"Marcas De Nacimiento" - читать интересную книгу автора (Huston Nancy)IV Kristina, 1944-1945 Un desparrame de éxtasis. Asómbrame, le digo al mundo. Hazme girar, emocióname, pásmame, no pares nunca. El joyero de la abuela: la llave está debajo, hay que tener cuidado de mantener la tapa cerrada al volver la caja del revés y darle cuerda y luego, cuando vuelves a posarla y abres la tapa, empieza a sonar una música como de campanillas y una exquisita bailarina dorada y blanca gira una y otra vez delante de un diminuto espejo, con un brazo arqueado sobre la cabeza y el otro curvado delante de sí. La bailarina no está viva pero se mueve. – Las bailarinas de verdad pueden hacer hasta cincuenta giros de puntillas -dice la abuela-, mantienen el equilibrio mirando al frente cada vez que dan la vuelta para quedar de cara al público, inténtalo, Kristina. Así que lo intento, aunque no de puntillas, venga girar y girar con los brazos tendidos hasta que noto un delicioso mareo y me caigo al suelo, encantada, y la abuela ríe y dice: – Me parece que te hacen falta unas cuantas clases, cariño. La bailarina vela por el joyero de la abuela, está todo dispuesto a la perfección en cajoncitos forrados de terciopelo rojo, pulseras y collares relucientes en el de abajo, destellantes anillos y pendientes en el de arriba. La abuela me enseña a diferenciar entre diamantes y piedras de imitación, los diamantes tienen más colores cuando los levantas a la luz. A veces me deja ponerme su diadema de diamantes y mirarme en el espejo; difumino la visión bajando las pestañas y por un momento parezco tan preciosa como una princesa. El abuelo trae a casa dos molinetes, uno para Greta y otro para mí, las aspas todas de distintos colores; cuando corres con ellos giran, y cuanto más corres más rápido giran y si corres contra el viento giran tan rápido que los colores se difuminan; a veces también tengo la sensación de que mi cerebro se difumina. El carrusel en el patio del colegio está cubierto de nieve en invierno pero en verano puedo sentarme en él y Greta me da impulso, corriendo en torno hasta que no puede seguir el ritmo, para luego quedarse quieta y empujar las barras conforme pasan para darme más ímpetu. Yo me agarro al poste central como si me fuera la vida en ello y para evitar marearme miro a Greta cada vez que paso, igual que las bailarinas miran al público. Greta también me empuja en los columpios, cada vez más alto hasta que doy patadas a las nubes y el viento me silba en los oídos, echo la cabeza tan atrás como puedo y veo el mundo pasar veloz del revés hasta casi rozar el suelo con la nariz. Luego aprendo a cobrar ímpetu por mí misma, sentada, de pie, pero es mejor cuando me empuja Greta porque no tengo que hacer esfuerzo, puedo limitarme a permanecer sentada y dejar que ocurra. El patio del colegio es el mismo que el de casa porque la escuela es lo mismo que la casa porque papá es maestro cuando no es soldado, cosa que ha sido durante tanto tiempo que apenas lo recuerdo, pero aún podemos vivir en la escuela, lo que es una suerte, según dice mamá, porque podemos despertarnos más tarde que los demás alumnos y no tenemos que caminar hasta la escuela bajo la lluvia torrencial, el viento azotador o el sol abrasador, sólo cruzar rápidamente el jardín en el último momento y entrar en clase para decir: «Heil, Hitler.» Aún no he empezado a ir al colegio. Las vías del tranvía dejan dibujos en mi mente conforme pasan a toda velocidad; no se mueven, me digo, eres tú la que se mueve, pero me entran en los ojos y se mueven y destellan como una interminable escalera plateada. Hay una torre del reloj junto al ayuntamiento y a veces, si salimos a comprar verdura y van a ser las doce en punto, mamá me lleva allí especialmente, porque cuando el reloj da la hora a mediodía se abre un juego de puertas en la torre y una docena de figuras de madera se deslizan al exterior, hacen reverencias y asienten, levantan y bajan los brazos y las piernas, sus movimientos son movimientos humanos sólo que más bruscos y la expresión de su cara permanece inmutable. No están vivas. Greta y yo suplicamos a mamá que nos deje montarnos en el tiovivo del parque, rogamos, la engatusamos e insistimos hasta que cede, aunque no nos lo podemos permitir, según dice. Me monto en un caballito negro, Greta va en uno blanco delante de mí, aprieto con los muslos el enorme cuerpo duro del caballo y mis manos aferran el pomo, el caballo no está vivo y yo sí pero él me hace moverme, arriba y abajo lentamente, una vuelta tras otra mientras la plataforma gira, fuera está oscuro, el tiovivo está iluminado, la música estridente me colma, nos movemos sin el menor esfuerzo y noto que empiezo a fundirme con las notas agudas y las luces parpadeantes y quisiera no parar nunca. ••• El abuelo me está enseñando a cantar haciendo armonía para que los villancicos sean más hermosos este año, dice que tengo la mejor voz de la familia y creo que me aprecia más que a Greta por eso. Me ha enseñado tanto y tiene la cabeza llena de conocimientos porque fue a la universidad cuando era joven, igual que papá. Cuando era pequeña me enseñó la diferencia entre izquierda y derecha. Se agachó frente a mí y dijo: «Mira, Kristina, ésta es tu mano izquierda y ésta tu derecha, y ésta es mi mano izquierda y ésta mi derecha», y yo le dije: «¿Así que es distinto para los chicos y las chicas?», y él se echó a reír a carcajadas. Luego empezó a explicármelo de nuevo, acuclillado junto a mí en vez de frente a mí. Cuando me miro en el espejo y me toco el ojo izquierdo la Kristina del espejo se toca el ojo derecho pero sigue siendo yo. El abuelo y yo dormimos la siesta juntos todas las tardes pero yo no duermo, me quedo tumbada en la habitación en penumbra contemplando los haces de sol que entran por los agujeritos de las ventanas e intentando establecer pautas. Cuando el abuelo empieza a roncar le empujo suavemente el hombro y digo «Kurt», y se calla, es extraño llamar a mi abuelo por su nombre de pila pero la abuela dice que es lo único que funciona y tiene razón, si digo «abuelo» sigue roncando con la boca abierta y los pelos en la nariz. Me quedo ahí tumbada y me acaricio la marca de nacimiento, un lunar perfectamente redondo del tamaño de una monedita en el pliegue del codo izquierdo, de color pardo dorado y con un poco de relieve; allí tengo la piel vellosa como piel de melocotón y me encanta acariciarlo. Cuando nadie mira, doblo y desdoblo el brazo muy lentamente, para verlo desaparecer y reaparecer. ••• – ¿Te he contado alguna vez la historia del enebro? -pregunta el abuelo después de cenar, y todos nos reunimos en torno a la estufa de leña y yo me aovillo en el regazo de mamá en el sillón. La historia trata de una malvada madrastra que le dice a su hijastro que se coma una manzana y mientras él está inclinado sobre la caja de manzanas ella cierra la tapa con tanta fuerza que la cabeza se le desprende y cae entre las manzanas, y luego lo hace pedazos y cocina con él un estofado, que a su padre le parece delicioso sin saber lo que está comiendo, chupa los huesos y los tira debajo de la mesa a medida que va acabando, pero su hermana los recoge y todo termina bien al final. Mi lugar preferido del mundo entero para estar es el regazo de mamá con el pulgar izquierdo en la boca, el derecho acariciándome la marca de nacimiento mientras el abuelo cuenta un cuento a toda la familia. La abuela dice que no debería chuparme el dedo y me lee en Al abuelo le faltan dos dedos en la mano izquierda de cuando estuvo en una guerra distinta cuando era joven, pero eso no le impide tocar el piano. Los dedos no vuelven a crecer. El pelo vuelve a crecer, las uñas de las manos y los pies vuelven a crecer, incluso a los muertos siguen creciéndoles, el abuelo dice que el cabello y las uñas son células muertas que son expulsadas del cuerpo por células vivas, todas las partes muertas del cuerpo vuelven a crecer, pero no así las partes vivas, lo que es extraño si se piensa bien. Los ojos no vuelven a crecer pero si pierdes uno pueden sustituirlo por un ojo de cristal o también puedes llevar un parche. Los dientes vuelven a crecer pero sólo una vez: si te los sacan de un puñetazo por segunda vez te quedas con un agujero para siempre. Una vez, mi hermano Lothar se metió en una pelea a tortazos tras una reunión de las Juventudes y alguien le pegó en la boca y le aflojó un incisivo, le salió cantidad de sangre pero por suerte el diente no se le cayó y el dentista consiguió sujetárselo. Yo he perdido siete dientes de leche hasta el momento. Las colas de las salamandras vuelven a crecer. No sé con exactitud cuánta cola se les puede cortar, hasta qué altura puedes llegar sin alcanzar un órgano vital, debería preguntárselo al abuelo. Me encantan las salamandras: ¡son capaces de vivir en el fuego! El abuelo me enseñó cómo, cuando enciendes una vela, hace más calor justo encima de la llama que dentro de ella. Se puede pasar la mano a través de la llama sin sentir ningún dolor mientras que si mantienes la mano encima aunque sólo sea un instante, te quemas. En el circo hay jinetes que saltan por aros de fuego. Nunca he visto un circo, pero mamá me ha hablado de acróbatas y trapecistas que llevan a cabo proezas que dejan a la gente boquiabierta. El abuelo dice que cuando te quedas boquiabierto es porque has visto algo chocante o peligroso y tu cuerpo piensa que igual te hace falta más oxígeno del habitual para enfrentarte a una emergencia, así que se llena los pulmones de aire a toda prisa. Mi sueño para el futuro consiste en ser la Gorda del circo pero ahora mismo hay escasez de comida porque estamos perdiendo la guerra así que ni siquiera puedo empezar a cubrirme los huesos de grasa. Todo lo que comes se transforma en tu propio cuerpo salvo los desechos que salen por el otro extremo, y no sé por qué no pueden quitarle los desechos a la comida antes de ingerirla para que no tuviéramos que estar yendo al retrete todo el rato. Si lo piensas bien, dice el abuelo, es asombroso que las vacas transformen la hierba en carne de ternera y nosotros convirtamos la carne y las zanahorias, las patatas, las golosinas y las manzanas en cuerpo humano. Hace una eternidad que no comemos carne de ternera. Cuanto más comes más creces, y cuando dejas de crecer hacia arriba creces a lo ancho, dice el abuelo, que tiene una buena barriga. En el libro Lothar viste de uniforme porque le ha llegado el turno de ir a la guerra a pesar de que ya hemos perdido Francia e Inglaterra, todos y cada uno de los hombres de entre dieciséis y sesenta años tienen que ir, por suerte el abuelo tiene sesenta y dos o no nos quedaría ningún hombre en casa. Lothar me besa y me lanza al aire, por un instante nada me sostiene y el corazón me da un vuelco, luego me atrapa en sus brazos y me da un abrazo tan fuerte que los botones de metal se me clavan en el pecho y me retuerzo para apartarme, el abrazo me está dejando sin aire y además el vestido se me ha levantado al lanzarme al aire y temo que la gente me vea las bragas. Por fin me suelta y dice: – Adiós, querida Kristina. Miro a Greta para ver si está celosa porque después de abrazarla él no le ha dicho «Adiós, querida Greta», y tampoco la ha lanzado al aire porque es muy grande para levantarla, pero Greta está ahí plantada, diciendo: – ¡Lothar, no te vayas! ¡No te vayas, Lothar! -Con lágrimas en los ojos y mocos colgando. Entonces Lothar se da media vuelta y al dirigirse a la puerta la espalda de su uniforme es un perfecto rectángulo. Greta es más guapa que yo pero no tan interesante y creo que el abuelo me aprecia más porque ella desafina al cantar. Tiene la piel blanca por completo, no tiene una marca de nacimiento en el brazo izquierdo y no le salen pecas en verano como a mí. Las pecas hacen mi cara más interesante y la protegen del sol. Greta tiene un no sé qué vacuo, su personalidad es vacua y lisa como un plácido lago mientras que yo soy un volcán, me abraso y ardo en lo más hondo y cuando canto es como si la lava se desbordase. Compartimos cuarto, tenemos las camas juntas y en los cajones de la cómoda su ropa está a la derecha y la mía a la izquierda. Ella pasa cantidad de tiempo ocupándose del pelo, que es castaño claro y ondulado, mientras que el mío es rubio y liso, y sólo me lo peino y ya está, hay cosas más importantes que hacer en la vida. Por la noche permanezco despierta cavilando un millón de ideas mientras que Greta concilia el sueño de inmediato y duerme toda la noche como un lago plácido y vacuo. El abuelo creció en Dresde y toda nuestra porcelana procede de la fábrica que su padre tenía allí, dice que Dresde es la ciudad más hermosa del mundo gracias a sus estatuas, tiene todo un álbum lleno de postales de la ciudad y a veces, por darnos el gusto, lo baja para que lo miremos juntos. Me enseña hombres de piedra a lomos de caballos de piedra, ángeles alumbrados en las puertas de la catedral, delfines y sirenas de piedra en fuentes de parques, sabios de piedra que imparten justicia desde frontones de palacios de justicia, máscaras de piedra en las fachadas del teatro y la ópera, esclavos negros de piedra que sostienen galerías, escaleras y ventanales en el palacio Zwinger, los músculos en tensión y las caras crispadas por el esfuerzo, pero dice que en realidad no sufren porque no están vivos. También hay un fauno, que significa medio hombre medio cabra, y un centauro, que significa medio hombre medio caballo, y doce hermosas jóvenes en hornacinas que rodean un baño, todas sonrientes mientras se desprenden de la ropa y dejan a la vista el cuerpo. El abuelo dice que se llaman ninfas y que les está permitido quitarse la ropa en público porque en realidad no existen, no son sino cosas que la gente imagina en sueños. Lo mismo ocurre con las docenas de cabezas de niño en las columnas de los jardines Zwinger: sólo son imaginarias, no les cortaron la cabeza a los niños, uno puede imaginarse lo que le venga en gana. Nada de ello se mueve, pero la idea del movimiento ha quedado atrapada en la piedra, el viento levanta las crines de piedra de los caballos, y las sirenas parecen alzarse, sus senos desnudos chorreantes de agua pétrea. La gente que pasa por nuestra ciudad está viva y es fea en comparación con las ninfas y los ángeles de Dresde, se la ve apresurada y preocupada, y sobre todo hambrienta, y no le está permitido quitarse la ropa en público. Hay cantidad de hombres a los que les falta una pierna o un brazo, a veces los dos brazos o las dos piernas; los brazos y las piernas no vuelven a crecer, claro. Papá viene a casa de permiso y me muestro tímida porque ha pasado tanto tiempo que apenas lo reconozco. Después de besar a mamá y abrazar a Greta me coge por las axilas y me hace girar en el aire, moviendo sólo los pies para hacerme trazar círculos con su cuerpo derecho en el centro como un poste. – Ya está bien, Dieter -le advierte mamá-, vas a hacerla vomitar. -Pero lo dice riendo, no en tono de reprimenda; no he vomitado ni una sola vez. Vuelve a irse. Como todos los hombres alemanes hoy en día, tiene que intentar matar tantos rusos como pueda, a pesar incluso de que estamos perdiendo la guerra y Jesús dijo «No matarás», o tal vez fue Moisés. El abuelo dice que a veces no hay opción, tienes que matar o morir, no hay más vueltas que darle. Me preocupa cuando al bendecir la mesa le pide a Dios que proteja a papá y Lothar del enemigo, porque en Rusia debe de haber familias pidiendo a Dios que proteja a sus hombres del enemigo, sólo que cuando dicen enemigo se refieren a nosotros, y en misa cuando el sacerdote nos dice que recemos por Hitler pienso en cómo la gente en las iglesias rusas debe de estar rezando por su Líder, y puedo imaginarme al pobre Dios sentado allá arriba entre las nubes intentando dilucidar cómo hacer feliz a todo el mundo y dándose cuenta de que, por desgracia, no es posible. Los miércoles y sábados Greta y yo nos bañamos juntas. Ella me lava el pelo porque es la hermana mayor, y se supone que debería saber hacerlo sin que me entre jabón en los ojos pero a veces me entra jabón en los ojos de todas maneras y me escuece y estoy segura de que lo ha hecho a propósito pero dice que lo siente así que no puedo chivarme. Nuestro juego preferido es uno que nos inventamos llamado Heil Hitler, en el que te levantas y dices «Heil, Hitler» con una voz graciosa, como la voz de un fantasma o un loco, un payaso o una señora engreída, o si no, te confundes con el saludo y levantas el codo en vez del brazo, o te pones un pulgar en la nariz y el otro sobre el meñique y meneas todos los dedos y dices «Heil, Hitler», pero una vez me pasé de la raya y en vez de levantar el brazo levanté la pierna y justo cuando estaba diciendo «Heil, Hitler» me resbalé en la bañera y me golpeé tan fuerte la cabeza contra el borde que tuve que gritar, no pude evitarlo, y mamá entró corriendo y cuando me vio llorando y a Greta con cara de susto, le propinó a Greta un terrible cogotazo sin preguntar siquiera qué había ocurrido y pasó mucho tiempo antes de que Greta me perdonase y accediera a jugar a Heil Hitler otra vez. Sabemos que en realidad no es cosa de risa porque el año pasado Lothar se encontró con nuestra vecina la señora Webern en el pasillo y cuando levantó el brazo y dijo «Heil, Hitler» ella no respondió, así que Lothar la denunció a la policía y vinieron y la detuvieron. A su marido ya se lo habían llevado al principio de la guerra y sus hijos tuvieron que apañárselas por sí solos, con los mayores cuidando de los pequeños. La señora Webern estuvo ausente tres semanas enteras y a su regreso empezó a decir «Heil, Hitler» otra vez como todo el mundo. Vamos a misa todos los domingos por la mañana, limpitos tras nuestro baño del sábado por la noche y vestidos con nuestras mejores galas porque es la casa de Dios. Las mujeres tienen que llevar la cabeza cubierta y los hombres descubrirse la suya, no es como en lo de derecha e izquierda, hay una diferencia real entre chicos y chicas. Cuando entras en la iglesia tienes que mojarte la yema de los dedos en agua bendita y hacer la señal de la cruz y decir: «En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», que no es un fantasma en plan horrendo sino una especie de espíritu invisible. No estoy segura de qué pintan los tres en la señal de la cruz, porque sólo murió en ella Jesucristo. En misa, los rezos y los sermones me aburren, así que me vengo con los himnos, pues mi voz es cristalina y firme, descuella entre todas las voces de la congregación, sube vertiginosamente y remonta el vuelo a través de la torre hasta el mismísimo Dios entre las nubes. – ¿Dónde está Dios, abuelo? – Dios está en todas partes, pequeña. – Pero si está en todas partes, ¿para qué necesita una casa? El abuelo ríe a carcajadas, le repite mi pregunta a la abuela y luego a mamá, pero no la responde. – ¿Jesucristo es mago, abuelo? – ¿Mago? ¿Por qué? – Porque convirtió el agua en vino en las bodas de Caná. – No, eso no fue un truco, fue un milagro. – ¿Qué diferencia hay? – La magia tiene que ver con la ilusión, Kristina. Un mago podría haber hecho que el agua se volviera de color rojo, pero habría seguido teniendo sabor a agua. Un milagro es genuino. En las bodas de Caná el agua se convirtió de verdad en vino que sabía a vino. – Pero ¿y cuando comulgas? – ¿Sí…? – La eucaristía es un milagro, ¿verdad? – ¿Sí…? – ¿O sea que el vino se convierte de verdad en sangre que sabe a sangre? – ¿Dios lo creó todo, abuelo? – Sí, Kristina, creó todo lo que hay sobre la faz de la tierra. – Entonces, ¿creó la guerra? – No; creó a los hombres… y los hombres crearon la guerra… y a Él le gustaría que no fuera así. Lo decepcionan. – Pero si puede hacer todo lo que quiera, ¿por qué no creó a los hombres tal como quería que fueran? Muchas de mis preguntas quedan sin respuesta. Cuando crezca, además de ser la Gorda del circo y una cantante famosa, leeré todos los libros del mundo y conjugaré todos esos conocimientos en mi cabeza para que cuando mis hijos y mis nietos me hagan preguntas siempre pueda contestarlas. No se nos permite usar la luz eléctrica por la noche porque podría convertirnos en objetivo de los aviones enemigos que intentan bombardearnos, no los mismos enemigos contra los que luchan papá y Lothar, me contó el abuelo: no los rusos, sino los británicos y americanos. – El mundo entero se ha unido contra Alemania -me dijo-, ¿tú crees que es justo? Imagina, mi pequeña Kristina, si fueras al patio de recreo y todos los demás niños se unieran contra ti y te dieran una paliza, ¿te parecería justo? Ahora casi todas las noches resuena una sirena y todos los que viven en el edificio tienen que bajar la escalera a toda prisa y esperar en el sótano de las patatas, rogando que lo aviones enemigos no nos avisten y nos tiren una bomba. Por suerte nuestra ciudad es bastante pequeña y no es un objetivo importante para las bombas. A veces el cielo nocturno se vuelve rojo debido a otras ciudades cercanas que arden. Me invento una canción en la que uso la voz para imitar todo lo que resuena. Helga, la criada, me oye cantarla y me dice que no tiene gracia. Termina el verano y por fin empiezo a ir al colegio. Mamá me da un cucurucho de papel satinado con manzanas y golosinas y un estuche dentro para endulzarme el primer día de clase, y me dan mis propios cuadernos y una pizarra, tiza y reglas y una cartera de cuero. Puesto que todos los profesores se han ido a matar rusos, los han sustituido jóvenes solteras o viudas listas, o ancianos que aún recuerdan las cosas de la escuela. Nuestra maestra es una mujer, es estricta y eficiente y no tarda mucho en darse cuenta de que soy muy inteligente; el primer mes de escuela me da una estrella dorada en ortografía, otra en aritmética y otra en ganchillo. Hay tres niveles en la clase y cuando acabo con el primero escucho lo que están haciendo en el segundo y el tercero y eso también lo aprendo. Adelantaré a toda velocidad a Greta tal como la liebre adelanta a la tortuga; levantará la vista con una mueca de pasmo y no verá más que polvo. Ojalá pudiera aprenderlo todo de golpe en vez de poco a poco. Como engullir todo lo que hay en la mesa y convertirme en la Gorda del circo. ••• Ahora que sé leer sola, me aprendo todos los poemas del En el recreo juego al Alto con las demás niñas de mi clase, lanzo la pelota al aire tan alto como puedo y mientras tanto ellas se dispersan en todas las direcciones, pero en cuanto cojo la pelota grito «¡Alto!» y tienen que quedarse quietas donde están, no pueden dar ni un solo paso más. Miro alrededor para ver cuál es la más cercana y le lanzo la pelota, si le da está eliminada, lo que significa que le toca a ella tirar la pelota, pero si no le da no me importa porque lo que más me gusta es el momento en que digo «¡Alto!» y levanto la mirada para ver a todo el mundo inmóvil, petrificados a mitad de gesto como las estatuas en los jardines Zwinger: «¡Quédate quieta quieta en tu sitio ahí quieta ya voy a enseñarte yo a estar quieta!» Al despertar, las palabras me llegan como una voz viva: «Seis años.» Doy un grito ahogado de alegría y bajo a toda prisa, y todo el mundo me dice «¡Feliz cumpleaños, Kristina!», me abrazan y me besan. Mamá ha traído hueso de cerdo con cantidad de grasa para celebrarlo y cuando Greta y yo volvemos del colegio a mediodía veo el hueso de cerdo encima de un periódico en la mesa de la cocina, así que mientras mamá está vuelta de espaldas preparando las lentejas, voy a hurtadillas, lo cojo e hinco los dientes en la grasa; es terriblemente delicioso pero mamá se vuelve de pronto y dice: – Eh, ¿qué haces? ¡Eso es para toda la familia, y ni siquiera lo he cocinado aún! Yo me limito a reír y salgo corriendo por el otro extremo de la mesa con el enorme hueso en la boca como un perro y ella sale corriendo detrás de mí con el delantal y me meto debajo de la mesa y ella se inclina y me coge por el pie y yo estoy desternillándome con el hueso de cerdo en la boca cuando suena el timbre de la puerta y mamá va a ver quién es y entonces mordisqueo el hueso de cerdo, ojalá pudiera comérmelo entero pero sé que eso pondría furiosa de veras a mamá y oigo una voz de hombre y mamá no le responde y hay un estrépito. Con cautela, dejo el hueso encima de la mesa otra vez. Los abuelos se precipitan al pasillo desde la sala y al mismo tiempo Greta y Helga, la criada, bajan la escalera a toda prisa: el estrépito ha sido mamá al caer desmayada. Un mensajero de uniforme está arrodillado a su lado y el abuelo se inclina para coger el telegrama de la mano de mamá y se incorpora lentamente al tiempo que lo lee, y dice en un ronco susurro: – Lothar ha muerto. Luego él y el mensajero llevan a mamá al sofá de la sala y Helga trae un cuenco de agua y humedece un paño y se lo pone a mamá en la frente. Mamá empieza a gemir y la abuela llora y Greta guarda silencio y Helga la criada se retuerce las manos y ahora creo que todo el mundo va a olvidarse del día de mi cumpleaños porque es el día de la muerte de Lothar y durante el resto de mi vida mi cumpleaños será una fecha triste para toda la familia, pero luego pienso: no, no es el día de su muerte, debió de morir hace unos días, las noticias tardan en llegar. Mi hermano está muerto. No lo conocía bien, era muy mayor, diecisiete años, y antes incluso de irse a la guerra estaba todo el día en las reuniones de las Juventudes. Mi hermano está muerto, ¿y estoy triste? No lo sé. Todo queda cancelado. Tristeza en la casa. Los ojos enrojecidos y los vestidos negros de mamá. La inmovilidad de la abuela. El abuelo que se encierra en su cuarto a escuchar la radio. En la escuela la maestra le dice a Greta que salga a la pizarra y cuente a la clase lo orgullosa que está de que su hermano diera la vida por el Líder; lo hace pero tiene la voz trémula y le brillan lágrimas en el rabillo de los ojos y no parece que lo diga de corazón. – ¿Puedo jugar con tu joyero, abuela? – Déjame, Kristina, déjame. ¿Nos las apañaremos para celebrar la Navidad este año? Quiero observarlo todo muy de cerca y ver si puedo dilucidar lo que ocurre, no sé con seguridad si se trata de un milagro o un truco. En Nochebuena nos reunimos todos en la sala cuando empieza a oscurecer y mamá no enciende el fuego en la enorme estufa revestida de azulejos, sólo enciende las velas blancas como la nieve en el árbol de Navidad. El abuelo se sienta al piano y ha llegado la hora de demostrar a los otros cómo he aprendido a hacer armonías. Nos disponemos en semicírculo en torno al árbol y cantamos un villancico tras otro, mi voz es más intensa y melodiosa que la de cualquier otro, la noto henchirse en mi pecho y derramarse por mi boca exactamente como debe ser: «Navidad, Navidad, dulce Navidad», Greta desafina y a veces preferiría que se contentara con mover los labios, pues estropea la belleza con notas fuera de lugar todo el rato y además confunde las estrofas, metiéndose de lleno en la tercera cuando aún no hemos cantado la segunda, le trae sin cuidado acertar, a mí no, sé hasta la última palabra del último villancico, incluido ese que le gusta a Hitler sobre las madres - La noche se filtra sigilosa en la sala mientras cantamos, las velas en el árbol de Navidad parecen arder con más intensidad, el oropel y las bolas de colores reflejan la luz y espejean de una manera celestial, el delantal blanco de Helga reluce, igual que el cabello blanco del abuelo. El abuelo sabe las piezas de memoria, así que sus dedos continúan tocando entre las sombras sin cometer un solo error a pesar de que le faltan dos. Cuando llegamos a Si el corazón se nos rompe, no es más que una manera de hablar. Al cabo, el abuelo le reza una oración a Dios en voz queda, agradeciéndole el regalo de Navidad más grande de todos: el regalo de su hijo Jesucristo ( – … y ahora -está diciendo el abuelo- has llamado a nuestro Lothar a tu lado tal como llamaste a tu propio hijo Jesús… -Pero entonces se le quiebra la voz y no puede seguir, mamá sofoca un sollozo, y al final la voz del abuelo dice-: Amén. -Que significa «así sea», y todo el mundo repite «Amén» en un suave eco y el silencio retorna y entonces empieza a tañer el reloj. Cuento siete campanadas, preguntándome si eran las siete en punto al principio de la primera o al final de la última o exactamente en medio, a mitad de camino entre la tercera y la cuarta. Al tiempo que hace un gesto con la cabeza a Helga la criada, la abuela dice: – ¡Ahora! En un veloz susurro, Helga cruza la oscuridad hasta las puertas de doble hoja y las abre: ¡ahí está! ¡Sí, ha ocurrido otra vez! ¿Cómo es posible? Estábamos todos aquí, todos, reunidos, no faltaba nadie salvo papá, que está a kilómetros de aquí matando rusos, y mientras cantábamos villancicos en la sala, la mesa del comedor se ha puesto sola. Oh, oh, oh, oh, el mantel de lino blanco ha cruzado la estancia con un aleteo y se ha extendido suavemente sobre la mesa, la mejor cubertería de mamá y los platos de Dresde han salido bailando de las alacenas y se han dispuesto a ambos lados, las copas de cristal han bajado volando del aparador para ponerse firmes ante la punta de cada cuchillo, y la corona de adviento con sus cuatro velas rojas encendidas ha llegado flotando para colocarse como centro de mesa. Ah, ah -no puedo dejar de exclamar-, ¿cómo ha ocurrido? Miro a mamá. – ¿Le has dicho a una vecina que viniera a hacerlo? -le pregunto. – ¿Yo? -dice sonrojada-. ¿Una vecina? No, claro que no. No le está permitido mentir, así que ¿cómo ha ocurrido? Todos los años el mismo misterio y no puedo llegar hasta el fondo. ¿Es un milagro o un truco? La cena ha terminado, las galletas con especias y el pan de Navidad no estaban muy buenos porque faltaban los huevos, Greta y yo estamos sentadas en la alfombra de la sala con los regalos en el regazo y mamá, sentada en el sillón, nos mira e intenta sonreír. – Con un poco de suerte habrá más de uno el año que viene -dice. – Eso dijiste el año pasado -le recuerda Greta. Surge una W de dolor entre las cejas de mamá, pero la borra de inmediato. No regaña a Greta por ser egoísta, no dice: «Greta, ¿te das cuenta de que tu hermano está muerto y tu país está en guerra?» – Vamos, abrid los regalos, bonitas -es lo único que dice, pero su voz suena ronca y salta a la vista que está preocupada por papá: ya ha perdido a su hijo y también va a perder a su marido, muchas vecinas han perdido tanto hijos como maridos-. ¿Dónde estará mi querido Dieter esta mañana de Navidad? – Tal vez papá también esté aquí el año que viene -digo para consolarla, y me acaricia la mano. – Adelante, bonitas -repite. Cogemos los regalos y desgarramos el papel; no hay celo, el envoltorio es papel de periódico, en cuestión de segundos mis diestros dedos han quitado el cordel y el papel y han abierto la caja. Bajo la mirada y veo un atisbo de piel amarilla y metal reluciente, pero justo antes de entender lo que es, Greta lanza un chillido de alegría y levanto la vista hacia donde está ella sentada, sosteniendo… una muñeca. Me quedo de piedra. ¿Qué puedo decir? Ha habido un error. Mamá se ha confundido con los regalos, la muñeca tenía que haber sido para mí y el… el lo que sea de peluche para Greta. Por qué no lo dice en este mismo instante, por qué no dice: «¡Ay, Dios mío, qué tonta he sido, Greta! Esa es la muñeca de Kristina y el osito de peluche es para ti, cariño.» La muñeca es mía y lo sé. Lleva un vestido de terciopelo rojo con cuello y puños de encaje, tiene largo cabello castaño, mejillas sonrosadas, labios fruncidos de rubí y ojos azul oscuro que se abren y se cierran de verdad (como me enseña Greta desde lejos). Cuando la mantienes erguida te mira con los ojos abiertos de par en par pero cuando la tumbas los párpados se cierran suavemente y las pestañas le rozan las mejillas y da la impresión de haberse sumido en el más dulce de los sueños. La quiero. Incluso sé su nombre, – Y tú qué, Kristina. ¿Qué te ha traído Papá Noel? Y sigo ahí pasmada, sin saber cómo volver a ser feliz. Me trae sin cuidado lo que hay en mi caja, sólo quiero -urgente, ardientemente- sostener y abrazar, acariciar y amar por siempre a la hermosa – Ay, Kristina -dice Greta hipócritamente-, ¡qué monada! Y siento deseos de tirarla al suelo y coger a – ¿Has visto, cariño? -dice mamá-. Tiene una llavecita en la espalda, puedes darle cuerda… ¡Ven, déjame que te ayude! Se acuclilla a mi lado, coge el oso con la mano izquierda y hace girar la llave con la derecha, una, dos, tres veces, luego lo deja en la alfombra y el oso hace chasquear los platillos, da dos pasos hacia delante y cae de bruces. – Mm -dice mamá, entre risas-. Me parece que no le gusta la alfombra, vamos a probar en la mesa. ¡Ven, Kristina, mira! Y hago un esfuerzo por mirar el estúpido oso chocando los estúpidos platillos al tiempo que sacude las patas hacia delante: izquierda, derecha, izquierda, derecha. El oso se mueve como un soldado pero no está vivo. Los soldados se mueven como robots y los robots no están vivos pero los soldados sí, al menos hasta que, como le ocurrió a Lothar, les pegan un tiro o los hace saltar por los aires una bomba o una granada de mano, entonces dejan de moverse para siempre y los meten en un ataúd en un hoyo en la tierra y nadie vuelve a verlos nunca más porque se han ido al cielo. Miro a mamá, que mira el oso y dice: – Izquierda, derecha. -Y da palmas al ritmo de sus movimientos; cuando llega al borde de la mesa, dice-: ¡Media vuelta! -Y lo vuelve y el oso empieza a marchar en la otra dirección. Entonces sus zancadas se hacen más lentas y lo mismo ocurre con las palabras de mamá-: Izquierda… derecha… A mitad de camino sobre la mesa el oso se detiene. Se le ha acabado la cuerda y se ha parado, igual que el reloj cuando al abuelo se le olvida darle cuerda. Mamá me mira, la cara luminosa de satisfacción por haberme encontrado un regalo tan maravilloso. – Ahora dale cuerda tú, Kristina -dice, y yo me quiero morir. Greta le ha puesto a Tengo buen cuidado de colocar a La abuela lanza un chillido que me hiela la sangre, aunque sé que en realidad no es verdad, que los seres humanos tienen la sangre caliente, lo que significa que su sangre mantiene la misma temperatura ocurra lo que ocurra, incluso en un invierno horrendamente frío como éste, la sangre de los soldados alemanes es caliente, al menos hasta que alguien les pega un tiro y empieza a derramárseles del pecho, entonces probablemente forma carámbanos rojos en la nieve, así que cuando la abuela chilla la sangre no se me hiela pero hace algo muy peculiar, la noto en el cuello y las muñecas, y mamá grita: – ¡Kristina! ¡Ven ahora mismo! Y bajo corriendo tan rápido que no llego a notar los peldaños bajo mis pies. Estaban haciendo la colada y la tina se ha volcado, salpicando de agua hirviendo y lejía las manos de la abuela. Ya no chilla sino que gimotea como un cachorro, meciéndose adelante y atrás en una silla de respaldo recto mientras intenta acunarse las manos escaldadas con las manos escaldadas. Mamá está junto a ella con aspecto abrumado, ha sacado ungüentos y vendas pero no se atreve a usarlos. – Vete a buscar al médico, Kristina -dice sin mirarme-. ¡Corre, bonita! ¡Corre todo lo que puedas! Cuando te haces quemaduras así la piel se te hincha formando ampollas que se llenan de pus, y si las revientas el pus brota y duele terriblemente pero transcurrido un tiempo sale una nueva capa de piel para sustituir el viejo tejido dañado y lo increíble es que, según me dijo el abuelo, las líneas y los lunares vuelven a aparecer en los mismos lugares, de manera que los criminales no pueden librarse nunca de sus huellas dactilares, ni siquiera quemándose la yema de los dedos a posta. El médico sigue vendando las manos de la abuela cuando empieza a oírse otro chillido, esta vez arriba. Greta. Ay, no. He dejado a – Pero Greta, puedes compartir la muñeca con Kristina, ¿no? Y Greta contesta: – No, no puedo, no quiero que ponga sus deditos mugrientos sobre esa muñeca. ¡Es mi propiedad privada! Así que mamá dice: – Si eso es lo que quieres… Kristina, cariño, tú ya tienes tus propios juguetes y no debes tocar las cosas de Greta sin preguntarle antes. Estoy desesperada. He traicionado a Tras las oraciones a la hora de acostarnos, me quedo tumbada boca abajo y rompo a llorar sobre la almohada, muy suavemente para que Greta no me oiga. De pronto Greta se pone de rodillas, se asoma por encima de la cabecera y me sisea algo. Dejo de sollozar y aguzo el oído, lo que no es más que una manera de hablar, ya que sólo los perros y los zorros pueden aguzar los oídos de verdad; vuelve a sisear. Es un siseo de hermana, un siseo sobre hermanas, el sonido que profiere es como el de la plancha cuando mamá la apoya sobre una prenda húmeda. Y las sofocantes palabras que calan lentamente en mi cerebro y dejan una huella candente son: – De todas maneras, no eres hermana mía. Contengo la respiración y no digo nada. – ¿Me has oído, Kristina? No eres hermana mía. ¿Qué quiere decir? ¿Que me repudia? ¿Que ya no quiere pensar en mí como en una hermana, que no quiere formar parte de la misma familia que yo? El siseo continúa y cada palabra me provoca una quemadura más profunda que la anterior. – Mamá y papá no son tus padres. La abuela y el abuelo no son tus abuelos. Ninguno somos pariente tuyo. Tú no saliste de la barriga de mamá tal como salimos Lothar y yo. Tienes otra madre en alguna parte pero no te quería. Eres adoptada. Recuerdo cuando te trajeron a casa. Yo tenía cuatro años y tú uno y medio. Es un secreto, no debía contártelo nunca, pero has sido tan odiosa conmigo que no me queda otra opción. No soy hermana tuya. No tengo nada que ver contigo. Ojalá te volvieras por donde viniste y no te viese nunca más. Vuelve a tenderse en la cama de golpe, haciendo chirriar los muelles del colchón, y entonces se posa un silencio grande y nuevo sobre el cuarto. Ahora estoy tendida boca arriba, contemplando los altos rectángulos oscuros de las cortinas, mis pensamientos yendo de aquí para allá en todas direcciones para huir de lo que acaba de decirme Greta. Me remango el pijama y acaricio suavemente la marca de nacimiento en la oscuridad, una y otra vez, hasta que me duermo. Por la mañana Greta me despierta con un beso en la frente. – El desayuno está preparado, Kristina -me dice alegremente, y cuando bajo a gatas de la cama añade-: Olvida lo que te dije anoche. Me lo inventé todo porque estaba enfadada contigo por jugar con mi muñeca. Si te hice daño, lo lamento. Vamos a ser amigas otra vez, ¿vale? Escucha… -salta a la vista que el esfuerzo por mostrarse simpática casi la está matando- lo que pasa es que no quiero que juegues con… -y pronuncia ese nombre ridículo que le ha puesto a la muñeca- porque eres muy pequeña y puedes ensuciarle el cuello del vestido o romperle los ojos. Pero si me prometes no contarle a mamá lo que dije anoche, te enseñaré todo lo que aprenda en el cole. ¿Vale? ¿Estamos de acuerdo? Mi cabeza es una pesada piedra, la dejo moverse arriba y abajo una vez y paro: su equilibrio es tan precario que me da miedo que se me desprenda de los hombros y caiga al suelo. Paso el día sumida en el aturdimiento. Mamá me pide que la ayude a plegar las sábanas, una tarea que suele gustarme. Cada una coge dos esquinas, mis brazos extendidos hasta donde alcanzo, nos alejamos la una de la otra hasta que la sábana queda tensa, la agitamos una vez, luego juntamos las esquinas, cogemos la media sábana por el pliegue… Pero me siento como uno de los autómatas en la torre del reloj, como si estuviera hecha de madera y conectada a un mecanismo de cadenas y muelles chirriantes, mantengo la misma expresión en la cara y me limito a realizar los movimientos por inercia, no puedo hablar. – Vaya, sí que está callada mi pequeña Kristina -comenta mamá cuando hemos terminado con las sábanas-. ¿Todavía estás triste por lo de la muñeca, cariño? Asiento y ella se acomoda en una silla, me sube a su regazo y me acerca a su cuerpo, noto la piel tersa de sus brazos y la redondez de sus senos bajo el vestido, y mientras me abraza me meto un pulgar en la boca y me acaricio la marca de nacimiento con el otro, ahora debería sentirme feliz si no fuera porque Greta dice que esta persona no es mi madre y si no es mi madre quién es y qué hago aquí. Salgo de casa y me subo a un montículo de nieve, rígida como un soldado, y me dejo caer hacia delante como si hubiera recibido un disparo en la espalda, luego me quedo allí tumbada sin moverme hasta que la nieve empieza a quemarme, lo muy frío se convierte en muy caliente, y cuando por error metes el pie en la bañera sólo con agua caliente es al contrario: la impresión resulta gélida en un primer momento. Me doy la vuelta y me siento en el montículo, cojo un puñado de nieve con las manos desnudas y me lo froto en los ojos hasta que me escuecen. Greta cumple su promesa. En cuanto terminan los doce días de Navidad y empieza la escuela otra vez, comparte los deberes conmigo, me guía la mano para ayudarme a hacer las letras cursivas, me instruye en las heroicas gestas de nuestro pasado teutón, me enseña fracciones y porcentajes. Engullo sus conocimientos, los digiero, le devuelvo las respuestas cual disparos. Los conocimientos ocupan lugar en mi cerebro pero ni siquiera así consigo olvidar lo que dijo aquella noche. Y lo prometí. Aunque sólo asentí levísimamente, hice una promesa tan solemne como un tratado -no el tratado con Rusia, sino el tratado con Italia y Japón-, un asentimiento significa sí y sí es una palabra y mi palabra es mi promesa y no me está permitido decirle nada a mamá. ¿El abuelo? ¿La abuela? Los miro, vacilo, rechazo la idea. Los dos están todavía apesadumbrados por la pérdida de su nieto y no Sin embargo, al mirarlos empiezo poco a poco a mirarlos de verdad. Y a mamá. Y a Greta. Escudriño sus rasgos uno por uno. Después de cenar me encierro en el cuarto de baño y me enfrento al espejo. Kristina… ¿cómo puedo saberlo? Tengo el pelo rubio, el de mamá es castaño claro y también el de Greta, pero eso no demuestra nada. Lothar lo tenía rubio. El de papá es rubio oscuro, sus ojos son verdes y los míos azules, como los de la abuela. Olvídate de los ojos y el pelo. ¿Por qué soy la única de la familia que tiene la nariz respingona? ¿Por qué tiene Greta la frente más alta que la mía? Continúo así durante horas. Empiezo a tener pesadillas por la noche. En uno de mis sueños estoy sentada en el orinal y una mujer con zapatos y falda blancos pasa por mi lado y me golpea tan fuerte que me caigo, el orinal se derrama, me caigo encima del pis, un niño me señala y ríe a carcajadas al verme sentada en medio del charco amarillo, otros niños deambulan por ahí sin ropa, venga a gemir y berrear, con mocos colgando, y arrastran sus sábanas por encima del pis en el suelo. En otro sueño me subo a una silla y miro fuera y veo a un niño lloriqueante y trémulo con la piel morada, al que han dejado desnudo en la nieve para que se muera. ¿A quién preguntarle? A mamá no. Ni a la abuela o el abuelo. Al cabo, lo sé: Helga la criada. Helga la corpulenta, con el delantal blanco almidonado y el cabello color caoba, que lleva media vida con la familia (como le gusta decir). Mamá no ha podido pagarle el sueldo estos dos últimos años pero igualmente se ha quedado con nosotros, haciendo las tareas de los hombres ahora que los hombres no están: corta leña, saca la nieve a paladas y lleva cargas pesadas, mientras mamá y la abuela hacen lo que ella solía hacer: cocinar y limpiar. Es una solterona. Una vez ella y mamá estaban tomando el té en la cocina y le oí decir que pronto cumpliría los treinta y nadie se casaría nunca con ella porque todos los jóvenes habían muerto. La mitad de treinta es quince, así que tenía quince años cuando vino a vivir con la familia, de manera que debe de recordar el nacimiento de Greta y también el mío. Una pregunta sencilla e inocente: «¿Recuerdas el día en que nací?» Me lleva tres días armarme de valor. El abuelo dice que cuando tienes miedo el corazón te late más rápido porque quiere ayudarte, piensa que igual tu cuerpo necesita un estallido bien grande de energía si tiene que presentar batalla o huir, así que te prepara para la emergencia bombeando cantidad de sangre por las venas, pero el resultado de todo ello es que ¡el latir del corazón te hacer sentir miedo! Cada vez que me encuentro con Helga a solas y empiezo a armarme de valor y me digo: «¡Ahora! ¡Pregúntaselo!», el corazón se me dispara por voluntad propia y las manos y los pies se me enfrían y me quedo paralizada de miedo, así que tarareo una cancioncilla y me comporto como si cruzara la habitación por casualidad. Entonces llega el día en que ya no puedo seguir posponiéndolo, tengo que hacerlo. Helga está haciendo punto en la mecedora junto a la estufa de leña, Greta está arriba, mamá y la abuela están en la cocina y el abuelo escucha la radio en su cuarto. En el pasillo, me persigno como si estuviera a punto de entrar en la iglesia, y luego, al tiempo que me cruzo de brazos e hinco el pulgar contra la marca de nacimiento, me siento en el escabel a los pies de Helga. «¡Hazlo! -me ordeno-. ¡Y ten buen cuidado de observar su reacción!» – ¿Helga? -le digo, como quien no quiere la cosa. – ¿Mm? – ¿Recuerdas el día que nací? -Mis ojos se llegan hasta ella de un salto. No empieza a sonrojarse ni tartamudea, mantiene la mirada en la labor de punto, pero por un segundo las agujas dejan de moverse y ahí está mi respuesta. La inmovilidad es la verdad. Luego retoma la labor, una por arriba, otra por abajo, una por arriba, otra por abajo. Helga está tejiendo un par de calcetines de lana y yo – Claro que sí -dice, y salta a la vista que está angustiada, así que aprovecho la ventaja. – ¿Seguro que no soy adoptada? – ¿Adoptada? -repite para ganar tiempo-. ¿Como una inclusera, quieres decir? ¡Ja, ja, ja! ¡Me parece que tu abuelo te ha contado más historias de lo que te conviene, pequeña! -Empieza a mecerse en la mecedora y añade-: Y ahora ve a ayudar a tu madre con la cena, vamos. Me voy, pero no a la cocina sino al cuarto de baño, ya tengo mi respuesta, ya tengo mi respuesta, devuelvo todo el contenido del estómago y cuando no queda nada que devolver tiro de la cadena y me siento en el retrete y dejo que el resto salga por el otro extremo y mientras permanezco allí sentada, sudando y dejando que los desechos líquidos manen de mi cuerpo, veo criaturas tumbadas boca arriba, venga a llorar mientras los pañales les rebosan de mierda, bebés un poco más grandes que gatean por el suelo con las manos y las caras manchadas de mierda, niños que apenas saben andar sacando por la puerta orinales llenos que se les derraman por el camino, mujeres de falda blanca que van de aquí para allá dando fuertes pisotones y gritan, reparten sopapos a diestro y siniestro, veo zapatos blancos que caminan a zancadas, veo elegantes pies descalzos con las uñas pintadas, saltos de cama de color rosa y largas trenzas rubias y cabelleras que caen en cascada, veo senos tan grandes y hermosos como los de las ninfas en las hornacinas del Zwinger -sólo que se mueven, oscilan, lactan- y docenas de bebés chiquitines como las cabezas de ángel encima de las columnas que pegan los labios a los pezones de esos senos y maman con ferocidad, veo uniformes blancos ensanchados casi hasta reventar por los vientres que crecen debajo, oigo voces de mujer que gritan, bebés que lloriquean y gimen, de vez en cuando el bramido de un hombre. Luego me bajo del retrete, tiro de la cadena y vuelvo a arrodillarme en el suelo presa de las arcadas sobre el oscuro hedor. La frente se me perla de sudor. Cuando por fin salgo, mamá viene por el pasillo con una pila de platos camino del comedor. Aunque hay poca luz ve lo pálida que estoy y al instante se arrodilla para dejar los platos en el suelo. – Kristina mía -dice-, ¿qué te ocurre? ¿Estás enferma? Me desmorono sobre ella, así que me coge y me lleva escaleras arriba hasta mi cuarto, dejando los platos en el suelo. Me desviste con cuidado y me pone el pijama, sin dejar de murmurar con voz tranquilizadora que tengo fiebre, que debo descansar, que ella volverá enseguida con una manzanilla. Transcurren unos días. Estoy flotando en el aire. Por lo general, cuando alguien dice que está flotando en el aire se refiere a que se siente liviano de alegría, pero yo me refiero exactamente a lo contrario. Me siento liviana de infelicidad, como si fuera un último jirón de niebla a punto de quedar extinguido por el sol. Cuando nadie mira me acaricio la marca de nacimiento, pero no acaba de aplacar el dolor en la boca del estómago. ¿Quién me dio esta marca de nacimiento? Por la noche me da miedo tener pesadillas con bebés, así que tarareo entre dientes para no dormirme. Greta rezonga y me dice que me calle. El abuelo me enseña una canción preciosa sobre el edelweiss. Cuando he aprendido toda la letra, me planta un beso en la frente y dice: – Eres la única de la familia con un oído perfecto. ¿Quién me dio esta voz? El sábado a la hora de comer, tras bendecir la mesa, cuando nos llevamos la primera cucharada de caldo a los labios, mamá carraspea y dice: – Queridas mías, tengo que deciros algo importante, escuchadme con atención. Levantamos la mirada, titubeamos, dejamos la cuchara. Un silencio. El estómago me ruge porque tiene hambre y Greta me da un codazo. – Sí, adelante -dice el abuelo, y le pone una mano en el hombro a mamá-. Tienes que decírselo. – Bien… Greta, Kristina… esta tarde unos hombres… esta tarde nuestra familia… tendrá un nuevo miembro. Un jovencito llamado Johann. Papá está al tanto de todo. Conocerá a Johann la próxima vez que venga de permiso. Los padres de Johann han muerto en la guerra y está solo en el mundo, es huérfano. Así que… me he ofrecido a darle cobijo en nuestra casa y criarlo como a mi propio hijo. Como es natural, nadie podrá sustituir nunca a Lothar en nuestro corazón, pero aun así debéis tratarlo exactamente igual que si fuera vuestro hermano. Mientras miro fijamente a mamá siento la presión de otra mirada sobre mi rostro, así que vuelvo la cabeza hacia la izquierda y Greta clava sus ojos en los míos. Sólo dura un segundo pero el mensaje resuena con la claridad de una campana: «¿Lo ves? Está ocurriendo por segunda vez. Tú fuiste la primera.» Luego se inclina sobre la sopa y sorbe una cucharada. Por lo general no se debe sorber la comida, pero con la sopa nos está permitido porque de otra manera podrías quemarte la lengua y el paladar. – ¿Cuántos años tiene? -pregunto. – Diez -dice mamá-. Justo un año más que Greta. Escucho el tintineo de las cucharas contra los platos. – ¿Cuándo llega? – Ya os lo he dicho, esta tarde. La tarde comienza a las doce del mediodía y ya son las doce y media, así que podría ser en este preciso instante o dentro de una hora o dos o tres o cuatro, es insoportable no saberlo. La tarde es interminable. Greta va a lanzarse en trineo con sus amigas y yo echo la siesta con el abuelo. Pero luego no son más que las dos y el reloj hace tictac, obligando al tiempo a transcurrir, dándole puntapiés en el trasero: «¡Vamos! ¡Adelante!» Podría morirme de curiosidad. Cuando por fin suena el sol alto del timbre de la puerta, hago armonías con res y síes bemoles, cantando en voz queda el nombre de Johann. Lo han traído dos hombres que ahora me impiden verlo en el vestíbulo mientras propinan pisotones a la esterilla para sacudirse la nieve de las botas; no alcanzo a distinguir nada. Ahora pasan a la sala, flanqueándolo todavía, y mamá se inclina sobre la mesa para firmar unos documentos, voces graves y desconocidas dicen cosas que no alcanzo a entender y se oyen taconazos: «Heil, Hitler», «Heil, Hitler», «Heil, Hitler». Se cierra la puerta tras los hombres y el acontecimiento ya ha tenido lugar. – ¡Kristina, ven a conocer a tu hermano! Con esas palabras, mamá se adelanta para ayudar al chico a quitarse el abrigo pero él se encoge de hombros para apartarse de ella y su gesto es violento. Se quita el abrigo él mismo. Mientras lo cuelga en el perchero me acerco y le digo «Hola, Johann» con mi voz más hermosa -ojalá pudiera cantarlo: «Hola, Johann»-, pero no responde. Tiene los ojos abiertos pero los tiene cerrados: un muro más opaco que la frente o la espalda. Es alto para tener diez años y su rostro parece mayor para tener diez años y sus ojos azules están abiertos de par en par pero firmemente cerrados y tiene la mandíbula apretada, veo cómo se le mueven los huesos bajo la tersa piel de las mejillas y pienso: es muy guapo mi nuevo hermano. Greta vuelve de lanzarse en trineo, las mejillas enrojecidas y los ojos radiantes, la abuela ha preparado chocolate caliente en la cocina y allí converge toda la familia, alzamos las tazas y brindamos para festejar la llegada de Johann pero él permanece rígido como un palo, sin hablar ni sonreír. Mamá y la abuela se miran, el chocolate se desliza en silencio por nuestras gargantas hasta el estómago, Helga lleva la maleta de Johann a su habitación, que era la de Lothar, y Johann la sigue porque se lo han indicado pero lo hace a regañadientes, resentido. A la vez que se sienta al piano, el abuelo me hace un gesto con la cabeza para que me acerque y cante con él y yo Tras bendecir la mesa (él agacha la cabeza pero no murmura «Amén»), mamá le hace unas preguntas con delicadeza y al no obtener respuesta se sonroja. Se vuelve para hablar con Greta pero se le traban las palabras. Johann ha traído el silencio a nuestra casa, su silencio se difunde, nos penetra uno tras otro y nos deja mudos. Estamos incómodos, la conversación ha quedado en punto muerto. ¿De qué hablamos habitualmente? No conseguimos recordarlo. Después de cenar nos reunimos en torno a la estufa de leña pero no me subo al regazo de mamá y tengo buen cuidado de no chuparme el dedo porque no quiero que Johann piense que soy una cría. El abuelo nos cuenta la historia de los músicos de Bremen y todos lanzamos risitas cuando el gato, el perro, el gallo y el burro dan un susto de muerte al bandido, pero Johann permanece ahí sentado contemplando el vacío, las sombras juguetean sobre sus pómulos, y nuestras risas titubean y se extinguen. Por la mañana en la escuela es lo mismo: la maestra presenta al nuevo alumno a la clase, le dedica un discurso de bienvenida y él se queda ahí plantado como un soldado de plomo, implacable, inmune e indiferente. Hace todo lo que se le dice, con una leve demora para dar la sensación de que lo hace por voluntad propia y no por obediencia, pero se niega a responder preguntas, leer en voz alta o articular siquiera una palabra. Nadie lo regaña ni lo castiga. «Es emocionante. Somos los huérfanos. Yo soy canción y él es silencio.» ¿Me oyes cantar, tú que no paras de apretar las mandíbulas? De ahora en adelante todas mis canciones serán para ti. Nos hemos quedado sin leña para la estufa y Helga la criada está en cama, enferma. – Johann -dice mamá-, necesito que me hagas un favor, hoy eres el más fuerte de la familia, tienes que ir a traer una carga de leña. Llévate el trineo, Kristina te enseñará el camino. Abrigaos bien, los dos, que está nevando. -Le da un billete y añade con una sonrisa-: No olvides traerme el cambio. Cuando cruzamos juntos la entrada, la señora Webern, la que no decía «Heil, Hitler» con entusiasmo suficiente, abre la puerta de su apartamento con la llave; sin volverse para saludarnos, masculla con sarcasmo: – ¡Vaya, hay que ver cómo aumenta la familia! Pero por suerte Johann no la oye. Caminamos codo con codo y por una vez en este invierno el frío no resulta insoportable. Caen copos grandes y suaves, se nos adhieren a los gorros y las bufandas, se nos funden en las mejillas, se nos prenden de las pestañas; ésta es mi oportunidad, me parece. La maderería queda a varias manzanas, del otro lado de la plaza en el centro de la ciudad, la expedición nos llevará cerca de una hora. Así que hablo. – Todos los copos de nieve son diferentes de todos los demás copos de nieve -digo-. Parecen estrellas pero en realidad las estrellas no son diminutas y frías sino inmensas y calientes, son lejanos soles ardientes, ¿no es increíble? No hay respuesta. – Johann -le digo-, ya sé que crees que no merece la pena hablar conmigo porque no soy más que una cría, pero Greta me ha ido enseñando todo lo que está aprendiendo tu clase y tengo una memoria excelente, y además mi oído es perfecto. No hay respuesta. – Johann, entiendo que todavía no te sientas muy cómodo con nuestra familia, pero sólo quería que sepas que puedes confiar en mí, y en cierto sentido soy tu hermana de verdad porque yo también fui adoptada. Ah. Me mira -me mira de verdad- por primera vez. Se me acelera el pulso, acelero el paso, se me acelera la lengua. – Yo tampoco pertenezco a esta familia -añado, por si acaso. Johann ha vuelto la mirada al frente pero veo que empieza a relajar un poco las mandíbulas, y entonces -oh, victoria- abre la boca y su voz brota en forma de palabras: – ¿De verdad? -dice. Ésas son las palabras que pronuncia pero suenan de forma extraña: habla con acento. Asiento, y el alivio de tener alguien a quien confesárselo brota cual lágrimas, aunque no estoy triste en absoluto, sino feliz. – Al menos nos ha adoptado una buena familia -añado. – Yo no he sido adoptado -dice, cosa que es ridícula porque vi a mamá firmar los papeles de adopción con mis propios ojos, pero no digo nada porque quiero que continúe-. ¿Cómo te llamas? -pregunta entonces. Me quedo desconcertada. – ¿Cómo me llamo? ¡Pues Kristina! – No, el nombre de verdad, el de antes. No entiendo a qué se refiere pero ahora hemos llegado a la maderería y lo noto retraerse al silencio de nuevo en busca de protección, tal como una tortuga retrae la cabeza y las piernas en el caparazón. Me mira cuando llamo a la puerta y su mirada significa «Encárgate tú de hablar», así que me encargo. Con una luminosa vocecita animada de gorrión digo las palabras que hay que decir, él le da al hombre el billete y se embolsa el cambio, estamos otra vez fuera. Ahora el frío es más cortante y la luz diurna está menguando, el trineo era ligero de vacío pero ahora pesa, el esfuerzo de arrastrarlo se trasluce en el rostro de Johann, como en las caras de los esclavos negros que sostienen las galerías del Zwinger, sólo que Johann está vivo, así que siente el peso de verdad y no le quedan fuerzas para conversar. Para cuando llegamos al parquecito en el centro de la ciudad jadea tanto que tenemos que pararnos a descansar. Apenas audible, la aguda música del tiovivo nos llega a vaharadas desde el extremo opuesto del parque. Johann se vuelve hacia mí y dice, en su extraño y entrecortado alemán con acento: – ¿Quieres subir al tiovivo, falsa Kristina? – No podemos -respondo entre risas-. Cuesta dinero. – ¡Somos ricos! -asegura, y saca el cambio de mamá del bolsillo para enseñármelo, un tesoro que reluce en la oscura cueva de su guante. – ¡Johann, no lo dices en serio! – Johann, no lo dices en serio -repite burlón-. Claro que lo digo en serio, y además no me llamo Johann. ¡Ven, pequeña como te llames! -Y me coge de la mano, a la vez que tira del pesado trineo con la otra mano. El tiovivo está detenido cuando llegamos, la música también ha parado y salta a la vista que van a cerrar, la noche empieza a caer y los últimos niños y sus madres van alejándose. – No podemos subir, Johann -le advierto-, el dinero no es nuestro y de todos modos están cerrando. Pero él me lleva hasta la ventanilla y me susurra ferozmente al oído: – Pregúntale. Así que se lo pregunto, no con vocecita de pájaro cantor esta vez sino con voz de ratoncito asustado: – ¿Es tarde para subir al tiovivo, señor? El hombre, un individuo de aspecto cansado con el cabello entrecano y la cara surcada de arrugas, estaba cerrando la caja de la recaudación. Baja la vista y nos ve ahí de pie bajo la nieve que cae, bajo el crepúsculo que cae, en un país que está perdiendo la guerra. – Bueno -dice-, una vuelta más no hará daño a nadie. Subid y que sea rápido. Johann le tiende las monedas de mamá pero él las rechaza. – Ya he cerrado la caja, chaval. Vamos, subid, un par de vueltas y ya está. La música empieza a sonar otra vez, fuerte, y me estremezco mientras el hombre me coge en volandas y me monta a lomos del caballo blanco. Para mi sorpresa, Johann sube detrás de mí y me rodea con los brazos para tomar las riendas. El tiovivo coge velocidad y subimos y bajamos al ritmo de la música, damos vueltas y más vueltas con la música, el aire es más frío y oscuro cada segundo que pasa pero mi cuerpo es una bola de fuego de alegría. Estoy riendo pero el viento helado me arranca la risa, los caballitos suben y bajan, las luces destellan y suena aflautada la música y cuando hemos terminado las dos vueltas, saludo con la mano al hombre y le digo «¡Gracias!». Él me devuelve el saludo y asiente con aspecto agotado, da la impresión de que hacer felices a un par de niños es lo único que puede hacer en este mundo, y el tiovivo vuelve a girar, y yo digo «¡Gracias!» y él asiente y nos da otra vuelta, luego otra, y cada vez que digo «¡Gracias!» nos da otra vuelta, y me pregunto si esto puede durar para siempre, ¿qué podría hacernos parar? Con qué frecuencia se pueden repetir las cosas puedes morir repitiendo la misma palabra una y otra vez Justo cuando estamos llegando a casa -antes de que mamá nos riña por llegar tarde y meterle un susto de muerte, antes de que castigue a Johann mandándole a la cama sin cenar, antes de que las sirenas antiaéreas aúllen en plena noche, enviándonos a todos al sótano descalzos y en pijama, antes de que todas estas cosas vengan a mancillar el asombro que mantuvo mi corazón agitado, destellando y resonando con la música durante el largo paseo bajo la oscuridad de la negra noche junto a Johann-, sí, justo cuando estamos llegando a casa, Johann deja caer la cuerda del trineo, me coge por los hombros y me vuelve hacia él. A la vez que se lleva un dedo a los labios, me dice en su alemán lento y extraño: – Johann no: Janek. Alemán no: polaco. Adoptado no: raptado. Mis padres están siempre vivos, viven en Szczecin. Soy A partir de esa noche tengo una nueva vida, una vida de sombras y secretos y conspiraciones con Janek-Johann. El dedo sobre sus labios era para siempre: nadie debe enterarse de lo que compartimos. Prácticamente todos los días encontramos unos minutos para continuar nuestra exploración de quiénes somos en realidad. Nuestras conversaciones son susurradas. El susurrar hace que todo lo que decimos sea importante. Él dice que mi auténtico nombre se deletrea con – ¿No recuerdas nada? -me pregunta luego. – No. – ¿Ni siquiera matka, como llamabas a tu madre? – No, pero… empiezo a recordarlo. – Debieron de raptarte cuando eras un bebé, antes de que aprendieras a hablar. Debieron de arrancarte de los brazos de tu madre. Vi cómo ocurría, Krystka, más de una vez… Recuerdo todas y cada una de las palabras que me enseña y a cambio le corrijo con delicadeza pero también con firmeza el alemán; va progresando pero sigue negándose a abrir la boca a la hora de comer o en la escuela. Estamos sentados en el suelo del armario ropero grande al cabo del pasillo, en realidad es una habitación por derecho propio, incluso con luz. – Todo lo que hay en nuestros documentos es falso -me explica-. Los nombres, las edades, el lugar de nacimiento. – ¿Las edades? – La mía, por lo menos. Me han rejuvenecido dos años. – ¿Quieres decir que tienes doce? – Sí. – ¡Así que eres el doble de mayor que yo! – Y estoy el doble de furioso. Pero tú también deberías estarlo. Piénsalo, tus auténticos padres probablemente llevan años buscándote, llorando y preguntándose dónde estás. Deben de estar desesperados. – ¿Tú crees? – Claro. – ¿Quién te raptó? – Las Hermanas Pardas. – ¿Qué es eso? Y me describe la bandada de cuervas malvadas que se materializaron un día en las calles de Szczecin. Vestidas de traje marrón recto con rígido cuello blanco y puños blancos también - – ¿Cómo te escogieron? Johann se da la vuelta y le veo apretar las mandíbulas. – – Eso no puede ser cierto. – ¿Qué quieres decir? – Yo no tengo la piel… Me acerco a él y me subo la manga para dejar al descubierto la marca de nacimiento. El corazón se me dispara. – Es un lunar que me hace diferente de todos los demás -le explico-, y es lo que me hace cantar. Cuando me lo toco penetro en mi alma y recojo toda la belleza que hay y salgo volando a través de mi propia boca como un pájaro. Puedes tocarlo si quieres. Johann me cubre la marca de nacimiento suavemente con dos dedos y frunce el ceño. Retrocedo. ¿Le parece feo? – ¿Qué pasa? – No, nada… Estoy sorprendido, nada más. Vi cómo despachaban a niños por mucho menos que eso. – ¿Despachaban…? – Cuéntame más sobre ti, Krystynka. ¿Qué más te encanta hacer aparte de cantar? – Comer, sobre todo grasa. Cuando crezca quiero ser la Gorda del circo. Se le escapa una carcajada. – Te queda mucho camino por delante, pequeña -me advierte, mirándome las piernas de palillo. La puerta del armario se abre de repente y vemos a Greta con gesto herido y triunfante al mismo tiempo. Nos ha oído hablar. Johann no le ha dicho nunca, nunca una palabra. Él está más cerca de su edad que de la mía, y ¿cómo puede estar interesado en un bichejo feo como yo cuando hay una joven encantadora como ella sentada a su lado en la mesa? Es incomprensible. Arde en celos. Me agarra por el brazo, me lleva a rastras hasta nuestro cuarto y cierra la puerta. – ¿Qué estabais haciendo los dos ahí? -me pregunta con un siseo-. ¡Voy a chivarme! – Greta -le digo, fortalecida por mi nueva lengua, mi nuevo hermano, mi nueva nacionalidad-, no hay nada de lo que chivarse. – ¡Estabais susurrando, os he oído! – No es ningún crimen susurrar. – ¡Pero eso significa que Johann sabe hablar! ¿Por qué no habla con nosotros? – Pregúntaselo a él. – No me contestaría. – Eso es problema tuyo. – ¿Sabes qué, Kristina? – ¿Qué? -le digo, y me vuelvo hacia ella. Me escupe a la cara. – ¡Eso! -dice. Nada podría hacerme renunciar a mis conversaciones secretas con Johann, ahora salpicadas de palabras en polaco. De acuerdo se dice dobrze, sí es tak y no es nie, soy tu hija es Jestem wasza córka. Quiero saberlo todo. – Las Hermanas Pardas nos llevaron a los niños elegidos en tren hasta un lugar llamado Kalisz, donde nos dejaron en manos de hombres de bata blanca, tal vez doctores, tal vez no. Separaron a los niños de las niñas… – ¿Y después? – Después nos midieron. – ¿Para ver lo altos que erais? – No. Sí. Todo. Nos hicieron quitar la ropa y midieron hasta la última parte de nuestro cuerpo. La cabeza, las orejas, la nariz. Las piernas, los brazos, los hombros. Los dedos. Los dedos de los pies. La frente. El pene, los testículos. El ángulo entre la nariz y la frente. El ángulo entre la barbilla y las mandíbulas. La distancia entre las cejas. A aquellos cuyas cejas estaban muy juntas los despachaban. Igual que a aquellos que tenían marcas de nacimiento… nariz grande… testículos pequeños… y a los que tenían los pies vueltos hacia dentro o hacia fuera… Luego midieron nuestra salud, la resistencia, la coordinación, la inteligencia. Una prueba tras otra tras otra. Los que obtenían bajas calificaciones eran despachados… – ¿Despachados…? – Shhh, Krystka, déjame que te lo cuente… Nos pusieron nombres nuevos y nos dijeron que éramos alemanes de mucho tiempo atrás, teníamos sangre alemana en las venas, nuestra identidad polaca era un error pero aún podíamos corregirlo. Nuestros padres eran traidores y los habían fusilado. Nuestras madres eran putas que no merecían criarnos. Se nos educaría como alemanes a partir de ese momento. Si hablábamos unos con otros en polaco se nos castigaría. Hablamos entre nosotros en polaco. Se nos castigó. – Oh, pobre… – No, nunca digas «pobre». Si dices «pobre» dejaré de hablar. – Lo siento -me apresuro a decir, y en polaco-: Jest mi przykro. – Nos pegaban en la cabeza en plena noche. -Cierra los ojos y golpea el aire violentamente con la mano-: Se interrumpe. No digo nada. Tengo los ojos abiertos de par en par. – Me castigaron encerrándome en el escobero durante dos días, a oscuras, sin agua ni comida. Me negué a pedir ayuda, quería demostrarles que mi voluntad era tan fuerte como la suya, así que me sumí en mí mismo y esperé. Luego el doctor en jefe me llamó a su despacho y me dijo: «Joven, es usted excelente material alemán, pero no tendrá más oportunidades, la próxima vez que infrinja una norma, se lo despachará.» Hace una pausa. – Así que a partir de entonces dejé de hablar polaco. Me arrancaron mi lenguaje de raíz. – Y a mí también. – Y a ti también. En mi sueño, una campesina corpulenta con un pañuelo anudado a la cabeza se inclina sobre un jardín. Se parece a la abuela y tira de algo con fuerza, gruñe y el esfuerzo le enciende la cara, lo arranca por fin y lo echa a un cesto. ¿Qué está arrancando? «Trabajo duro», dice, al tiempo que se yergue jadeante y se enjuga la frente con el dorso de la mano. Al acercarme, veo que tiene la cesta llena de lenguas humanas, todavía moviéndose, con las raíces agitándose indefensas cual diminutas langostas. «¡Ay -digo-, si las arranca de raíz ya no podrán hablar más!» «¡De eso se trata!», responde la mujer y, agachándose otra vez, reanuda la tarea. – Nos atraparon la Navidad de mil novecientos cuarenta y tres, y durante un año entero nos machacaron con el alemán de la mañana a la noche. – S… s… s… í, supongo. Sé que antes los adoraba, pero eso era cuando creía pertenecer a esta familia y a este idioma y a esta casa. De momento no tengo gran cosa para sustituirlos, apenas unas palabras en polaco y mi amor por Johann, pero todo llegará. Relego los villancicos a lo más profundo de la cabeza. En el colegio, cuando aprendemos a deletrear nuevas palabras pienso en cómo se las metieron por la fuerza a Johann en la cabeza, se las hicieron memorizar a fuerza de bofetadas y varazos, se las alojaron en el cuerpo en contra de su voluntad, y ahora las palabras me suenan malvadas y aprenderlas me duele aunque me digo que pronto podré sustituirlas por palabras de mi lengua materna y podré desterrarlas del cerebro como cuando tiras de la cadena del váter y tus desechos se van bien lejos hasta el océano. El abuelo dice que la gente que va al infierno son los desechos de la humanidad, pero ya no quiero citar al abuelo; por mucho que sea bueno conmigo no es mi abuelo y no sé hasta qué punto son valiosos sus conocimientos. Cuando se ofrece a enseñarme una canción nueva le digo que estoy ocupada con los deberes y no tengo tiempo para cantar. Parece triste, así que le doy un beso en la frente y le digo: «Igual más tarde, abuelo.» El auténtico problema que se deriva de ello es que si no canto en alemán, ¿qué puedo cantar? Todas las canciones de misa y los villancicos, todas las hermosas canciones que me enseñó el abuelo quedan ahora fuera de mi alcance. Le pregunto a Johann al respecto y me dice: «Podría enseñarte alguna canción en polaco, pero eso nos delataría. Así que, por el momento, me temo que tendrás que cantar sin palabras.» Aprendo a cantar sin palabras. Emito sonidos desde el fondo de la garganta, empujando la voz cada vez más alto hasta que horada el cielo. Me precipito hasta lo más hondo de mí misma, donde la lava hierve y borbotea. – ¿De qué habláis tú y Johann? -me pregunta Greta. Le está peinando el cabello a – Bueno… de la vida. – ¿Qué quieres decir? – Míralo en el diccionario -respondo, sorprendida de mi propio descaro. – Ya puedes despedirte de las clases que te doy, Kristina. – Ah, ¿sí? Pues entonces le voy a contar a mamá lo que me dijiste aquella noche. – Adelante, díselo. A ver si te atreves. A finales de enero cierra el colegio por causa del frío. Ahora las alarmas de bombardeo se producen día y noche, una tras otra, da la impresión de que pasamos más de la mitad del tiempo en el sótano de las patatas, que es más aburrido que la iglesia, hay que estar sentado hora tras hora sin nada que hacer salvo escuchar los ronquidos, suspiros y gemidos de la gente, y el olor es horrible. Está ocurriendo algo, se nota, ahora todos guardamos silencio sentados a la mesa, y no es por causa del silencio de Johann, es algo nuevo y opaco y pesado, como una tapa de hierro que se cerrara sobre nosotros, aplastándonos, como si el mundo entero fuera a pararse en seco. Intentamos continuar con nuestras actividades habituales, nos vestimos por la mañana, hacemos la cama, ponemos la mesa, cortamos leña, lustramos la cubertería, doblamos las sábanas, pero es como si todo el orden, la limpieza y la pulcritud fuera simulado, como si los adultos fingieran por el bien de los niños, y cuando les miro a los ojos veo miedo y caos, y si los miro más tiempo de la cuenta podría precipitarme en su interior y seguir cayendo, a través de los ojos, dentro de la cabeza y luego hasta las tripas y las entrañas y la oscuridad infernal. Es porque ahora estamos perdiendo la guerra de veras, o más bien, ya que soy polaca, porque Alemania está perdiendo la guerra, ojalá la perdiera y acabara de una vez por todas con el asunto. ¿Cuánto hace falta perder? – ¿De verdad te habrías gastado el dinero de mamá en el tiovivo? -le pregunto a Johann. – Sí. Los alemanes me robaron mi país, me raptaron, ¿qué es un poco de calderilla en comparación? Hay que tomar partido, falsa Kristina. – Yo estoy de tu parte. – Demuéstralo. – ¿Cómo? – La próxima vez que juegues con el estúpido joyero de la falsa abuela, róbale una joya. – ¡No puedo! – Entonces no estás de mi parte. – Pero ¿para qué quieres sus joyas? – Tú hazlo y ya te lo diré. Al día siguiente, saco un par de pendientes chispeantes del bolsillo y los hago oscilar delante de los ojos de Janek. Espero que no sepa distinguir entre diamantes y piedras de imitación. No sabe. Abre los ojos de par en par y me hace un gesto con el pulgar hacia arriba. Me estremezco de orgullo. – Ahora cuéntame qué quieres hacer con ellos -le digo. – No es más que el comienzo, falsa Kristina, pero es un buen comienzo. Llegarás a ser una ladrona experta. De ahora en adelante, le quitarás un poquito de dinero del billetero todos los días al falso abuelo, ¿de acuerdo? – Pero ¿para qué? Me coge las manitas en sus manazas y me las aprieta. – ¿Estás conmigo, Krystynka? – Sí. – ¿Me quieres? – Más que a nada en el mundo. – Entonces escucha con atención… Tú y yo vamos a escaparnos juntos. Venderemos las joyas y nos darán buen dinero por ellas, y encontraremos el camino de regreso a Polonia. Cuando nos quedemos sin dinero, cantarás. La gente se agolpará para escucharte, yo pasaré el sombrero y derramarán todos sus tesoros en él y seguiremos viajando. El corazón me late en las sienes. – Pero Janek -digo-, la gente llamará a la policía si nos ven en la carretera. Dos niños fugitivos, se nos verá a la legua. Johann se echa a reír. – Hoy en día hay refugiados por todas partes, ¿no te has dado cuenta? Miles de personas se han echado al camino. Niños, ancianos, de todo. Dos más o menos… Y la policía tiene mejores cosas que hacer. Nadie nos molestará. – Pero Janek… sé que estamos viviendo con el enemigo, pero si yo… quiero decir, ellos me quieren, siempre han sido muy buenos conmigo, no puedo… – Krystka, tienes que decidir si eres una cría o una joven, una alemana o una polaca. Piénsalo con cuidado, tómate tu tiempo, la decisión es tuya. Yo me voy en verano, tanto si vienes conmigo como si no. Esta casa sin Johann otra vez: impensable. Cuando el abuelo empieza a roncar, en vez de empujarle el hombro y decirle «Kurt», me levanto de la cama y voy de puntillas hasta la silla donde ha dejado la chaqueta y le registro los bolsillos. Tiene el billetero en un bolsillo interior, estoy sudando y las manos me tiemblan, pero debería ser al revés: cuando estás nervioso, necesitas que las manos se mantengan firmes y tranquilas y hagan exactamente lo que les dices. Sólo hay tres billetes en la cartera, no me atrevo a coger uno, le diré a Johann que estaba vacía, si el abuelo hubiera tenido diez billetes habría cogido uno porque sólo habría sido un diez por ciento, pero uno de tres es más del treinta por ciento, es el treinta y tres coma tres y un número interminable de treses después del decimal, aprendí los porcentajes gracias a Greta antes de que dejara de enseñarme, los infinitos se esconden en todas partes. El monedero, sin embargo, está lleno de calderilla. Extraigo media docena de monedas pequeñas, con cuidado de que no tintineen unas con otras en mi mano, me las meto en el zapato y subo a reunirme con Johann. – Estupendo, pequeña Krystka. Mira, he encontrado un escondite para nuestro alijo… He cogido algo de comida. Nos arrastramos de rodillas y puños a través de los abrigos y los vestidos colgados que huelen a bolas de naftalina hasta el fondo del armario, donde Johann hace a un lado un par de viejas botas, tal vez las del ejército del abuelo de la otra guerra. Detrás de ellas, amontonados contra la pared del armario, distingo paquetes de galletas, azúcar y dátiles… – ¡Pero Janek! La familia no tiene suficiente que comer tal como están las cosas… – No son mi familia y yo pienso regresar con mi verdadera familia. Mira… Me enseña una cajita de estaño y dejo caer en ella las monedas. Por la noche permanezco despierta preguntándome por mi familia polaca. Las preguntas brincan por mi cerebro cual pulgas en un circo de pulgas, el abuelo me contó que una vez vio un circo de pulgas en Berlín cuando era joven. ¿Cuántos hermanos y hermanas tengo? ¿Me habrán olvidado? ¿Se portarán mejor conmigo que Greta? ¿Sigue vivo mi auténtico ojciec? ¿Tiene matka un corazón tan cariñoso como el de mamá? ¿La reconoceré? Ella me reconocerá por la marca de nacimiento. Echará un vistazo a la cara interna de mi brazo izquierdo y gritará, pronunciando las erres bien fuerte igual que Janek: «¡Krystyna! ¡Krystyna! ¡Por fin! ¡Mi querida Krystyna!», y me abrazará contra su pecho y yo lloraré de alegría. Lo que más me preocupa es cómo se sentirá mamá cuando nos escapemos, eso le partirá el corazón. Pero Janek me dice que es culpa suya, debería haberlo pensado mejor antes de acoger en su casa a niños raptados. Ella provocó su propia desdicha y no hay nada que hacer al respecto. – Ahora tienes que aprender a mentirles. – No, Janek. ¿De qué serviría? Ya les ocultamos cosas, les robamos, es suficiente. – Tienes que endurecerte, falsa Kristina. Tienes que curtirte la piel o no sobrevivirás a la larga marcha hasta casa. – No puedo hacerlo, Janek. Al día siguiente, cuando Greta sube a nuestro cuarto después del colegio encuentra el contenido de los cajones de nuestras cómodas en el suelo: bragas, calcetines y leotardos, camisetas y jerséis, volcados y desparramados. – ¡Mamá! -grita-. ¡Ven a ver lo que ha hecho Kristina! Subo pisándole los talones a mamá y me quedo mirando los estragos, atónita. – ¿Has hecho tú esto? -me pregunta mamá con ira controlada. Denunciar a Johann está completamente descartado, así que digo: – Sí. -Me tiembla el estómago. – ¿Por qué? -Su voz resuena aguda. – Estaba… estaba buscando una cosa y se me ha olvidado… volver a ponerlo todo en su lugar. – ¿Qué buscabas? – … – ¿Qué buscabas, Kristina? – El osito de los platillos. – ¡Miente! -chilla Greta-. El oso está aquí mismo en el estante, como siempre, no lo guarda nunca en la cómoda. Mamá se lo ha contado al abuelo, que me llama y se queda mirándome con ojos tristes. – ¿Qué te está ocurriendo, pequeña? -suspira-. Has cambiado. Tu madre me cuenta que te estás volviendo mala. ¿Por qué has montado semejante lío en tu cuarto? – Porque me ha dado la gana. Las comisuras de la boca se le descuelgan, su tristeza se convierte en gravedad, me coge las dos muñecas con una de sus manazas, me acerca de un tirón y me obliga a inclinarme sobre su regazo. Me retuerzo para escapar, pero me presiona hacia abajo con una manaza y empieza a darme azotes con la otra, Al salir, paso por delante de Greta, que estaba en el umbral, observando la escena con – Felicidades, Krystynka. Has pasado la prueba. Dime… ¿qué tal el dolor? – Bien. – ¿Eres capaz de aguantar más? – Tak. – Bien. ¿Y ya ves cómo son los alemanes? – Tak. Es el día de San Valentín. Estamos sentados a la mesa del desayuno, untando pan seco en los cuencos de achicoria humeante -no queda chocolate, ni mantequilla, ni queso, ni jamón, ni mermelada-, cuando ocurre: la superficie en calma se quiebra y el caos estalla en medio de nuestra casa. Lo que ocurre es que el abuelo está sollozando en su cuarto. En cuanto empiezan los sollozos, todos nos quedamos inmóviles como si jugáramos al Alto, mamá cruza una mirada con la abuela de lado a lado de la mesa, veo el destello de pánico en sus ojos y lo entiendo: ha ocurrido lo peor. Pero ¿cuál de los peores? ¿Papá ha muerto o Hitler ha muerto o qué? ¿Qué ocurre? Los sollozos cobran cada vez más fuerza, el abuelo sale de repente de su habitación y oímos la radio al fondo, va en calzoncillos largos con la barriga colgando como una enorme bola blanca, tiene la cara húmeda de lágrimas y se agarra el pelo blanco, dejándose mechones de punta como un payaso. ¿No se da cuenta de que está ridículo? ¿No sabe que no hay que salir en ropa interior delante de todo el mundo? – Kurt -dice la abuela, que se incorpora para ir hasta él, pero el abuelo se aparta y empieza a golpearse la cabeza contra la pared, una y otra vez. ¿Cuenta los golpes como Johann en la casa de Kalisz? Entonces sus sollozos se convierten en una palabra: – Dresde -está diciendo-. Dresde, Dresde, Dresde, Dresde, Dresde. Si dices la misma palabra un millón de veces, ¿perderá su sentido? Mamá nos manda arriba a nuestros cuartos, y cuando bajamos a mediodía la casa está manga por hombro y no hay comida esperándonos. Helga barre el suelo de la sala, que está cubierto de porcelana rota hecha por el padre del abuelo en Dresde y el precioso reloj ha quedado hecho añicos, igual que el joyero, la diminuta bailarina ha ido rodando hasta el pasillo, mirando al frente siempre al frente mientras giraba para no perder el equilibrio, unos desconocidos han venido a llevarse al abuelo pero él se ha encerrado en su cuarto, uno de los hombres pisa por accidente la bailarina y la cabeza se le quiebra sin que él se dé cuenta siquiera, mamá y la abuela, una junto a otra en el sofá, se han convertido en estatuas, Helga nos dice a todos que volvamos a nuestros cuartos. Johann y yo nos quedamos en la ventana mirando el patio vacío. No hay nadie jugando. Quietud absoluta. Frío pétreo. Ningún pájaro. Árboles deshojados. – Se lo tenían merecido -dice Johann. – ¿Quiénes? – Todos. Todos los alemanes, da igual, merecen morir todos. – No digas eso, Janek -le advierto en polaco-. No digas eso, por favor. – Da igual. Son todos unos monstruos, Krystka. El año que nací los alemanes escogieron a un monstruo por líder, llevan toda mi vida matando polacos, matan a nuestro pueblo, invaden nuestra tierra, destruyen nuestras ciudades, ¿lo sabías? Varsovia, nuestra capital, ardió hasta los cimientos el año pasado, ¿lo sabías? Habla en voz tan queda que apenas alcanzo a oírlo. – Pero los niños, Janek… las criaturas… – ¿Crees que perdonaron a los niños polacos? Krystyna, los hijos de los monstruos son monstruos. – ¿Qué me dices de los animales? ¿Se merecían ellos morir? Hay un silencio. Noto que se retrae de mí otra vez. – Igual ya es muy tarde para ti -dice, al cabo-. Quizá eras demasiado pequeña cuando te raptaron y lograron hacer de ti una alemana. Igual tú y yo somos enemigos, no amigos. Sus palabras me erizan el vello de la nuca. Me aprieto la marca de nacimiento con el pulgar. – Por favor -susurro a la desesperada-. Por favor, Janek. Soy polaca igual que tú. Debemos mantenernos juntos. – Mantenernos juntos… contra el enemigo. – Tak, tak. Me rodea con el brazo. – Dobrze -dice en polaco, de acuerdo. – Janek… si alguien en Dresde tenía una salamandra de mascota… sigue viva, ¿no? Pueden vivir en el fuego. – No, eso es una leyenda. Había cantidad de salamandras en el bosque cerca de nuestra casa en Szczecin. ¿Has visto alguna vez una de cerca? – No. – Tienes la cabeza llena de ideas, Krystka, pero no has vivido. Seguro que nunca has dado un paseo por el bosque, ¿verdad? – No. – Las salamandras son animales mágicos. Son negras con motas anaranjadas, tienen grandes fauces, ojos negros y una presencia cálida. Mi hermano y yo acostumbrábamos buscarlas por el bosque. Siempre salían después de llover. Se las veía al acecho bajo las raíces de los árboles, en lugares oscuros y húmedos. Una vez mi hermano capturó una y la llevamos a casa. Le construimos un terrario e intentamos alimentarla, pero se negó a comer. Trajéramos lo que trajésemos (semillas, plantas, lombrices, insectos), lo dejaba allí. Pasaron semanas, no comía nada pero no se moría, sólo se movía con más lentitud… Tras seis meses no quedaba nada más que un esqueleto recubierto de piel translúcida, pero seguía moviéndose. Al final segregó una sustancia blanca que le cubrió el cuerpo entero… entonces se secó y empezó a pudrirse… Un día fuimos a echarle un vistazo y sólo encontramos un montoncito de gelatina. Comemos a la hora del té. Se han llevado al abuelo, Helga sirve la comida -sólo patatas hervidas- pero mamá y la abuela ni siquiera acuden a la mesa, así que Greta bendice los alimentos y cuando llega al final, Johann dice «Amén» por primera vez. Que así sea. Esa noche en mi sueño miles de estatuas de Dresde están tendidas en el suelo un Jesús crucificado roto un filósofo con barba roto una hermosa diosa rota un hombre decapitado una cabeza sin cuerpo un triste santo roto un niño músico al que le faltan las manos una Virgen María rota que mira asombrada un desnudo masculino yacente, veo cabezas de piedra que ruedan, ojos de piedra que destellan, caballos de piedra con heridas abiertas en los flancos, los esclavos negros han quedado mutilados, las ninfas y los centauros desmembrados, las cabecitas de ángel están apiladas en una pirámide cual balas de cañón. «Mira, Kristina», dice el abuelo señalando. Sigo su dedo y veo que las columnas del Zwinger están ahora coronadas por cabezas de niños de verdad, gritando y llorando, quiero ir a consolarlos pero el abuelo sigue tirando de mí. «¡Mira ahí arriba, Kristina!», me dice, y al mirar veo que han clavado seres humanos desnudos a los frontones del teatro, la ópera y el palacio de justicia, y su sangre resbala por los muros. Manos y caras de verdad decoran las fachadas, nos saludan, guiñan y parpadean a nuestro paso. En los parques y jardines, auténticos pechos de mujer arrojan chorros de leche: son las nuevas fuentes de la ciudad. «Mira, Kristina -dice el abuelo y abre los brazos de par en par para abrazar el enorme espectáculo de la ciudad-, hemos ganado la guerra.» Los sueños se desbordan filtrándose en la vigilia los días y las noches se invierten la gente y las estatuas se invierten el caos está por todas partes es el mes de marzo el frío atenaza el mundo el aullar de las sirenas es continuo el cielo está ensangrentado es el mes de abril vuelve a empezar la escuela los árboles del patio revientan en flores los pájaros cantan la ciudad es bombardeada una bomba cae justo en la plaza y cuando salimos al día siguiente el ayuntamiento y nuestra iglesia son ruinas humeantes, los postes del tiovivo despuntan en todas las direcciones y los caballitos yacen de costado o patas arriba con los cascos al aire, aún curvados en posición de galope, altos árboles escindidos por la mitad se inclinan peligrosamente como si quisieran prestar oídos a alguna verdad procedente de la tierra misma, las clases se interrumpen otra vez, la radio dice que Hitler ha muerto, es el mes de mayo las flores crecen exuberantes en los parques y el colegio termina y el patio se llena a rebosar de refugiados del Este, vienen en tropel a la ciudad, han caminado interminables kilómetros cargados con bolsas, bultos y niños, tienen la piel gris, están anonadados y muertos de hambre y nos acurrucamos en nuestras casas a la espera, un día oímos gritos en la calle y vamos a la ventana abierta para ver lo que ocurre, el bebé de una mujer está muerto pero ella se niega a separarse de él, coge una maleta de un montón de maletas, tira el contenido al suelo, mete a su bebé dentro y desaparece entre la muchedumbre con la maleta a cuestas, es el mes de junio y ahora, dice Johann, Alemania ha sido dividida en cuatro como una tarta y a cada uno de los vencedores le ha tocado un pedazo y nuestro pedazo pertenece a América. Ha llegado el momento de pasar hambre y esperar, esperar, esperar a que papá regrese a casa, los rusos lo han hecho prisionero o murió en una batalla o viene de regreso a casa, nadie lo sabe, los días cálidos del verano ya están aquí y la ciudad es una masa hirviente de sufrimiento, la gente se arrebata el pan de la boca pero comparte generosamente sus enfermedades, no nos queda nada que comer así que Johann hace una lista de todo lo que hay de valor en casa, las joyas de la abuela y las tazas y platillos incólumes de Dresde y el piano, se adentra en el gentío, conoce gente y hace tratos con ellos, de alguna manera encuentra a alguien que compra el piano, viene una furgoneta para llevárselo y a cambio recibimos un saco grande de patatas, es un milagro, no un truco, el piano se ha convertido en patatas igual que el agua en vino y Johann es el héroe de la jornada. Escucha las conversaciones graves y morbosas en las calles, averigua de qué huyen estas gentes, qué han visto y perdido y soportado, qué han dejado atrás, y me lo cuenta. – Dale la muñeca a Johann, Greta -dice mamá-. Es posible que consiga venderla, que nos consiga un poco de tocino o una hogaza de pan. -Pero Greta se niega a separarse de ella-. Entonces, roba, Johann -dice mamá en voz queda-. Roba lo que puedas o nos vamos a morir de hambre. Johann roba, pero cuando mamá llora de vergüenza y agradecimiento al ver la comida que trae, él ni siquiera la mira. Es un anochecer polvoriento y estamos encaramados a un pedazo de banco roto en un rincón del parque; refugiados andrajosos duermen amontonados en el suelo con los hatos de pertenencias por almohadas, cierro los ojos y escucho la extraña orquesta de criaturas que lloriquean, los viejos que suspiran, las viejas que rezan y nuestros estómagos que rugen, y entonces Johann dice en voz suave: – Ha llegado el momento, falsa Kristina. – ¿Qué momento? – Te dije que iba a irme en verano. ¿Vas a venir conmigo? – ¡Janek! Ahora no podemos irnos y abandonar a la familia… – Ya es agosto. Pronto las noches serán muy frías para dormir al raso. ¿Vienes conmigo? -repite en polaco, y yo me echo a llorar. Llorar es algo misterioso. El abuelo me decía que tenemos conductos lacrimales para mantener los globos oculares húmedos y proteger nuestros ojos, que son increíbles mecanismos frágiles, delicados, pero nadie puede explicar cómo es que cuando nos ponemos tristes los conductos lacrimales empiezan a funcionar por voluntad propia, es difícil ver qué conexión lógica puede haber entre la pena y el agua salada pero la hay, de pronto echo tremendamente de menos al abuelo y cuanto más lloro más lo echo de menos, cuando lloras una cosa lleva a la otra y todo aquello en lo que piensas se convierte en otra razón para llorar, echo de menos al abuelo echo de menos a papá echo de menos a Lothar quiero que la familia se reúna quiero que mamá sea feliz otra vez… – Es sí o no, Krystynka mía. Me abalanzo hacia Johann, que de pronto se ha convertido a mis ojos en todos los hombres del mundo y lloro sobre su pecho y él me rodea con un brazo e, incómodo, me da unas palmaditas en la cabeza, la gente que pasa nos mira de soslayo y sigue adelante, ya han visto demasiado, sus ciudades han ardido han visto gente carbonizada reducida a una tercera parte de su tamaño natural con llamas de fósforo aún danzando sobre sus espaldas, han visto monigotes morados y pardos congelados para toda la eternidad, han visto tranvías llenos de pasajeros asados, han visto manos de mujeres tiradas en el suelo, cabezas humanas calcinadas del tamaño de pelotas de tenis, gente reducida a montoncitos de cenizas, personas hervidas hasta los huesos tras la explosión de calderas de agua, ya no pueden preocuparse por minucias como niñas que lloran. – Puedes decírmelo mañana. Mañana es mi cumpleaños, pequeña Krystynka. Cumpliré trece años y me iré a medianoche. El abuelo solía decir que mañana no llega nunca y me contó el chiste del barbero que atraía clientela con un cartel que rezaba «Mañana se afeita gratis», entonces la gente regresaba al día siguiente y esperaba que el afeitado fuera gratuito pero el barbero se reía de ellos delante de todo el mundo y decía, señalando el cartel: «No; es mañana, ¿no sabe leer?», así que se afeitaban de todas maneras y pagaban, porque ya habían ido hasta allí, y con el tiempo, contaba el abuelo, ese hombre llegó a ser el barbero más rico de Dresde. Al día siguiente estamos sentados a la mesa de la cocina tomando té y mordisqueando pieles de patata cuando suena el timbre y mamá se lleva un violento sobresalto, pensando que puede ser papá hasta que cae en la cuenta de que papá tiene llave y no llamaría al timbre de su propia casa, aunque también podría haber perdido la llave en el fragor de la batalla así que hay al menos una oportunidad, pero no, no es papá. Helga sale a la puerta y regresa con una señora. La señora es tan elegante que parece una criatura de otro planeta, hace una eternidad que no veíamos alguien tan bien vestido, alimentado y acicalado, lleva el cabello castaño oscuro recogido en un moño impecable, viste uniforme y zapatos de cuero y lleva un maletín. Se presenta como la señorita Mulyk y se disculpa por interrumpir así nuestra comida y en cuanto abre la boca sabemos que es extranjera y mamá despacha a todos los niños de la cocina. Aguardamos sentados en la sala. No hay nada que hacer así que no hacemos nada. El reloj ya no está para hacer tic y tac y decirnos que el tiempo está pasando pero el cielo cambia de color lentamente, así que está pasando de todas maneras. Me viene a la cabeza que es el cumpleaños de Janek pero me da la impresión de que es mal momento para recordárselo. Ahora las cuatro mujeres en la cocina hablan en voz alta, la voz de la abuela se ha vuelto estridente pero no alcanzamos a entender las palabras, sólo la melodía, una melodía de dolor. Al final Helga se asoma a la puerta de la sala y nos llama a Johann y a mí. – Tú no, Greta -añade cuando Greta se levanta para venir con nosotros-, sólo Johann y Kristina. Miro a Greta y ella me mira y en ese instante sabemos que hemos llegado al final de nuestra espinosa relación como hermanas. La mesa de la cocina está cubierta de papeles y fotografías, Helga y la abuela están sentadas una a cada lado de mamá, veo sus seis pies alineados bajo la mesa pero no puedo levantar la mirada hacia sus caras porque sé que mamá tiene los ojos enrojecidos de llorar y no quiero vérselos. Con voz titubeante, la desconocida le dice unas palabras en polaco a Johann. – Tak -dice él, y mamá gime. Entonces la señora se vuelve hacia mí. Espero que también me hable en polaco y estoy preparándome para explicar que tengo mi lengua materna olvidada por la falta de uso pero en vez de eso me tiende la mano y dice, en alemán: – ¿Te importaría acercarte, querida? – ¡No! -aúlla mamá con una voz que no le había oído nunca, una voz gutural, fértil en dolor oscuro como la marga-. ¡Kristina no! La señora le dice a mamá que haga el favor de calmarse, por favor. – Ya sé lo duro que debe de ser para usted -dice, y le pide a Helga que le traiga un vaso de agua pero Helga no se mueve. La señora me tiende la mano otra vez y mamá se viene abajo llorando sobre la mesa. Cruzo la cocina a paso lento y tomo la mano de la señorita Mulyk y digo con solemnidad, en polaco: – Yo también soy polaca. La señora arquea las cejas. – No, querida, me parece que no -dice, y al decirlo me suelta la mano derecha y me coge la izquierda para darle suavemente la vuelta y antes de darme cuenta está mirándome la cara interna del brazo izquierdo. Es un día caluroso, llevo una blusa sin mangas así que le resulta fácil verme la marca de nacimiento y, tras haberla visto, añade-: De hecho, estoy casi segura de que eres ucraniana… y de que en realidad te llamas Klarysa. Miro a Johann conmocionada, como si el suelo hubiera desaparecido bajo mis pies. Me mira a los ojos y los suyos están llenos de confusión. «¿Quién eres?», me están preguntando y no sé la respuesta. Todos estos meses he estado preparándome para la reunión con matka y ojciec en Polonia; si ellos no me están esperando, entonces ¿quién me espera? ¿Dónde está y qué es Ucrania? Se me hace un nudo en el estómago y temo que voy a vomitar como el día que averigüé que era adoptada. Pero entonces estaba sola, era antes de que Janek llegara a mi vida, me aferro a sus ojos y me están diciendo: «Da igual lo que ocurra, tú y yo siempre estaremos juntos.» Después de marcharse la señorita Mulyk, voy al cuarto de baño, que es el único sitio donde puedo cantar en la intimidad y abro los grifos al máximo para que nadie me oiga. ¿Puedo cantar otra vez en alemán si resulta que soy ucraniana aunque creía ser polaca? Muy suavemente, acariciándome la marca de nacimiento con el pulgar, canto la canción sobre el edelweiss, para agradecerle al abuelo todo lo que me enseñó en esta casa. Esa noche Greta viene y se queda junto a mi cama en la oscuridad, tiene a – Kristina, la señora americana te va a llevar consigo, ¿no? – Me parece que sí -susurro. – Va a enviarte de regreso con tus padres de verdad en Ucrania, ¿no? – Supongo. – Bueno, pues escucha. No hemos sido buenas amigas este último año, pero voy a echarte de menos, la casa estará muy vacía sin ti, y lo que es peor, no tendré una hermana pequeña con la que meterme. -Vacila y luego añade-: Esta noche voy a dormir con la muñeca y luego… cuando te vayas… puedes llevártela. Te servirá para… para recordar a esta familia. Le echo los brazos al cuello y las dos nos abrazamos y resulta raro porque nunca nos habíamos abrazado y nunca volveremos a abrazarnos, y digo: – Gracias, muchas, muchas gracias, Greta. Nunca lo olvidaré. Helga pasa la mañana empaquetando nuestras cosas, hacia mediodía veo mi maleta abierta encima de la cama con todo lo que tengo en el mundo dentro, desde el cepillo de dientes hasta el osito de cuerda, pero lo mejor es la preciosa Después de que hayamos cerrado la puerta mamá lanza un largo grito desgarrador que resuena por el pasillo. Curiosos, los vecinos entreabren las puertas para mirarnos y la señora Webern, en vez de esconderse detrás de la puerta, está plantada delante, nos ve pasar con los brazos cruzados y los ojos cual antorchas ardientes, pero la señorita Mulyk mantiene la vista al frente como una bailarina y me dice en voz queda: «Valor, Klarysa.» Los dos hombres van delante y yo estoy aplastada entre Janek y la señora en el asiento de atrás, el trayecto parece interminable, es un caluroso día de agosto y sudo a raudales. El abuelo decía que sudar es el sistema de refrigeración automática del cuerpo, el sudor lo segregan conductos en la frente y las axilas y no sé dónde más, y cuando se evapora te refresca, pero hoy mi sudor no se evapora y no hace más que seguir brotando. Nadie dice nada pero veo que los músculos de las mandíbulas de Janek han empezado a movérsele otra vez. Cierro los ojos y finjo dormir. Un rato después miro a la señorita Mulyk entre las pestañas y, para mi sorpresa, se está enjugando una lágrima y me pregunto por qué llora ella, pero igual todo el mundo tiene alguna buena razón para llorar con los tiempos que corren, incluso los americanos. Por fin concilio el sueño con la cabeza en el hombro de Johann. El coche me deja delante de una casa, voy hasta la puerta y pruebo la manilla; no está cerrada y entro con una tremenda ilusión, enfilo un largo pasillo y accedo a una amplia habitación resplandeciente con luz artificial, una mujer está de pie en el extremo opuesto de espaldas a mí y me digo: ¡Por fin! ¡Por fin! He encontrado a mi auténtica madre por fin… «¿Mama?», digo y ella no me contesta ni se vuelve así que me acerco y le toco la mano y repito: «¿Mamá?», pero está hecha de piedra. Cuando despierto ya hemos llegado, me noto la cabeza pesada y tengo que hacer pis, ya casi ha oscurecido. Cuando nos apeamos del coche, Janek susurra: – He visto unas monjas al llegar, me traen malos recuerdos, no pienso quedarme mucho. – ¿Eran Hermanas Pardas? -susurro a mi vez. – No, blancas y negras -dice-, pero igualmente alemanas. Los hombres se llevan nuestros equipajes a alguna parte. – Pasaréis una temporada en este centro -nos explica la señorita Mulyk cuando vamos escalones arriba hasta la entrada-. Resolver todo el papeleo lleva su tiempo. El pabellón de las niñas está a la izquierda y el de los niños a la derecha, pero os veréis a diario a la hora de comer, al menos hasta que os encuentren familias. – ¿Hasta que nos encuentren familias? -exclama Johann con aspereza-. ¡Querrá decir hasta que encuentren a nuestras familias! – Sí, sí… Por desgracia, las cosas nunca van tan rápido como nos gustaría -responde la señora en tono evasivo-. Ahora, id a deshacer el equipaje, luego bajad a cenar con todos nosotros, el comedor está allí. Se bate en retirada precipitadamente, tanto que me pregunto si está otra vez al borde de las lágrimas. No tengo ni idea de lo que ocurre. Reconozco mi cama en el dormitorio de niñas porque mi maleta está encima. Llego corriendo hasta la cama, manoseo los cierres y abro la maleta. Janek dice que estamos en un convento, razón por la que los edificios parecen iglesias y hay monjas alemanas ayudando a los americanos. Me presentan a los demás niños del centro pero me traen sin cuidado. Diecisiete niñas y veintinueve niños, de entre cuatro y catorce años, todos infelices porque ninguno queremos estar aquí, sabemos que no es un lugar de verdad, sólo una parada provisional entre el pasado y el futuro. Todos pensamos en el pasado -quiero mi vida de nuevo con la torre del reloj el carrusel las pequeñas aspas coloreadas del molinete la iglesia el tiovivo el joyero el piano y las postales de Dresde- y el futuro no es sino un inmenso interrogante. – ¿Cómo es que la señorita Mulyk me reconoció por la marca de nacimiento? – Debes de tener un expediente en alguna parte. Debe de haber echado mano a tu expediente. – Pero ¿qué – No lo sé. Comienza una nueva rutina y los días van transcurriendo de acuerdo con ella. Por la mañana nos hacemos la cama, hacemos ejercicios y vamos de excursión por el campo. Por la tarde nos dividen en grupitos y nos enseñan tal o cual cosa. Me aburro soberanamente durante estas clases porque las demás niñas de mi edad ni siquiera saben leer y tengo que empezar de nuevo con el abecedario y cuando intento soñar despierta en vez de prestar atención no sé con qué soñar, cada hilo de pensamiento que comienzo a devanar me lleva a un callejón sin salida porque no soy la persona que creía ser y no sé quién soy. Después de la clase de lectura me envían a una clase de inglés sólo con otras dos chicas, el profesor es un señor que se llama míster White, lo que resulta gracioso porque es negro, es un negro americano y tiene la piel de color marrón chocolate de la cabeza a los pies salvo en la palma de las manos y los labios que son de un marrón rosado o de un rosa pardusco. Nos enseña a decir en inglés «mami» y «papi», «por favor» y «gracias», «qué día tan bonito» y «soy tu hija», y me dice que tengo un oído extraordinario, mi pronunciación es perfecta. – ¿También te están enseñando inglés? – No. – ¿Por qué me enseñan inglés a mí? – No lo sé, hermanita. Ahora Janek me llama hermanita, porque ya no soy polaca y quién sabe si la señorita Mulyk tenía razón en lo de que me llamo Klarysa. Mi séptimo cumpleaños llega y queda atrás; ni siquiera lo menciono. En la cama por la noche mi cuerpo me hace compañía. Me cuento los dedos de las manos y los pies una y otra vez, intentando hacer el truco que me enseñó el abuelo según el cual da la impresión de que en realidad tienes once dedos, pero resulta difícil engañarse uno mismo. Me hurgo la nariz, que es una de las cosas que está permitido hacer cuando nadie te mira. Me saco hilas del ombligo y exploro la cálida grieta entre mis piernas, me huelo los dedos después y me los lamo. A veces intento lamerme por todas partes como si fuera una madre gata lamiendo a su minino, pero hay muchas partes del cuerpo a las que no alcanzo. Vuelvo el labio inferior del revés y recuerdo que cuando hacía pucheros, el abuelo me decía: «¡Ten cuidado, Kristina, vas a tropezar con ese labio!» Eso me recuerda la broma en la que preguntaba a la gente: «¿Puedes sacar la lengua y tocarte la nariz?», y lo intentaban. El abuelo y yo nos partíamos de risa viéndolos cruzar los ojos e intentar levantar la punta de la lengua hasta la nariz, pero luego decía: «¡Mira, es fácil», y en un santiamén sacaba la lengua un poquito y se tocaba la nariz con el dedo. Me acaricio la marca de nacimiento y tarareo bajo las mantas y una vez a la semana canto todas las canciones que recuerdo con todas las estrofas en el orden correcto porque no quiero olvidarlas, me quedo tumbada y canto para mí durante horas sin emitir sonido alguno, las otras niñas gimotean y se sorben los mocos en la oscuridad y eso me molesta, así que cuando se me acaban las canciones empiezo a recitar las tablas de multiplicar y luego el abecedario hacia atrás, un poco más rápido cada vez, en cuestión de días puedo recitarlo hacia atrás igual de rápido que hacia delante, aunque dudo que semejante talento me sirva de nada alguna vez. Las hojas de los árboles se vuelven bermejas y marrones, se resecan y arrugan y dejan que el viento las tire al suelo. Nunca me había sentido tan triste como ahora, delante de la ventana del dormitorio viendo las hojas perder su color y caer lentamente al suelo una por una, mi vida también ha perdido su color y a veces querría marchitarme y caer a la tierra fría y morir para siempre. Entonces llega un día que es el Día Trascendental. Es el 18 de octubre y llevamos aquí más de dos meses, y en ese lapso han desaparecido unos cuantos niños y han aparecido otros nuevos y ahora nos ha llegado el momento de desaparecer a nosotros. – Bueno… -dice Janek cuando nos encontramos para nuestra conversación después de cenar. Estamos sentados muy cerca el uno del otro en la escalera de entrada al centro, ya casi ha oscurecido del todo y hace frío y no llevamos abrigo, lo que ya me va bien porque así tengo excusa para temblar, que es exactamente lo que me apetece hacer. – Bueno… -repite, mirando fijamente un punto entre sus pies donde no hay nada en absoluto-. ¿Ya te han dicho lo que te espera? – Sí. ¿Y – Sí. – Pues cuéntamelo. – Tú primero. – No, tú. Se le mueve la mandíbula y luego la aprieta con fuerza como si sencillamente no quisiera dejar que las palabras escapen por ella. – Dímelo, Janek… Suelta una buena bocanada de aire contenido, a medio camino entre el suspiro y el sollozo, luego vuelve a tomar aire y lo mantiene dentro, interminablemente, y al cabo dice: – Mis padres están muertos, mi hermano está muerto, toda mi familia directa. No me queda nadie con quien regresar… así que han decidido enviarme a un internado. – ¿Qué? ¿Adónde? Se aprieta las rodillas con las manos pero está tan oscuro que no veo si los nudillos se le vuelven blancos. Los nudillos se vuelven blancos porque cuando uno aprieta con fuerza de esa manera, los nudillos se pegan a la piel y todos los vasos sanguíneos quedan apartados, me parece que ésa es la explicación. – ¿Adónde, Janek? – A Poznan. Quieren llevarme la semana que viene porque tengo un tío allí. – Pero ¿cómo murieron tus padres? – No quieren decírmelo. Dicen que tienen pruebas pero no me enseñan las pruebas. Dicen que por el momento tendré que fiarme de su palabra, ir a ese internado y confiar en que lo están haciendo todo por mi bien. Dejo que un largo silencio arrope las palabras de Janek y las tome en sus brazos. – ¿Y tú, qué? -me pregunta cuando el silencio ha hecho lo que ha podido, que no ha sido mucho, y me preparo para pronunciar mis propias palabras, que también requerirán mucho silencio. – Me envían a Canadá -digo. – ¿Canadá? ¿Por qué? ¡Ellos saben quiénes son tus padres! ¿O no? – Es un misterio, Janek. Cuando esperaba en el pasillo a la entrada del despacho los oí hablar en el despacho del director, hablaban en inglés bien alto y repetían las palabras, así que he entendido todo lo que decían. El director dijo: «Pero ¿qué pasa con la carta de su madre?», y la señorita Mulyk: «¡Ucrania está quedando en manos de los rojos!» Y el director: «Pero la carta…» Y la señorita Mulyk: «La carta nunca ha existido, ¿de acuerdo? ¡Me niego a enviarles a Klarysa a los rojos!»… ¿Qué quieren decir? – Creo… creo que se refieren a los rusos -dice Janek-. ¿Y entonces…? – Entonces me dijeron que entrara en el despacho, y el director se fue. La señorita Mulyk me explicó que me tiene un cariño especial porque ella también es ucraniana… Así que… tiene unos amigos ucranianos en Toronto, los Kriswaty, un médico y su mujer, no tienen hijos propios y estarán encantados de adoptarme. De esa manera, dice, estaré con los míos en un país rico y bonito y me apellidaré Kriswaty. Janek me ofrece con generosidad el silencio que necesito. Luego dice: – Poznan, Toronto. Cuando pronuncia los nombres de nuestras futuras ciudades, desciende sobre mí una pesadez que me oprime y me comprime hasta que tengo la sensación de haber pasado a formar parte del frío cemento en que estamos sentados y ya nunca seré capaz de moverme de aquí. – Es imposible -susurro. Se vuelve hacia mí en los peldaños y me aparta suavemente el pelo de la cara y me acaricia los rasgos con las dos manos como si intentara memorizarlos. – Bien, escúchame, señorita Kriswaty -dice-. Pueden enviarme a mí a Poznan y enviarte a ti a Toronto, pueden cambiarnos de nombre, darnos documentos falsos y padres falsos y nacionalidades falsas, pero hay una cosa que no pueden hacer: no pueden separarnos, ¿de acuerdo? Aun así seguiremos juntos y no hay nada que puedan hacer para evitarlo. Nosotros sabemos quiénes somos en realidad y en este preciso instante vamos a inventarnos nombres de verdad para nosotros, y ésos seremos de ahora en adelante. ¿Estás preparada, hermanita? Asiento débilmente. – Bien -dice. Me coge el brazo izquierdo, me levanta la manga del jersey y posa los labios sobre la marca de nacimiento, tiene los labios fríos y le tiembla el cuerpo entero. – Estaré contigo, aquí -me dice-. Mi auténtico nombre será Laúd, porque mi padre tenía una tienda de instrumentos de cuerda en Szczecin. Da igual en qué idioma, mi nombre será ese instrumento en todas las lenguas. Lo único que tienes que hacer es tocarte este lunar o sólo pensar en él y allí estaré, vibrante dentro de ti como las cuerdas de un laúd para acompañar tu canto. Laúd, Laúd, Laúd. Dilo. – Laúd -susurro-. Laúd, Laúd. – Ahora, escoge tu nombre. Me viene a la cabeza, salido de la nada, y lo digo: – Erra. – Erra -repite-. Erra. Sí, perfecto. Me llevo a Erra conmigo a Poznan y tú te llevas a Laúd contigo a Toronto. ¿De acuerdo? Erra y Laúd. – Laúd y Erra. – Y más adelante… iré en tu busca. Cuando seamos mayores. Lo antes posible. Te encontraré por tu canto. – Y estaremos juntos por siempre jamás. – Sí. Vamos a hacer un juramento. Me pone dos dedos en la marca de nacimiento y dice: – Yo, Laúd, juro que querré a Erra y la encontraré y estaré con ella para siempre. Ahora tú. – Yo, Erra, juro que querré a Laúd y lo encontraré y estaré con él para siempre. Es todo muy solemne y grave y al día siguiente Janek desaparece, armando un gran revuelo en el centro, y una semana después voy en un transatlántico, contemplando los interminables almohadones grises y ondosos del océano Atlántico. |
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