"Lucharon Por La Patria" - читать интересную книгу автора (Shólojov Mijail)

1

Todavía no había amanecido. Sobre las anchas praderas soplaba un viento sur tibio, primaveral y rico.

La helada nocturna había endurecido los charcos de nieve fundida que llenaban los caminos. La nieve esponjosa más reciente, congelada, se desprendía en bloque de los barrancos produciendo crujidos característicos. Empujadas por el viento corrían hacia el norte por el cielo todavía oscuro negras nubes que formaban estratos a ras de tierra. Antes de que se viera a los gansos se oía el flamear intenso de sus alas, que golpeaban el aire húmedo desordenada y ruidosamente. Las bandadas transitaban con lentitud y solemnidad camino de los antiguos anidamientos, camino del calor.

Desde mucho antes del alba Nikolai Streltsof estaba despierto; Nikolai trabajaba en el parque de tractores y máquinas de Chernoiarsk como agrónomo jefe. Los postigos chirriaban quejumbrosamente. Por la chimenea soplaba el viento. Una chapa desclavada batía sobre el tejado.

Streltsof se demoró tumbado boca arriba y con las manos bajo la cabeza. Su vista vagaba en la penumbra azul del alba; no pensaba en nada. Se limitaba a oír los embates del viento contra la pared de su casa y, al mismo tiempo, la respiración infantil y tranquila de su mujer, que dormía junto a él.

Pasó un rato; una lluvia ligera empezó a tamborilear sobre el tejado. El agua corría por el canalón con un gorgoteo entrecortado para ir a caer mansamente en la tierra.

No logró dormirse de nuevo. Se levantó, puso cuidadosa-mente los pies descalzos en el crujiente suelo de madera y se dirigió a la mesa. Encendió la lámpara y se sentó para fumar un cigarrillo. Por las rendijas que había entre las tablas entraba un aire intensamente frío. Streltsof encogió sus largas piernas para acomodarse y se dedicó a oír el sonido de la lluvia, cada vez más intensa.

«¡Qué gusto! Y aún seguirá lloviendo», meditó con alegría Streltsof. Decidió que esa mañana iría al campo. Le apetecía contemplar el trigo otoñal del koljós Vía al Comunismo; aprovecharía, además, para preocuparse por las demás labores. Cuando acabó de fumar se puso la ropa, se calzó las botas de agua y se echó el impermeable encima; no encontraba la gorra. La buscó en la entrada penumbrosa de la casa, tras el armario, bajo la mesa y en el perchero.

Cuando pasó ante el dormitorio se detuvo. Olga dormía todavía cara a la pared. Por la almohada se esparcía su cabellera en desorden, rubia y con un ligero reflejo cobrizo. El tirante de su camisón, blanquísimo, contrastaba con un lunar oscuro y moldeaba a la perfección un hombro moreno y lleno.

«No oye el viento, la lluvia… Puede dormir como si su conciencia estuviera perfectamente en paz», pensó para sí Streltsof observando el oscuro bulto de su mujer con amor y odio al mismo tiempo. Se quedó un rato al pie de la cama y entrecerró los ojos.

Con un dolor apagado en el corazón resucitaban en su espíritu los recuerdos, algo desvaídos, algo incoherentes, de un pasado que no hacía mucho tiempo fue feliz. En todo su ser notó el abandono pausado, tranquilo e inevitable de la alegría que le causara la lluvia del amanecer y el impetuoso viento que arrastraba el marasmo del invierno a punto ya para el difícil y fatigoso trabajo de los campos del koljós…

Streltsof salió sin su gorra. Pero ya no reaccionó como en otros tiempos ante el batir de alas del cielo pizarroso, ni turbó tan intensamente al que había sido apasionado cazador el grito fascinante de una manada de patos en la imperceptible lejanía.

Algo en su interior se había descompuesto durante ese instante en que tuvo frente a sus ojos el rostro, familiar y extraño al mismo tiempo, de su mujer. Streltsof encontraba nuevo y diferente todo cuanto le rodeaba; un extraño mundo sin límites, inexplicable, que se ofrecía a cada nueva realización de la vida…

La lluvia se intensificaba. Caían gotas menudas y de través que, lo mismo que en verano, empapaban velozmente la tierra y saciaban su sed con generosidad. Con la cabeza expuesta a la lluvia y al viento, Streltsof no cesaba de aspirar, como esperando sin resultado captar el olor del humus, de la fría tierra sin vida. Ni siquiera la primera lluvia después del invierno, inexorable e incolora, aportaba ese aroma ligero de las lluvias primaverales. Al menos eso le parecía a Streltsof.

Se echó la capucha del impermeable por encima de la cabeza y se dirigió a la cuadra para darle heno al caballo. Voronok detectó con su olfato la presencia del amo desde lejos. Relinchó quedamente, removió sus patas traseras con inquietud e hizo resonar el suelo de madera con las herraduras.

En la cuadra el ambiente era cálido y seco; olía a verano remoto, al heno de la estepa almacenado y al sudor del caballo. Streltsof llenó el pesebre de heno y se quitó la capucha.

El caballo estaba solo y aburrido en la oscuridad de aquella cuadra. Olfateó el heno de mala gana, dio un relincho y se encaminó hacia su dueño rozándole ligeramente la mejilla con sus sedosos belfos, hasta que al tropezar con el rudo bigote lanzó un involuntario bufido y le rodeó la cara con una bocanada de aire y olor a heno masticado; luego, jugando, se puso a mordisquearle la manga del impermeable. Cuando Streltsof se encontraba de buen humor agradecía sus mimos y, a veces, charlaba con él. Pero en este momento no tenía el ánimo dispuesto. Dio un brusco empujón al animal y se dirigió a la salida.

Voronok, aparentemente ajeno al mal humor de su amo, retozaba cerrándole el paso con la grupa. Repentinamente, Streltsof asestó un puñetazo al lomo del animal mientras, con voz ronca, le gritaba:

– ¿Así que tienes ganas de jugar? ¡Vete al diablo!

Temblando y retrocediendo con un movimiento nervioso de sus patas traseras, Voronok se quedó pegado a la pared. En ese momento, Streltsof sintió vergüenza de su inaceptable falta de dominio. Descolgó el farol que pendía de un clavo y lo depositó en el suelo sin apagarlo. Después se sentó sobre la silla de montar que se encontraba próxima a la puerta y se dispuso a fumar. En seguida comentó en voz baja:

– Está bien, amigo, perdóname, ya tenemos bastante con lo que nos ofrece la vida.

Voronok torció el cuello bruscamente, giró un ojo brillante y violáceo y después de lanzar una mirada de soslayo a su melancólico amo, que seguía sentado, empezó a masticar con desgana el heno fresco.

Se notaba en el establo un olor apagado de hierbas marchitas de la estepa. La lluvia densa, que parecía otoñal, caía sobre el tejado de juncos. Alboraba un amanecer gris y turbio… Streltsof permaneció mucho rato sentado, con la cabeza baja y los codos pesadamente apoyados en las rodillas. No le apetecía ir a la casa, donde dormía su mujer, no quería ver su cabellera rubia, algo rizada, esparcida sobre la almohada, ni el lunar redondo, tan familiar, en el hombro moreno. Quizás en el establo estuviera mejor, más tranquilo…

Cuando abrió la puerta casi había amanecido del todo. Sobre los álamos había sucios bancos de niebla, una niebla gris que rodeaba los edificios del parque de máquinas y tractores; la granja, a lo lejos, apenas era visible. Las ramas de una acacia blanca, quemadas por el hielo, temblaban a merced del viento. De pronto, y desde más allá del azul de las nubes, resonó en el silencio del amanecer el grito de las grullas. A Streltsof se le oprimió aún más el corazón. Se levantó de inmediato y durante un buen rato aguzó el oído para oír los gritos de la bandada de grullas; luego, como en un sueño, dijo:

– ¡No puedo más! Tengo que aclarar las cosas con Olga, llegar hasta el final. ¡Ya no puedo más, no tengo fuerza!

Así, sin alegría, inició su primer día verdaderamente primaveral Nikolai Streltsof, angustiado por la tristeza y los celos. Aquel mismo día, cuando salió el sol, surgió la primera brizna de hierba en la loma arcillosa, junto a la casa de Streltsof. Su punta verde pálido asomaba por el entramado de hojas otoñales de arce traídas por el viento desde lugares lejanos; luego la doblegó el peso excesivo de una gota de lluvia. Pero de pronto una ráfaga de viento del Sur impulsó a ras de tierra las hojas muertas convirtiéndolas en polvo húmedo mientras la brillante gota de lluvia rodaba por tierra. En seguida la hierba se enderezó de nuevo, imperceptible y solitaria en la grandeza de la tierra, tendiéndose tenazmente y con avidez hacia el sol, eterna fuente de vida.

Al lado de un montón de paja, donde el hielo no se había deshecho todavía, un tractor de la fábrica de Chernoiarsk giró bruscamente y despidió gran cantidad de virutas heladas mezcladas con barro y paja; la cadena izquierda del vehículo se dirigía rápidamente al cerco. Apenas se había introducido cuando, con un movimiento brusco, se hundió por la parte trasera. Todo intento de salir le hundía todavía más en el agua sucia de estiércol, hasta que se detuvo. Un humo azulado envolvió todo el vehículo como una nube extendiéndose por el rastrojo pardo. El motor se puso en marcha a pocas revoluciones y por fin se paró.

El tractorista caminó hacia el barracón de la brigada de tractores; le costaba trabajo despegar los pies del barro; mientras caminaba dificultosamente, se limpiaba las manos con un manojo de estopa.

– Ya te había dicho, Iván Stepanovich, que no hacía ninguna falta empezar hoy. Mira el resultado: se ha atascado el tractor. ¿Quién lo sacará de ahí? Tendrán que trabajar hasta la noche para desatascarlo -decía Streltsof de mal humor mientras jugueteaba con su negro bigote. Sin ocultar su irritación miraba el rostro encendido y rollizo del director del parque de máquinas y tractores.

El director se limitó a responder con un gesto de amargura. Ya cerca del barracón dirigió una mirada bondadosa a Streltsof y, ladeando la cabeza, dijo:

– Venga, no te enfades. No hay que enfadarse por tonterías. No se hundirá tu tractor, no le pasará nada malo. Los muchachos lo sacarán antes del anochecer y mañana volveremos a probar. El esfuerzo no ha sido inútil. Hay que empezar alguna vez. ¿O es que vamos a esperar la sequía? ¿Has estado en los cultivos de otoño?

– Sí, hace cinco días. -¿Y qué?

– Nada especial, han soportado bien los fríos del invierno. Allá abajo, junto al barranco de Golog, se ha inundado una parcela.

– ¿De las grandes?

– No, poca cosa, unas dos hectáreas. Pero habrá que volver a sembrar. Ahora iré otra vez por allí a echar una ojeada. ¡Y no se te ocurra labrar todo en un solo día! Sé que eres obstinado, pero esta cualidad tuya no hará que la tierra se seque antes. Yo hubiera llevado dos tractores a Staliniest. Ya sabes que allí el terreno es arenoso y se puede arar mejor.

El director, asustado, agitó las manos.

– ¿Y el ganado? ¿Y el gasto de combustible? ¡Más vale que no hables de eso! ¡Vaya broma, enviar tractores a doce kilómetros por un par de días! ¡Me desollarían vivo en el comité regional! ¡ Me acusarían de no saber distribuir las fuerzas! Me cargarían la cabeza y me atacarían. No, ni una palabra de traslados.

– O sea que, según tú, es mejor que los tractores permanezcan inactivos.

El director frunció el ceño y agitó silenciosamente la mano, como dando la conversación por terminada. No quería seguir escuchando los argumentos de Streltsof; aceleró el paso, alojándose. Pero éste logró alcanzarle y le preguntó:

– ¿Por qué te callas? El silencio no es un argumento a tu favor.

– Creo que todo está dicho; no discutamos más aquí, en el equipo.

– Discutamos, pues, en otro lugar.

– ¿Dónde?

– En el comité regional.

Muy pocas veces no se mostraba afable el director. En esta ocasión soltó una carcajada y, golpeando con su manaza el hombro de Streltsof, exclamó:

– ¡Qué ardoroso eres, agrónomo Nikolai! ¿Sabes qué les pasa a los hombres impetuosos como tú? ¡Casi nada! Intenta decir algo en el comité regional y te verás en un brete. Te acusaré de sustituirme ¡legalmente y de entrometerte en mis funciones administrativas. ¿Qué te parece?

La bondad inagotable del complaciente Iván Stepanovich siempre desarmaba al impetuoso Streltsof. Sin bromear pero ya más tranquilo, dijo:

– No me entrometo, yo sólo aconsejo…

Pero el director le interrumpió:

– Para empezar, no te exaltes. Las emociones pueden perjudicar tu débil constitución.

Sin embargo, al advertir que Streltsof se enfadaba, abandonó su tono alegre y empezó a hablar como un hombre de negocios.

– ¡Al demonio! Quizá tengas razón. Lo pensaré, lo hablaré en el equipo y si merece la pena, por la noche trasladaremos los tractores a Staliniest. Indudablemente, allí ya pueden empezar. Pero yo pensaba que Romanenko podría arreglárselas solo. Hay que llamarle para saber si se ha puesto ya a arar o si aún no se ha decidido.

Y hablando al tractorista que se acercaba, movió la cabeza con gesto de reproche, diciendo:

– ¡ Ay, Fiodor, Fiodor! ¿Cómo se te ocurre hundir el tractor? Y eso que serviste en tanques y te distinguieron cuando eras soldado…

El tractorista Fiodor Beliavin era apodado por sus compañeros, no sin malicia, Escarabajo Negro. Llevaba zapatos negros, pantalones negros de algodón y una prenda del mismo color como abrigo, echada sobre los hombros; una gorra de cuero negro con orejeras, por debajo de la cual asomaba un mechón negro; su rostro estaba tiznado de manchas de gasolina imposibles de lavar y todo ello justificaba sobradamente el apodo con que le designaban.

Guiñando los ojos burlonamente hizo centellear el azul de sus pupilas y el blanco de sus dientes; luego respondió:

– Se ha hundido por tu culpa, Iván Stepanovich. Todos te lo dijimos, el brigada, el agrónomo y todos los tractoristas, que no pasaría. Es inútil discutir contigo. Todos estamos empeñados en lo mismo. Y ahora míralo si quieres, pero ayúdanos a sacarlo. Tienes fuerzas suficientes para ello. Tienes un aspecto tan bueno como el de la fábrica de tractores de Chernoiarsk. ¡Ya te has cuidado durante el invierno!

– ¡Ya estás lloriqueando otra vez! -exclamó el director sin inmutarse y con tono ligeramente despectivo -. ¡Vaya! Se te saltan las lágrimas y los muchachos te consideran un héroe. Creo que están equivocados… Vayamos a ver qué has hecho.

Se acercaron los dos al tractor. El brigada también llegaba con dos tractoristas. Streltsof, de mala gana, fue hacia el barracón junto al que estaba atado Voronok. No quería marcharse del equipo, donde respiraba con más libertad. En el trabajo y rodeado de gente le resultaba más fácil soportar la desgracia que le había caído encima. Pero también debía echar una ojeada a las labores en el exterior de los koljoses. Caminaba lentamente sobre la hierba marchita y aplastada; se miraba los pies intentando alejar el pensamiento de su mujer y de sus relaciones con el profesor Ovrazin, de todo lo que en los últimos tiempos le oprimía el corazón con un peso amargo y vergonzoso que no le dejaba ni de noche ni de día y le estorbaba para vivir y trabajar.

– ¡Quédese a almorzar con nosotros, camarada Streltsof! He cocinado unas gachas como no las ha comido usted en su vida – le dijo Marfa, la cocinera del equipo, cuando Streltsof, con la cabeza inclinada, pasaba junto a la cocina de campaña, instalada junto al barracón por las manos hábiles de uno de los tractoristas, avezado a aquellos trabajos.

Streltsof asintió agradecido con la cabeza y sin querer le dedicó una sonrisa.

– Bueno, Marfa, sírveme, que no volveré a casa hasta la noche.

Se sentó en uno de los escalones del barracón, tomó de manos de la cocinera el plato con las gachas y recordó que no había probado bocado desde la mañana del día anterior. Después de saborear unas cuantas cucharadas dejó el plato en el suelo y, una vez más, extrajo de su vieja pitillera de cuero un cigarrillo arrugado…