"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)Siete Tras un intento infructuoso de ponerse en contacto con su abogado -el contestador de la oficina avisaba a los que telefoneaban que el bufete estaba de vacaciones hasta el día 2 de enero-, Dick Weldon hizo rechinar los dientes y telefoneó a la mansión Shenstead. Si alguien podía tener un abogado a mano ése sería James Lockyer-Fox. Si Prue, la mujer de Dick, tenía razón, el hombre corría peligro de ser arrestado. – Ya lo verás -seguía diciendo ella-, es cuestión de tiempo que la policía se vea obligada a actuar. Tarde o temprano, como el otro dueño de una propiedad que colindaba con el Soto, James se vería involucrado en la discusión y lo mejor era que empezara a implicarse desde ese momento. De todas maneras, no era una llamada que Dick quisiera hacer. No se había establecido ningún contacto entre la granja Shenstead y la mansión desde que Prue contara a la policía la discusión que había oído la noche en que Ailsa murió. Siempre decía que el destino había intervenido para convertirla en una persona que escuchaba conversaciones ajenas. Durante tres años nunca había sentido la necesidad de pasear los perros por el Soto en la oscuridad, ¿por qué entonces aquella noche sí? Se dirigía a su casa tras haber visitado a su hija en Bournemouth y uno de los perros comenzó a gemir a medio camino en el valle. Cuando llegó al Soto, había una gran agitación en la parte trasera de la propiedad y ella, quejándose, liberó a los perros y siguió por el camino de lodo. Debió haber sido una corta parada para hacer sus necesidades, pero la perra no prestó atención a sus intestinos, captó un olor y desapareció entre los árboles. Como no tenía la menor intención de salir a buscar al animal sin una linterna, Prue buscó en el salpicadero el silbato para perros. Mientras se enderezaba estalló una airada discusión en algún lugar a su izquierda. Lo primero que pensó era que había sido causada por el labrador, pero una de las voces era sin lugar a dudas la de Ailsa Lockyer-Fox, y la curiosidad hizo que Prue no tocara el silbato. Experimentaba un sentimiento ambivalente hacia los Lockyer-Fox. La arribista que vivía dentro de ella quería convertirse en visitante frecuente de la mansión, considerarlos sus amigos y dejar caer su nombre casualmente en las conversaciones. Pero el hecho de que Dick y ella hubiesen sido invitados a la mansión una sola vez desde que habían llegado a Shenstead tres años atrás, y únicamente para tomar algo, le molestaba, sobre todo porque las invitaciones que ella había enviado para cenar en la granja habían sido rechazadas con cortesía. Dick no se daba cuenta de cuál era el problema. Aseguraba que a ellos no les gustaban las formalidades de la vida social. «Ve y háblales en la cocina. Es lo que hacen los demás.» Por lo tanto, Prue había aparecido por allí en varias ocasiones, sólo para que Ailsa tuviera la impresión de que tenía cosas más importantes que hacer que perder el tiempo chismorreando en la cocina. Después de aquello, sus encuentros se limitaron a breves saludos en la carretera si se tropezaban por casualidad, o a apariciones irregulares de Ailsa en la cocina de Prue cuando buscaba donaciones para sus organizaciones caritativas. Prue consideraba que Ailsa y James la miraban por encima del hombro y a ella no le importaba airear algunos trapos sucios para aventajarles. Corría el rumor -sobre todo en boca de Eleanor Bartlett, que juraba haberlos oído discutir- de que los Lockyer-Fox tenían un temperamento malvado a pesar de la reserva que mostraban en público. Prue nunca había sido testigo de prueba alguna de ello, aunque consideraba que podía ser cierto. James, en concreto, parecía incapaz de mostrar ninguna emoción y, según Prue, tanta represión tenía que estallar por alguna parte. De vez en cuando, alguno de los hijos anunciaba una visita pero los padres no mostraban excesivo entusiasmo al respecto. Se contaban historias sobre secretos de familia, algunas relacionadas con la reputación de obsesa sexual de Elizabeth, pero los Lockyer-Fox mantenían la boca tan cerrada sobre aquello como sobre cualquier otra cosa. Para Prue, semejante comportamiento no era natural e incordiaba constantemente a Dick para que removiera la porquería. «Los arrendatarios deben saber algo -solía decir-. ¿Por qué no les preguntas quiénes son los protagonistas de esos secretos de familia? La gente dice que el hijo es un jugador y un ladrón, y que la hija recibió una miseria en su divorcio por tener demasiados romances.» Pero Dick, por ser hombre, no estaba interesado en las habladurías y aconsejó a Prue que mantuviera la boca cerrada si no quería que la tildaran de chismosa. La comunidad era demasiado pequeña para permitirse el lujo de enemistarse con la familia más antigua del lugar, la previno. En ese momento, la voz de Ailsa se escuchaba claramente en el silencio nocturno; Prue giró ansiosamente la cabeza para escuchar. Algunas de las palabras eran acalladas por el viento, pero no perdió detalle de lo esencial: «No, James… ¡no va a seguir soportándolo!… Fuiste tú quien destruyó a Elizabeth… ¡Qué crueldad! Es una enfermedad… a mi manera… acudir a la consulta de un médico desde hace tiempo…». Prue hizo bocina con la mano junto a la oreja para oír la voz del hombre. Incluso en el supuesto de que Ailsa no lo hubiera llamado James, ella habría reconocido el tono de barítono como el del coronel, pero sus palabras no eran audibles y supuso que estaría de espaldas a ella. «… dinero es mío… no voy a ceder… prefiero morir a dejar que te quedes con él… Oh, por Dios… ¡No, no! ¡Por favor… NO!» La última palabra fue un grito, seguido por el sonido de un golpe y por la voz de James que gruñó: «¡Zorra!». Un poco alarmada, Prue dio un paso adelante, preguntándose si debía acudir en defensa de la mujer, pero Ailsa volvió a hablar casi de inmediato: – Estás loco… No te lo perdonaré nunca… debería haberme librado de ti hace años… Uno o dos segundos después se oyó un portazo. Pasaron cinco minutos antes de que Prue considerara seguro llevarse el silbato a los labios y llamar al labrador. Anunciaban los silbatos como silenciosos al oído humano, pero rara vez lo eran y su curiosidad había dejado paso al bochorno mientras la menopausia la incitó a ruborizarse súbitamente, al imaginar la vergüenza que sentiría Ailsa si alguna vez se enteraba de que alguien había sido testigo de cómo la maltrataban. Qué hombre más horrible era James, pensó una y otra vez con sorpresa. ¿Cómo alguien podía ser tan santurrón en público y tan monstruoso en privado? Mientras metía a los perros en el coche, su mente se mantenía ocupada intentando llenar las lagunas en la conversación, y cuando llegó a casa -su marido dormía hacía rato-, había logrado armar un todo lúcido. Por lo tanto, se sintió conmocionada pero no sorprendida cuando Dick retornó del pueblo a la mañana siguiente con la noticia de que Ailsa estaba muerta y que James estaba siendo interrogado por la policía con relación a unas manchas de sangre encontradas junto al cadáver. – Es culpa mía -dijo ella acongojada, contándole lo ocurrido-. Estaban discutiendo sobre dinero. Ella dijo que él estaba loco y debía ver a un médico, por lo que él la llamó zorra y la golpeó. Debí hacer algo, Dick. ¿Por qué no hice nada? Dick estaba consternado. – ¿Estás segura de que se trataba de ellos? -preguntó-. ¿No sería una de las parejas de los chalés de alquiler? – Claro que estoy segura. Pude oír casi todo lo que dijo ella, y hubo un momento en que lo llamó James. Lo único que le oí decir a él fue «zorra», pero era su voz, sin lugar a dudas. ¿Qué crees que debo hacer? – Llamar a la policía -dijo Dick con tristeza-. ¿Qué otra cosa podrías hacer? A partir de aquel momento, el veredicto del juez de instrucción y la puesta en libertad de James, que no había sido arrestado, desataron una retahíla de rumores. Algunos no eran más que especulaciones sobre la existencia de venenos indetectables, sobre sospechosos francmasones, incluso sobre rituales de magia negra con sacrificios de animales en las que James era el hechicero principal. Dick los rechazaba como algo totalmente absurdo. El resto -la negativa del hombre a abandonar su casa y sus propiedades, su ocultación la única vez que Dick lo había visto cerca del portón, el frío comportamiento que habían tenido con él sus hijos durante el funeral, el supuesto abandono de las organizaciones caritativas de Ailsa y de sus amigos a quienes les cerraba la puerta en los morros cuando iban a visitarlo-apuntaba al trastorno mental del que Ailsa -y también Prue, a fuerza de escuchar el altercado final- lo había acusado. Después del segundo tono respondieron al teléfono. – Mansión Shenstead. – ¿James? Soy Dick Weldon. -Esperó una identificación que no se produjo-. Mire… eehh… esto no me resulta fácil… y no hubiera llamado si no fuera algo urgente. Soy consciente de que no se trata de lo que usted querría escuchar la mañana del Boxing Day, pero tenemos un problema en el Soto. He hablado con la policía, pero ellos le han pasado la pelota a las autoridades locales, a una mujer llamada Sally Macey. Estuve hablando con ella, pero no está dispuesta a emprender ninguna acción hasta que le demos el nombre del propietario. Le dije que no había ninguno… Lo sé, fue una estupidez por mi parte… Así que ahora necesitamos un abogado… y el mío está de vacaciones. Para usted será una molestia, lo mismo que para los demás, esos desgraciados están junto a su puerta… -Hizo un alto, intimidado por el silencio al otro extremo-. Me preguntaba si podríamos contar con su abogado. – No soy James, señor Weldon. Puedo pedirle que se ponga al teléfono si así lo desea, pero parece que es a mí a quien necesita. Me llamo Mark Ankerton, soy el abogado de James. Dick se sintió desconcertado. – Lo siento, no advertí que era usted. – Lo sé. Las voces pueden confundir… -una leve pausa-, y las palabras también, sobre todo cuando se toman fuera de contexto. Era una referencia irónica a Prue, pero Dick no la captó. Miró a la pared al tiempo que rememoraba la voz familiar del nómada. Todavía no había podido recordar quién era. – Debió habérmelo dicho -respondió, de manera poco convincente. – Tenía curiosidad por saber qué quería usted antes de molestar a James. De todas las llamadas que se reciben en esta casa, hay muy pocas tan civilizadas como la suya, señor Weldon. Lo habitual es que a uno lo llamen «hijoputa asesino» o cosas por el estilo. Dick se sintió violento. No se le había ocurrido semejante posibilidad. – ¿Quién podría hacer una cosa como ésa? – Podría darle una lista, si le interesa. Su número de teléfono aparece en ella con regularidad. – No puede ser -protestó Dick-. Hace meses que no llamo a James. – Entonces le sugiero que se ponga en contacto con British Telephone -dijo el abogado con frialdad-. Al marcar el 1471 su número aparece en diez ocasiones. Todas las llamadas están siendo grabadas y su contenido registrado. Nadie habla desde su número -su voz se volvió muy seca-, pero se escuchan suspiros desagradables. La policía los identificaría como jadeos, aunque no entiendo el componente sexual cuando el destinatario es un hombre de más de ochenta años. La llamada más reciente se realizó en Nochebuena. Por supuesto, es usted plenamente consciente de que realizar llamadas telefónicas ultrajantes o amenazantes es un delito. «¡Dios! ¿Quién podría haber sido tan estúpido? ¿Prue?» – Usted mencionó un problema en el Soto. -Al no haber respuesta, Mark prosiguió-: Temo no haber oído el resto. ¿No querría usted volver a contármelo, por favor? Cuando tenga la idea correctamente almacenada en mi cerebro, la discutiré con James… aunque no puedo garantizarle que le devuelva la llamada. Dick aceptó el cambio de tema con alivio. Era un hombre sin dobleces y consideraba el hecho de que su esposa se dedicara a jadear por una línea telefónica como algo alarmante y de mal gusto. – James va a ser el más afectado -dijo-. Hay seis autocares llenos de nómadas estacionados a ciento cincuenta metros de la terraza de la mansión. En realidad, me sorprende que ustedes no los hayan oído. Hace un rato me pasé por allí y tuvimos una discusión. Hubo una pausa, como si el otro interlocutor hubiera apartado su oído del receptor. – Es obvio que el sonido no se transmite tan bien como alega su esposa, señor Weldon. Dick no estaba habituado a pensar sobre la marcha. Su trabajo consistía en estudiar los problemas con lentitud y cuidado, y hacer planes a largo plazo para que la granja pasara por tiempos de plétora y de hambre dando tantas ganancias como fuera posible. En lugar de hacer caso omiso al comentario -la opción más sabia-, intentó apartarlo a un lado. – No se trata de Prue -replicó-. Se trata de que han invadido el pueblo. Necesitamos estar unidos… no atacarnos los unos a los otros. No creo que usted sepa apreciar la gravedad de la situación. Se escuchó una risita al otro lado del hilo telefónico. – Debería reflexionar sobre lo que ha dicho, señor Weldon. En mi opinión, James tiene pruebas para poder acusar a su esposa por calumnias… Por lo tanto es algo ingenuo sugerir que no sé apreciar la gravedad de la situación. Molesto por el tono altivo del hombre, Dick volvió a la carga. – Prue sabe lo que oyó -dijo con agresividad-. Ella hubiera hablado con Ailsa si la pobre mujer hubiera seguido con vida la mañana siguiente, pues ninguno de nosotros consiente que las mujeres sean maltratadas; pero Ailsa estaba muerta. ¿Qué hubiera hecho usted de encontrarse entonces en el lugar de Prue? ¿Hacer como si nada hubiera ocurrido? ¿Ocultarlo debajo de la alfombra? Dígamelo. La voz gélida hizo de nuevo acto de presencia. – Me hubiera preguntado qué sabía sobre James Lockyer-Fox… Me hubiera preguntado por qué el examen post mortem no mostró señales de golpes… Me hubiera preguntado por qué una mujer inteligente y rica habría permanecido casada durante cuarenta años con un maltratador, teniendo posibilidades económicas e intelectuales de abandonarlo… Y, seguramente, me habría preguntado también si no era mi afición al chismorreo lo que me había llevado a adornar lo que supuestamente había oído a fin de convertirme en alguien más interesante para mis vecinos. – Eso es ofensivo -dijo Dick con enojo. – No tan ofensivo como acusar de asesinato a un amante esposo e incitar a otras personas a que hagan lo mismo. – Lo acusaré por calumnias si dice cosas como ésa. Todo lo que Prue ha hecho es contar a la policía lo que había oído. No puede culparla de que luego los idiotas saquen sus propias conclusiones. – Le sugiero que hable con su esposa antes de acusarme, señor Weldon. Podría acabar con unas costas legales muy elevadas. -Se oyó una voz en segundo plano-. Perdóneme un momento. -La línea quedó en silencio durante varios segundos-. James ha entrado a la habitación. Si quiere volver a hablar de ese asunto de los nómadas, pondré el manos libres para que ambos podamos oírlo. Después de discutir este asunto, le devolveré la llamada para comunicarle nuestra decisión… aunque yo no esperaría nada favorable. Dick había tenido una mañana difícil y su temperamento volátil estalló. – Me importa un rábano lo que decidan. No es problema mío. La única razón por la que he llamado es porque Julian Bartlett no tuvo bemoles para hacerse cargo de la situación y a la policía no le interesa en absoluto. James y usted pueden ocuparse de eso. ¿Por qué debería importarme? Mi casa está a casi un kilómetro de distancia. Me desentiendo de este embrollo. Colgó el teléfono con fuerza y fue a buscar a Prue. Mark colgó el auricular cuando la línea se interrumpió. – Le estaba explicando algunos hechos de la vida -señaló, en tardía respuesta a la reacción agitada de James cuando entró en la habitación y oyó a Mark hablar de incitación a la calumnia-. La señora Weldon es una amenaza. No entiendo por qué es usted tan renuente a hacer algo con respecto a ella. James se acercó a la ventana y miró más allá de la terraza con la cabeza hacia delante como si no pudiera ver bien. Habían hablado del asunto el día anterior. – Tengo que vivir aquí -dijo, repitiendo los mismos argumentos que había esgrimido entonces-. ¿Por qué agitar un avispero sin necesidad? En cuanto esas mujeres se aburran, todo esto terminará. Los ojos de Mark se desplazaron hacia el contestador del escritorio. – No estoy de acuerdo -dijo con brusquedad-. Anoche hubo cinco llamadas y ninguna de ellas fue de una mujer. ¿Quiere oírlas, James? – No. Mark no se sorprendió. No había nada nuevo. Simplemente eran la repetición litúrgica de la información almacenada en el montón de cintas que había examinado el día anterior, pero la voz anónima, distorsionada electrónicamente, crispaba los nervios de quien la escuchaba igual que el torno de un dentista. Hizo girar la silla hasta quedar frente al anciano. – Usted sabe tan bien como yo que esto no terminará por sí solo -dijo con suavidad-. Sea quien sea, sabe que lo están grabando y seguirá llamando hasta que usted acepte ponerlo en conocimiento de la policía. Eso es lo que está buscando. Quiere que ellos oigan lo que dice. El coronel siguió mirando a través de la ventana, como si no quisiera cruzar su mirada con la del abogado. – Sólo son mentiras, Mark. – Claro que lo son. – ¿Cree que la policía estaría de acuerdo con usted? En su voz había una inflexión irónica. Mark no le prestó atención y respondió de manera directa. – Si usted sigue aplazando la decisión de llamarlos, no. Debería haberme hablado de esas llamadas cuando comenzaron. Si hubiéramos actuado de inmediato hubiéramos atajado el problema de raíz. Ahora me preocupa que la policía pregunte qué es lo que usted ha tratado de ocultar. -Se frotó la nuca; una noche sin dormir, aguijoneada por las dudas y remachada por las llamadas telefónicas, le habían provocado dolor de cabeza-. Planteémoslo de esta manera: es obvio que este canalla debe de haber pasado cierta información a la señora Bartlett, o ella no estaría tan bien informada. Y si él ha hablado con ella, ¿qué le hace pensar que no se haya dirigido ya a la policía? ¿O que ella no lo haya hecho? – Me habrían interrogado. – No necesariamente. Podrían estar investigando a sus espaldas. – Si él tuviera alguna prueba habría acudido a ellos antes de la investigación, ése era el momento para destruirme, pero sabía que no le prestarían atención. -Se volvió y miró con rabia el teléfono-. Es una forma de aterrorizar, Mark. Cuando vea que no puede doblegarme, se detendrá. Es cuestión de tener paciencia. Todo lo que tenemos que hacer es aguantar. Mark negó con la cabeza. – Llevo aquí dos días y aún no he podido dormir. ¿Cuánto cree que podrá soportar antes de derrumbarse? – ¿Y qué importancia tiene eso? -dijo el anciano, cansado-. Aparte de mi reputación no me queda gran cosa, y que me parta un rayo si le doy la satisfacción de convertir esas mentiras en dominio público. La policía no mantendrá la boca cerrada. Fíjese cómo se han filtrado los detalles de la muerte de Ailsa. – Tiene que confiar en alguien. Si fallece mañana esas alegaciones se convertirán en un hecho porque nunca se enfrentó a ellas. Toda historia tiene siempre dos caras, James. La frase hizo que apareciera una leve sonrisa en el rostro del coronel. – Y eso es precisamente lo que dice mi amigo, el del teléfono. Es muy persuasivo, ¿no es verdad? -Antes de que prosiguiera hubo un doloroso instante de silencio-. Lo único en que he destacado es como militar, y la reputación de un militar se gana en el campo de batalla, no doblegándose ante un miserable chantajista. -Apoyó una mano en el hombro de su abogado antes de echar a andar hacia la puerta-. Prefiero enfrentarme a eso a mi manera, Mark. ¿Quiere un café? Creo que es hora de tomar una taza. Cuando haya terminado, vaya al salón. No esperó la respuesta y Mark permaneció donde estaba hasta oír el chasquido de la cerradura. Podía ver a través de la ventana la losa descolorida en la que sangre de un animal había impregnado la superficie gastada. A un metro o metro y medio a la izquierda, junto al reloj de sol, estaba el sitio donde había aparecido el cuerpo de Ailsa. Se preguntó si quien telefoneaba tenía razón. ¿Moría la gente como consecuencia de un shock cuando la verdad era insoportable? Con un suspiro volvió al escritorio y rebobinó el mensaje. Pensó que tenía que ser Leo, y pulsó la tecla de puesta en marcha para oír de nuevo la voz a lo Darth Vader. Excepto Elizabeth, nadie sabía tanto sobre la familia y hacía al menos diez años que ella no era capaz de hilvanar dos palabras coherentes. «¿Alguna vez se preguntó por qué era tan fácil meterse en la cama de Elizabeth… y por qué siempre estaba borracha…? ¿Quién la enseñó a degradarse…? ¿Creyó que ella iba a guardar el secreto para siempre…? ¿O quizá pensó que el uniforme lo iba a proteger? La gente mira con respeto al hombre que lleva pedazos de metal enganchados en la pechera… Probablemente se sentía como un héroe cada vez que sacaba su tronco erecto…» Mark cerró los ojos con disgusto, pero no podía evitar que en su mente aparecieran constantes imágenes de la capitana Nancy Smith, cuyo parecido con su abuelo era tan notable. Dick Weldon encontró a su mujer en la habitación de invitados, haciendo las camas para su hijo y su nuera, quienes llegarían esa tarde. – ¿Has estado telefoneando a James Lockyer-Fox? -preguntó, exigente. Ella lo miró con el ceño fruncido mientras metía una almohada en su funda. – ¿De qué hablas? – Acabo de llamar a la mansión y su abogado me ha dicho que alguien desde aquí ha hecho llamadas injuriosas a James. -Su rostro rubicundo se mostraba colérico-. Como es evidente que no se trata de mí, entonces, ¿quién ha llamado? Prue le dio la espalda para ahuecar la almohada. – Si no controlas tu hipertensión te va a dar un infarto -le dijo en tono crítico-. Pareces uno de esos tipos que lleva años sin soltar la botella. Dick estaba habituado a que su mujer eludiera los temas desagradables por el método de ser la primera en clavar el cuchillo. – Entonces, has sido tú, ¿verdad? -soltó-. ¿Estás loca? El abogado dijo que te ponías a jadear. – Eso es ridículo. -Se volvió a girar para tomar otra funda de almohada antes de lanzarle una mirada de desaprobación-. No tienes por qué estar tan enfurruñado. Por lo que a mí respecta, esa bestia se merece todo lo que le pase. ¿Tienes idea de cómo me siento por haber dejado a Ailsa en sus garras? Debí haberla ayudado en lugar de marcharme. Si hubiera mostrado un poco de valor aún estaría viva. Dick se dejó caer sobre un baúl de ropa junto a la puerta. – Supón que estás equivocada. Supón que oíste a otras personas… – Eso no fue lo que ocurrió. – ¿Cómo puedes estar tan segura? Creí que hablaba con James hasta que el abogado me dijo que era él. Cuando dijo «mansión Shenstead» parecía James. – Eso se debe a que esperabas que fuera James quien contestara. – Eso también vale para ti. Esperabas que Ailsa discutiera con el coronel. Siempre me pedías que hurgara en sus trapos sucios. – ¡Oh, por el amor de Dios! -contraatacó enojada-. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Ella lo llamó James. Dijo: «No, James, no voy a seguir soportándolo». ¿Por qué diría eso si estaba hablando con otra persona? Dick se frotó los ojos. La había oído decir aquello en numerosas ocasiones, pero lo que el abogado había dicho respecto a palabras fuera de contexto lo inquietaba. – El otro día me dijiste que no habías podido oír nada de lo que dijo James… Bueno, es posible que tampoco oyeras claramente a Ailsa. Quiero decir, si ella hablaba sobre él y no con él, eso establece una diferencia. Quizá no hablaba en primera persona… quizá dijo: «James no va a seguir soportándolo». – Sé lo que oí -insistió Prue con terquedad. – Eso es lo que dices siempre. – Es la verdad. – Está bien… ¿y ese golpe que dijiste que él le había propinado? ¿Por qué en el examen post mortem no se encontró ningún hematoma? – ¿Y cómo voy a saberlo? Quizás ella murió antes de que pudiera formarse. -Irritada, extendió el cubrecama y lo alisó con las manos-. De todas maneras, ¿para qué llamaste a James? Pensé que habíamos acordado tomar partido por Ailsa. Dick miró el suelo. – ¿Desde cuándo? – Fuiste tú quien me dijo que acudiera a la policía. – Dije que no tenías muchas opciones. Eso no es un acuerdo para tomar partido. -Volvió a frotarse los ojos con fuerza-. El abogado dijo que había elementos para acusarte por calumnias. Según él, has incitado a otras personas a que tilden de asesino a James. Prue no se mostró impresionada. – Entonces, ¿por qué no me acusa? Eleanor Bartlett dice que ésa es la mejor prueba de su culpabilidad. Deberías oír lo que dice de él. -Sus ojos brillaron con algún recuerdo que la divertía-. Además, si alguien está haciendo llamadas injuriosas ésa es ella. Estuve presente en una ocasión. Ella lo llama «hacerlo salir de la guarida». Dick evaluó a su esposa por primera vez en años. Era más regordeta que la chica con la que se había casado, pero mucho más segura de sí misma. A los veinte tenía modales delicados y era muy poquita cosa. A los cincuenta y cuatro era un dragón. Apenas podía reconocerla ahora, sólo era la mujer que dormía en su cama. No habían hecho el amor o hablado de algún asunto personal desde hacía años. Él se pasaba el día fuera, en la granja, mientras ella jugaba al golf o al bridge con Eleanor y sus otras amigas esnobs. Las noches transcurrían en silencio delante del televisor y él siempre se quedaba dormido antes de que ella subiera al dormitorio. Prue suspiró con impaciencia al ver la expresión escandalizada de su marido. – Es lo justo. Ailsa era amiga de Ellie… y mía también. ¿Qué esperabas que hiciéramos? ¿Dejar que James siguiera impune? Si hubieras mostrado una pizca de interés en cualquier cosa que no fuera la granja sabrías que en esa historia hay muchas más cosas que ese estúpido veredicto al que llegó el juez de instrucción. James es un salvaje y la única razón por la que estás armando todo este lío es porque has prestado atención a su abogado… A quien pagan para que se ponga de parte de su cliente. A veces eres muy lento. No había forma de refutar eso. Dick siempre se tomaba su tiempo para pensar las cosas con detenimiento. Lo único que se reprochaba era su indiferencia. – Ailsa no pudo morir tan rápido -protestó-. Dijiste que la razón por la cual no interviniste fue porque ella habló con él tras el golpe. Bien, no soy patólogo, pero estoy seguro de que la circulación debe cesar de inmediato para evitar que los vasos sanguíneos rotos sangren bajo la piel. Pero incluso así, yo no estaría seguro. – No tiene sentido que me intimides; no voy a cambiar de idea -anunció Prue, de nuevo irritada-. Creo que el frío pudo tener algo que ver con eso. Oí un portazo después, sin duda James pasó el pestillo y la dejó fuera para que muriera. Si estás tan interesado, ¿por qué no llamas al patólogo y hablas con él? Aunque es probable que no saques nada en claro. Eleanor dice que todos pertenecen a la brigada del saludo extraño [9], y ésa es la razón por la que no han arrestado a James. – Eso es ridículo. ¿Por qué tomas tan en cuenta lo que dice esa estúpida? ¿Y desde cuándo alguna de vosotras era amiga de Ailsa? La única vez que ella habló contigo fue cuando recaudaba dinero para sus obras de caridad. Eleanor se quejaba de que fuera tan pedigüeña. Recuerdo la rabieta que os entró cuando el periódico dijo que había donado más de un millón de libras. Dijisteis: «¿Por qué nos pidió dinero si nadaba en él?». Prue hizo caso omiso del comentario. – Aún no me has explicado por qué llamaste a James. – Unos nómadas han invadido el Soto -gruñó Dick-, y necesitamos un abogado para librarnos de ellos. Esperaba que James me pusiera en contacto con el suyo. – ¿Y qué tiene el nuestro de malo? – Está de vacaciones hasta el día dos. Prue movió la cabeza en gesto de incredulidad. – Entonces, ¿por qué razón no llamaste a los Bartlett? Tienen un abogado. ¿Por qué motivo llamaste a James? Eres un idiota, Dick. – Porque Julian ya me había pasado el problema a mí -masculló Dick entre dientes-. Se fue a la cacería de Compton Newton con el traje de perrero y pensó que se trataba de saboteadores. No quería que le ensuciaran la ropa, como siempre. Sabes cómo es… vago como el demonio y huyó de un posible enfrentamiento con unos matones… Así que eludió el maldito asunto. Francamente, eso me pone furioso. Trabajo más duro que nadie en este valle pero siempre esperan que sea yo quien se ocupe del trabajo sucio. Prue hizo una mueca despectiva. – Debiste decírmelo. Se lo habría contado a Ellie. Ella puede ponernos en contacto con su abogado… aunque Julian no quiera. – Estabas en la cama -soltó Dick-. Pero muy bien, acepto tu ayuda. El problema es todo tuyo. Eleanor y tú sois las personas más indicadas para tratar con invasores. Se morirán de miedo si ven a dos señoras de mediana edad escupiéndoles insultos por un megáfono. Y, enojado, se marchó de la habitación. Mark Ankerton respondió al repique de la vieja campana de bronce que colgaba de un muelle en el pasillo de la mansión y que se accionaba por un alambre que daba al portal. James y él estaban sentados delante de unos troncos que ardían en el salón panelado y el sonido inesperado hizo que ambos dieran un salto. La reacción de Mark fue de alivio. El silencio se había vuelto opresivo y cualquier distracción era bienvenida, incluso una desagradable. – ¿Dick Weldon? -sugirió. El anciano sacudió la cabeza. – Sabe que nunca utilizamos esa entrada. Hubiera venido por detrás. – ¿Debo responder? James se encogió de hombros. – ¿Qué sentido tiene? Seguramente vienen a incordiar, por lo general son los hijos de los Woodgate. Antes les amonestaba… ahora ni me molesto. Si no les hacemos caso, se cansarán. – ¿Lo hacen a menudo? – Cuatro o cinco veces por semana. Es muy aburrido. Mark se puso de pie. – Al menos, déjeme solicitar un requerimiento judicial para eso -dijo, volviendo al tema que había dado lugar al largo silencio-. No es difícil. Podemos pedir una orden de alejamiento a menos de cincuenta metros de la entrada. Insistiremos en que los padres asuman la responsabilidad… los amenazaremos con la cárcel si los niños siguen incordiando. James sonrió débilmente. – ¿Quiere que, además de todos mis problemas, añada la acusación de fascista? – No tiene nada que ver con el fascismo. La ley hace recaer sobre los padres la responsabilidad de los menores de edad. James negó con la cabeza. – Entonces, no tengo el menor derecho moral. Leo y Elizabeth han actuado mucho peor que lo que puedan hacer los hijos de los Woodgate. No me ocultaré tras una hoja de papel, Mark. – Eso no significa ocultarse. Considérelo un arma. – No puedo. Papel blanco. Bandera blanca. Huele a rendición. -Hizo un gesto al abogado, señalando hacia el pasillo-. Vaya, regáñelos. Todavía no tienen doce años -dijo, con una sonrisita-, pero se sentirá mejor si los ve huir con la cola entre las piernas. Me doy cuenta de que la satisfacción nada tiene que ver con el calibre del adversario sino sólo con ponerlo en fuga. Cruzó los dedos bajo la barbilla, escuchando los pasos de Mark mientras cruzaba el suelo de azulejos del pasillo. Oyó descorrer los pestillos y captó las voces antes de que la negra depresión, su constante compañera de todos esos días, en suspenso por breve tiempo debido a la presencia de Mark en la casa, lo golpeara sin aviso e inundara sus ojos con vergonzosas lágrimas. Recostó la cabeza contra el respaldo de la silla y dirigió la vista al cielo raso tratando de obligarlas a retroceder. «Ahora no -se dijo con desesperación-. Delante de Mark, no.» No cuando aquel joven había venido desde tan lejos para ayudarlo a pasar su primera Navidad en soledad. |
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