"El ojo del leopardo" - читать интересную книгу автора (Mankell Henning)TERCERA PARTE . El ojo del leopardo En los sueños de Hans Olofson el leopardo caza. El terreno es una zona alejada y en declive, la sabana africana se desplaza para convertirse en su guarida. La perspectiva cambia continuamente. A veces él está delante del leopardo, otras veces detrás, y entretanto él mismo adopta el aspecto del leopardo. En los sueños siempre está anocheciendo. Se ve a lo lejos, en una llanura, rodeado por el alto pasto elefante. El horizonte le asusta. La escena del leopardo es una amenaza que se acerca de forma constante a su intranquila conciencia, noche tras noche. A veces se despierta de repente y cree que lo entiende. Que no le persigue un leopardo, sino dos. En su fuero interno, el leopardo va contra su naturaleza de cazador solitario y se junta con otro animal. Nunca logra descifrar qué armas lleva durante sus recurrentes cacerías nocturnas. ¿Tiende lazos o lleva una lanza con punta de hierro forjado? ¿O persigue al leopardo con las manos vacías? El paisaje se extiende en sus sueños como una llanura infinita en la cual él imagina que hay un borroso lecho de río cerca del lejano horizonte. Quema el alto pasto elefante para echar al leopardo. A veces también le parece vislumbrar la sombra del leopardo, como un rápido movimiento en el espacio alumbrado por la luna. El resto es sosiego, su propia respiración que resuena dentro del sueño. «El leopardo lleva un mensaje», piensa cuando se despierta. «Un mensaje que aún no soy capaz de descifrar…» Cuando el ataque de malaria presiona su mente y le provoca alucinaciones, ve el ojo vigilante del leopardo. «Es Janine», piensa confuso. «El ojo que veo es el de ella, me mira desde el fondo del río mientras me balanceo en el arco del puente de hierro. Se ha puesto sobre los hombros una piel de leopardo para que no pueda darme cuenta de que es ella. »¿Pero acaso no está muerta? Cuando me marché de Suecia y dejé atrás todos mis antiguos horizontes, ya hacía siete años que ella faltaba. Pronto llevaré dieciocho años en África.» El ataque de malaria lo lanza fuera del sopor y al despertar no sabe dónde está. El revólver, que nota junto a una de sus mejillas, se lo recuerda. Escucha en medio de la oscuridad. «Estoy rodeado de bandidos», piensa desesperado. «Luka es quien los ha llamado, quien ha cortado el cable del teléfono y la corriente eléctrica. Están esperando en la oscuridad. Pronto vendrán para abrirme el pecho y llevarse mi corazón mientras aún late.» Reuniendo sus últimas fuerzas se incorpora para apoyar la espalda en el cabecero de la cama. «¿Por qué no oigo nada?», piensa. «El silencio… »¿Por qué no suspiran los hipopótamos junto al río? ¿Dónde está el condenado de Luka?» Grita en la oscuridad. Pero no contesta nadie. Tiene el revólver entre sus manos. Está esperando… La cabeza En sus ojos han metido dos tenedores. En el comedor se encuentra sentado a la mesa su cuerpo sin cabeza, las manos cortadas están en una fuente delante de él, el mantel blanco aparece totalmente manchado de sangre. En el dormitorio encuentra a Ruth Masterton con la garganta cortada, la cabeza casi separada del cuerpo. Está desnuda, uno de sus fémures se lo han partido de un hachazo. Las moscas zumban sobre su cuerpo y él piensa que lo que está viendo no es verdad. Se da cuenta de que está llorando de miedo y al salir de la casa se desmorona. Los africanos, que están esperando, retroceden y él les grita que no entren. Le dice a Robert que avise a los vecinos, que vaya en busca de la policía y, súbitamente, desesperado, dispara al aire con su rifle. Vuelve a casa después del mediodía, aterrorizado, apático, sin fuerzas para soportar toda la rabia que sabe que va a sentir. Durante ese largo día, el rumor se ha extendido entre la colonia blanca, han llegado coches y se han vuelto a marchar e, inmediatamente, hay una opinión que predomina. Ruth y Werner Masterton no han sido víctimas de unos bandidos comunes. Aunque no esté el coche y hayan desaparecido cosas de valor, esta insensata doble muerte es algo más, un odio reprimido que ha logrado ponerse en marcha. Este es un crimen racista, un asesinato político. Ruth y Werner Masterton han encontrado su destino en manos de unos negros que se han autoproclamado vengadores. La colonia blanca se reúne de forma improvisada en la casa de uno de los vecinos de los Masterton para hablar sobre distintas medidas se seguridad. Pero Hans Olofson no los acompaña, dice que no tiene fuerzas, y alguien propone ir a visitarlo por la tarde para informarle de la conclusión a la que han llegado. Pero él rechaza el ofrecimiento, tiene a sus perros y sus armas, sabe tener cuidado. Cuando vuelve a su casa ha empezado a llover, cae un violento aguacero y prácticamente no se puede ver nada. De pronto le parece vislumbrar una sombra negra que desaparece detrás de la casa cuando da la vuelta para entrar en el patio. Se queda sentado un rato en el coche con los limpiaparabrisas funcionando al máximo. «Estoy asustado», piensa. «Más asustado que nunca. Los que han matado a Ruth y Werner han hundido sus cuchillos también en mí.» Le quita el seguro al rifle y corre bajo la lluvia, abre la puerta y la cierra de nuevo con fuerza tras de sí. La lluvia retumba contra las chapas del tejado, el perro que le regalaron cuando cumplió cuarenta años está sentado en el suelo de la cocina, curiosamente tranquilo. Enseguida tiene la sensación de que alguien ha entrado en la casa mientras él estaba fuera. En la actitud del pastor alemán hay algo que le preocupa. Normalmente acude a su encuentro alegre y con energía. Ahora está inexplicablemente quieto. Mira el perro que tiene gracias a Ruth y Werner Masterton y se da cuenta de que la realidad se está convirtiendo en una pesadilla. Se pone en cuclillas delante del perro y le rasca detrás de las orejas. – ¿Qué ha pasado? -le susurra-. Cuéntame qué es, muéstrame lo que haya ocurrido. Recorre la casa con el seguro del rifle quitado, y el perro le sigue en silencio. La sensación de que alguien ha entrado en la casa no lo abandona a pesar de que no ve huella alguna, nada que haya desaparecido o cambiado. Sin embargo, lo sabe. Suelta al perro para que se una a los otros. – Ahora vigila -le dice. Durante la noche permanece sentado en una silla con sus armas a mano. Piensa que hay un odio ilimitado, un odio contra los blancos que ahora se toma en serio por primera vez. Nada indica que pueda evitar estar rodeado de ese odio. El precio que tiene que pagar por la buena vida que lleva en África es que ahora está despierto, sentado junto a sus armas. Al alba se adormece en la silla. Los sueños lo trasladan de nuevo al pasado. Se ve andando con dificultad en medio de la nieve de varios metros de altura, como un bulto sobre unas botas que siempre le van demasiado grandes. En alguna parte se vislumbra el rostro de Janine. Se despierta de repente y se da cuenta de que ha sido por un golpe en la puerta de la cocina. Quita el seguro de su arma y abre. Fuera está Luka. La furia le llega de no sabe dónde y dirige su arma hacia él oprimiendo sus costillas con el cañón. – ¡Exijo la mejor explicación que puedas darme! -le grita-. La necesito. Y la voy a tener ahora. De no ser así, no volverás a entrar en mi casa. Ni su arrebato, ni el arma con el seguro quitado, parecen afectar al digno hombre negro que está de pie ante él. – Una serpiente blanca se lanzó sobre mi pecho -dice-. Taladró mi cuerpo como una llamarada de fuego. Para no morir, me vi obligado a buscar a un – Mientes, negro maldito -dice Hans Olofson-. ¿Una serpiente blanca? No hay serpientes blancas, no hay serpientes que atraviesen el tórax de una persona. No me interesa lo que acabas de inventarte, quiero saber la verdad. – Lo que digo es verdad, Hans Olofson, fuera de sí, le golpea con fuerza con el cañón del arma. La sangre brota de la mejilla de Luka, pero aun así no consigue afectar su impasible gesto de dignidad. – Estamos en 1987 -dice Hans Olofson-. Eres un hombre adulto, has vivido entre – Nuestro presidente es un hombre culto, – Es probable -replica Hans Olofson-. Ha prohibido los rituales de magia. Un médico brujo puede ser enviado a prisión. – Nuestro presidente lleva siempre un pañuelo blanco en la mano, «Es inalcanzable», piensa Hans Olofson. «Es la persona a la que más debo temer, pues conoce mis costumbres.» – Tus hermanos han matado a mis amigos -dice-. Ya lo sabrás, por supuesto. – Todos lo saben, – Buenas personas -comenta Hans Olofson-. Gente trabajadora e inocente. – Nadie es culpable, – ¿Quién los mató? -pregunta Hans Olofson-. Dime si sabes algo. – Nadie sabe nada, – Creo que mientes -dice Hans Olofson-. Siempre sabes lo que ocurre, a veces incluso antes de que haya ocurrido. Pero ahora, de repente, no sabes nada en absoluto. ¿Acaso fue una serpiente blanca la que los mató y les cortó la cabeza? – Puede ser, – Has trabajado en mi casa durante casi veinte años -dice Hans Olofson-. Siempre te he tratado bien, te he pagado bien, te he dado ropa, una radio, todo lo que has pedido e incluso lo que no has pedido. Sin embargo no me fío de ti. ¿Qué impide que una mañana me cortes la cabeza con – Entonces nosotros decidiríamos qué hacer, Hans Olofson baja el rifle. – Una vez más -dice-. ¿Quién asesinó a Ruth y a Werner Masterton? – Lo hizo quien lo hizo, – Pero tendrás alguna idea -dice Hans Olofson-. ¿Qué ronda por tu cabeza? – Es un periodo de intranquilidad, – ¿Pero por qué precisamente Ruth y Werner? -se pregunta Hans Olofson-. ¿Por qué precisamente ellos? – Las cosas siempre empiezan en alguna parte, «Tiene razón, por supuesto», piensa Hans Olofson rápidamente. «En la oscuridad se toma una decisión sanguinaria, un dedo apunta en una dirección casual y ahí está la casa de Ruth y Werner Masterton. La próxima vez, ese dedo puede apuntar hacia mí.» – Debes saber una cosa -dice a Luka-. Jamás he matado a una persona. Pero no dudaré en hacerlo. Ni siquiera si tengo que matarte a ti. – Lo recordaré, Un coche se acerca despacio por el camino enlodado y destrozado del criadero de gallinas. Hans Olofson reconoce el Peugeot oxidado de Peter Motombwane. – Café y té -ordena a Luka-. A Peter Motombwane no le gusta el café. Se sientan en la terraza. – Supongo que me estabas esperando -dice Peter Motombwane mientras remueve el té en su taza. – En realidad no -contesta Hans Olofson-. En este momento espero todo y no espero nada. – Olvidas que soy periodista -le recuerda Peter Motombwane-. Olvidas que tú eres una persona importante. Eres el primero que vio lo que había ocurrido. Inesperadamente, Hans Olofson empieza a llorar. En su interior se desata un intenso acceso de llanto y tristeza. Peter Motombwane espera con la cabeza gacha, mirando hacia el resquebrajado suelo de piedra de la terraza. – Estoy cansado -dice Hans Olofson cuando se le ha pasado el llanto-. Veo a mis amigos muertos, las primeras personas que conocí cuando llegué un día a África. Veo sus cuerpos desfigurados, una violencia absolutamente incomprensible. – Puede que no sea así -le rebate Peter Motombwane despacio. – Te daré detalles -dice Hans Olofson-. Vas a tener toda la sangre que tus lectores sean capaces de soportar. Pero antes vas a explicarme qué ha ocurrido. Peter Motombwane abre las manos. – No soy policía -dice. – Eres africano -argumenta Hans Olofson-. Además eres inteligente, eres un hombre culto, ya no crees en las supersticiones. Eres periodista, supongo que tú u otra persona tenéis cosas que explicarme. – Muchas cosas de las que dicen son ciertas -contesta Peter Motombwane-. Pero te equivocas cuando crees que no soy supersticioso. Lo soy. Con el pensamiento, intento alejarme de ello, pero en mis sentimientos lo he heredado para siempre. Uno puede ir a vivir a un país extranjero, como has hecho tú, allí se tiene que buscar el sustento, construir su vida, pero nunca debe dejar atrás los orígenes. Algo queda para siempre, algo que es más que un recuerdo, que te recuerda quién eres en realidad. Yo no rindo culto a los dioses tallados en madera, cuando estoy enfermo acudo a los médicos que llevan batas blancas. Pero escucho también la voz de mis antepasados, me pongo cintas negras alrededor de las muñecas como protección cuando viajo en avión. – ¿Por qué Werner y Ruth? -dice Hans Olofson-. ¿Por qué este insensato baño de sangre? – Te equivocas -responde Peter Motombwane-. Piensas de modo equivocado debido a que los puntos de partida que eliges son erróneos. Tu cerebro blanco te embauca. Si quieres entender, tienes que pensar como los negros. Y no creo que seas capaz. Del mismo modo que yo no puedo expresar pensamientos blancos. ¿Preguntas por qué han sido asesinados precisamente Werner y Ruth? ¿Podrías preguntarte de igual manera por qué no? Hablas de un doble asesinato insensato. No estoy seguro de que lo fuera. Las cabezas cortadas evitan que las personas se aparezcan; las manos cortadas, que las personas puedan vengarse. No cabe la menor duda de que los asesinaron africanos, pero es poco probable que fuera tan espantoso como te figuras. – Por lo tanto, crees que fue un asesinato por atraco común -replica Hans Olofson. Peter Motombwane sacude la cabeza de un lado a otro. – Si hubiera ocurrido hace un año habría pensado eso -contesta-. Pero no ahora, no con la intranquilidad que aumenta cada día en nuestro país. Es un caldo de cultivo para las fuerzas contrarias. Creo que Ruth y Werner fueron víctimas de asesinos que en realidad hubieran querido clavar sus – Dame una explicación -pide Hans Olofson-. Dibújame un mapa político, una imagen plausible de lo que podría haber sucedido. – Lo primero que debes entender es que lo que hago es peligroso -dice Peter Motombwane-. Los políticos en nuestro país no tienen escrúpulos. Vigilan su territorio dejando correr siempre a sus perros sueltos. Hay un solo órgano efectivo en este país que está bien organizado y permanentemente en activo, se trata de la policía secreta del presidente. Se vigila a la oposición con una tupida red de delatores, en cada pueblo, en cada empresa siempre hay alguien que está ligado a la policía secreta. Incluso en tu granja hay por lo menos un hombre que una vez a la semana informa a un superior desconocido. A eso me refiero al decir que es peligroso. Sin que lo sepas, Luka puede ser el hombre que informe desde aquí. No se puede dejar crecer a la oposición. Los políticos que imperan hoy en día vigilan nuestro país como si se tratara de un botín. En África es fácil desaparecer. Los periodistas que han sido demasiado críticos y no han escuchado las voces de alarma han desaparecido, los redactores de los diarios se designan por su fidelidad a partidos y políticos, y eso significa que es natural que en los periódicos no se diga nada sobre los periodistas desaparecidos. No creo que se pueda explicar con más claridad. Hay una serie de hechos ocultos en este país que la gente no conoce. El rumor se extiende, pero no se puede confirmar nada. Las personas son asesinadas a través de suicidios organizados. Cuerpos masacrados sobre las vías del tren, rociados con alcohol, se convierten en accidentes por embriaguez. Supuestos ladrones que son abatidos a tiros bajo igualmente supuestos intentos de fuga pueden ser personas que intentan activar los sindicatos dirigidos de forma estatal. Los ejemplos son infinitos. Pero la intranquilidad permanece todo el tiempo ahí. En la oscuridad se oye el descontento. Las personas se preguntan por qué ha desaparecido de repente la harina de maíz a pesar de que el récord de cosechas se ha sucedido uno tras otro durante varios años. Según los rumores, algunos camiones que pertenecen a las autoridades atraviesan las fronteras por la noche con harina de maíz que se saca de contrabando. ¿Por qué ya no quedan vacunas ni medicinas en los hospitales a pesar de que todos los años se le donan a este país por millones de dólares? Alguien ha estado en Zaire y en una farmacia ha podido comprar medicinas y ha visto el texto DONATION TO ZAMBIA escrito en la caja. El rumor se extiende, la insatisfacción crece, pero todos temen a los delatores. La oposición y las protestas tienen que buscar otros caminos. ¿Es posible que algunas personas hayan estado reflexionando sobre su situación desesperada y sus hijos hambrientos y, conociendo la traición de los políticos, hayan llegado a la conclusión de que la única forma de enfrentarse a los soberanos es ir dando rodeos? Matar a personas blancas, crear inestabilidad e inseguridad. Ejecutar a blancos para alertar de ese modo a los soberanos negros. Así podían ir las cosas. Pues algo va a ocurrir en este país. Pronto. Hemos sido una nación independiente durante más de veinte años. Para las personas no ha mejorado nada en realidad. Sólo unos pocos que sucedieron a los dirigentes blancos han hecho unas fortunas enormes. ¿Hemos llegado tal vez al punto límite? ¿Se aproxima una insurrección que hasta ahora se venía conteniendo? Yo no sé nada con seguridad, nosotros los africanos con frecuencia seguimos impulsos que simplemente están ahí. Nuestras reacciones son a menudo espontáneas, la falta de organización la suplimos con arrebatos vehementes de furia. Si ha ocurrido de este modo, nunca vamos a saber quién o quiénes mataron a Ruth y Werner Masterton. Muchos sabrán sus nombres, pero van a protegerlos. Se rodean inmediatamente de un respeto supersticioso y de miedo, como si nuestros antepasados hubieran adoptado sus formas. Regresa el guerrero del pasado. Es posible que la policía saque a la luz a algunos ladrones insignificantes, diga que son los asesinos y les dispare en un supuesto intento de fuga. Se arreglan falsos protocolos de interrogatorio y confesiones. Poco a poco sabremos si lo que digo es verdad o no. – ¿Cómo? -pregunta Hans Olofson. – Cuando sea asesinada la siguiente familia blanca -contesta Peter Motombwane con tranquilidad. Luka atraviesa la terraza, lo siguen con la mirada y ven que les lleva unos restos de carne a los perros. – Un delator en mi granja -dice Hans Olofson-. Como es natural, ya estoy empezando a pensar quién puede ser. – Supongamos que logras saberlo -dice Peter Motombwane-. ¿Qué ocurre entonces? Inmediatamente se designa a otro. Nadie puede negarse, también va incluido un pago. Al final vas a intentar cazar a tu propia sombra. Yo que tú, haría algo totalmente distinto. – ¿Qué? -pregunta Hans Olofson. – No pierdas de vista a ese hombre que en realidad dirige el trabajo en tu granja. Hay muchas cosas que no sabes. Pronto habrás estado aquí veinte años, pero desconoces lo que ocurre de verdad. Puedes vivir aquí veinte años más y seguirás sabiendo igual de poco. Crees que has repartido poder y responsabilidad designando a tus capataces, pero no sabes que tienes un hechicero en tu granja, un brujo que es el que manda en realidad. Un hombre insignificante que nunca revela la verdadera influencia que posee. Tú lo ves como uno de los muchos trabajadores que han estado durante mucho tiempo en la granja, uno de los que nunca te causarían problemas. Pero los demás trabajadores le temen. – ¿Quién? -pregunta Hans Olofson. – Uno de tus empleados que recoge huevos -responde Peter Motombwane-. Eisenhower Mudenda. – No te creo -dice Hans Olofson-. Eisenhower Mudenda llegó justo después de marcharse Judith Fillington. Es lo que tú dices, nunca me ha causado problema alguno. Nunca se ha ausentado por haber bebido, nunca ha sido reacio a trabajar más tiempo cuando ha hecho falta. Cuando me topo con él, se inclina hasta llegar casi al suelo. A veces he pensado que su servilismo me irrita. – ¿De dónde vino? -pregunta Peter Motombwane. – Apenas me acuerdo -contesta Hans Olofson. – En realidad no sabes nada acerca de él -dice Peter Motombwane-. Pero lo que digo es cierto. Yo que tú, no lo perdería de vista. Sobre todo demuéstrale que no tienes miedo después de lo que ha ocurrido con Ruth y Werner Masterton. Pero, por supuesto, no reveles nunca que ahora sabes que él es hechicero. – Nos conocemos desde hace tiempo -dice Hans Olofson-. ¿Y ahora me cuentas algo que seguramente has sabido durante muchos años? – Ahora es importante -contesta Peter Motombwane-. Además soy un hombre cauto. Soy africano. Sé lo que puede ocurrir si no me ando con mucho cuidado y revelo lo que sé, si olvido que soy africano. – ¿Qué te ocurriría si Eisenhower Mudenda supiera lo que me has dicho? -pregunta Hans Olofson. – Probablemente moriría -contesta Peter Motombwane-. Sería envenenado. La magia me alcanzaría. – No existe la magia. – Soy africano -argumenta Peter Motombwane. De nuevo se quedan en silencio cuando pasa Luka. – Callarse es hablar con Luka -dice Peter Motombwane-. Ha pasado dos veces y las dos veces nos hemos quedado en silencio. Por lo tanto, sabe que hablamos de algo que él no debe oír. – ¿Tienes miedo? -pregunta Hans Olofson. – En este momento es razonable tener miedo -responde Peter Motombwane. – ¿Qué ocurrirá en el futuro? -dice Hans Olofson-. Mis amigos más cercanos han sido masacrados. La próxima vez, un dedo en la oscuridad puede señalar hacia mi casa. Tú eres africano, eres radical. Aunque no pueda creer que seas capaz de cortar cabezas humanas, formas parte de la oposición que, a pesar de todo, existe en este país. ¿Qué crees que va a ocurrir? – Una vez más estás equivocado -le corrige Peter Motombwane-. Una vez más llegas a una conclusión equivocada, una conclusión blanca. En una situación concreta podría perfectamente levantar un – ¿Incluso sobre mi – Puede que el límite esté ahí -contesta Peter Motombwane despacio-. Sin duda, creo que le pediría a un buen amigo que te cortara la cabeza en lugar de tener que hacerlo yo mismo. – Esto sólo es posible en África -dice Hans Olofson-. Dos amigos están sentados tomando té y café juntos, discutiendo la posibilidad de que uno de ellos, en una situación determinada, pueda cortar la cabeza del otro. – El mundo es así -dice Peter Motombwane-. Las discrepancias son mayores que nunca. Los nuevos constructores de imperios son los traficantes internacionales de armas, que se desplazan entre las distintas guerras ofreciendo su mercancía. El poder de colonización de la gente pobre es hoy mayor que nunca. De los países ricos brotan millones de las llamadas ayudas al desarrollo, pero por cada libra que entra se devuelven dos. Vivimos en medio de una catástrofe, un mundo que arde en llamas a mil grados. La amistad todavía puede darse en los tiempos que vivimos. Pero a menudo no vemos que el suelo que ambos pisamos ya está socavado. Somos amigos, pero ambos llevamos un – Vayamos un poco más allá -dice Hans Olofson-. Tienes esperanzas, sueños. Si te entiendo correctamente, ¿puede convertirse tu sueño en mi pesadilla? Peter Motombwane asiente con la cabeza. – Eres mi amigo -dice-, al menos en este momento. Pero naturalmente deseo que todos los blancos se vayan de este país. No soy racista, no hablo del color de la piel. Considero que la violencia es necesaria, no hay otra salida para evitar prolongar el dolor de mi gente. La revolución africana, generalmente, es un espantoso baño de sangre, la lucha política queda siempre ensombrecida por nuestro pasado y nuestras tradiciones. Es posible que podamos unirnos contra un enemigo común si nuestra desesperación es lo bastante grande. Pero luego dirigimos nuestras armas contra los hermanos que están a nuestro lado cuando no pertenecen a la misma tribu que nosotros. África es un animal gravemente herido, de nuestros cuerpos cuelgan lanzas que nos han tirado nuestros propios hermanos. Sin embargo, tengo que creer en un futuro, en otro tiempo, en un continente africano que no esté dominado por tiranos que imitan a los violentos que ha habido siempre. Mi inquietud y mis sueños son los mismos que la inquietud que percibes ahora en este país. Debes entender que esta inquietud extrema es la expresión de un sueño. ¿Pero cómo devolver a la gente los sueños que les han arrebatado la policía secreta y los dirigentes que amasan fortunas robando vacunas que pueden proteger a nuestros hijos contra las enfermedades más comunes? – Dame un consejo -le pide Hans Olofson-. No es seguro que pueda seguirlo, pero quiero oír tus palabras. Peter Motombwane mira hacia el jardín. – Vete -dice-. Vete antes de que sea demasiado tarde. Tal vez estoy equivocado, tal vez pasen muchos años antes de que se ponga el sol para los Hans Olofson le sigue hasta el coche. – Los detalles sangrientos -le recuerda. – Ya me los has dado -dice Peter Motombwane-. Puedo imaginármelos. – Vuelve pronto -dice Hans Olofson. – Si no volviera, las personas de tu granja empezarían a dudar -contesta Peter Motombwane-. No quiero que duden, especialmente en momentos de intranquilidad. – ¿Qué va a ocurrir? -se apresura a preguntar Hans Olofson. – En un mundo en llamas puede ocurrir de todo -responde Peter Motombwane. El coche desaparece a trompicones y con los amortiguadores gastados. Cuando Hans Olofson se da la vuelta, ve a Luka en la terraza, inmóvil, mirando en dirección al coche que se ha marchado. Dos días después, Hans Olofson ayuda a llevar los féretros de Ruth y Werner Masterton a su tumba común, al lado de la hija que había muerto muchos años antes. Son llevados por blancos, que miran con rostros pálidos y serenos los ataúdes mientras los meten en la tierra roja. A cierta distancia están los trabajadores negros. Hans Olofson ve a Robert, inmóvil, solo, un rostro sin expresión. La tensión es latente, una rabia conjunta que fluye de los blancos que se han reunido para despedir a Ruth y a Werner Masterton. Muchos llevan armas a la vista y Hans Olofson piensa que se halla en medio de un entierro que en cualquier momento puede convertirse en una lucha armada. La noche después del entierro, la casa de Ruth y Werner Masterton es destruida por las llamas. Por la mañana sólo permanecen en pie las paredes humeantes. El único en el que creía, Robert el conductor, desaparece de repente. Sólo quedan los trabajadores, a la espera de algo que nadie sabe qué es. Hans Olofson levanta barricadas en su casa. Cada noche cambia de dormitorio, bloquea las puertas con mesas y armarios. Durante el día lleva el trabajo como siempre. Mira a escondidas a Eisenhower Mudenda, recibe continuamente sus humildes saludos. Otro vehículo que transporta huevos es saqueado por personas que han levantado una barricada en la carretera que lleva a Ndola. Las tiendas indias de Lusaka y Livingstone son asaltadas y quemadas. Después del atardecer nadie va de visita a casa de un vecino. No se ven faros de coches en la oscuridad. Las lluvias torrenciales riegan las casas aisladas. Todos aguardan a que un dedo vuelva a apuntar en la oscuridad. Sobre Kalulushi caen violentas tormentas. Hans Olofson está despierto en la cama sumido en la oscuridad, tiene sus armas al lado. Una mañana, justo después del entierro de Ruth y Werner, cuando Hans Olofson le abre la puerta de la cocina a Luka después de otra noche sin dormir, se da cuenta enseguida por la cara de Luka de que ha ocurrido algo. El rostro inescrutable y digno ha cambiado. Hans Olofson ve por primera vez que Luka también puede tener miedo. – ¿Qué? -grita Hans Olofson a la vez que empieza a angustiarse. Antes de que Luka tenga tiempo de contestar lo descubre él mismo. Hay algo clavado en el tronco del mangle que está en el centro, frente al camino de acceso, un árbol de primavera plantado por Judith Fillington y su marido hace muchos años. Al principio no puede ver qué es, luego se lo imagina, pero no quiere creer lo que sospecha. Con el revólver en la mano se aproxima lentamente al árbol. Amarrada al tronco por un alambre, ve la cabeza cortada de un pastor alemán. Es la del perro que le regalaron Ruth y Werner Masterton y al que él le puso el nombre de Hans Olofson siente miedo. «El dedo ha apuntado en la oscuridad», deduce. «El temor de Luka, él debe de saber lo que significa. Vivo rodeado de locos salvajes», piensa desesperado. «No puedo llegar a ellos, sus expresiones atroces me resultan incomprensibles.» Luka está sentado en la escalera de piedra que conduce a la terraza. Hans Olofson ve que está temblando de miedo. El sudor brilla en su piel negra. – No pienso preguntarte quién lo ha hecho -dice Hans Olofson-. Sé que vas a contestarme que no sabes nada. Tampoco creo que hayas sido tú, pues me doy cuenta de que estás asustado. No creo que te pusieras a temblar por tus propios actos, al menos no lo harías ante mí. Pero quiero que me digas qué significa. ¿Por qué le cortan la cabeza a mi perro por la noche y luego la amarran a un árbol? ¿Por qué le cortan la lengua a un perro que ya está muerto y por lo tanto no puede ladrar? El que lo ha hecho quiere que yo entienda algo. ¿O es suficiente con asustarme? Luka contesta despacio, como si cada palabra que pronuncia fuera una mina a punto de estallar. – El perro era el regalo de unas personas que están muertas, – Los que me lo regalaron están muertos -dice Hans Olofson-. Al perro le han cortado la cabeza. Ahora sólo queda el destinatario del regalo. El último eslabón de la cadena vive aún, pero está indefenso. ¿Es eso lo que me estás diciendo en realidad? – Los leopardos cazan al amanecer -murmura Luka. Hans Olofson lo mira a los ojos, muy abiertos por algo que guarda dentro de sí. – Esto no lo ha hecho ningún leopardo -replica-. Lo han hecho personas como tú, negros. Ningún – Los leopardos cazan -vuelve a murmurar Luka, y Hans Olofson ve que su miedo es completamente real. De repente tiene un presentimiento. – Leopardos -dice despacio-. ¿Personas que se han convertido en leopardos? ¿Que se han vestido con sus pieles para ser invulnerables? ¿Eran personas con piel de leopardo las que fueron por la noche a casa de Ruth y Werner Masterton? El desasosiego de Luka aumenta tras oír todo aquello. – El leopardo ve sin ser visto -continúa Hans Olofson-. Tal vez también pueden oír desde lejos, leer los labios de las personas. Pero a través de muros de piedra no pueden ver ni oír. Se levanta y Luka le sigue. «Nunca hemos estado tan cerca el uno del otro», piensa Hans Olofson. «Ahora compartimos el peso del miedo que ambos tenemos. Luka también siente la amenaza. ¿Quizá porque trabaja para un blanco, tiene la confianza de un blanco y otros muchos beneficios? ¿Podría ser que un hombre negro que trabaja en casa de un – Se oyen palabras que recorren la oscuridad, – ¿Qué dicen esas palabras? -pregunta Hans Olofson. – Hablan de leopardos raros -contesta Luka-. Leopardos que han empezado a cazar en manada. El leopardo es un cazador solitario, peligroso en su soledad. Las manadas de leopardos son mucho más peligrosas. – El leopardo es un depredador -dice Hans Olofson-. ¿Los leopardos buscan la presa? – Las palabras hablan de personas que se reúnen en la oscuridad -dice Luka-. Personas que se transforman en leopardos que quieren echar a todos los Hans Olofson se acuerda de algo que ha dicho Peter Motombwane. – Los blancos son más ricos -responde Luka. Queda una pregunta, aunque Hans Olofson conoce de antemano la respuesta de Luka. – ¿Yo soy rico? -pregunta. – Sí, «Sin embargo me voy a quedar», piensa al instante. «Si hubiera tenido una familia, los habría enviado fuera de aquí. Pero estoy solo, debo quedarme o rendirme.» Se pone unos guantes, suelta la cabeza del perro y Luka la entierra al lado del río. – ¿Dónde está el cuerpo? -pregunta Hans Olofson. Luka sacude la cabeza. – No lo sé, Se despierta por las noches. Dormita inquieto en una silla tras las puertas que ha bloqueado con muebles. Tiene las armas preparadas sobre sus rodillas, montones de munición de reserva esperando en distintos sitios de la casa. Piensa que la defensa final la llevará a cabo en la habitación donde estaban los esqueletos. De día visita a los granjeros de los alrededores y les transmite el confuso relato de Luka sobre la manada de leopardos. Sus vecinos le proporcionan más piezas para el puzzle, aunque nadie parece haber percibido señales de alarma. Antes de la independencia, durante la década de los cincuenta, en ciertas zonas de Copperbelt surgió algo llamado el «movimiento del leopardo». Un movimiento clandestino que mezclaba política y religión y amenazaba con tomar las armas si no se disolvía la federación y Zambia se independizaba. Sin embargo, no se tiene constancia de que el movimiento del leopardo haya utilizado nunca la violencia. Hans Olofson aprende de los granjeros que han vivido muchos años en el país que en realidad nunca muere nada. No es raro que reaparezca un movimiento político y religioso desaparecido hace mucho tiempo, cosa que aumenta la veracidad de las palabras de Luka. Hans Olofson descarta aceptar voluntarios como refuerzo en su propia casa. Al atardecer se refugia tras sus barreras y cena en soledad, después de decirle a Luka que se marche. Aguarda a que ocurra algo. El cansancio lo consume, el miedo corroe su espíritu. Sin embargo, está firmemente decidido a quedarse. Piensa en Joyce y sus hijas. Personas que viven apartadas de todos los movimientos clandestinos, personas que tienen que luchar a diario por su propia supervivencia. La lluvia cae con violencia y retumba sobre las chapas de su tejado durante las largas y solitarias noches. Una mañana se encuentra a un hombre blanco en la puerta de su casa. Alguien a quien nunca ha visto. Para su sorpresa, se dirige a él en sueco. – Estaba preparado para esto -dice el desconocido riendo-. Sé que eres sueco. Te llamas Hans Olofson. Se presenta como Lars Häkansson. Trabaja como experto de Cooperación para el Desarrollo, según le explica. Ha sido enviado por ASDI para supervisar la ampliación de estaciones de enlace para telecomunicaciones, con fondos suecos de Cooperación para el Desarrollo. Su encargo consiste en algo más que ir a visitar a un sueco que casualmente vive en Kalulushi. Hay una zona elevada, propiedad de Hans Olofson, adecuada para colocar una de las estaciones de enlace. Una torre de acero con un repetidor en el extremo superior. Un cercado, un camino transitable. Una extensión total de cuatrocientos metros cuadrados. – Naturalmente se te pagará si no estás dispuesto a prescindir de tu terreno -dice Lars Häkansson-. Seguro que seremos capaces de arreglarlo de modo que puedas recibir el dinero en una moneda conveniente, en dólares, libras o en marcos alemanes. A Hans Olofson no se le ocurre ningún motivo para negarse. – Telecomunicaciones -dice-. ¿Líneas telefónicas o televisión? – Ambas cosas -responde Lars Häkansson-. Los repetidores envían y reciben las ondas electromagnéticas que la persona decida. Las señales de televisión se recogen de un receptor de televisión, los impulsos telefónicos se lanzan a un satélite situado por encima del meridiano cero, que seguidamente transmite las señales hasta cada teléfono que pueda haber en todo el mundo. África se incorpora a una realidad. Hans Olofson invita a Lars Häkansson a tomar café. – Aquí vives bien -dice Lars Häkansson. – El país está intranquilo -contesta Hans Olofson-. Ya no estoy tan seguro de que sea bueno vivir aquí. – He estado diez años fuera -dice Lars Häkansson-. He trazado los enlaces de comunicación en Guinea Bissau, Kenia y Tanzania. Por todos lados hay intranquilidad. Como experto de Cooperación para el Desarrollo no lo percibo demasiado. Eres un santo porque repartes cantidades millonadas que salen de las mangas de tu camisa. Los políticos te hacen reverencias, militares y policías te saludan al llegar. – ¿Militares y policías? -pregunta Hans Olofson. Lars Häkansson se encoge de hombros y hace muecas. – Enlaces y repetidores -continúa-. Cualquier tipo de mensaje se puede enviar a través de la nueva tecnología. Policías y militares pueden controlar mejor lo que ocurre en las alejadas zonas periféricas. En una situación de crisis, los hombres que tienen las llaves pueden interrumpir una retransmisión alborotadora. El parlamento sueco prohíbe a Cooperación para el Desarrollo que colabore con cualquier tipo de objetivo que no sea civil. ¿Pero quién va a controlar para qué se utilizan las estaciones de enlace? Los políticos suecos no han entendido nunca la verdadera realidad del mundo. Los hombres de negocios suecos la han entendido mucho mejor. Por eso los hombres de negocios nunca se meten en política. Lars Häkansson es fuerte y decidido. Hans Olofson envidia la seguridad que muestra. «Aquí estoy sentado entre huevos», piensa. «Mis uñas están llenas de mierda de gallina.» Mira las manos limpias de Lars Häkansson, su chaqueta caqui bien confeccionada. Se imagina que Lars Häkansson es un hombre feliz de unos cincuenta años de edad. – Voy a quedarme aquí dos años -dice-. Tengo mi base en Lusaka, una casa magnífica en la Independence Avenue. Es una garantía vivir en un lugar donde casi a diario puedes ver pasar al presidente con su escolta. Supongo que antes o después me invitará al State House para presentar este maravilloso regalo sueco. Ser sueco en África hoy en día es mejor que ser sueco en Suecia. Nuestro afán de ayudar al desarrollo nos abre puertas y accesos a palacios. Hans Olofson le refiere algunos pasajes escogidos de su vida en África. – Enséñame la granja -dice-. He leído algo en los periódicos acerca de un atraco con varios asesinatos en una granja por esta zona. ¿Ocurrió cerca de aquí? – No -responde Hans Olofson-. Ocurrió bastante lejos de aquí. – En Småland también los agricultores pueden ser asesinados -dice Lars Häkansson. Suben a su todoterreno, que está casi sin usar. Dan una vuelta por la granja, van a ver uno de los gallineros. Hans Olofson le enseña su escuela. – ¿Todavía os acostáis con las hijas antes de que se casen, como los terratenientes de antaño? ¿O lo habéis dejado, ahora que toda África tiene sida? – Nunca lo he hecho -responde Hans Olofson en tono indignado. Fuera de la casa de Joyce Lufuma, dos de las hijas mayores lo saludan. Una tiene dieciséis años y la otra quince. – Una familia a la que cuido especialmente -le cuenta Hans Olofson-. Quisiera mandar a esas dos chicas a estudiar en Lusaka. Lo que pasa es que no sé cómo hacerlo. – ¿Qué problema tienes? -pregunta Lars Häkansson. – En realidad todos -contesta Hans Olofson-. Han crecido en una granja aislada, el padre murió en un accidente. Apenas han visitado Chingola o Kitwe. ¿Cómo van a poder acostumbrarse a vivir en una ciudad como Lusaka? No tienen parientes cercanos allí, ya lo he averiguado. Como chicas, están desprotegidas, careciendo además de una familia que las defienda del entorno. Lo mejor habría sido que hubiera podido enviar a toda la familia, a la madre y sus cuatro hijas. Pero ella no quiso. – ¿Qué habrían estudiado? ¿Para ser profesoras o para ser enfermeras? Hans Olofson asiente con la cabeza. – Enfermería -dice-. Seguramente lo harían muy bien. El país necesita enfermeras, ambas cosas son necesarias. – Para un experto en cooperación no hay nada imposible -dice Lars Häkansson rápidamente-. Puedo arreglarte las cosas. Hay dos habitaciones de servicio en mi casa de Lusaka, de las cuales sólo se usa una. Pueden vivir allí. Yo cuidaré de ellas. – No me atrevo a pedirte algo así -se excusa Hans Olofson. – En el mundo de la cooperación hablamos de – Naturalmente, yo respondería de ellas -dice Hans Olofson. – Ya lo sé -contesta Lars Häkansson. Otra vez, Hans Olofson no encuentra ninguna excusa para rechazar una invitación de Lars Häkansson. Hay algo que le preocupa, aunque no sabe qué es. «En África no hay soluciones sencillas», piensa. «La efectividad sueca aquí no es normal. Pero Lars Häkansson es convincente, su ofrecimiento es idealista.» Vuelven al punto de partida. Lars Häkansson tiene prisa, debe continuar hasta una posible localización de una estación de enlace. – Eso resulta más difícil -le explica-. Tengo que negociarlo con todo un pueblo y un cacique local. Va a llevar tiempo. El trabajo de la cooperación sería sencillo si se pudiera evitar la relación con los africanos. Le comunica que va a volver a Kalulushi en menos de una semana. – Piensa en mi propuesta -dice-. Las hijas son bienvenidas. – Te lo agradezco -contesta Hans Olofson. – No tienes por qué hacerlo -dice Lars Häkansson-. Solucionar problemas prácticos me produce la sensación de que la vida es, a pesar de todo, manejable. Hubo una época, hace mucho tiempo, en que subía por los postes de teléfono con pinchos en las botas. Arreglaba postes y ponía en contacto distintas voces. Era un momento en el que el cobre de Zambia salía a raudales hacia las industrias telefónicas de todo el mundo. Después estudié ingeniería, me separé y me fui de viaje. Pero tanto si estoy aquí como trepando por los postes, soluciono problemas prácticos. La vida es como es. Hans Olofson siente alegría de repente por haber topado con Lars Häkansson. Aunque durante los años que lleva en África se ha encontrado con suecos, generalmente técnicos empleados por grandes empresas contratistas internacionales, los encuentros siempre han sido fugaces. Hans Häkansson puede significar algo más. . -Puedes quedarte a vivir aquí cuando estés en Copperbelt -dice Hans Olofson-. Aquí hay sitio de sobra, vivo solo. – Lo tendré en cuenta -dice Lars Häkansson. Se saludan con un apretón de manos, Lars Häkansson se sienta en su coche y Hans Olofson se despide de él agitando la mano. Ha recuperado la energía. De repente está dispuesto a combatir su temor, a no someterse más. Se sienta en su coche y lleva a cabo una amplia inspección de la granja. Controla las cercas, las existencias de comida para las gallinas y la calidad de los huevos. Conjuntamente con sus conductores, estudia mapas y marca itinerarios alternativos para evitar que los coches sean saqueados. Estudia los informes de los capataces y las listas de ausencias, reparte advertencias y despide a un vigilante nocturno que ha aparecido borracho en repetidas ocasiones. «Yo conozco esto», piensa. «Doscientas personas trabajan en la granja, más de mil personas dependen de que las gallinas estén bien y pongan huevos. Yo asumo mi responsabilidad, consigo que todo funcione. Si me dejara asustar por el asesinato sin sentido de Ruth y Werner Masterton y de mi perro y me marchara, miles de personas se verían expuestas a la inseguridad, a la pobreza, tal vez al hambre. »La gente que se disfraza de leopardo no sabe lo que hace. En nombre de la insatisfacción política empujan a sus hermanos al abismo.» Deja a un lado los sucios informes de los capataces, pone los pies sobre un montón de cajas de huevos y elabora en su mente algo que acaba de ocurrírsele. «Voy a llevar a cabo un plan», piensa. «Aunque, evidentemente, no todos los africanos tienen miedo a los perros, sienten gran respeto y temor por las personas que muestran coraje. ¿Tal vez la fatalidad de Werner Masterton fue que se había ablandado? ¿Se había vuelto blando y condescendiente, un hombre viejo preocupado por su dificultad para orinar?» Rápidamente le viene a la mente una idea racista. «El instinto africano es como el de la hiena», se dice a sí mismo. «En Suecia, la palabra hiena es un insulto, una expresión despectiva de debilidad, es un parásito. Para los africanos, la forma de cazar de la hiena es algo natural. Algo que se les quisiera hacer a las presas entregadas o perdidas. Uno se lanza sobre un animal herido e indefenso. Werner Masterton tal vez se comportó ante los demás como un herido después de todos esos años viviendo en África. Los negros lo vieron, atacaron. Ruth nunca pudo ofrecer resistencia.» Recuerda su conversación con Peter Motombwane. Luego toma una decisión. Llama a uno de los empleados de oficina que están esperando fuera del cobertizo. – Ve a buscar a Eisenhower Mudenda -dice-. Rápido. El hombre se queda de pie sin saber qué hacer. – ¿A qué esperas? -grita Hans Olofson-. ¡Eisenhower Mudenda! Unos minutos después Eisenhower Mudenda se halla dentro del oscuro cobertizo. Respira con dificultad y Hans Olofson se da cuenta de que ha venido corriendo. – Siéntate -le indica Hans Olofson señalando una silla-. Pero límpiate antes. No quiero que manches la silla de mierda de gallina. Eisenhower Mudenda se limpia rápidamente y se sienta en el borde de la silla. «Su disfraz es bueno», piensa Hans Olofson. «Un hombre viejo e insignificante. Pero ninguno de los africanos de esta granja se le opondría. Incluso Peter Motombwane le tiene miedo.» Duda por un momento. «El riesgo es muy grande», piensa. «Si llevo a cabo el plan que he pensado, va a ser un caos.» Sin embargo, sabe que es necesario que siga adelante – Alguien ha matado a uno de mis perros -dice-. La cabeza apareció clavada de un árbol. Supongo que lo sabrás, como es natural. – Sí, «La falta de expresividad», piensa Hans Olofson. «Eso lo dice todo.» – Hablemos abiertamente, Eisenhower -dice Hans Olofson-. Has estado aquí muchos años. Has ido a tu gallinero miles de veces, por tus manos ha pasado una cantidad infinita de huevos. Naturalmente, sé que eres un hechicero, un hombre que puede hacer «Tendría que haber hablado con él a la luz del día», piensa Hans Olofson. «Aquí dentro ni siquiera puedo verle la cara.» – Puedo contestar a – Tanto mejor -dice-. Te escucho. – Nadie de esta granja ha matado ningún perro, – ¿Por qué no? -pregunta Hans Olofson. – Los conocimientos me llegan como visiones, – Utiliza tu – No, – Entonces estás despedido -dice Hans Olofson-. En este momento termina tu trabajo en mi granja. Mañana, al amanecer, tu familia y tú habréis abandonado tu casa. El sueldo que te quede por percibir te lo pago ahora mismo. Deja un montón de billetes en la mesa. – Me marcho, – No -dice Hans Olofson-. Si vuelves, la policía vendrá a buscarte. – La policía también es negra, Coge el montón de billetes y desaparece en medio del sol. «Una pugna entre la realidad y la superstición», piensa Hans Olofson. «Tengo que creer que la realidad es más fuerte.» Por la tarde se encierra, asegura la casa para que no entre nadie y aguarda a que ocurra algo. Duerme intranquilo en la cama. Los cuerpos destrozados de Werner y Ruth lo despiertan una y otra vez. Pálido y sin descansar, deja entrar a Luka al amanecer. En el horizonte se amontonan negras nubes de lluvia. – Nada es como debería, – La granja está en silencio, Se sienta en el coche y conduce rápidamente hasta el gallinero. Todos han abandonado sus puestos de trabajo. No se ve a nadie por ningún sitio. Los huevos están sin recoger, los comederos vacíos. Junto a las ruedas de los coches hay cajas de huevos vacías. Las llaves de contacto están puestas. «Lucha de poderes», piensa. «El hechicero y yo nos enfrentamos en la arena.» Vuelve a sentarse en el coche enfurecido. Con los frenos chirriando para en medio de las chozas de adobe. Los hombres están sentados en grupos junto a sus hogueras, las mujeres y los niños miran por el hueco de la puerta. «Como es natural, me están esperando», piensa rápidamente. Pide a algunos de los capataces mayores que se acerquen. – Nadie trabaja -dice-. ¿Por qué? Como respuesta obtiene silencio, miradas indecisas, miedo. – Si volvéis todos inmediatamente, no os preguntaré ni siquiera el motivo -dice-. Nadie será despedido, a nadie se le descontará nada del sueldo. Pero tendréis que volver todos al trabajo inmediatamente. – No podemos, – ¿Por qué? -pregunta Hans Olofson de nuevo. – Eisenhower Mudenda ya no está en la granja, Hans Olofson reflexiona. «Las palabras no sirven», piensa rápidamente. «Tengo que hacer algo, algo que puedan ver con sus propios ojos.» Se sienta en el coche, va al gallinero y recoge huevos hasta llenar una caja. Cuando vuelve, reúne de nuevo a los capataces a su alrededor. Sin decir una palabra, rompe un huevo tras otro, dejando que la clara y la yema salpiquen el suelo. Los hombres le dan la espalda, pero él continúa. – No hay ninguna serpiente -dice-. Son huevos comunes. ¿Quién ve una serpiente? Pero los capataces son inaccesibles. – Cuando Hans Olofson les acerca un huevo, pero ninguno se atreve a recibirlo. – Perderéis vuestro trabajo -dice-. Perderéis vuestras casas, todo. – No creemos que sea así, – ¿No oís lo que digo? – Las gallinas tienen que comer, – Encontraré otros trabajadores. La gente hace cola para trabajar en una granja blanca. – No cuando oyen lo de las serpientes, – No hay serpientes. – Nosotros creemos que sí, – Le tenéis miedo a Eisenhower Mudenda. Tenéis miedo de su – Eisenhower Mudenda es un hombre muy inteligente, – No es más inteligente que cualquiera de vosotros. – Nos habla a través de nuestros antepasados, – Os despediré a todos si no volvéis al trabajo. – Ya lo sabemos, – Buscaré trabajadores de otra parte del país. – Nadie quiere trabajar en una granja en la que las gallinas ponen huevos de serpiente, – ¡Ya he dicho que no hay huevos con serpientes! – Sólo Eisenhower Mudenda puede quitar las serpientes, – Lo he despedido. – Está esperando volver, «Pierdo yo», piensa Hans Olofson. «Pierdo como pierde siempre el hombre blanco en África. No es posible llevar a cabo un plan contra la superstición.» – Avisa a Eisenhower Mudenda -dice mientras va al coche para dirigirse a su cobertizo de adobe. Ve a Eisenhower Mudenda, que aparece de repente en el hueco de la puerta, como una silueta en el blanco y agobiante sol. – No pienso invitarte a que te sientes -dice Hans Olofson-. Recuperas tu trabajo. En realidad debería obligarte a que demuestres a los trabajadores que no hay ninguna serpiente en los huevos. Pero no lo voy a hacer. Dile a los trabajadores que has deshecho tu Eisenhower Mudenda sale al sol. Hans Olofson va tras él. – Debes saber algo más -dice-. No me siento derrotado. Algún día ya no habrá más – Eso no ocurrirá nunca, – Las gallinas nunca pondrán huevos con serpientes dentro -contesta Hans Olofson-. ¿Qué harás cuando alguien quiera ver una de esas serpientes? Al día siguiente hay una cobra muerta en el asiento del conductor del coche de Hans Olofson. La cáscara del huevo está esparcida alrededor de la serpiente muerta… África aún está lejos. Pero Hans Olofson va de camino. Trata todo el rato de encontrar nuevos territorios hostiles. Ha dejado atrás la casa que está junto al río, ha obtenido el título de bachiller en la capital y en este momento está en Uppsala, donde se supone que estudia derecho. Para financiarse los estudios trabaja tres tardes a la semana en Estocolmo, en la tienda de armas Johannes Wickberg. Conoce mejor la filosofía del tiro al plato que las leyes jurídicas. Sabe más de la historia de los rifles de caza italianos, y tiene muchos más conocimientos de la flexibilidad de la grasa para armas a baja temperatura, que de derecho romano, que es el punto de partida de todo. Además, de vez en cuando entra en la tienda alguien que se dedica a la caza mayor para hacerle otro tipo de preguntas, mucho más curiosas que las que tiene que responder en el curso preparatorio. ¿Hay leones negros? Cree que no. Pero un día se planta ante él un hombre que dice llamarse Stone y declara que hay leones negros en el desierto de Kalahari. Stone viene de Durban para encontrarse con Wickberg. Pero Wickberg ha ido a la aduana para solucionar un problema de importación de munición proveniente de Estados Unidos y Hans Olofson está solo en la tienda. En realidad se llama Stone Stenberg y, aunque hace muchos años que vive en Durban, es originario de Tibro. Se queda en la tienda más de una hora, contándole a Hans Olofson cómo imagina su propia muerte. Padece desde hace muchos años un picor extraño en las piernas que le impide dormir. Ha visitado médicos e importantes hechiceros para contarles su sufrimiento, pero no han podido ayudarle. Cuando, además, le informan de que la mayoría de sus órganos internos están afectados por distintos parásitos, se da cuenta de que el tiempo que le queda es limitado. Una vez, a principios de los años veinte, viajó alrededor del mundo como promotor de cojinetes suecos. Se quedó en Sudáfrica, enmudecido por todos los ruidos nocturnos y las infinitas llanuras de Transvaal. Poco a poco dejó los cojinetes y montó una empresa de caza mayor, Hunters Unlimited, y cambió su nombre por Stone. Pero las armas se las compra a Wickberg y viaja a Suecia una vez al año. Va a Tibro para regar las tumbas de sus padres, a Estocolmo para comprar armas. Está de pie en la tienda contándolo todo, sin que nadie se lo haya pedido. Cuando se marcha, Hans Olofson sabe que hay leones negros… Stone le cuenta su vida a Hans Olofson a mediados de abril de 1969. Durante nueve meses ha estado yendo y viniendo de Uppsala a Estocolmo, de los estudios al trabajo. Después de nueve meses todavía siente que está en territorio enemigo. Ha venido del norte como un inmigrante ilegal y un día lo descubrirán y lo enviarán a su lugar de origen. Cuando dejó atrás la capital, fue como escapar por fin de una Edad de Hierro personal. Sus herramientas estaban afiladas y frías, las preguntas de los profesores habían colgado sobre su cabeza igual que hachas amenazantes. Vivió los cuatro años de aprendizaje como si le hubieran hecho un favor. Nunca pudo quitarse de encima el olor de los perros grises, la habitación de la pensión le carcomía, los papeles pintados floreados resultaron ser carnívoros. Tuvo pocos amigos en esa pulcra habitación vacía. Pero se obligó a resistir y finalmente pasó un examen que sorprendió a todos, incluido él mismo. Ha pensado que las calificaciones no reflejan sus conocimientos, sino que han sido una demostración de resistencia, como si hubiera sido un corredor de orientación o un atleta. También se le ocurrió allí la idea de estudiar leyes. Ya que no puede ser talador, tal vez pueda ser abogado. Empieza a imaginar vagamente que el derecho puede darle medios para sobrevivir. Las leyes son normas probadas e interpretadas a través de generaciones. Marcan los límites de la decencia, muestran qué caminos puede seguir el deshonesto. Pero ¿es posible que se esconda también allí otro horizonte? ¿Puede convertirse tal vez en el desaparecido portavoz de las circunstancias atenuantes? «Toda mi vida debería contemplarse como una sucesión de circunstancias atenuantes», pensó entonces. «De mi origen no pude sacar ni amor propio ni ambición. Sin ocasionar ruido ni desorden, trato de moverme en distintos terrenos hostiles. Aunque tal vez pueda verse como una circunstancia atenuante porque no me quedé en mi lugar de origen. Pero ¿por qué no me quedé? ¿Por qué no cogí una azada y enterré las raíces, me casé con una de las damas de honor? »Mi patrimonio es un velero en una vitrina. El olor a calcetines mojados que se secan en la chimenea. Una madre que no podía más y desapareció en un tren que iba hacia el sur, un marinero perdido que se las arregló para desembarcar donde ni siquiera había mar. »Tal vez pueda mantenerme encubierto como el defensor de la circunstancia atenuante. Yo, Hans Olofson, poseo un talento irrefutable. El arte de encontrar los mejores escondites…» El verano posterior a su examen en la capital regresa a la casa que está junto al río. En la estación no hay nadie esperándole, y cuando entra en la cocina, huele a recién fregada y el padre está sentado a la mesa mirándole con ojos brillantes. Se le ocurre que comienza a parecérsele cada vez más en su aspecto externo. La cara, el pelo enmarañado, la espalda encorvada. «¿Pero me pareceré incluso en lo interno? ¿Adónde iré a parar en tal caso?» En un repentino acceso de responsabilidad, intenta ocuparse de su padre, que, evidentemente, bebe más y con más frecuencia que antes. Se sienta enfrente de él junto a la mesa de la cocina y le pregunta si no va a marcharse pronto. ¿Qué pasó con el pequeño navío que recorría los puertos nacionales a lo largo de la costa? Apenas obtiene respuesta. La cabeza del padre cuelga como si se le hubiera roto la nuca… Una sola vez atraviesa el puente para ir a la casa de Janine. Es tarde por la noche, la clara noche de Norrland, y de repente le parece oír su trombón durante un corto e incómodo momento. Los groselleros brillan desamparados. Se va de allí y no vuelve jamás. Evita la tumba de ella en el cementerio. Un día se encuentra con Nyman, el conserje del juzgado. Como una rápida y turbulenta inspiración, le pregunta cómo está Sture. El conserje Nyman lo sabe. Sture, después de diez años, permanece todavía tumbado e inmóvil en una cama de un hospital para enfermos incurables, en las afueras de Vastervik. Preocupado, deambula a lo largo del río. Camina sin rumbo fijo con sus raíces arrancadas en la mano buscando un trozo de tierra adecuado donde ponerlas. Pero ¿dónde plantarlas en Uppsala si en todas las calles hay adoquines? A principios de agosto puede marcharse por fin y siente un gran alivio. De nuevo es la casualidad la que lo mueve. Si no hubiera tenido a Ture Wickberg como compañero de clase, nunca le hubieran ofrecido poder ganarse la vida y financiar sus estudios trabajando en la tienda de armas de su tío en Estocolmo. El padre lo acompaña a la estación. En el andén se pone a vigilar las dos maletas. De repente, Hans Olofson siente un fuerte arrebato de furia. ¿Quién iba a robarle las maletas? El tren se pone en marcha y Erik Olofson levanta la mano con torpeza y le dice adiós. Ve que mueve la boca, pero no oye lo que dice. Cuando el tren traquetea sobre el puente de hierro, Hans Olofson está de pie ante la ventanilla. Los arcos de hierro van pasando, el agua del río corre hacia el mar. Luego cierra la ventanilla, como si bajara un telón de acero. Está solo en la penumbra del compartimento. Inmediatamente piensa que se encuentra en un escondite donde nadie va a poder encontrarlo… Pero los revisores de la empresa nacional de ferrocarriles no reparan mucho en el hecho de que los compartimentos estén cerrados y a oscuras. La puerta se abre, Hans Olofson se siente sorprendido en las profundidades de su secreto y, en silencio, le alarga el billete como si estuviera pidiéndole clemencia. El revisor lo corta y le comunica que debe cambiar de tren de madrugada… «En un mundo herido y dolorido no hay sitio para la ansiedad de los ratones asustados», piensa. Y ese pensamiento no lo abandona, ni siquiera mientras realiza cada día el mismo recorrido entre Uppsala y Estocolmo durante casi nueve meses. Hans Olofson encuentra donde vivir en la casa de un hombre que ama apasionadamente las setas y trabaja como catedrático adjunto de biología. Una bonita buhardilla de una vieja casa de madera se convierte en su nuevo escondite. La casa está en medio de un jardín descuidado y se imagina que el catedrático ha establecido allí su jungla privada. En la casa impera el tiempo. Hay relojes por todas partes y también en todas las paredes. Hans Olofson se imagina que es la obra de un relojero, el áspero sonido del tictac, el suspiro de una orquesta que mide el tiempo y la sublime insignificancia de la vida. En los huecos de las ventanas corre la arena de los relojes a los que les dan la vuelta incesantemente. Una anciana madre recorre las habitaciones vigilando los relojes… Por lo que sabe se trata de una herencia. El padre del catedrático, un excéntrico inventor que en su juventud hizo una fortuna con cosechadoras de tecnología avanzada, había sumido su vida en una apasionante colección de relojes. Los primeros meses de ese otoño los recordará como un largo tormento en el que parece que no entiende nada. El derecho se esboza como un lenguaje cuneiforme para el que carece por completo de decodificador. Cada día está dispuesto a rendirse, pero persevera al máximo y finalmente, a principios de noviembre, consigue vencer el enigma y salvar la oscuridad que hay tras las palabras. Más o menos por entonces decide cambiar de aspecto. Se deja crecer la barba y se corta el pelo. En las cabinas de fotos automáticas gira el taburete hasta ponerlo a su nivel, mete monedas de una corona y luego estudia sus facciones. Pero detrás de su nuevo aspecto siempre presiente el rostro de Erik Olofson… Se imagina, desmoralizado, cómo sería su escudo de armas. Un montón de nieve, un perro gris encadenado y un fondo de bosque sin fin. Nunca va a poder escapar de eso… Una vez, estando solo en la casa de los relojes, decide explorar los secretos que guardan el catedrático amante de las setas y su madre medidora del tiempo. «Tal vez pueda considerarlo como una misión en mi vida», piensa. «Mirar a hurtadillas. Adoptando la forma de un ratón me escapo de mi ingenioso sistema de pasadizos secretos…» Pero no encuentra nada ni en las cómodas ni en los armarios. Se sienta entre los relojes y con total seriedad trata de entenderse a sí mismo. Ha llegado hasta aquí, desde la fábrica de ladrillos, a través del arco del puente. ¿Pero y más adelante? «Ser abogado, el defensor de las circunstancias atenuantes, sólo porque tal vez no sirvo para trabajar en el bosque… No soy ni dócil ni impaciente», piensa. «He nacido en una época en la que todo se divide… Tengo que tomar una decisión. Tengo que decidirme a continuar lo que he emprendido. ¿Es posible que encuentre a mi madre? Mi indecisión puede convertirse en un escondite, y existe el riesgo de que no pueda encontrar el camino de salida…» Precisamente ese día de abril en el que Stenberg de Tibro, experto en caza mayor, le ha hablado de los parásitos que alberga en sus entrañas y de los leones negros de Kalahari, tiene un telegrama esperándole cuando regresa a la casa de los relojes. Se lo ha enviado su padre y le comunica que llega a Estocolmo al día siguiente en el tren de la mañana. La furia le embarga de inmediato. ¿Por qué viene? Seguramente Hans Olofson se había imaginado que el padre estaba amarrado tras los abetos. ¿Para qué viene? El telegrama no aclara el motivo. Por la mañana temprano va raudo a Estocolmo y espera en el andén la llegada del tren de Norrland. Ve a su padre mirando hacia delante con precaución en uno de los últimos vagones. En la mano tiene la maleta que Hans Olofson utilizaba cuando viajaba a la capital. Lleva un paquete bajo el brazo, envuelto en papel marrón. – Ah, eres tú -dice Erik Olofson cuando ve a su hijo-. No sabía si había llegado el telegrama. – ¿Qué habrías hecho en ese caso? ¿Y qué haces aquí? – Es otra vez por lo de los barcos de Vaxholm. Ahora necesitan marineros… Hans Olofson se lo lleva a una cafetería que hay en la estación. – ¿Sirven cerveza aquí? -pregunta Erik Olofson. – No, nada de cervezas. Te servirán café. ¡Ahora cuéntame! – No hay mucho que contar. Escribí y me contestaron. Tengo que estar a las diez en su oficina. – ¿Dónde vas a alojarte? – Pensaba que habría alguna pensión. – ¿Qué llevas en el paquete? ¡Está chorreando! – Asado de alce. – ¿Asado de alce? – Sí. – Pero ahora no es época de caza, ¿verdad? – De todos modos es asado de alce. Lo he traído para ti. – Del paquete gotea sangre. La gente puede pensar que has matado a alguien. – ¿Quién podría ser? – Santo cielo… Consiguen una habitación en el Hotel Central. Hans Olofson ve cómo el padre saca su ropa. Nada le resulta desconocido, todo lo ha visto anteriormente. – Aféitate bien antes de ir. Y nada de cerveza. Erik Olofson le alcanza una carta, y Hans ve que los barcos de Vaxholm tienen una oficina en Strandvägen. Cuando Erik Olofson se ha afeitado, se marchan. – Me han dejado una foto de los hijos de Nyman. Está tan borrosa que en realidad no se puede ver nada. Creo que irá bien. – ¿Aún piensas enseñar fotos de los hijos de otros? – Los marineros deben tener muchos hijos. Es propio de ellos. – ¿Por qué no se lo dijiste a mi madre? – Precisamente pensaba preguntarte por ella. ¿No la habrás visto por casualidad? Hans Olofson se para en seco en medio de la calle. – ¿Qué quieres decir? – Sólo preguntaba. – ¿Por qué habría de verla? ¿Dónde la iba a ver? – Aquí vive mucha gente. Debe de estar en algún sitio. – No sé a qué te refieres. – Entonces no hablemos más de ello. – Ni siquiera sé qué aspecto tiene. – ¿No has visto las fotos? – Pero son de hace veintidós años. Las personas cambian. ¿Crees que la reconocerías si pasara por aquí? – Claro que sí. – Y una mierda. – Mejor que no hablemos más de eso. – ¿Por qué no la has buscado nunca? – No hay que salir corriendo detrás de la gente que se va de ese modo. – ¿Pero acaso no era tu esposa? ¿Mi madre? – Todavía lo es. – ¿Qué quieres decir? – Nunca nos hemos separado. – ¿Así que todavía estáis casados? – Supongo que sí. Cuando han bajado a Strandvägen y todavía les queda media hora hasta las nueve, Hans Olofson lleva a su padre a un café. – ¿Sirven cerveza aquí? – Nada de cervezas. Te servirán café. Y ahora vamos a empezar por el principio. Tengo veinticinco años, no he visto nunca a mi madre, sólo en unas fotos muy malas. No sé nada de ella aparte de que se cansó y desapareció. He dudado, he reflexionado, la he echado de menos y la he odiado. Y tú nunca me has dicho nada. Nada… – Yo también he pensado. – ¿Qué? – Pero yo no tengo tantas palabras. – ¿Por qué se marchó? Debes saberlo. Tienes que haberlo pensado tantas veces como yo. No te has separado, no te has vuelto a casar. De algún modo has continuado viviendo con ella. En lo más profundo de tu ser has esperado que volviera. ¿No tienes ninguna explicación? – ¿Qué hora es? – ¡Te da tiempo a contestar! – Debe de haber sido distinta… – ¿Distinta a quién? – A la que yo creía. – ¿Y qué creías? – Ya no me acuerdo. – Cielo santo. – Reflexionar no sirve de nada. – Has estado sin mujer durante veinticinco años. – ¿Y tú qué sabes de eso? – ¿Qué quieres decir? – No son cosas para hablarlas aquí. ¿Qué hora es? Hay que ser puntual en la empresa naviera. – ¿Quién? – Si quieres saberlo, he estado algunas veces con la mujer de Nyman. Pero no tienes que hablar de eso. Nyman es un buen hombre. Hans Olofson no cree lo que está oyendo. – ¿Son hermanos míos? – ¿Quiénes? – Las fotos de los hijos de Nyman. ¿Son de hermanos míos? – ¡Son hijos de Nyman! – ¿Cómo puedes estar tan seguro de ello? – Solamente nos hemos visto cuando ella estaba embarazada -dice Erik Olofson sin más-. Esas cosas se aprenden. La paternidad nunca puede ser compartida. – ¿Y pretendes que me lo crea? – No pretendo nada. Sólo digo las cosas como son… Hans Olofson se queda en el café mientras Erik Olofson visita la naviera. «Mi padre», piensa. «Evidentemente no sé nada de él…» Erik Olofson vuelve después de media hora. – ¿Cómo ha ido? – Bien, pero no he conseguido trabajo. – Entonces no ha ido bien. – Se pondrán en contacto conmigo. – ¿Cuándo? – Puede que cuando necesiten marineros. – Creía que necesitaban dar empleo a alguien ahora. – Seguramente se lo darán a otro. – ¿Y no te importa? – He esperado durante muchos años -dice Erik Olofson con repentina determinación-. He esperado y casi he pensado en rendirme. Pero ahora por lo menos lo he intentado. – ¿Qué vamos a hacer ahora? – Vuelvo a casa esta tarde. Pero ahora quiero tomar una cerveza. – ¿Qué vamos a hacer el resto del día? – Creía que estudiabas en la universidad. – Es lo que hago. Pero ahora estás aquí y no nos habíamos visto desde hace tiempo. – ¿Cómo te va con los estudios? – Me va bien. – Bueno. – No has contestado la pregunta. – ¿Qué pregunta? – ¿Qué quieres hacer hoy? – Ya te lo he dicho. Quiero tomar una cerveza. Luego volveré a casa. Pasan el día en la habitación del hotel. A través de las cortinas se cuela el pálido brillo del sol otoñal. – Si la encuentro -dice Hans Olofson-. ¿Qué quieres que le diga? – No le digas nada de mí -contesta Erik Olofson con determinación. – ¿Qué apellido tenía antes de casaros? – Karlsson. – Mary Karlsson o Mary Olofson de Askersund. ¿Qué más? – Cuando era pequeña tenía un perro que se llamaba – Ese perro debe de estar muerto desde hace cincuenta años. – De todos modos se llamaba – ¿Eso es todo lo que sabes? – Sí, ¿por qué? – ¿Un condenado perro que se llamaba – Se llamaba así, lo recuerdo perfectamente. Hans Olofson lo acompaña hasta el tren. «Voy a buscarla», piensa. «No puedo tener una madre que sea un misterio. Puede que me esté mintiendo y ocultando algo, o puede que mi madre sea una mujer importante.» – ¿Cuándo vuelves a casa? -pregunta Erik Olofson. – Para el verano. No antes. ¿Quién sabe si no serás de nuevo marinero para entonces? – Tal vez. Quizá… Hans Olofson le acompaña en tren hasta Uppsala. Lleva el asado de alce bajo el brazo. – ¿Quién caza ilegalmente? -le pregunta. – Nadie que tú conozcas. Hans Olofson vuelve a la casa de los relojes. «No puedo rendirme», piensa. «Nada puede impedirme realmente que sea defensor de las circunstancias atenuantes. Las barricadas las levanto dentro de mí mismo. »No puedo rendirme…» Mira la serpiente muerta. ¿Qué le transmite? ¿Qué mensaje lleva? El hechicero interpreta las voces de los antepasados, las masas se inclinan movidas por el miedo y el servilismo. Piensa que tiene que marcharse, dejar la granja, dejar África. De repente le parece inconcebible. «Pronto llevaré casi veinte años en África. Una vida irreal, incomprensible. ¿Qué creía que iba a poder conseguir en realidad? La superstición es verdadera, eso es algo de lo que siempre me olvido. Todo el tiempo me dejo engañar por el punto de vista de los blancos. Nunca he logrado comprender el modo de pensar de los negros. Pronto habré vivido veinte años aquí sin conocer realmente el terreno que piso. »Ruth y Werner murieron porque se negaron a comprender…» Se sienta en su coche con la sensación de que ya no puede más y se dirige a Kitwe. Entra en el Hotel Edinburgh para poder dormir, corre las cortinas y se tumba desnudo sobre las sábanas. Hay una fuerte tormenta, los rayos caen por delante de él. La lluvia torrencial azota la ventana como golpes de mar. De repente echa de menos su casa. Una sed melancólica del agua clara del río, las copas inmóviles de los abetos. Tal vez era eso lo que quería transmitirle la serpiente blanca. ¿O acaso intentó darle un último aviso? «Salí corriendo de mi propia vida», piensa. «Donde en principio había una posibilidad, una adolescencia, que tal vez era pobre, pero era totalmente mía, con el olor de los perros grises. Podría haber continuado haciendo realidad una ambición, velar por las circunstancias atenuantes. «Casualidades más fuertes que yo originaron mi confusión. Acepté el ofrecimiento de Judith Fillington sin saber bien lo que realmente significaba. «Ahora que estoy entrando en la mediana edad, temo que parte de mi vida se haya ido a pique. Todo el tiempo quiero algo distinto. En este momento quisiera volver, empezar desde el principio si fuera posible.» Se viste con desasosiego. Baja al bar del hotel. Saluda a algunas caras conocidas y ve a Peter Motombwane en un rincón, inclinado sobre un periódico. Se sienta a su mesa sin decirle lo que ha ocurrido en la granja. – ¿Qué pasa? -pregunta-. ¿Nuevos motines? ¿Nuevos saqueos? Cuando llegué a Kitwe parecía que todo estaba tranquilo. – Las autoridades han puesto en el mercado reservas de emergencia de maíz -dice Peter Motombwane-. Va a llegar azúcar procedente de Zimbawe, en Dares-Salaam hay trigo canadiense. Los políticos han decidido no tener más disturbios. Muchas personas han sido encarceladas, el presidente está escondido en el State House. Lamentablemente, todo va a volver a la tranquilidad. Una montaña de sacos de harina de maíz es suficiente para posponer por un tiempo indeterminado un motín africano. Los políticos pueden dormir seguros sobre sus fortunas, tú puedes quitar los obstáculos que has puesto en las puertas y volver a dormir tranquilo. – ¿Cómo puedes saber que he puesto obstáculos en las puertas? -pregunta Hans Olofson. – Lo sabría aunque no tuviera imaginación -contesta Peter Motombwane. – Pero Werner y Ruth Masterton no van a recuperar sus vidas -dice Hans Olofson. – Algo es algo -contesta Peter Motombwane. Hans Olofson se sobresalta. Siente una furia repentina. – ¿Qué quieres decir? -pregunta. – Había pensado en ir a verte algún día -dice Peter Motombwane con indiferencia-. Soy periodista. He investigado el país en penumbra en que se ha convertido la Granja Rustlewood. Las verdades se descubren, nadie teme que los muertos vuelvan a andar porque les cortaron la cabeza. Cuando hablan los trabajadores negros aparece un mundo desconocido. Tenía pensado ir un día a tu casa para contártelo. – ¿Por qué no ahora? -pregunta Hans Olofson. – En tu granja estoy cómodo -contesta Peter Motombwane-. Viviría allí con mucho gusto. En tu terraza se puede hablar de todo. A Hans Olofson le parece captar un doble sentido en las palabras de Peter Motombwane. «No lo conozco», piensa rápidamente. «Más allá de nuestras conversaciones y de las tardes que hemos pasado juntos, vuelve una y otra vez a la cuestión fundamental, que él es negro y yo un europeo blanco. Las diferencias entre los continentes no son nunca tan grandes y evidentes como cuando están representadas por dos personas particulares.» – Dos cuerpos asesinados y destrozados -dice Peter Motombwane-. Dos europeos que han vivido aquí durante muchos, muchos años, asesinados y hechos jirones por negros desconocidos. Tomé la decisión de ir por detrás, de buscar luz entre las sombras. Quizá porque podía estar equivocado, a pesar de todo, y lo de los Masterton no fue casual. Estoy haciendo mis indagaciones y un mundo subyacente ha empezado a emerger. Una granja siempre es algo reservado, los propietarios blancos levantan vallas visibles e invisibles alrededor de ellos y de sus trabajadores. Hablo con los negros, unos rumores sueltos, y de pronto surge algo coherente y claro. Estoy ante una suposición que empieza a confirmarse. Werner y Ruth Masterton no fueron asesinados por casualidad. Nunca estaré seguro, las casualidades y las decisiones tomadas de forma consciente también pueden estar entretejidas por hilos invisibles. – Cuéntamela -dice Hans Olofson-. Cuéntame la historia de las sombras. – Empezaba a aparecer una imagen -dice Peter Motombwane-. Dos personas con un odio irrazonable hacia los negros. Un régimen de terror con amenazas y castigos continuos. Antes nos azotaban con látigos hechos con piel de hipopótamo. Actualmente sería imposible hacerlo. Los látigos son invisibles, sólo dejan huella en el cerebro y en la delicada piel del corazón. Los negros que trabajaban en la Granja Rustlewood vivían expuestos continuamente a humillaciones y amenazas de despido, traslados degradantes, multas y sanciones. Este país es evidentemente un territorio sudafricano de un racismo desmesurado. El alimento principal de Ruth y Werner era el desprecio que cultivaban. – No lo creo -dice Hans Olofson-. Los conocía. No eres capaz de descubrir la intención de las mentiras que sacas de ese mundo de sombras que has visitado. – No te pido que me creas -dice Peter Motombwane-. Lo que te doy es la verdad negra. – Una mentira nunca va a ser verdad por más que la repitas -dice Hans Olofson-. La verdad no tiene matices, o al menos no debería tenerlos en una conversación amistosa. – Las versiones coincidían -insiste Peter Motombwane-. Los detalles aislados se confirmaban entre sí. Ahora que lo sé, me encojo de hombros ante el destino que corrieron. Quiero decir que creo que se hizo justicia. – Esa conclusión hace imposible nuestra amistad -declara Hans Olofson levantándose. – ¿Ha sido posible en algún momento? -pregunta Peter Motombwane impasible. – Creía que sí -contesta Hans Olofson-. Al menos ésa era mi sincera intención. – No soy yo el que lo impide -dice Peter Motombwane-. Eres tú el que no se atreve a ver ante sí la realidad de dos personas muertas, en lugar de ver la amistad de alguien que está vivo. En este momento estás adoptando una actitud racista. De verdad que me sorprende. Hans Olofson siente ganas de agredir a Peter Motombwane, pero se contiene. – ¿Qué haríais sin nosotros? -dice-. Sin los blancos, este país se hundiría. No son palabras mías, sino tuyas. – Estoy de acuerdo contigo -contesta Peter Motombwane-. Sin embargo, la ruptura no sería tan grande como te imaginas. Pero sería lo bastante importante como para provocar un cambio. Podría surgir algo que estaba latente desde hacía tiempo. En el mejor de los casos lograríamos deshacernos de la influencia europea que nos oprime sin que estemos preparados realmente. Tal vez entonces por fin podamos llevar a cabo nuestra independencia africana. – O si no, nos cortamos las cabezas unos a otros -dice Hans Olofson-. Raza contra raza, – De cualquier modo, ése es nuestro problema -contesta Peter Motombwane-. No podemos culparos de ello. – África se hunde -dice Hans Olofson indignado-. El futuro de este continente ya ha pasado. Lo que queda es sólo una decadencia cada vez mayor. – Si vives el tiempo suficiente, te darás cuenta de que estás equivocado -contesta Peter Motombwane. – Según todos los cálculos, mi expectativa de vida es superior a la tuya -dice Hans Olofson-. Tampoco va a poder acortarla nadie poniendo un El desenlace no tiene arreglo posible. Hans Olofson se marcha sin más, Peter Motombwane se agazapa entre las sombras. Cuando vuelve a su habitación y cierra la puerta, siente pena y desamparo. El perro solitario ladra en su interior y ve de repente ante sí el impotente refriegue de su padre. «Concluir una amistad», piensa. «Como romperse las falanges de los dedos. Con Peter Motombwane pierdo mi enlace más importante con África. Voy a echar de menos nuestras conversaciones, su razonamiento de que las ideas de los negros sean como son.» Se tumba en la cama y piensa. «Naturalmente, Peter Motombwane puede tener razón. ¿Qué sé yo en verdad acerca de Ruth y Werner Masterton? »Hace casi veinte años compartimos el vagón de un tren entre Lusaka y Kitwe, me ayudaron en lo sucesivo, me cuidaron cuando volví de Mutshatsha. Nunca ocultaron su oposición a la transformación que se está llevando a cabo en África, siempre se referían a la época colonial como el momento que podría haber impulsado a África hacia delante. Se sentían traicionados y decepcionados a la vez. Pero ¿y esa brutalidad extrema que según Peter Motombwane había marcado la vida diaria de los Masterton? »Quizá tenga razón», piensa Hans Olofson. «¿Estaré negando una verdad? ¿Tendré reacciones racistas?» Regresa rápidamente al bar para tratar de reconciliarse con Peter Motombwane. Pero la mesa está vacía. Uno de los camareros le dice que de repente se marchó de allí. Duerme cansado y desolado en su cama del hotel. Por la mañana, cuando está desayunando, le vuelve el recuerdo de Ruth y Werner Masterton. Uno de sus vecinos, un irlandés que se llama Behan, entra en el comedor y se acerca a su mesa. Ha aparecido un testamento en la casa ensangrentada, en un armario de acero que ha sobrevivido al incendio. Un bufete de abogados que hay en Lusaka está autorizado a vender la granja y transferir el beneficio correspondiente a la residencia británica de ancianos que hay en Livingstone. Behan le adelanta que la subasta de la granja se va a llevar a cabo dentro de quince días. Hay muchos presuntos compradores blancos, no van a permitir que la granja caiga en manos negras. «Esto es una guerra», piensa Hans Olofson. «Una guerra que sólo se ve por casualidad. Pero el odio racial se palpa en todas partes, el de los blancos a los negros y a la inversa.» Vuelve a su granja. Un violento aguacero, que impide la visibilidad a través del parabrisas, le obliga a quedarse en el arcén poco antes de llegar. Una mujer negra con dos niños pequeños pasan andando al lado del coche, manchados de barro y agua. Ella es la esposa de uno de los trabajadores de la granja. «No me pide que la lleve», piensa. «Yo tampoco me ofrezco a llevarla. Nada nos une, ni siquiera una fuerte tromba de agua cuando sólo uno de nosotros tiene paraguas.» «El comportamiento bárbaro de las personas siempre ha tenido rostro humano», piensa lleno de confusión. «Es lo que hace a la barbarie tan inhumana.» La lluvia retumba contra el techo del coche, espera en soledad a que se pueda volver a ver. «Podría tomar una decisión aquí y ahora», piensa. «Decidir romper con todo. Vender la granja, volver a Suecia. No sé cuánto dinero exactamente me ha sacado Patel, pero no creo tampoco que esté sin un céntimo. Esta granja de gallinas me ha dado algunos años de respiro. »Hay algo de África que me asusta tanto como aquella vez que salí del avión en el Aeropuerto Internacional de Lusaka. Veinte años de experiencia en este continente en el fondo no han cambiado nada, ya que nunca he cuestionado el punto de partida del blanco. Si alguien me pidiera que le contara lo que ocurre en este continente, ¿qué diría en realidad? Estoy en posesión de recuerdos arriesgados, espantosos, exóticos. Pero apenas tengo algún conocimiento real.» De repente cesa la lluvia, se abren entre las nubes espacios claros y el terreno empieza a secarse. Antes de poner en marcha el motor decide que va a dedicar una hora al día a su futuro. La granja está sumida en una calma total. Parece que no ha pasado nada. Se encuentra casualmente con Eisenhower Mudenda, que se inclina hacia el suelo. «Un hombre blanco en África es alguien que forma parte de una obra de teatro sin saberlo», piensa. «Sólo los negros conocen el contenido del diálogo.» Cada noche alza sus barricadas, controla sus armas y cambia de habitación entre los distintos dormitorios. Cada amanecer es un alivio y se pregunta cuánto tiempo podrá aguantar. «Todavía no sé cuál es mi límite», piensa. «Pero debe de estar en alguna parte…» Lars Häkansson vuelve una tarde y aparca su brillante coche ante la puerta del cobertizo de adobe. Hans Olofson descubre que se alegra de verlo. Lars Häkansson tiene pensado quedarse dos noches y Hans Olofson decide rápidamente organizar sus barricadas interiores en silencio. A la hora del crepúsculo se sientan en la terraza. – ¿Por qué venimos a África? -dice Hans Olofson-. ¿Por qué nos marchamos? Supongo que te lo pregunto a ti porque estoy cansado de preguntármelo a mí mismo. – No creo que un experto de Cooperación para el Desarrollo sea la persona más indicada para preguntárselo -contesta Lars Häkansson-. Al menos si quieres tener una respuesta sincera. »Más allá de lo superficial, con sus motivos ideológicos, se esconde un panorama de razones egoístas y económicas. Firmar un contrato en el extranjero es tener una posibilidad de hacer dinero llevando a la vez una vida agradable. El bienestar sueco te sigue a todas partes y se eleva a cotas insospechadas cuando se trata de expertos de cooperación bien remunerados. Si tienes hijos, el Estado sueco subvenciona la mejor educación para ellos, vives en un mundo marginal en el que prácticamente todo es posible. Comprar un coche libre de impuestos de importación cuando llegas a un país como Zambia y venderlo con contrato de modo que luego tienes dinero para vivir y no necesitas tocar tu sueldo, que crece y prospera en una cuenta bancaria en alguna parte del mundo. Tienes una casa con piscina y personal de servicio, vives como si te hubieras llevado contigo una mansión sueca. He calculado que en un mes he ganado tanto como la mujer del servicio en sesenta años. Lo calculo basándome en el valor de mi moneda extranjera en el mercado negro. Aquí en Zambia no creo que haya un solo experto sueco que vaya a un banco a cambiar su dinero por la moneda oficial. No aportamos ningún beneficio que tenga una relación razonable con nuestros ingresos. El día que los contribuyentes suecos se den cuenta realmente de adónde va a parar su dinero, el gobierno actual caerá en las siguientes elecciones. Los contribuyentes suecos de la clase trabajadora han aceptado durante muchos años lo que se llama "ayuda al tercer mundo". De hecho, Suecia es uno de los pocos países del mundo en el que el concepto de solidaridad todavía goza de esplendor. Pero quieren, por supuesto, que la recaudación de sus impuestos se utilice correctamente. Y eso casi nunca ocurre. La historia de la cooperación sueca es un sedal con un sinfín de proyectos frustrados, muchos escandalosos, unos pocos descubiertos y denunciados por los periodistas, la mayoría enterrados y silenciados. La cooperación sueca es un cementerio de perros. Digo esto porque tengo la conciencia limpia. Desarrollar las comunicaciones es, a pesar de todo, una posibilidad de acercar a África al resto del mundo. – En algún momento se hablaba de Suecia como de una autoproclamada conciencia mundial -dice Hans Olofson desde su silla en la oscuridad. – Ese tiempo ya ha pasado -contesta Lars Häkansson-. El papel de Suecia es insignificante, el primer ministro sueco asesinado fue probablemente una excepción. Por supuesto, el dinero sueco es solicitado, la ingenuidad política hace que una cantidad sin fin de políticos y hombres de negocios negros hagan grandes fortunas privadas con recursos de cooperación. En Tanzania hablé con un político que había dimitido y que era lo bastante viejo como para decir lo que quería. Era propietario de un castillo en Francia que había financiado en parte con dinero sueco de cooperación, destinado a instalaciones de agua en las zonas más pobres del país. Hablaba de una asociación sueca entre los políticos del país. Un grupo de personas que se encontraban regularmente y se transmitía sus experiencias acerca de cómo meterse en los bolsillos los recursos de cooperación de Suecia. Esto último no sé si es cierto, pero se puede suponer. El político con el que hablé de su castillo en Francia tampoco era especialmente cínico. Ser político en África es una posibilidad legítima de establecer una fortuna. Que luego salga de los más pobres es algo que pertenece a unas reglas de juego no escritas. – Me cuesta creer lo que dices -contesta Hans Olofson. – Precisamente por eso es posible que continúe un año tras otro -dice Lars Häkansson-. La situación es demasiado incomprensible como para que alguien la crea, y menos aún que saque un hacha. – Todavía queda una pregunta sin responder -dice Hans Olofson-. ¿Por qué te marchaste tú? – Un divorcio que fue un baño de sangre mental -contesta Lars Häkansson-. Mi esposa me abandonó del modo más banal. Encontró un agente inmobiliario en Valencia. Mi vida, que hasta entonces nunca había puesto en tela de juicio, se hizo añicos como si un camión hubiera entrado en mi mente. Viví durante dos años paralizado emocionalmente. Luego me levanté y me marché. Me habían abandonado las ganas de vivir. Pensé que lo mejor era viajar y morir. Pero todavía vivo. – Las dos chicas -dice Hans Olofson. – Ya te lo dije -contesta Lars Häkansson-. Serán bienvenidas, yo las cuidaré. – Todavía falta un poco para que empiecen sus cursos de formación -dice Hans Olofson-. Pero me figuro que necesitan tiempo para acostumbrarse. Había pensado llevarlas a Lusaka dentro de unas semanas. – Seréis bienvenidos -dice Lars Häkansson. «¿Qué es lo que me preocupa?», piensa Hans Olofson de forma inmediata. «Hay algo que me asusta. Lars Häkansson es un sueco que inspira seguridad, lo suficientemente honrado como para confesar que ha formado parte de algo que ni siquiera podría denominarse un escándalo. Reconozco su disposición a ayudar. Sin embargo, hay algo que me inquieta.» Al día siguiente visitan juntos a Joyce Lufuma y a sus hijas. Cuando Hans Olofson se lo dice a las hijas mayores, enseguida se ponen a bailar de alegría. Lars Häkansson se queda a un lado, sonriendo, y Hans Olofson se da cuenta de que ser atendidas por un hombre blanco es una garantía para Joyce Lufuma. «Me preocupo innecesariamente», piensa Hans Olofson. «¿Será porque yo no tengo hijos? »Pero eso también es una verdad sobre este continente contradictorio. Para Joyce Lufuma, Lars Häkansson y yo somos las mejores garantías que pueda imaginar para sus hijas. No solamente porque somos Dos semanas después, Hans Olofson lleva a las dos hermanas a Lusaka. Marjorie, la mayor, va sentada a su lado en el asiento delantero. Peggy detrás de él. Son de una belleza deslumbrante, sus ganas de vivir le hacen sentir de repente un nudo en la garganta. «Sin embargo hago algo», piensa. «Me ocupo de que estas dos jóvenes no se vean obligadas a dejar estancadas sus vidas sin sacarles ningún tipo de provecho, tengan demasiados hijos en pocos años, pobreza, privaciones, vidas que se acaban antes de tiempo.» La recepción en casa de Lars Häkansson es tranquilizadora. El apartamento que pone a disposición de las dos chicas está recién pintado y bien equipado. Marjorie se queda asombrada ante el interruptor de la luz que por primera vez en su vida va a darle electricidad. Hans Olofson se da cuenta de que la inquietud que ha sentido no significa nada. Piensa que proyecta su propia angustia en otras personas. Pasa la tarde en casa de Lars Häkansson. A través de la ventana del dormitorio puede ver a Marjorie y a Peggy, sombras que se vislumbran detrás de finas cortinas. De repente se acuerda del momento en que llegó a la capital procedente de la aldea. La primera salida, tai vez el viaje más decisivo de todos… Al día siguiente hace una escritura de traspaso de la colina de su terreno y deja su número de cuenta en el banco inglés. Antes de marcharse de Lusaka se detiene impulsivamente en la puerta de una de las oficinas aéreas de Zambia y solicita los horarios de las conexiones con los vuelos a Europa. El largo viaje de vuelta a Kalulushi también se ve interrumpido en ocasiones por los golpes de lluvia que impiden la visibilidad. A última hora de la tarde llega finalmente a la verja de su granja. El vigilante nocturno va hacia él bajo el resplandor de los faros del coche. De repente, le parece que no reconoce al hombre y se le ocurre que puede ser un bandido que se ha puesto el uniforme del vigilante. «Mis armas», piensa desesperado. Pero el vigilante es el de siempre, según puede comprobar Hans Olofson al verlo de cerca. – Bienvenido a casa, «Nunca voy a entender si lo dice de verdad», piensa Hans Olofson. «Sus palabras pueden significar, del mismo modo que me da la bienvenida, que va a tener la posibilidad de arrancarme el corazón del cuerpo.» – ¿Todo tranquilo? -pregunta. – No ha ocurrido nada -contesta el vigilante. Luka lo está esperando, ha dejado la cena preparada en un armario que la mantiene caliente. Dice a Luka que se marche a su casa y se sienta a la mesa. «La comida puede estar envenenada», se le ocurre de pronto, sin fundamento alguno. «Me encuentran muerto, se me practica una chapuza de autopsia, y nunca se descubre veneno alguno.» Retira el plato con la comida, apaga la luz y se queda sentado en la oscuridad. Desde el hueco del techo oye el batir de alas de los murciélagos. Una araña pasa rápidamente por encima de su cabeza. De repente se da cuenta de que casi está al límite. Como un mareo, una vorágine de sentimientos y pensamientos que no han salido a la luz, que se va aproximando. Permanece sentado mucho rato en la oscuridad hasta que se da cuenta de que va a tener un acceso de malaria. Le empiezan a doler las articulaciones, le palpitan las sienes y la fiebre se dispara por su cuerpo. Rápidamente levanta sus barricadas, pone armarios delante de las puertas exteriores, controla las ventanas y elige un dormitorio donde se tumba con su revólver. Toma una dosis de quinina y se pierde lentamente en el sueño. En sus sueños hay un leopardo cazando. De pronto se da cuenta de que es Luka vestido con una sangrante piel de leopardo. El acceso de malaria lo persigue hasta un precipicio. Cuando despierta al amanecer, siente que el acceso no ha sido demasiado fuerte. Se levanta de la cama, se viste rápidamente y va a abrirle la puerta a Luka. Retira un armario y de repente se da cuenta de que aún lleva el revólver en la mano. Ha dormido toda la noche con el dedo en el gatillo. «Estoy perdiendo el control», piensa. «Imagino sombras amenazantes por todos lados, Se obliga a desayunar y luego se acerca en coche al cobertizo de adobe. Los oficinistas negros, que están ocupados con informes de transporte y listas de asistencia, se levantan para saludarlo. Ese día, Hans Olofson percibe que las acciones más simples le resultan dificilísimas. Cada decisión, antes adoptada de modo rutinario, de repente le genera dudas. Se dice a sí mismo que está cansado, que debería dejar la responsabilidad a alguno de los capataces y viajar lejos de allí, tomarse unas vacaciones. Justo después empieza a sospechar que Eisenhower Mudenda lo está aniquilando de forma imperceptible con venenos invisibles. El polvo que hay sobre su escritorio se convierte en polvos tóxicos que emiten gases asfixiantes. Inmediatamente decide poner por las noches un candado al cobertizo. Una caja de huevos vacía que cae de una pila es la causa de un ataque sin sentido. Los trabajadores negros lo miran con ojos inquisidores. Una mariposa que se posa en su hombro le produce un fuerte sobresalto, como si alguien le hubiera puesto la mano encima en la oscuridad. Por la noche yace en la cama sin dormir. Siente un gran vacío interior. De repente se pone a llorar, casi a gritos, en la oscuridad. «Estoy perdiendo el autocontrol», piensa cuando ya ha pasado. «Siento cosas distintas que, sin saber de dónde proceden, atacan y desfiguran mi sentido común.» Ve en su reloj que es casi medianoche. Se levanta, se sienta en una silla y empieza a leer un libro que ha sacado al azar de la colección que dejó Judith Fillington. Los pastores alemanes se mueven de un lado a otro frente a la puerta, oye sus gruñidos, las cigarras, algunos pájaros que gritan desde el río. Lee una página tras otra sin entender realmente, mira a menudo su reloj y espera a que amanezca. Se duerme en la silla poco antes de las tres, con el revólver apoyado sobre el pecho. Se despierta de repente. Algo lo ha despertado y escucha en la oscuridad. La noche africana está serena. «Debe de tratarse de un sueño», piensa. «Algo que he soñado me ha despertado. No ha pasado nada, todo está tranquilo… La tranquilidad», piensa enseguida. «Eso es lo que me ha despertado. Ha ocurrido algo, esta tranquilidad no es natural.» Siente cómo lo invade el miedo, el corazón le palpita con fuerza y coge su revólver mientras escucha lo que pasa fuera en la oscuridad. Las cigarras cantan, pero los perros guardan silencio. De repente está seguro de que algo ocurre en la oscuridad, fuera de su casa. Corre en medio del silencio y va a buscar su rifle de caza. Con manos temblorosas mete la munición en ambos cañones y quita el seguro del arma. No deja de escuchar, pero los perros guardan silencio. Ya no gruñen, el ruido de sus pasos ha cesado. «Ahí afuera, en la oscuridad, hay alguien», piensa con desesperación. «Ahora vienen a por mí.» Vuelve a correr a través de la habitación vacía y descuelga el teléfono. No hay línea. Entonces lo entiende todo y siente tanto miedo que casi no puede controlar su respiración. Sube corriendo la escalera hasta el piso superior, coge un montón de munición que hay sobre una silla en el pasillo y continúa hasta la habitación de los esqueletos. La ventana no tiene cortinas. Mira con cuidado hacia fuera. Las lámparas de la terraza lanzan una luz pálida sobre el patio. No ve a los perros por ningún sitio. De repente se apagan las luces, se oye un ligero tintinear de uno de los globos de cristal. Mira hacia la oscuridad. Durante unos segundos está seguro de oír pasos. Se obliga a pensar. «Intentarán entrar por la planta baja», se dice a sí mismo. «Cuando se den cuenta de que estoy aquí arriba van a quemarme.» Vuelve a atravesar el comedor corriendo, baja la escalera y escucha junto a las puertas que ha bloqueado con los armarios. «Los perros», piensa desesperado. «¿Qué han hecho con los perros?» Va y viene entre las dos puertas que dan a la calle y se imagina que el ataque llegará de ambos lados a la vez. Recuerda de pronto que la ventana del cuarto de baño no tiene rejas. Es una ventana pequeña, pero una persona delgada tal vez pueda abrirse paso a través de ella. Empuja con cuidado la puerta del cuarto de baño, el rifle tiembla en sus manos. «No puedo dudar», se dice a sí mismo. «Si veo a alguien tengo que apuntarle y disparar.» La ventana del cuarto de baño está intacta y vuelve a las puertas de entrada. De repente percibe unos chirridos que proceden de la terraza. «El techo», piensa. «Intentan entrar en el piso de arriba escalando por el techo de la azotea.» Vuelve a subir corriendo la escalera que va al piso superior. Las ventanas de dos habitaciones de invitados dan a la azotea, ambas tienen rejas. Dos habitaciones que no se utilizan casi nunca. Empuja cuidadosamente la puerta de la primera habitación, avanza a tientas hacia la ventana y palpa las delgadas barras de hierro fijadas al cemento. Deja la habitación, empuja la puerta de la siguiente. Los chirridos de la azotea están cada vez más cerca. Avanza a tientas en la oscuridad y estira el brazo para palpar las rejas. Las puntas de sus dedos rozan el cristal de la ventana. Las rejas no están. Alguien las ha quitado. «Luka», piensa. «Luka sabe que casi nunca entro en esta habitación. Lo voy a matar. Voy a matarlo de un disparo y tirarlo a los cocodrilos. Lo heriré gravemente y dejaré que terminen de matarlo los cocodrilos.» Se dirige de nuevo hacia la puerta, estira un brazo buscando una silla que sabe que hay ahí y se sienta. En el rifle de caza hay seis cartuchos, el cargador del revólver tiene ocho. «Debe de ser suficiente», piensa con desesperación. «No voy a poder cargarlos de nuevo porque me tiemblan las manos.» Pensar en Luka lo tranquiliza de repente, la amenaza que ahora está en la oscuridad tiene un rostro. Siente que una necesidad extraña crece dentro de él. Una necesidad de apuntar a Luka con el arma y disparar. Los chirridos de la azotea cesan. Alguien empieza a hacer presión con una herramienta en el marco de la ventana para forzarla. Enseguida se le ocurre que seguramente es una de sus propias herramientas. «Ahora disparo», piensa. «Ahora disparo ambos cañones a través de la ventana. La cabeza y la parte superior del cuerpo tienen que estar justo detrás del cristal.» Se levanta en la oscuridad, da algunos pasos hacia delante y levanta el rifle. Le tiemblan las manos, no puede evitar que se mueva. Ha aprendido a mantener la respiración en el momento del disparo. «Ahora mato a una persona», piensa. «Aunque sea en defensa propia, lo hago con premeditación.» Levanta el rifle, nota de repente que tiene lágrimas en los ojos, contiene la respiración y aprieta, primero un cañón, inmediatamente después el otro. Las detonaciones retumban en sus oídos, los trozos de cristal le golpean en la cara. Da un paso atrás por el retroceso y casualmente roza el interruptor de la luz con uno de los hombros. En vez de apagarla, se pone a dar alaridos en medio de la noche y va corriendo a la ventana a la que ha disparado. Alguien ha encendido las luces de su coche. Delante del coche se vislumbran dos sombras negras y le parece ver que una de ellas es Luka. Apunta rápidamente y dispara contra las dos sombras. Una de ellas tropieza y la otra desaparece deprisa. Olvida que todavía le quedan dos cartuchos en el rifle, lo deja caer sobre el suelo y saca su revólver del bolsillo. Dispara cuatro veces contra la sombra que ha tropezado, antes de darse cuenta de que también ha desaparecido. Descubre que el techo de la terraza está lleno de sangre. Se inclina a recoger el rifle, apaga la luz y cierra la puerta. Luego se sienta en el suelo del pasillo y empieza a recargar. Le tiemblan las manos, el corazón le palpita con fuerza en el pecho y se concentra al máximo para cargar de nuevo sus armas de munición. Piensa que lo que más le gustaría hacer es dormir. Se sienta en el pasillo y aguarda el amanecer. Con las primeras luces de la mañana retira el armario y abre la puerta de la cocina. Las luces del coche se han apagado, se ha agotado la batería. Luka no está ahí. Se dirige lentamente hacia la terraza, con el rifle aún en una de sus manos. El cuerpo ha quedado atrapado por un pie en un canalón y está colgando con la cabeza sobre algunos de los cactus que un día plantara Judith Fillington. Una piel de leopardo ensangrentada pende sobre los hombros del africano muerto. Con el palo de un rastrillo, Hans Olofson mueve el pie del cuerpo, que se suelta y cae. A pesar de que casi todo el rostro está destrozado por los disparos, reconoce de inmediato que es Peter Motombwane. Las moscas zumban ya en la sangre. Busca en la terraza un mantel y lo extiende sobre el cuerpo. Junto al coche hay un charco de sangre. Unas huellas de sangre lo conducen hasta la espesa sabana. Allí terminan de repente. Cuando se da la vuelta, ve a Luka de pie por debajo de la azotea. Levanta el rifle al instante y va hacia él. – Vives aún -dice-. Pero no vas a vivir mucho más. Esta vez no voy a fallar. – ¿Qué ha ocurrido, – ¿Me preguntas a mí? – Sí, – ¿Cuándo quitaste la reja de la ventana? – ¿Qué reja, – Sabes a lo que me refiero. – No, – ¡Ponte las manos en la cabeza y camina delante de mí! Luka hace lo que le dice y Hans Olofson lo lleva al piso de arriba. Le enseña el agujero de la ventana que ha sido destrozada por los disparos. – Casi lo has logrado -dice Hans Olofson-. Pero sólo casi. Sabías que yo nunca entro en esta habitación. Cortaste los barrotes de la reja cuando yo no estaba aquí. Así no os habría oído cuando entraseis. Luego habríais bajado las escaleras a escondidas en la oscuridad. – La reja ha desaparecido, – Alguien no, Luka. Tú te la has llevado. Luka lo mira a los ojos y sacude la cabeza. – Tú estabas aquí anoche -dice Hans Olofson-. Te vi y te disparé. Peter Motombwane está muerto. ¿Pero quién es el tercer hombre? – Yo estaba durmiendo, Hans Olofson levanta el fusil y quita el seguro. – Te voy a disparar -le dice-. Te dispararé si no me dices quién es el tercer hombre. Te mataré si no me cuentas lo que ha ocurrido. – Yo dormía, «Dice la verdad», piensa Hans Olofson enseguida. «Estoy seguro de que lo vi anoche. Nadie aparte de él ha podido quitar la reja, nadie más que él sabe que casi nunca entro en esa habitación. Sin embargo, creo que dice la verdad.» Vuelven al piso de abajo. «Los perros», piensa Hans Olofson de repente. «Me olvidaba de los perros.» Los encuentra justo detrás del tanque de agua. Seis cuerpos extendidos en el suelo. De sus bocas cuelgan restos de carne. «Veneno concentrado», deduce. «Con un mordisco bastaba. Peter Motombwane sabía lo que se hacía.» Observa que Luka mira los cuerpos muertos con incredulidad. «Naturalmente, hay una explicación posible», se dice a sí mismo. «Peter Motombwane conoce mi casa. A veces me ha esperado solo. Incluso los perros. Los perros lo conocían. Puede ser lo que dice Luka, que estaba durmiendo y se despertó cuando disparé el rifle. Puedo haber visto mal en la oscuridad. Me imaginaba que Luka estaría allí, por lo que también me pareció verlo.» – No toques nada -ordena-. No entres en la casa, espera fuera hasta que vuelva. – Sí, Empujan el coche para ponerlo en marcha, el motor diesel empieza a trabajar y Hans Olofson va a su cobertizo de adobe. Los trabajadores negros se quedan mirándolo inmóviles. «¿Cuántos de ellos pertenecen a los leopardos?», piensa. «¿Cuántos creen que he muerto?» El teléfono del cobertizo funciona. Llama a la policía de Kitwe. – Decid a todos que estoy vivo -comunica a los oficinistas negros-. Decidles que maté a los leopardos. Tal vez uno de ellos sólo esté herido de bala. Decidles que pago el salario de un año al que encuentre al leopardo herido. Regresa a su casa. Sobre el cuerpo de Peter Motombwane, que yace bajo el mantel, hay un enjambre de moscas. Trata de pensar mientras espera a la policía. «Peter Motombwane vino para matarme», se dice a sí mismo. «Del mismo modo que fue una noche a matar a Ruth y Werner Masterton. Su único error fue llegar demasiado pronto. Subestimó mi miedo creyendo que ya había vuelto a dormir por las noches. »Peter Motombwane vino para matarme, eso no debo olvidarlo nunca. Ése es el punto de partida. Me habría cortado la cabeza y me habría convertido en un cuerpo de animal masacrado. La ambición de Peter Motombwane debe de haber sido muy grande. Sabía que tenía armas, por lo tanto estaba dispuesto a ofrecer su vida. Ahora me doy cuenta de que al mismo tiempo intentaba alertarme diciéndome que me marchara de viaje para evitar tener que hacerlo. Probablemente ese conocimiento se había convertido en una penosa desesperación, un convencimiento de que era necesario el máximo sacrificio. »E1 hombre que trepó por mi tejado no era un bandido. Era una persona convencida de que hacía lo que él llamaba un encargo necesario. Eso tampoco tengo que olvidarlo. Al matarlo, tal vez he matado también a una de las mejores personas de este lacerado país. Alguien que, más que un sueño de futuro, tenía una disposición a actuar él mismo. Al matar a Peter Motombwane he matado la esperanza de muchas personas. »A1 mismo tiempo, se dio cuenta de que mi muerte era importante. No creo que viniera porque fuera vengativo. Creo que Peter Motombwane prescindía de tales sentimientos. Trepó por mi tejado porque estaba atormentado. Sabía lo que estaba ocurriendo en este país, no vio otra salida que unirse al movimiento de los leopardos, iniciar un ataque desesperado y tal vez lograr presenciar algún día la necesaria sublevación. ¿Fue tal vez él el que creó el movimiento de los leopardos? ¿Lo hizo solo, con unos pocos partidarios, o quería asegurar un resurgimiento antes de que él mismo cogiera su Hans Olofson se aleja en dirección a la terraza, evitando mirar el cuerpo bajo el mantel. Encuentra lo que busca detrás de unas rosas africanas. Por la carretera se aproxima un coche oxidado y al que le falla el motor, dentro van policías. Se detiene justo al lado del camino, parece que se le ha terminado la gasolina. «¿Qué habría ocurrido si hubiera podido llamarlos por teléfono anoche?», piensa. «¿Si les hubiera pedido venir en mi auxilio? ¿Habrían comunicado que lo sentían, que no tenían gasolina? ¿O quizá me habrían pedido que fuera a buscarlos con mi coche?» De pronto reconoce al policía que se dirige hacia él delante de cuatro soldados agentes. Es el policía que estuvo una vez en su casa con una orden de inspección equivocada. Hans Olofson recuerda su nombre, Kaulu. Hans Olofson muestra el cuerpo muerto, los perros, describe el curso de los hechos. Admite también que conocía a Peter Motombwane. El oficial de policía sacude la cabeza con resignación. – No podemos fiarnos nunca de los periodistas -dice-. Ahora está demostrado. – Peter Motombwane era un buen periodista -replica Hans Olofson. – Le interesaban demasiado ciertas cosas en las que no debía meterse -dice el oficial de policía-. Pero ahora sabemos que era un bandido. – La piel de leopardo -dice Hans Olofson-. He oído vagos rumores de que es un movimiento político. – Entremos -propone enseguida el oficial de policía-. Se habla mejor en la sombra. Luka sirve el té, se sientan en silencio. – Ciertos rumores lamentables se extienden con demasiada facilidad -dice el oficial de policía-. No existe ningún movimiento leopardo. El mismo presidente ha aclarado en público que no lo hay. Así que no existe. Por lo tanto sería lamentable que surgieran nuevos rumores. Nuestras autoridades se sentirían insatisfechas. «¿Qué está intentando transmitirme?» piensa Hans Olofson. «¿Una información, una advertencia? ¿O una amenaza?» – Ruth y Werner Masterton -dice Hans Olofson-. Esto habría quedado como la casa de ellos si yo no lo hubiera matado, y tal vez a otro hombre más. – No existe ningún tipo de relación -dice el oficial de policía. – Naturalmente que existe -afirma Hans Olofson. El oficial de policía mueve su taza despacio. – Una vez vine aquí con una orden expedida de modo erróneo -dice-. Usted se mostró muy solícito en esa situación. Para mí es una gran alegría poder devolverle el favor ahora. No existe ningún movimiento leopardo, lo ha decidido nuestro presidente. Tampoco hay motivo para relacionar cosas que no tienen ninguna relación. Además, sería muy inadecuado que se extendiera el rumor de que usted conocía al hombre que intentó matarlo. Eso crearía sospechas en las autoridades. ¿Se podría empezar a pensar, tal vez, que fue una forma de venganza? ¿Relaciones poco claras con un granjero blanco que originan rumores sobre el movimiento leopardo? Podría meterse en dificultades con mucha facilidad. Lo mejor es escribir un informe sencillo y claro sobre una agresión lamentable que por fortuna terminó bien. «Ya salió», piensa Hans Olofson. «Después de una explicación confusa tengo que darme cuenta de que todo se va a enterrar. Peter Motombwane ya no será en lo sucesivo un desesperado luchador de la resistencia, sino que su recuerdo se asociará al de un bandido.» – Las autoridades de inmigración se van a preocupar -añade el oficial de policía-. Pero le devolveré la amabilidad que tuvo usted conmigo olvidando este caso lo antes posible. «Es inaccesible», piensa Hans Olofson. «Es evidente que tiene instrucciones. En este país no existe oposición política alguna.» – Supongo que tendrá licencia de armas -dice el oficial de policía en tono amistoso. – No -contesta Hans Olofson. – Podría haber sido causa de problemas -contesta el oficial de policía-. Las autoridades se toman muy en serio la falta de licencias de armas. – Nunca lo había pensado -reconoce Hans Olofson. – Para mí será un placer olvidar eso también -dice el oficial de policía poniéndose en pie. «El caso está cerrado», piensa Hans Olofson. «Sus argumentos eran mejores que los míos. Nadie quiere tener que pasar por una cárcel africana.» Cuando salen, el cuerpo ha desaparecido. – Mis hombres lo han hundido en el río -responde a su pregunta el oficial de policía-. Es más sencillo así. Nos hemos tomado la libertad de utilizar alguna chatarra que encontramos en su jardín. El policía espera en el coche. – Lamentablemente, la gasolina se ha acabado -informa-. Pero uno de mis hombres ha tomado prestados unos cuantos litros de combustible de su reserva mientras tomábamos el té. – Por supuesto -dice Hans Olofson-. Cuando pase por aquí, puede parar y llevarse algunas cajas de huevos. – Los huevos son buenos -reconoce el oficial de policía ofreciéndole su mano para saludarlo-. No es frecuente acabar las investigaciones criminales con tanta facilidad. El coche de policía desaparece y Hans Olofson dice a Luka que queme el mantel manchado de sangre. Lo mira mientras lo quema. «Aun así puede haber sido él», piensa Hans Olofson. «¿Cómo voy a poder seguir viviendo con él a mi lado? ¿Podré continuar aquí?» Se sienta en su coche y lo estaciona fuera del gallinero en el que trabaja Eisenhower Mudenda. Le enseña el – Ahora es mío -dice-. A quien ataque mi casa lo mataré con el arma que no pudo vencerme a mí. – Es un arma muy peligrosa, – Conviene que todos lo sepan -dice Hans Olofson. – Todos lo van a saber enseguida, – Entonces nos entendemos -dice Hans Olofson de camino a su coche. Se encierra en su dormitorio, corre las cortinas y ve a Luka enterrando los perros muertos. «Vivo en un cementerio africano», piensa. En el techo de la terraza está la sangre de Peter Motombwane. «Una vez fue mi amigo, mi único amigo africano.» La lluvia viene a enjuagar su sangre; los cocodrilos destrozan su cuerpo en el fondo del río Kafue. Se sienta en el borde de la cama agotado por el cansancio. «¿Cómo voy a poder soportar lo que ha ocurrido?», piensa otra vez. «¿Cómo voy a seguir adelante en este infierno?» La impotencia que siente Hans Olofson va en aumento durante el mes siguiente. El periodo de lluvias está llegando a su fin y él mantiene a Luka bajo control. Los vecinos van a visitarlo cuando oyen el rumor del ataque, y él vuelve a contar la historia de la noche en que murieron Peter Motombwane y los perros. Nunca encuentran al otro hombre, el rastro de sangre acaba en el vacío. En su imaginación, el tercer hombre se va convirtiendo en una sombra y la imagen de Luka como sospechoso se desvanece poco a poco. Padece sucesivos accesos de malaria en los que tiene alucinaciones y vuelve a vivir la situación de ser atacado por bandidos. Una noche cree que va a morir. Cuando despierta, la luz está cortada, el golpe de fiebre hace que pierda la orientación. Dispara con su revólver hacia la oscuridad. Cuando despierta, el acceso de malaria ha pasado y Luka está como siempre, esperando fuera de la puerta al amanecer. Alrededor de su casa corren nuevos pastores alemanes que le han llevado los vecinos como regalo incuestionable de la colonia blanca. Controla como siempre el trabajo diario en la granja. Los coches de huevos ya no son saqueados, sobre el país reina la tranquilidad. Se pregunta cómo va a aguantar. «Nunca podría haber evitado matar a Peter Motombwane», piensa. «Él no me lo hubiera permitido. Si hubiera podido, me habría cortado la cabeza. Su desesperación debe de haber sido tan grande que no podría haber vivido más tiempo esperando a que llegara el momento oportuno, que la insurrección fuera creciendo poco a poco. Debe de haber pensado que ese momento podía acelerarse y echó mano de la única arma que tenía. ¿Acaso era consciente también de que fracasaría?» Se compara con Peter Motombwane, rememora prolongados y dolorosos episodios de su vida. «Mi vida está hecha con cemento de mala calidad», piensa. «Las grietas del edificio son profundas y algún día se derrumbará todo. Mis ambiciones han sido siempre superficiales y deficientes. Mi actitud moral se basa en los sentimientos o en la impaciencia. En realidad casi nunca me he exigido nada a mí mismo. «Estudié buscando una salida, un modo de quitarme de en medio. Viajé a África para llevar a cabo el sueño de otra persona. Se me puso en las manos una granja. Cuando Judith Fillington se marchó, el trabajo ya estaba hecho. Sólo tenía que repetir las mismas cosas que ella hacía como rutina. Finalmente me asigné el indignante papel de matar a una o tal vez a dos personas. Personas que estaban dispuestas a hacer algo que yo nunca me hubiera atrevido a hacer. Apenas se me puede reprochar que defendiera mi vida. Sin embargo lo hago.» Cada vez con más frecuencia se emborracha por las noches y recorre las habitaciones vacías tambaleándose. «Tengo que irme lejos de aquí», piensa. «Vendo la granja, le prendo fuego y me voy.» Piensa que sólo le queda una tarea por hacer. Las hijas de Joyce Lufuma. «A ellas no puedo abandonarlas», piensa. «Aunque esté ahí Lars Häkansson, tengo que quedarme hasta cerciorarme de que estarán seguras para poder llevar a cabo su formación.» Después de un mes decide de forma inesperada viajar a Lusaka para visitarlas. Piensa que debería comunicar su llegada, pero no llega a llamar por teléfono, sino que se sienta en el coche y se pone en marcha. Cuando entra en la ciudad, se siente contento por primera vez después de mucho tiempo. «Tendría que haber tenido hijos», piensa. «Mi vida no es natural incluso en ese aspecto.» Mientras conduce hacia la casa de Lars Häkansson, piensa que tal vez no sea demasiado tarde todavía. El vigilante nocturno le abre las verjas y entra en la pista de gravilla que hay fuera de la casa… En el momento de la derrota, Hans Olofson hubiera querido poder soplar al menos una flauta de madera de sauce. Pero no puede. No tiene ninguna flauta, sólo tiene entre las manos sus propias raíces arrancadas… A principios de septiembre de 1969 está sentado en una cervecería de Estocolmo con Hans Fredström, el hijo del confitero de Danderyd, compartiendo sus reflexiones. No sabe quién les ha propuesto que esa tarde de miércoles tomen el tren que va a Estocolmo y se unan a otros más para beber cerveza, pero él acepta. Son cinco en total y se conocieron unos años atrás en el curso preparatorio de derecho que empezaron a la vez. Hans Olofson había ido a su casa la primavera pasada con la amarga sensación de que nunca llegaría a terminar sus estudios. Hasta ese momento había vivido bastante tiempo en la casa de los relojes y también había aguantado lecciones y estudiado por su cuenta lo suficiente como para darse cuenta de que no encajaba en ningún sitio. La ambición que tuvo una vez de ser el defensor de las circunstancias atenuantes se había ido diluyendo hasta desaparecer como un espejismo fugaz. Oía el tictac de los relojes a su alrededor con una creciente sensación de irrealidad, y al final se había dado cuenta de que la universidad era un pretexto para pasar las tardes en la tienda de armas Wickberg, y no al revés. La salvación del verano fueron los hermanos Holmström, que aún no habían encontrado a sus elegidas y siguieron buscándolas todavía durante algún tiempo en su viejo Saab por los luminosos bosques estivales. Hans Olofson se hundía en el asiento trasero y compartía el aguardiente de ellos mientras veía pasar bosques y lagunas. En una pista de baile lejana se encontró con una de las damas de honor de la fiesta de santa Lucía y enseguida se enamoró profundamente de ella. Su nombre era Agnes, la llamaban Agge y se estaba preparando para trabajar en la peluquería de señoras Die Welle, situada entre la librería y la tienda de motos y ciclomotores de segunda mano de Karl-Otto. Un día se dio cuenta de que el padre de ella era uno de los que trabajaban con él en el almacén de la Asociación de Comerciantes, uno al que compraba el rapé y le fregaba las tazas de café. Ella vivía con una hermana mayor en un pequeño apartamento encima del Handelsbanken; y como la hermana desapareció al marcharse en una caravana con un hombre en dirección a la Costa Alta, tenían el piso para ellos solos. Allí iban los hermanos Holmström levantando polvo con su Saab, hacían juntos los planes para la tarde y luego volvían. Entonces decidió quedarse. Buscarse un trabajo, trazar una línea divisoria, no volver al sur en otoño. Pero también el amor era imaginario, un nuevo escondite que se había creado, y volvió al sur a pesar de todo, para poder escapar por fin. Los ojos de ella le decían que se sentía traicionada. Aunque tal vez también se marchó porque no soportaba ver a su padre, Erik Olofson, luchando cada vez más a menudo con esos demonios que no podía evitar ni siquiera echándoles agua caliente. Ahora bebía de modo obstinado, había decidido vivir humillado ante su incapacidad de regresar al mar. Ese verano, Erik Olofson se convirtió por fin en talador de bosques. Ya no era el marinero que se dejaba la vida entre cortezas y brotes de árboles para despejar el horizonte y calcular sus posiciones. Un día Inmediatamente después volvió a Uppsala y ahora está sentado en una cervecería de Estocolmo y Hans Fredström le salpica la mano de cerveza. Hans Fredström tiene algo que le parece envidiable. Tiene una vocación, ser fiscal. – Al malhechor hay que agarrarlo por las orejas y juzgarlo -dice-. Ser fiscal es hacer limpieza. Lavar el cuerpo de la sociedad. Hans Olofson le ha revelado que piensa ser el portavoz de los débiles. Inmediatamente cae en desgracia con Hans Fredström. Desde su adinerado punto de vista en Danderyd pone en marcha una hostilidad de la que Hans Olofson no puede desentenderse. Su discurso es tan incendiario y está tan lleno de prejuicios que le resulta repugnante. Las discusiones que mantienen siempre terminan antes de que comience la pelea. Hans Olofson procura evitarle. Si se enfrenta a él, siempre pierde. Cuando derrama cerveza sobre su mano, la retira. «Voy a hacerle frente», piensa. «Ambos vamos a defender conjuntamente leyes y derechos cuando sea oportuno.» Ese pensamiento le parece imposible por el momento. Debería poder hacerlo, debería obligarse a resistir. De otro modo, Hans Fredström causaría estragos libremente, como un depredador en las salas de juicio, aplastando con patas de elefante la circunstancia atenuante que tal vez estuviera allí a pesar de todo. Pero no puede ponerse en pie. Está demasiado solo y mal equipado. Se levanta de repente y se marcha. Oye la risa socarrona de Fredström a su espalda. «¿Cómo pueden oírse las muecas de una persona?», piensa. Vaga inquieto por la ciudad, eligiendo las calles al azar. Su conciencia está vacía como los salones de un palacio en ruinas. Al principio cree que allí no hay nada, sólo las tapicerías estropeadas y el eco de sus pasos. Pero en una de las habitaciones se encuentra Sture tumbado en su cama y un tubo grueso y ennegrecido sale de su garganta. El respirador mecánico lo envuelve con sus alas brillantes y se oye un silbido, como una locomotora que suelta vapor. En otra habitación resuena una palabra, Mutshatsha, Mutshatsha, y tal vez oye también los leves acordes de Decide en ese instante visitar a Sture, y volver a verlo vivo o muerto… Varios días después está en Västervik. Por la tarde se baja de un autobús al que ha subido en Norrköping y que continúa hasta Kalmar. Siente enseguida el olor del mar, y como si fuera un insecto guiado por el olor, se pone a buscar Slottsholmen. Una brisa otoñal procedente del mar sopla mientras pasea por los embarcaderos mirando los barcos. Un velero solitario navega con viento en popa hacia el puerto y la vela golpetea rizada por una mujer… No encuentra pensión y en un momento de ligereza entra en el Stadshotell. A través de la pared de su habitación oye a alguien que habla en tono excitado durante mucho tiempo. Se imagina que es un hombre que está ensayando una obra de teatro… En recepción, un hombre muy amable con un ojo de cristal le ayuda a buscar el hospital donde se supone que está Sture. – La Colina de los Abetos -dice el hombre del ojo de cristal-. Seguro que está allí. Es donde se llevaba a los que no tenían la suerte de morir inmediatamente. Accidentes de tráfico, motos, espaldas rotas. Seguro que lo encuentras allí. «La Colina de los Abetos es un nombre del todo incorrecto», razona Hans Olofson cuando llega con un taxi al día siguiente por la mañana. El bosque se abre, ve una casa solariega rodeada de plantaciones bien cuidadas y una punta del mar que se vislumbra detrás de una de las alas de la casa. Hay un hombre sin piernas sentado en una silla de ruedas a la entrada de la puerta principal. Está envuelto en mantas y duerme con la boca abierta. Hans Olofson atraviesa la alta puerta y se le ocurre que el hospital le recuerda al juzgado donde vivía Sture. Le indican que vaya a una pequeña oficina en la que hay una luz verde, entra y un hombre se presenta como el señor Abramovitj. Habla con voz apagada y casi inaudible, y Hans Olofson se figura que su misión principal en la vida debe de ser mantener el silencio. – Sture von Croona -susurra el señor Abramovitj-. Ha estado con nosotros diez años o más. ¿Pero a usted no lo recuerdo? Supongo que será algún familiar. Hans Olofson asiente. – Un hermanastro -dice. – A algunas personas que vienen por primera vez puede que les afecte negativamente -susurra el señor Abramovitj-. Como es natural, presenta un aspecto pálido e hinchado por estar siempre tumbado. Tampoco se puede evitar del todo que haya cierto olor a hospital. – Quiero hacerle una visita -dice Hans Olofson-. He venido desde lejos para verlo. – Le consultaré a él -dice el señor Abramovitj poniéndose en pie-. ¿Cuál era su nombre? ¿Hans Olofson? ¿Un hermanastro? Cuando vuelve, ya está todo en orden. Hans Olofson lo sigue a través de un largo pasillo hasta que llegan a una puerta en la que el señor Abramovitj da unos golpes. Como respuesta oye un sonido gutural. Al entrar en la habitación, nada es como se había imaginado. Las paredes están cubiertas de libros y en medio de la habitación, rodeado de plantas y altos ramos de flores, está Sture en una cama pintada de azul. Pero no hay ningún tubo que salga de su garganta, ni ningún insecto enorme que extienda sus alas alrededor de la cama azul. La puerta vuelve a cerrarse y se quedan solos. – ¿Dónde diablos has estado? -pregunta Sture en un tono de voz que revela su enfado a pesar de la afonía. Las expectativas de Hans Olofson se vienen abajo de modo brutal. Se había imaginado que una persona que tiene la columna vertebral fracturada hablaría en voz baja y con pocas palabras, no con esta furia. – Siéntate -dice Sture intentando ayudarle en esa complicada situación. Retira un montón de libros de una silla y se sienta. – Me dejas esperar diez años -sigue diciendo Sture-. Diez años. Al principio estaba decepcionado. Tal vez durante un par de años. Después he estado sobre todo cabreado. – No tengo ninguna explicación -se excusa Hans Olofson-. Ya sabes cómo son estas cosas. – ¿Cómo demonios voy a saberlo? Yo estoy siempre aquí tumbado. -Luego, su rostro insinúa una sonrisa-. A pesar de todo has venido -dice-. Hasta aquí, donde las cosas son como son. Si quiero tener una vista panorámica, ponen un espejo para que pueda ver el jardín. La habitación la han pintado dos veces desde que llegué. Al principio me sacaban al parque. Pero luego me negué. Donde mejor estoy es aquí. Me siento cómodo. Nada impide que alguien como yo se entregue a la pereza. Hans Olofson escucha enmudecido por la fuerza de voluntad que emana Sture en la cama. Con una creciente sensación de irrealidad, se da cuenta de que Sture, a pesar de su horrible desventaja, ha desarrollado una fuerza y una decisión que él no posee en absoluto. – Como es natural, la amargura es mi compañera más fiel -dice Sture-. Cada mañana, cuando despierto de los sueños, cada vez que me hago mis necesidades encima y empieza a oler. Cada vez que me doy cuenta de que no soy capaz de hacer nada. Sin duda, eso es lo peor, no poder ofrecer resistencia. La columna vertebral es lo que falla, es cierto. Pero también se rompió algo en mi cabeza. Tardé varios años en comprenderlo. Pero en ese momento tracé un proyecto de vida aparte de mis aptitudes, no por la carencia de ellas. Decidí vivir hasta que cumpliera treinta años, unos cinco años más. Entonces habré concluido mi concepto del mundo y mi relación con la muerte. El único problema que tengo es que no puedo acabar con todo por mí mismo, ya que no puedo moverme. Pero me quedan aún cinco años para encontrar una solución. – ¿Qué ocurrió realmente? -pregunta Hans Olofson. – No lo recuerdo. Se me ha borrado por completo. Recuerdo lo que pasó mucho antes y recuerdo cuando me desperté aquí. Eso es todo. De repente se expande un hedor en la habitación y Sture aprieta su nariz contra un timbre. – Sal un momento. Me tienen que cambiar. Cuando vuelve, Sture está tumbado bebiendo cerveza con una paja. – A veces bebo aguardiente -dice-. Pero no les gusta. Si me pongo a vomitar tenemos problemas. Además puedo decir cosas desagradables a las enfermeras. Es mi manera de recuperar lo que no puedo hacer. – Janine -dice Hans Olofson-. Murió. Sture se queda callado un buen rato. – ¿Qué pasó? -pregunta. – Al final se ahogó. – ¿Sabes con qué soñaba? Con quitarle la ropa, acostarme con ella. Todavía me enfurezco por no haberlo hecho. ¿No lo pensaste nunca? Hans Olofson sacude la cabeza. Se aferra a un libro con fuerza para evitar el tema. – Con mi educación nunca hubiera llegado a estudiar la filosofía radical -dice Sture-. Soñaba y quería ser el Leonardo de mi época. Veo mi propia constelación en un cosmos privado. Pero ahora sé que la razón es lo único que me consuela. Y razonar es darse cuenta de que morimos solos, irremediablemente, todos, incluso tú. Trato de pensar en ello cuando escribo. Lo grabo en una cinta, otros se limitan a escribirlo. – ¿Sobre qué escribes? – Sobre una columna vertebral rota que se atreve a salir al mundo. Abramovitj no parece estar especialmente fascinado cuando lee lo que las chicas han pasado a limpio. No entiende lo que quiero decir y eso le preocupa. Pero dentro de cinco años se librará de mí. Cuando Sture le pide que le hable de su vida, considera que no tiene nada que decir. – ¿Recuerdas al tratante de caballos? -pregunta-. Murió el verano pasado. Tenía cáncer de huesos. – No llegué a conocerlo -dice Sture-. ¿Conocí en realidad a alguien más aparte de ti y de Janine? – Hace mucho tiempo de eso. – Dentro de cinco años -dice Sture-. ¿Me ayudarás en ese momento si no he encontrado solución a mi último problema? – Si puedo. – No se rompe una promesa con alguien que tiene fracturada la columna vertebral. Aparecería en tu mente como un fantasma hasta que cayeras rendido. Por la tarde se despiden. El señor Abramovitj entreabre la puerta con cuidado y comunica a Hans Olofson que puede ofrecerle transporte hasta la ciudad. – Vuelve una vez al año -dice Sture-. No más. No tengo tiempo. – Puedo escribir -dice Hans Olofson. – No, cartas no. Me indignan. Las cartas son demasiado ágiles para que pueda soportarlas. Vete… Hans Olofson se va de allí con la sensación de ser el rey de los infravalorados. En Sture se ha visto a sí mismo como en un espejo. No puede escapar de esa imagen… Regresa a Uppsala a última hora de la tarde. Los relojes suenan en la impenetrable jungla de tiempo en que vive. «Mutshatsha», piensa. «¿Qué queda aparte de ti?» Esa mañana de septiembre de 1969, en la que deja atrás todos los horizontes que tenía hasta ese momento y vuela a otro mundo, el cielo sueco está cubierto. Ha ido a por sus ahorros y ha comprado ese billete que lo llevará por el aire hacia su dudosa peregrinación a la Mutshatsha con la que soñaba Janine. Al subir a un avión por primera vez pende sobre él un cielo inmóvil, un muro de nubes infinito. Cuando cruza la pista, la humedad traspasa sus zapatos. Se da la vuelta como si, a pesar de todo, alguien hubiera ido a despedirlo… Observa a los que van a ser sus compañeros de vuelo. «Nadie va a Mutshatsha», piensa. «En este momento eso es lo único de lo que puedo estar seguro.» Con un leve movimiento de cabeza, Hans Olofson siente elevarse el avión. Veintisiete horas después exactamente, como está indicado en el panel, aterriza en Lusaka. África lo recibe con un bochorno terrible. Nadie ha ido a esperarlo. Un vigilante nocturno va a su encuentro con una porra en la mano. Hans Olofson ve que está muy asustado. Dos grandes perros pastor alemán corren inquietos de un lado a otro por el descampado mal iluminado. De pronto se siente molesto por tener que estar siempre rodeado de perros guardianes nerviosos y de altas tapias coronadas con puntas de vidrio incrustado. «Viajo de un bunker de blancos a otro», piensa. «Ese temor está por todas partes…» Llama a la puerta del apartamento de servicio y contesta Peggy. Entra y ve que detrás de ella está Marjorie. Ambas se ríen y se alegran de que haya llegado. Sin embargo, enseguida nota que algo no va bien. Se sienta en una silla y escucha sus voces desde la cocina donde le están preparando té. «Me olvido de que soy un – Nos va bien -contesta Marjorie-. No les habla del ataque nocturno y sí les pregunta en cambio si echan de menos su casa. Cuando responden que no, vuelve a notar que algo no va bien. Una especie de inseguridad detrás de la habitual alegría que siempre muestran. Algo que las atormenta. Decide esperar hasta que regrese Lars Häkansson. – Mañana me quedo todo el día -dice-. Podemos acercarnos en coche a Cairo Road e ir de compras. Al salir, oye que cierran con llave. «En los pueblos africanos no hay cerraduras», piensa. «En los búnkeres de los blancos es lo primero que aprendemos. Cerrar una puerta con llave da una seguridad ilusoria.» El vigilante nocturno se dirige hacia él con su porra en la mano. – ¿Dónde está – En Kabwe, – ¿Cuándo vuelve? – Tal vez mañana, – Me quedo aquí esta noche. Ábreme la puerta. El vigilante desaparece en la oscuridad y va a buscar las llaves. «Seguro que las ha enterrado», se le ocurre a Hans Olofson. Bruscamente, golpea a uno de los perros que olfatea sus piernas. Se retira gimiendo. «En este país hay una inmensa cantidad de perros que están adiestrados para atacar a personas de piel negra», piensa. «¿Cómo se puede adiestrar a un perro para que tenga un comportamiento racista?» El vigilante abre la puerta, que está cerrada con llave. Hans Olofson toma las llaves y cierra desde dentro. Primero la verja con dos cerraduras y un travesaño con otra cerradura más. Después la puerta exterior con dos cerraduras y tres cerrojos. «Ocho cerraduras», piensa. «Ocho cerraduras para poder dormir… ¿Qué podía agobiarlas? ¿Echan tal vez de menos su casa y no se atreven a reconocerlo? »¿0 hay algo más?» Va encendiendo las luces de la espaciosa casa de Lars Häkansson y recorre sus habitaciones, amuebladas con buen gusto. Hay equipos electrónicos de música que brillan por todas partes y deja que salga la música por los ocultos altavoces. Elige una habitación de invitados que está preparada con sábanas limpias. «Aquí estoy más seguro que en mi propia granja», piensa. «Por lo menos eso creo, ya que nadie sabe dónde estoy.» Se baña en un cuarto de baño reluciente, apaga el equipo de música y se acuesta. Cuando está a punto de quedarse dormido, se sobresalta y se espabila de nuevo. Piensa en Marjorie y en Peggy, percibe que algo no va bien. Trata de convencerse a sí mismo de que África le ha hecho demasiado vulnerable en sus juicios, que después de todos esos años le parece ver miedo en la cara de todas las personas. Se levanta y recorre la casa, abre puertas, observa los lomos de los libros y el dibujo de una estación de enlace que está colgado en una de las paredes del estudio de Lars Häkansson. «Todo se ha hecho a la perfección», piensa Hans Olofson. Lars Häkansson se ha instalado en África sin una mota de polvo, poniendo cada cosa en su lugar. Abre cajones y ve ropa interior colocada en montones dispuestos de modo meticuloso. Una habitación la ha convertido en estudio fotográfico, detrás de otra puerta hay una bicicleta de entrenamiento y una mesa de ping-pong. Vuelve a la gran sala de estar pensando que no encuentra nada que aporte una imagen del pasado de Lars Häkansson. No ve por ningún sitio fotos de los hijos ni de la esposa de la que se separó. Se imagina que Lars Häkansson se aprovecha de que África está demasiado lejos de Suecia. Lo que está lejos, no está; no tiene que acordarse de nada si él mismo no quiere. Abre el cajón de una pequeña cómoda. Allí hay montones de fotografías. Al enfocarlas con una lámpara ve lo que representan. Son fotos pornográficas de personas negras. Imágenes de relaciones sexuales, poses individuales. Todos los de las fotos son muy jóvenes. Ahí están también Peggy y Marjorie. Abandonadas e indefensas. Entre las fotos hay también una carta, escrita en alemán. Hans Olofson logra descifrar que es de un hombre de Frankfurt que le da las gracias por las fotos que le ha enviado, quiere que le mande más y le comunica que se han remitido tres mil marcos alemanes a un banco de Liechtenstein, según lo acordado. Hans Olofson se asusta de su arrebato de cólera. «Ahora estoy en condiciones de hacer cualquier cosa», piensa. «Ese hijo de puta en el que puse toda mi confianza está engañando, amenazando o seduciendo a mis hijas negras para que hagan esto. No merece vivir. ¿Las estará forzando también? ¿Estará tal vez una de ellas o ambas ya embarazada?» Escoge las fotos en las que aparecen Peggy y Marjorie y se las mete en el bolsillo. Vuelve a cerrar el cajón y se decide. A través de una ventana que queda abierta por la noche habla con el vigilante y se informa de que Lars Häkansson vive en un Hans Olofson se viste y sale de la casa. El vigilante nocturno lo mira asombrado cuando se sienta en el coche. – Es peligroso conducir a un lugar tan apartado por la noche, – ¿Qué peligro puede haber? -pregunta Hans Olofson. – Hombres que roban y matan, – No tengo miedo -dice Hans Olofson. «Además es cierto», piensa mientras atraviesa la verja. «Lo que experimento ahora es una sensación más fuerte que todo el miedo con el que he convivido tanto tiempo.» Sale fuera de la ciudad, se obliga a no conducir demasiado deprisa para no arriesgarse a chocar con un coche africano que no lleve faros. «Con qué facilidad me dejo embaucar», piensa. «Encuentro a un sueco y enseguida me apoyo en él. Me inspiró confianza al verlo delante de mi casa queriéndome comprar una colina de mis propiedades. »Puso una casa a disposición de Peggy y Marjorie con excesiva rapidez. ¿Qué habrán recibido? ¿Dinero o amenazas? ¿Ambas cosas? En realidad no hay castigo posible», piensa. «Pero quiero entender cómo puede comportarse alguien de ese modo.» A mitad de camino entre Lusaka y Kabwe llega a un control militar. Disminuye la velocidad y para en el puesto de control. Los soldados en uniforme de camuflaje y con cascos van hacia él bajo la luz de los focos, llevan los rifles automáticos en alto. Baja la ventanilla y uno de los soldados se inclina y mira adentro del coche. Hans Olofson percibe que el soldado es muy joven y está muy borracho. Le pregunta adonde va. – A mi casa -contesta Hans Olofson con amabilidad-. A Kalulushi. El soldado le ordena que salga del coche. «Voy a morir», piensa enseguida. «Me disparará hasta matarme, por el único motivo de que es medianoche y está borracho y aburrido.» – ¿Por qué te diriges a tu casa en medio de la noche? -pregunta el soldado. – Mi madre se ha puesto enferma -le contesta Hans Olofson. El soldado se queda mirándolo con ojos brillantes, el fusil automático apuntando hacia su tórax. Luego le hace señas con el fusil. – Continúa -le indica. Hans Olofson se sienta de nuevo en el coche, evita hacer movimientos imprudentes y se aleja conduciendo despacio. «En África todo es imprevisible», piensa. «Sin embargo, he aprendido algo después de todos estos años. Si no sirve referirse a la madre, ya no hay nada que ayude…» Va aumentando la velocidad poco a poco y se pregunta si hay mayor soledad que estar solo y abandonado en una barrera de control en la noche africana. Son casi las cuatro de la mañana cuando llega a Kabwe. Da vueltas alrededor durante casi una hora hasta que ve un cartel que indica DEPARTMENT GUEST-HOUSE. Lo único que ha decidido es despertar a Lars Häkansson y enseñarle las fotos que lleva en el bolsillo. «Puede que le pegue», piensa. «O tal vez le escupa en la cara.» Delante de la verja de los apartamentos hay un vigilante nocturno durmiendo. Una de las botas de goma del hombre huele a quemado porque se ha acercado demasiado al fuego. A su lado hay una botella de Levanta él mismo la verja y mete el coche. Enseguida ve el coche de Lars Häkansson ante la puerta de uno de los pequeños apartamentos. Aparca al lado del coche blanco, apaga el motor y quita las luces. «Lars Häkansson», se dice a sí mismo. «Ahora voy a por ti.» Llama tres veces a la puerta antes de oír la voz de Lars Häkansson. – Soy Hans Olofson -dice-. Tengo un encargo. «Debe de haberse dado cuenta», piensa rápidamente. «¿Se habrá asustado y no se atreve a abrir?» Pero Lars Häkansson abre la puerta y le deja entrar. – Ah, eres tú -dice-. No te esperaba. ¿En medio de la noche? ¿Cómo me has encontrado aquí? – Tu vigilante -contesta Hans Olofson. – Es un comandante militar al que se le ha ocurrido que su hermano es el maestro de obras apropiado para levantar los cimientos de las estaciones de enlace en todo el país -dice Lars Häkansson-. Ha olido el dinero y necesita tiempo para darse cuenta de que las cosas no son como se imagina. Pone delante de ambos una botella de whisky y dos vasos. – He ido a Lusaka a saludar a Marjorie y a Peggy -dice Hans Olofson-. Tal vez debería haber llamado por teléfono antes. – No hay ningún problema con ellas -dice Lars Häkansson-. Son chicas espabiladas. – Sí -dice Hans Olofson-. Forman parte del futuro de este país. Lars Häkansson apura su vaso y sonríe con ironía. – Eso suena muy bien -dice. Hans Olofson mira su pijama de seda. – Lo digo de verdad -contesta. Saca las fotos de su bolsillo y las pone sobre la mesa, una por una. Cuando ha terminado, ve que Lars Häkansson lo mira con frialdad. – Obviamente debería enfadarme mucho porque has estado hurgando en mis cajones -dice-. Pero lo pasaré por alto. Es mejor que digas qué quieres. – Esto -dice Hans Olofson-. Esto… – ¿Qué pasa con esto? -interrumpe Lars Häkansson-. Sólo son fotos de personas desnudas. – ¿Las has amenazado? -pregunta-. ¿O les has dado dinero? Lars Häkansson vuelve a llenar su vaso y Hans Olofson nota que no le tiembla la mano. – Afirmas haber vivido en África veinte años -dice Lars Häkansson-. Deberías conocer el respeto a los padres. Los lazos de la sangre son elásticos, tú has sido su padre y ahora ese papel lo he asumido yo en parte. Puedo pedirles amablemente que se quiten la ropa, que hagan lo que les digo. Les da vergüenza, pero el respeto por el padre es más fuerte. ¿Por qué iba a amenazarlas? Estoy tan interesado como tú en que acaben sus estudios. Por supuesto les doy dinero, lo mismo que tú. Siempre hay una parte privada de la ayuda al desarrollo que damos a los demás. – Prometiste que ibas a responsabilizarte de ellas -dice Hans Olofson, dándose cuenta de que le tiembla la voz-. Las has convertido en modelos fotográficas y vendido sus fotos en Alemania. Lars Häkansson aparta el vaso con firmeza. – Has buscado en mis cajones -dice indignado-. Debería echarte de aquí inmediatamente, pero no voy a hacerlo. Voy a ser educado y paciente y escuchar lo que tienes que decir. Pero no vengas con asquerosos principios morales. No lo soporto. – ¿También te acuestas con ellas? -pregunta Hans Olofson. – Todavía no -dice Lars Häkansson-. Supongo que tengo miedo al sida. Pero seguro que aún son vírgenes, ¿verdad? «Lo voy a matar», piensa Hans Olofson. «Lo voy a matar aquí mismo.» – Acabemos la conversación -dice Lars Häkansson-. Estaba durmiendo, mañana tengo que aguantar a un negro tonto y peleón en uniforme. Me interesa la pornografía, sobre todo el revelado. La desnudez que aparece en el agua del aclarado. Puede ser realmente excitante. También se paga. Algún día me voy a comprar un barco y desapareceré rumbo al lejano paraíso. Las personas que fotografío apenas corren peligro. Obtienen dinero y las fotos se publican en países donde nadie las conoce. Sé por supuesto que las fotos pornográficas no están permitidas en este país. Pero tengo una inmunidad que me da más seguridad que si hubiera sido embajador de nuestro país. Aparte de ese comandante idiota que tengo aquí en Kabwe, los dirigentes militares de este país son amigos míos. Construyo las estaciones de enlace para ellos, se beben mi whisky, a veces reciben parte de mis dólares. Pasa lo mismo con los policías y con el Ministerio. Soy invulnerable mientras el Estado sueco dé sus millones y mientras tenga responsabilidad. Si tuvieras la mala idea de ir a la policía con estas fotos, correrías un gran riesgo de ser deportado del país con un billete de ida y un plazo de veinticuatro horas para que metas tus dieciocho años en una maleta. No se puede hablar más claro. Si estás indignado no puedo hacer nada. Si quieres llevarte a las chicas a casa no lo puedo impedir. Aunque sería una pena, pensando en su educación. Nuestros asuntos pueden acabarse, he conseguido tu terreno, tú recibes tu dinero. Pienso que es una lástima que termine de este modo. Pero no soporto a las personas que se aprovechan de mi confianza rebuscando en mis cajones. – Eres un cerdo -dice Hans Olofson. – Ahora vete de aquí -dice Lars Häkansson. – Suecia echa fuera a los que son como tú -dice Hans Olofson. – Soy un buen experto de Cooperación para el Desarrollo -contesta Lars Häkansson-. Y muy respetado en ASDI. – ¿Pero si lo supieran? -pregunta Hans Olofson. – Nadie te creería -dice Lars Häkansson-. A nadie le importaría. Cuentan los resultados, todos tienen vida privada. Defender puntos de vista morales o idealistas está más allá de la realidad política. – Una persona como tú no merece vivir -dice Hans Olofson-. Debería matarte, aquí y ahora. – Pero no lo haces -contesta Lars Häkansson poniéndose en pie-. Ahora vete al Elephant's Head y descansa. Mañana estarás menos indignado. Hans Olofson recoge deprisa las fotos y sale. Lars Häkansson le acompaña. – Voy a enviar alguna de estas fotos a ASDI -le amenaza Hans Olofson-. Van a saberlo y alguien tiene que reaccionar. – Nunca creerán que las fotos provienen de mí -contesta Lars Häkansson-. Una molesta acusación de un productor de huevos sueco que ha vivido demasiado tiempo en África. El asunto se archiva, desaparece en la nada. Hans Olofson se sienta en su coche enfurecido, gira la llave de contacto y enciende las luces. Lars Häkansson está en pie con su pijama de seda, un punto blanco que brilla en la noche africana. «No voy a atraparlo», piensa Hans Olofson. Da marcha atrás. Luego cambia bruscamente de marcha, mete la primera, pisa el acelerador y lanza el coche hacia Lars Häkansson. Hans Olofson cierra los ojos cuando lo atropella. Siente un ruido sordo y un golpe en la carrocería. Continúa hacia la verja sin volver la cabeza. El vigilante está dormido, las botas de goma apestan. Hans Olofson empuja los hierros de la verja y abandona Kabwe. «En este país se cuelga a los asesinos», piensa desesperado. «Tengo que decir que fue un accidente, que estaba tan confuso que sólo acerté a irme de allí sin comunicar lo que había pasado. Estoy disculpado porque recientemente he sido expuesto a un ataque terrible. Estoy cansado, extenuado.» Se dirige a Kalulushi con la sensación de que debería arrepentirse, pero no puede. Está seguro de que Lars Häkansson ha muerto. Al amanecer se sale de la carretera principal y para. El sol se eleva sobre un páramo interminable. Quema las fotos de Peggy y Marjorie, deja que el viento cálido se lleve las cenizas. Piensa que ha matado a dos personas, y tal vez a un tercero, aunque eso no es seguro. «Peter Motombwane fue quizás el mejor hombre de este país», piensa. «Lars Häkansson era un monstruo. »Matar a una persona es algo incomprensible. Para poder soportarlo, tengo que pensar que reparé lo de Peter Motombwane lanzando el coche contra Lars Häkansson. Algo se ha reparado, aunque en el fondo no cambia nada…» Espera a la policía durante dos semanas, la angustia lo consume hasta destrozarle los nervios. Delega todo lo que puede a sus capataces, dice sufrir continuos ataques de malaria. Patel visita su granja y Hans Olofson le pide somníferos. Luego duerme sin soñar nada y no despierta hasta que Luka lleva un buen rato llamando a la puerta de la cocina. Piensa que debería visitar a Joyce Lufuma, hablar con ella, pero no sabe qué decir. «Sólo puedo esperar», piensa. «Esperar a que llegue la policía a buscarme en un coche estropeado. ¿Tendré que darles gasolina para que me lleven de aquí?» Después de dos semanas, una mañana le cuenta Luka que Peggy y Marjorie han regresado de Lusaka en autobús. El miedo lo paraliza. «Ahora vendrá la policía», piensa. «Ahora ya ha pasado.» Pero las únicas que llegan son Peggy y Marjorie. Las ve al sol, fuera del oscuro cobertizo de adobe en el que está sentado con sus papeles. Va hacia ellas y les pregunta por qué han vuelto de Lusaka. Las lleva a casa en coche. – No se va a retrasar nada -dice-. Voy a organizarlo de alguna forma. Cursaréis los estudios de enfermería como habíamos decidido. «Compartimos un secreto sin que ellas lo sepan», piensa. «¿Sospechan tal vez que la muerte de Lars Häkansson está relacionada conmigo y con las fotos? Tal vez no.» – ¿Cómo murió – El hombre de tu país dijo que fue un accidente -responde Peggy. – ¿No acudió ningún policía? -continúa. – Ningún policía -contesta Peggy. «Un vigilante nocturno dormido», piensa. «No vi ningún otro coche. Tal vez Lars Häkansson estaba solo en el edificio. El vigilante de Lusaka tiene miedo de meterse en problemas. Quizá ni siquiera dijo que yo estuve allí la noche que ocurrió. Peggy y Marjorie seguramente no han contado nada y es probable que nadie les haya preguntado sobre lo ocurrido esa noche en Kabwe. ¿Es posible que no haya habido siquiera interrogatorio? Un accidente inexplicable, un experto de Cooperación para el Desarrollo es trasladado a su país en un ataúd. En los periódicos dicen algo, ASDI es el anfitrión en el entierro. La gente se hace preguntas, pero dicen que África es el continente de lo inexplicable.» Se da cuenta de que nadie viene a acusarle de la muerte de Lars Häkansson. Un experto de Cooperación para el Desarrollo fallece de forma inexplicable. La policía hace una investigación, encuentra fotos pornográficas, el caso es sobreseído rápidamente. El desarrollo de una red de estaciones de enlace para telecomunicaciones no sirve para pensar que alguien tenga sospechas de que se haya cometido un crimen. «Las estaciones de enlace me eximen de culpa», piensa. Está sentado bajo el árbol junto a la choza de adobe de Joyce Lufuma. Peggy y Marjorie se han ido a juntar leña, las hijas menores van a por agua. Joyce tritura maíz con un tronco duro. «La perspectiva de África en el futuro depende de lo que ocurra con las mujeres africanas», piensa. «Mientras los hombres en las aldeas están sentados a la sombra del árbol, las mujeres trabajan en el campo, tienen hijos, recorren kilómetros con sacos de maíz de cincuenta kilos sobre sus cabezas. Mi granja no es la verdadera imagen de África, con hombres como mano de obra principal. Las mujeres africanas llevan el continente sobre sus cabezas. Ver a una mujer con una gran carga sobre su cabeza da impresión de fuerza y confianza en sí misma. Nadie sabe los dolores de espalda que producen esas cargas. »Joyce Lufuma puede que tenga treinta y cinco años. Ha dado a luz cuatro hijas, tiene aún fuerza suficiente para triturar el maíz con un grueso tronco. En su vida no ha habido nunca sitio para la reflexión, sólo para el trabajo, trabajar para subsistir. Tal vez se haya imaginado vagamente que al menos dos de sus hijas van a poder vivir otra vida. Los sueños que tiene se los transmite a sus hijas. »Golpea el maíz con el tronco como si fuera un tambor. África es una mujer que tritura maíz», piensa. «Partiendo de ahí se pueden deducir todos los pensamientos sobre el futuro de este continente…» Joyce deja de golpear y empieza a colar su harina. De vez en cuando lo mira y cuando se encuentran sus ojos se ríe mostrando unos dientes blancos que relucen. «El trabajo y la belleza van juntos», se dice a sí mismo. «Joyce Lufuma es la mujer más hermosa y más digna que he encontrado en mi vida. Mi amor por ella es un amor de respeto. Lo sensual me llega a través de su continuo deseo de vivir. De ahí que su riqueza sea mucho mayor que la mía. El esfuerzo de mantener a sus hijos vivos, de poder darles comida siempre y evitar verlos consumirse por desnutrición y tener que llevarlos en ataúdes a los cementerios que hay en la pradera. »La riqueza de ella es infinita. Soy muy pobre si me comparo con ella. Me equivocaría afirmando que mi dinero aumentaría su prosperidad. Sólo facilitaría la labor que ella lleva a cabo a pesar de todo. Se libraría de morir a los cuarenta años, gastada por su esfuerzo…» Las cuatro hijas regresan en fila, llevando sobre sus cabezas cubos de agua y leña. «Voy a recordar esto», piensa dándose cuenta de repente que ha decidido dejar África. Después de diecinueve años, la decisión se ha manifestado por sí misma. Ve a las hijas acercarse por un sendero, sus cuerpos negros, estirados para ayudar a sus cabezas en el balanceo de las cargas, las mira y se acuerda de cuando estaba en una ruinosa fábrica de ladrillos a las afueras de la aldea. «Hasta aquí he llegado», piensa. «Mientras estaba escondido tras un horno de ladrillos oxidado me preguntaba cómo era el mundo en realidad. Ahora lo sé. Joyce Lufuma y sus cuatro hijas. He tardado más de treinta años en darme cuenta de ello.» Comparte la comida de ellas, a base de Se sienta un buen rato al lado del fuego, escucha, dice unas pocas palabras. Ahora que ha decidido deshacerse de su granja, marcharse, ya no tiene prisa. Ni siquiera está enfadado porque África le haya vencido, le haya consumido hasta tal punto que ya no pueda más. El cielo estrellado sobre su cabeza es totalmente claro. Al final están sentados solos él y Joyce Lufuma, las hijas duermen en la choza de adobe. – Pronto va a amanecer de nuevo -dice utilizando el idioma de ella, el – Si Dios quiere, otro día más -contesta ella. Piensa en todas las palabras que no existen en el idioma de ella. Para expresar la felicidad, el futuro, la esperanza. Palabras que no han sido posibles porque nunca han representado experiencias que les ocurran a ellos. – ¿Quién soy yo? -pregunta de repente. – Un – ¿Nada más? -dice él. Lo mira sin entender. – ¿Hay algo más? -pregunta ella. «Tal vez no», piensa. «Tal vez eso es lo que soy, un – Voy a marcharme de aquí, Joyce -dice-. Otras personas van a encargarse de la granja. Pero voy a sentirlo por ti y por tus hijas. Tal vez sea mejor que vuelvas con ellas a las regiones que rodean Luapula, de donde viniste una vez. Allí está tu familia, tu punto de partida. Voy a darte dinero para que puedas construirte una casa y comprar suficientes Ella ha escuchado atentamente y él le ha hablado con calma para demostrarle la seriedad de la situación. – Regreso a mi país -continúa-. Del mismo modo que tú quizá regreses a Luapula. De repente ella le sonríe, comprendiendo el significado real de sus palabras. – Allí te espera tu familia -dice-. Tu esposa y tus hijos. – Sí -dice-. Están esperando desde hace tiempo. Le pregunta con mucho interés sobre su familia y él crea para ella tres hijos y dos hijas, además de una esposa. «No lo entendería nunca», piensa. «De todos modos, la vida del hombre blanco es incomprensible para ella.» A última hora de la tarde se levanta y va hacia el coche. A la luz de los faros la ve cerrar la puerta de la choza de adobe. «Los africanos son hospitalarios», piensa. «Sin embargo, no he entrado nunca en su casa.» Los perros vienen a su encuentro fuera de su casa. «Nunca más voy a tener perros», piensa. «No quiero vivir rodeado de sirenas ruidosas y perros que están adiestrados para morder gargantas. Para un sueco, no es normal tener un revólver bajo su almohada, controlar cada noche que está cargado, que el tambor gira con las balas.» Atraviesa la silenciosa casa preguntándose si en realidad tiene algo a lo que regresar. «¿Son tal vez dieciocho años demasiado tiempo? Apenas sé qué ha ocurrido en Suecia durante todos estos años.» Se sienta en la habitación que considera su estudio, enciende una lámpara y controla que las cortinas estén corridas. «Cuando venda la granja voy a tener muchos billetes de De pronto, vuelve a dudar si es realmente necesaria su partida. «Tengo que aceptar la pistola bajo la almohada», piensa. «El miedo que está siempre presente, la inseguridad con la que he vivido hasta ahora.» «Si me quedo otros quince años, podré jubilarme, irme a vivir a Livingstone o a Suecia. Otras personas aparte de Patel me pueden ayudar a sacar el dinero, asegurar los años que me quedan. »En Suecia no tengo nada que espere mi regreso. Mi padre murió hace tiempo, en la aldea casi nadie recordará quién era yo. ¿Cómo voy a poder sobrevivir en una provincia invernal cuando ya me he acostumbrado al calor africano, cambiar las sandalias por unas botas?» Durante un momento, juega con la idea de reanudar sus estudios, utilizar su madurez para terminar sus exámenes de derecho. Ha trabajado durante veinte años para moldear su vida, a pesar de haberse quedado en África por una casualidad. Volver a Suecia no es un retorno. «Voy a tener que empezar otra vez desde el principio. ¿Pero con qué?» Deambula inquieto por su habitación. Un hipopótamo grita desde el río Kafue. «¿Cuántas cobras he visto durante todos estos años que he estado en África?», se pregunta. «Tres o cuatro al año, incontables cocodrilos, hipopótamos y serpientes pitón. Una sola mamba verde durante todos estos años, que se había escondido en uno de los gallineros. Una vez atropellé a un mono con mi coche en las afueras de Mufulira, un babuino gigante macho. En Luangwa he visto leones y miles de elefantes, a veces se me han cruzado en el camino «Cuando me marche de aquí, África se irá apagando como un sueño extraño, prolongado hasta abarcar una parte decisiva de mi vida. ¿Qué voy a llevarme de aquí? ¿Una gallina y un huevo? ¿El bastón con inscripciones que encontré una vez en el río, el bastón que dejó olvidado un hechicero? ¿O me llevaré el »Llevo África dentro de mí, tambores lejanos que retumban en la noche. Un cielo estrellado cuya claridad no había presenciado antes. Los cambios de la naturaleza en el paralelo diecisiete. El olor a carbón vegetal, el constante olor de mis trabajadores a sudor rancio. Las hijas de Joyce Lufuma, que vinieron en fila con su carga sobre la cabeza… »No puedo dejar África sin reconciliarme antes conmigo mismo», piensa. «Me he quedado aquí durante casi veinte años. La vida es como es, la mía ha sido lo que ha sido. No habría sido más feliz si hubiera acabado mis estudios y hubiera pasado este tiempo en el mundo de la justicia sueca. ¿Cuántas personas no sueñan con viajar? Yo lo hice y se puede decir también que he tenido suerte en algo. Sería una insensatez que no aceptara mis dieciocho años en África como algo que agradezco a pesar de todo. »En el fondo también sé que tengo que marcharme. He matado a dos personas, África me está consumiendo, ello impide que me quede. Tal vez estoy huyendo, puede que sea una salida natural. Tengo que empezar a organizar mi viaje enseguida, mañana mismo. Tomarme el tiempo necesario, pero no más.» Cuando está acostado en la cama, piensa que ya no se arrepiente de haber atropellado a Lars Häkansson. Su muerte apenas lo conmueve. La cabeza destrozada de Peter Motombwane le duele en lo más hondo. Sueña con el atento ojo del leopardo, que lo vigila sin descanso… El último periodo de Hans Olofson en África se prolonga medio año más. Entrega su granja a la colonia blanca, pero, para su asombro, nadie se interesa por comprarla. Cuando pregunta el motivo, se da cuenta de que es porque está demasiado aislada. Es una granja que produce beneficios, pero nadie quiere hacerse cargo de ella. Después de dos meses sólo tiene dos presuntos compradores y comprende que le van a ofrecer poco dinero. Los dos interesados son Patel y Mister Pihri con su hijo. Cuando se ha hecho público que va a dejar la granja, ambos vienen a visitarlo y no coinciden en su terraza por pura casualidad. Mister Pihri y su hijo lamentan que se marche. «Es natural», piensa Hans Olofson. «Desaparece su mejor fuente de ingresos. Nada de coches de ocasión, nada de máquinas de coser, nada de asientos de coche repletos de huevos.» Cuando Mister Pihri pregunta cuánto pide por la granja, Hans Olofson piensa que es debido a la constante curiosidad del hombre. Luego comprende sorprendido que Mister Pihri es especulador. «¿Le he dado tanto dinero durante estos años como para que ahora pueda comprarme la granja?», piensa. «Si es así, sería una síntesis inmejorable de este país, quizá de África.» – Quiero hacerte una pregunta -dice Hans Olofson de repente-. Una pregunta de modo totalmente amistoso. – Nuestras conversaciones siempre son amistosas -dice Mister Pihri. – Los documentos -dice Hans Olofson-. Todos esos documentos que siempre había que sellar para que no tuviera problemas, ¿eran necesarios? Mister Pihri piensa un rato antes de contestar. – Creo que no entiendo bien -dice. «Sería la primera vez», piensa Hans Olofson. – De modo totalmente amistoso -continúa-. Sólo me pregunto si tú y tu hijo me habéis hecho realmente tantos servicios como siempre he creído. Mister Pihri parece abatido, el hijo baja la mirada. – Siempre hemos evitado los problemas -contesta Mister Pihri-. En África procuramos el provecho recíproco. «Nunca sabré cuánto me ha engañado», piensa Hans Olofson. «Cuánto ha pagado él a su vez a otros funcionarios corruptos. Tendré que vivir con ese enigma.» Patel llega a su granja el mismo día en su coche oxidado. – Una granja como ésta no será difícil de vender -dice con amabilidad. «Tras su humildad hay un depredador», piensa Hans Olofson. «En este momento está calculando el porcentaje, preparando su discurso acerca de lo peligroso que es hacer transacciones ilegales de dinero fuera del control del Banco Nacional de Zambia. Mister Pihri y Patel son una de las parejas más deplorables de este continente. Sin ellos no funciona nada. Lo corriente es el precio de la corrupción, la impotencia de los pobres.» Hans Olofson menciona sus dificultades y el precio que ha pensado. – Naturalmente es una rebaja escandalosa -dice. – Son momentos de inseguridad -contesta Patel. Dos días después recibe una carta en la que Patel le comunica que está interesado en comprar la granja, pero que el precio le parece algo elevado, teniendo en cuenta el momento conflictivo que atraviesan. «Ahora tengo dos interesados», piensa Hans Olofson. «Los dos están dispuestos a especular conmigo, con mi dinero…» Escribe una carta al banco en Londres comunicando que pone en venta su granja. El contrato que se hizo con el abogado de Kitwe establecía que el monto total de la venta ahora le pertenece a él. El despacho de abogados en Kitwe ya no existe, su abogado se ha ido a vivir a Harare. Dos semanas después recibe respuesta del banco en Londres en la que le comunican que Judith Fillington murió en 1983. Debido a que el banco no tenía ya relaciones mercantiles entre el antiguo propietario y el nuevo, no habían considerado necesario informarle de la muerte de Judith Fillington. Se sienta un rato con la carta en la mano pensando en el encuentro amoroso que mantuvieron. «Cada vida es una totalidad acabada», piensa. «Después no se permite ningún retoque, nada adicional. Por más vacía que haya sido, al final forma un todo completo…» Un día de finales de noviembre, algunos meses antes de dejar África, Hans Olofson lleva a Joyce Lufuma y sus hijas a Lusaka. Cargan sus escasas propiedades en uno de los vehículos que utilizan para los huevos. Colchones, cacerolas, fardos de ropa. En las afueras de Luapula sigue las instrucciones de Joyce, se desvía por un camino casi impracticable y al final para el coche ante un grupo de casas de barro. Niños sucios y delgados rodean el coche inmediatamente. Enjambres de moscas revolotean alrededor de Hans Olofson al salir. Detrás de los niños llegan los adultos, que reciben enseguida a Joyce y a sus hijas en su comunidad. «La familia africana», piensa Hans Olofson. «En todas partes tienen algún familiar dispuesto a compartir con ellos lo que en realidad no tienen. Con el dinero que le he dado a Joyce va a ser el componente más acaudalado de esta comunidad. Pero va a compartirlo, en las aldeas apartadas existe una solidaridad que no se percibe en otras partes de este continente.» En las afueras de la aldea, Joyce le muestra dónde va a construir su casa, con sus cabras, su cultivo de maíz y su mandioca. Vivirá con sus hijas en casa de una de sus hermanas hasta que la casa esté construida. Peggy y Marjorie van a llevar a cabo sus estudios en Chipata. Hans Olofson se ha puesto en contacto con una familia de misioneros que han prometido encargarse de ellas y ponen a su disposición una parte de su casa. «No puedo hacer más», piensa. «No creo que los misioneros les hagan fotos posando desnudas para enviarlas a Alemania. Tal vez traten de adoctrinar a las chicas, pero eso no puedo evitarlo.» Le ha hecho una transferencia bancaria de diez mil Las hijas bailan alrededor de él cuando se sienta en el coche. «Lo que ocurra en el futuro es cuestión de estas mujeres», piensa de nuevo. «Sólo puedo entregarles parte del dinero del que, aun así, tengo más que suficiente. El futuro es cosa de ellas…» Reúne a sus capataces y les promete hacer lo que pueda para que el nuevo propietario mantenga a todos los empleados. Compra dos bueyes y organiza una fiesta. Pide que le traigan en un camión cuatro mil botellas de cerveza. La fiesta dura toda la noche, las hogueras están encendidas y africanos borrachos bailan al son de un sinfín de tambores. Hans Olofson se sienta con los ancianos y ve los cuerpos oscuros que se mueven alrededor de las llamas. «Esta noche no me odia nadie», piensa. «Mañana la realidad volverá a ser como siempre. Esta noche no brillan hojas de cuchillos. Las piedras de afilar descansan. »Mañana la realidad será de nuevo como tiene que ser, rebosante de contradicciones que un día explotarán en una sublevación necesaria.» Le parece ver en las sombras a Peter Motombwane. «¿Cuál de esas personas va a difundir su sueño?», piensa. «Alguien lo hace, estoy completamente seguro…» Un sábado del mes de diciembre vende los muebles que hay en la casa en una subasta improvisada. Ha venido la colonia blanca, apenas algunos negros. Mister Pihri y su hijo son una excepción. Patel otra. Ninguno de los dos puja. Los libros que heredó de Judith Fillington se adjudican a un ingeniero de minas de Luansha. Su rifle se lo queda uno de los vecinos. Su revólver lo ha excluido de la subasta. Los muebles que ha utilizado en las barricadas los cargan en coches que luego desaparecen en dirección a distintas granjas. Se queda con dos sillas de terraza de mimbre. Este sábado recibe un sinfín de invitaciones, cenas de despedida. Acude a todas. Al acabar la subasta sólo queda su casa vacía y la pregunta de quién va a hacerse cargo de la granja. Las ofertas de Mister Pihri y de Patel coinciden, como si formaran parte de un pacto secreto. Pero Hans Olofson sabe que están enemistados y decide ponerlos frente a frente de una vez. Fija una fecha, el quince de diciembre a las doce del mediodía. El que en ese momento le haya dado la mejor oferta se hará cargo de la granja. Espera en la terraza con un abogado que ha traído de Lusaka. Pocos minutos antes de las doce llegan los dos, Patel y Mister Pihri. Hans Olofson les pide que escriban sus ofertas cada uno en un papel. Mister Pihri se disculpa por no llevar bolígrafo y el abogado tiene que prestarle el suyo. La oferta de Patel es más alta que la de Mister Pihri. Cuando Hans Olofson comunica el resultado, ve el brillo del odio a Patel en los ojos de Mister Pihri. «Patel tendrá problemas con él», piensa Hans Olofson. «Con él o con el hijo.» – Hay una condición invisible -dice Hans Olofson a Patel cuando se han quedado solos-. Una condición que no dudo en imponer, ya que has comprado esta granja a un precio descaradamente bajo. – Son tiempos difíciles -dice Patel. – Los tiempos son siempre difíciles -interrumpe Hans Olofson-. Si no tratas bien a tus trabajadores voy a aparecerme en tus sueños. Los trabajadores son los que conocen esta granja. Ellos me han alimentado durante todos estos años. – Todo seguirá como antes, por supuesto -contesta Patel sumiso. – Más te vale -dice Hans Olofson-. De no ser así, volveré y colgaré tu Patel se queda pálido y se agacha sobre el taburete en el que está sentado a los pies de Hans Olofson. Se firman los papeles, se transmiten las propiedades. Hans Olofson escribe su nombre con rapidez para dejar todo hecho. – Mister Pihri se ha llevado mi bolígrafo -dice afligido el abogado mientras se levanta para irse. – No vas a recuperarlo nunca -dice Hans Olofson. – Ya lo sé -dice el abogado-. Pero era un bolígrafo bueno. Patel y él se quedan solos. Se pone como fecha del traspaso el primero de febrero de 1988. Patel promete enviar todo el dinero que pueda al banco en Londres. Estima que las dificultades y riesgos costarán un cuarenta y cinco por ciento. – No vengas por aquí hasta el día que me marche -dice Hans Olofson-. Ese día me llevarás a Lusaka, entonces tendrás tus llaves. Patel se levanta enseguida y le hace una reverencia. – Puedes irte -dice Hans Olofson-. Ya te informaré de cuándo tienes que venir a buscarme. Hans Olofson emplea el tiempo que le queda para despedirse de sus vecinos. Visita una granja tras otra, bebe hasta emborracharse y regresa luego a su casa vacía. La espera le produce inquietud. Reserva su billete, vende barato su coche al irlandés Behan, a cambio de que pueda usarlo mientras siga allí. Cuando sus vecinos le preguntan qué va a hacer, dice que no lo sabe. Le sorprende descubrir que muchos envidian su partida. «Tienen miedo», piensa. «Un miedo totalmente racional. Saben que se les ha acabado el tiempo, igual que a mí. Sin embargo, no son capaces de marcharse…» Unos días antes de partir le visita Eisenhower Mudenda. Le da una piedra con vetas y una bolsa de cuero marrón llena de polvo. – Sí -dice Hans Olofson-. Va a haber otro cielo estrellado sobre mí. Viajo a un país singular en el que el sol brilla a veces incluso por la noche. Eisenhower Mudenda piensa un rato lo que le ha dicho Hans Olofson. – Lleva la piedra y la bolsa en tu bolsillo, – ¿Por qué? -pregunta Hans Olofson. – Porque yo te las doy, – Las llevaré -dice Hans Olofson. Eisenhower Mudenda se prepara para irse. – Mi perro -dice Hans Olofson-. Una mañana alguien le había cortado la cabeza y la había atado a un árbol con alambre de púas. – El que lo hizo está muerto, – ¿Peter Motombwane? -pregunta Hans Olofson. Eisenhower Mudenda lo mira un rato antes de contestar. – Peter Motombwane vive, – Entiendo -contesta Hans Olofson. Eisenhower Mudenda se marcha y Hans Olofson ve su ropa rota. «Después de todo no va a maldecirme cuando deje África», piensa. «No he sido uno de los peores a pesar de todo. Además hago lo que ellos quieren, me marcho, me reconozco discriminado…» Se queda solo en su casa vacía, solo con Luka. Ha llegado el final. Le da mil – No esperes a que esté lejos -dice Hans Olofson-. Puedes irte ahora. ¿Pero adonde vas? – Mis raíces están en Malawi, – Vete mañana. No estés fuera de mi puerta al amanecer. – Sí, Al día siguiente se había ido. Nunca supo qué había en su mente. «Nunca lograré saber si era él el que vi la noche que maté a Peter Motombwane…», piensa Hans Olofson. La última tarde pasa mucho tiempo sentado en la terraza. Los insectos zumban su despedida alrededor de su cara. Los pastores alemanes han desaparecido, sus vecinos se los han llevado. Escucha en la oscuridad sintiendo la caricia del cálido viento en su rostro. Otra vez es época de lluvias, otra vez retumba la lluvia torrencial sobre su cabeza. Pero en su última tarde el cielo está despejado. «Ahora, Hans Olofson», piensa. «Ahora te marchas de aquí. No vas a volver nunca. Una piedra con vetas azules, una bolsa de piel marrón y algunos dientes de cocodrilo es todo lo que te llevas de aquí…» Trata de pensar qué puede hacer. Lo único que es capaz de imaginar es buscar a su madre. «Si la encuentro, podré hablarle de África», piensa. «De este continente herido y lacerado. De la superstición y la infinita sabiduría. De la necesidad y el sufrimiento que hemos creado nosotros, los hombres y mujeres blancos. Pero puedo hablarle también del futuro que hay aquí, según yo lo he visto. Joyce Lufuma y sus hijas, la enorme resistencia que sobrevive siempre en el más pisoteado de todos los mundos. Tal vez haya entendido algo después de todos estos años. Que África ha sido sacrificada sobre un altar occidental, se ha arrebatado el futuro de una o dos generaciones. Pero no más, no por más tiempo, eso también lo he entendido…» Se oye una lechuza en la oscuridad. Soplan fuertes vientos. Cigarras invisibles cantan al lado de sus pies. Cuando al final se levanta y entra, deja la puerta abierta tras de sí… Despierta al amanecer. Es el día dos de febrero de 1988 y está dejando África. Un viaje de vuelta que se ha aplazado durante casi diecinueve años. A través de la ventana de su dormitorio ve el sol rojo elevarse sobre el horizonte. La niebla se desliza lentamente sobre el Kafue. Desde un río regresa a otro. Desde los ríos Kafue y Zambezi vuelve al Ljusnan. Se llevará consigo el hipopótamo que suspira, y piensa que en sus sueños van a vivir los cocodrilos en el río de Norrland. «Mi vida está dividida por dos ríos», piensa. «En mi corazón llevo una mezcla de Norrland y África.» Recorre por última vez la casa silenciosa. «Siempre me voy con las manos vacías», piensa. «¿Será una ventaja a pesar de todo? Es algo que me facilita las cosas.» Abre la puerta que da al río. El suelo está mojado. Va descalzo hasta el lecho del río. Le parece ver huesos de fémur de elefante en el fondo. Luego tira su revólver al río. Vuelve a la casa a recoger su maleta. En su chaqueta lleva el pasaporte y el dinero en una funda de plástico. Patel está sentado en la terraza esperando. Se levanta rápidamente y hace una reverencia cuando llega Hans Olofson. – Dame cinco minutos -dice-. Espera en el coche. Patel baja tan deprisa la escalera que la tela de sus pantalones va agitándose. Hans Olofson intenta reducir los casi diecinueve años para que quepan en un último instante. «Tal vez pueda entenderlo después», piensa. «¿Qué han significado todos estos años en África? ¿Estos años que han pasado con indescriptible rapidez y que me han lanzado desprevenido a la mediana edad? Es como si estuviera flotando en el vacío. Sólo mi pasaporte confirma que aún existo…» Un pájaro de alas púrpura semejantes a una capa pasa volando. «Voy a recordarlo», piensa. Se sienta en el coche en el que Patel está esperando. – Conduce con cuidado -dice. Patel lo mira preocupado. – Yo siempre conduzco con cuidado, Mister Olofson. – Llevas una vida que hace que te suden siempre las manos -dice Hans Olofson-. La avaricia es lo que has heredado, nada más. No tu falso gesto preocupado y de buenas intenciones. ¡Ahora, conduce sin responder! Después de mediodía se baja del coche en el Hotel Ridgeway. Arroja las llaves de su casa al asiento y deja a Patel. Ve que el africano que abre la puerta lleva los mismos zapatos rotos que cuando llegó hace cerca de diecinueve años. Según ha solicitado en la reserva, le dan la habitación 212. Pero no la reconoce. La habitación ha cambiado. Los rincones son distintos. Se desnuda y se pasa el tiempo de espera en la cama. Después de muchos intentos, consigue que le confirmen su reserva. Hay un sitio reservado para él bajo las estrellas. «Alivio y preocupación», piensa, «eso es lo que siento. Estos dos sentimientos componen mi escudo de armas mental. Debería enmarcarse en mi futura lápida mortuoria. Busco los elementos de mi peculiar vida en el olor de los perros grises y en las hogueras de carbón africanas… »Sin embargo también hay algo más. Las personas como Patel o Lars Häkansson entienden que el mundo está hecho para aprovecharlo. Peter Motombwane entendió que era para cambiarlo. Tenía el conocimiento, pero eligió un arma equivocada y un momento equivocado. Sin embargo, ambos tenemos algo en común. Entre Patel y yo hay un abismo. Y Lars Häkansson está muerto. Peter Motombwane y yo somos los supervivientes, a pesar de que el único corazón que late es el mío. Esos conocimientos nadie me los va a poder arrebatar…» Al anochecer, en la habitación del hotel piensa en Janine y sus sueños acerca de Mutshatsha. Su solitaria guardia en la esquina de la Casa del Pueblo y la ferretería. «Peter Motombwane», piensa. «Peter, Janine y yo…» Un taxi oxidado lo lleva al aeropuerto. Hans Olofson da sus últimos billetes de En la cola de facturación de equipajes casi todos son blancos. «Aquí se acaba África», piensa. «Europa ya está más cerca que las llanuras de alto pasto elefante.» En el murmullo del mostrador escucha los suspiros del hipopótamo. Detrás de las columnas cree ver el ojo del leopardo vigilándolo. Luego atraviesa los distintos controles. De repente empiezan a retumbar dentro de él tambores lejanos. Marjorie y Peggy bailan, sus caras negras resplandecen. «Nadie me encontró», piensa. «Sin embargo, me encontré a mí mismo.» «Nadie me acompaña al partir, excepto el que yo era entonces, el que ahora dejo aquí.» Ve su propia sombra en una de las ventanillas del avión. «Ahora viajo a casa», piensa. «No es más extraordinario que eso, aunque ya sea de por sí bastante extraordinario.» El gran avión reluce por la lluvia y las luces de los reflectores de luz. Lejos, bajo una luz amarilla hay un africano que está solo en la pista de despegue. Está de pie, totalmente inmóvil y absorto en sus pensamientos. Hans Olofson lo mira durante un buen rato antes de subir al avión que lo llevará lejos de África. «Nada más», piensa. «Ahora ya ha pasado.» Mutshatsha, buen viaje… |
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