"El ojo del leopardo" - читать интересную книгу автора (Mankell Henning)SEGUNDA PARTE . La granja de gallinas en Kalulushi Cuando abre los ojos en la oscuridad, la fiebre ha desaparecido. Sólo quedan restos del dolor y una especie de silbido en la cabeza. «Aún estoy con vida», piensa. «Todavía no me he muerto. La malaria aún no me ha vencido. Todavía tengo tiempo, antes de morir, de llegar a entender por qué he vivido…» El pesado revólver oprime una de sus mejillas. Gira la cabeza y siente en su frente el frío del cañón. A través de la nariz le entra un vago olor a pólvora, como a estiércol de vaca quemado en un pastizal. Está muy cansado. ¿Cuánto tiempo ha dormido? ¿Un par de minutos o un día? No lo sabe. Escucha en la oscuridad, pero lo único que oye es su propia respiración. El calor es asfixiante. La sábana ya no puede absorber todo lo que suda. «Ahora es mi oportunidad», piensa. «Antes de que tenga otro acceso de fiebre. Ahora tengo que pillar a Luka, que me ha traicionado y me ha entregado a los bandidos para que me corten la cabeza. Debo pillarlo ahora y asustarlo para que venga en silencio a buscarme esta noche. Están allí afuera, en la oscuridad, con sus armas automáticas, picos y cuchillos, esperando a que empiece a delirar otra vez para entrar y matarme…» Sin embargo, parece no importarle que le maten la malaria o los bandidos. Escucha en la oscuridad. Las ranas croan. Un hipopótamo suspira abajo en la orilla del río. «¿Estará Luka sentado en cuclillas al otro lado de la puerta? La cara negra concentrada, introspectivo, escuchando a los antepasados que hay dentro de él. ¿Y los bandidos? ¿A qué esperan? ¿Estarán escondidos tras la espesa maleza del hibisco, más allá de la glorieta que derribó el viento el año anterior en la fuerte tormenta que llegó cuando todos creían que había pasado la temporada de lluvias?» «Hace un año», recuerda. Ha vivido junto al río Kafue durante diez años. Tal vez quince o más. Trata de calcular, pero está demasiado cansado. En cualquier caso, sólo iba a quedarse aquí dos semanas y luego volver. ¿Qué fue lo que ocurrió en realidad? «Hasta el tiempo me traiciona», piensa. Puede rememorar con nitidez el momento en que sale del avión en el Aeropuerto Internacional de Lusaka, hace ya tantos años que no puede entenderlo. El asfalto era totalmente blanco, el calor envolvía el avión como una neblina y un africano que empujaba un carro de equipajes se echó a reír cuando pisó la ardiente tierra africana. Recuerda su angustia, su inmediata desconfianza hacia África. En esa ocasión perdió la aventura que había imaginado desde su infancia. Siempre se había imaginado que saldría hacia lo desconocido con amplio conocimiento, liberado de la angustia. Pero África echó abajo esa idea. Cuando salió del avión y se encontró de pronto rodeado de personas negras, olores extraños y un idioma que no entendía, deseó volver de inmediato a su país. El viaje a Mutshatsha, la dudosa peregrinación hacia la meta final del sueño de Janine lo llevó a cabo como una obligación que él mismo se había impuesto. Aún recuerda la humillante sensación de que el miedo era su único compañero de viaje. El dinero que se le pegaba al cuerpo bajo los calzoncillos, la criatura asustada que se acurrucó en su habitación de hotel. África venció su aventura interna cuando recibió el primer soplo de aire en aquel continente desconocido. Enseguida empezó a hacer planes para su viaje de regreso. Quince, diez o dieciocho años después sigue todavía allí. Su billete de vuelta está en algún cajón entre zapatos, correas de reloj inservibles y tornillos oxidados. Hace muchos años lo vio cuando buscaba algo en el cajón y los insectos ya habían atacado la sobrecubierta y el pasaje era ilegible. ¿Qué ocurrió en realidad? Escucha en la oscuridad. De repente, es como si estuviera de nuevo en su cama, en la casa de madera al lado del río. Su padre ronca en su habitación y él piensa que pronto, muy pronto, las amarras de la casa de madera serán cortadas y la casa será impulsada lejos, a lo largo del río, en dirección al mar… ¿Qué ocurrió? ¿Por qué se quedó en África junto a este río, en esta granja, donde tiene que ver cómo matan a sus amigos, donde, según parece, pronto estará rodeado de muertos? ¿Cómo ha podido vivir tanto tiempo con un revólver bajo su almohada? Para una persona que ha crecido junto a un río en Norrland, en una sociedad y en una época en la que nadie cerraba la puerta por la noche, no es normal tener que controlar cada noche si el revólver está cargado, que nadie haya cambiado los cartuchos por casquillos de fogueo. No es normal vivir rodeado de odio… De nuevo intenta comprender. Antes de que la malaria o los bandidos le venzan quiere saber… Nota que va a tener un nuevo acceso de fiebre. El silbido de la cabeza ha cesado de súbito. Ahora sólo se oyen las ranas, el suspirar del hipopótamo. Agarra la sábana con fuerza para sujetarse cuando la fiebre se lance sobre él como una ola tempestuosa. «Tengo que aguantar», piensa con desesperación. «Mientras mantenga la voluntad, la fiebre no podrá vencerme. Si pongo una almohada sobre mi cara no se oirán mis gritos cuando sufra alucinaciones.» La fiebre cierra sus rejas a su alrededor. Le parece ver a los pies de la cama el leopardo que sólo aparece cuando él está enfermo. Lo mira con su cara felina. Los ojos fríos, inmóviles. «No existe», piensa. «Sólo va a la caza en mi interior. Con mi voluntad puedo vencerlo incluso a él. Cuando desaparezca la fiebre, el leopardo ya no estará. Entonces tengo control de mis pensamientos y de mis sueños. Entonces él ya no está… »¿Qué ocurrió realmente?», se pregunta de nuevo. De pronto se olvida de quién es. La fiebre lo aleja de su conciencia. El leopardo vigila al lado de la cama, el revólver descansa sobre una de sus mejillas. La fiebre lo persigue por las infinitas llanuras… Era finales de septiembre de 1969. Le ha prometido a Judith Fillington que se va a quedar a ayudarle con la granja. Cuando despierta la primera mañana en la habitación con el techo inclinado, ve que alguien ha dejado sobre su silla un mono de trabajo con parches en las rodillas. «Luka», piensa. «Mientras duermo hace lo que ella le dice. Silenciosamente, deja el mono de trabajo sobre una silla, mira mi cara y desaparece.» Observa por la ventana la extensa granja. Le embarga una inesperada sensación de euforia. Por un instante cree que ha vencido su angustia. Puede quedarse unas semanas a ayudarla. El viaje a Mutshatsha le queda lejos, es un recuerdo. Permanecer en la granja de Judith no es como seguir las huellas de Janine… Durante las ardientes horas de la mañana, Hans Olofson escucha el evangelio de las gallinas. Están sentados a la sombra de un árbol y ella le informa. – Quince mil huevos al día -dice-. Veinte mil gallinas que ponen huevos, a los que hay que añadir al menos cinco mil polluelos que reemplazan a las gallinas que ya no ponen y que hay que matar. »Las vendemos todos los sábados por la mañana, al amanecer. Los africanos suelen esperar toda la noche en colas silenciosas. Vendemos la gallina a cuatro «Parece un pájaro», piensa Hans Olofson. «Un pájaro inquieto que espera todo el tiempo a que descienda sobre su cabeza la sombra de un halcón o de un águila.» El se ha puesto el mono de trabajo que estaba en la silla cuando despertó. Judith lleva unos pantalones color caqui, desteñidos y sucios, una camisa roja excesivamente grande y un sombrero de ala ancha. Sus ojos descansan inaccesibles en la sombra, bajo el ala del sombrero. – ¿Por qué no vendes tú en los mercados? -le pregunta a ella. – Me centro en sobrevivir -contesta-. Estoy a punto de perecer bajo la carga del trabajo. Llama a Luka y le dice algo que Hans Olofson no entiende. «¿Por qué todos los blancos son aparentemente tan impacientes?», se pregunta. «Es como si todos los hombres o mujeres fueran desobedientes o necios.» Luka vuelve con un mapa sucio y Hans Olofson se sienta en cuclillas al lado de Judith. Ella le indica en un mapa los sitios a los que su granja suministra los huevos. El trata de recordar los nombres, Ndola, Mufulira, Solwezi, Kansanshi. La camisa de Judith está abierta en la parte superior. Cuando se inclina hacia delante, se ven sus pechos delgados. El sol le ha bronceado un triángulo en dirección hacia el ombligo. De repente corrige su postura, como si se hubiera dado cuenta de que él ya no está mirando el mapa. Sus ojos siguen escondidos bajo el sombrero, inaccesibles. – Abastecemos a las cooperativas estatales -dice ella-. Vendemos a las compañías mineras, siempre remesas importantes. Los compradores locales adquieren como mucho mil huevos diarios. A cada empleado se le da un huevo al día. – ¿Cuántas personas trabajan aquí? -pregunta él. – Doscientas -contesta ella-. Intento aprenderme los nombres cuando tengo que pagarles el sueldo. Les descuento las borracheras y los que faltan al trabajo sin motivo justificado. Reparto avisos y sanciones, despido a la gente y le doy empleo, uso la memoria para garantizar que no se le vuelva a dar empleo a ninguno de los despedidos. De los doscientos que trabajan aquí, veinte son guardias de noche. Aquí hay diez corrales de ponedoras, cada uno de ellos atendido por un capataz y diez trabajadores que se turnan. Además hay matarife, carpintero, conductor y otro tipo de trabajadores. Sólo hay hombres, ninguna mujer. – ¿Qué tengo que hacer realmente? -pregunta Hans Olofson-. Ya sé lo que comen las gallinas, dónde se venden los huevos. ¿Qué más tengo que hacer? – Seguirme como una sombra, escuchar lo que digo, controlar que se haga. Todo lo que se pide tiene que ser repetido, exigido de nuevo, controlado. – Debe de haber algún error -dice Hans Olofson-, algo que los blancos no han entendido nunca. – Puedes amar a los negros -dice Judith-, pero sigue mi consejo. He vivido entre ellos toda mi vida. Hablo su idioma, sé cómo piensan. Busco médico a sus niños cuando fracasan los chamanes, pago sus entierros cuando no hay dinero. Dejo que los niños más capaces vayan a la escuela a mi costa. Cuando se acaba la comida, ordeno que envíen sacos de maíz a sus casas. Hago todo lo necesario por ellos, pero al que sea sorprendido robando un solo huevo lo llevaré a la policía. Despido a los que se emborrachan y a los vigilantes nocturnos que se quedan dormidos. Hans Olofson se da cuenta poco a poco de lo que significa todo eso. El reglamento de una mujer sola, africanos que se someten porque no tienen otra alternativa. Dos formas distintas de pobreza, cara a cara en un punto de encuentro común. El miedo de los blancos, su vida como supervivientes colonialistas de un imperio consumido. Un montón de cenizas en una colonia negra nueva o que vuelve a surgir. La pobreza de los blancos es lo que les duele. Su falta de alternativas es el punto en común con los africanos, sin que ellos mismos se den cuenta. Incluso un jardín como éste, con sus imperceptibles sueños de parque Victoriano cubierto de verdor, es un bunker fortificado. La última defensa que le queda a Judith Fillington es ese sombrero que impide acceder a sus ojos. La pobreza y la vulnerabilidad de los negros es la pobreza del continente. Modelos de vida forzados y caducos que pierden sus raíces en la niebla de la Edad Antigua, reemplazados por locos constructores de imperios que se vestían con frac hasta en los bosques tropicales y en el alto pasto elefante. Este mundo entre bastidores se mantiene todavía. Los africanos intentan dar forma a su vida aquí. ¿Tienen acaso una paciencia infinita? ¿Acaso no están seguros todavía de cómo será su futuro? ¿Cómo van a poder llevar esos bastidores a la disolución y la aniquilación? Los blancos que quedan sólo han aplazado temporalmente su destrucción. ¿Pero qué ocurrirá entonces? Hans Olofson empieza a preparar de inmediato un plan de huida. «Estoy aquí sólo por poco tiempo», piensa. «Le estoy haciendo un favor pasajero a una mujer desconocida, como si le ayudara a levantarse después de caerse en una calle. Pero me mantengo todo el tiempo fuera del curso de los acontecimientos. No me inmiscuyo, no pueden pedirme ninguna respuesta…» Ella se pone en pie súbitamente. – El trabajo espera -dice-. La mayoría de tus preguntas sólo puedes responderlas tú mismo. África es dominio de cada uno de nosotros por separado, nunca en conjunto. – No sabes nada de mí -dice él-. Mis antecedentes, mi vida, mis sueños. Aun así, estás dispuesta a darme una amplia responsabilidad. Eso es incomprensible desde mi punto de vista, como sueco. – Estoy sola -contesta ella-. Abandonada por un hombre al que ni siquiera tuve la posibilidad de enterrar. Vivir en África significa siempre asumir la responsabilidad… Mucho tiempo después recordará sus primeros días en la granja de Judith Fillington como un viaje irreal en un mundo que, por mucho que lo intenta, parece entender cada vez menos. Rodeado de las caras de los trabajadores negros, tiene la impresión de que se encuentra en medio de una catástrofe latente, pero que todavía no se ha desencadenado. Durante esos días descubre que las sensaciones segregan ciertos olores. Imagina que el odio tiene un olor amargo, como el estiércol o el vinagre. Por todos lados, adondequiera que siga a Judith como una sombra, ese olor lo envuelve. El olor está también ahí cuando despierta por la noche, como una ligera oleada que atraviesa el mosquitero que cuelga sobre la cama como protección contra la malaria. «Algo tiene que pasar», piensa. «Un estallido de rabia entre la impotencia y la pobreza. »No tener ninguna alternativa no significa no tener nada en absoluto», piensa. «No ver nada más allá de la pobreza es otro tipo de pobreza…» Piensa que tiene que marcharse, abandonar África antes de que sea demasiado tarde. Pero después de un mes sigue todavía allí. Está tumbado en su habitación con el techo inclinado escuchando los perros, que se mueven inquietos alrededor de la casa. Cada tarde, antes de irse a dormir, ve a Judith controlar que puertas y ventanas estén cerradas. La ve que apaga antes la luz de la habitación y luego entra para correr las pesadas cortinas. Está continuamente al acecho, se queda inmóvil de repente, en medio de la escalera o de un movimiento. Todas las noches se lleva a su dormitorio una escopeta de caza y un pesado rifle de elefantes. Durante el día, las armas están cerradas bajo llave en un armario de acero, del que ha visto que ella siempre lleva consigo las llaves. Después de un mes se da cuenta de que ha empezado a compartir incluso el miedo de ella. Como un brusco atardecer, esa peculiar casa se convierte en un bunker silencioso. Le pregunta si ha encontrado algún sucesor, pero ella mueve la cabeza negativamente. – En África, todo lo importante lleva mucho tiempo -responde. Empieza a sospechar que ella no ha puesto anuncios en ninguna parte, que nunca se ha puesto en contacto con los periódicos que le propuso Werner Masterton. Pero procura que no perciba su desconfianza. Judith Fillington le infunde un extraño respeto, tal vez también devoción. Él la sigue desde el amanecer hasta el atardecer, sigue los continuos esfuerzos que conlleva que quince mil huevos salgan a diario de la granja, a pesar de las malas condiciones en las que están los camiones, deteriorados por los choques y el maltrato; de la constante carencia de residuos de maíz, que es la base de la alimentación de las aves, y de los repentinos brotes de un virus que en una sola noche se cobra la vida de todas las gallinas de una de las alargadas hileras de ladrillo, llenas de jaulas en las que las aves están comprimidas. Una noche Judith lo despierta, empuja la puerta, apunta hacia su rostro con una linterna y le dice que se vista rápidamente. Fuera de la casa, cerrada a cal y canto por todos lados, un aterrado vigilante nocturno está gritando que han entrado hormigas en uno de los bloques de gallinas. Cuando llegan ve que unos africanos igualmente asustados están buscando las infinitas colonias de hormigas, intentando quemarlas. Sin dudar, asume la dirección para que las hormigas cambien el sentido de la marcha y le grita cuando él no entiende qué quiere que haga. – ¿Quién soy yo? -le pregunta una mañana-. ¿Quién soy yo para los negros? – Un nuevo Duncan Jones -responde ella-. Doscientos africanos están buscando en este momento tu punto débil. Después de dos semanas ve al hombre al que ha venido a sustituir. Pasan cada día por delante de la casa en la que permanece sentado, encerrado con sus botellas y transformándose en un santo. La casa está en una colina, justo al lado del río, rodeada de una tapia muy alta. Un coche oxidado, tal vez un Peugeot, se ve a veces al otro lado de la tapia. Siempre está aparcado como si lo hubieran dejado con prisa. La ventanilla de atrás está abierta, por una de las puertas sobresalen los flecos de una manta sucia. Se imagina un estado de sitio, una batalla final que se va a librar sobre esa colina entre los trabajadores negros y el solitario hombre blanco que está dentro, en la oscuridad. – Los guardias de noche están asustados -dice Judith-. Oyen sus aullidos por las noches. Tienen miedo, pero a la vez les transmite seguridad. Creen que su transformación en santo hará que los bandidos se mantengan lejos de esta granja. – ¿Los bandidos? -pregunta Hans Olofson. – Están por todos lados -contesta ella-. En los barrios bajos de las afueras de Kitwe y Chingola hay grandes cantidades de armas. Surgen bandas que son aniquiladas y vienen otras en su lugar. Se asaltan las granjas de blancos, los coches conducidos por blancos son parados en las carreteras. Seguramente hay muchos policías implicados, y también muchos trabajadores de las granjas. – ¿Y si vienen? -pregunta. – Confío en mis perros -contesta ella-. Los africanos temen a los perros. Y tengo a Duncan, que aúlla por las noches. La superstición puede ayudar si se sabe cómo manejarla. Quizá los guardias de noche creen que se está transformando en una serpiente. Una mañana topa con Duncan Jones por primera vez. Está de pie vigilando que los sacos vacíos de pienso se carguen en un camión abollado cuando los trabajadores negros dejan de trabajar repentinamente. Duncan Jones va andando despacio hacia él. Lleva unos pantalones sucios y una camisa rota. Hans Olofson ve a un hombre que tiene el rostro lleno de marcas de la maquinilla de afeitar. Un rostro bronceado, de piel curtida. Párpados gruesos, pelo gris enmarañado y sucio. – No te vayas nunca a orinar antes de que estén cargados todos los sacos y la puerta trasera cerrada -dice Duncan Jones antes de toser-. Si vas a orinar antes, tienes que contar con que desaparecerán al menos diez sacos. Venden los sacos a un – Soy sueco -responde Hans Olofson-. Estoy casualmente aquí. El rostro de Duncan Jones se abre en una sonrisa y Hans Olofson ve ante sí una boca de dientes renegridos. – ¿Por qué tienen que disculparse todos los que vienen a África? -pregunta-. Hasta los que han nacido aquí dicen que están de visita. – En mi caso es verdad -dice Hans Olofson. Duncan Jones se encoge de hombros. – Judith se lo merece -dice-. Se merece la ayuda que le prestan. – Ha puesto anuncios -comenta Hans Olofson. – ¿A quién puede interesarle? -cuestiona Duncan Jones-. ¿Quién quiere venirse a vivir aquí? No la dejes. Y no me pidas consejos nunca, no tengo ninguno. Quizá tuve alguno en algún momento, que debería habérmelo dado a mí mismo. Pero ya no están. Viviré un año más, no creo que dure más… De repente, ruge a los africanos que miran en silencio su encuentro con Hans Olofson. – Trabajad -grita-. Trabajad, no os durmáis. Inmediatamente agarran los sacos. – Me tienen miedo -aclara Duncan Jones-. Sé que creen que voy a descomponerme y aparecer en la figura de un santo. Voy a transformarme en un Luego se da la vuelta y se marcha. Hans Olofson ve que se detiene y se oprime con una mano la columna vertebral, como si le hubiera dado un dolor repentino. Por la noche, cuando están cenando, le habla del encuentro a Judith Fillington. – Tal vez sea capaz de alcanzar cierta claridad -dice ella-. África le ha liberado de todos los sueños. La vida para Duncan es un compromiso que se nos ofrece por casualidad. Bebe consciente y metódicamente hacia el gran sueño. Sin miedo, creo. ¿Deberíamos envidiarlo, quizás? ¿O tal vez deberíamos sentir compasión de él por su falta de esperanza? – ¿No tiene esposa ni hijos? -pregunta Hans Olofson. – Tiene relaciones sexuales con mujeres negras -contesta ella-. ¿Tendrá también hijos negros? Sé que a veces ha maltratado a mujeres con las que se ha acostado. Pero ignoro por qué lo ha hecho. – Parecía que le doliera algo -dice Hans Olofson-. ¿Tal vez los riñones? – Él contestaría que es África que le ataca por dentro -responde ella-. Nunca reconocería otra enfermedad. Luego pide a Hans Olofson que se quede un poco más. Él se da cuenta de que está escuchando a una persona que está mintiendo cuando le dice que aún no ha obtenido respuesta a los anuncios que puso en los periódicos de Sudáfrica y Botswana. – Pero no mucho tiempo -contesta-, un mes como máximo, no más. Una semana antes de que haya transcurrido el plazo establecido, Judith se pone súbitamente enferma una noche. Él se despierta al sentir que ella, al lado de su cama, en la oscuridad, le toca el brazo. No va a olvidar nunca lo que ve cuando, medio somnoliento, logra encender la luz. Una persona que está muñéndose, tal vez muerta ya. Judith lleva su vieja bata moteada. Tiene el pelo despeinado y enredado, la cara brillante por el sudor, los ojos muy abiertos, como si mirara algo insoportable. Lleva en la mano su escopeta de caza. – Estoy enferma -dice-. Necesito que me ayudes. Totalmente agotada, se cae en el borde de la cama. Pero el colchón es blando. Sin hacer nada por evitarlo, se desliza hasta el suelo y se queda sentada con la cabeza apoyada en la cama. – Es la malaria -le aclara-. Necesito las medicinas. Coge el coche, ve a hablar con Duncan, despiértalo, dile que te dé medicinas. Si él no tiene, ve a buscarlas a casa de Werner y Ruth. Ya sabes cómo ir allí. El le ayuda a subir a la cama. – Llévate el rifle -dice ella-. Cierra con llave cuando salgas. Si Duncan no se despierta, dispara con el rifle. Cuando gira la llave del coche, la noche se llena de una violenta música de rumba procedente de la radio. «Es demencial», piensa mientras obliga a la lenta palanca de cambios a entrar en su sitio. «Nunca he tenido tanto miedo antes. Ni siquiera cuando de niño trepé por el puente del río.» Conduce por los caminos de arena llenos de baches, demasiado rápido e inseguro, patina con la palanca de cambios y siente el cañón del fusil contra su hombro. Fuera de la granja de gallinas, los guardias nocturnos aparecen a la luz de los faros del coche. «Un hombre blanco en la noche», piensa. «No es mi noche, es la noche de los negros.» Toca el claxon frenéticamente a la puerta de Duncan Jones. Después sale del coche, busca una piedra en el suelo y empieza a golpear con ella la puerta de la tapia. Le estalla la piel de los nudillos, trata de escuchar algún ruido proveniente de la casa, pero sólo oye su propio corazón. Va al coche a buscar el rifle, quita el mecanismo de seguridad y luego dispara un tiro a las lejanas estrellas. La culata retrocede golpeando su hombro, el disparo retumba en la noche. – ¡Sal de una vez! -grita-. ¡Despierta de la borrachera, sal con la maldita medicina! De repente, se oye un ruido chirriante al otro lado de la puerta y Hans Olofson grita preguntando quién es. Duncan Jones está de pie desnudo ante él. Lleva un revólver en la mano. «Esto es una locura», piensa otra vez Hans Olofson. «Nadie me creerá, ni yo mismo podré creerme mis propios recuerdos. Voy a buscar su medicina. Después me marcharé. Esto no es vida, es una locura.» Duncan Jones está tan borracho que Hans Olofson tiene que explicarle una y otra vez por qué ha venido. Al final le apunta con la escopeta sobre el pecho. – La medicina para la malaria -ruge-. La medicina para la malaria… Duncan Jones entiende por fin y vuelve tambaleante a su casa. Hans Olofson entra en una indescriptible decadencia de ropa sucia, botellas vacías, restos de comida y periódicos amontonados. «Esta es la casa de un cadáver», piensa. «La muerte está haciendo aquí una última reorganización. »Por supuesto, Duncan Jones no puede encontrar las medicinas en ese caos», piensa, preparándose ya para emprender el largo viaje hasta la granja de los Masterton. Pero Duncan Jones viene tambaleándose de la habitación que se supone es su dormitorio, y lleva en la mano una bolsa de papel. Él tira de la bolsa y se marcha. Una vez en casa y tras cerrar todas las puertas con llave, se da cuenta de que está empapado en sudor. Con mucho cuidado, zarandea a Judith Fillington para que salga del sueño febril y la obliga a que tome tres pastillas, después de haber leído el envase. Ella vuelve a hundirse en las almohadas y él se sienta en una silla y respira profundamente. De pronto, se da cuenta de que todavía tiene el rifle en las manos. «No es natural», piensa. «Nunca podría acostumbrarme a esta vida. Nunca sobreviviría…» Se mantiene en vela durante la noche, ve cómo se aplaca su acceso de fiebre y cómo vuelve luego. Al amanecer toca su frente. La respiración es profunda y regular. Sale a la cocina y cierra la puerta. Luka está ahí, esperando. – Café -dice Hans Olofson-. Nada de comer, sólo café. Madame Judith hoy está enferma. – Ya lo sé, El cansancio se apodera de la mente de Hans Olofson y estalla en una pregunta. – ¿Cómo puedes saberlo? -pregunta furioso-. Los africanos lo sabéis todo de antemano. Luka se mantiene impasible ante su arrebato. – Un coche que va demasiado rápido por la noche, – Prepárame el café -dice Hans Olofson-. Es demasiado temprano para escuchar explicaciones tan largas. Poco después de las seis se sienta de nuevo en el jeep y trata de hacerse a la idea de que es Judith. Realiza sus quehaceres, marca en una lista los trabajadores que han venido, supervisa que se recojan los huevos y salgan de la granja. Hace un cálculo aproximado del excedente de comida y organiza el transporte en tractor al molino que le corresponde suministrar residuos de maíz. A las once llega un coche oxidado con los amortiguadores desgastados y se detiene ante el cobertizo de adobe en el que Judith ha instalado su oficina. Hans Olofson sale al sol resplandeciente. Un africano, sorprendentemente bien vestido, va hacia él. Una vez más, Hans Olofson se encuentra implicado en un complejo procedimiento de saludos. – Busco a Madame Fillington -dice el hombre. – Está enferma -contesta Hans Olofson. El africano le mira, le sonríe y le observa. – Soy Mister Pihri -se presenta después. – Yo soy el capataz provisional de Madame Fillington -responde Hans Olofson. – Ya lo sé -dice Mister Pihri-. Precisamente por ser usted quien es, he venido con unos papeles importantes. Como le he dicho, soy Mister Pihri, que de vez en cuando hace pequeños servicios a Madame. No son servicios grandes, pero a veces los servicios pequeños también pueden ser necesarios para evitar problemas que pueden resultar inquietantes. Hans Olofson se imagina que debe tener cuidado. – ¿Papeles? -pregunta. Mister Pihri, de repente, parece estar afligido. – Madame Fillington suele invitarme a té cuando la visito -dice. Hans Olofson ha visto una tetera en el cobertizo y le grita que prepare té a uno de los africanos que están agachados con las ilegibles listas de asistencia. El rostro afligido se transforma inmediatamente en una amplia sonrisa. Hans Olofson decide sonreír también él. – Nuestras autoridades son muy cuidadosas con las formalidades -informa Mister Pihri-. Eso lo aprendimos de los ingleses. Tal vez nuestras autoridades actualmente exageran la minuciosidad. Pero hemos de tener cuidado con las personas que visitan nuestro país. Todos los papeles deben estar en regla. «O sea, que se trata de mí», piensa Hans Olofson. «¿Por qué tiene que venir este hombre sonriente justo hoy, cuando Judith está enferma?» Toman té en la oscuridad del cobertizo y Hans Olofson observa que Mister Pihri pone en su taza ocho cucharadas de azúcar. – Madame me pidió ayuda para que agilice los trámites de su permiso de residencia -dice Mister Pihri, mientras bebe su té a lentos sorbos-. Por supuesto, es importante evitar problemas innecesarios. Madame y yo solemos intercambiar servicios para nuestro mutuo beneficio. Lamento mucho oír que está enferma. Sería extremadamente desfavorable que ella muriera. – Quizás yo pueda ayudarle en representación de ella -dice Hans Olofson. – Me parece excelente -contesta Mister Pihri. Saca unos papeles de su bolsillo interior, escritos a máquina y sellados. – Soy Mister Pihri -dice otra vez-. Oficial de policía y un buen amigo de Madame Fillington. Espero que no muera. – Naturalmente, le estoy muy agradecido en su nombre. Le haré con gusto un favor en representación de ella. Mister Pihri continúa sonriendo. – Mis amigos y colegas del Departamento de Inmigración están muy ocupados en estos momentos. La carga de trabajo es especialmente elevada. También se deniegan muchas solicitudes de permiso de residencia temporal. Por desgracia, a veces también tienen que rechazar a personas que quisieran residir en nuestro país. Naturalmente, no es agradable tener que dejar un país en veinticuatro horas. Sobre todo ahora que Madame Fillington está enferma. Sólo espero que no muera. Pero mis amigos del Departamento de Inmigración son muy comprensivos. Me alegro de poder dejar esos papeles, firmados y sellados en el debido orden. Siempre hay que evitar los problemas. Las autoridades miran con recelo a las personas que carecen de los documentos necesarios. Por desgracia, a veces también están obligadas a meter a personas en la cárcel por tiempo indeterminado. -Mister Pihri parece afligido de nuevo-. Desgraciadamente, las cárceles de este país están muy abandonadas. En especial para los europeos, que están habituados a otras condiciones. «¿Qué quiere?», piensa Hans Olofson. – Como es natural, le estoy muy agradecido -dice-. Quiero mostrarle mi aprecio también en nombre de Madame Fillington. Mister Pihri vuelve a sonreír. – El maletero de mi coche no es muy grande. Pero caben quinientos huevos sin dificultad. – Carga quinientos huevos en el coche de Mister Pihri -ordena Hans Olofson a uno de los empleados de oficina que están en cuclillas. Mister Pihri le da los documentos sellados. – Desgraciadamente, de vez en cuando hay que renovar esos sellos. Siempre hay que evitar problemas. Por eso Madame Fillington y yo nos vemos con regularidad. De ese modo, pueden evitarse muchas dificultades. Hans Olofson sigue a Mister Pihri hasta el coche, en el que ya están apilados los cartones de huevos en el maletero. – Mi coche empieza a estar viejo -advierte Mister Pihri preocupado-. Puede que un día deje de funcionar por completo. Visitar a Madame Fillington puede que me resulte entonces un problema. – Le diré que su coche está empezando a fallar -responde Hans Olofson. – Se lo agradecería mucho. Dígale también que en este momento está en venta un Peugeot en muy buenas condiciones en casa de uno de mis amigos de Kitwe. – Se lo diré. Repiten el complejo ritual de saludos. – Encantado de saludarle -dice Mister Pihri. – Le estamos muy agradecidos -contesta Hans Olofson. – Hay que evitar los problemas -dice Mister Pihri, sentándose tras el volante y poniendo el coche en marcha. «El prototipo de la corrupción», piensa Hans Olofson mientras regresa al oscuro cobertizo. «Una conversación cortés y discreta…» Cuando examina los documentos que le ha dejado Mister Pihri, se asombra al comprobar que Judith ha solicitado y obtenido permiso de residencia para él, como residente, por dos años más. Se siente indignado de inmediato. «No voy a quedarme aquí», piensa. «No voy a permitir que me incluya en sus propios planes de futuro…» Cuando vuelve a la casa para el almuerzo, Judith está despierta. Sigue en la cama de él. Está pálida y cansada, pero se esfuerza para sonreír. Cuando él comienza a hablar, sacude la cabeza para impedírselo. – Más tarde -dice-. Ahora no. Estoy demasiado cansada. Luka me da lo que quiero. Cuando Hans Olofson regresa por la tarde, ella ha vuelto a su propia habitación. Observa su desamparo en la ancha cama de matrimonio. «Con la enfermedad ha menguado», piensa. «Su piel se ha encogido. Sólo los ojos no han cambiado, siguen igual de grandes e inquietos.» – Estoy mejor -dice ella-. Pero me siento muy cansada. Cada vez que tengo malaria las fuerzas se me desvanecen. Detesto la debilidad, no poder hacer nada. – Mister Pihri ha venido de visita -dice-. Ha dejado papeles con muchos sellos y le he dado lo que quería, quinientos huevos. Sin dejar de sonreír, Judith dice: – Es un sinvergüenza, de los peores que hay. Sin embargo es de fiar, siempre da resultado jugar a la corrupción con él. – Quiere un coche de segunda mano. Ha visto un Peugeot. – Lo obtendrá cuando yo consiga un asunto lo suficientemente sucio para él. – ¿Por qué has solicitado para mí un permiso de residencia de dos años? – Creo que no los hay para menos tiempo. «A pesar de estar enferma es capaz de mentir», piensa. «Cuando se ponga bien, le preguntaré por qué.» Sale de la habitación de ella y cierra la puerta. Se queda un rato detrás de la puerta escuchando sus leves ronquidos. Luego recorre toda la casa, cuenta las habitaciones que hay, busca habitaciones de invitados abandonadas y se detiene ante una puerta que no había visto antes. Está al final de un pasillo y apenas se ve pues está metida en el panel marrón. La puerta se abre cuando toca el picaporte y percibe un fuerte olor a alcanfor. Busca en la pared el interruptor de la luz. De repente, una bombilla que cuelga del techo se ilumina. Se encuentra en el umbral de una habitación que está llena de esqueletos de animales. Ve un fémur que supone podría ser de un elefante o de un búfalo. Un cocodrilo con las costillas prolongadas de reptil. Distintos cráneos y cuernos parcialmente rotos, mezclados. Se imagina que en algún momento los animales pueden haber sido encerrados vivos en esta habitación y que han ido pudriéndose lentamente hasta quedar reducidos a huesos y cráneos. «La habitación de su marido», piensa. «La habitación de muchacho en la que sueña un hombre adulto.» Hay un cuaderno de notas lleno de polvo en un hueco de la ventana. Trata de descifrar lo que hay escrito a lápiz y se da cuenta de que tiene ante sus ojos el borrador de unos poemas. Temblorosos fragmentos de poemas escritos tan débilmente con un lápiz que el texto apenas se percibe… «Todo lo que encontró fue una mochila llena de hormigas», piensa. «Eso también es poesía, el enigmático epitafio de la desaparición…» Abandona la habitación abatido. Escucha una vez más al otro lado de la puerta de Judith y luego entra en su propia habitación. Todavía queda entre las sábanas un suave olor a su cuerpo. La huella de la fiebre… Deja al lado de la cama el rifle de ella. «Sin quererlo, voy a encargarme de algo de ella», piensa. «Uno de sus rifles ya está junto a mi cama.» De repente echa de menos su casa, de un modo infantil, se siente abandonado. «Ahora he visto África», piensa. «No entiendo lo que he visto, pero lo he visto. No soy ningún viajero, las expediciones a lo desconocido sólo me atraen en la imaginación. »Una vez trepé por el arco de un puente como si cabalgara por el eje mismo de la tierra. Dejé algo allí arriba, en el helado tramo de hierro. Fue el viaje más largo que haré en mi vida… »Es posible que aún esté ahí arriba, con los dedos aferrados al frío hierro. Puede que no bajara nunca. Todavía estoy ahí arriba, rodeado de mi miedo…» Se acuesta y apaga la luz. Le llegan sonidos desde la oscuridad. Las pisadas de los perros, el hipopótamo que suspira desde el río. Cuando está a punto de dormirse, se espabila un momento. Alguien ríe en la oscuridad. Uno de los perros ladra y luego todo vuelve a estar tranquilo. En el silencio recuerda la fábrica de ladrillos. Las ruinas en las que fue consciente de sí mismo por primera vez. En la risa que le ha llegado de la noche cree imaginar una continuación de ese momento. Las ruinas de la fábrica de ladrillos le esclarecieron su existencia. El dormitorio fortificado de la casa al lado del río Kafue, rodeada de grandes perros, revela una condición. La risa que le ha sobrecogido describe el mundo en el que casualmente se encuentra. «Así es», piensa. «Antes creía saberlo. Ahora me doy cuenta de cómo ha cambiado el mundo, esa pobreza y ese sufrimiento son la auténtica verdad. Sólo las estrellas y el prolongado horizonte de los abetos estaban encaramados al puente. Quería salir de allí y ahora ya he llegado. Estar aquí significa que estoy en medio de este tiempo, que resulta que es mío. »No sé quién se reía. Tampoco puedo determinar si la risa suponía una amenaza o una promesa. A pesar de ello, algo sé…» Piensa que va a marcharse pronto de allí. El pasaje de vuelta es su mayor garantía. No necesita participar en el reparto del mundo, en las decisiones del mundo. Estira la mano en la oscuridad y toca la fría superficie del rifle. El hipopótamo suspira al lado del río. De pronto tiene prisa por volver a casa. Judith deberá buscar un sucesor de Duncan Jones sin su participación. El permiso de residencia que Mister Pihri ha obtenido de sus amigos y por el que le han pagado con quinientos huevos no se utilizará nunca… Pero Hans Olofson se equivoca. Como tantas otras veces, empieza a darle vueltas a los elementos de juicio y regresa al punto de partida, como sus contradicciones. El pasaje de vuelta ya ha empezado a desvanecerse… Los sueños de Hans Olofson son casi siempre recuerdos. En sus sueños es consciente de que no olvida nada. A menudo hay un preludio recurrente, como si los sueños retiraran el mismo telón raído para la misma clase de música. La música es la noche de invierno, la noche estrellada, el frío solsticio de invierno. Allí fuera está él, Hans Olofson, todavía algo inmaduro. Está en algún lado junto al muro de la parroquia, bajo un farol de la calle. Es una sombra solitaria y triste que resalta en la blancura de la dura noche invernal… No podía imaginárselo. No podía mirar a hurtadillas el mundo encubierto del futuro cuando en realidad era su último día de clase, había tirado los libros de clase bajo la cama y había salido hacia su primer trabajo de jornada completa como ayudante de almacén en la Asociación de Comerciantes. Entonces el mundo era comprensible y perfecto en sumo grado. Ahora tendría su propio dinero, cargaría con sus gastos, aprendería a ser adulto. Lo que recordaría después de su época en la Asociación de Comerciantes era que tenía que empujar una carretilla sin parar por la cuesta que lleva a las vías del tren. La carretilla que le habían asignado estaba descuidada y gastada, y sin dejar de maldecir tiraba de ella y la arrastraba en un circuito interminable entre el despacho de mercancías y el almacén. Aprendió enseguida que las palabrotas no hacían que la cuesta fuera menos difícil de subir. Las palabrotas eran producto de la furia vengativa e impotente y, por lo tanto, una fuente de energía. Pero no servían para allanar la cuesta. Decide que ese infierno que es el almacén de la Asociación de Comerciantes no puede ser la verdad. El Honor del Trabajo y la Unión de los Trabajadores deben de ser algo distinto. Y, naturalmente, es distinto empezar a trabajar como subordinado del comerciante de caballos Under, que necesita de repente un ayudante después de que uno de sus mozos de cuadra haya sido mordido gravemente en un brazo por un caballo furioso. Hans Olofson hace su entrada en el extraño reino del comerciante de caballos un día a mediados de septiembre, cuando ya se percibe la nieve en el aire. Los preparativos para el invierno están en marcha, los compartimentos de la cuadra se tienen que volver a construir y ampliar, arreglar las goteras del techo, revisar los arreos, hacer un inventario de las existencias de herraduras y clavos. El lento otoño es el anticipo de la hibernación. Personas y animales van a dormir, pero Hans Olofson, en vez de eso, está de pie con un mazo en la mano derribando una de las paredes. Under da vueltas con sus chanclas alrededor del polvo del cemento, soltando buenos consejos. En una esquina está sentado Visselgren, remendando una pila de arreos, le guiña el ojo a Hans Olofson. A Visselgren, que es cojo y procede de Escania, se lo encontró una vez en el mercado de Skänninge. Los fornidos mellizos Holmström derriban uniendo sus fuerzas otra pared. Los caballos no podían haberlo hecho mejor y Under va de un lado a otro satisfecho. En el mundo del comerciante de caballos hay una continua mezcla de distracción por falta de interés y de opiniones fundamentales que defiende apasionadamente. La columna principal de su imagen del mundo es que, en principio, no hay nada en verdad demostrable, excepto comerciar con caballos. Sin ningún tipo de pudor, considera que es uno de los pocos elegidos que lleva el peso del mundo sobre sus hombros. Sin negocios de caballos reinaría el caos, los caballos salvajes se apoderarían de la tierra como nuevos soberanos bárbaros. Hans Olofson golpea con su pesado mazo y se alegra de haberse liberado de la pesada carretilla. ¡Aquí hay vida! Durante un año va a formar parte de esta importante comunidad de comerciantes de caballos. Sus obligaciones van a variar continuamente, los días serán atractivos y distintos unos de otros. Un día va corriendo por el puente en dirección a casa de Janine. Esa tarde ella se ha adornado con su nariz de payaso y Hace tiempo que dejó de llamar a la puerta para entrar. La casa de Janine es un hogar, una casa distinta a la de madera que está junto al río, pero que sin embargo es su casa. Una pequeña bolsa de piel que está colgada sobre la mesa de la cocina esparce un olor a comino. Janine, que ya no percibe ningún olor, puede, a pesar de ello, acordarse del comino de aquel tiempo que hubo antes de la desafortunada operación. A Janine le confía casi todo. No todo, eso es imposible. Mantiene en secreto pensamientos y sensaciones que él apenas puede reconocer. Incluido el descubrimiento, cada vez más inquietante y doloroso, del extraño deseo que hierve en su interior. Hoy lleva su nariz roja, pero habitualmente el agujero de la nariz está tapado por un pañuelo blanco. Lo mete en el agujero de la nariz de modo que él puede ver la incisión roja hecha con el bisturí, y la visión de la carne roja desnuda bajo sus ojos se convierte en algo prohibido que le induce a pensar en cosas completamente distintas. Se la imagina desnuda, con el trombón delante de la boca, y entonces se ruboriza de la excitación. No sabe si ella sospecha algo de lo que él piensa. Tan pronto le gustaría que así fuera como desea lo contrario. Está tocando algo nuevo que ha aprendido. Se llama Cuando termina, él no puede quedarse más tiempo. No hay nada que lo reclame, sin embargo tiene prisa. Ha estado corriendo desde que acabó la escuela. Hay algo que le incita, le preocupa y le atrae… La casa está donde está. Una ligera capa de nieve descansa sobre el huerto de patatas que nadie cava. En una de las ventanas encendidas ve la sombra de su padre. Hans Olofson siente repentinamente pena por él. Intenta imaginarse a su padre de pie en la cubierta de popa de una nave que avanza bajo unos tibios vientos alisios. A lo lejos, donde caen los últimos rayos de luz del atardecer, brillan débilmente las luces del siguiente puerto en el que va a atracar… Pero cuando entra en la cocina se le hace un nudo en el estómago, porque su padre está sentado con una botella medio vacía sobre la mesa y le brillan los ojos. Hans Olofson se da cuenta de que ha vuelto a naufragar en el alcohol… «¿Por qué tiene que ser tan complicado vivir?», piensa. «Por todos lados, a cualquier sitio que vayas, hay hielo que te puede hacer resbalar…» Durante ese invierno se desvela también que Under no es sólo un comerciante de caballos con buenas intenciones que va en chanclas. Tras su máscara amable hay maldad. Hans Olofson se da cuenta de que la amabilidad tiene precio. Bajo el amplio abrigo se esconde un reptil. Lentamente, empieza a entender que en el mundo del comerciante de caballos no hay nada más que un par de brazos fuertes y unas piernas que le obedecen. A mediados de febrero, cuando Visselgren se siente mal porque le duelen las articulaciones, la diversión ya ha acabado para él. El tratante de caballos le da un billete de ida a Skänninge y lo conduce a la estación. Allí no se molesta siquiera en salir del coche y agradecerle el tiempo que ha trabajado para él. Cuando vuelve al establo suelta un sermón, de los que no había dado hacía tiempo, sobre la falsa naturaleza de Visselgren, como si quisiera decir que su cojera debería ser considerada en realidad un defecto de carácter. Entran y salen nuevos empleados, hasta que finalmente sólo quedan de los antiguos los hermanos Holmström y Hans Olofson. Hans Olofson vuelve a pensar otra vez lo mismo que cuando arrastraba la carretilla entre el almacén y el despacho de mercancías. ¿Está de nuevo en el mismo lugar? En el esfuerzo diario que creía que era el gran Objetivo en la vida ¿dónde se hallan entonces el Honor del Trabajo y la Unión? Algunas semanas después de la desaparición de Visselgren, el comerciante de caballos entra una tarde en el establo con una caja negra bajo el brazo. Los hermanos Holmström ya se han marchado en su melancólico Saab y Hans Olofson está solo preparando el establo para esa noche. El tratante de caballos dirige sus pasos hacia una parte olvidada de la cuadra donde, encogido en un rincón, está un cansado caballo del norte de Suecia. Lo acaba de comprar por un precio simbólico y Hans Olofson se pregunta por qué no lo habrán llevado aún al matadero. El comerciante de caballos saca de la caja negra algo parecido al transformador de una toma eléctrica. Luego llama a Hans Olofson y le dice que busque un cable. El tratante de caballos canturrea, vuelve del revés su gran abrigo y Hans Olofson hace lo que le ordena. ¿Y qué le ordena? Que sujete al viejo caballo con cadenas mientras le ponen unas pinzas de acero en las orejas. La electricidad pasa luego a través de los cables y el animal empieza a temblar y a tener convulsiones por las descargas eléctricas. El comerciante de caballos Under ajusta con satisfacción el pequeño mando del aparato, como si estuviera manejando un juguete, y Hans Olofson, impotente, decide que nunca va a olvidar la mirada de sufrimiento del animal. La tortura se prolonga casi una hora y el marchante de caballos le ordena a Hans Olofson que controle que las cadenas estén tensas para que el caballo no tire. Odia al maldito comerciante de caballos que tortura al caballo sin fuerzas. Se da cuenta de que Under especula con todo, incluso con este caballo agotado. Pero las descargas y las pinzas le devuelven la fuerza al animal, una fuerza que sólo surge del pánico. – Parece que vuelve a rejuvenecer -dice Under subiendo aún más la corriente eléctrica. El caballo echa espuma por la boca, los ojos se le salen de las órbitas. Hans Olofson desearía poner las pinzas de acero en la nariz del comerciante de caballos y después girar el mando de la corriente hasta que suplicara clemencia y piedad. Pero, naturalmente, no lo hace. Hace lo que le dicen. Después acaba todo. El caballo está patas arriba y el comerciante mira su obra. De repente agarra a Hans Olofson de la camisa, como si le diera un bocado. – Esto queda entre nosotros -dice-. Entre tú y yo y el caballo. ¿Entendido? Saca de su bolsillo un billete arrugado de cinco coronas y lo aprieta en la mano de Hans Olofson… Cuando rompe el billete en el muro de la parroquia, se pregunta si el Propósito de la Vida se le va a revelar en algún momento. ¿Quién necesita de ti, Hans Olofson? ¿Dónde, sino tirando de una carretilla o en un establo donde se tortura a débiles caballos? «Tengo que alejarme de aquí», piensa. «Alejarme de este asqueroso comerciante de caballos.» Pero ¿qué va a hacer en lugar de eso? ¿Tiene la vida solución realmente? ¿Quién puede susurrarle al oído la contraseña? Aquella noche invernal de febrero de 1959 vuelve a casa. La vida es un segundo vertiginoso, un soplo en la boca de la eternidad. Creer que se puede desafiar al tiempo sólo lleva a la locura… Se detiene en la puerta de la casa de madera. El frío destella en la nieve. El arado, el ancla, ambos amarran. «Ser yo y ninguna otra persona», piensa. «Pero ¿y después? ¿A continuación, más allá?» Entra en la silenciosa casa. Se desata las botas. Su padre ronca y suspira desde su habitación. Al acostarse, los pensamientos se acumulan en su mente como bandadas de pájaros inquietos. Trata de atraparlos, examinarlos uno a uno. Pero todo lo que ve son los ojos asustados del caballo y al comerciante de caballos, que sonríe burlón como un diablillo malvado. «La vida es un segundo vertiginoso», piensa de nuevo antes de quedarse dormido. En el sueño, ¿Tiene el tiempo algún rasgo físico? ¿Cómo podemos saber cuándo nos está haciendo señas con la mano para despedirse? Un día se da cuenta de que ya lleva un año en casa de Judith Fillington. Ha pasado un periodo de lluvias. Siente de nuevo la opresión del pesado calor sobre su cabeza y sobre la tierra africana. ¿Y qué cosas se pregunta? Los interrogantes siguen ahí, una duda sólo es sustituida por otra. Después de un año ya no le sorprende estar donde está, sino cómo ha podido pasar el tiempo tan rápidamente. Después del ataque de malaria, Judith siguió estando débil y no se recuperó hasta transcurrido medio año. Un parásito identificado demasiado tarde que se introdujo en sus entrañas contribuyó a su debilitamiento. Hans Olofson no veía ninguna posibilidad de viajar. Habría supuesto abandonar a esa mujer extenuada, que dormía en una cama demasiado grande. Consideraba un misterio que tuviera el valor de dejar en sus manos inexpertas el cuidado de la granja. Un día descubre que se despierta por las mañanas con una alegría totalmente nueva y desconocida. Le parece que por primera vez en su vida tiene una tarea, aunque sólo sea ver desaparecer los coches cargados de huevos en la polvareda de tierra roja. «Tal vez no haya nada más importante», piensa. «Producir comida y saber que siempre hay alguien esperándola.» Después de un año también le asaltan pensamientos que le parecen frívolos. «Me quedo», piensa. «Mientras Judith esté débil, mientras no venga el sucesor. Estoy aprendiendo algo de todo esto. De los huevos y el constante problema de los alimentos. De cómo guiar a doscientos africanos. Algo de esto tendrá su sentido incluso en el momento de volver a casa.» Después de seis meses escribe una carta a su padre y le comunica que va a quedarse en África por un tiempo indeterminado. Sobre sus estudios, sobre si va a volver a querer ser el defensor de las circunstancias atenuantes, sólo escribe: «Aún soy joven». La carta es una epístola desenfrenada, un drama de terror en el que varían por completo las dimensiones. «Es un agradecimiento que llega tarde», piensa. «Un agradecimiento por todo lo vivido a través de la carta de navegación que hay en la casa junto al río.» «Formo parte de una aventura», escribe. «Una aventura que ha surgido de esa fuente de energía que tal vez sea lo realmente importante de la aventura: las casualidades que se van acoplando y me permiten participar.» Le envía un diente de cocodrilo, como si se tratara de un valioso cargamento que hay que bajar a la bodega del «En este país los dientes de reptil son una garantía contra la desgracia», escribe. «Aquí tienes el amuleto que va a defenderte contra un corte mal dado con el hacha o un árbol del que no te ha dado tiempo de escapar.» Una noche que no puede dormir, recorre la casa a oscuras hasta la cocina para beber agua y oye de pronto que Judith llora encerrada en su habitación. Y quizás es en ese momento, mientras está de pie en la cálida oscuridad al otro lado de la puerta, cuando vislumbra por primera vez el presentimiento. El presentimiento de que se va a quedar en África. Como una puerta que se entreabre en su conciencia y deja ver fugazmente un futuro que nunca había pretendido. Ha transcurrido un año. En la orilla del río suspira el hipopótamo que él nunca ha llegado a ver. Una mañana, una cobra brillante serpentea en la hierba húmeda ante sus pies. Por la noche ve hogueras que brillan en el horizonte y le llega un lejano retumbar de tambores como un idioma difícil de descifrar. El pasto elefante arde y los animales huyen. Se imagina que se trata de una batalla iniciada hace tiempo, una guerra que ha continuado a través de la niebla de la prehistoria… «Yo», piensa. «Yo, Hans Olofson, en realidad tengo tanto miedo a lo desconocido como cuando bajé del avión y el sol hacía que el mundo pareciera blanco. Me doy cuenta de que una catástrofe me rodea, un aplazamiento momentáneo de la hora final, el momento en el que dos épocas colisionan. Sé que soy blanco, una de esas velas que se ven con demasiada claridad, uno de los que están de paso por este continente. Y sin embargo me quedo. »He tratado de protegerme, de transformarme en alguien que no forma parte de esa pugna. Me quedo afuera, soy un visitante ocasional, sin complicidad ni responsabilidad. ¿Es inefectivo tal vez? ¿Es acaso la mayor ilusión del hombre blanco? Sin embargo, veo con toda claridad que mi miedo es distinto al que tenía cuando estaba de pie bajo el blanco sol. »Ya no creo que todos los negros afilen de modo indiscriminado un Una tarde en que Judith empezaba a recuperar las fuerzas, llegan Ruth y Werner Masterton de visita. El momento de la comida se prolonga y luego siguen sentados un buen rato, apurando sus vasos tras las puertas cerradas con llave. Esa tarde, Hans Olofson se emborracha. Apenas habla, se agacha en un rincón y se siente, de repente, fuera de lugar otra vez. Entrada la noche, Ruth y Werner deciden quedarse a dormir. Los asaltos a coches solitarios vuelven a ser frecuentes. Por la noche, el hombre blanco es presa segura. Cuando va a acostarse se encuentra a Judith apostada en la puerta de la habitación de ella. Piensa enseguida que puede estar allí esperándolo, borracha como él, con una mirada errátil que le recuerda a la de su padre. De repente, ella estira la mano, lo agarra, lo arrastra a su habitación y tienen un encuentro sexual inevitable y violento sobre el frío suelo de piedra. Cuando él abraza su cuerpo delgado, piensa en la habitación de arriba, en los huesos de animales muertos que hay allí. Después, ella se da la vuelta hacia un lado, como si él le hubiera hecho daño. «Ni una palabra», piensa. «¿Cómo se puede hacer el amor sin decir una sola palabra?» Al día siguiente, él se siente mal por la resaca y recuerda el cuerpo de Judith Fillington como algo áspero y repugnante. Despiden a Ruth y Werner al amanecer. Ella evita mirarlo a los ojos ajustándose el sombrero de ala ancha por debajo de la frente. Ha transcurrido un año. Se ha habituado al sonido de fondo de las cigarras. Como si siempre hubieran estado ahí, le envuelven el olor a carbón de madera, a pescado seco, a sudor, y el hedor de los montones de basura. Pero la totalidad del continente negro, según lo va conociendo, se vuelve cada vez más inaccesible. Imagina que África, en realidad, no es una unidad ni, en cualquier caso, algo que se pueda abarcar, ni adonde se pueda llegar con ideas preconcebidas. «Aquí no hay contraseñas sencillas. Aquí hablan con la misma claridad los dioses de madera que las personas. La verdad europea pierde su vigencia en la infinita sabana.» Se ve todavía como un viajero angustiado, no como uno de los ambiciosos y bien equipados exploradores. Sin embargo, está ahí, lejos de los bosques de abetos, lejos de los senderos finlandeses al otro lado del río y del puente… Un día de octubre, cuando lleva un año en la casa de Judith, ella va a su encuentro en el jardín cubierto de maleza. Es domingo, sólo hay un hombre viejo regando. Hans Olofson elige ese día para tratar de arreglar un soporte para la bomba que lleva agua desde el río Kafue hasta la casa. Ve la cara de ella a contraluz y enseguida se preocupa. «No quiero escuchar lo que va a decirme», piensa de inmediato. Se sientan a la sombra del alto árbol y, cuando ve que Luka llega con café, se da cuenta de que ella ha preparado la conversación. – Hay un punto que es irrevocable en la vida de cada persona -dice ella-. Algo que no se quiere, algo que se teme pero de lo que no se puede escapar. Me he dado cuenta de que ya no puedo soportar esto, ni la granja, ni África ni este modo de vida. Por eso te voy a hacer una proposición. Algo que quiero que analices, pero que no es necesario que me contestes ahora. Lo que yo diga requiere que tomes una decisión y te puedo dar tres meses. Voy a marcharme de aquí dentro de poco. Aún estoy enferma, la debilidad me asfixia. Creo que no voy a recuperar mis fuerzas nunca más. Me voy a Europa, tal vez a Italia. No tengo ningún otro proyecto de futuro a partir de ahí. Pero ahora te ofrezco que te hagas cargo de mi granja. Produce ganancias, no está hipotecada ni hay indicios de que pueda perder valor. El cuarenta por ciento del beneficio será para mí durante el resto de mi vida. Ése es el precio que tienes que pagarme si te haces cargo de la granja. Si vendieras luego la granja antes de transcurridos diez años, me correspondería el setenta y cinco por ciento de la ganancia. Después de diez años se reduce al cincuenta por ciento y después de veinte años a nada. Naturalmente, lo más fácil para mí sería vender la granja enseguida. Pero algo me lo impide. Creo que me siento responsable por las personas que trabajan aquí. Quizá se deba a que no soporto ver a Duncan obligado a alejarse de lo que será un día su tumba. Te he visto durante un año en mi granja. Sé que podrás hacerte cargo de ella. Se queda en silencio y Hans Olofson piensa que quiere firmar inmediatamente el documento de cesión. Siente que le embarga una gran alegría. Oye de pronto la voz que le habló en la fábrica de ladrillos diciéndole: ser necesario, ser alguien… – No me lo esperaba -es, sin embargo, todo lo que responde. – Tengo miedo de perder lo único que es irreemplazable -dice ella-. Mi voluntad de vivir. El simple hecho de levantarse de la cama al amanecer. Todo lo demás tal vez pueda reemplazarse, pero eso no. – Sin embargo, no deja de ser algo inesperado -dice él-. Soy consciente de tu cansancio, lo veo a diario. Pero a la vez veo que estás recuperando las fuerzas. – Cada día me resulta más pesado -contesta ella-. Y eso no puedes verlo. Sólo lo noto yo. Debes saber que he preparado todo esto con antelación. Desde hace tiempo hay dinero en bancos de Londres y Roma. Mi abogado de Kitwe está informado. Si dices que no, venderé la granja. Nunca faltan especuladores. – Mister Pihri va a echarte de menos -dice él. – Mister Pihri sobrevivirá -responde ella-. Su hijo mayor va a ser también policía. Vas a hacerte cargo incluso del joven Mister Pihri. – Se trata de una decisión muy importante -dice él-. En realidad yo ya tendría que haber regresado hace mucho tiempo. – No te he visto viajar -dice ella-. He visto que te quedas. Tus tres meses empiezan a partir de ahora, aquí, a la sombra del árbol. – ¿Entonces vas a volver? -pregunta él. – Para vender o para embalar las cosas -responde ella-. O quizás ambas cosas. Sus preparativos han sido minuciosos. Cuatro días después de la conversación bajo el árbol, Hans Olofson la lleva al aeropuerto de Lusaka. La sigue hasta el mostrador de facturación y después va a la terraza para ver, en el calor de la noche, el momento en que el gran reactor toma velocidad y desaparece con un rugido en dirección a las estrellas. Su despedida ha sido simple. «Debería haber sido yo», piensa. «Con toda franqueza, tendría que haber sido yo el que por fin se marchara de aquí…» Se queda una noche en el mismo hotel donde se escondió una vez. Se sorprende al comprobar que le han dado la misma habitación, la 212. «Cosas de la magia», piensa. «Se me olvida que estoy en África.» Una sensación de desasosiego lo induce a bajar al bar en busca de la mujer negra que en aquella ocasión se le ofreció. Al no ser atendido por los camareros con la suficiente rapidez, le grita a uno que está sin hacer nada junto a la barra del bar. – ¿Qué hay hoy? -pregunta. – No hay whisky -contesta el camarero. – ¿Entonces hay ginebra? ¿Hay tónica? – Hoy hay tónica. – ¿Hay ginebra y tónica? – Hoy hay ginebra y tónica. Bebe hasta emborracharse y piensa que va a bautizar la granja con el nombre de Granja Olofson. Enseguida se planta una mujer negra delante de su mesa. Tiene dificultades para verle la cara en la oscuridad. – Sí -dice-. Quiero compañía. Habitación doscientos doce. Pero no ahora, todavía no. Ve que la mujer duda si esperar o no al lado de su mesa. – No -dice él-. Cuando me veas subir las escaleras, espera una hora más. Luego vienes. Cuando ha terminado de comer y sube las escaleras no la ve. «Pero ella me está mirando», piensa. Luego ella llama a la puerta. Se da cuenta de que es muy joven, de apenas diecisiete años. Pero tiene experiencia. Nada más entrar, ya está solicitando que acuerden las condiciones. – Toda la noche no -dice él-. Quiero que te vayas. – Cien Él asiente con la cabeza y le pregunta cómo se llama. – ¿Qué nombres te gustan? -pregunta ella. – Maggie -propone él. – Me llamo Maggie -dice ella-. Esta noche me llamo Maggie. Cuando se acuesta con ella es consciente de que no tiene sentido. No hay nada más aparte de la excitación, sólo un espacio que ha estado vacío demasiado tiempo. Aspira los olores de su cuerpo, a jabón barato, a perfumes que le recuerdan a algo ácido. «Huele igual que una manzana», piensa. «Su cuerpo es como un apartamento cerrado que recuerdo de mi infancia…» Enseguida pasa todo. Le da el dinero y ella se viste en el cuarto de baño. – Puedo volver otra vez -sugiere ella. – Me gusta el nombre Janine -dice él. – Entonces me llamaré Janine -contesta ella. – No -dice él-. Nunca más. Vete. Cuando entra en el cuarto de baño ve que se ha llevado el papel higiénico y su jabón. «Roban», piensa. «Si pudieran, nos sacarían el corazón…» Al anochecer del día siguiente está en la granja otra vez. Come lo que le ha preparado Luka. «Voy a llevar esta granja de otro modo», piensa. «Los continuos argumentos sobre la necesidad de los blancos van a desaparecer a través de mi ejemplo. El hombre que designe como mi sustituto será negro. Construiré mi propia escuela para los hijos de los trabajadores, no sólo voy a prestarles ayuda cuando haya que enterrarlos. «Actualmente, la realidad de esta granja o la de Ruth y Werner, es el trabajo mal retribuido, la ruina de los trabajadores. El dinero de Judith en los bancos europeos son los sueldos que nunca se han pagado. »Voy a cambiar esta granja, y la escuela que voy a construir se llamará Janine. Cuando deje un día la granja, será en recuerdo del momento en el que, por fin, se refutaron las ideas de los granjeros blancos…» Pero también es consciente de su prosperidad. Su situación es acomodada incluso en el punto de partida. La granja representa una fortuna. Aunque duplicara el sueldo de los trabajadores, las gallinas pondrían huevos directamente en sus bolsillos… Espera el amanecer con impaciencia. Anda por la casa silenciosa y se queda un rato ante los espejos mirándose la cara. Lanza un aullido que resuena en la casa vacía… Al amanecer abre las puertas. El río arrastra consigo leves capas de niebla. Luka espera allí fuera, igual que el jardinero y la mujer que lava su ropa. Cuando ve sus rostros silenciosos, se estremece. A pesar de que no puede leer sus pensamientos, son suficientemente claros… Dieciocho años después recuerda esa mañana. Como si la imagen que recuerda y la actual fueran simultáneas, puede volver a evocar la niebla que había sobre el Kafue, el rostro impenetrable de Luka, el temblor que sintió en el cuerpo. Cuando casi todo ha pasado, regresa a ese momento de octubre de 1970. Recuerda cómo estuvo deambulando por la silenciosa casa, los propósitos que se hizo. En el reflejo de esa noche contempla los dieciocho años de su vida que ha vivido en África. Judith Fillington nunca volvió. En diciembre de 1970 le visita su abogado, que le sorprende por ser un africano, no un blanco, y le deja una carta procedente de Nápoles, en la que ella le pide su decisión. Él da su respuesta a Mister Dobson, que promete enviarle a ella un telegrama y volver con los papeles que hay que firmar. Hacia principios de año se intercambian firmas entre Nápoles y Kalulushi. Simultáneamente, Mister Pihri va a visitarlo con su hijo. – Todo es como antes -dice Hans Olofson. – Hay que evitar los problemas -contesta Mister Pihri sonriendo-. Mi hijo, el joven Mister Pihri, vio hace unos días una motocicleta de segunda mano en Chingola. – Mi permiso de residencia tiene que renovarse pronto -dice Hans Olofson-. Naturalmente, el joven Mister Pihri necesita una motocicleta. A mediados de enero recibe una larga carta de Judith, franqueada en Roma. «He entendido algo», escribe ella. «Algo que antes jamás me atreví a ver. Durante toda mi vida en África, desde mi infancia, crecí en un mundo basado en la diferencia entre blancos y negros. Mis padres se compadecían de los negros, de su pobreza. Vieron que era necesario el desarrollo, me enseñaron a entender que las condiciones de los blancos sólo existirían por un tiempo determinado. Tal vez dos o tres generaciones. Después tendría lugar una revolución, los negros asumirían las funciones de los blancos, que verían recortada su importancia ficticia. Tal vez quedarían reducidos a una minoría oprimida. Aprendí que los negros eran pobres, sus vidas limitadas. Pero también aprendí que tienen algo que nosotros no tenemos. Una dignidad que en algún momento va a ser decisiva. Reconozco que me he negado a comprenderlo, quizás especialmente después de desaparecer mi marido sin dejar rastro. He acusado a los negros de su desaparición, los he odiado por algo que no han hecho. Ahora, en este momento en que África está tan lejos, ahora que he decidido vivir el resto de mi vida aquí, me atrevo a asumir de nuevo el punto de vista que me negaba anteriormente. He visto a la bestia en el africano, pero no en mí misma. Siempre hay un punto en la vida de una persona en el que lo más importante hay que dejarlo en manos de otros.» Luego le pide que le escriba si muere Duncan Jones y le da la dirección de un banco en Nueva Jersey. Mister Dobson llega con una cuadrilla de hombres que embalan las pertenencias de Judith en grandes cajas de madera, después de que él haya revisado minuciosamente una lista. – Lo que quede es suyo -le dice a Hans Olofson. Van a la habitación que está llena de huesos. – No menciona nada de esto -dice Mister Dobson-. Por lo tanto, es suyo. – ¿Qué hago? -pregunta Hans Olofson. – Podría ser un asunto para un abogado -responde Mister Dobson amablemente-. Pero supongo que hay dos posibilidades. Dejarlo donde está o retirarlo. El cocodrilo conviene que sea llevado de nuevo al río. Junto con Luka, lleva los restos al río y los ve hundirse en el fondo. El fémur de un elefante brilla a través del agua. – Los africanos vamos a evitar este sitio, – ¿Tú qué piensas? -pregunta Hans Olofson. – Pienso lo que pienso, Hans Olofson extiende su arco del tiempo, el arco que integran aquellos dieciocho años dedicados a transformar esa granja, que ahora es suya, en un modelo político. Un sábado por la mañana temprano reúne a todos los trabajadores fuera del cobertizo de adobe que es su oficina, se sube a un bidón de gasolina y les dice que ahora es él, y no Judith Fillington, el dueño de la granja. Mira las caras expectantes, pero está firmemente decidido a llevar a cabo su propósito. Durante los años posteriores, en que no cesa de trabajar, trata de llevar a cabo lo que se ha impuesto como su gran misión. Designa como capataces a los trabajadores más hábiles y les da tareas más cualificadas. Aumenta los salarios drásticamente, construye viviendas nuevas, y ve levantarse una escuela para los hijos de los trabajadores. Desde el principio percibe la oposición de los demás granjeros blancos. – Estás minando tu propia situación -le advierte Werner Masterton una tarde que va a visitarlo. – No sabes lo que haces -dice Ruth-. Espero que cuando te des cuenta no sea demasiado tarde. – ¿Demasiado tarde para qué? -pregunta Hans Olofson. – Para todo -contesta Ruth. A veces aparece Duncan Jones como un fantasma y se queda mirándolo. Hans Olofson ve el pavor que les produce a los negros. Una noche en que, una vez más, se despierta por la lucha violenta de los vigilantes nocturnos contra las invasoras hormigas cazadoras, oye aullar a Duncan Jones en su casa fortificada. Muere dos años más tarde. En el periodo de lluvias, la casa empieza a oler y, cuando irrumpen en ella, encuentran el cuerpo putrefacto en el suelo entre botellas y restos de comida. La casa está llena de insectos y de mariposas amarillas que vuelan por encima del cadáver. Por la noche oye retumbar los tambores. El alma del hombre santo flota ya sobre la granja al lado del río. Duncan Jones tiene su tumba en lo alto de un cerro, junto al río. Un sacerdote católico viene desde Kitwe. A excepción de Hans Olofson, no hay ningún blanco al lado del ataúd, sólo los trabajadores negros. Escribe una carta al banco de Nueva Jersey para contar que Duncan Jones ha muerto. No recibe ninguna respuesta de Judith. La casa permanece vacía durante un tiempo hasta que Hans Olofson decide derribar los muros y hacer un centro de salud para los trabajadores y sus familias. Le parece percibir algún cambio, aunque infinitamente lento. Metro a metro, trata de eliminar la barrera que lo separa de los doscientos trabajadores. Cuando vuelve de un viaje a Dares-Salaam, le asalta el presentimiento de que en algo está totalmente equivocado, que todas sus buenas intenciones han fracasado. Sin motivo alguno, la producción empieza a caer de un día para otro. Llegan quejas de huevos rotos o que no se han entregado. Empiezan a robar piezas de repuesto, de forma inexplicable desaparece alimento para las gallinas y herramientas. Descubre que los capataces falsifican listas de asistencia y en un control nocturno se encuentra a la mitad de los vigilantes durmiendo, algunos de ellos totalmente borrachos. Reúne a los capataces y les pide responsabilidades. Pero todo lo que consigue son excusas raras. Ha viajado hasta Dares-Salaam en busca de piezas de repuesto para el tractor de la granja. Que desaparece al día siguiente de haber sido reparado. Llama a la policía, despide a todos los vigilantes nocturnos, pero el tractor sigue sin aparecer. A la vez comete un grave error. Envía un recado a Mister Pihri y toman el té los dos en el cobertizo de adobe. – Ha desaparecido mi tractor -dice Hans Olofson-. Emprendí un largo viaje a Dares-Salaam para comprar las piezas de repuesto que no se pueden adquirir en este país. Viajé hasta allí para que mi tractor pudiera empezar a trabajar de nuevo. Ahora ha desaparecido. – Eso es naturalmente un gran problema -contesta Mister Pihri. – No entiendo por qué sus colegas no pueden encontrar el tractor. No hay muchos tractores en este país. Un tractor es difícil de ocultar. También tiene que ser complicado conducirlo a través de la frontera con Zaire para venderlo en Lubumbashi. No entiendo que sus colegas no puedan encontrarlo. Mister Pihri se pone de repente muy serio. A Hans Olofson le parece descubrir en la oscuridad un peligroso destello en sus ojos. Se produce un largo silencio. – Si mis colegas no pueden encontrar el tractor se debe a que ya no es un tractor -contesta al fin Mister Pihri-. ¿No podría estar ya desmontado? ¿Cómo se puede diferenciar un tornillo de otro? Una caja de cambios no tiene cara. Mis colegas podrían indignarse mucho si supieran que usted no está satisfecho con su trabajo. Indignarse mucho, mucho. Eso podría acarrear problemas que ni siquiera yo podría resolver. – ¡Pero yo quiero que me devuelvan el tractor! Mister Pihri se sirve un poco más de té antes de contestar. – No todos están de acuerdo -dice. – ¿De acuerdo en qué? – En que los blancos aún sean propietarios de la mayor parte de los mejores terrenos sin ser siquiera ciudadanos de nuestro país. No quieren cambiar de pasaporte, pero sí apropiarse de nuestros mejores terrenos. – No entiendo qué tiene que ver eso con mi tractor. – Hay que evitar los problemas. Si mis colegas no encuentran su tractor, significa que ya no existe tal tractor. Naturalmente, sería muy desafortunado que, además, indignara a mis colegas. Tenemos mucha paciencia. Pero puede acabarse. Acompaña a Mister Pihri afuera, al sol. Su despedida es inhabitualmente corta, y Hans Olofson se da cuenta de que ha transgredido una norma invisible. «Tengo que andarme con cuidado», piensa. «No debería haberle hablado del tractor…» Se despierta de repente por la noche y, mientras escucha desde la cama la intranquila vigilia de los perros alrededor de la casa, decide dejarlo todo. Vender la granja, transferir los excedentes a Judith y marcharse. Pero siempre hay una misión que debe terminar antes. La disminución en la producción cesa cuando, después de un tiempo, él mismo vuelve a asumir todas las decisiones. Le escribe cartas a su padre y le pide que venga a visitarlo. Sólo una vez recibe contestación y deduce, por lo confuso de la carta, que Erik Olofson bebe cada vez más y con más frecuencia. «Tal vez entienda las cosas más tarde», piensa. «¿Entenderé alguna vez por qué estoy aquí?» Mira en el espejo su rostro bronceado. Ha cambiado su aspecto, se ha dejado crecer la barba. Una mañana se da cuenta de que ya no se reconoce a sí mismo. La cara del espejo es la de otro. De repente se sobresalta. Luka está detrás de él y, como de costumbre, no ha oído las pisadas de sus pies descalzos sobre el suelo de piedra. – Ha venido un hombre de visita, – ¿Quién? – Peter Motombwane, – No conozco a nadie que se llame así. – Sin embargo ha venido, – ¿Quién es y qué quiere? – Eso sólo lo sabe él, Se da la vuelta y mira a Luka. – Dile que se siente y espere, Luka. Enseguida voy. Luka se marcha. Algo inquieta a Hans Olofson. Pasarán muchos años hasta que lo comprenda… ¿Quién le susurra la contraseña al oído? ¿Quién le descubre cuál será su objetivo? ¿Cómo encuentra un sentido en la vida que no sea sólo un punto de la brújula? Incluso este año, 1959, la primavera se abre camino por fin a través de las heladas barreras del frío, y Hans Olofson ha decidido que necesita marcharse. Lo decide de forma vaga y vacilante, pero siente que no puede eludir esa exhortación que se hace a sí mismo. Un sábado por la tarde del mes de mayo, cuando llega el tratante de caballos Under en su polvoriento y enorme Buick negro, se arma de valor y va a su encuentro. Al principio, el tratante de caballos no entiende lo que masculla el muchacho. Intenta espantarlo, pero él es obstinado y no se entrega hasta que logra que escuche el mensaje. Cuando Under comprende que el muchacho está tratando de presentarle su dimisión, se pone furioso. Levanta la mano para darle una bofetada, pero el muchacho es rápido y la evita. Ya sólo le queda repartir una humillación simbólica. Saca un fajo de billetes, elige el de menor valor, el de cinco coronas, y se lo tira al suelo. – Éste es el pago que te mereces. Lo que siento es que no haya billetes de menor valor. Con esto se te paga de más… Hans Olofson recoge el billete y entra en la cuadra para despedirse de los caballos y de los hermanos Holmström. – ¿Qué vas a hacer ahora? -preguntan los hermanos, que, con la noche del sábado por delante, se están lavando bajo el grifo de agua fría. – No lo sé -contesta él-. Algo saldrá. – Nosotros también nos iremos a mediados del próximo invierno -dicen los hermanos cambiándose las botas llenas de estiércol por unos zapatos de baile negros. Quieren invitarlo a un trago de aguardiente. – Maldito tratante de caballos -dicen mientras comparten la botella-. ¡Si ves un Saab, somos nosotros! No lo olvides… Aquella tarde de primavera cruza rápidamente el puente para comunicarle a Janine su decisión. Ella todavía no ha vuelto de uno de los gloriosos Encuentros de Primavera de Hurrapelle, por lo que da un paseo alrededor del jardín recordando el momento en que él y Sture untaron de barniz sus groselleros. Deja atrás el recuerdo, prefiere no acordarse de la irreflexiva hazaña. «¿Quién puede entender aquello? ¿No es la vida lo realmente difícil de manejar, con todas esas cosas incomprensibles que nos engañan acechándonos tras las esquinas por las que hemos de pasar? ¿Quién puede controlar en verdad los oscuros impulsos de origen desconocido que se esconden en nuestro interior? »Espacios secretos y caballos salvajes», piensa. «Eso es lo que se lleva dentro.» Baja las escaleras y piensa en Sture. «Tiene que encontrarse en algún sitio. ¿Estará en un hospital apartado o en una de las estrellas más lejanas del universo?» Ha pensado muchas veces en preguntar por él a Nyman, el conserje del juzgado. Pero nunca lo ha hecho. Ya tiene demasiado. Prefiere no estar totalmente seguro de nada. Sin embargo, puede ver ante sí lo desagradable, casi con excesiva claridad. Un tubo de metal, grueso como la boquilla de una cafetera, metido en la garganta. ¿Y el pulmón artificial? ¿Qué puede ser? Ve un gran escarabajo que abre su cuerpo y rodea a Sture bajo las alas brillantes. ¿Pero no poder moverse, un día tras otro, es una vida completa? Intenta imaginárselo sentándose totalmente rígido en la escalera de Janine, pero no funciona. No puede entenderlo. Por eso es mejor no estar seguro al cien por cien de nada. Así hay una puerta pequeña que tal vez se pueda abrir. Una puerta pequeña a la idea de que Sture puede haberse curado, o que el puente de hierro, el río y el chándal rojo sólo han sido un sueño… Se oyen crujidos en el camino de gravilla y es Janine, que llega. Está tan absorto en sus pensamientos que no la oye abrir la verja. Se levanta de golpe, como si hubiera estado haciendo algo prohibido. Janine aparece con un abrigo blanco y un vestido azul claro. Al atardecer, la luz cae de tal modo que el pañuelo blanco que se pone bajo los ojos parece del mismo color que su piel. Algo sucede, un estremecimiento. Algo más importante que todos los malvados tratantes de ganado… ¿Cuánto tiempo hace de eso? Dos meses ya. Una mañana, Under llevó a una empleada joven y asustada a la cuadra, entre los caballos. Alguien que había encontrado en una mansión solitaria en la profundidad de los bosques de Halsinge. Alguien que quería salir de allí, que entendía de caballos, y que él metió en el asiento de atrás de su Buick… Hans Olofson la había amado sin límites. Durante el mes que estuvo en la cuadra había dado vueltas alrededor de ella como una mariposa vigilante, y cada tarde había retrasado la salida para quedarse a solas con ella. Pero un día ella desapareció. Under la había llevado de vuelta a su casa y no paraba de refunfuñar algo acerca de que los padres llamaban a todas horas para saber cómo se las arreglaba. La había amado y al anochecer, cuando el pañuelo no se ve, también ama a Janine. Pero le asusta la capacidad que tiene ella para leerle las ideas. Por eso se levanta deprisa, escupe en la gravilla y le pregunta dónde demonios ha estado. – Hemos tenido Encuentro de Primavera -dice ella. Se sienta a su lado en la escalera y miran un gorrión que salta alrededor de la huella de un pie que ha quedado marcada en la gravilla. Uno de los muslos de ella tropieza con su pierna. «La chica del establo», piensa él. Marie o Rimma, como la llamaban. Una vez se quedó, se escondió detrás del heno y la vio desnudarse y lavarse al lado del grifo de agua. Estaban tan cerca que a él poco le faltó para lanzarse sobre ella, para penetrarla, para dejarse absorber por ese Misterio incomprensible… El gorrión se agazapa en la huella de la gravilla. Janine roza y empuja su pierna. ¿No sabe lo que está haciendo? Los caballos salvajes tiran y tratan de soltarse cuando están encadenados en sus cuadras. ¿Qué pasa si se sueltan? ¿Qué puede hacer? De repente, ella se levanta, como si le hubiera leído los pensamientos. – Tengo frío -dice-. En la iglesia había corriente de aire y él ha hablado hoy mucho tiempo. – ¿Hurrapelle? Ella se ríe de él. – Sin duda, es el único que no sabe cómo le llamamos -dice ella-. Seguramente se enfadaría si lo supiera. En la cocina le cuenta que se ha despedido del tratante de caballos. ¿Pero qué pasó en realidad? ¿Cómo ocurrió? Se describe a sí mismo indignado y levantando la voz; al tratante de caballos, en cambio, pequeño como un enano tembloroso. Pero ¿no era su voz la que apenas se oía y mascullaba las palabras de tal modo que apenas se le podía entender? ¿Es él demasiado pequeño o el mundo demasiado grande? – ¿Qué vas a hacer? -pregunta ella. – Creo que voy a empezar el bachillerato y pensar un poco -contesta él. Y eso es también lo que ha decidido. Tiene calificaciones suficientes para ello, lo sabe, se lo ha confirmado el jefe de estudios Gottfried. Quizá sea más difícil convencer a Erik Olofson de la utilidad de volver a un banco de escuela roto por el uso. – Hazlo -dice ella-. Seguro que te las arreglarás bien. Pero él se defiende. – Si no me va bien me marcho de viaje -dice-. Está el mar. Pero al tratante de caballos no vuelvo más. Que torturen otros a los caballos… Cuando regresa de la casa de Janine, baja a sentarse en su pedrusco. Corre el agua del deshielo primaveral y un tronco muy grande se ha quedado atascado en el cabo del Parque del Pueblo. «Las complicaciones de la vida», piensa. Esa tarde puede contarle a su padre la decisión que ha tomado, da igual un día que otro. Permanece sentado hasta que el tren de cercanías tiembla encima del puente y desaparece luego en el bosque. El agua del deshielo baja danzando… Al llegar a casa, Erik Olofson está sentado puliendo el pequeño revólver con empuñadura de nácar. El revólver que compró una vez a un chino que encontró en Newport News, el revólver que le costó nueve dólares y una chaqueta. Se sienta al otro lado de la mesa de la cocina y observa al padre que, con mucho cuidado, frota la reluciente culata. – ¿Se puede disparar con ella? -pregunta. – Naturalmente que se puede -contesta Erik Olofson-. ¿Piensas que compraría un arma que no pudiera utilizar? – ¿Cómo se supone que iba a saberlo? – No, cómo ibas a saberlo. – Exactamente. – ¿A qué te refieres? – A nada. Pero he dejado de trabajar con ese asqueroso tratante de caballos. – Nunca deberías haber empezado a trabajar con él. ¿Qué te dije? – ¿Me dijiste algo? – Te dije que te quedaras en el almacén de la Asociación de Comerciantes. – ¿Y eso qué tiene que ver? – No escuchas lo que te digo. – ¿Y eso qué tiene que ver? – Luego llegas a casa y dices que no he dicho nada. – No debería haber empezado a trabajar en ese almacén. Y también he terminado con el maldito tratante de caballos. – ¿Qué te dije? – No me dijiste nada. – ¿No te dije que te quedaras en el almacén? – ¡Tendrías que haberme dicho que no empezara a trabajar allí! – ¿Por qué tendría que habértelo dicho? – ¡Ya lo he dicho! ¿No vas a preguntarme qué pienso hacer ahora? – Por supuesto. – Entonces, ¡pregunta! – No creo que haya nada que preguntar. Si tienes algo que decir, adelante. Esta culata nunca queda limpia del todo. – Yo la veo reluciente. – ¿Tú qué sabes de culatas de nácar? ¿Sabes lo que es el nácar? – No. – Entonces. – Voy a empezar el bachillerato. Ya me he informado y tengo calificaciones suficientes. – Ya veo. – ¿Es todo lo que tienes que decir? – ¿Qué quieres que diga? – ¿Te parece bien? – Yo no soy el que va a estudiar. – ¡Mierda! – No seas mal hablado. – ¿Por qué? – Eres demasiado joven. – ¿Cuántos años hay que tener para hablar mal? – Dímelo tú… – ¿Tú qué crees? – Creo que te tendrías que haber quedado en el almacén. Es lo que siempre he dicho… La primavera, el verano, tan corto, tan fugaz, y enseguida llega la época de las bayas de serba, y Hans Olofson va a hacer su entrada en el instituto. ¿Qué ambiciona en realidad? No ser el mejor, pero tampoco el peor. Estar en algún sitio en medio de la corriente, siempre lejos de los precipicios. No tiene intención de ponerse a la cabeza y alejarse nadando… Hans Olofson se convierte en un alumno que los profesores olvidan. A veces puede parecer tranquilo, casi lento. Es de los que cuando se les pregunta contestan en general, y no del todo erróneamente. Pero ¿por qué no levanta nunca la mano cuando, al fin y al cabo, sabe las cosas? Y en geografía tiene amplios conocimientos de la mayor parte de los sitios extraños. Puede hablar de Pamplemousse como si hubiera estado allí. Y de Lourenco Marques, donde quiera que se encuentre… Hans Olofson nunca se ahoga en el río del saber, en el que nada durante cuatro largos años. Se vuelve inaccesible y pasa lo más inadvertido posible en medio de la clase. Allí marca su territorio y crea su escondrijo. Se convierte en una capa de protección contra la indecisión. ¿Qué espera realmente de esos cuatro años? No tiene proyectos de futuro. Sus sueños van por otros derroteros. Con serena obsesión espera que cada lección le descubra el Objetivo de su vida. Sueña con ese momento decisivo, cuando pueda cerrar los libros, levantarse y marcharse para no volver nunca más. Mira a los profesores con atención, busca su guía… Pero la vida es como es y hay muchos otros fuegos que también arden en su interior durante esos últimos años que vive junto al río. Se adentra en la edad en que hay un pirómano en cada persona, equipado con su propia piedra de mechero en un mundo generalmente incomprensible. Son las pasiones que se inflaman y se apagan, que vuelven a empujarlo con velocidad, lo consumen, pero una vez más logra salir con vida de las cenizas. Las pasiones liberan unas fuerzas que le dejan asombrado. En ese momento cree que está rasgando las últimas capas que lo mantienen unido a su infancia, a ese tiempo que tal vez empezó y terminó de forma simultánea en las ruinas de la fábrica de ladrillos, cuando descubrió que él era precisamente él y no otra persona, nadie más. Y las pasiones se inflaman hasta llegar a las notas monótonas de la orquesta Kringström. Ahí hay bajos y trompetas, clarinete, guitarra y acordeón. Dando un suspiro, empiezan con Después de A menudo va en compañía de los hermanos Holmström. Aún no han encontrado a sus elegidas y han dejado al tratante de caballos abandonado a su suerte. El patrimonio, el proyecto que tenían de ser agrimensores, puede esperar un año más, y cuando las tardes en otoño empiezan a ser frías, se encaminan hacia los bailes del sábado de la Casa del Pueblo. Acaban de aparcar su Saab y tropiezan con Hans Olofson, que está apoyado en la pared sin saber si entrar o no. Le cogen enseguida del brazo, se lo llevan detrás de la peluquería de señoras y le invitan a aguardiente. Les ha afectado mucho el hecho de que se enfrentara al tratante de caballos y le comunicara que se iba. Casi todos los que abandonan el trabajo de Under son despedidos en toda regla. Pero Hans Olofson se plantó ante él y por eso se merece un trago y un abrazo protector. Hans Olofson nota cómo el aguardiente le calienta la sangre y sigue a los dos hermanos en medio de la aglomeración. Gullberg, el portero, está al lado de la taquilla mirando con recelo el alboroto. No permite la entrada a los que van demasiado borrachos y eso suele provocar débiles protestas. Pero sabe que por delante de sus narices entra un litro tras otro de aguardiente y coñac, en bolsos y abrigos amplios. Pero pasan a través del ojo de la aguja, entran en el calor y el olor de las nubes de tabaco, en el mundo de las bombillas rotas. Los hermanos Holmström son jóvenes inexpertos en el baile, pero con suficiente aguardiente en el cuerpo son capaces hasta de invitar a bailar un decente foxtrot y hacerlo bien. Enseguida se encuentran con chicas que conocen de algún lejano verano y Hans Olofson se siente de repente desamparado. Sabe los pasos, le ha enseñado Janine. Pero no le ha podido enseñar a atreverse a invitar a una chica a bailar. Tiene que pasar la prueba de fuego él solo y se pisa a sí mismo los dedos de los pies con rabia por no conseguir invitar a ninguna de las muchas jóvenes que esperan en el borde de la pista de baile, temblando de deseo y temor por bailar. Encima de la pista, como flotando, se mueven Los Envidiables, Las Bellas y Las Buenas Voluntades. A las que siempre invitan a bailar y apenas les da tiempo de llegar al borde de la pista pues ya las han vuelto a sacar. Bailan con los hombres de paso seguro, coche propio y buena presencia. Hans Olofson ve deslizarse a la que fue elegida Lucía [1] el año anterior, en brazos del conductor Juhlin, que lleva uno de los grandes vehículos de la Administración de Carreteras. Huele a sudor, los cuerpos despiden vaho y Hans Olofson se dice que tiene que estar allí, como sea… «La próxima vez», piensa. «La próxima vez me tiro a la piscina…» Pero cuando se ha decidido por la hija de la enfermera del distrito, y ha adoptado la postura y la dirección del pie que corresponden, es demasiado tarde. Como ángeles salvadores, los hermanos Holmström llegan dando gritos, rebosando energía y calor después de despotricar violentamente en la pista. En el servicio de caballeros se refrescan con aguardiente templado e historias impúdicas. Detrás de una de las puertas cerradas se oye a alguien vomitando. Después salen otra vez y ahora Hans Olofson tiene prisa. Ahora va a cruzar la línea pase lo que pase, de lo contrario se hundirá en el desprecio a sí mismo. Se mete en la pista con piernas temblorosas en el mismo momento en que Kringström inicia una variante sumamente lenta de Muchos años después, en su casa junto a la orilla del Kafue, con una pistola cargada debajo de su almohada, recordará Kringström interpreta ahora otra canción. En la noche africana recuerda la humillación, y el malestar es tan fuerte como en el momento en que ocurrió… Aquella tarde de otoño se aleja tambaleándose de la Casa del Pueblo y sabe que Janine es la única persona a la que puede contarle su desdicha. La despierta cuando golpea su puerta. La saca de repente de un sueño en el que había vuelto a ser una niña. Pero cuando abre la puerta medio dormida, Hans Olofson está ahí con los ojos muy abiertos. Lentamente, él va saliendo de su reserva y ella espera paciente, como siempre. Se da cuenta de que está borracho y molesto, pero espera, lo deja libre en su silencio. Cuando se sienta en la cocina de Janine y ve nítida la imagen de su derrota, la amplía a proporciones grotescas. Nadie puede haberse expuesto a mayor ignominia que él, ni los locos que intentan quemarse a sí mismos ni los que en las noches de invierno deciden echar abajo la iglesia con una fría palanca. Ahí estaba él, tirado entre todos aquellos pies y zapatos. Levantado en el aire como un gato al que agarran por el pescuezo. Extiende una colcha y una manta en la habitación en la que está el gramófono y le dice que se tumbe. Sin decir una palabra, él se tambalea y cae en el sofá. Ella cierra la puerta y luego se acuesta en su cama, sin poder dormir. Se revuelve inquieta, esperando algo que nunca va a ocurrir… Cuando Hans Olofson se despierta por la mañana, con las sienes palpitándole y la boca reseca, un sueño permanece en su inconsciente. Se abre la puerta, Janine entra en su habitación y se tumba en el suelo mirándolo desnuda. El sueño es como un prisma tallado, claro como una imagen fuera de la realidad. Se introduce entre la niebla del arrepentimiento… «Tiene que haber ocurrido», piensa. «Tiene que haber entrado esta noche aquí, sin ropa…» Se levanta del sofá y va sigilosamente a la cocina a beber agua. La puerta de la habitación de ella está cerrada, se para a escuchar y oye sus leves ronquidos. Las manecillas del reloj señalan las cinco menos cuarto y vuelve a deslizarse en el sofá, para dormirse otra vez y soñar, o para olvidar que existe… Cuando se despierta varias horas después, ya amanece y Janine está sentada a la mesa de la cocina, con su bata de andar por casa, haciendo punto. Al verla, quiere quitarle de las manos lo que está haciendo, desatarle la bata y enterrarse en su cuerpo. Hasta que la puerta de esta casa al sur del río se cierre para siempre. Nunca volverá a dejar esta casa. – ¿En qué piensas? -pregunta ella. «Lo sabe ya», se le ocurre enseguida. «No vale la pena mentir, nada vale la pena.» Las dificultades de la vida se amontonan ante él como inmensos icebergs. ¿Qué se imagina en realidad? ¿Que va a encontrar una contraseña con la que podrá controlar esta maldita vida? – Estás pensando -dice ella de nuevo-. Lo noto. Tus labios se mueven como si hablaras con alguien. Pero no oigo lo que dices. – No estoy pensando -contesta-. ¿En qué iba a pensar? ¡Tal vez no soy capaz de pensar! – Sólo hablas de ti mismo -replica ella. Una vez más, imagina que va hacia ella y le quita el cinturón de la bata. Después le pide que le preste un suéter y desaparece en el escarchado paisaje otoñal. En la Casa del Pueblo, la esposa del portero Gullberg está limpiando. Cuando llama, ella abre la puerta trasera malhumorada. Su abrigo cuelga todavía de la percha como un trozo de cuero abandonado. Le da la ficha con el número. – ¿Cómo puede olvidar uno la ropa? -pregunta ella. – Se puede -contesta Hans Olofson y se va… Poco a poco se da cuenta de que el olvido puede ser enorme. Las estaciones del año cambian, el río se congela para volver a desbordarse de nuevo. Por mucho que tale su padre, los bosques de abetos se mantienen inmóviles en el horizonte. El tren de cercanías traquetea encima del puente y, dejando atrás las estaciones del año, Hans Olofson va y viene de casa de Janine. El río del conocimiento por el que transita lentamente, año tras año, no le descubre ningún Objetivo. Pero sigue transitándolo y esperando. Se encuentra fuera de la casa de Janine. Los sonidos de su trombón se escapan a través de una ventana entreabierta. Cada día está allí, y cada día decide quitarle el cinturón de la bata. Cada vez con más frecuencia decide visitarla cuando piensa que no va a estar vestida. Llama a su puerta los domingos por la mañana temprano, otras veces se planta en su escalera a altas horas de la madrugada. El cinturón que está atado alrededor de su bata brilla como fuego. Pero cuando finalmente ocurre, cuando sus dedos buscan a tientas el cinturón de ella, no hay nada que se parezca a lo que ha imaginado en su fantasía. Sucede en el mes de mayo, un domingo por la mañana, dos años después de que haya dejado al tratante de caballos. La noche anterior ha estado empujando y ha sido empujado en la pista de baile. Pero se ha marchado temprano, mucho antes de que el portero Gullberg, hecho una furia, haya empezado a hacer señales intermitentes con las lámparas y la orquesta Kringström haya empezado a guardar sus instrumentos. De repente, tiene suficiente y se marcha de allí. Vaga por los alrededores en la clara noche de primavera antes de pasar sigilosamente por delante de la puerta del huevero Karlsson y meterse en la cama. Se despierta temprano y toma café con su padre en la cocina. Después va a ver a Janine. Ella le deja entrar y él la sigue hasta la cocina y le suelta el cinturón. Despacio, se dejan caer hasta el suelo, como dos cuerpos que se hunden en el mar y se dirigen a un fondo lejano. Se cierran herméticamente en el deseo que ambos sienten. Un deseo que para ella nunca se ha apagado del todo en el banco de penitencia de Hurrapelle. Durante mucho tiempo ha temido que ese deseo se agotara algún día, pero la esperanza nunca se ha extinguido. Hans Olofson sale por fin de sí mismo, de su sensación de impotencia. Le parece que por primera vez tiene la vida en sus manos. Ve ante sí a Sture, inmóvil en su cama, mirando lo que pasa con una sonrisa. Pero ninguno de los dos se imagina que no hay que fiarse de la pasión mientras se retuercen uno contra el otro en el suelo de la cocina. Ahora sólo existe el gran alivio. Luego toman café. Hans Olofson la mira furtivamente y quisiera que ella dijera algo. ¿Sonríe? ¿En qué piensa? La manecilla del reloj de pared sigue dando vueltas en silencio… «Un momento que no hay que dejar escapar», piensa él. «Posiblemente la vida, a pesar de todo, no sea sólo penas y preocupaciones. Posiblemente hay algo más. »Un momento que no hay que dejar escapar.» En una foto en blanco y negro está al lado de Peter Motombwane. Detrás de ellos se ven las paredes de las casas de los blancos y la foto está tomada bajo una brillante luz solar. Hay un lagarto inmóvil en la pared, junto a la cabeza de Peter Motombwane. Va a formar parte de su retrato conjunto. En la foto, los dos se ríen de Luka, que es el que está utilizando la cámara de Peter Motombwane. Pero ¿por qué quería hacer la foto? ¿Por qué propuso Peter Motombwane que se hicieran la foto? No puede recordarlo… Un día Hans Olofson invita a sus capataces a comer en su casa. Se sientan en silencio a la mesa, engullen la comida como si no hubieran comido en mucho tiempo, beben hasta emborracharse. Hans Olofson les hace preguntas y sólo obtiene monosílabos por respuesta. Después le exige a Luka que se lo explique. ¿Por qué esa falta de entusiasmo? ¿Por qué ese testarudo silencio? – Eres un – Eso no es una respuesta -dice Hans Olofson. – Es una respuesta, Uno de los trabajadores, que limpia el almacén de alimentos y caza ratones, se resbala un día desde lo alto de los sacos amontonados y cae, con tan mala suerte que se parte la nuca. El muerto deja mujer y cuatro hijas en una miserable choza de adobe que Judith le había permitido construir cierta vez. La mujer se llama Joyce Lufuma y Hans Olofson empieza a ir a menudo a su casa. Le lleva un saco de maíz, un A veces, cuando está muy cansado, se sienta fuera de la choza de ella y mira a las cuatro hijas mientras juegan en la tierra roja. «Quizás ésta sea mi aportación permanente», piensa. «Ayudar a estas cinco mujeres, más allá de mis grandes planes.» Pero la mayor parte de las veces logra mantener bajo control su cansancio y un día reúne a los capataces y les comunica que les va a dar cemento, ladrillos y chapas para el tejado, para que puedan arreglar sus casas, o puedan incluso construirse una nueva. Como compensación, exige que caven hoyos para la basura y para construir letrinas cubiertas. Por un tiempo le parece percibir cierta mejoría. Luego, todo vuelve a ser como antes. La basura se arremolina sobre la tierra roja. De repente, ve las viejas planchas de nuevo en los tejados. Pero ¿dónde están las nuevas que ha comprado? Pregunta pero no obtiene respuesta. Habla con Peter Motombwane sobre esto y trata de entender. Por la tarde se sientan en su terraza y Hans Olofson piensa que en Peter Motombwane ha encontrado su primer amigo negro. Le ha llevado cuatro años. No sabe por qué vino aquel día a la granja a visitarlo. Se plantó en su puerta y dijo que era periodista, que quería escribir sobre la gran granja de huevos. Pero Hans Olofson nunca logra leer un reportaje suyo en el Peter Motombwane vuelve y nunca le pide nada a Hans Olofson, ni siquiera unos huevos. Hans Olofson le habla de sus grandes planes. Peter Motombwane escucha con su seria mirada fija en algún lugar por encima de la cabeza de Hans Olofson. – ¿Cómo crees que van a responderte? -pregunta Peter Motombwane cuando ha terminado. – No lo sé -dice-. Pero lo que hago debe de ser lo correcto. – No creo que vayas a tener la respuesta que esperas -dice Peter Motombwane-. Ahora estás en África. Y África es algo que el hombre blanco nunca ha entendido. En vez de asombrarte, vas a decepcionarte. Su conversación no termina nunca, ya que Peter Motombwane siempre la interrumpe de forma inesperada. Está sentado en una de las blandas sillas de la terraza y, de repente, se levanta y se despide. Tiene un coche viejo del que sólo se puede abrir una de las puertas traseras. Para llegar al volante ha de saltar por encima de los asientos. – ¿Por qué no arreglas las puertas? -pregunta Hans Olofson. – Hay cosas más importantes. – ¿Acaso tiene que excluir una a la otra? – A veces es así. Después de las visitas de Peter Motombwane siempre se queda preocupado. Sin que pueda saber a ciencia cierta el qué, siente que le ha recordado algo importante, algo que olvida siempre… Pero también van a visitarlo otras personas. Conoce a un comerciante indio de Kitwe que se llama Patel. De forma irregular y sin lógica aparente, distintos artículos de primera necesidad se acaban de repente en el país. Un día no hay sal, otro no pueden imprimirse los periódicos por falta de papel. Recuerda lo que pensó cuando llegó por primera vez a África. En el continente negro todo está siempre a punto de acabarse. Pero a través de Patel puede conseguir siempre lo que necesita. De recónditos almacenes saca lo que la colonia blanca requiere. Por vías de transporte desconocidas introduce los artículos en el país y la colonia blanca puede tener siempre lo que necesita a un razonable sobreprecio. Para no ser objeto de la furia de los negros ni arriesgarse a ver su negocio quemado o saqueado, Patel visita en persona a los distintos granjeros para ver si les falta algo. «Nunca viene solo. Siempre le acompaña un primo o un amigo de Lusaka o Chipata, que casualmente está de visita. Todos se llaman Patel. Si gritara el nombre, me encontraría rodeado de miles de indios», piensa Hans Olofson. «Y todos preguntarían si necesito por casualidad algo en este momento. »Puedo entender su cautela y el miedo que tienen. Son más odiados que los blancos, ya que la diferencia entre ellos y los africanos es muy llamativa. En las tiendas hay de todo lo que los negros casi nunca pueden comprar. Y todos conocen los almacenes secretos, todos saben que las grandes fortunas se llevan fuera del país y se esconden en cuentas lejanas en Bombay o Londres. »Puedo entender su miedo. Con la misma claridad que puedo entender el odio de los negros…» Un día se presenta Patel en la puerta de su casa. Lleva turbante y huele a café dulce. En un principio, Hans Olofson no está dispuesto a aceptar los sospechosos privilegios que le ofrece Patel. «Bastante tengo con Mister Pihri», piensa. Pero después de un año se rinde. Ha aguantado ya mucho tiempo sin café. Decide hacer una excepción, y Patel vuelve a su granja al día siguiente con diez kilos de café de Brasil. – ¿Dónde lo consigues? -pregunta Hans Olofson. Patel abre las manos y parece muy abatido. – Faltan tantas cosas en este país -dice-. Sólo trato de subsanar las mayores carencias. – ¿Pero cómo? – A veces ni yo mismo sé cómo lo hago, Mister Olofson. Sin previo aviso, el gobierno del país impone duras restricciones de cambio de moneda, el valor del De repente, Hans Olofson se da cuenta de que ya no va a poder enviarle el dinero a Judith Fillington que estipula el contrato. Una vez más, llega Patel para salvarlo. – Siempre hay una salida -dice-. Déjeme que me encargue de esto. Sólo pido el veinte por ciento de los riesgos que asuma. Hans Olofson no sabe nunca cómo lo hace, pero le da dinero todos los meses y regularmente llega la confirmación del banco en Londres de que el dinero ha sido transferido. En esa época Hans Olofson abre también una cuenta propia en el banco en Londres, y Patel saca mensualmente por su cuenta dos mil coronas suecas. Percibe una intranquilidad creciente en el país, que se confirma cuando Mister Pihri y su hijo empiezan a visitarlo cada vez con más frecuencia. – ¿Qué está ocurriendo? -pregunta Hans Olofson-. Las tiendas indias han sufrido incendios y saqueos. Ahora se habla de que hay peligro de motines porque no se puede conseguir maíz y los negros no tienen comida. ¿Pero cómo se puede terminar el maíz de repente? – Lamentablemente, hay muchos que pasan maíz de contrabando a nuestros países vecinos -contesta Mister Pihri-. Los precios son mejores allí. – ¡Pero se trata de miles de toneladas! – Los que llevan a cabo el contrabando tienen contactos influyentes -contesta Mister Pihri. – ¿Autoridades aduaneras y políticos? Están sentados, charlando en el estrecho cobertizo de adobe. Mister Pihri baja la voz de repente. – Tal vez no sea adecuado hacer tales afirmaciones -dice-. Las autoridades del país pueden ser muy sensibles. Recientemente, un granjero blanco fuera de Lusaka mencionó el nombre de un político en relación con algo desafortunado. Fue obligado a dejar el país en veinticuatro horas. La granja ahora ha sido tomada por una cooperativa estatal. – Yo sólo quiero que me dejen en paz -dice Hans Olofson-. Sólo pienso en los que trabajan aquí. – Es totalmente correcto -admite Mister Pihri-. Hay que evitar los problemas mientras se pueda. Cada vez hay que revisar y aprobar papeles con más frecuencia, y la tarea que se ha impuesto Mister Pihri siempre resulta algo más difícil de llevar a cabo. Hans Olofson también tiene que pagarle cada vez más y en ocasiones se pregunta si es cierto lo que dice Mister Pihri. Pero quisiera saber cómo va a poder controlarlo. Un día llega Mister Pihri a la granja acompañado de su hijo. Está muy serio. – Puede que hayan problemas -advierte. – Siempre hay problemas -contesta Hans Olofson. – Los políticos adoptan constantemente decisiones nuevas -dice Mister Pihri-. Decisiones inteligentes, necesarias. Pero, por desgracia, pueden provocar inquietud. – ¿Qué ha ocurrido ahora? – Nada, Mister Olofson. Nada. – ¿Nada? – Nada por el momento, Mister Olofson. – ¿Va a ocurrir algo? – Puede ser, no es seguro, Mister Olofson. – ¿Sólo puede ser? – Podría decirse así, Mister Olofson. – ¿Qué? – Lamentablemente, las autoridades no están satisfechas del todo con los blancos que viven en nuestro país, señor Olofson. Las autoridades opinan que sacan dinero del país de modo ilegal. Como es natural, esto se extiende a su vez a nuestros amigos indios que viven aquí. También se sospecha que los impuestos no se pagan como debería hacerse. Por eso las autoridades planean llevar a cabo una redada secreta. – ¿A qué te refieres? – Muchos policías van a ir a todas las granjas blancas a la vez, Mister Olofson. En secreto, por supuesto. – ¿Lo saben los granjeros? – Naturalmente, Mister Olofson. Para eso he venido, para comunicarle que va a haber una redada secreta. – ¿Cuándo? – El jueves por la tarde de la próxima semana, Mister Olofson. – ¿Qué debo hacer? – Nada, Mister Olofson. Solamente tiene que procurar que no haya ningún papel de bancos extranjeros a la vista. Sobre todo, ningún dinero extranjero. De lo contrario podría resultar muy problemático. Entonces yo ya no podría hacer nada. – ¿Qué ocurriría? – Por desgracia, nuestras cárceles están todavía en muy malas condiciones, Mister Olofson. – Le agradezco mucho la información, Mister Pihri. – Encantado de ayudarle, Mister Olofson. Desde hace tiempo, mi esposa me dice que tiene grandes problemas con su vieja máquina de coser. – Naturalmente, eso no es bueno -dice Hans Olofson-. ¿Puede ser que haya oído que de cuando en cuando hay máquinas de coser en Chingola? – Yo también lo he oído -contesta Mister Pihri. – Entonces debe comprar una antes de que se acaben -dice Hans Olofson. – Eso mismo pienso yo -contesta Mister Pihri. Hans Olofson deja unos billetes sobre la mesa. – ¿Es buena la motocicleta? -pregunta al joven Mister Pihri, que ha estado sentado en silencio durante la conversación. – Excelente -contesta-. Pero, según parece, el próximo año va a venir un modelo nuevo. «El padre le enseña bien», piensa Hans Olofson. «El hijo podrá encargarse pronto de mis asuntos. Pero una parte de lo que le pague en el futuro siempre irá a parar a manos del padre. Me cuidan bien. Soy su fuente de ingresos.» Las informaciones de Mister Pihri son correctas. El jueves siguiente, poco antes del anochecer, llegan a la granja dos jeeps conducidos por policías. Hans Olofson sale a su encuentro con fingido asombro. Un policía con muchas estrellas en las hombreras se dirige hacia la terraza en la que los está esperando Hans Olofson. Ve que el policía es muy joven. – Señor Fillington -dice el policía. – No -contesta Hans Olofson. Se produce un grave momento de confusión como resultado de que la orden de registro domiciliario está extendida a nombre de Fillington. Al principio, el joven oficial de policía se niega a creer lo que dice Hans Olofson, e insiste, con un tono de voz agresivo, en que Hans Olofson se llama Fillington. Hans Olofson le enseña la escritura del traspaso y la de la propiedad y finalmente el policía se da cuenta de que la orden que tiene en su mano está a nombre de una persona equivocada. – Pero son bienvenidos de todos modos a registrar la casa -dice Hans Olofson de inmediato-. Es fácil que ocurra un error. No quiero de ningún modo que haya problemas. El policía parece aliviado y Hans Olofson piensa que ahora tiene un amigo más, quizás alguien que pueda serle de provecho en el futuro. – Me llamo Kaulu -dice el oficial de policía. – Tenga la amabilidad de entrar -dice Hans Olofson. Después de media hora escasa, el oficial de policía sale de la casa de nuevo a la cabeza de sus hombres. – ¿Está permitido preguntar qué buscan? -quiere saber Hans Olofson. – Siempre hay actividad subversiva -responde el oficial de policía en tono serio-. El valor del – Entiendo que tengan ustedes que intervenir -dice Hans Olofson. – Comunicaré a mis superiores su complacencia -contesta el oficial de policía haciéndole el saludo militar. – Se lo agradeceré -dice Hans Olofson-. Vuelva cuando quiera. – ¡Me encantan los huevos! -grita el oficial de policía, y Hans Olofson ve desaparecer el coche en una nube de polvo. De repente entiende algo de África. Comprende a la África joven, la angustia de los estados independientes. «Debería reírme de este desvalido registro domiciliario», piensa. «De este joven oficial de policía que seguramente no entiende nada. Pero entonces cometería un error, ya que esa indefensión es peligrosa. En este país se cuelga a las personas, policías jóvenes torturan a personas, matan a personas con látigos y mazos. Reírse de esa indefensión puede ser lo mismo que exponerme a un peligro de muerte…» El arco del tiempo crece. Hans Olofson continúa viviendo en África. Cuando lleva nueve años en Kalulushi, llega una carta que le cuenta que su padre ha fallecido en un incendio. Una fría noche de enero de 1978, la casa junto al río ha quedado destruida por las llamas. «Nunca se ha aclarado el motivo. Se te buscó en el entierro, pero no te hemos localizado hasta ahora. En el incendio murió además otra persona, una vieja viuda de apellido Wesflund. Se cree que el incendio empezó en el apartamento de ella. Pero seguramente nunca se aclarará del todo. No quedó nada, las llamas destruyeron la casa hasta los cimientos. Respecto a lo que se haga con el inventario de los bienes de tu padre, yo no soy la persona adecuada para dar semejante información…» El nombre de la persona que firma la carta le recuerda vagamente a uno de los capataces de su padre cuando trabajaba en el bosque. Lentamente, va cargando la pena sobre sí. Se ve en la cocina, frente al padre sentado a la mesa. El fuerte olor a algodón mojado. Al padre se lo imagina en una camilla bajo una sábana. «Ahora estoy solo», piensa. «Si elijo no volver, mi madre va a continuar siendo un enigma, igual que el incendio.» La muerte del padre se convierte en una deuda pendiente, tiene la sensación de haber cometido una traición, de haber abandonado. «Ahora estoy solo», piensa de nuevo. «Voy a tener que soportar esta soledad mientras viva.» Sin saber bien por qué, se sienta en el coche y va a la cabaña de Joyce Lufuma. Ella está de pie machacando maíz y se pone a reír y a mover los brazos cuando lo ve llegar. – Mi padre ha muerto -dice. Inmediatamente, ella comparte su pena y empieza a gemir, se tira al suelo aullando por una pena que en realidad es de él. Se acercan otras mujeres, comprenden que en un país lejano ha muerto el padre del hombre blanco y enseguida forman parte del coro de gemidos. Hans Olofson se sienta bajo un árbol y se obliga a escuchar los atroces quejidos de las mujeres. Su propio dolor no tiene palabras, es una angustia que le clava las uñas en la carne. Vuelve a su coche, oye por detrás los gritos de las mujeres y piensa que África rinde su homenaje a Erik Olofson. Un marinero que se ha ahogado en el mar de los bosques de Norrland… A modo de peregrinación hace un viaje a los manantiales del río Zambezi, en el extremo noroeste del país. Viaja a Mwinilunga y a Ikelenge, duerme una noche en su coche, a la puerta del hospital de la misión en Kalene Hill, y continúa después a lo largo del casi intransitable camino de arena que conduce a la cuenca en la que nace el río Zambezi. Para llegar tiene que atravesar una amplia extensión de espeso y desértico monte. Un sencillo túmulo de piedra marca el lugar. Se pone en cuclillas y ve que de vez en cuando caen gotas del bloque de piedra hecho pedazos. Un reguero, no más ancho que su mano, serpentea entre piedras y matorrales. Ahueca una de sus manos en el reguero y de este modo interrumpe el caudal del río Zambezi. Pasado el mediodía se marcha de allí para que le dé tiempo a llegar a su coche antes de que oscurezca. En ese momento decide quedarse en África. Ya no le espera nada. También saca fuerzas de la pena para ser sincero consigo mismo. Nunca va a poder transformar su granja en el modelo político que ha soñado. A pesar de que una vez estuvo firmemente decidido a no perderse nunca en laberintos ideológicos, lo ha hecho. «Un blanco no puede nunca ayudar a los africanos a desarrollar su país partiendo de una posición de superioridad», piensa. «Desde abajo, desde dentro, seguramente se puede contribuir con conocimientos y nuevos modelos de trabajo. Pero nunca como un »Un prolongado pasado colonial ha eximido a los africanos de todas las ilusiones. Conocen el mal carácter de los blancos, su continuo cambio de ideas, de lo que exigen en cuanto el negro se muestre entusiasmado. Un hombre blanco no pregunta nunca por las tradiciones, menos aún por las opiniones de los antepasados. El hombre blanco trabaja mucho y rápido, y la prisa y la impaciencia el hombre negro las relaciona con la poca inteligencia. »La sabiduría del hombre negro es pensar mucho y detenidamente…» Acude al manantial del río Zambezi en busca de un punto muerto inimaginable y confuso. «He construido mi granja con el impulso capitalista y con una capa de sueños socialistas», piensa. «Me he entretenido haciendo algo imposible, he sido tan inmaduro que ni siquiera he percibido las contradicciones más elementales que existen. Siempre he tenido en cuenta mi punto de partida, mis propias ideas, nunca las de los africanos, nunca África. »Doy a los trabajadores negros una parte de las ganancias, más de lo que les daría Judith Fillington o cualquier otro granjero. La escuela que he edificado, los uniformes que pago son obra de ellos, no mía. Mi misión fundamental es mantener la granja unida, no permitir demasiados robos ni que los trabajadores dejen de ir. Nada más. Lo único que puedo hacer es, una vez entregada la granja a un colectivo de trabajadores, cederles la propiedad de la misma. »Pero incluso eso es una ilusión. Porque no ha llegado el momento. La granja se vendría abajo, algunos se enriquecerían, otros quedarían excluidos y serían más pobres aún. »Lo que puedo hacer es seguir llevando la granja como hasta ahora, pero sin romper la tranquilidad con ideas repentinas que, al fin y al cabo, nunca significarán nada para los africanos. Su futuro es obra de ellos mismos. Colaboro en la producción de comida, y eso siempre es tiempo bien invertido. Realmente, no sé nada acerca de lo que piensan los africanos de mí. Tengo que preguntárselo a Peter Motombwane y tal vez también pedirle que lo averigüe sondeando a mis trabajadores. ¿Qué pensarán Joyce Lufuma y sus hijas?» Vuelve a Kalulushi con una sensación de sosiego. Se da cuenta de que nunca va a llegar a entender por completo los ocultos entresijos de la vida. «A veces hay que evitar plantearse ciertas preguntas», piensa. «Hay respuestas que simplemente no existen.» Mientras atraviesa la verja de la granja, se acuerda del huevero Karlsson, que aparentemente ha sobrevivido al incendio. «En mi infancia tuve de vecino a un vendedor de huevos», piensa. «Si en aquel momento me hubieran dicho que un día sería vendedor de huevos en África, no me lo hubiera creído. Creérselo habría sido una insensatez. »Sin embargo, hoy lo soy. Mis ingresos son importantes, la granja sólida. Pero mi existencia es un cenagal. »Tal vez venga un día Mister Pihri con su hijo a decirme que ya no piensan hacerse cargo de mis papeles. Las autoridades pueden declararme persona no grata. Vivo aquí sin derechos propios, no soy un ciudadano enraizado lícitamente en África. Pueden expulsarme sin previo aviso, la granja puede ser confiscada…» Varios días después de su regreso del Zambezi, busca a Patel en Kitwe para incrementar las transferencias de moneda extranjera al banco en Londres. – Cada vez es más difícil llevarlas a cabo -dice Patel-. El riesgo de que sean descubiertas crece sin cesar. – ¿Un diez por ciento más difícil? -pregunta Hans Olofson-. ¿O un veinte por ciento más difícil? – Yo diría probablemente que un veinticinco por ciento más difícil -responde Patel afligido. Hans Olofson se despide y abandona la oscura habitación en la que huele a curry y a perfume. «Me pongo a salvo a través de una maraña de sobornos, transacciones ilegales de dinero y corrupción», piensa. «Casi no tengo elección. Me cuesta pensar que la corrupción en este país es más importante que en Suecia. La diferencia está en la claridad con que se hace. Aquí todo es tan obvio. En Suecia, los métodos son más evolucionados, un modelo refinado y bien guardado. Pero ésa es, probablemente, la única diferencia.» El arco del tiempo sigue ampliándose, Hans Olofson pierde un diente y poco después otro más. Cumple cuarenta años e invita a una fiesta a muchos blancos y a pocos negros. Peter Motombwane dice que no puede asistir y nunca le aclara el motivo. Hans Olofson está muy borracho durante la fiesta. Oye incomprensibles discursos de personas que apenas conoce. Discursos que le ensalzan y resaltan la honorabilidad de su granja africana. «Me dan las gracias porque he empezado a llevar mi granja sin importarme demasiado que funcione como un ejemplo para el futuro», piensa. «Aquí no se dice ni una palabra que sea verdad.» Hacia la medianoche, tambaleándose, agradece que haya venido tanta gente. De repente se da cuenta de que ha empezado a hablar en sueco. Oye su viejo idioma y se escucha a sí mismo en un enardecido ataque contra la arrogancia racista que caracteriza a los blancos que viven todavía en este país africano. Empieza a insultarlos mientras esboza una sonrisa. – Sois un grupo asqueroso de sinvergüenzas y putas -les suelta levantando el vaso para brindar. – Apenas me acuerdo -contesta Hans Olofson y sale a la oscuridad. Oye un leve gruñido a sus pies y descubre el cachorro de pastor alemán que le han regalado Ruth y Werner Masterton. El cachorro gruñe y Hans Olofson llama a Luka. – Encárgate del cachorro -le dice. – Sí, La fiesta degenera en una noche de caos. Personas borrachas se van dispersando y acostando por las habitaciones. Una pareja desigual se ha metido en la cama de Hans Olofson y en el jardín alguien prueba su puntería disparando con un revólver a las botellas que un sirviente asustado le coloca sobre una mesa. Hans Olofson se siente excitado de repente y empieza a dar vueltas alrededor de una mujer que proviene de una de las granjas más alejadas. La mujer está gorda e hinchada, la falda se le engancha sobre las rodillas y Hans Olofson ha visto que su marido duerme bajo una mesa en la habitación que había sido la biblioteca de Judith Fillington. – Voy a enseñarte algo -dice Hans Olofson. La mujer, que se había quedado medio dormida, se sobresalta y lo sigue hasta el segundo piso de la casa, a la habitación que en otros tiempos estaba llena de esqueletos. Enciende una lámpara y cierra la puerta. – ¿Esto? -le pregunta ella riéndose-. ¿Una habitación vacía? Sin contestarle, la aprieta contra la pared, le sube la falda y la penetra. – Una habitación vacía -repite ella y luego se echa a reír. – Imagínate que soy negro -dice Hans Olofson. – No digas eso -contesta ella. – Imagínate que soy negro -dice Hans Olofson otra vez. Cuando todo ha pasado, ella se aferra a él y Hans Olofson puede percibir el olor a sudor de su cuerpo sin lavar. – Otra vez -le pide ella. – Jamás -dice Hans Olofson-. Es mi fiesta y yo decido. Se marcha rápidamente y la deja allí sola. Los disparos del revólver resuenan desde el jardín y de repente ya no tiene más ganas de quedarse. Sale vacilante a la oscuridad y piensa que la única persona con la que desea estar es con Joyce Lufuma. Abandona su casa y su fiesta y se sienta en el coche, arranca bruscamente. Se sale dos veces del camino pero consigue no volcar, llega por fin y aparca enfrente de la choza de ella. El jardín está a oscuras y en silencio. Mira el deterioro que han sufrido los faros del coche, apaga el motor y se sienta en la oscuridad. La noche es tibia y se dirige hacia su sitio habitual, bajo el árbol. «Todos llevamos dentro de nosotros un perro abandonado que está ladrando», piensa. «Sus patas son de colores distintos, el rabo puede que se lo hayan cortado. Pero todos lo llevamos dentro.» Se despierta al amanecer y ve a una de las hijas de Joyce frente a él mirándolo. Sabe que tiene doce años, recuerda cuando nació. «Quiero a esta niña», piensa. «En ella puedo volver a ver algo de mí mismo, la grandeza del niño está en ser siempre amable y atento con los demás.» Ella lo mira seriamente y él tiene que forzar una sonrisa. – No estoy enfermo -le dice-. Sólo estoy aquí sentado descansando. Cuando él sonríe, ella también empieza a sonreír. «No puedo dejar a estas niñas», piensa. «La responsabilidad de Joyce y sus hijas es mía, de nadie más.» Le duele la cabeza y está mareado, la resaca le golpea el pecho con fuerza y le dan escalofríos cuando se acuerda de la relación sexual que mantuvo en la habitación vacía. «Podría haberlo hecho igualmente con uno de los esqueletos», se dice a sí mismo. La humillación a la que se expone parece no tener límites. Vuelve a su casa y ve a Luka quitando cascos de vidrio del jardín y piensa que también se avergüenza ante él. La mayoría de los invitados ha desaparecido, sólo quedan Ruth y Werner Masterton. Están sentados en la terraza tomando café. El cachorro que él ha bautizado como – Has sobrevivido -dice Werner sonriendo-. Parece que las fiestas son cada vez más violentas, como si el caos fuera inminente. – ¿Quién sabe? -dice Hans Olofson. Luka pasa por debajo de la terraza. Lleva un cubo lleno de botellas destrozadas. Lo siguen con la mirada, lo ven desaparecer en dirección al hoyo en el suelo donde entierra sus basuras. – Ven a vernos algún día -le invita Ruth cuando ella y Werner se levantan para volver a su granja. – Lo haré -dice Hans Olofson. Algunos días después de la fiesta sufre un fuerte ataque de malaria, peor que ninguno de los que ha tenido hasta entonces. Las pesadillas lo persiguen. Ve cómo es linchado por sus propios trabajadores. Le destrozan la ropa, le golpean con troncos y palos hasta que sangra y lo llevan delante de ellos hacia la casa de Joyce Lufuma. Imagina que ésa será su salvación, pero ella sale a su encuentro con una soga en la mano, y él se despierta justo en el momento en que se da cuenta de que ella y sus hijas van a colgarlo del árbol, con la soga sujeta como un lazo alrededor de su garganta. Cuando se ha repuesto y hace su primera visita a la casa de Joyce, recuerda de repente el sueño. «Tal vez se trate de una señal», piensa. «Reciben mi cuidado, dependen de mí. Ésos son los motivos que tienen para odiarme, los olvido con demasiada frecuencia. Olvido las diferencias y las verdades más simples.» El arco del tiempo se extiende sobre su vida. Es como un río que lleva dentro de sí. A menudo retrocede con el pensamiento a aquel lejano espacio de tierra que una fría noche de invierno se quemó y que nunca ha visitado. Se imagina la tumba de su padre y, cuando ya lleva dieciocho años en África, empieza a pensar en la suya. Va a la colina donde Duncan Jones descansa desde hace muchos años y deja vagar la mirada. Es por la tarde y el sol se tiñe del tono rojo de esa tierra invisible que siempre va arremolinándose por el continente africano. Ve a contraluz las hileras blancas donde están las gallinas, a los trabajadores que vuelven a casa cuando finaliza su jornada. Es octubre, poco antes de que empiece a caer la larga lluvia. El suelo está quemado y seco, sólo brillan los cactus, diseminados como manchas verdes en el reseco paisaje. El Kafue casi no lleva agua. El lecho del río está desecado, y sólo queda una fina corriente en medio del surco. Los hipopótamos se han ido en busca de lejanos pozos de agua, los cocodrilos no regresarán hasta que haya vuelto la lluvia. Quita las malas hierbas que han crecido sobre la tumba de Duncan Jones y entorna los ojos al dirigir la mirada hacia el sol. Busca la tumba que algún día tendrá, pero no quiere decidirse, sería como llamar a la muerte prematuramente. Pero ¿qué es prematuro? ¿Quién puede tener una idea del tiempo que va a vivir? «Nadie se queda impasible durante casi veinte años, rodeado de las supersticiones africanas», piensa. «Un africano nunca habría buscado un sitio para su sepultura y mucho menos lo habría indicado. Sería como dar un grito para llamar la atención de la muerte. »En realidad estoy en esta colina porque lo que veo desde aquí es bonito. »Aquí el espacio está recortado, los horizontes infinitos que siempre buscó mi padre. ¿Acaso lo veo bonito porque sé que es mío? »Aquí está el principio y tal vez también el final, un viaje casual y un encuentro más casual aún me trajeron aquí.» De repente decide visitar Mutshatsha de nuevo. Sin pensárselo dos veces se pone en camino. Se haya en pleno periodo de lluvias y los caminos están llenos de barro líquido. Aún así conduce deprisa, como si tratara de escapar de algo. La desesperación le abre paso en medio del lodazal. El trombón de Janine resuena en su cabeza… No consigue llegar a Mutshatsha. De repente, el camino ha desaparecido. Con las ruedas delanteras asomando por un precipicio, mira directamente hacia abajo y ve que se ha abierto una quebrada. El camino a Mutshatsha se ha derrumbado. Ya no hay modo de llegar. Cuando gira el coche para volver, se hunde en el barro. Arranca unos arbustos y los pone bajo las ruedas, pero el neumático sigue sin agarrarse. Durante el corto atardecer llega la lluvia y Hans Olofson se sienta en el coche a esperar. «Tal vez no venga nadie», piensa. «Puede que mientras duerma invadan el coche las hormigas y cuando pase el periodo de lluvias sólo queden mis huesos, limpios como un trozo de marfil.» Por la mañana cesa la lluvia y consigue que algunas personas de un pueblo cercano le ayuden con el coche. Vuelve a la granja entrada la tarde… El arco del tiempo continúa expandiéndose, pero de repente empieza a inclinarse hacia la tierra. Las personas se agrupan de nuevo alrededor de él en la oscuridad, sin que sepa lo que pasa. Es enero de 1987. Ya lleva dieciocho años en África. El periodo de lluvias este año es violento y prolongado. El Kafue se desborda, las lluvias torrenciales amenazan con anegar su gallinero. Los vehículos de transporte conducen a toda velocidad en el barro, caen los postes y se suceden prolongados cortes de luz. Es el periodo de lluvias más largo que ha conocido. En el país se viven a la vez momentos de intranquilidad. La masa está en movimiento, los desórdenes públicos causados por la falta de alimentos afectan a las ciudades y a la zona de cobre de Lusaka. Uno de sus coches que se dirigía a Mufulira cargado de huevos es obligado a detenerse por un gentío indignado que le quita la carga. Se oyen disparos por la noche, los granjeros evitan dejar sus casas. Un día, cuando Hans Olofson llega al amanecer a su diminuta oficina, alguien ha tirado una gran piedra por la única ventana que hay en el cobertizo de adobe. Interroga a los vigilantes nocturnos, pero ninguno ha oído ni visto nada. Un viejo trabajador mira desde lejos el interrogatorio que está llevando a cabo Hans Olofson. En la cara del viejo africano hay algo que lo obliga a parar de inmediato y decir a los vigilantes que se marchen a sus casas sin imponerles ningún tipo de castigo. Imagina que hay algo amenazante, aunque no puede decir qué es. El trabajo se hace, pero una atmósfera pesada flota sobre la granja. Una mañana, Luka ha desaparecido. Cuando abre, como de costumbre, la puerta de la cocina al amanecer, Luka no está ahí. No había pasado nunca. La niebla cae sobre la granja después de la lluvia nocturna. Llama a Luka a gritos, pero no viene nadie. Pregunta, pero nadie contesta, nadie ha visto nada. Va a su casa en el coche y se encuentra todo abierto, la puerta sin cerrar. Por la tarde limpia las armas que ha heredado de Judith Fillington, y el revólver que le compró hace más de diez años a Werner Masterton, que tiene siempre bajo su almohada. Por la noche duerme intranquilo, los sueños lo acechan y se despierta de repente. Le parece oír pasos en la casa, en el piso superior, encima de su cabeza. Coge el revólver en la oscuridad y escucha. Pero sólo es el viento que sopla alrededor de la casa. Está acostado despierto, el revólver descansa sobre su pecho. En la oscuridad, poco antes del amanecer, oye que un coche para ante la casa y, enseguida, le llegan unos golpes violentos en la puerta. Empuñando el revólver grita a través de la puerta y reconoce la voz de Robert, el encargado de Ruth y Werner Masterton. Abre la puerta y se da cuenta, otra vez más, de que hasta un negro puede palidecer. – Ha ocurrido algo, – ¿Qué ha pasado? -pregunta. – No lo sé, Ha vivido en África el tiempo suficiente como para poder diferenciar algo serio en la enigmática forma de expresarse del africano. Se viste deprisa, mete su revólver en el bolsillo y lleva en la mano el rifle de caza. Cierra cuidadosamente, se pregunta dónde está Luka y luego se mete en el coche y sigue a Robert. En el cielo se amontonan nubes negras de lluvia cuando los dos coches entran en la casa de los Masterton. «Una vez vine aquí», piensa, «en otro tiempo, como otra persona.» Reconoce a Louis entre los africanos que hay fuera de la casa. – ¿Por qué están aquí? -pregunta. – Precisamente se trata de eso, – Puede que se hayan ido de viaje -dice Hans Olofson-. ¿Dónde está su coche? – Ha desaparecido, Mira la casa, la fachada inmóvil. Camina alrededor de la casa, grita hacia el dormitorio de ellos. Los africanos le siguen distantes, expectantes. De pronto siente miedo, sin saber el motivo. Ha ocurrido algo. Siente un vago temor por lo que va a ver, pero pide a Robert que le traiga una ganzúa del coche. Al abrir la puerta exterior no suenan las alarmas. En el momento en que logra abrir la puerta se da cuenta de que el cable del teléfono que va a la casa está cortado cerca de la pared de la casa. Entra solo, le quita el seguro al rifle y derriba la puerta de un disparo. Lo que encuentra es peor de lo que había podido imaginarse. Es como una película macabra, como entrar en un matadero con cuerpos de personas que yacen destrozadas en el suelo. Nunca llegó a entender cómo no perdió el conocimiento ante lo que vio… Y después, ¿qué queda después? El último año antes de que Hans Olofson dejara atrás la pesada extensión de abetos y abandonara a su padre, Erik Olofson, soñando con un mar lejano que lo llama desde su interior. El último año que Janine aún vive… Un sábado por la mañana temprano, en marzo de 1962, Janine se pone en la esquina de la ferretería y La Casa del Pueblo. Es el cruce más importante, una esquina que nadie puede evitar. A esas horas tan tempranas sostiene por encima de su cabeza un cartel, con un texto en letras negras que ella ha escrito la tarde anterior… Va a ocurrir algo terrible. Un rumor crece y se convierte en una rotunda convicción. Hay una minoría que se atreve a insinuar que Janine y su cartel solitario expresan el sentido común del que carecen desde hace demasiado tiempo. Pero sus voces se desvanecen en el helado viento de marzo. Los que piensan razonablemente se movilizan… ¿Una persona que ni siquiera conserva su nariz, acaso se habían pensado que iba a descansar tranquila y segura en brazos de Hurrapelle? Pero ahí la tienen, a la que debería pasar inadvertida y esconder su fea cara. Janine conoce esa forma de pensar, que corre como la pólvora. De todos modos, ha aprendido algo de las monótonas reprimendas de Hurrapelle. Sabe lo que es estar en contra cuando cambia el sentido del viento y hay que buscar a tientas un asidero para la fe… Ese día, por la mañana temprano, lleva una pancarta en medio del gentío adormecido. La gente se apresura por la calle, con los abrigos aleteando sobre sus piernas al andar, y se detienen para leer lo que ha escrito ella. Luego continúan, a paso rápido, tratando de atrapar a la persona más cercana y pedirle un momento para que conteste qué supone que quiere decir esa loca. ¿Va a decirnos una mujer sin nariz lo que debemos pensar? ¿Quién le ha pedido que levante esa barricada ambulante? Los viejos salen tambaleándose de la cervecería para contemplar la parafernalia con sus propios ojos. No les importa el destino del mundo, y sin embargo se convierten en sus mudos partidarios. Tienen una necesidad de venganza ilimitada. Quien lleva una pancarta en el centro del hormiguero se merece todo el apoyo que se pueda tener… Guiñando los ojos por el reflejo de la luz salen dando tropezones del oscuro local. Notan con satisfacción que esa mañana es distinta de las demás. Inmediatamente se dan cuenta de que Janine necesita todo el apoyo que le puedan dar, y algún osado se acerca a ella vacilante para invitarla a una cerveza, que ella rechaza con amabilidad. En ese mismo momento llega Hurrapelle derrapando con su coche recién comprado, a quien un feligrés ya ha puesto al tanto de todo después de haberlo despertado por teléfono. Hace lo que puede para detenerla. Suplica, suplica todo lo que puede. Pero ella sólo sacude la cabeza. Va a quedarse. Cuando ve que su decisión es inamovible, acude a la iglesia para discutir con su dios sobre este fastidioso asunto. En la comisaría de policía buscan en los textos legales. En alguna parte debe de estar el artículo que permita una intervención. Pero no creen que se pueda denominar «delito», ni siquiera «disturbio», o «que portaba armas peligrosas». Mientras los policías suspiran sobre los huecos textos legales buscando febrilmente en el grueso libro, Janine continúa en su puesto de la esquina… De repente alguien se acuerda de Rudin, que algunos años antes se había prendido fuego. ¡Ahí puede estar la solución! Hacerse cargo de una persona que no está en situación de hacerlo por sí misma. Siguen pasando las páginas con dedos sudorosos y finalmente se disponen a intervenir. Pero cuando los policías se acercan y el gentío espera ávido lo que va a ocurrir, Janine baja su pancarta tranquilamente y se aleja de allí. Los policías se quedan boquiabiertos, la muchedumbre refunfuña y los viejos de la cervecería aplauden con satisfacción. Cuando todo se ha calmado se puede razonar sobre lo que ella ha escrito en su insolente pancarta: NO A LA BOMBA ATÓMICA. UNA SOLA TIERRA. ¿Pero quién quiere tener una bomba en la cabeza? ¿Y a qué se refiere con «una sola tierra»? ¿Podría haber más? Si la verdad se va a predicar así, rehúsan que lo haga cualquiera que se sienta con ganas de hacerlo, y menos aún si es una mujer a la que le falta la nariz… Janine se aleja con la cabeza alta, aunque, como de costumbre, va a contracorriente. El próximo sábado se colocará de nuevo en aquella esquina y nadie podrá pararla. Con toda discreción, lejos de los escenarios en los que se desarrolla el mundo en serio, va a hacer su aportación según sus posibilidades. Se dirige al puente, se suelta el pelo y tararea Durante el último año que Hans Olofson vive todavía junto al río se produce un movimiento en sus vidas. Como un desplazamiento lento del eje de la tierra, un movimiento tan débil que al principio es casi imperceptible. Pero incluso en este alejado rincón, las olas encrespadas hablan de una forma de vida que ya no se conforma con el destierro en una inmensa oscuridad. La perspectiva ha empezado a desplazarse, el temblor de lejanas guerras de independencia y la insurrección traspasan las murallas de los bosques de abetos. Están sentados juntos en la cocina de Janine aprendiéndose los nombres de las nuevas naciones. Y perciben el movimiento, la vibración de los lejanos continentes donde las personas se ponen en pie. Con asombro no exento de angustia, ven cómo cambia el mundo. Un mundo viejo que se está desintegrando, donde los dobles fondos podridos se vienen abajo dejando al descubierto una miseria increíble, injusticia, atrocidad. Hans Olofson empieza a entender que el mundo en el que pronto se adentrará va a ser distinto al de su padre. Y piensa que hay que descubrir todo de nuevo, revisar la carta de navegación, sustituir los nombres de antes por los nuevos. Trata de hablar con su padre de lo que está experimentando. Lo incita a que deje el hacha clavada en un tronco y regrese al mar. A menudo la conversación termina antes de que empiece siquiera. Erik Olofson se defiende, no quiere acordarse. Pero una vez ocurre algo inesperado… – Voy a viajar a Estocolmo -anuncia Erik Olofson mientras están comiendo. – ¿Por qué? -pregunta Hans Olofson. – Tengo que hacer un recado en la capital. – ¡Pero si no conoces a nadie en Estocolmo! – He recibido contestación a mi carta. – ¿Qué carta? – La carta que escribí. – Tú nunca escribes cartas. – Si no me crees, no hablamos más de esto. – ¿Qué carta? – De la compañía Vaxholm. – ¿La compañía Vaxholm? – Sí, la compañía Vaxholm. – ¿Y eso qué es? – Una empresa de navegación. Se encargan del transporte marítimo en el archipiélago de Estocolmo. – ¿Para qué te quieren? – He visto un anuncio en algún sitio. Necesitan marineros. Pensé que podía ser algo para mí. Puertos nacionales y tráfico costero en las aguas interiores. – ¿Has buscado trabajo? – ¿No oyes lo que estoy diciendo? – ¿Qué te escriben? – Quieren que vaya a Estocolmo para verme. – ¿Y así pueden saber si eres un buen marinero? – No. Pero pueden hacerme preguntas. – ¿Sobre qué? – Por ejemplo, por qué no he navegado durante tantos años. – ¿Qué contestas tú? – Que los hijos han crecido y pueden arreglárselas solos. – ¿Los hijos? – Pensaba que sonaría mejor si decía que tenía varios. Los marineros han de tener muchos hijos, siempre lo he oído. – ¿Y cómo se llaman los chicos? – Me lo inventaré. Sólo es cuestión de pedir algunos nombres. Puedo pedir prestadas algunas fotos. – ¿Vas a pedir a otros que te presten fotos de sus hijos? – ¿Qué diferencia hay? – ¡Hay una diferencia enorme! – No creo que tenga que jurar que son míos. Pero sé cómo son los navieros. Es mejor estar preparado. Hace tiempo había un naviero en Gotemburgo que exigía que todos los que quisieran enrolarse en sus barcos tenían que ser capaces de andar con las manos. La federación de marineros protestó, como era de esperar, pero se hizo como él quería. – ¿Pudiste andar con las manos? – No. – ¿De qué estás hablando realmente? – De que tengo que hacer un recado en Estocolmo. – ¿Cuándo te vas? – Todavía no lo he decidido. – ¿Qué quieres decir? – Puede que no me presente. – ¡Por supuesto que vas a ir! Ya no puedes seguir dando vueltas por el bosque. – Yo no doy vueltas por el bosque. – Sabes a qué me refiero. Nos iremos cuando termine los estudios. – ¿Adonde? – Tal vez podamos enrolarnos en el mismo navío. – ¿En un barco de Vaxholm? – ¡Yo qué sé! Pero quiero marcharme más lejos. Voy a salir al mundo. – Entonces espera a que hayas terminado los estudios. – Tú no tienes que esperar. ¡Debes irte ya! – No puede ser. – ¿Por qué? – Ya es demasiado tarde. – ¿Demasiado tarde? – Se ha acabado el tiempo. – ¿Cuándo? – Hace aproximadamente medio año. – ¿Hace medio año? – ¿Y qué? – ¿Y me lo cuentas ahora? ¿Por qué no te fuiste? – Pensaba hablar antes contigo. – ¡Santo cielo! – ¿Qué pasa? – Tenemos que marcharnos lejos de aquí. Aquí no se puede vivir. ¡Tenemos que salir y descubrir el mundo otra vez! – Creo que empiezo a ser demasiado viejo. – Te vuelves viejo de andar pateando el bosque sin cesar. – ¡No pateo el bosque! Trabajo… – Ya lo sé, pero de todos modos… «A pesar de todo, es posible», piensa Hans Olofson. «Puede que se marche de nuevo. Lleva el mar dentro de sí, ahora lo sé…» Acude rápidamente a casa de Janine a contárselo. «Ya no voy a tener que verlo arrastrándose en la cocina por las noches, empapado hasta el cuello de agua de fregar…» Se queda un rato en el puente contemplando los témpanos de hielo que son arrastrados hacia el mar por las aguas del río. Lejos de allí está el mundo, ese mundo nuevo que espera al conquistador de la Edad Moderna. Ese mundo que está descubriendo con Janine… Pero en algún punto del camino cada uno se irá por su lado. Para Hans Olofson, el cambio se vislumbra como un tiempo de espera personal. Su peregrinación, con o sin Erik Olofson, va a tener lugar en un mundo que otros están poniendo en orden para él. Los pensamientos de Janine son distintos. Para ella, el descubrimiento es que esa incomprensible miseria no es ni un capricho de la naturaleza ni una ley impuesta por el destino. Ve a personas que eligen conscientemente un odio atroz como arma para su propio beneficio. De ese modo dividen el mundo en dos mitades. Hans Olofson emerge de su tiempo de espera. Janine siente que su conocimiento de las cosas exige una acción, no sólo los ruegos para los necesitados de los que participa bajo la dirección de Hurrapelle. La pregunta se hace más profunda, no la abandona, ni siquiera en sueños. Y empieza a buscar cómo expresarla. «Una cruzada personal», piensa. «Una cruzada solitaria para hablar de ese mundo que hay más allá de los bosques de abetos.» Lentamente va madurando su decisión y, sin decir nada a Hans Olofson, decide ponerse en guardia en la esquina de la calle. Siente que esa decisión tiene que tomarla sola. No puede compartir su cruzada con nadie sin haber estado allí una vez… Precisamente ese sábado de marzo por la mañana, Hans Olofson se la ha pasado en el garaje del ingeniero de montes donde, junto a uno de los hijos, ha intentado inútilmente poner en marcha una vieja motocicleta. Hasta después del mediodía, cuando ha ido al quiosco de Pettersson, no ha sabido nada de lo sucedido. Siente un desgarrón en el corazón cuando oye lo que ha hecho Janine. Piensa que ahora ha sido descubierto. Seguro que todos saben que va furtivamente hasta su puerta, a pesar de que siempre ha intentado evitar que lo vean cuando atraviesa la verja. Empieza a odiarla de inmediato, como si la intención de ella en realidad fuera implicarlo a él en su propia humillación. Siente que tiene que distanciarse rápidamente, apartarse de ella. – No se debe tener en cuenta a una mujer sin nariz -dice. Ha decidido ir a visitarla por la tarde. Pero en vez de eso se pasa la tarde en la Casa del Pueblo. Baila con todas las que puede y, cuando entra dando empujones y cabezazos en el servicio de caballeros, cuenta las cosas más despreciables que se le ocurren de Janine. Cuando la orquesta Kringström termina con «Esa endiablada bruja», piensa. «Si hubiera pasado por allí en ese momento, no habría dudado en pedirme que le ayudara a llevar la pancarta…» De repente, decide visitarla por última vez y decirle lo que piensa. Para no ser descubierto, cruza el puente cautelosamente como un delincuente y espera un rato fuera de su verja antes de entrar a escondidas en la oscuridad. Ella lo recibe sin reproches. Se supone que tendría que haber venido, pero no lo hizo. Nada más que eso. – ¿Has estado esperando? -pregunta. – Estoy acostumbrada a esperar -contesta ella-. No importa. Él la odia y la desea, pero al mismo tiempo sabe que esa tarde es el portavoz de la aldea y le dice que no volverá nunca más si ella se pone otra vez en la esquina. Ella siente un frío soplo de viento que le atraviesa el corazón. Ha creído todo el tiempo que él iba a animarla, que iba a decirle que lo que hacía era lo correcto. Así había interpretado ella la conversación que mantuvieron acerca del mundo que cruje por el viento del cambio. La pena desciende como lodo sobre su cabeza. Ahora sabe que se ha quedado sola de nuevo… Pero aún no, porque el deseo de él se impone y los cuerpos vuelven a abrazarse con fuerza otra vez. La última época que pasan juntos se convierte en un tormento prolongado. Hans Olofson vuelve al punto de partida, la cabeza de corneja que él y Sture dejaron en su buzón. Ahora quisiera cortarle la cabeza a ella. Escupe y blasfema ante ella, deja a un lado lo que habían acordado y se dedica a criticarla ante todo el que quiera oír. En medio de ese caos, él consigue su certificado de estudios. Haciendo un esfuerzo de concentración, obtiene unas excelentes e inesperadas calificaciones. El director Bohlin se encarga de que se envíe una solicitud de ingreso al instituto de la capital. Cuando se ajusta la gorra gris, toma la decisión de seguir estudiando. Ahora no necesita esperar a que el padre deje a un lado el hacha de la indecisión, ahora puede decidir él mismo cuándo marcharse. Ser libre sólo depende de él. La noche del examen se planta ante la puerta de Janine. Ella lo espera con flores, pero él no quiere sus puñeteras flores. Se va a marchar y ha venido por última vez. La gorra gris cuelga del cuadro de María sentada a la ventana… Pero al final de ese verano va a visitarla. Sin embargo, nunca llega a saber el último secreto de ella… La marcha, el final. Se siente indeciso y desamparado. Una tarde de mediados de agosto la visita por última vez. Se encuentran un momento en la cocina, sin apenas palabras, como si hubiera sido la primera vez, cuando llegó con las tijeras de podar en la mano. Dice que le va a escribir, pero ella le contesta que es mejor que no lo haga. Es mejor dejar que todo se diluya, que se lo lleve el viento. Abandona la casa por última vez. Detrás de sí oye las notas de Al día siguiente su padre lo acompaña a la estación del ferrocarril. Hans Olofson mira a su padre. Ese aspecto gris, esa indecisión… – Vendré a casa alguna vez -le dice-. Y tú podrás visitarme. – Claro, por supuesto que voy a ir a visitarte -contesta Erik Olofson-. El mar… -comienza, y luego se calla. Pero Hans Olofson no lo oye. Está impaciente, esperando a que el tren de cercanías se ponga en marcha. Erik Olofson permanece de pie en la estación un buen rato y piensa que aún queda el mar. Bastaría con que él pudiera… Siempre esta sensación de impotencia. Luego vuelve a su casa junto al río y escucha el bramido del mar a través de su aparato de radio… Es el mes de la serba, la época de la serba. Un domingo de septiembre por la mañana. Un banco de niebla se deja caer sobre la aldea, que empieza a despertar poco a poco. El aire es helado y la gravilla cruje cuando un hombre solo dobla la esquina de la calle principal y toma un atajo para bajar la pendiente que conduce al río. El Parque del Pueblo, en la punta del cabo, resplandece solitario bajo la luz grisácea de la mañana como unas ruinas medio demolidas. En los terrenos del tratante de caballos, los animales pastan en medio de la niebla. Se mueven silenciosamente, como naves a la espera de que sople viento. El hombre suelta un bote en el ensanche del río y se sienta junto a los remos. Luego rema en dirección al estrecho que hay entre la punta del Parque del Pueblo y la orilla sur del río. Allí suelta un ancla que queda atrapada en las rocas del fondo del río. Lanza un sedal y espera. Después de una hora decide intentar bajar un poco más en dirección a la punta. Deja el ancla suelta bajo la quilla mientras rema. Pero de repente algo se engancha a ella y, cuando por fin logra soltarla, ve que un trozo de ropa casi podrida se ha quedado atravesado en el rezón. Es un trozo de blusa de mujer. Pensativo, vuelve a remar en dirección a la orilla… El trozo de tela está sobre una mesa en la comisaría y Hurrapelle la mira. Luego asiente con la cabeza. El equipo de rastreo que se convoca de inmediato no tiene que buscar mucho. La segunda vez que los dos botes de remos se deslizan por el estrecho, uno de los anzuelos que rastrea el fondo se queda enganchado. En la playa, Hurrapelle ve volver a Janine… El médico mira el cuerpo por última vez antes de decidir que se haga la autopsia. Después de lavarse, se queda junto a la ventana mirando las copas de los abetos que se tiñen de color por la puesta de sol. Se pregunta si es el único que conoce el secreto de Janine. Sin saber por qué, decide no ponerlo por escrito en el protocolo de la autopsia. Aunque no sea correcto, piensa que no cambia nada. De todos modos sabe que se ha ahogado. Había un grueso cable de acero alrededor de su cintura y se había metido planchas y pesados trozos de tubería en la ropa. No se ha producido ningún delito. Por lo tanto, no tiene que escribir que Janine estaba embarazada cuando murió… En la casa junto al río, Erik Olofson está inclinado sobre una carta de navegación. Se coloca bien las gafas y guía con el dedo índice su nave a través del estrecho de Malaca. Siente el olor del mar, ve a lo lejos los faroles resplandecientes de los navíos en dirección contraria. Al fondo, las olas braman a través de la radio. «¿Es posible, a pesar de todo?», piensa. «¿Una nave pequeña que va con mercancías a lo largo de la costa? Tal vez…» ¿Y Hans Olofson? No recuerda quién se lo dice, pero ha oído algo. Y sabe que Janine ha muerto. La que se ponía cada sábado con su pancarta en la esquina de la Casa del Pueblo y la ferretería. Por la noche abandona la pensión, que detesta, y vaga inquieto por la oscura ciudad. Trata de convencerse de que no tiene la culpa de nada. Ni él ni nadie. Pero él lo sabe todo. «Mutshatsha», piensa. «Querías viajar allí, ése era tu sueño. Pero nunca pudiste marcharte y ahora estás muerta. »Un día, detrás de un horno derruido en la vieja fábrica de ladrillos, descubrí que yo era yo y nadie más. ¿Pero luego qué? ¿Y ahora?» Se pregunta cómo va a pasar cuatro años en ese instituto desconocido. Se debate sin tregua entre la fe en el futuro y la resignación. Intenta animarse. «Vivir tiene que ser como prepararse continuamente para hacer nuevos viajes», piensa. «O, por el contrario, ser como mi padre…» De pronto se decide. Algún día irá a Mutshatsha. Algún día va a hacer ese viaje que Janine nunca hizo. Ese pensamiento se convierte enseguida en algo sagrado. La meta más delicada de todas ha aparecido ante él. El sueño de otra persona del que él se hace cargo… Con mucho cuidado, sube en silencio los escalones que lo llevan a su habitación. Le parece reconocer el olor del apartamento de la vieja Westlund. Olor a manzana, a caramelo ácido. Los libros esperan sobre la mesa. Pero él piensa en Janine. «Ser adulto tal vez consista en ser consciente de nuestra soledad», piensa. Se queda un rato sentado. Es como si estuviera sentado otra vez en el gran arco del puente. Allá arriba, las estrellas. Debajo de él, Janine… |
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