"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)Cinco A las ocho de la tarde del día de Navidad los vehículos entraron en la extensión de terreno boscoso al oeste del pueblo de Shenstead que no aparecía registrada como propiedad de nadie. Ninguno de los habitantes del pueblo se apercibió de la llegada sigilosa, o si lo hicieron no establecieron ningún vínculo entre el sonido de los motores y una invasión New Age. Habían pasado cuatro meses desde los acontecimientos en Barton Edge y los recuerdos se habían difuminado. Con todo el humo que habían soltado en las páginas del periodicucho local, el festival musical había proporcionado a Shenstead cierta alegría silenciosa por aquello de «en mi patio de atrás, no», en lugar del temor a que semejante cosa pudiera ocurrir allí. Dorset era un condado demasiado pequeño para que un rayo cayera dos veces. Una luna brillante permitió que la lenta caravana pudiera recorrer el camino que cruzaba el valle sin encender los faros. Cuando los seis autocares se aproximaron a la entrada del Soto, se apartaron a un lado de la carretera y apagaron los motores, mientras esperaban a que un miembro de la partida explorara el camino de acceso en busca de baches. A causa del mordiente viento del este que llevaba días soplando, la tierra estaba congelada hasta una profundidad algo mayor de medio metro, y el pronóstico vaticinaba otra helada por la mañana. Había un silencio total cuando el haz de luz de una linterna se movió de un lado al otro, indicando el ancho del camino y el calvero en forma de media luna a la entrada del bosquecillo, lo suficientemente grande para acomodar a los vehículos. Otra noche más cálida, aquel convoy destartalado se hubiera quedado atascado en la arcilla blanda y húmeda del camino antes de llegar a la relativa seguridad del suelo boscoso, fortalecido por las raíces de los árboles. Pero esa noche, no. Conduciendo con mucho cuidado, como si se tratara de aviones sobre la cubierta de un portaviones, los seis vehículos siguieron las indicaciones de la linterna y aparcaron en semicírculo bajo las finas ramas de los árboles exteriores. El portador de la linterna conversó varios minutos con cada conductor antes de que las ventanas quedaran oscurecidas con trozos de cartón y los ocupantes se retiraran a dormir. Sin apercibirse del hecho, el pueblo de Shenstead había multiplicado por algo más del doble su población en menos de una hora. Su ubicación en un valle remoto atravesado por el camino rural de Dorset que llegaba hasta el mar: ésa era su desventaja. De quince casas, once eran residencias de vacaciones o fines de semana, propiedad de empresas de alquiler de inmuebles o de habitantes urbanos, mientras que en las cuatro ocupadas de forma permanente residían sólo diez personas, tres de las cuales eran niños. Los agentes inmobiliarios seguían describiendo el poblado como «una gema sin mácula» cada vez que salían a la venta las casas vacías a precios exorbitantes, pero la verdad era algo muy diferente. Lo que una vez fuera una próspera comunidad de pescadores y trabajadores agrícolas, era ahora el lugar ocasional de descanso de extraños que no tenían interés en inmiscuirse en una guerra territorial. ¿Y qué hubieran hecho los residentes permanentes si se hubieran dado cuenta de que su modo de vida estaba a punto de ser amenazado? ¿Llamar a la policía y admitir que aquel terreno no tenía dueño? A ochocientos metros al oeste del pueblo, Dick Weldon había intentado con escaso entusiasmo cerrar aquella media hectárea de bosque cuando compró la granja Shenstead tres años atrás, pero su valla nunca permaneció intacta más de una semana. Acusó a los Lockyer-Fox y a sus arrendatarios de cortar los alambres, ya que aquélla era la única propiedad que podía pretender la franja boscosa, pero pronto quedó claro que nadie en Shenstead iba a permitir que un recién llegado incrementara el valor de su propiedad limitándose a comprar unos postes de madera barata. Se sabía que, según la ley, se requerían doce años de uso continuo para tener derecho a la propiedad de una parcela de tierra baldía, y ni siquiera los visitantes de fin de semana tenían la intención de renunciar sin lucha al territorio por el que paseaban a sus perros. Con un permiso para edificar una casa, el sitio valdría una pequeña fortuna, y todo el mundo creía, a pesar de las protestas de Dick en sentido contrario, que aquél era su objetivo. ¿Qué otra utilidad podría tener una franja de bosque para un agricultor a no ser que talara los árboles y arara la tierra? De todos modos, el Soto caería bajo el hacha. Weldon había argumentado que aquello debió de pertenecer en algún momento a la granja Shenstead, ya que entraba en su territorio haciendo un lazo en forma de U, con apenas unos escasos noventa metros que limitaban con la mansión de los Lockyer-Fox. En privado, la mayoría estaba de acuerdo con él, pero sin los documentos probatorios -con toda seguridad, un descuido cometido tiempo atrás por un abogado-, y sin garantía de éxito, no parecía tener mucho sentido llevar el caso a los tribunales. Los costos legales serían mayores que el valor de la tierra, incluso con un permiso de edificación, y Dick Weldon era demasiado realista para arriesgarse. Como ocurría siempre en Shenstead, el asunto quedó olvidado debido a la apatía y al bosquecillo le fue restablecida la condición de «tierra comunal». Al menos, por lo que respectaba a los habitantes del pueblo. Pero era una lástima que nadie se hubiera molestado en registrarla como tal de acuerdo a la Ley de Registro de Comunales de 1965, que le hubiera otorgado esa condición de manera legal. En lugar de eso permaneció sin propietario y sin que nadie la reclamara, sorprendentemente a disposición del primer okupa que la tomara como lugar de residencia y estuviera dispuesto a defender su derecho a quedarse. Contrariamente a las instrucciones de no moverse de allí que había dado a su convoy, Fox se deslizó por la senda y se dedicó a rondar de casa en casa. Fuera de la mansión, la única propiedad de ciertas dimensiones era la casa Shenstead, hogar de Julian y Eleanor Bartlett. Estaba a cierta distancia de la carretera, al final de un camino de acceso de grava, y Fox echó a andar por la hierba del borde para acallar sus pasos. Estuvo de pie varios minutos junto a la ventana del salón, observando a través de un espacio entre las cortinas cómo Eleanor hacía varias incursiones en el sótano de su marido. Tenía más de sesenta años, pero los tratamientos hormonales, las inyecciones de Botox y la práctica regular de ejercicio aeróbico en casa le ayudaban a mantener la piel tersa. A distancia parecía más joven, pero esa noche no. Se dejó caer en el sofá, con los ojos fijos en la pantalla del televisor que emitía Se trataba del lado humano de una esnob, una nueva rica, y aquello hubiera divertido a Fox en caso de haber sentido alguna simpatía por la mujer. En lugar de ello, su desprecio se incrementó. Se desplazó rodeando la casa para ver si podía encontrar al esposo de la mujer. Como siempre, Julian estaba en su estudio, y su rostro también estaba cubierto de rosetones debidos a la botella de Glenfiddich que tenía delante, sobre el escritorio. Hablaba por teléfono y sus carcajadas hacían retumbar los vidrios. Fragmentos de conversación atravesaban la ventana. «… No seas tan paranoica… está en el salón, viendo la tele… por supuesto que no… ella sólo se ocupa de sí misma… sí, sí, estaré allí a las nueve y media o antes… Geoffrey me dice que los perros están desentrenados y que vendrán un montón de saboteadores…» Al igual que su mujer, parecía más joven, pero tenía una reserva secreta de Grecian 2000 en su vestidor, cosa que Eleanor desconocía. Fox la había encontrado en una sigilosa revisión de la casa una noche de septiembre, cuando Julian salió y no echó el pestillo a la puerta trasera. El tinte para el pelo no era lo único que Eleanor desconocía y Fox jugó con la navaja que llevaba en el bolsillo al pensar cómo se divertiría cuando ella lo descubriera. El marido no podía controlar sus apetitos, pero la esposa tenía una veta de maldad que la convertía en una presa digna de un cazador como Fox. Abandonó la casa Shenstead para examinar los chalés de fin de semana, en busca de seres vivos. La mayoría estaban cerrados con tablas para el invierno, pero en uno de ellos encontró a cuatro personas. Los dos obesos hijos gemelos del banquero londinense dueño de la casa estaban con un par de chicas risueñas, que se colgaban del cuello de los hombres y soltaban chillidos histéricos cada vez que ellos hablaban. El lado maniático de Fox hallaba desagradable el espectáculo: eran Tararí y Tarará, con el sudor debido al abuso de comidas y bebidas manchándoles las camisas y brillando sobre sus cejas, tratando de comerse un rosco en Navidad con una pareja de putones verbeneros. Para las mujeres, el único atractivo de los gemelos era la fortuna de su padre, de la que ellos se jactaban, y el fervor con el que las chicas borrachas participaban en la diversión sugería que estaban decididas a hacerse con una parte de ella. Si tenían alguna intención de salir antes de que su libido se serenara, Fox pensó que no estarían interesados en el campamento del Soto. En dos de las casas de alquiler había familias de aspecto serio pero, aparte de ellas, sólo estaban los Woodgate en Paddock View -el equipo que cuidaba de las casas de alquiler, con sus tres hijos menores-, y Bob y Vera Dawson en la casa del guarda. Fox no podía predecir cómo se comportaría Stephen Woodgate al encontrar nómadas junto a su puerta. El hombre era un haragán de tomo y lomo por lo que, según pensaba Fox, le pasaría la pelota a James Lockyer-Fox y Dick Weldon para que se encargaran de todo. Si hacia principios de enero no ocurría nada, Woodgate podría llamar por teléfono a sus patronos, pero no habría urgencia alguna hasta que comenzara la temporada de alquileres, en primavera. Por contra, Fox podía predecir con exactitud cuál sería la reacción de los Dawson. Esconderían la cabeza en la arena, como hacían siempre. Hacer preguntas no era lo suyo. Vivían en su chalé por cortesía de James Lockyer-Fox y mientras el coronel hiciera honor a la promesa de su esposa de que podrían vivir allí, ellos lo apoyarían de dientes para fuera. Como un extraño reflejo de los Bartlett, Vera estaba embobada viendo EastEnders y Bob se había encerrado en la cocina para escuchar la radio. Si se hablaban aquella noche sería para pelearse, porque el amor que habían sentido alguna vez el uno por el otro hacía tiempo que había muerto. Se demoró un momento para contemplar a la anciana mujer que murmuraba algo para sus adentros. En su estilo era tan malvada como Eleanor Bartlett, pero su maldad era la de una vida dilapidada y un cerebro enfermo, y su blanco invariable era su marido. Fox la despreciaba tanto como a Eleanor. A fin de cuentas, ambas habían escogido el tipo de vida que llevaban. Regresó al Soto y atravesó el bosque hasta su punto de observación junto a la mansión. Todo estaba en calma, pensó, y en ese momento vio a Mark Ankerton sentado tras el escritorio del viejo y encorvado sobre él. Hasta el abogado estaba a mano. Puede que no todo el mundo lo considerara algo positivo, pero sí Fox. A todos ellos los condideraba culpables de haberlo convertido en el hombre que era ahora. La primera persona que vio el campamento fue Julian Bartlett, que pasó en su coche a las ocho de la mañana del Boxing Day, camino de la cacería de Dorset occidental en Compton Newton. Redujo la velocidad al detectar una soga atada delante del Soto, de cuyo centro colgaba un letrero: «No pasar». Echó un vistazo a los vehículos entre los árboles. Vestido para la cacería con una camisa amarilla, una corbata blanca y pantalones bombachos de gamuza, con el remolque de su caballo enganchado a su Range Rover, no tenía la menor intención de meterse en líos y volvió a acelerar. Una vez estuvo fuera del valle, se detuvo a un lado de la carretera y telefoneó a Dick Weldon, cuya granja colindaba con el macizo de bosque. – Tenemos visitantes en el Soto -le dijo. – ¿Qué clase de visitantes? – No me detuve a preguntarles. Estoy casi seguro de que son amantes de los zorros y no me atreví a abordarlos, sobre todo con Bouncer en el remolque. – ¿Saboteadores? – Quizá. Pero lo más probable es que sean nómadas. Casi todos los vehículos parecen sacados de un desguace. – ¿Viste a alguien? – No. Dudo que estén despiertos. Han colgado un aviso en la entrada de «No pasar», por lo que podría ser peligroso que alguien se acerque hasta allí solo. – ¡Rayos! Sabía que tarde o temprano tendríamos problemas con esa parcela de terreno. Seguramente deberemos contratar a un abogado para librarnos de ellos… y eso no va a ser barato. – Yo en tu lugar llamaría a la policía. Ellos se ocupan todos los días de ese tipo de problemas. – Ummm. – Haz lo que creas conveniente. – ¡Cabrón! -dijo Dick con ímpetu. Se oyó una risita leve. – Eso es una minucia en comparación con el alboroto hacia el que me dirijo. Se dice que los saboteadores han pasado la noche entera dejando rastros falsos, por lo que sólo Dios sabe el lío que se va a armar. Cuando regrese a casa, te llamo. Bartlett cortó la comunicación. Irritado, Weldon tiró de su chaqueta Barbour y llamó a los perros. Se volvió hacia las escaleras y le gritó a su mujer que iba al Soto. Probablemente, Bartlett tenía razón al decir que era una tarea para la policía, pero quería satisfacer su curiosidad antes de proceder a llamarla. Sus tripas le decían que se trataba de saboteadores. La cacería del Boxing Day había recibido mucha publicidad y, tras los diez meses de veda a causa de la fiebre aftosa, las dos partes estaban buscando pelea. Si se trataba de eso, se marcharían en cuanto anocheciera. Metió a los perros en la parte trasera de su jeep salpicado de barro y recorrió los ochocientos metros que separaban la casa de la granja del Soto. La carretera estaba cubierta por una capa de hielo, y pudo ver la marca de los neumáticos de Bartlett procedentes de la casa Shenstead. En ningún otro sitio había señales de vida y pensó que, al igual que su esposa, la gente aprovechaba cuanto le era posible su día de asueto. Pero en el Soto todo era diferente. Cuando se detuvo a la entrada, una fila de personas se extendió tras la soga para bloquearle el paso. Se trataba de un grupo intimidatorio, cubiertos con pasamontañas y bufandas que les ocultaba la cara y abrigos gruesos que aumentaban su volumen corporal. Un par de perros alsacianos atados con correas ladraban y se lanzaban hacia el vehículo detenido, mostrando los dientes con agresividad; los dos perros labrador de Dick respondieron con sus propios ladridos. Maldijo a Bartlett por pasar de largo. Si hubiera tenido el valor de demoler la barrera y pedir refuerzos antes de que aquellos gilipollas pudieran organizarse, las instrucciones para impedir el paso no tendrían validez alguna. Pero ahora, Dick tenía la desagradable sospecha de que podían estar ejerciendo sus derechos. Abrió la puerta y bajó. – Bien, ¿de qué va todo esto? -preguntó-. ¿Quiénes sois? ¿Qué estáis haciendo aquí? – Podríamos preguntarle lo mismo -dijo una voz desde el centro de la fila. A causa de las bufandas que les cubrían la cara, Dick no pudo identificar al que había hablado, por lo que se dirigió al que estaba en el centro. – Si sois saboteadores, no tengo nada que discutir con vosotros. Mis puntos de vista son bien conocidos. El zorro no es una plaga para los agricultores, por eso no permito que la cacería pase por mis tierras, por el daño que causa a las cosechas y a los setos. Si ésa es la razón por la que estáis aquí, perdéis el tiempo. La cacería de Dorset occidental no va a pasar por este valle. Esta vez respondió una voz de mujer. – Bien por ti, socio. Los cazadores son unos sádicos hijos de puta. Cabalgan por ahí con sus chaquetas rojas para que no se vea la sangre cuando destrozan al pobre animalito. Dick se relajó un poco. – Entonces estáis en el sitio equivocado. La reunión es en Compton Newton. Está a unos quince kilómetros al oeste de aquí, al otro lado de Dorchester. Si tomáis la circunvalación y continuáis hacia Yeovil, veréis a la izquierda el letrero que anuncia Compton Newton. Los cazadores se reúnen delante del pub y los sabuesos estarán listos para comenzar a las once de la mañana. La mujer volvió a responderle, presumiblemente porque ella era la figura andrógina hacia la que miraba: grande y corpulenta, con un abrigo de los sobrantes del ejército, que hablaba con un acento más propio de las ciénagas de Essex. – Lo siento, colega, pero soy la única que está de acuerdo contigo. A los demás eso les importa una mierda, el bando que sea. Los zorros no se comen, por lo que no nos son de mucha utilidad. Pero los ciervos son otra cosa, porque son comestibles y ninguno de nosotros cree que tenga sentido dejarle esa carne a los perros… sobre todo cuando la necesitan seres humanos como nosotros. Aún con la esperanza de que se tratara de saboteadores, Dick se dejó arrastrar por la discusión. – En Dorset no cazan ciervos con perros. En Devon posiblemente sí… pero aquí no. – Claro que sí. ¿Cree que un cazador dejaría pasar la oportunidad de cobrar un ciervo si los sabuesos le siguen el rastro? Si un pequeño Dick negó con la cabeza, reconociendo que la discusión no tenía sentido. – Si no estáis preparados para decir por qué estáis aquí, tendré que llamar a la policía. No tenéis derecho a invadir una propiedad privada. Aquellas palabras fueron recibidas en silencio. – Está bien -dijo Dick, sacando el móvil del bolsillo-, aunque os prevengo que si habéis causado algún daño, os acusaré. Trabajo muy duro en pro del medio ambiente y estoy harto de que gente como vosotros lo arruine. – ¿Está diciendo que se trata de su propiedad, señor Weldon? -dijo la misma voz correcta que le había contestado al inicio. Durante un segundo tuvo la sensación de que reconocía la voz, pero sin un rostro no podía situarla en un contexto. Recorrió con los ojos la fila para identificar al que hablaba. – ¿Cómo sabe mi nombre? – Revisamos el registro electoral. Esta vez, las vocales tenían cierta aspereza, como si el que hablaba hubiera detectado el creciente interés de su interlocutor y quisiera desviarlo. – Eso no le serviría para reconocerme. – R. Weldon, granja Shenstead. Dijo que era agricultor. ¿Cuántos agricultores hay aquí en el valle? – Dos arrendatarios. – P. Squires y G. Drew. Sus granjas están al sur. Si usted fuera uno de ellos, habría venido por el otro camino. – Está demasiado bien informado para haber sacado esa información del registro electoral -dijo Dick mientras revisaba la agenda de su móvil en busca del número de la policía local. Por lo general, sus llamadas obedecían a la presencia de cazadores furtivos o de coches calcinados en sus tierras -una molestia en aumento porque el gobierno había declarado tolerancia cero ante vehículos sin matrícula-, y por esa razón tenía el número en su memoria. – Reconozco la voz, amigo. Todavía no puedo ubicarla -seleccionó el número y pulsó el botón de llamada, llevándose el teléfono al oído-, pero estoy seguro de que ellos saben quién es usted. Los que observaban esperaron callados a que hablara con el sargento. Si alguno de ellos sonreía al ver cómo se irritaba gradualmente al escuchar lo que le contaban, las sonrisas quedaban ocultas tras las bufandas. Se volvió de espaldas a ellos y se alejó caminando, esforzándose por hablar en un susurro, pero los movimientos airados de sus hombros eran la mejor indicación que podían tener de que no le gustaba lo que estaba oyendo. Para un campamento, se consideraba que seis vehículos o menos era una cantidad aceptable, en particular si se encontraba a cierta distancia de los vecinos y no presentaba amenaza alguna para la seguridad del tránsito. El dueño de la tierra podía solicitar el desalojo, pero eso llevaba tiempo. La mejor opción era negociar la duración de la estancia a través del funcionario de enlace con los nómadas de la autoridad local y evitar confrontaciones innecesarias con los visitantes. El sargento recordó a Dick que recientemente habían sido arrestados varios granjeros en Lincolnshire y Essex por comportarse con actitud amenazante contra grupos de personas que habían invadido sus tierras. La policía simpatizaba con los dueños de las propiedades, pero la prioridad era evitar que alguien resultara herido. – ¡Demonios! -soltó Dick, cubriéndose la boca con la mano para atenuar las palabras-. ¿Quién redactó esas reglas? ¿Me está diciendo que pueden aparcar donde quieran, hacer lo que quieran y si el pobre imbécil dueño de las puñeteras tierras está en contra, ustedes, hijos de puta, lo van a arrestar? Sí… sí… lo siento… no quería ofender. Entonces, ¿qué derechos le asisten al gilipollas que reside aquí? A cambio de ocupar el sitio, a los viajeros itinerantes se les pedía que cumplieran ciertas condiciones relacionadas con el tratamiento apropiado de los residuos humanos y caseros, el control correcto de los animales, temas relativos a la salud y el compromiso de no volver a ocupar el mismo sitio en un período de tres meses o el de no comportarse de manera amenazante o intimidatoria. El rostro rubicundo de Dick se congestionó. – ¿Llama derechos a eso? -masculló-. Se espera que ofrezcamos alojamiento a una panda de maleantes y lo único que obtenemos a cambio es una promesa de que se comportarán medio civilizadamente. -Miró rabioso a la fila de personas-. ¿Y cómo define el comportamiento amenazante o intimidatorio? Aquí tengo a una docena de ellos cortándome el camino y todos se cubren la cara con pasamontañas… Eso, sin hablar de unos malditos perros y del aviso de «No pasar» que han colgado de lado a lado del camino. ¿Acaso no es eso intimidatorio? -Bajó los hombros-. Bueno, sí, ése es el problema -balbuceó-, que nadie sabe quién es el dueño. Es una media hectárea de bosque a las afueras del pueblo. -Permaneció un momento a la escucha-. ¡Por Dios! ¿De qué lado está usted?… Sí, bueno, puede que no sea de su incumbencia, pero con toda seguridad sí es de la mía. Si yo no pagara mis impuestos, seguro que usted no tendría trabajo. Apagó el móvil con violencia y se lo guardó en un bolsillo antes de volver al jeep y abrir la puerta de un tirón. A lo largo de la fila comenzaron a reírse. – Tiene un problema, ¿verdad, señor Weldon? -dijo la voz en tono de burla-. Déjeme adivinarlo. Los maderos le han dicho que llame al negociador del ayuntamiento. Dick no le prestó atención, subió al vehículo y se sentó al volante. – No olvide decirle que esta tierra no tiene dueño. Ella vive en Bridport y se va a enojar mucho si tiene que pasarse el día festivo conduciendo hasta aquí para que nosotros se lo digamos en su cara. Dick puso el motor en marcha e hizo girar el jeep hasta quedar de lado respecto a la fila. – ¿Quiénes sois? -exigió por la ventanilla abierta-. ¿Cómo sabéis tanto sobre Shenstead? Pero la pregunta fue recibida en silencio. Cambiando de marcha con furia, Dick logró girar en tres movimientos y volvió a casa para descubrir que el funcionario de enlace era en verdad una mujer que vivía en Bridport y que se negaba a renunciar a su día festivo para negociar sobre una parcela de tierra sin dueño que los nómadas tenían tanto derecho a ocupar como cualquier otra persona del pueblo. El señor Weldon nunca debió de haber dicho que la parcela estaba en disputa. Si ella hubiera desconocido esa información, hubiera podido negociar una duración de la estancia que no habría sido conveniente para ninguno de los bandos. Hubiera sido demasiado corta para los nómadas y demasiado larga para los habitantes del pueblo. Toda la tierra en Inglaterra y Gales tenía un dueño, pero un error a la hora de registrarla dejaba el campo abierto a los oportunistas. Por la razón que fuere, el señor Weldon había proporcionado información que sugería la participación de abogados -«No, lo siento, señor, ha sido una tontería aceptar el criterio de los okupas. Se trata de una zona gris de la ley…»-, y era poco lo que ella podía hacer hasta que se alcanzara un acuerdo sobre quién era el dueño de la tierra. Por supuesto, aquello era injusto. Por supuesto, iba en contra de las normas del juego limpio legal. Mansión Shenstead Shenstead, Dorset 1 de octubre de 2001 Querida capitana Smith: Mi abogado me informa de que si intento establecer contacto con usted seremos objeto de una demanda. Por esa razón debo dejar bien claro que estoy escribiendo sin el conocimiento de Mark Ankerton y que la responsabilidad que pudiera derivarse de escribir esta carta es mía. Por favor, puede estar segura de que cualquier demanda que usted interponga no será refutada y que pagaré cualquier compensación que dictamine el tribunal. En estas circunstancias, estoy seguro de que se pregunta por qué escribo una carta potencialmente tan costosa. Llámela una apuesta, capitana Smith. Estoy jugándome el coste de los daños contra una probabilidad de diez, quizás una de cien, de que usted me responda. Mark la ha descrito como una joven inteligente, muy equilibrada, exitosa y valiente que siente absoluta lealtad hacia sus padres y que no tiene deseos de saber nada de personas que le son ajenas. Me dice que su familia tiene una larga historia y que su ambición es ocuparse de la granja de su padre cuando deje el ejército. Además, me dice que es usted un orgullo para el señor y la señora Smith, y sugirió que su adopción fue lo mejor que pudo haberle ocurrido a usted. Créame si le digo que nada que él hubiera podido decir al respecto podría haberme dado más placer. Mi esposa y yo siempre tuvimos la esperanza de que su futuro estuviera en manos de buenas personas. Mark me ha repetido varias veces que usted no tiene curiosidad alguna con respecto a su parentela, hasta el punto que ni siquiera desea conocer sus nombres. Si su determinación sigue siendo tan firme, entonces no siga leyendo y rompa esta carta. Siempre me han gustado las fábulas. Cuando mis hijos eran pequeños, yo solía leerles a Esopo. A ellos les gustaban en particular las historias sobre el Zorro y el León por razones que no le son obvias. No me siento inclinado a verter demasiada información en esta carta pues temo darle la impresión de que no me importan los sentimientos que tan marcadamente manifiesta. Por esa razón, adjunto una variante de una fábula de Esopo y dos recortes de periódico. Por lo que Mark me dice, usted será capaz, sin duda, de leer entre las líneas de esos tres anexos y de sacar conclusiones precisas. Baste con decir que mi esposa y yo, desgraciadamente, fallamos a la hora de conseguir con nuestros dos hijos la misma satisfacción como padres que los Smith han logrado con usted. Sería muy fácil echar la culpa de todo esto al ejército: la ausencia de la figura paterna por estar permanentemente ausente cumpliendo una misión, destinos en el extranjero que hacían que ninguno de los padres estuviera en casa, las influencias que sobre ellos ejercieron los internados, la falta de supervisión durante las fiestas que pasaban en casa. Pero considero que eso sería un error. El fallo anidaba en nosotros. Los consentimos para compensar nuestras ausencias e interpretamos su comportamiento salvaje como una búsqueda de atención. También adoptamos el punto de vista -temo que para vergüenza nuestra- de que el apellido de la familia tenía algún valor y, en muy pocas ocasiones, si alguna hubo, les exigimos hacer frente a sus errores. La mayor pérdida fue usted, Nancy. Por la peor de las razones, el esnobismo, ayudamos a nuestra hija a encontrar un «buen marido» mediante la ocultación de su embarazo y, en el proceso, nos deshicimos de nuestra única nieta. Si yo fuera una persona religiosa diría que fue un castigo por concederle demasiado valor al honor familiar. La abandonamos a usted precipitadamente para proteger nuestra reputación, sin comprender sus magníficas cualidades o lo que el futuro pudiera depararnos. La ironía de todo este asunto me golpeó con fuerza cuando Mark me dijo cuán poco le había impresionado su parentesco con los Lockyer-Fox. A fin de cuentas, un apellido sólo es un apellido y el valor de una familia reside en la suma de sus partes, no en la etiqueta que han elegido colgarse. Si yo hubiera asumido antes este punto de vista dudo que estuviera escribiendo esta carta. Mis hijos habrían crecido hasta ser miembros ejemplares de la sociedad y usted habría sido bienvenida por ser quien era, y no rechazada por lo que era. Terminaré diciendo que ésta es la única carta que escribiré. Si usted no responde, o si da instrucciones a un abogado para presentar una demanda, aceptaré haber perdido la apuesta. Con toda intención no he explicado la razón por la que deseo reunirme con usted, aunque podría sospechar que su condición de nieta única tiene algo que ver con ello. Confío en que Mark le haya dicho que sería una muestra de bondad el hecho de que aceptara verme. Podría añadir que, además, usted estaría ofreciendo una esperanza de reparación a una persona que está muerta. Sinceramente suyo, James Lockyer-Fox El León, el Zorro viejo y el Asno generoso El León, el Zorro y el Asno vivieron juntos en íntima amistad durante varios años hasta que el León comenzó a desdeñar la edad del Zorro y a burlarse del Asno por su generosidad hacia los extraños. Exigió el respeto debido a su fuerza superior e insistió en que el Asno sólo fuera generoso con él. El Asno, temblando de miedo, reunió toda su riqueza en un enorme montón y se la ofreció al Zorro para que cuidara de ella hasta que el León corrigiera sus malos modos. El León se enojó sobremanera y devoró al Asno. Entonces pidió al Zorro que le hiciera el favor de repartir las riquezas del Asno. El anciano Zorro, sabiendo que el León no lo consideraba un rival, señaló hacia el montón y le dijo al León que lo tomara. El León, que suponía que el Zorro había aprendido algo de la muerte del Asno, dijo: – ¿Quién te ha enseñado, mi magnífico amigo, el arte de la división? Eres perfecto hasta el último detalle. – He aprendido el valor de la generosidad de mi amigo el Asno -respondió el Zorro. Entonces, levantó la voz e invitó a los animales de la selva a que echaran al León y dividieran entre ellos la fortuna del Asno. – Así -dijo al León-, no te quedarás con nada y el Asno será vengado. Pero el León devoró al Zorro y se quedó con su fortuna. Lockyer-Fox. Ailsa Flora falleció repentinamente en su domicilio el 6 de marzo de 2001, a los setenta y ocho años. Amada esposa de James, madre de Leo y Elizabeth y generosa amiga de muchas otras personas. Ceremonia funeraria en la iglesia de San Pedro, Dorchester, el jueves 15 de marzo a las 12.30. Se ruega no traer flores, si se desea pueden dar sus donativos al doctor Barnardo o a la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Animales. VEREDICTO DEL JUEZ DE INSTRUCCIÓN Una investigación del juez de instrucción resolvió ayer que Ailsa Lockyer-Fox, de setenta y ocho años de edad, de la mansión Shenstead, falleció por causas naturales, a pesar de un informe post mortem no concluyeme y del informe del patólogo que no lograron dictaminar la causa de la muerte. Se puso en marcha una investigación policial tras el hallazgo de manchas de sangre cerca del cadáver y el testimonio de varios vecinos que habían oído una airada discusión la noche de su muerte. La señora Lockyer-Fox fue hallada por su esposo en la terraza de la mansión Shenstead la mañana del 6 de marzo. Vestía ropa de dormir y había fallecido horas antes. El coronel Lockyer-Fox, que prestó declaración durante la investigación, dijo que creía que su mujer debió de levantarse durante la noche para alimentar a los zorros que visitaban habitualmente la mansión. «Sólo puedo asumir que perdiera el sentido y muriera de frío.» Negó que las puertas de vidrio estuvieran cerradas por dentro cuando él bajó las escaleras, o que la señora Lockyer-Fox no fuera capaz de regresar a la casa si así lo hubiera querido. El juez de instrucción se refirió al testimonio de una vecina que decía haber oído a un hombre y una mujer discutiendo poco después de la medianoche del 6 de marzo. El coronel Lockyer-Fox negó que él y su esposa fueran las personas en cuestión, y el juez de instrucción aceptó su declaración. También aceptó que las manchas de sangre halladas sobre las losas a dos metros del cadáver fueran de un animal y no de un ser humano. Al desestimar las especulaciones que han rodeado la muerte de Ailsa Lockyer-Fox dijo: «En este caso, los rumores son totalmente infundados. Espero que el veredicto de hoy ponga punto final a todo eso. Por la razón que fuera, la señora Lockyer-Fox decidió salir en una fría noche vestida de forma poco adecuada y se desplomó trágicamente». Hija de un rico terrateniente escocés, Ailsa Lockyer-Fox era muy conocida por sus campañas contra la crueldad hacia los animales. «La vamos a echar en falta -dijo un portavoz de la rama de Dorset de la Liga Contra los Deportes Crueles-. Ella creía que toda vida tenía valor y debía ser tratada con respeto.» Era también una generosa benefactora de orfanatos locales y nacionales, así como de instituciones de beneficencia. Su fortuna personal, valorada en 1,2 millones de libras, pasa a manos de su esposo. Debbie Fowler Kosovo Martes, 6 de noviembre Estimado coronel Lockyer-Fox: Mi madre me hizo llegar su carta. También yo tengo mucho interés en las fábulas. Los personajes de su fábula son el León, el Zorro y el Asno, y la moraleja podría expresarse como «la Fuerza hace el Derecho». Hubiera podido aplicar una moraleja similar a su propia historia: «La Fuerza de Muchos hace el Derecho», ya que la implicación consiste en que usted está desmantelando la fortuna de su esposa a fin de entregarla a causas más dignas que su hijo, presumiblemente a niños y organizaciones a favor de los animales. Esto me parece una decisión muy acertada, sobre todo si él fue responsable de la muerte de ella. No creo mucho en que los leopardos (o los leones) cambien sus manchas, por lo que sigo siendo cínica con respecto a que él pueda «enmendarse». Hay algo que no tengo totalmente claro de los recortes: el veredicto del juez de instrucción sobre el sujeto de las especulaciones respecto a la muerte de su esposa, aunque sospecho que puede haber sido usted. Sin embargo, si he leído correctamente su fábula, entonces su hijo es Leo, el León, su esposa era Ailsa, el Asno, y usted es el Zorro que fue testigo de su asesinato. Entonces, ¿por qué no informó de ello a la policía en lugar de permitir que las especulaciones tomaran cuerpo? ¿O se trata de un nuevo caso para esconder los «errores» de la familia bajo la alfombra? Su estrategia radicaría quizás en que la reparación a su esposa se lograría negando la herencia a su hijo, pero ¿no es acaso la justicia mediante tribunales la única reparación válida? No importa cuáles sean los problemas de inestabilidad de su hijo, no mejorarán si se le permite salir indemne de un asesinato. Usted parece referirse a ello en la última frase: «El León devoró al Zorro y se quedó también con su fortuna». Obviamente, esto es una predicción y no un hecho, de otra manera usted no hubiera podido escribirme, pero me pregunto de qué manera, al reconocerme como su única nieta, puede inclinar la predicción a su favor. Temo que el resultado sería totalmente contrario y obligaría a su hijo a emprender acciones precipitadas. En vista del hecho de que no tengo el menor interés en el dinero de su esposa y tampoco deseo enfrentarme a su hijo por esa causa, le sugiero que sería mucho más juicioso buscar el consejo de su abogado, Mark Ankerton, para poner el dinero fuera del alcance de su hijo. Sin querer ser ofensiva, no veo razón alguna por la que usted deba permitir que lo «devoren» con tal mansedumbre, ni por qué yo debo ser propuesta como carnada. Sinceramente, Nancy Smith (capitana, Ingenieros Reales) Mansión Shenstead, Shenstead, Dorset 30 de noviembre de 2001 Querida Nancy: Por favor, no piense más en ello. Todo lo que dice está totalmente justificado. Le escribí en un momento de depresión y utilicé un lenguaje emotivo, lo que es imperdonable. De ninguna manera quería darle la impresión de que entraría usted en confrontación con Leo. Mark ha redactado un testamento que hace honor a mis obligaciones familiares al tiempo que asigna la mayor parte de los bienes a causas loables. Era la arrogancia y la absurda fantasía de un anciano que quería que los «cubiertos de plata de la familia» permanecieran en la familia. Temo que mi última carta pueda haberle dado una impresión falsa, tanto sobre mí como sobre Leo. Sin darme cuenta puedo haber sugerido que soy más simpático que él. Eso está muy lejos de ser cierto. Leo es encantador en grado sumo. Por contra, Ailsa, mientras vivió, y yo somos (éramos) unos tímidos que, en sociedad, parecíamos tiesos y pomposos. Hasta hace poco habría dicho que nuestros amigos nos percibían de modo diferente, pero el aislamiento en el que me encuentro ahora me hace dudar. Con la honrosa excepción de Mark Ankerton, parece que es más fácil atraer la sospecha que disiparla. Usted plantea una pregunta: ¿de qué manera me beneficia reconocerla como mi única nieta? De ninguna manera. De eso me he dado cuenta ahora. Fue una idea concebida hace cierto tiempo, cuando Ailsa llegó a compartir mi punto de vista de que si les dábamos a nuestros hijos acceso a grandes cantidades de dinero tras nuestra muerte les haríamos más mal que bien. Sin embargo, el punto de vista de Mark era que Leo intentaría cuestionar o impugnaría cualquier testamento que otorgara grandes legados a organizaciones caritativas sobre la base de que el dinero pertenecía a la familia y debía pasar a la siguiente generación. Leo puede ganar o no, pero seguramente le resultaría más difícil desafiar a un heredero legítimo, a mi nieta. Mi esposa siempre creyó que había que dar a la gente una segunda oportunidad (esa «enmienda» a la que usted se refirió), y yo creo que también ella esperaba que el reconocimiento de nuestra nieta persuadiría a nuestro hijo a repensar su futuro. Tras tener noticias de usted he decidido abandonar este plan. Mantener la propiedad intacta sin tomar en consideración su amor y lealtad a su familia legítima fue un intento egoísta por mi parte. Usted es una joven admirable e inteligente, con un futuro maravilloso por delante, y le deseo larga vida y felicidad. Como el dinero no le interesa, no es posible ganar nada inmiscuyéndola en las dificultades de mi familia. Tenga la seguridad de que su identidad y paradero seguirán siendo un secreto compartido con Mark, y que, en ninguna circunstancia, usted aparecerá en ningún documento legal relativo a esta familia. Expreso mi gratitud por su respuesta, así como mis mejores y más calidos deseos para todo lo que le espera en la vida. James Lockyer-Fox |
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