"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)Seis La convicción de Mark Ankerton de que James Lockyer-Fox nunca habría hecho daño a su mujer estaba siendo atacada desde varios frentes, incluso por el propio James. Era cierto que Mark había impuesto su presencia en la casa, al negarse a aceptar las frías garantías del coronel de que era capaz de enfrentarse a su primera Navidad en soledad en casi cincuenta años, pero el comportamiento reservado de James y su incapacidad para seguir una conversación durante unos pocos minutos preocupaban, y mucho, a su abogado. No miraba a Mark a los ojos y tanto sus manos como su voz temblaban. Su peso había disminuido de manera alarmante. Siempre muy meticuloso en el pasado con respecto a su apariencia, se había vuelto sucio y descuidado, con el cabello enredado, las ropas manchadas y parches de barba plateada de tres días en el rostro. A Mark, para quien el coronel siempre había sido una figura de autoridad, le resultaba espeluznante un cambio tan brusco en su estado físico y mental. Hasta la casa olía a suciedad y descomposición, y Mark se preguntaba si Vera Dawson había extremado su proverbial holgazanería dejando de trabajar del todo. Se culpaba a sí mismo por no haber ido desde agosto, cuando le había hecho llegar al anciano la respuesta de Nancy Smith. En aquel momento, James se lo había tomado bien y había dado instrucciones a Mark para que esbozara un testamento que tendría como resultado la división de las propiedades de los Lockyer-Fox, con sólo pequeños legados que irían a parar a manos de sus hijos. Sin embargo, permanecía aún sin firmar y James llevaba varios meses con el borrador del documento en las manos, al parecer renuente a dar lo que consideraba un paso irrevocable. Cuando lo había urgido por teléfono a expresar sus preocupaciones, obtuvo una respuesta iracunda: «Deje de acosarme. Aún estoy en posesión de todas mis facultades. Tomaré la decisión en el momento que lo estime conveniente». Las preocupaciones de Mark se habían incrementado varias semanas atrás, cuando apareció de repente un contestador automático en el teléfono de la mansión, como si la tendencia natural a la reclusión de James se hubiera convertido en la denegación de acceder a él por cualquier medio. Las cartas que anteriormente respondía al instante quedaban sobre el escritorio durante días. En las pocas ocasiones en las que James se molestaba en devolver las llamadas de Mark, su voz había sonado remota e indiferente, como si los asuntos de la propiedad Lockyer-Fox ya no le interesaran. Explicaba su falta de entusiasmo apelando al cansancio. Decía que no dormía bien. Un par de veces Mark le había preguntado si se sentía deprimido, pero en cada ocasión la pregunta había sido recibida con irritación.«No tengo nada que funcione mal en mi mente», le había dicho el coronel, no muy convencido. Mark no era de la misma opinión, de ahí su insistencia en la visita. Había descrito los síntomas de James a un médico amigo de Londres, quien le respondió que, por lo que deducía de sus palabras, podía tratarse de una depresión o un trastorno derivado de un estrés postraumático. Tanto lo uno como lo otro eran reacciones normales ante situaciones insoportables: evitar el contacto social, huir de responsabilidades, apatía, insomnio, ansiedad ante la incompetencia, ansiedad e inacción. Su amigo le había aconsejado que usara la imaginación. Cualquier persona de la edad del coronel sufriría por la soledad y la aflicción tras la muerte de su esposa, pero si se sospechaba que él la había matado y lo interrogaban… Era un estado de shock pospuesto. ¿Le habían dado al pobre anciano la oportunidad de llorarla? Mark había llegado la víspera de Navidad, armado con instrucciones sobre cómo afrontar la pérdida de seres queridos y el efecto de pequeñas dosis de antidepresivos para levantar el estado de ánimo y restaurar el optimismo. Se había preparado para la tristeza pero, precisamente, ésta parecía no estar presente en el ánimo del anciano. Hablar de Ailsa sólo conseguía irritar a James. – Está muerta -soltó-. ¿Por qué esa necesidad de resucitarla? En otra ocasión había dicho: – Debió ocuparse ella misma de sus propiedades en lugar de pasarme el muerto a mí. Fue una cobardía. Nunca conseguimos nada por dar a Leo una segunda oportunidad. Y una pregunta sobre Henry, el anciano gran danés de Ailsa, provocó otra respuesta cortante: – Murió de viejo. Lo mejor para él. Siempre andaba por ahí gimiendo, buscándola. La contribución de Mark a la fiesta fue una cesta comprada en Harrods después de que su amigo el médico le dijera que los enfermos de depresión no comían. Y así era, y lo pudo comprobar al abrir la puerta del refrigerador para guardar un par de faisanes, paté de foie gras y champán. No había nada de asombroso en el hecho de que el anciano hubiera perdido tanto peso, pensó al contemplar las baldas vacías. El arcón congelador de la trascocina estaba bien surtido de carne y verduras congeladas, pero la gruesa capa de hielo hacía pensar que la mayoría de aquello había sido guardado allí por Ailsa. Anunció que necesitaba pan, patatas y productos lácteos, aunque James no fuera a comerlos. Subió al coche y fue al supermercado Tesco de Dorchester, antes de que cerrara con motivo de la Navidad, y compró productos básicos, incluyendo detergente, lejía, champú, jabón y útiles de afeitar, por si acaso. Limpió con ahínco, frotando y desinfectando las superficies de la cocina antes de pasar la mopa por el pasillo de losas de piedra. James lo seguía cual avispa enfurecida, pasando el pestillo a las puertas de las habitaciones en las que no quería que Mark entrara. Respondió a medias todas las preguntas. ¿Vera Dawson aún seguía haciendo la limpieza de la casa? «Ella estaba senil y era una haragana.» ¿Cuándo fue la última vez que había comido decentemente? «No estaba quemando muchas calorías.» ¿Los vecinos pasaban a ver cómo estaba? «Prefería su propia compañía.» ¿Por qué no había respondido a las cartas? «Caminar hasta el buzón era una molestia.» ¿Había pensado en remplazar a Henry para obligarse a caminar? «Los animales causaban demasiados problemas.» ¿No resultaba muy solitario vivir en aquella enorme casona sin nadie con quien hablar? Silencio. En la biblioteca, el teléfono sonó a intervalos regulares, pero James no le prestó atención, a pesar de que se oía a través de la puerta cerrada el sonido de las voces al dejar sus mensajes. Mark vio que el conector del teléfono de la sala estaba desconectado, pero cuando hizo ademán de volverlo a conectar el anciano le dijo que lo dejara así. – No soy ciego ni estúpido, Mark -dijo con enojo-, y preferiría que dejara de tratarme como si tuviera Alzheimer. ¿Acaso entro yo en su casa y pongo en duda la forma en que la arregla? Por supuesto que no. No se me ocurriría comportarme con tan poco tacto. Por favor, absténgase de hacerlo en mi casa. Fue un destello del hombre que había conocido y Mark le respondió. – No tendría necesidad de hacerlo si supiera qué es lo que ocurre -dijo, apuntando con su dedo hacia la biblioteca-. ¿Por qué no responde a esas llamadas? – No quiero hacerlo. – Podría ser importante. James negó con la cabeza. – Esa persona ha llamado ya varias veces… y la gente no llama una y otra vez a no ser que sea urgente. Al menos déjeme comprobar que no es para mí -objetó Mark mientras retiraba las cenizas de la chimenea-. Les di este número de teléfono a mis padres en caso de emergencia. La ira tiñó de púrpura el rostro del coronel. – Se está tomando demasiadas libertades, Mark. ¿Tengo que recordarle que se ha autoinvitado? Mark volvió a acomodar los leños en el hogar. – Estaba preocupado por usted -dijo con calma-. Y ahora que estoy aquí, aún lo estoy más. Puede pensar que le impongo mi presencia, James, pero no tiene por qué ser grosero. Con gusto pasaría la noche en un hotel, pero no me iré hasta que no me demuestre que usted se cuida como es debido. ¿Qué es lo que hace Vera? ¡Por Dios! ¿Cuándo fue la última vez que encendió el fuego? ¿Quiere morir de hipotermia como Ailsa? El silencio recibió sus observaciones y él volvió la cabeza para ver la reacción del coronel. – Oh, Dios mío -dijo, afligido, al ver lágrimas en los ojos del anciano. Se puso de pie y dejó caer la mano sobre el hombro de James-. Mire, todo el mundo sufre depresión en un momento u otro de su vida. No es algo de lo que uno deba avergonzarse. ¿Podría persuadirlo de que hablara con su médico? Hay varias formas de tratarla… He traído varios folletos para que los lea… y todos coinciden al decir que lo peor es sufrir en silencio. James le retiró la mano con brusquedad. – Con mucha delicadeza trata de persuadirme de que tengo una enfermedad mental -masculló-. ¿Por qué lo hace? ¿Ha hablado con Leo? – No -dijo Mark sorprendido-. Desde antes del funeral no he vuelto a hablar con él. -Movió la cabeza, perplejo-. Y si hubiera hablado ¿qué diferencia habría? Nadie lo iba a declarar a usted incompetente sólo porque tenga una depresión… e incluso, si lo fuera, soy su albacea. No hay ninguna vía por la que Leo pueda apelar al Tribunal de Protección a no ser que usted revoque el documento que está en mi poder y emita uno en su nombre. ¿Es eso lo que le preocupa? Una risa estrangulada se atascó en la garganta de James. – Es difícil que eso me preocupe -dijo con amargura antes de dejarse caer en una silla y sumirse en un silencio taciturno. Con un suspiro de resignación, Mark volvió a agacharse para encender el fuego. Cuando Ailsa vivía la casa funcionaba como un reloj. Mark había pasado un par de fines de semana trabajando en Dorset, «conociendo» la propiedad, y pensó que por fin había llegado su momento. Dinero viejo bien invertido; clientes ricos sin pretensiones; gente que le gustaba, con una química que funcionaba. Incluso después de la muerte de Ailsa, sus vínculos con James habían seguido siendo fuertes. Durante la investigación se había mantenido junto al anciano y había llegado a conocerlo mejor que a su propio padre. Ahora se sentía como un extraño. No tenía idea de que la cama estuviera hecha. Parecía poco probable y no se atrevía a buscar las sábanas. En el pasado, se había instalado en la habitación azul, donde las paredes estaban cubiertas por fotografías del siglo xix, y las estanterías estaban llenas de diarios familiares y documentos legales encuadernados en cuero, relativos a la industria de la langosta que floreciera en el valle de Shenstead en tiempos del bisabuelo de James. «Esta habitación fue hecha para usted -le dijo Ailsa la primera vez que fue allí-. Sus dos temas favoritos: historia y leyes. Los diarios son viejos y polvorientos, querido, pero merecen una lectura.» Había sentido más tristeza por la muerte de Ailsa de lo que hubiera podido expresar porque él tampoco había tenido tiempo para sufrir la pérdida. El suceso había estado rodeado de tanta angustia turbulenta -parte de la cual lo había afectado personalmente-, que se refugió en la frialdad para poder soportarlo. La había querido por varias razones: su buen humor, su bondad, su generosidad, su interés en él como persona. Pero nunca comprendió el abismo que existía entre sus hijos y ella. De vez en cuando Ailsa hablaba de cambiarse al bando de James, como si la ruptura no la hubiera provocado ella misma, pero lo más habitual era que citara los pecados de Leo, por omisión o comisión. – Estuvo robándonos cosas sin que nos diéramos cuenta -le dijo una vez-, la mayoría de ellas muy valiosas. Cuando James lo descubrió se enfureció. Acusó a Vera… y eso motivó una situación muy desagradable. Hizo una pausa llena de preocupación. – ¿Qué ocurrió? – Oh, lo habitual -suspiró-. Leo no reconoció sus culpas. Pensó que era algo cómico. Dijo: «¿Cómo podría saber una idiota como Vera lo que es valioso?». Pobre mujer, creo que Bob le puso un ojo morado por aquel asunto porque tenía miedo de perder el chalé. Fue horrible… A partir de ese momento nos trató como si fuéramos tiranos. – Pensé que Leo tenía cariño a Vera. ¿No fue ella la que cuidó a los niños mientras ustedes estaban lejos? – No creo que le tuviera cariño, es algo que no siente hacia nadie salvo posiblemente Elizabeth, pero Vera lo adoraba, por supuesto… lo llamaba «mi cariño de ojos azules» y dejó que él la manejara con el meñique. – ¿Ella nunca tuvo hijos? Ailsa negó con la cabeza. – Leo era el hijo que nunca tuvo. Era capaz de hacer cualquier cosa para protegerlo, lo que en retrospectiva demostró no ser nada bueno. – ¿Por qué? – Porque la utilizó contra nosotros. – ¿Y qué hizo con el dinero? – Lo habitual -repitió Ailsa con sequedad-. Lo perdió jugando. En otra ocasión: – Leo era un niño muy inteligente. Su coeficiente de inteligencia era de 145 a los once años. No tengo la menor idea de dónde lo sacó, James y yo somos gente corriente, pero eso le causó problemas terribles. Pensaba que podía salirse con la suya, sobre todo cuando descubrió lo fácil que era manipular a la gente. Por supuesto, nos preguntábamos en qué nos habíamos equivocado. James se culpaba por no haber sido más estricto. Yo echo la culpa al hecho de que estábamos en el extranjero tan a menudo que teníamos que confiar en que la escuela lo controlara. -Ella sacudió la cabeza-. Creo que la verdad es más sencilla. En un cerebro ocioso sólo nacen malas ideas y a Leo nunca le interesó el trabajo duro. Sobre Elizabeth: – Vivía a la sombra de Leo. Estaba desesperada por que le prestaran atención, pobrecilla. Adoraba a su padre y cada vez que lo veía de uniforme tenía una pataleta, seguramente porque sabía que eso significaba que de nuevo saldría de viaje. Recuerdo que una vez, cuando tenía ocho o nueve años, le cortó las perneras de los pantalones del uniforme. Él se enfureció, y ella gritó y lloró, diciendo que se lo merecía. Cuando le pregunté por qué, me dijo que lo odiaba de uniforme. -Volvió a negar con la cabeza-. Tuvo una adolescencia muy difícil. James culpó a Leo por presentársela a sus amigos… Yo eché la culpa a nuestras ausencias. La perdimos del todo cuando cumplió los dieciocho. La alojamos en una casa con algunas amigas, pero la mayoría de las cosas que nos dijeron sobre su estilo de vida eran mentira. Ailsa era ambivalente con respecto a sus sentimientos. – Es imposible dejar de querer a los hijos -dijo a Mark-. Uno siempre espera que las cosas mejoren. El problema es que en algún punto del camino ellos abandonaron los valores que les habíamos enseñado y decidieron que el mundo tenía la obligación de mantenerlos. Eso generó un enorme resentimiento. Ellos creen que la causa de que el dinero se terminara era el empecinamiento de su padre, pero no reconocen que sacaron demasiada agua del pozo. Mark se sentó sobre los talones mientras el fuego cobraba vida. Sus propios sentimientos hacia Leo y Elizabeth no tenían nada de ambivalentes. Le resultaban intensamente desagradables. En lugar de sacar agua del pozo con demasiada frecuencia, ellos habían instalado grifos permanentes que funcionaban mediante el chantaje emocional, el honor de la familia y la culpabilidad de los padres. Desde su propio punto de vista, Leo era un psicópata con una fuerte adicción al juego, y Elizabeth, por su parte, una ninfómana con problemas de alcoholismo. Tampoco podía ver ninguna «circunstancia atenuante» para su comportamiento. Los dos habían recibido muchas oportunidades en la vida y habían fallado estruendosamente a la hora de aprovecharlas. Ailsa, dividida entre su amor maternal y la culpa que sentía a causa de sus defectos, había sido arcilla en manos de sus hijos. Para ella, Leo era el mismo chico de ojos azules al que Vera adoraba, y todos los intentos de James por contener los excesos de su hijo fueron recibidos con ruegos de darle «una segunda oportunidad». No era una sorpresa el hecho de que Elizabeth buscara desesperadamente llamar la atención, y tampoco que fuera incapaz de mantener una relación. La personalidad de Leo dominaba la familia. Sus cambios de humor generaban disputas o períodos de calma. A nadie se le permitía olvidar su existencia ni por un momento. Cuando quería, podía encantar hasta a los pájaros en los árboles; cuando no, hacía la vida imposible a todos, incluso a Mark… El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos y levantó la vista. James lo estaba mirando. – Es mejor que vaya y escuche -dijo el coronel, ofreciéndole una llave-. Quizá dejen de hacerlo si lo ven en la biblioteca. – ¿Quién? Un cansado movimiento de cabeza. – Obviamente, ellos saben que usted está aquí -fue su única respuesta. Al entrar en la habitación, Mark supuso que el que llamaba había colgado, hasta que se inclinó hacia el contestador situado encima del escritorio y oyó el sonido de una respiración sigilosa por el amplificador. Levantó el auricular: – ¿Diga? -Ninguna respuesta-. ¿Diga? -Colgaron-. ¿Qué demonios…? Por hábito, marcó el 1471 y miró a su alrededor en busca de una pluma para anotar el número de quien había llamado. Era un ejercicio innecesario, algo de lo que se dio cuenta mientras oía la voz enlatada y descubría un pedazo de cartón recostado contra una vieja escribanía, donde aparecía escrito el mismo número junto con un nombre: Prue Weldon. Perplejo, colgó el auricular. El contestador era viejo, con cinta de casete en lugar de buzón de voz. Una luz parpadeaba lateralmente indicando que había mensajes, mientras el número 5 aparecía en la pantalla de llamadas. Había montoncitos de microcasetes tras el contestador y un rápido examen mostró que cada uno tenía una fecha, lo que sugería una grabación permanente y no un borrado regular. Mark pulsó el botón de mensajes nuevos y oyó cómo se rebobinaba la cinta. Tras un par de clics, se escuchó la voz de una mujer. «No podrá seguir haciéndose el inocente durante mucho tiempo… no, si su abogado escucha estos mensajes. Usted cree que nos iremos si no nos presta atención… pero no lo haremos. ¿Sabe algo el señor Ankerton de la niña? ¿Sabe que existe una prueba de lo que hizo usted? ¿A quién cree que se parece…? ¿A usted? ¿O a su madre? Todo es tan fácil con el ADN… basta un cabello para probar que es usted un mentiroso y un asesino. ¿Por qué no dijo a la policía que Ailsa había ido a Londres a hablar con Elizabeth el día antes de su muerte? ¿Por qué no admite que ella lo llamó loco porque Elizabeth le dijo la verdad? ¿Ésa es la razón por la que le pegó? ¿Por la que la mató?… ¿Cómo cree que se sintió su pobre esposa al descubrir que su única nieta era también su hija…?» Después de eso, Mark no tuvo más remedio que quedarse. En una extraña inversión de papeles, James se apresuró a tranquilizarlo. Esperaba que Mark comprendiera que nada de eso era cierto. Si hubiera existido el menor asomo de culpa, James no hubiera conservado las cintas. Habían comenzado a mediados de noviembre, dos o tres llamadas por día, acusándolo de todo tipo de bestialidades. Desde hacía poco, la frecuencia de las llamadas había aumentado y el teléfono sonaba a lo largo de la noche y le impedía dormir. A pesar de que el sonido del timbre era amortiguado por la puerta cerrada de la biblioteca, y de que los teléfonos del resto de las habitaciones estaban desconectados, Mark, mucho más sensible al sonido que su anfitrión, yacía despierto mientras sus oídos esperaban el siguiente timbre. Cada vez que sonaba era un alivio. Se dijo que tenía una hora antes del siguiente para intentar dormir, pero en cada ocasión su cerebro empezaba a funcionar a toda marcha. Si nada de eso era cierto, ¿por qué estaba James tan asustado? ¿Por qué no se lo había contado a Mark? ¿Y cómo y por qué soportaba aquello? En algún momento durante la noche el olor del tabaco de pipa le hizo suponer que James estaba despierto. Pensó en levantarse y conversar con él, pero sus ideas eran demasiado confusas para iniciar una discusión de madrugada. Pasó un rato antes de que se preguntara cómo era capaz de oler el tabaco si la habitación de James estaba al otro lado de la casa, y la curiosidad le llevó a acercarse hasta la ventana donde había una hoja abierta. Vio asombrado que el anciano estaba sentado en la terraza donde Ailsa había muerto, envuelto en un grueso abrigo. La mañana del día de Navidad James no hizo mención alguna de su vigilia. En lugar de ello, se tomó la molestia de acicalarse con un baño, afeitarse y ponerse ropas limpias, como si quisiera persuadir a Mark de que había dormido profundamente, aceptando que la ausencia de cuidado personal era un síntoma de un trastorno mental. No objetó nada cuando Mark insistió en escuchar las cintas a fin de entender lo que ocurría -dijo que ésa era una de las razones por lo que las había grabado-, si bien recordó a Mark que se trataba de una sarta de mentiras. Para el abogado, la dificultad estribaba en que él sabía que buena parte de ello no era mentira. Se repetían constantemente una serie de detalles y él sabía que eran ciertos: el viaje de Ailsa a Londres el día antes de su muerte… Las constantes referencias al odio que sentía Elizabeth al ver a su padre de uniforme… La furia de James porque el bebé había sido entregado en adopción en lugar de haberse interrumpido el embarazo… La certeza de Prue Weldon de que había oído a Ailsa acusar a James de destruir la vida de su hija… El hecho innegable de que Elizabeth era una mujer marcada… La teoría de que si la nieta aparecía debería parecerse a James… Una de las voces grabadas había sido alterada con un distorsionador electrónico. Sonaba como la voz de Darth Vader. Ésa era la que aportaba más información y también la más escalofriante. No había forma de eludir la conclusión de que se trataba de Leo. Había demasiadas descripciones detalladas, en particular del dormitorio de Elizabeth cuando era una niña, para que se tratara de un extraño: su osito de peluche, Ringo, como el batería de los Beatles, que ella todavía conservaba en su casa de Londres; los posters de Marc Bolan y T-Rex en las paredes que Ailsa había guardado con cuidado porque alguien le había dicho que eran valiosos; el color predominante de su colcha de retales, el azul, que desde entonces había pasado a la habitación sobrante… Mark sabía que bastaba con preguntar a James para que diera la impresión de que su mente aceptaba de alguna manera los alegatos de incesto. Hasta su inicial afirmación de que las llamadas eran maliciosas estaba matizada por su admisión de que no comprendía cuál era la intención. Si se trataba de Leo, ¿qué esperaba lograr? Si era un chantaje, ¿por qué no hacía alguna exigencia? ¿Por qué involucraba a otras personas? ¿Quién era la mujer que parecía saber tanto? ¿Por qué Prue Weldon nunca decía nada? ¿Cómo podía alguien que no estaba relacionado con la familia conocer tantos detalles sobre esos temas? Todo lo que decía tenía una pátina de desánimo, máxime cuando James se negó en redondo a involucrar a la policía porque no quería que la muerte de Ailsa «resucitara» en la prensa. De hecho, la resurrección parecía ser una obsesión para él. No quería que Mark resucitara al «condenado osito de peluche» de Elizabeth, o la disputa sobre la adopción. No quería reavivar los robos de Leo. Aquello era agua pasada y no tenía la menor importancia en esa campaña de terror. Y sí, por supuesto, él sabía a qué obedecía todo aquello. Aquellas malditas mujeres -Prue Weldon y Eleanor Bartlett- querían que él confesara haber matado a Ailsa. ¿Que confesara…? Mark intentó mantener la ansiedad apartada de su voz. – Bueno, tienen razón en una cosa -dijo-. Esas acusaciones serían rechazadas con facilidad con una prueba de ADN. Quizá la mejor estrategia consistiría en presentar el problema con delicadeza a la capitana Smith. Si ella estuviera dispuesta a cooperar, entonces usted podría llevar esas cintas a la policía. Sea cual sea el motivo de las llamadas, no hay duda de que constituyen una amenaza. James le sostuvo la mirada durante un momento antes de apartar la vista. – No hay forma de hacerlo con delicadeza -dijo-. No soy estúpido, ya he pensado en ello. «¿Por qué defiende sus facultades mentales hasta el agotamiento?» – No necesitamos involucrarla. Yo podría pedir a su madre una muestra de cabello. Debe de haber dejado algo en su casa que pueda utilizarse para un análisis. No es ilegal, James… al menos, por el momento. Hay compañías en internet que se especializan en ofrecer análisis de ADN en temas relativos a la paternidad. – No. – Es mi mejor consejo. O eso, o informar a la policía. Una solución temporal podría ser cambiar su número de teléfono y pedir que no aparezca en la guía… pero si Leo está detrás de todo este asunto, pronto encontrará el nuevo número. No puede dejar que esta situación continúe impunemente. Además del hecho de que puede morir de agotamiento, algunas chismosas van a empezar a hablar más de la cuenta y lo cubrirán de fango si no se defiende de esas acusaciones. James abrió un cajón de su escritorio y sacó un archivador. – Lea esto -dijo-, y después déme una buena razón para que convierta la vida de esa niña en una pesadilla. Si de algo estoy seguro, Mark, es de que ella nunca escogió al hombre que la engendró, ni es responsable de él. Querida capitana Smith, mi abogado me informa que si intento establecer contacto con usted seremos objeto de una demanda… Una hora después dijo a James que necesitaba dar un paseo para despejarse. Cruzó el huerto y echó a andar hacia la casa del guarda. Pero si esperaba que Vera Dawson le aclarara algo, no lo consiguió. Se asombró de cuánto se había deteriorado el cerebro de la mujer desde agosto. Ella no lo dejó entrar, su boca vetusta succionaba y gruñía con resentimiento, y Mark empezó a mostrarse más comprensivo con la suciedad de la mansión. Preguntó dónde estaba Bob. – Ha salido. – ¿Sabe adónde? ¿Está en el jardín? Una sonrisa de placer se reflejó en sus ojos reumáticos. – Dijo que estaría ocho horas fuera. Eso quiere decir que está pescando. – ¿También el día de Navidad? La sonrisa desapareció. – No lo iba a pasar conmigo, ¿verdad? Yo sólo sirvo para trabajar. «Levántate y limpia lo del coronel», dice, sin importarle que algunas mañanas apenas pueda levantarme de la cama. Mark, incómodo, sonrió. – Bueno, ¿podría pedirle a Bob que se pasara por la mansión para conversar conmigo? Hoy o quizá mañana. Si tiene boli y papel, podría dejarle una nota, en caso de que se le olvide. La mujer entrecerró los ojos con suspicacia. – Mi memoria está bien. Todavía no he perdido la chaveta. Era como si fuera James quien hablara. – Lo siento. Pensé que podría ser de ayuda. – ¿De qué quiere hablar con él? – De nada en particular. Asuntos generales. – No se pongan a hablar de mí -masculló entre dientes con furia-. Tengo mis derechos, como cualquier otra persona. No fui yo quien robó los anillos de la señora. Fue su hijo. Dígaselo al coronel, ¿me ha oído? El viejo cabrón; fue él quien la mató. Y cerró la puerta dando un portazo. |
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