que pensar porque me recordó lo que había comentado acerca de Mort, mi padre.

Además, también solía ver en la enciclopedia médica del abuelo dibujos de hombres y mujeres desnudos con los pechos y los penes colgando y extrañas palabras junto a sus partes pudendas como «uretra» y «útero», pero ahora las chicas cuentan chistes sobre esas partes y es increíble pensar que ocurre continuamente, respetables caballeros de traje y corbata que se comportan exactamente igual que Regocijo, que se excitan a tope y le meten su cosa a damas respetables, y que de hecho los matrimonios giran en torno a eso, las parejas casadas lo hacen tanto si quieren tener bebés como si no, lo que significa que mami y Peter deben de hacerlo (a veces por la noche les oigo hacer ruido pero cuando miro por la cerradura está muy oscuro para distinguir nada), e incluso la abuela y el abuelo debieron de hacerlo en algún momento o mami no habría nacido, y todas y cada una de las personas en Nueva York y en el mundo entero son resultado de esa actividad de refrote, empuje y chorreo que se designa con la palabra «follar»; es absolutamente increíble y, sin embargo, cierto.

En la escuela los chicos se burlan de las chicas y las molestan. La primera vez que me tiran del pelo me enfado, pero luego caigo en la cuenta de que no es más que una manera de verme incluida, así que aprendo a decir: «¡Ya vale!», como las otras chicas, de tal manera que signifique justo lo contrario, y también aprendo a lanzar risitas, suspirar y dirigir miradas a ciertos chicos para que sepan que me gustan. A veces en el recreo los chicos persiguen a las chicas con los brazos tendidos gritando: «¡Judío! ¡Judío!», y las chicas fingen estar asustadas, huyen de los chicos y dicen: «¡Nazi! ¡Nazi!», que es una palabra nueva para mí. La miro en el diccionario pero no entiendo lo que pone acerca de un partido político alemán ni qué relación podría tener con la E.P. 140, así que una mañana de domingo en Katz's le pregunto a papi al respecto.

– ¿Qué es un nazi, papi? -digo en un tono alto y claro que sobresalta a Peter y lo hace sonrojar.

– Shhhh -responde, ya que se han vuelto unas cuantas cabezas.

(Mi Demonio murmura de inmediato: «Ahora sí que has metido la pata, Sadie, ahora has ido a fastidiar esta amistad tal como siempre lo fastidias todo.») Mientras, papi se ha repuesto acabándose la taza de café y ahora me dice en voz baja, al tiempo que me guiña el ojo:

– Los nazis fueron el aspecto más desagradable de ser judío. Vamos a esperar a que salgamos…

Una vez en la calle Orchard, entre los rollos de paño, las maletas y los artículos de marroquinería, me pregunta de dónde ha salido esa pregunta y le cuento lo del juego en la escuela y las cejas se le arquean por encima de las gafas y le provocan arrugas en la frente. Entonces me lo explica en pocas palabras.

– Los nazis eran alemanes que querían borrar a los judíos de la faz de la tierra.

– Pero ¿por qué?

– Porque eran judíos.

– Pero ¿por qué, papi?

– Porque es más fácil enseñar a la gente a ser estúpida que a ser inteligente. Por ejemplo, si le dices a la gente que todos sus problemas los provocan los judíos, se sienten aliviados porque es algo fácil de entender. La verdad es complejísima para la mayoría de la gente.

– ¿Quieres decir que los mataban?

– Sí -dice Peter, y se acerca al quiosco para comprar el Sunday Times, lo que significa que pronto iremos a casa, siempre es lo último que compra, porque pesa mucho.

– Entonces, ¿cómo escapaste?

Se echa a reír.

– Por suerte -dice-, no llegaron hasta los judíos de Toronto. Aunque a mis abuelos en Alemania sí los cogieron.

– ¿Tus abuelos?

Asiente. Está columpiando la mirada de un lado a otro en busca de una excusa para cambiar de conversación, así que arremeto con tres preguntas a toda velocidad.

– ¿Cómo los cogieron? ¿Cómo los mataron? ¿Cuántos en total?

Pero papi se limita a revolverme el pelo, y dice:

– No deberías darle vueltas a la mollera con cosas así, preciosa. No tienen nada que ver contigo. Pero hazme un favor… no juegues a eso en el colegio, ¿vale? Cuando los otros empiecen a jugar, busca algo importante que hacer en el otro extremo del patio, ¿vale?

– Vale -asiento sobria, sinceramente, con el cerebro anonadado ante el peso de lo que acabo de averiguar.

Mientras tanto, según nos cuenta ese Sunday Times y todos los demás periódicos este otoño, el mundo es un lugar peligroso para vivir porque ahora hay misiles rusos emplazados en Cuba y la guerra fría podría caldearse de nuevo y el presidente Kennedy ha decidido mostrarse firme al respecto y no aguantar la mala conducta de Rusia. En la escuela, los profesores nos obligan a hacer un simulacro tras otro de ataque aéreo y cada vez hay más gente que construye refugios antinucleares por si estalla la Tercera Guerra Mundial.

Peter y mami rehúsan sumarse al pánico; lo único que hacen es bromear al respecto. Un día se pasan la comida entera contándome cómo la empresa Westinghouse Electrical va a enterrar una cápsula del tiempo debajo de granito macizo en el parque de Flushing Meadow para que se conserve a la perfección y así, en caso de que la humanidad se extinga por completo y llegue algún extraterrestre dentro de unos miles de años y quiera averiguar algo acerca de cómo vivía la especie que habitaba este planeta, podrá ver un típico apartamento de 1962 con todo el mobiliario, la ropa y los electrodomésticos; para cuando terminan con la historia, Peter y mami se están enjugando lágrimas de risa ante la mera idea de esos marcianos poniendo en marcha un ventilador eléctrico y luego introduciendo sus largos dedos verdes para ver cómo funciona.

Sale el disco de mami con su nuevo nombre en enormes letras doradas -ERRA- y una deslumbrante foto suya con los ojos cerrados y la boca abierta en un canto de alegría, las manos alzadas y extendidas como si nos implorara que compartamos la alegría con ella. La discográfica le prepara un concierto y lo anuncia con pósteres por toda la ciudad.

Cuando despierto la mañana siguiente al concierto, ella y Peter siguen en la cocina bebiendo champán; han estado en vela toda la noche.

– ¡Hizo que se viniera abajo la sala! -me cuenta Peter. Me coge en brazos y me hace dar vueltas en el aire hasta marearme e incluso me da un sorbo de champán porque es un día muy señalado en nuestras vidas.

Mami me planta un beso en la frente y dice:

– Eh, amor mío. Esto no es más que el principio.

Mientras desayunamos, Peter empieza a tomarle el pelo a mami acerca de la manera que tiene de tocarse la marca de nacimiento cada vez que empieza a cantar (debe de estar piripi, de otro modo no se atrevería a tomarle el pelo).

– Qué, ¿es un diapasón o algo así? -le pregunta.

– No; es un talismán. Sadie también tiene uno… -Se interrumpe al ver que los ojos se me dilatan de pánico.

– ¿Qué? ¿Una marca de nacimiento? -pregunta papi.

– No, un talismán -dice mami con aire despreocupado-. Un guijarro en forma de corazón que lleva consigo desde… ¿desde cuándo, cariño?

– Esto… desde hace tres años -digo, abrumada por la capacidad de mi madre para mentir y obligarme alegremente a que me sume a su mentira.

– ¡Tres años! -le dice a Peter-. ¿Te das cuenta? ¡Es casi la mitad de su vida!

Después de desayunar consulto en el diccionario la palabra «talismán» y veo que es algo así como un amuleto: «cualquier cosa a la que se le atribuye poderes mágicos», y desde luego me gustaría tener uno, pero no lo tengo.

Unos días después papi se va en avión nada menos que a California para prepararle a Erra unos conciertos allí; estará ausente todo el mes. Echo de menos no tenerlo cerca, sobre todo los domingos por la mañana, pero también es agradable tener a mami toda para mí y a veces a la hora de acostarnos me abraza y tenemos largas conversaciones en la oscuridad. Una noche le pregunto por fin quién le enseñó a leer cuando tenía cinco años y me dice: «¿Sabes una cosa? Viene a Nueva York el espectáculo de patinaje sobre hielo Ice Capades, ¿quieres que vayamos a ver Ice Capades?», y me cuesta creer el descaro con que ha cambiado de tema sin prestar atención a mi pregunta, pero no tengo valor para repetirla.

Es una tarde de domingo de diciembre y nieva. El vecindario entero es una suerte de sigilo maravillado porque la copiosa nevada hace que la gente permanezca en su casa y oculta toda la basura y la caca de perro bajo una tersa colcha blanca. Las farolas se encienden temprano, a eso de las cuatro en punto, y estoy asomada a la ventana contemplando la belleza y el silencio de la calle Norfolk cuando suena el timbre.

Vuelve a sonar y al ir a la sala me doy cuenta de que mami se está bañando y no puede oírlo porque tiene el grifo abierto a toda presión. Así que voy a abrir la puerta y me encuentro allí plantado a un desconocido que no se parece en absoluto a los amigos habituales de los papis. Es rubio y esbelto, demacrado y en cierta manera crispado, con las mejillas chupadas y una mandíbula tensa cuyos movimientos se aprecian en las mejillas. Me asusta un poco. Estoy a punto de decirle que debe de haberse equivocado cuando pregunta en un tono de voz fuerte pero al mismo tiempo vacilante:

– ¿Está Erra?

(Es extranjero. Pronuncia las erres muy marcadas.) No respondo porque podría ser algún tipo que fue al concierto la otra noche y se enamoró de ella o algo así, con lo que me daría miedo dejarlo entrar, teniendo en cuenta que papi está en California.

– ¿Está Erra? -repite en un tono más apremiante-. Dile… dile que ha venido Laúd.

Ahora estoy aterrada. ¿Qué debería hacer?

– Un momento -digo, y le cierro la puerta en las narices, dejándolo en el rellano. Aporrea la puerta.

Voy corriendo al cuarto de baño, donde mami disfruta en la bañera llena de espuma hasta el borde.

– ¡Mami! -le digo con una extraña vocecilla que la hace volverse hacia mí.

– ¡Sadie! ¿Qué ocurre?

El vapor del baño se me mete en la nariz y la boca y por un momento todo se borra, no tengo ni rastro de palabras en la cabeza. Luego, al cabo, tartamudeante:

– Hay un hombre en la puerta. Dice que se llama Laúd.

– ¿Luke? -dice mami y arruga el entrecejo-. No conozco a ningún…

– No, Luke no. Laúd.

Mami se queda de piedra, y aunque me mira de frente, alcanzo a sentir que se aleja de mí como el día que le conté que me pegaban con la regla. Baja la mirada y musita «Laúd…» en voz apenas audible, y veo que se aprieta la marca de nacimiento con la mano derecha como si estuviera a punto de cantar.

– Laúd… es increíble…

– ¿Quién es, mami? -susurro-. ¿Lo conoces? Me ha asustado, así que le he cerrado la puerta en las narices.

– Ay, no, Sadie. Ve a decirle que pase y se siente. Dile que ahora mismo salgo.

Dejo entrar al hombre y le digo «Siéntese, por favor», cosa que no entiende, así que le indico un sillón y él apenas se sienta en el borde mismo y se queda mirando la puerta del cuarto de baño, de manera que voy hasta la puerta de mi cuarto y me quedo allí, tan lejos de él como puedo. Cuando sale mami del baño tiene todo el aspecto de una aparecida, con su largo albornoz de terciopelo negro, el cabello rubio húmedo despuntando en todas direcciones como el del Principito. El desconocido se pone en pie y los dos se quedan inmóviles con la mirada clavada el uno en el otro, sin decir nada.

Nunca había notado a mami tan lejos de mí como en este instante, ni siquiera en todos los años que viví lejos de ella. Es como si estuviera hipnotizada, como si se hubiera convertido en otra persona. Entonces susurra una palabra que suena como «Yanek», aunque el hombre ha dicho que se llama Laúd. No entiendo lo que ocurre y no me gusta. Carraspeo para que mi madre salga del trance, entre en razón y se comporte otra vez con normalidad. («Vaya, vaya… cuánto tiempo. ¡Qué sorpresa tan agradable! ¿Quieres un té o algo?») Pero no es eso lo que ocurre. Lo que ocurre es que mami se vuelve hacia mí a cámara lenta con los ojos vidriosos como si se le hubiera metido en el cuerpo el alma de un muerto, y murmura, atravesándome con la mirada:

– Sadie… Ve a tu cuarto, cierra la puerta y no salgas hasta que te lo diga.

Las palabras son como una bofetada y retrocedo un poco, pero obedezco de inmediato; no sólo cierro sino que incluso echo el pestillo de la puerta para que sepa que obedezco a pies juntillas. Luego cojo la almohada de la cama, la pongo en el suelo delante de la puerta y me arrodillo para sacar la llave y mirar por el ojo de la cerradura.

Es como si estuviera viendo una obra de teatro. Mami y el desconocido se quedan donde están un par de minutos sin hablar, luego mami da un paso lento hacia él y él tiende los brazos y ella avanza hacia ellos como una sonámbula, se cierran en torno a ella y el desconocido rubio aplasta a mi madre contra su pecho y solloza. Mami también se echa a llorar y luego empieza a reír al mismo tiempo, pero lo que resulta más terrible es que todas y cada una de las palabras que pronuncia son en un idioma que no le he oído hablar nunca. Podría ser yidis o alemán, hablan a retazos entre lloros y risas, mirándose faltos de resuello.

La escena continúa un rato y la nieve sigue cayendo en la calle a mis espaldas. La mano de mami sube y acaricia el pómulo del hombre rubio y dice algo que suena a: «Yanek mío, Yanek mío», sólo que dice «mío» delante, y él también murmura su nombre -el de verdad, no Erra-, sólo que suena distinto en esa lengua que hablan, suena a «Kristinka».

Él tira del cabo que pende de su cinturón y el nudo se deshace, y le abre lentamente el albornoz negro dejando al descubierto sus pechos y la besa en el cuello y ella echa atrás la cabeza mientras la de él se inclina para besarle la base del cuello y no puedo dejar de mirar, ella le dice palabras en ese idioma que comparten y me excluye, ahora le está desabrochando la camisa y lo besa en la boca, ahora él le coge la cabeza de Principito entre las manos y entonces el albornoz cae al suelo. Ahora mi madre está desnuda por completo con ese desconocido que aún tiene toda la ropa puesta. Va a desplegar el sofá para convertirlo en una cama (que es la misma que comparte con papi todas las noches) y mientras tanto el hombre se desviste, poco a poco, hasta que él también está desnudo por completo y veo su cosa, que se yergue y se menea de aquí para allá.

Él se arrodilla en la cama y, para mi horror, mi madre se arrodilla delante de él y se mete su cosa en la boca, lo que me da tanto asco que me aparto del ojo de la cerradura con el corazón desbocado e intento tranquilizarme mirando los copos de nieve que descienden flotando a la luz de la farola, y cuando por fin vuelvo a ponerme de rodillas, mi madre está de espaldas al hombre, que le sujeta las manos firmemente a la espalda como si la tuviera esposada y mientras tanto entra y sale de ella por detrás, tal como hiciera Regocijo con la chihuahua blanca, sólo que lenta, muy lentamente, y en vez de jadear le gime palabras en voz queda y ella arquea la espalda y profiere un sonido grave con la garganta y la escena entera es tan insoportable que vuelvo a encender la luz y me acuesto, temblorosa. Mi Demonio se alza en mi interior más fuerte que nunca, devastador, casi hasta el punto de destruirme, y dice: «Vas a dejar que ocurra, Sadie, porque eres malvada y embustera y tu madre es malvada y embustera y has heredado su tara, te poseo por completo y durante el resto de tu vida seguirás pecando igual que peca ella. ¡No te dejaré nunca, Sadie! -Y empiezo a temblar y estremecerme en la cama-. Levántate -me dice-. No hagas ningún ruido, no molestes a la puta de tu madre, ella también me obedece y debe traicionar a su marido hasta la saciedad. Hasta la saciedad, ¿me oyes? Ahora tranquilízate, ve al armario ropero y métete dentro, cierra la puerta y golpéate la cabeza contra el fondo un centenar de veces, y no te olvides de contarlas.»

Obedezco, temblorosa y con náuseas ante la imagen de lo que estaba haciendo mi madre hace un momento y lo que puede estar haciendo ahora. Cuando acabo de golpearme la cabeza contra la madera y salgo dando traspiés del armario tengo muchísimas ganas de hacer pis, pero mami me ha dicho que me quede en el cuarto, así que estoy desesperada, busco alguna clase de recipiente donde hacer pis y lo único que encuentro es la taza que uso para mis lápices de colores de cera, de modo que la vacío, me bajo los pantalones y las bragas y me acuclillo encima de la taza en el suelo e intento hacer pis, pero resulta difícil acertar, el pis salpica todo el suelo y lo empapo en unos pañuelos de papel, pero luego no sé qué hacer con los pañuelos y es con mucho el peor día de mi vida porque ya no podré volver a confiar en mi madre nunca más.

De alguna manera me duermo y antes de que me dé cuenta mami está aporreando la puerta mientras dice:

– ¡Sadie… Sadie… la cena está lista! -Y yo me apresuro a dejar la almohada otra vez en la cama para que no sepa que estaba espiándola-. ¿Cómo es que has cerrado la puerta con pestillo?-me pregunta cuando la abro, y entonces ve el desaguisado de pañuelos de papel empapados en pis en el suelo y cae en la cuenta de lo que ha ocurrido y dice-: ¡Ay, cariño, cuánto lo siento!

No respondo. Sencillamente voy a lavarme las manos en el cuarto de baño y dejo el desaguisado para que lo limpie ella porque es culpa suya y no puedo verla ni en pintura.

Durante la cena (macarrones con queso) sigo enfurruñada y ella no me pregunta qué me pasa porque lo sabe. Al final, deja el tenedor y dice:

– Sadie, a tu edad ya entiendes muchas cosas, pero hay otras que no se puede esperar que entiendan los niños, y no te debo ninguna explicación.

No digo nada, y ella continúa:

– No estés furiosa, cariño, por favor.

Sigo comiendo los macarrones con queso y dejo que sufra durante cinco minutos, pero al cabo le pregunto:

– ¿En qué idioma hablabais?

Y ella ríe y dice:

– Intentábamos hablar en alemán… Pero hace tanto tiempo que ninguno de los dos lo utilizaba, que apenas nos acordábamos.

– ¡¿Dónde aprendiste alemán?! -digo, y temo su respuesta sin saber por qué.

Al oír la pregunta vacila un buen rato. Luego suspira. Después dice:

– Ay, Sadie… yo antes era alemana… Hace mucho, mucho tiempo.

Y, allí sentada mirándome a los ojos pero con sus propios ojos muy lejos, de pronto recita de un tirón una serie de sílabas extrañas, y yo digo:

– ¿Qué era eso?

Y ella responde con una débil risita:

– El abecedario en alemán, ¡al revés!

No sé qué hacer con esa información, no quiero plantear más preguntas, lo único que quiero es que termine el día, ojalá no hubiera comenzado nunca, ojalá no hubiera abierto la puerta cuando llamaron, ojalá no se hubiera ido Peter a California, ojalá todo esto no fuera más que una pesadilla. Y cuando me voy a la cama sigo dándole vueltas durante horas, con el cerebro venga aullar y ulular como las sirenas de los bomberos, las ambulancias y los coches de policía en la calle: pero si mami es alemana eso supone que los Kriswaty no son sus padres, lo que significa que tampoco son mis abuelos, pero aun así ella sigue siendo mi madre y si mi madre es alemana eso supone que yo soy al menos medio alemana. «Ahora ya sabes de dónde viene el mal -dice mi Demonio-. Llevas viviendo en una mentira desde el día que naciste.» A menos, claro está, que ella tampoco sea mi madre…

Al día siguiente durante el recreo un chico me persigue gritando «¡Judía! ¡Judía!», pero como le prometí a Peter que no jugaría a eso corro tan rápido como puedo, me caigo y me despellejo la rodilla, así que tengo que ir a la enfermería, y cuando la enfermera me baja la media tengo sangre en la rodilla, y oigo que mi Demonio se ríe a carcajada limpia y dice: «¡Sangre alemana, Sadie! ¡Sangre nazi!»