"Lucharon Por La Patria" - читать интересную книгу автора (Shólojov Mijail)

2

Unas nubes totalmente blancas se diseminan y se paran a merced del viento en el cielo cegadoramente azul y ardoroso por el sol estival. En el camino han dejado sus marcas claramente señaladas los tanques; sus huellas se cruzan con las de los automóviles. Aquí y allá la estepa parece asfixiada por el calor agobiante. La hierba está marchita y medio agostada. De los terrenos salinos surge un resplandor pálido e inerte; sobre las lomas lejanas hay una niebla azulada y temblorosa, ligera. Alrededor todo es tan silencioso que puede oírse desde muy lejos el grito ronco del topo. El zumbido de las alas de los saltamontes vibra en el aire caliente.

En las primeras filas iba Nikolai. Al llegar a la cima de la montaña se volvió para mirar atrás. De un solo vistazo abarcó a todos los supervivientes de la batalla. Estaban junto a la granja del Olmo Seco. Avanzaban en una apretada columna ciento diecisiete soldados y oficiales, lo que quedaba del regimiento terriblemente diezmado en los últimos combates. Marchaban con paso cansino, sufriendo el polvo de la estepa que se arremolinaba a su alrededor. Junto a la cuneta caminaba cojeando el capitán Sumskov, que ostentaba la comandancia en jefe del regimiento por muerte del comandante titular, de modo que había tenido que dejar el cargo de comandante del segundo batallón. El sargento Liubchenko llevaba sobre el hombro, envuelta el asta en una funda, la bandera del regimiento, que había podido ser salvada en la retirada. Los soldados con heridas leves iban también caminando con las vendas manchadas de polvo.

En el lento caminar de aquel destrozado regimiento había algo grandioso y conmovedor. La mesurada conducta de los hombres, agotados por los combates, el calor, las noches de insomnio y las largas caminatas, no ocultaba su disposición a desplegarse de nuevo y comenzar otra vez la lucha en el momento preciso.

Nikolai echó una ojeada rápida a los rostros conocidos, ennegrecidos y flacos. ¡ Cuántos había perdido el regimiento en aquellos cinco días malditos! Notó que sus labios secos empezaban a temblar y se apresuró a volver la cabeza. Inesperadamente, unos sollozos se le atragantaron y se echó sobre los ojos la visera del casco recalentado para que sus compañeros no vieran las lágrimas. «He perdido el aplomo, estoy destrozado… Es la consecuencia del calor, del cansancio», pensaba mientras movía dificultosamente los pies, que le pesaban como el plomo, procurando no acortar el paso.

Caminaba sin volverse, mirándose torpemente los pies. Sin embargo, y como en un sueño inoportuno, acudían a su mente innúmeras escenas de la lucha reciente que quedaron grabadas para siempre en su memoria y que habían causado aquella gran retirada. Veía de nuevo arrastrarse los pesados tanques alemanes por las laderas de la montaña; a los soldados que se cruzaban corriendo por doquier, envueltos en polvo y con sus armas automáticas, las negras columnas de humo, los combatientes del batallón vecino que se retiraban en desorden campo a través, entre los trigales sin segar. Después el enfrentamiento con la infantería motorizada enemiga, la retirada del punto en que se hallaban medio sitiados, el mortífero fuego desde los flancos, los girasoles destrozados, el cañón estriado de la ametralladora enterrado en un embudo mientras su servidor yacía muerto, despedido por la explosión, boca arriba, cubierto de pétalos de girasol, extraña y horriblemente salpicados de sangre.

Aquel día los bombarderos alemanes hicieron cuatro incursiones en la retaguardia del regimiento. Los cuatro ataques sucesivos de los tanques enemigos fueron rechazados. «Han luchado bien pero no han podido resistir», pensó Nikolai recordándolo.

Cerró los ojos un instante y vio de nuevo los girasoles florecientes entre los cuales se encontraba tirado el servidor de la ametralladora. Incoherentemente le asaltaban pensamientos extraños; se preguntaba por qué no habían recogido las semillas de girasol; quizá porque en el koljós no había suficiente mano de obra, muchos koljoses estaban ahora cubiertos de hierbajos y aún no se habían recolectado las semillas de los girasoles desde la primavera. Le parecía que el servidor de la ametralladora era un hombre de los de verdad porque, de no ser así, ¿cómo se había apiadado de él la muerte en el campo de batalla y no le había destrozado, sino que se le veía cubierto por una especie de bandera de girasoles, con los brazos abiertos? Nikolai pensó después que todo eso no eran más que tonterías, que había visto a muchos hombres valientes destrozados por la metralla, horriblemente deformados, que lo del servidor de la ametralladora era una casualidad: una onda explosiva le había lanzado y había caído sobre el cadáver una lluvia de pétalos de girasol rozándole el rostro como si fuera la última caricia del invierno. Podía parecer hermoso, pero en la guerra la belleza exterior tiene algo de sacrilegio; de ahí que retuviera en su memoria durante mucho tiempo a ese soldado, con su guerrera clara y descolorida, sus fuertes brazos extendidos sobre la cálida tierra, sus ojos azules inertes abiertos al sol…

Con un esfuerzo de voluntad Nikolai ahuyentaba los recuerdos inútiles. Decidió que quizá fuera mejor no pensar en nada, mantener los ojos cerrados, dejarse llevar por el pesado ritmo de la marcha, intentar olvidar el dolor sordo de la espalda y de los pies hinchados.

Sentía sed. Aunque estaba seguro de que no le quedaba una gota de agua en la cantimplora, estiró el brazo e hizo ademán de beber; sólo logró tragar la pegajosa saliva que tenía en la garganta.

El viento había disipado el polvo de la ladera de la montaña. Súbitamente sus pisadas empezaron a retumbar sobre el suelo duro; sus pies ya no se hundían en el polvo. Nikolai abrió los ojos. Abajo se divisaba una aldea de cosacos, medio centenar de chozas rodeadas de huertos y la ancha llanura limitada por el riachuelo de la estepa. Vistas desde arriba las pequeñas y blancas chozas resplandecían como cantos rodados esparcidos desordenadamente por la hierba.

La tropa silenciosa se reanimó y se oyeron voces:

– Tendríamos que hacer alto aquí.

– Claro. Hemos caminado cerca de treinta kilómetros desde la mañana.

Detrás de Nikolai, alguien hizo un chasquido con los labios y dijo con voz enronquecida:

– Necesitaríamos cada uno medio cubo de agua helada del manantial…

Tras pasar ante las aspas inmóviles del molino entraron en la aldea. Terneros de manchas rojizas deambulaban perezosa-mente por la hierba descolorida, junto al cercado; una gallina cacareaba; las malvas inclinaban sus flores rojizas tras las vallas; en una ventana abierta se movía un visillo blanco… Streltsof se sintió invadido por una paz y tranquilidad inesperadas y abrió los ojos; contuvo la respiración como temiendo que esta paz – que antaño había experimentado en alguna ocasión- se desvaneciera al momento como un espejismo en el aire caliente.

En la plaza se apagó de nuevo el paso rítmico de la infantería. Sólo se oía cómo las botas golpeaban la hierba mientras se cubrían de polen verde.

Incluso a esta aldea, perdida en la estepa del Don, había llegado la guerra. En los patios cercanos a los establos estaban los vehículos del batallón médico; por las calles deambulaban los soldados del regimiento de zapadores del ejército rojo. Camiones de tres ejes cargados hasta los topes transportaban hacia el río las tablas de sauce recién aserradas. En un huerto, junto a la plaza, estaba emplazada una batería antiaérea. Al lado de los árboles las piezas de artillería estaban perfectamente camufladas entre el follaje verde; en el fondo de los hoyos recién abiertos se hacinaban montones de hierba y cerca del callejón de las baterías se alzaba un tronco desafiante en el que se apoyaba una ancha rama de manzano, casi abatida por el peso de los frutos de color verde pálido, que no habían tenido tiempo de madurar.

Sviaguintsev empujó a Nikolai con el codo mientras le decía jovialmente:

– ¡Pero si es nuestra cocina, Nikolai! ¡Levanta las narices! Descansamos, tenemos un río con agua y a Pietka Lisichenko en la cocina, ¿qué más quieres?

El regimiento acampó a la orilla del río, en un gran jardín abandonado. Nikolai bebía a pequeños sorbos el agua fría y ligeramente salada, deteniéndose de vez en cuando para volver a aplicar después los labios al borde del cubo. Mientras le observaba, Sviaguintsev habló:

– Lo mismo que cuando lees las cartas de tu hijo: lees un trozo, te paras y vuelves a leer. Yo prefiero no alargar las situaciones. Bueno, pásame el cubo, que si no te vas a hinchar.

Tomó el cubo de manos de Nikolai y bebió, echando la cabeza hacia atrás, a sorbos largos y ruidosos como si fuera un caballo. Su nuez, cubierta de vello rojizo, se desplazaba de arriba abajo y sus ojos estaban entornados. Después de beber lanzó un gruñido y se pasó la bocamanga de la guerrera por los labios y la barbilla; luego, malhumorado, dijo:

– No es que el agua sea muy buena. Lo único que tiene es que está fría y mojada. Si se le pudiera quitar la sal… ¿Quieres beber más?

Nikolai hizo un gesto negativo con la cabeza y Sviaguintsev le espetó:

– Tu hijo te escribe a menudo, en cambio no he visto que recibieras cartas de tu mujer. ¿Eres viudo?

Nikolai, que no esperaba tal pregunta, contestó:

– No tengo mujer. Estoy divorciado.

– ¿Desde hace tiempo?

– Hace un año.

– ¡Vaya! -exclamó Sviaguintsev con tono compasivo -. ¿Dónde están tus hijos? Tienes dos, ¿verdad?

– Sí, dos. Están con mi madre.

– ¿Dejaste a tu mujer, Nikolai?

– No, ella me abandonó… El primer día de guerra. Cuando regresé a casa del servicio, ella ya no estaba. Se marchó dejando una nota…

Nikolai hablaba con tranquilidad, pero de repente se interrumpió y quedó en silencio. Tenía el ceño fruncido y los labios apretados mientras se dirigía a la sombra del manzano y empezaba a descalzarse silenciosamente. Sentía profundamente lo que había dicho. Había necesitado un año entero para albergar dentro de su corazón este dolor sordo e inexpresable y soltarlo ahora sin necesidad a la primera persona que le demostraba cierta compasión. ¿Qué le había impulsado a hablar? ¿Por qué le habían de interesar sus problemas a Sviaguintsev?

Éste, que no podía percibir la expresión contrita de Nikolai, siguió con su interrogatorio:

– ¡Qué! ¿Se buscó otro, la muy sinvergüenza?

– No lo sé -respondió Nikolai cortante.

– ¡Eso quiere decir que lo encontró! -exclamó Sviaguintsev exaltado, haciendo oscilar la cabeza con desconsuelo -. ¡Cómo son estas mujeres! Se ve a la legua que eres todo un señor y seguro que tenías un buen salario. ¿ Qué más podía querer? Si al menos hubiera pensado en sus hijos, la muy perra…

Entonces Sviaguintsev logró vislumbrar el rostro de Nikolai oculto bajo el casco y se dio cuenta inmediatamente de que no debía proseguir con aquel tipo de conversación. Con ese tacto propio de las personas bondadosas y sencillas, se quedó en silencio, suspiró y cambió la postura de sus piernas. Luego se sintió apenado por aquel hombre fuerte y vigoroso que era su compañero en el combate y que compartía con él, desde hacía dos meses, los rigores y las necesidades del soldado. Intentó consolarle y sentándose a su lado le dijo:

– Nikolai, no te atormentes por ella. Espera a que la guerra termine y entonces veremos qué pasa. Además tienes hijos y eso es lo más importante. Los hijos, amigo, son lo principal. Yo creo que en ellos se encuentra el fundamento de la vida. Ellos serán los encargados de reordenar la destrozada existencia; la guerra habrá servido para algo. En cuanto a las mujeres, sinceramente, no hay quien las entienda. Alguna que otra acaba encontrando lo que quiere. La mujer es un animal astuto. ¡Yo las conozco a fondo, amigo! Mira esta cicatriz que tengo en el labio superior. También procede de algo que sucedió el año pasado. Fue durante la fiesta del 1 de mayo; nos reunimos para echar unos tragos varios compañeros del trabajo de las máquinas y yo. Era una celebración casi en familia y venían también nuestras respectivas mujeres. Como es lógico, bebí un poco más de la cuenta, y mi mujer también. Pero ella es como un alemán con un arma automática cargada; si le das un fusil no quedará contenta hasta que haya vaciado el cargador y, aunque sea a la fuerza, sabrá hacerse dueña de cualquier situación.

»En la fiesta había una muchacha que bailaba primorosamente unas danzas gitanas. Yo la seguía con la vista, interesado pero sin ninguna intención oculta. Entonces mi mujer se me acerca y dándome un pellizco me susurra al oído: "¡No mires!" Pienso: "Ya volvemos a las andadas. ¿Tendré que poner cara de vinagre durante toda la fiesta?" Así que vuelvo a mirar a la bailarina. Veo a mi mujer que de nuevo se acerca a mí y me pellizca en una pierna con tanta fuerza que me hace daño: "¡No mires!" Me doy la vuelta y me digo: "¡Al diablo! No miraré, me privaré de ese placer." Después del baile nos dirigimos a la mesa. Mi mujer se sienta a mi lado con unos ojos que parecen los de un felino: redondos y chispeantes. Yo estoy dolido de los cardenales que han dejado los pellizcos en los brazos y en las piernas. Sin darme cuenta miro a la muchacha y pienso: "¡Idiota!, y todo esto por tu culpa. Tú ahí moviendo las pantorrillas y mientras tanto yo aquí, pagando las consecuencias." Aún no había terminado de pensar esto cuando mi mujer agarra de encima de la mesa un plato de estaño y lo lanza contra mí. Cierto es que el blanco era perfecto; yo entonces tenía la cara más gorda. No te lo creerás, pero el plato se rompió por la mitad y empezó a brotarme sangre de las orejas y de la nariz como si tuviera una herida muy grave.

»Ya te puedes imaginar, la muchacha se asusta y se pone a gritar y el acordeonista, levantando los pies por encima de la cabeza, se revuelca en el sofá riendo y gritando con su voz terriblemente desagradable: "¡Pégale con el samovar; ya verás como no le tumba!" Yo, que no veía muy claro, me levanto y sin hacerle nada a mi mujer, como si fuera su hermanito, le digo: "¿Qué te pasa, fiera? ¿Desde cuándo solucionas así tus asuntos?" Y ella me contesta con parsimonia: "¡Ya te dije que no miraras a la muchacha, demonio colorado!" Me tranquilizo un poco, me siento y me dirijo a ella tratándola de usted: "Natacha Filipovna – le digo-, ¿usted cree que son maneras de demostrar su educación? Tenga en cuenta que es un gesto de grosería andar lanzando platos a la cabeza de la gente. Pero ya tendremos ocasión de hablar usted y yo en casa, como se debe."

«Bueno, el caso es que me arruinó la fiesta. Tenía el labio partido en dos, un diente medio colgando, la camisa blanca bordada teñida de sangre y la nariz torcida con un hermoso hematoma. Tuvimos que abandonar la fiesta. Nos levantamos, dijimos adiós a los dueños, nos disculpamos como corresponde y nos dirigimos a casa. Ella caminaba delante y yo, como un culpable, detrás. La maldita hizo todo el recorrido muy vivaracha pero nada más llegar a la puerta de casa se desmayó. Tendida en el suelo, sin respirar y con la cara encendida como una granada, apenas si le quedaba una pequeña rendija en el ojo izquierdo a través de la cual poder mirarme. "Bueno -pienso-, tampoco es momento para reñirle. No vaya a ser que le ocurra algo malo." Me las arreglo como puedo para echarle un poco de agua por encima y quitarle el susto de la muerte. Pasan unos momentos y vuelve a desmayarse. Esta vez, ni siquiera ha dejado el ojo entreabierto. Le echo de nuevo un cubo de agua, vuelve en sí y de repente empieza a gritar, se deshace en lágrimas, patalea: "¡Eres esto y lo de más allá! -exclama -. Me has echado a perder mi blusa nueva de seda, la has dejado toda mojada. ¡Traidor! ¡Se te va la vista detrás de cualquier mujerzuela! ¡Eres un monstruo, no puedo vivir contigo!", y otras cosas por el estilo. "Bueno -pienso -, se acuerda de su blusa y patalea, eso significa que sigue con vida, que aún pasará el invierno. ¡Pobrecita!"

»Me siento a la mesa, fumo y observo. Mi agradable mujercita se encamina hacia el baúl y hace un hatillo con sus cosas. Luego se va con él hasta la puerta y me dice: "Me voy de tu casa. A partir de ahora viviré con mi hermana." No intento contradecirle, pues me doy cuenta de que tiene en su cuerpo al mismísimo Satanás, así que le doy la razón: "Sí, ve -le digo -, allí estarás mejor." "¡ Ah, de modo que esas tenemos! -grita -. ¿Tanto me quieres que ni siquiera haces nada por retenerme? Bueno, pues ahora no me marcho. Me ahorcaré y la conciencia te remorderá toda tu vida, ¡hijo de perra!"

Sviaguintsev, animado por aquellos recuerdos, sacó la petaca, sonrió ladeando la cabeza y se dispuso a liar un cigarrillo. Nikolai, que tenía los calcetines calientes y húmedos por el sudor de las manos, también sonreía aunque se sentía soñoliento y débil. Tenía que ir a lavar los calcetines hasta el pozo pero se sentía atraído por la charla de Sviaguintsev y no quería interrumpirle; además le faltaban fuerzas para levantarse y caminar a pleno sol. Una vez hubo encendido el cigarrillo, Sviaguintsev continuó su relato:

– Lo pensé un momento y le dije: «Muy bien, Natacha Filipovna, ahórcate; encontrarás una cuerda detrás del baúl.» Dejó el hatillo, cogió rápidamente la cuerda y se dirigió a la habitación de arriba. Movió un poco la mesa y luego sujetó un cabo de la soga al gancho que en otros tiempos había servido para atar la cuna; en el otro cabo hizo un nudo corredizo que se pasó alrededor del cuello. Pero en vez de saltar de la mesa, dobla las rodillas apoyando la barbilla en el lazo y empieza a soltar estertores como si realmente se estuviera ahorcando. Yo mientras tanto seguía sentado en la mesa desde donde podía ver todo lo que ella estaba haciendo en aquella habitación a través de la puerta abierta. Transcurridos unos momentos, comenté en voz alta: «¡Vaya, afortunadamente parece que se ha ahorcado! Acabó mi sufrimiento.» ¡Tenías que haber visto cómo saltó de la mesa y corrió hacia mí con los puños cerrados! «¿De modo que estarías satisfecho si me hubiera ahorcado? – gritó -. ¡Qué amoroso es mi marido!» Tuve que apaciguarla por la fuerza bruta. A pesar de que había tragado casi un litro de vodka, se me pasó la borrachera como si me hubieran dado un puñetazo. Después de esta escena me pongo a pensar: «Mucha gente se ha ido a ver la representación a la Casa del Pueblo y yo tengo función gratis en mi propia casa.» Me dio la risa y hasta me puse contento.

»Ya ves de qué cosas son capaces las mujeres. ¡Son de lo que no hay! Y más vale que los niños no estaban aquella noche en casa; se los había llevado una de mis parientes. De no ser así les habríamos dado un buen susto.»

Sviaguintsev permaneció en silencio durante un buen rato, pero luego reanudó la conversación aunque sin el mismo entusiasmo de antes:

– No creas, Nikolai, que siempre ha sido así. Ella empezó a estropearse hace dos años. Y para decirlo claramente, la estropeó la literatura.

«Durante ocho años nuestra vida transcurrió con normalidad. Ella trabajaba como tractorista: ni se mareaba ni inventaba ninguna clase de truco. Luego empezó a leer libros y las cosas cambiaron. Tiene una manera de hablar tan culta que nunca utiliza palabras corrientes, sólo utiliza las más complicadas. Muchas noches las pasa enteras leyendo, de modo que durante el día anda como una cabra de un lado a otro y cayéndosele todo de las manos. En una ocasión se me acercó dulzona y me dijo: "Vania, alguna vez deberías dirigirte a mí con palabras un poco más elevadas. Jamás he oído de tus labios palabras tiernas como las que se emplean en los libros." Me entró como una especie de odio. "Ya basta de lecturas", me digo a mí mismo; y a ella: "Natacha, te estás volviendo idiota. Llevamos diez años viviendo juntos, hemos criado a tres hijos y ¿a santo de qué tengo que declararme ahora? ¡Ya no tengo la lengua para esas cosas! Desde que era joven nunca he utilizado palabras tiernas, he tenido que utilizar mis manos y ahora no voy a cambiar. ¡No vayas a pensar que estoy tan loco! Y a ti, más te valdría ocuparte de los niños y no de leer tanto libro." Porque es cierto que los niños no están atendidos, corretean por doquier como golfillos y en la casa no hay orden ni concierto.

«Imagínate, Nikolai, ¿acaso se puede consentir eso? Por supuesto, no estoy en contra de los libros que pueden instruirle a uno, como los que tratan de motores, de cosas técnicas. Yo también tenía varios libros y muy interesantes. Sobre el cuidado del tractor, uno acerca del motor de combustión interna, otro sobre la instalación de un motor Diesel y no digamos sobre máquinas complejas, las que realizan el trabajo de un montón. Le he dicho cantidad de veces: "Natacha, deberías leer ese libro sobre el tractor; es muy curioso, tiene dibujos y esquemas. Trabajas de tractorista, así que debes conocerlo." ¿Te parece que lo ha leído? ¡Qué va! Huía de mis libros como de la peste; para ella sólo cuenta la literatura de esa que trata sobre el amor y nada más. Reñí con ella, intenté convencerla de que no obraba correctamente, pero fue todo inútil. Pegarle no, porque en mi vida le he pegado. Fui herrero durante seis años, antes de trabajar en las máquinas, y me quedó una mano muy dura.

»Así transcurría nuestra vida familiar antes de que me llamaran a filas, amigo. Y si crees que ahora que estamos separados estamos mejor, te diré que es más bien todo lo contrario. Te hablaré con franqueza y en secreto: no logro de ninguna manera poner orden en mi correspondencia con Natacha Filipovna; no lo logro por más que llore. Ya sabes, Nikolai, aquí en el frente todos recibimos con alegría las cartas de nuestras casas, incluso nos las leemos unos a otros en voz alta; tú mismo me has leído alguna carta de tu hijito. Sin embargo, a mí me da vergüenza leer las cartas de mi mujer. Cuando todavía no nos habíamos alejado de Jarkov, recibí tres cartas suyas una detrás de otra, y cada una empezaba así: "¡Mi pollito adorado!" Cuando leo tal cosa se me ponen los pelos de punta. Me pregunto de dónele ha podido sacar semejante calificativo gallináceo y la respuesta no puede ser otra que de los libros. ¿ No estaría mejor que escribiera "querido Vania" o algo por el estilo? ¡Pero "pollito"…! Cuando estaba en casa me llamaba cada vez más frecuentemente "demonio colorado" y ahora que me he marchado, me he convertido en "pollito". En todas las cartas me contaba las cosas como si nada: que los niños se encontraban bien y que el parque de máquinas y tractores seguía como siempre… y luego, en el resto de páginas, empieza a hablar de amor pero con unas palabras tan extrañas, tan literarias, que se me escapan las ideas y la vista empieza a fallarme…

»Dos veces leí estas cartas insoportables y me sentí como borracho. Slyusarev, de la segunda sección, se me acerca y me pregunta: "¡Qué, muchacho! ¿Alguna novedad en casa?" Escondo rápidamente la carta en el bolsillo y me limito a hacerle un gesto con la mano, como dándole a entender:

'Lárgate, simpático, déjame en paz.' Me vuelve a preguntar: '¿Todo va bien por allá? Por la cara que pones parece que ha habido una desgracia.' Y yo, ¿qué puedo decirle? Lo pienso un instante y respondo: 'La abuelita, mira, se me ha muerto la abuelita.' Así ya no me molesta y se va.

«Cuando cae la noche, me pongo a escribir a mi mujer. Le mando recuerdos para los niños, para los demás familiares y luego paso a explicarle detenidamente todo lo relacionado con el servicio. Más adelante le escribo: "No me llames de cualquier modo pues tengo mi nombre de pila; acaso hace treinta y cinco años se me podía considerar un 'pollito' pero ahora soy un gallo hecho y derecho, y lo de 'pollito' no corresponde a mis ochenta y dos kilos. Y lo que es más, te ruego que dejes de hablarme de amor y de marearme. Quiero saber cómo van las cosas en el parque de máquinas, cuáles son los amigos que permanecen en casa y qué tal funciona el nuevo director…"

»Bueno, pues recibí la respuesta poco antes de la retirada. Me tiemblan las manos cuando cojo la carta, la abro y ¡me da una especie de fiebre!

»Me dice: "Hola, mi adorado gatito" y durante cuatro páginas más no me habla más que de amor. Del parque de máquinas, ni mención. En algún párrafo, en vez de llamarme Iván me llama Eduardo. Pienso: "Bueno, es el colmo; está claro que ese estúpido amor lo saca de los libros. Si no, no me explico de dónde sale ese Eduardo. ¿Y por qué pone tantas comas en sus cartas? Antes no sabía ni que existieran y ahora no hay manera de entender lo que escribe; su carta tiene tantas comas como pecas tendría un hombre comido por la viruela. ¿Y los apodos? Primero 'pollito', luego 'gatito'… ¿Qué me llamará la próxima vez? En su quinta carta igual me llama 'tesoro' o cualquier tontería de esas que se dicen a los niños de pecho. Ni que hubiera nacido en un circo…" Tengo un manual de la fábrica de tractores de Chernoiarsk que me traje de casa y lo suelo llevar conmigo por si alguna vez tengo ganas de darle un vistazo. Pues bien, me daban ganas de copiar un par de páginas y enviárselas, así me las pagaría todas juntas. Luego cambié de idea. Tal vez se sintiera ofendida. De cualquier manera, algo tengo que inventar para sacarle de la cabeza esas historias… ¿Qué harías tú en mi caso, Nikolai?»

Sviaguintsev miró a su compañero y lanzó una exclamación amarga. Nikolai, boca arriba, dormía profundamente. Sus dientes torcidos blanqueaban por debajo de su ralo bigote oscuro y en las comisuras de sus labios se apreciaba la sombra de una sonrisa que no terminó de escapar de su boca, dejándole únicamente unas arrugas.